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Perdición o El chiste de Dios

Luisa Valenzuela





Cierto crepúsculo el señor Enríquez sufrió tremendo golpe y en su derredor todo lo femenino se le disolvió en el éter. Desde ese durísimo momento sólo pudo emitir el término «mujer» como un nombre suelto, sonido hueco, símbolo estéril sin sentido preciso. Sin tiempo de reflexión comprendió que ese golpe feroz le hizo perder el signo número uno, el del completo inicio. Y quedó sin referente, por siempre núbil como un cisne viudo.

Desde entonces migró por el mundo excluido de su centro secreto. Logró emitir sólo dos o tres conceptos sobre el género inverso, sobre el imprescindible ente sin pene que siendo el sexo débil es empero el que concibe el ser. Pero no logró seguir con los nombres ni referir o decir sentimientos profundos. ¡Enorme desconcierto! El signo primero se le desintegró en el éter (lo dijimos) como círculos de humo, pequeños redondeles con un tilde en el rincón inferior derecho. Lúgubre destino, porque ése fue el primer sonido del hombre. Sin dicho sonido ni su correspondiente signo, Enríquez hubo de volverse pre-primitivo, un ur-hombre, remoto por siempre de todo lo femenino y por ende del que desde su punto de visión es el sexo opuesto.

Todo por ser Eleodoro Ernesto Enríquez, un gentilicio poco poético si bien él supo sentirse primo de intelecto del escritor de Seine-et-Oise Georges Perec. Pero Enríquez hoy ni puede ponerse de mote el primer nombre del primer hombre según el Libro, el nombre bíblico, ese mismo que tiene dos veces repetido el signo perdido. Todo esto que le ocurre es muy penoso: el supremo poder en sí le pertenece pero no le permite perderse en el gozo. Entiende que se embromó; se encontró no en el séptimo cielo como hubiese querido sino en el fondo de un precipicio, en el infierno. Y fue por efecto de ese triste detrimento que se convirtió en un ser por siempre indivisible, desierto y solo, y debió desoír el deseo de reproducirse, excluyendo de sí todo duplo o gemelo, y ni el intento de tener un clon le fue concedido, por imposible.

Le resultó muy doloroso no poder servirse de los jugos eróticos o de los fluidos en uso por el músculo color rojo ígneