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Pensamientos

Blaise Pascal



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ArribaAbajoSección I

1. DIFERENCIA ENTRE EL ESPÍRITU DE GEOMETRÍA Y EL ESPÍRITU DE FINURA. -En el primero, los principios son palpables, pero están alejados del uso común; de suerte que cuesta trabajo volver la cabeza hacia este lado, por falta de hábito; pero por poco que se vuelva hacia él, se divisan de lleno los principios; y sería menester tener un espíritu absolutamente falso para razonar mal con principios que caen tan de su peso que es casi imposible pasen inadvertidos.

Pero en el espíritu de finura, los principios son de uso común, y están ante los ojos de todo el mundo. No es menester volver la cabeza ni hacerse violencia; basta tener buena vista, pero es menester tenerla buena de veras; porque los principios están tan desleídos y son tan numerosos, que es casi imposible que se nos escapen. Ahora bien: la omisión de un principio lleva al error; por esto es menester poseer visión muy clara para ver todos los principios, y luego espíritu preciso para no razonar falsamente con principios conocidos.

Todos los geómetras serían, por tanto, finos si tuvieran buena vista, porque no razonan falsamente sobre los principios que conocen; y los espíritus finos serían geómetras si pudieran acomodar su visión a los principios inusitados de la geometría.

Lo que hace, pues, que ciertos espíritus finos no sean geómetras es el que no puedan en manera alguna volverse hacia los principios de la geometría; pero lo que hace que los geómetras no sean finos es que no ven lo que tienen delante, y que acostumbrados a los principios perfilados y globales de la geometría, y a no razonar sino después de haber visto bien y manejado sus principios, se pierden en las cosas de finura, en que los principios no se dejan manejar de esta suerte. No se ven apenas, se sienten más que se ven; cuesta infinitos trabajos hacerlos sentir a quienes no los sienten por sí mismos; son cosas tan delicadas y numerosas, que es menester un sentido muy delicado y agudo para sentirlas, y juzgar derecha y justamente de acuerdo con este sentimiento, sin que las más de las veces sea posible demostrarlas por orden como en geometría, porque no es así como se poseen los principios de ella, y sería una faena infinita el intentarlo. Es preciso ver súbitamente la cosa en un solo golpe de vista, y no con un razonamiento progresivo, por lo menos en una cierta medida. Y acontece raramente, por esto, que los geómetras sean finos y que los finos sean geómetras, debido a que los geómetras quieren tratar geométricamente estas cosas finas, y resultan ridículos intentando comenzar con definiciones siguiendo por los principios, cosa improcedente en esta suerte de razonamientos. No es que el espíritu no lo haga; sino que lo hace tácitamente, naturalmente, y sin reglas, porque su expresión excede a todos los hombres y su sentimiento no pertenece sino a pocos.

Por el contrario, a los espíritus finos habituados a juzgar de un golpe de vista, les extraña tanto -que se les presenten proposiciones de las que no entienden nada, y para penetrar en las cuales hay que pasar por definiciones y principios, tan estériles sin costumbre de ver en detalle-, que se ven repelidos y sienten repugnancia.

Pero los espíritus falsos no son jamás ni finos ni geómetras.

Los geómetras que no son sino geómetras tienen, pues, el espíritu recto, pero con tal que se les expliquen bien todas las cosas con definiciones y principios; si no, son falsos e insoportables, porque no son rectos más que apoyándose en principios bien esclarecidos.

Y los finos que no son sino finos no pueden tener la paciencia de descender hasta los primeros principios de las cosas especulativas y de imaginación, que jamás han visto en el mundo, y son absolutamente inusitadas.

2. Diversas especies de sentido recto; unas, en cierto orden de cosas, y no en los demás, en los cuales extravagan.

Unos deducen bien las consecuencias de unos pocos principios, y es una rectitud de sentido.

Otros deducen bien las consecuencias de cosas en que hay muchos principios.

Por ejemplo, los unos comprenden bien los efectos del agua, en lo cual hay pocos principios; pero sus consecuencias son tan finas que sólo una extrema rectitud puede llegar hasta ellas.

Y aquéllos, quizá, no por eso solamente sean grandes geómetras, porque la geometría comprende un gran número de principios, y un espíritu puede ser de tal índole que pueda penetrar perfectamente unos pocos principios hasta el fondo, sin que fuera capaz de penetrar en modo alguno las cosas en que hubiera muchos principios.

Hay, pues, dos suertes de espíritu: uno que penetra viva y profundamente las consecuencias de los principios, el espíritu de precisión; otro, que comprende un gran número de principios sin confundirlos, es el espíritu de geometría. El uno es fuerza y rectitud de espíritu, el otro es amplitud de espíritu. Pero el uno puede darse perfectamente sin el otro, pues el espíritu puede ser fuerte y angosto, y puede ser también vasto y débil.

3. Los que están acostumbrados a juzgar según el sentimiento, no entienden una palabra de las cosas de razonamiento, porque quieren penetrar primeramente con un solo golpe de vista y no están habituados a inquirir los principios. Y los otros por el contrario, los que están acostumbrados a razonar por principios, no entienden una palabra de las cosas de sentimiento, pues inquieren en ellas sus principios y son capaces de ver con una sola mirada.

6. Como se estropea el espíritu, así se estropea también el sentimiento.

Se forman el espíritu y el sentimiento por las conversaciones. Se estropean el espíritu y el sentimiento por las conversaciones. De esta manera, las buenas o las malas lo forman o lo estropean. Es, pues, de primera importancia saber escoger, para formarlo y no estropearlo; y no puede hacerse esta elección si no se tiene ya formado y no estropeado. Y esto constituye un círculo; son bienaventurados los que salen de él.

14. Cuando un discurso natural pinta una pasión o un efecto, se descubre dentro de sí mismo la verdad de lo que se escucha, la cual no se sabía que estuviera ahí, de suerte que nos sentimos inclinados a amar a quien nos la hace sentir; porque no nos ha exhibido su haber, sino el nuestro; y así este beneficio nos lo hace amable, aparte de que esta comunidad de inteligencia que con ella tenemos inclina, necesariamente, nuestro corazón a amarla.

15. Elocuencia que persuade por dulzura, no por imperio; en tirano, no en rey.

La elocuencia es un arte de decir las cosas de tal manera: 1º. Que aquellos a quienes se habla puedan entenderlas sin trabajo y con agrado. 2º. Que interesen en forma que el amor propio les lleve más bien a reflexionar sobre ellas.

Consiste, pues, en una correspondencia que se trata de establecer entre el espíritu y el corazón a quienes se habla, por un lado, y por otro, los pensamientos y expresiones de que se sirve, lo cual supone que se ha estudiado perfectamente el corazón del hombre para conocer todos sus resortes y para encontrar después las justas proporciones del discurso adecuado. Es menester colocarse en el lugar de los que han de escucharnos y ensayar en su propio corazón el giro que se da al discurso, para ver si el uno está hecho para el otro, y si se está seguro de que el auditorio se ha de ver como obligado a rendirse. Es preciso refugiarse lo más posible en lo natural sencillo; no hacer grande lo que es pequeño, ni pequeño lo que es grande. No basta que una cosa sea hermosa, hace falta que sea adecuada al tema, que no haya en él nada de más ni nada de menos.

20. ORDEN. -¿Por qué me voy a empeñar en dividir mi moral en cuatro puntos mejor que en seis? ¿Por qué colocaré la virtud en cuatro, en dos, en uno? ¿Por qué en «abstine et sustine» mejor que «seguir la naturaleza», o «conducir sus asuntos particulares sin injusticia», como Platón o cualquier otra cosa? Pero, diréis, se recapitula todo en una frase. Sí, pero ésta es inútil si no se explica; y cuando se llega a explicarla, en cuanto se abre este precepto que contiene a todos los demás, surgen éstos en la primera confusión que se quiere evitar. Así, pues, cuando todos están encerrados en uno, están en él escondidos e inútiles, como en un cofre, y jamás comparecen más que en su natural confusión. La naturaleza los ha establecido a todos sin encerrarlos a unos en otros.

22. No se diga que no he dicho nada nuevo: la disposición de las materias es nueva; cuando se juega a la pelota, ambos jugadores juegan con la misma pelota, pero el uno la coloca mejor que el otro.

Tanto da que se diga que me he servido de palabras antiguas. Como si los mismos pensamientos no formaran, por una diferente disposición, el cuerpo de un discurso distinto, al igual que las mismas palabras forman distintos pensamientos por su diferente disposición.

23. Las palabras diversamente ordenadas constituyen diversos sentidos, y los sentidos diversamente ordenados producen diferentes efectos.

25. ELOCUENCIA. -Hace falta lo agradable y lo real; pero hace falta que lo agradable esté a su vez preñado de verdad.

26. La elocuencia es una pintura del pensamiento; y por esto, los que después de haber pintado añaden algo más, hacen un cuadro en lugar de un retrato.

27. MISCELÁNEA. LENGUAJE. -Los que hacen antítesis forzando las palabras son como los que hacen falsas ventanas por simetría: su norma no es hablar con precisión, sino hacer figuras precisas.

28. Simetría en lo que abarca una mirada, fundada en que no hay razón para hacerlo de otra manera; y fundada también en la imagen del hombre, de donde resulta que no se busca la simetría sino en anchura, no en altura ni en profundidad.

32. Hay un cierto modelo de agrado y de belleza que consiste en cierta relación entre nuestra naturaleza, débil o fuerte, tal como ella es, y la cosa que nos agrada.

Todo lo formado conforme a este modelo nos agrada: casas, canciones, discursos, versos, prosa, mujeres, pájaros, ríos, árboles, habitaciones, vestidos, etc. Todo lo que no está hecho conforme a este modelo desagrada a los que tienen buen gusto.

Y así como hay una relación perfecta entre una canción una casa, hechas según el buen modelo, porque se asemejan a este único modelo, aunque cada una según su género, así también hay una perfecta relación entre las cosas hechas según un mal modelo. No es que el mal modelo sea único, porque hay una infinidad de ellos; sino que cada mal soneto, por ejemplo, cualquiera que sea el falso modelo según el cual se haya hecho, se asemeja perfectamente a una mujer vestida según este modelo.

Nada da a entender mejor lo ridículo que es un falso soneto que el considerar su naturaleza y su modelo, e imaginarse inmediatamente una mujer o una casa hechas según este modelo.

33. BELLEZA POÉTICA. -Al igual que se dice belleza poética, debería decirse también belleza geométrica y belleza medicinal; pero no se dice. La razón es que se sabe cuál es el objeto de la geometría, que consiste en pruebas, y cuál es el objeto de la medicina, que consiste en la curación; pero no se sabe en qué consiste el agrado, que es el objeto de la poesía. No se sabe lo que es este modelo natural que hay que imitar. Y a falta de este conocimiento, se han inventado algunos términos curiosos: «siglo de oro, maravilla de nuestros días, fatal», etc., y se llama a esta jerga belleza poética.

Pero quien se imagine una mujer hecha según este modelo, consistente en decir simplezas con frases solemnes, verá una bella señorita llena de espejos y cadenas, y se reirá de ella porque se sabe mejor en qué consiste el agrado de los versos. Pero los que no entienden de esto la admirarán en estos arreos; hay muchos pueblecitos en que se la tomaría por una reina; y por esto, a los sonetos hechos conforme a este modelo los llamamos reinas de pueblo.

37. Puesto que no se puede ser universal y saber todo lo que se puede saber acerca de todo, hay que saber poco de todo. Porque es mucho más hermoso saber algo de todo que saberlo todo de una cosa; esta universalidad es la hermosa. Si se pudieran tener las dos, tanto mejor; pero si hay que elegir, es menester elegir aquélla, y la gente lo sabe y lo hace, porque la gente es con frecuencia buen juez.

43. Algunos autores, hablando de sus obras, dicen: «Mi libro, mi comentario, mi historia», etc. Huelen a burgueses que tienen bienes raíces y siempre un «en mi casa» en la boca. Harían mejor diciendo: «Nuestro libro, nuestro comentario, nuestra historia», etc. Visto que de ordinario hay en ello más de cosecha ajena que propia.

45. Las lenguas son cifras en que las letras no se cambian por letras, sino las palabras en palabras, de suerte que una lengua desconocida es descifrable.

50. Un mismo sentido cambia según las palabras que lo expresen. Los sentidos reciben de las palabras su dignidad, en lugar de conferírsela. Hay que buscar ejemplos...




ArribaAbajoSección II

60. PRIMERA PARTE. -Miseria del hombre sin Dios.

SEGUNDA PARTE. -Felicidad del hombre con Dios.

De otra manera:

PRIMERA PARTE. -Que la naturaleza está corrompida. Por la naturaleza misma.

SEGUNDA PARTE. -Que hay un reparador. Por la Escritura.

61. ORDEN. -Hubiera acometido este discurso con un orden como el siguiente: para mostrar la vanidad de toda clase de condiciones, mostrar la vanidad de las vidas comunes, y después la vanidad de las vidas filosóficas pirronianas, estoicas; pero no resultaría el orden. Sé algo de esto y que pocas gentes lo entienden. Ninguna ciencia humana puede respetarlo. Santo Tomás no lo ha respetado. La matemática lo respeta, pero es inútil en su profundidad.

62. PREFACIO DE LA PRIMERA PARTE. -Hablar de los que han tratado del conocimiento de sí mismo; de las divisiones de Charron, que deprimen y aburren; de la confusión de Montaigne, el cual había notado ya el defecto de un método recto, y que para evitarlo brincaba de un tema a otro, que buscaba el aire puro.

¡Estúpido su proyecto de pintarse a sí mismo!, y ello no de pasada y contra sus máximas, desfallecimientos que pueden acontecer a cualquiera, sino por sus propias máximas y en virtud de un intento primero y principal. Porque decir estupideces por azar y por debilidad es un mal corriente; pero decirlas de intento es lo que no es soportable, y decir alguna cosa como la siguiente...

65. Lo que Montaigne tiene de bueno no puede lograrse sino difícilmente. Lo que tiene de malo, prescindiendo de las costumbres, se entiende, pudo ser corregido en un momento si se le hubiera advertido que era demasiado embrollado y hablaba demasiado de sí mismo.

66. Hay que conocerse a sí mismo: aunque ello no sirviera para encontrar la verdad, serviría por lo menos para arreglar su vida, y nada más justo que esto.

67. VANIDAD DE LAS CIENCIAS. -La ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral en los momentos de aflicción; pero la ciencia de las costumbres me consolará siempre de la ignorancia de las ciencias exteriores.

69. DOS INFINITOS, MEDIO. -Cuando se lee demasiado deprisa o demasiado despacio, no se entiende nada.

72. DESPROPORCIÓN DEL HOMBRE. -He aquí dónde nos llevan los conocimientos naturales. Si no son verdaderos, no hay verdad en el hombre; si lo son, encuentra en ellos un gran motivo de humildad, al verse obligado a rebajarse de una u otra manera. Y puesto que no puede subsistir sin creer en ellos, deseo que antes de entrar en mayores inquisiciones acerca de la naturaleza, la considere alguna vez con seriedad y a sus anchas, que se mire también a sí mismo, y viendo en qué proporción está... Contemple el hombre, pues, la naturaleza entera en su elevada y plena majestad, aparte su vista de los objetos bajos que la circundan. Contemple esta resplandeciente luz colocada como una lámpara eterna para alumbrar el universo, que la Tierra le parezca como un punto rodeado por la vasta órbita que este astro describe y que se asombre de que esta vasta órbita no es a su vez sino una fina punta respecto de la que abrazan los astros que ruedan por el firmamento. Pero si nuestra vista se detiene aquí, que la imaginación vaya más allá; antes se cansará ella de concebir que la naturaleza de suministrar. Todo este mundo visible no es sino un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. No hay idea ninguna que se aproxime a ella. Podemos dilatar cuanto queramos nuestras concepciones allende los espacios imaginables, no alumbraremos sino átomos, a costa de la realidad de las cosas. Es una esfera cuyo centro se halla por doquier y cuya circunferencia no se encuentra en ninguna parte. Finalmente, es la más grande nota sensible de la omnipotencia divina el que nuestra imaginación se pierda en este pensamiento.

Vuelto a sí mismo, considere el hombre lo que es él a costa de lo que es; considérese perdido en este cantón apartado de la naturaleza; y desde esta célula en que se halla alojado, me refiero al universo, aprenda a estimar la tierra, los reinos, las ciudades y a sí mismo en su justo precio. ¿Qué es un hombre infinito?

Pero para presentarle otro prodigio igualmente sorprendente, que busque dentro de lo que conoce las cosas más delicadas. Que un cirón le ofrezca en la pequeñez de su cuerpo partes incomparablemente menores, piernas con articulaciones, venas en sus piernas, sangre en sus venas, humores en esta sangre, gotas en sus humores, vapores en estas gotas; que, dividiendo todavía estas últimas cosas, agote sus fuerzas en estas concepciones y que el último objeto a que pueda llegar sea ahora el de nuestro discurso; ¿pensará tal vez que es ésta la extrema pequeñez de la naturaleza? Voy a hacerle ver aquí dentro un nuevo abismo. Voy a pintarle, no solamente el universo visible, sino la inmensidad concebible de la naturaleza, en el recinto de este compendio de átomos. Que vea en él una infinidad de universos, cada uno con su firmamento, sus planetas, su tierra, en la misma proporción que en el mundo visible, en esta tierra, animales, y finalmente cirones, en los cuales encontrara lo que han dado los anteriores; y al encontrar todavía en los otros la misma cosa sin fin y sin reposo, que se pierda en estas maravillas, tan pasmosas en su pequeñez como lo son las otras por su extensión; porque ¿quién no se admirará de que nuestro cuerpo, que antes no era perceptible en el universo, imperceptible en el seno del todo, sea ahora un coloso, un mundo, o más bien un todo respecto de esa nada a que no se puede llegar?

Quien se considere de esta suerte, se aterrará de sí mismo, y considerándose sostenido en la masa que la naturaleza le ha otorgado, entre estos dos abismos del infinito y de la nada, temblará ante la visión de estas maravillas; y creo que su curiosidad se trocará en admiración y estará más dispuesto a contemplarlas en silencio que a investigarlas con presunción.

Porque, finalmente, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su principio le están invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido sacado y el infinito en que se halla sumido.

¿Qué hará, pues, sino barruntar alguna apariencia del medio de las cosas, en una eterna desesperación por no conocer ni su principio ni su fin? Todas las cosas han salido de la nada y van llevadas hasta el infinito. ¿Quién podrá seguir estas sorprendentes andanzas? El autor de estas maravillas las comprende. Ningún otro puede hacerlo.

A falta de haber contemplado estos infinitos, los hombres se han lanzado temerariamente a la investigación de la naturaleza, como si fueran proporcionados a ésta. Es extraño que hayan querido comprender los principios de las cosas y llegar con ello hasta conocerlo todo, por una presunción tan infinita como su objeto. Porque no hay duda ninguna que no se puede concebir este intento sin una presunción o sin una capacidad infinita, como la naturaleza.

Cuando se sabe esto, se comprende que habiendo la naturaleza grabado su imagen y la de su autor en todas las cosas, casi todas ellas tengan algo de su doble infinitud. Y vemos así que todas las ciencias son infinitas por la extensión de sus investigaciones; porque ¿quién duda de que la geometría, por ejemplo, tenga una infinidad de infinidades de proposiciones que exponer?; son también infinitas en la multitud y delicadeza de sus principios; porque ¿quién no ve que aquellos que se presentan como últimos no se apoyan en sí mismos, y que, apoyados sobre otros, que tienen a su vez por apoyo a otros, no toleran jamás un último? Pero hacemos con los que aparecen últimos a la razón como con las cosas materiales, en las cuales llamamos punto invisible a aquel allende el cual nuestros sentidos no perciben nada, aunque divisible infinitamente y por su naturaleza.

De estos dos infinitos de ciencias, el de lo grande es mucho más sensible, y por esto es por lo que llego a poco menos que a pretender conocer todas las cosas. «Voy a hablar de todo», decía Demócrito.

Pero la infinidad en pequeñez es mucho menos visible. Los filósofos han pretendido, sin embargo, llegar a él, y es aquí donde todos han topado. Es lo que ha dado lugar a estos títulos tan corrientes: «De los principios de las cosas», «De los principios de la filosofía», y otros semejantes, tan fastuosos en realidad, aunque menos en apariencia, que es este otro que hace saltar los ojos: «De omni scibili.»

Se cree, naturalmente, ser mucho más capaz de llegar al centro de las cosas que de abarcar su circunferencia; la extensión visible del mundo nos sobrepasa visiblemente; pero como somos nosotros los que sobrepasamos las cosas pequeñas, nos creemos más capaces de poseerlas, y, sin embargo, no hace falta menor capacidad para llegar hasta la nada que para llegar hasta el todo; y es menester tenerla infinita tanto para lo uno como para lo otro, y me parece que quien hubiera comprendido los últimos principios de las cosas podría llegar también a conocer hasta el infinito. Lo uno depende de lo otro, y lo uno conduce a lo otro. Estos extremos se tocan y se reúnen a fuerza de estar alejados, y se encuentran en Dios y solamente en Dios.

Reconozcamos, pues, nuestro alcance; somos algo y no somos todo; lo que tenemos de ser nos arrebata el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y lo poco que tenemos de ser nos oculta la visión del infinito.

Nuestra inteligencia posee, en el orden de las cosas inteligibles, el mismo rango que nuestro cuerpo en la extensión de la naturaleza.

Limitados en todos los sentidos, este estado que ocupa el medio entre los dos extremos se encuentra en todas nuestras potencias. Nuestros sentidos no se dan cuenta de nada extremo: demasiado ruido, ensordece; demasiada luz, ofusca; demasiada distancia y demasiada proximidad, impiden la visión; demasiada longitud y demasiada brevedad en el discurso, lo oscurecen; demasiada verdad, nos pasma (conozco quienes no pueden entender que si se resta de cero cuatro, queda cero); los primeros principios tienen para nosotros demasiada evidencia, demasiado placer incómodo; demasiadas consonancias son desagradables en música; y demasiados beneficios irritan, queremos tener con que sobrepagar la deuda: «Beneficia eo usque laeta sunt dum videntur exsolvi posse; ubi multum antevenere pro gratio odium redditur.» No sentimos ni el calor extremo ni el frío extremo. Las cualidades excesivas nos son enemigas y no sensibles; no las sentimos ya, las padecemos. Demasiada juventud y demasiada vejez privan de espíritu, las cosas extremas son para nosotros como si no fueran, y nosotros tampoco somos respecto de ellas: nos escapan, o nosotros a ellas.

He aquí nuestro verdadero estado; es lo que nos hace incapaces de saber ciertamente y de ignorar absolutamente. Bogamos en un vasto medio, siempre inciertos y flotantes, empujados de un extremo a otro. Si damos con un término a que pensamos vincularnos y en que pensamos afianzarnos, titubea y nos abandona; y si lo seguimos, se nos escapa de las manos, se desliza y nos huye con una fuga eterna. Nada se detiene por nosotros. Es el estado que nos es natural, y, sin embargo, el más contrario a nuestra inclinación; ardemos en deseos de encontrar una sede firme y una última base constante para edificar sobre ella una torre que se alce hasta el infinito, pero todos nuestros cimientos se quiebran y la tierra se abre hasta los abismos.

No busquemos, pues, punto de seguridad y de firmeza. Nuestra razón se ve siempre decepcionada por la inconstancia de las apariencias; nada puede fijar lo finito entre los dos infinitos que lo envuelven y le huyen.

Una vez bien comprendido esto, creo que cada cual quedará tranquilo en el estado en que la naturaleza le ha colocado. Estando este medio que nos ha sido legado en herencia siempre distante de los extremos, ¿qué importa que el hombre tenga un poco más de inteligencia de las cosas? Si la tiene, toma a aquéllas desde un poco más arriba. ¿No se halla siempre infinitamente alejado del término?; y la duración de nuestra vida, ¿no está igualmente, infinitamente, alejada de la eternidad, aunque dure diez años más?

Ante la visión de estos infinitos, todos los finitos son iguales; y no veo por qué asentar su imaginación en uno más bien que en otro. Nos apena la sola comparación que establecemos entre nosotros y lo finito.

Si el hombre fuese lo primero que se estudiase a sí mismo, vería lo incapaz que es de seguir adelante. ¿Cómo es posible que una parte conozca el todo? Pero aspirará tal vez a conocer por lo menos las partes con las cuales guarda proporción. Pero las partes del mundo guardan entre sí una relación tal y una tal concatenación las unas con las otras, que creo imposible conocer la una sin la otra y sin el todo.

El hombre, por ejemplo, tiene relación con todo lo que conoce. Necesita lugar para contenerlo, tiempo para durar, movimiento para vivir, elementos para componerlo, calor y alimentos para nutrirlo, aire para respirar; ve la luz, siente los cuerpos; finalmente, todo se alía con él. Para conocer al hombre es preciso, pues, saber de dónde viene el que tenga necesidad de aire para subsistir; y para conocer el aire, saber por dónde tiene éste relación con la vida del hombre, etc. La llama no subsiste sin aire; por tanto, para conocer la una es preciso conocer al otro. Siendo, pues, todas las cosas causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y manteniéndose todas por un nexo natural e insensible que liga las más alejadas y las más diferentes, tengo por imposible conocer las partes sin conocer el todo, así como conocer el todo sin conocer particularmente más partes.

La eternidad de las cosas en sí mismo o en Dios tiene también que pasmar a nuestra pequeña duración. La inmovilidad fija y constante de la naturaleza, la comparación con el cambio continuo que acontece en nosotros tiene que producir el mismo efecto.

Y lo que remata nuestra impotencia para conocer las cosas es que ellas son simples en sí mismas, y nosotros estamos compuestos de dos naturalezas opuestas y de distinto género: alma y cuerpo. Porque es imposible que la parte que razona en nosotros no sea sino espiritual; y si se pretendiera que fuéramos simplemente corporales, ello nos excluiría mucho más del conocimiento de las cosas, puesto que nada hay tan inconcebible como decir que la materia se conoce a sí misma; no es posible conocer cómo habría de conocerse a sí misma.

Y así, si somos simplemente materiales, no podemos conocer nada en manera alguna, y si estamos compuestos de espíritu y de materia, no podemos conocer perfectamente las cosas simples, espirituales o corporales.

De aquí viene el que casi todos los filósofos confundan las ideas de las cosas, y hablen de las cosas corporales espiritualmente y de las espirituales corporalmente. Porque dicen audazmente que los cuerpos tienden a bajar, aspiran a su centro, huyen de su destrucción, temen el vacío, que la naturaleza tiene inclinaciones, simpatías, antipatías, cosas todas que no pertenecen más que a los espíritus. Y hablando de los espíritus los consideran como en un lugar, y les atribuyen movimientos de un lugar a otro, cosas que no pertenecen sino a los cuerpos.

En lugar de recibir las ideas de estas cosas puras, las teñimos con nuestras cualidades e impregnamos con nuestro ser compuesto todas las cosas simples que contemplamos.

¿Quién no creerá, viéndonos componer todas las cosas de naturaleza y de espíritu, que esta mezcla nos había de ser muy comprensible? Es, sin embargo, la cosa que se comprende menos. El hombre es para sí mismo el más prodigioso objeto de la naturaleza; porque no puede concebir lo que es ser cuerpo y menos todavía lo que es ser espíritu, y lo menos del mundo, cómo un cuerpo puede estar unido con un espíritu. Es éste el colmo de la dificultad y, sin embargo, es su propio ser: «modus quo corporibus adhaerent spiritus comprehendi ab hominibus non potest, et hoc tamen homo est».

Finalmente, para consumar la prueba de nuestra flaqueza, terminaré con estas dos consideraciones...

76. Escribir contra los que profundizan en las ciencias: Descartes.

77. No puedo perdonar a Descartes; bien hubiera querido, en toda su filosofía, poder prescindir de Dios; pero no ha podido evitar el hacerle dar un papirotazo para poner el mundo en movimiento; después de esto, no le queda sino hacer de Dios.

78. Descartes, inútil e incierto.

79. DESCARTES. -Hay que decir en líneas generales: «Esto sucede por figura y movimiento», porque es verdad. Pero decir cuáles y componer la máquina es ridículo. Porque es inútil, incierto y penoso. Y aun cuando fuera verdad, no creemos que toda la filosofía merezca una hora de esfuerzo.

82. IMAGINACIÓN. -He aquí la parte que decepciona en el hombre, esta maestra de error y de falsedad, tanto más embustera cuanto que no lo es siempre; porque sería regla infalible de verdad si fuera infalible de mentira. Pero siendo casi siempre falsa, no da señal ninguna de su cualidad, marcando con un mismo carácter lo verdadero y lo falso.

No hablo de los locos, hablo de los más cuerdos; entre ellos es donde la imaginación tiene el gran don de persuadir a los hombres. Por mucho que la razón grite, no puede poner las cosas en su punto.

Esta potencia soberbia, enemiga de la razón, que se complace en controlarla o en dominarla, para mostrar cuán poderosa es en todo, ha establecido en el hombre una segunda naturaleza. Tiene sus afortunados, sus desgraciados, sus sanos, sus enfermos, sus ricos, sus pobres; hace que la razón crea, dude, niegue; suspende los sentidos, les hace sentir; tiene sus locos y sus cuerdos; nada nos produce tanto despecho como ver que llena a sus huéspedes de una satisfacción mucho más plenaria y entera que la razón. Los hábiles por imaginación se complacen a sí mismos de modo muy diferente a como los prudentes pueden complacerse razonablemente. Miran a las gentes con imperio; disputan con audacia y confianza; los otros, con temor y desconfianza; y esta alegría de semblante les otorga, con frecuencia, una ventaja en la opinión de los que escuchan; de tal manera los prudentes imaginarios gozan de favor ante jueces de misma naturaleza. No puede volver cuerdos a los locos; pero les hace felices con envidia de la razón, que no puede hacer a sus amigos sino miserables, cubriéndoles la una de gloria, la otra de vergüenza.

¿Quién distribuye la reputación? ¿Quién confiere respeto y veneración a las personas, a las obras, a las leyes, a los grandes, sino esta facultad imaginante? ¡Todas las riquezas de la tierra serían insuficientes sin su consentimiento!

¿No diríais que este magistrado, cuya venerable ancianidad impone respeto a todo un pueblo, se gobierna por una razón pura y sublime y que juzga de las cosas por su naturaleza sin detenerse en vanas circunstancias que no hieren sino la imaginación de los débiles? Vedle entrar en un sermón cargado de un celo devoto, reforzando la solidez de su razón con el ardor de su caridad; helo aquí presto a escucharlo con un respeto ejemplar. Pero que aparezca el predicador, que la naturaleza le haya dado una voz cascada y un semblante raro, que su barbero le haya afeitado mal, si el azar lo ha ensuciado por añadidura, por grandes que sean las verdades que anuncie, me juego la pérdida de la gravedad de nuestro senador.

El mayor filósofo del mundo, colocado en una plancha que sobresale más de lo debido, si tiene bajo sí un precipicio, aunque su razón le convenza de su seguridad, prevalecerá su imaginación. Muchos serían incapaces hasta de soportar la idea sin palidecer ni sudar.

No voy a referir todos sus defectos.

¿Quién ignora que la vista de gatos, ratas, el pisar un carbón, etc., sacan de quicio a la razón? El tono de la voz impone a los más prudentes, y cambia la fuerza de un discurso y de un poema.

La afección o el odio cambian la faz de la justicia. Y un abogado bien pagado de antemano, ¡cuánto más justa encuentra la causa que defiende!; su gesto audaz, ¡cuánto mejor lo hace ante los jueces, engañados por esta apariencia! ¡Graciosa razón que el viento maneja y en cualquier sentido!

Recordaré casi todas las acciones de los hombres que apenas vacilan sino por sus sacudidas. Porque la razón se ha visto obligada a ceder, y el más sensato acepta como principios suyos los que la imaginación de los hombres ha introducido temerariamente en cada lugar.

Quien no quiera seguir más que a la razón sería un loco a juicio del común de los hombres. Hay que juzgar a juicio de la mayoría de las gentes. Puesto que así le plugo, hay que trabajar todo el día y cansarse por bienes reconocidamente imaginarios, y cuando el sueño nos ha repuesto de las fatigas de nuestra razón, hay que levantarse incontinenti, sobresaltado, para echar a correr en pos del humo, y enjugar las impresiones de esta señora del mundo. He aquí uno de los principios de error, pero no es el único. El hombre ha hecho bien en aliar lo verdadero con lo falso, aunque en esta paz la imaginación haya salido ampliamente aventajada; porque en la guerra es mucho más aventajada; jamás supera la razón a la imaginación, mientras que la imaginación con frecuencia desmonta completamente a la razón.

Nuestros magistrados han conocido bien este misterio. Sus vestiduras rojas, sus armiños, con los que se disfrazan de gatos forrados, los palacios en que juzgan, las flores de lis, todo este aparato augusto era muy necesario; y si los médicos no tuviesen togas y mulas, y los doctores no tuviesen birretes cuadrados y amplias hopalandas, jamás hubieran seducido al mundo, que no puede resistir a tan auténtica demostración. Si poseyeran la verdadera justicia, y si los médicos poseyeran el verdadero arte de curar, no necesitarían fabricar birretes cuadrados; la majestad de sus ciencias sería ya suficientemente venerable por sí misma. Pero a no poseer sino ciencias imaginarias, hace falta que echen mano de estos instrumentos que impresionan la imaginación para la que están hechos; y con ello, en efecto, se atraen el respeto. Los únicos que no se han disfrazado de esta manera son las gentes de guerra, porque efectivamente su cometido es más esencial; se establecen por la fuerza y los demás por la astucia.

Por esto es por lo que nuestros reyes no han buscado estos disfraces. No se han enmascarado con vestiduras extraordinarias para parecer tales; se han hecho acompañar de guardias, de alabardas. Estas tropas armadas, que no tienen manos y fuerzas sino para ellos, las trompetas y los tambores que les preceden, y estas legiones que les rodean, hacen temblar a los más firmes. No tienen solamente ropaje, tienen fuerza. Haría falta tener una razón muy depurada para considerar como un hombre cualquiera al Gran Señor rodeado en su soberbio serrallo de cuarenta mil jenízaros.

No podemos ni tan siquiera ver un abogado con toga y birrete sin formarnos una opinión favorable de su suficiencia.

La imaginación dispone de todo; fabrica la belleza, la justicia y la felicidad, que es el todo en el mundo. Quisiera sinceramente ver el libro italiano cuyo título es lo único que conozco y que por sí solo vale muchos libros: Della opinione, regina del mondo. Lo suscribo sin conocerlo, salvo lo malo, si hubiere.

He aquí poco más o menos los efectos de esta engañosa facultad, que parece que nos ha sido expresamente otorgada para inducirnos a un error necesario. Tenemos también muchos otros principios de error.

Las impresiones antiguas no son las únicas capaces de engañarnos: los encantos de la novedad tienen el mismo poder. De aquí provienen todas las disputas de los hombres, que se reprochan, o de seguir sus falsas impresiones de la infancia, o de correr temerariamente en pos de las nuevas. ¿Quién se mantiene en el justo medio? Que comparezca y que lo demuestre. No hay principio alguno, por natural que pudiera ser, incluso después de la infancia, que no se haga pasar por una falsa impresión, sea de la instrucción, sea de los sentidos.

«Porque -se nos dice- habéis creído desde la infancia que un cofre está vacío cuando no vemos nada en él, habéis creído que es posible el vacío. Es una ilusión de vuestros sentidos, fortalecida por la costumbre, que es menester sea corregida por la ciencia.» Y los otros dicen: «Como se os ha dicho en la escuela que no hay vacío, se ha corrompido vuestro sentido común, el cual lo comprendía muy claramente antes de esta mala impresión, que es menester corregir recurriendo a vuestra primera naturaleza.» ¿Quién ha engañado, pues? ¿Los sentidos, o la instrucción?

Tenemos otro principio de error: las enfermedades. Nos estropean el juicio y el sentido; y si las grandes enfermedades lo alteran sensiblemente, no tengo la menor duda de que las pequeñas producen una impresión proporcional a ellas.

Nuestro propio interés es también un maravilloso instrumento para hacernos saltar los ojos agradablemente. No es lícito al más ecuánime hombre del mundo ser juez en su propia causa; conozco algunos que, para no caer en este amor propio, han sido los más injustos a contrapelo: el medio seguro de perder una causa absolutamente justa es hacer que la recomienden sus parientes próximos.

La justicia y la verdad son dos puntas tan sutiles, que nuestros instrumentos son demasiado embotados para tocar exactamente en ellas. Si lo logran, abollan la punta y se apoyan en torno de ella, más sobre lo falso que sobre lo verdadero.

El hombre se halla, pues, tan felizmente constituido, que no tiene ningún principio justo de verdad, pero muchos y excelentes de falsedad. Veamos ahora cuántos... Pero la más grata causa de estos errores es la guerra reinante entre los sentidos y la razón.

83. Hay que comenzar por aquí el capítulo de las potencias engañosas. El hombre no es sino un sujeto lleno de error, natural e indeleble, sin la gracia. Nada le muestra la verdad. Todo le engaña; estos dos principios de verdades, la razón y los sentidos, aparte de que carece cada uno de ellos de sinceridad, se engañan recíprocamente el uno al otro. Los sentidos engañan a la razón por falsas apariencias; y esta misma celada que tienden a la razón la reciben a su vez en ella; la razón toma su desquite. Las pasiones del alma perturban los sentidos, produciéndoles impresiones falsas. Mienten y se engañan a porfía.

Pero además de estos errores que se producen por accidente y por la falta de inteligencia con sus facultades heterogéneas...

91. SPONGIA SOLIS. -Cuando vemos que un efecto acontece siempre de la misma manera, deducimos una necesidad natural, como, por ejemplo, que mañana será de día, etcétera. Pero muchas veces la naturaleza nos desmiente y no se sujeta a sus propias reglas.

92. ¿Qué son nuestros principios naturales sino nuestros principios habituales? Y en los niños, ¿qué son sino los que han recibido del hábito de sus padres, como la caza en los animales?

Una costumbre diferente nos daría otros principios naturales: esto se ve por experiencia; y si los hay imborrables, por el hábito, existen también hábitos contra natura, que ni la naturaleza ni un segundo hábito pueden borrar. Depende de la disposición.

93. Los padres temen que el amor natural de los hijos se borre. ¿Cuál es, pues, esta naturaleza sujeta a ser borrada? La costumbre es una segunda naturaleza que destruye la primera. Pero ¿qué es naturaleza? ¿Por qué la costumbre no es natural? Tengo mucho miedo de que esta naturaleza no sea a su vez sino una primera costumbre, al igual que la costumbre es una segunda naturaleza.

94. La naturaleza del hombre es toda naturaleza, «omne animal».

No hay nada que no se convierta en natural; nada natural que no se haga perder.

95. La memoria, la alegría, son sentimientos; y hasta las proposiciones geométricas llegan a ser sentimientos, porque la razón hace que los sentimientos sean naturales, y los sentimientos naturales se borran por la razón.

99. Hay una diferencia universal y esencial entre las acciones de la voluntad y todas las demás.

Es uno de los principales órganos de crédito; no que ella forme el crédito, sino porque las cosas son verdaderas o falsas según la faceta por donde se las mire. La voluntad que se complace en una más que en otra, aparta al espíritu de la visión de las cualidades de aquellas que no le gusta ver; y así, el espíritu, que va a una con la voluntad, se detiene para mirar la faceta que le gusta; y juzga de la realidad por lo que ve en aquélla.

100. AMOR PROPIO. -La naturaleza del amor propio y de este «yo» humano consiste en no amarse más que a sí mismo y en no considerarse sino a sí mismo. Pero ¿qué hacer? No puede evitar que este objeto que ama esté lleno de defectos y de miserias: quiere ser grande, y se ve pequeño; quiere ser feliz, y se ve miserable; quiere ser perfecto, y se ve lleno de imperfecciones; quiere ser objeto de amor y de la estima de los hombres, y ve que sus defectos no merecen sino su aversión y su desprecio. Esta situación embarazosa en que se encuentra produce en él la más injusta y criminal pasión que es posible imaginar; porque concibe un odio mortal contra esta verdad que le reprende y le convence de sus defectos. Desearía aniquilarla, y no pudiendo destruirla en sí mismo, la destruye, en la medida de lo posible, en su conocimiento y en el de los otros; es decir, se cuida escrupulosamente de cubrir sus defectos ante los demás y ante sí mismo y no puede sufrir ni que se los hagan ver ni que se vean.

Es, sin duda alguna, un malestar lleno de defectos; pero es un mal todavía mayor estar lleno de ellos y no quererlos reconocer, porque esto es añadirles todavía el defecto de una ilusión involuntaria. No queremos que los demás nos engañen; no encontramos justo que quieran ser estimados por nosotros en más de lo que merecen; tampoco es, pues, justo que les engañemos y que queramos que nos estimen en más de lo que merecemos.

Por esto, cuando no descubren sino imperfecciones y vicios que efectivamente poseemos, es claro que no son injustos, porque no son ellos la causa de tales defectos; y nos hacen un bien, puesto que nos ayudan a liberarnos de un mal, que es la ignorancia de estas imperfecciones. No debemos enfadarnos porque nos conozcan y nos desprecien: porque es justo que nos conozcan en lo que somos y que nos desprecien si somos despreciables.

He aquí los sentimientos que nacerían de un corazón lleno de equidad y de justicia. ¿Qué habremos de decir, pues, del nuestro, viendo en él una disposición completamente contraria? Porque ¿no es verdad que odiamos la verdad y a los que nos la dicen y nos gusta que se equivoquen en favor nuestro, y que queremos ser tenidos por distintos de lo que efectivamente somos?

He aquí una prueba de ello que me espanta. La religión católica nos obliga a descubrir sus pecados indiferentemente a todo el mundo: tolera que se esté escondido para todos los demás hombres; pero exceptúa uno solo, a quien ordena descubrir el fondo de su corazón y hacerse ver tal como se es. No hay más que este único hombre en el mundo a quien nos ordene desilusionar, y le obliga a un secreto inviolable, que hace que este conocimiento esté en él como si no estuviera. ¿Puede imaginarse nada más caritativo y más dulce? Y, sin embargo, la corrupción del hombre es tal que todavía encuentra dureza en esta ley; y es una de las principales razones que han hecho rebelarse contra la Iglesia a una gran parte de Europa.

¡Qué injusto y poco razonable es el corazón del hombre, que encuentra malo que se le obligue a hacer con un hombre lo que en cierto modo sería justo que lo hiciera con todos! Porque ¿es justo que les engañemos?

Hay diferentes grados en esta aversión por la verdad; pero se puede decir que en todos se encuentra en cierto grado, porque es inseparable del amor propio. Es esta mala delicadeza lo que obliga a los que se ven en la necesidad de reprender a los demás de buscar tantos rodeos y templar tantas gaitas para evitar razonamientos. Tienen que disminuir nuestros defectos, aparentar que los excusan, combinarlos con elogios y testimonios de afección y de estima... Y con todo ello, esta medicina no deja de ser amarga para el amor propio. Toma de ella lo menos que puede, y siempre con disgusto, y muchas veces hasta con un secreto despecho contra los que se la presentan.

Sucede por esto que, si se tiene el menor interés en ser amado por nosotros, se evita el hacernos un favor que se sabe nos es desagradable; se nos trata como queremos ser tratados; odiamos la verdad, y se nos la oculta; queremos ser adulados, y se nos adula; nos gusta engañarnos, y se nos engaña.

Es lo que hace que cada grado de buena suerte que nos eleva en el mundo nos aleje más de la verdad, porque se tiene más reparos de herir a aquellos cuya afección es más útil y cuya aversión es más peligrosa. Un príncipe podrá ser la fábula de toda Europa, y será él el único que no la conoce. No me sorprende: decir la verdad es útil para aquel a quien se dice, pero desfavorable para aquellos que la dicen, porque se hacen odiar. Ahora bien: los que viven con los príncipes prefieren sus intereses propios a los del príncipe a quien sirven; y por esto no se preocupan de procurarle un beneficio perjudicándose a sí mismos.

Esta desgracia es sin duda mayor y más frecuente en las más grandes fortunas; pero las pequeñas no están exentas de ella, porque hay siempre un interés en hacerse amar de los hombres. Así, la vida humana no es sino una perpetua ilusión; no se hace sino entre engañarse y entre adularse. Nadie habla de nosotros en presencia nuestra tal como habla en nuestra ausencia. La unión existente entre los hombres no está fundada sino en este mutuo engaño; y pocas amistades subsistirían si cada uno supiera lo que su amigo dice de él cuando él no está, aunque hable entonces sinceramente y sin pasión.

El hombre no es, pues, sino disfraz, mentira e hipocresía, tanto en sí mismo como respecto de los demás. No quiere que se le diga la verdad, evita el decirla a los demás; y todas estas disposiciones, tan apartadas de la justicia y de la razón, tienen una raíz natural en su corazón.

110. El sentimiento de la falsedad de los placeres presentes y la ignorancia de la vanidad de los placeres ausentes causan la inconstancia.

112. INCONSTANCIA. -Las cosas tienen diversas cualidades, y el alma diversas inclinaciones; porque nada de lo que se ofrece al alma es simple, y el alma jamás se ofrece simple para nada. De aquí proviene el que se llore y se ría de una misma cosa.

113. INCONSTANCIA Y EXTRAVAGANCIA. -No vivir más que de su trabajo y reinar sobre el más poderoso Estado del mundo son cosas muy opuestas.

Están unidas en la persona del Gran Señor de los turcos.

115. DIVERSIDAD. -La teología es una ciencia, pero al propio tiempo ¡cuántas ciencias hay! Un hombre es un supuesto; pero si se le anatomiza, ¿será la cabeza, el corazón, el estómago, las venas, cada vena, cada porción de vena, la sangre, cada humor de la sangre?

Una ciudad, una campiña, de lejos, son una ciudad y una campiña; pero a medida que nos acercamos son casas, árboles, tejas, hojas, hierbas, hormigas, patas de hormigas, hasta el infinito. Todo se encierra bajo el nombre de campiña.

119. Se imita la naturaleza: una semilla arrojada en buena tierra, produce; un principio arrojado en un buen espíritu, produce; los números imitan al espacio, a pesar de ser de naturaleza tan diferente.

Todo está hecho y conducido por un mismo maestro: la raíz, las ramas, los frutos; los principios, las consecuencias.

121. La naturaleza recomienza siempre las mismas cosas, los años, los días, las horas; los espacios, igualmente, y los números están codo a codo, los unos después de los otros. Así se produce una especie de infinito y de eterno. No es que todo esto sea infinito y eterno, sino que estos seres terminados se multiplican indefinidamente. Por esto no hay nada que sea infinito, sino el número que las multiplica.

122. El tiempo cura los dolores y las querellas, porque se cambia, no se es ya la misma persona. Ni el ofensor ni el ofendido son ya los mismos. Es como un pueblo que se hubiera irritado y se volviera a contemplar después de dos generaciones. Son siempre franceses, pero no los mismos.

124. No solamente miramos las cosas por lados distintos, sino con otros ojos; no nos preocupa el encontrarlas parecidas.

127. Condición del hombre: inconstancia, aburrimiento, inquietud.

129. Nuestra naturaleza está en el movimiento; el reposo completo es la muerte.

131. ABURRIMIENTO. -Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin divertimiento, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Inmediatamente surgirán del fondo de su alma el aburrimiento, la melancolía, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación.

135. No nos agrada sino el combate, pero no la victoria: gusta ver los combates de animales, pero no al vencedor ensañado sobre el vencido; ¿qué es lo que se quería ver sino el fin de la victoria? Y en cuanto llega se está harto de ella. Así en el juego, así en la investigación de la verdad. Gusta ver en las disputas el combate de las opiniones; pero en manera alguna contemplar la verdad encontrada; para contemplarla con gusto es preciso verla nacer de la disputa. Igualmente en las pasiones, se experimenta placer en ver entrechocarse a dos contrarias; pero cuando una es dueña, ya no es sino brutalidad. No buscamos jamás las cosas, sino la búsqueda de las cosas. Así, en las comedias, las escenas contentas sin miedos no valen nada, ni las extremas miserias sin esperanza, ni los amores brutales, ni las ásperas severidades.

136. Pocas cosas nos consuelan, porque pocas cosas nos afligen.

139. DIVERTIMIENTO. -Cuando me he puesto a considerar algunas veces las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y las penas a que se exponen en la corte, en la guerra, de donde nacen tantas querellas, pasiones, empresas audaces y con frecuencia malas, etc., he descubierto que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación. Un hombre que tiene suficientes medios de vida, si supiera estar en casa a gusto, no se marcharía para ir al mar o sentarse en una plaza. No se compraría tan caro un puesto en el ejército si no fuera insoportable el no moverse de la ciudad; y no se buscan las conversaciones y los divertimientos de los juegos sino porque no se puede permanecer en casa a gusto.

Pero al pensar más detenidamente y cuando después de haber encontrado la causa de todas nuestras desgracias he querido descubrir su razón, me he encontrado con que hay una muy efectiva, que consiste en la desgracia natural de nuestra condición flaca y mortal, y tan miserable que nada puede consolarnos cuando nos paramos a pensar en ella.

Cualquiera que sea la condición que nos imaginemos y reunidos todos los bienes que pudieran pertenecernos, la realeza es el más hermoso puesto del mundo, y sin embargo, imaginémosla acompañada de todas las satisfacciones que pudieran corresponderle. Si no tiene divertimiento y si se le deja considerar y reflexionar acerca de lo que es, esta lánguida felicidad no le sostendrá ya, caerá necesariamente en la visión de lo que le amenaza, de las rebeliones que pueden acontecer, y finalmente, en la muerte y en las enfermedades que son inevitables; de suerte que si no tiene lo que se llama divertimiento, helo desgraciado, y más desgraciado que el más ínfimo de sus subordinados que juega y se divierte.

De aquí viene el que sean tan buscados el juego y la conversación con las mujeres, la guerra, los grandes empleos. No es que efectivamente se sea feliz con ello, ni que se imagine que la verdadera felicidad consista en tener el dinero que puede ganarse en el juego, o corriendo la liebre; no lo querríamos si nos lo ofrecieran. Lo que se busca no es este uso muelle y apacible y que nos permite pensar en nuestra desgraciada condición, ni los peligros de la guerra, ni el trabajo de los empleos, sino el ajetreo que nos impide pensar en ello y nos divierte.

Razones por las que se prefiere la caza a la presa.

De aquí viene que gusten tanto a los hombres el ruido y el jaleo; de aquí viene el que la prisión sea un suplicio tan horrible; de aquí viene que el placer de la soledad sea una cosa incomprensible. Y, finalmente, el mayor motivo de felicidad de la condición de los reyes es que se busca incesantemente divertirlos y procurarles toda suerte de placeres.

El rey está rodeado de gentes que no piensan sino en divertir al rey y le impiden pensar en él. Porque por muy rey que sea, es desgraciado si piensa en ello.

He aquí todo lo que los hombres han podido inventar para hacerse felices. Y los que quieren pasar en esto por filósofos y creen que la gente es muy poco razonable al pasar todo el día corriendo tras una liebre, que no quisieran haber comprado, no conocen nuestra naturaleza. Esta liebre no nos ahorraría la visión de la muerte y de las miserias, pero la caza -que nos aparta de aquélla- nos la ahorra.

El consejo que se daba a Pirro de tomarse de antemano el descanso que iba a buscar con tantas fatigas, tropezaba con muchas dificultades.

Decir a un hombre que viva tranquilo es decirle que viva feliz; es aconsejarle tener una condición completamente feliz y que pudiese contemplar a placer sin encontrar en ello motivo ninguno de aflicción. No es, pues, entender la naturaleza.

Por esto los hombres que sienten naturalmente su condición no evitan nada tanto como el reposo; nada hay que dejen de hacer para buscar la perturbación. No es que no tengan un instinto que les haga conocer la verdadera felicidad. La vanidad, el placer de mostrarla a los demás.

Por esto no se sabe censurarlos debidamente; su falta no consiste en que busquen el tumulto, si no lo buscaran más que como un divertimiento; lo malo es que lo buscan como si la posesión de los bienes buscados fuera a hacerles verdaderamente felices, en lo cual se tiene razón de acusar a esta búsqueda de vanidad; de suerte que en todo ello, tanto los que censuran como los censurados no entienden la verdadera naturaleza del hombre.

Y por esto, cuando se les reprocha el que aquello que buscan con tanto ardor no puede satisfacerles, si respondieran, como debieran hacerlo bien pensado, que no buscan con ello sino una ocupación violenta e impetuosa que les desvía de pensar en sí mismos y que por esto se proponen un objeto atractivo que les encante y les atraiga con ardor, dejarían sin réplica a sus adversarios. Pero no responden esto porque no se conocen a sí mismos. No saben que lo que buscan no es la presa, sino la caza.

La danza: hay que pensar dónde se van a colocar los pies.

El gentilhombre cree sinceramente que la caza es un gran placer y un placer real; pero el carnicero no es de esta opinión.

Se imaginan que si hubiesen obtenido este cargo reposarían con placer, sin darse cuenta de la naturaleza insaciable de su codicia. Creen buscar sinceramente el reposo, y en realidad no buscan sino la agitación.

Tienen un secreto instinto que les lleva a buscar en el exterior el divertimiento y la ocupación, instinto que procede del resentimiento de sus continuas miserias; tienen otro secreto instinto, residuo de la grandeza de nuestra primera naturaleza, que les hace conocer que la felicidad no se halla efectivamente más que en el reposo y no en el tumulto; y con estos dos instintos contrarios se forma en ellos un proyecto confuso que se esconde de su vista en el fondo de sus almas y les lleva a tender al reposo por la agitación y a figurarse siempre que la satisfacción de que carecen les vendrá si, superando ciertas dificultades, pueden abrirse por esta vía la puerta al reposo.

Así transcurre toda la vida. Se busca el reposo combatiendo algunos obstáculos; y cuando se han superado, el reposo se hace insoportable; porque o se piensa en las miserias que se tienen o en las que nos amenazan. Y aunque nos viéramos bastante defendidos por todas partes, el aburrimiento, con su autoridad privada, no dejaría de brotar del fondo del corazón, donde tiene raíces naturales, y de llenar el espíritu con su veneno.

Así, es el hombre tan desgraciado, que se aburriría sin causa ninguna de aburrimiento por el propio estado de su complexión; y es tan vano, que estando lleno de mil causas esenciales de aburrimiento, la menor cosa, como un billar y una bola que empuja, bastan para divertirle.

Pero, me diréis, ¿qué se propone con todo esto? Gloriarse mañana entre sus amigos de que ha jugado mejor que otro. Así, los otros sudan en sus despachos para mostrar a los sabios que han resuelto una cuestión de álgebra que no se hubiera podido encontrar hasta aquí; y tantos otros se exponen a los últimos peligros para vanagloriarse después de una plaza que han tomado, y tan tontamente para mi gusto; y, finalmente, los otros se matan para anotar todas estas cosas, no para ser más sensatos, sino solamente para mostrar que las conocen, y éstos son los más tontos de la compañía, porque lo son con conocimiento, mientras que puede pensarse de los otros que no lo serían si poseyeran este conocimiento.

Un hombre pasa su vida sin aburrirse jugando todos los días un poco. Dadle todas las mañanas el dinero que puede ganar cada día, con la condición de que no juegue: le haréis desgraciado. Se dirá tal vez que lo que busca es la diversión del juego y no la ganancia. Hacedle, pues, jugar sin apostar; no se encenderá y se aburrirá. No es, pues, la simple diversión lo que busca: una diversión lánguida y sin pasión le aburrirá. Es menester que se encienda y se pille a sí mismo, imaginándose que sería feliz ganando lo que no quisiera que se le diera, a condición de no jugar, con el fin de que se forme un motivo de pasión, y que con él excite su deseo, su cólera, su temor, por el objeto que se ha formado, como los niños se asustan de la cara que se han embadurnado.

¿De dónde viene que este hombre, que hace pocos meses perdió a su hijo único, y que, apesadumbrado por procesos y demandas, estuviera esta mañana tan emocionado, ahora ya no piense en ello? No os sorprendáis: está absorto en ver por dónde pasará este jabalí que los perros persiguen con tanto ardor desde hace seis horas. No necesita más. El hombre, por muy lleno de tristeza que esté, si se puede obtener de él que se embale en algún divertimiento, helo feliz durante este tiempo; y el hombre, por feliz que sea, si no está divertido y ocupado por alguna pasión o por alguna diversión que impida desbordarse al aburrimiento, pronto estará triste y desgraciado. Sin divertimiento no hay alegría, con el divertimiento no hay tristeza. Y es también esto lo que constituye la felicidad de las personas de gran condición; el que tienen un número de personas que les divierten y poseen la capacidad de mantenerse en este estado.

Tened cuidado. ¿Qué otra cosa es ser superintendente, canciller, primer presidente, sino hallarse en una condición en la que desde la mañana se tiene un gran número de personas que vienen de todas partes para no dejarles una hora al día en que puedan pensar en sí mismos? Y cuando están en desgracia y se les envía a sus casas de campo, donde no carecen ni de bienes ni de criados para servirles en sus necesidades, no cesan de sentirse miserables y abandonados porque nadie les impide pensar en sí mismos.

144. Me dediqué mucho tiempo al estudio de las ciencias abstractas; y la poca comunicación que se puede tener con ellas me disgustó. Cuando comencé el estudio del hombre, he visto que estas ciencias abstractas no son propias del hombre y que me desviaba de mi condición penetrando en ellas, más que los otros ignorándolas. He perdonado a los demás el conocerlas tan poco. Pero creí encontrar, por lo menos, muchos compañeros en el estudio del hombre, pensando que es el verdadero estudio que le es apropiado. Me he equivocado; hay todavía menos gente que lo estudie que la geometría. Se busca lo demás, a falta de saber estudiar esto; pero ¿no es también verdad que no se halla aquí la ciencia que el hombre debe tener, y que es mejor para él ignorarse para ser feliz?

146. El hombre está visiblemente hecho para pensar; ello constituye toda su dignidad y todo su mérito; todo su deber consiste en pensar como es debido. Ahora bien: el orden del pensamiento está en comenzar por sí mismo, por su autor y por su fin.

Pero ¿en qué piensa el mundo? Jamás piensa en esto; sino en bailar, en tocar el laúd, en cantar, en hacer versos, correr la sortija, etc., en luchar, en hacerse rey, sin pensar en qué es ser rey y qué es ser hombre.

147. No nos contentamos con la vida que tenemos en nosotros y en nuestro propio ser; queremos vivir, en la idea de los demás, una vida imaginaria, y nos esforzamos por esto en parecerlo. Trabajamos incesantemente en embellecer y conservar nuestro ser imaginario, descuidamos el verdadero. Y si tenemos tranquilidad, o generosidad, o fidelidad, nos apresuramos a hacerlo saber, con el fin de vincular estas virtudes a nuestro otro ser, y estaríamos dispuestos a arrancárnoslas para unirlas al otro; preferiríamos ser poltrones con tal de adquirir la reputación de ser valientes. ¡Gran signo de la nada de nuestro propio ser el no estar satisfecho del uno sin el otro, y de canjear con frecuencia el uno por el otro! Porque quien no muriera por conservar su honor sería infame.

162. Quien quiera conocer plenamente la vanidad del hombre no tiene más que considerar las causas y los efectos del amor. Su causa es «un no sé qué» (Corneille), y sus efectos son terribles. Este «no sé qué», tan poquita cosa que apenas es perceptible, conmueve toda la tierra, los príncipes, las armas, el mundo entero.

La nariz de Cleopatra, si hubiese sido más corta, hubiera cambiado toda la faz de la tierra.

171. MISERIA. -La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es el divertimiento, y, sin embargo, es la más grande de nuestras miserias. Porque es lo que nos impide principalmente pensar en nosotros, y lo que nos hace perdernos insensiblemente. Sin ello nos veríamos aburridos, y este aburrimiento nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero el divertimiento nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.

172. No nos limitamos jamás al tiempo presente. Anticipamos el porvenir, como demasiado lento en venir, como para apresurar su curso; o recordamos el presente para detenerlo como demasiado pronto, tan imprudente que erramos en los tiempos que no son nuestros, y no pensamos en el único que nos pertenece; y tan vanos, que pensamos en los que ya no son nada, y dejamos escapar sin reflexión al único que subsiste. Es que de ordinario el presente nos lastima. Lo ocultamos de nuestra vista, porque nos aflige, y si nos es agradable, nos pesa el verlo escapar. Tratamos de sostenerlo para el porvenir, y pensamos en disponer las cosas que no están en poder nuestro, para un tiempo a que no estamos seguros de llegar.

Examine cada cual sus pensamientos, y los encontrará completamente ocupados en el pasado y en el porvenir. Apenas pensamos en el presente; y si pensamos en él, no es sino para pedirle luz para disponer del porvenir. El presente jamás es nuestro fin: el pasado y el presente son nuestros medios, sólo el porvenir es nuestro fin. Así, jamás viviremos, sino esperamos vivir; y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás.

175. Nos conocemos tan poco, que muchos creen que van a morir cuando se sienten bien; y muchos creen que se sienten bien cuando se hallan próximos a morir, al no sentir cercana la fiebre o el absceso a punto de formarse.



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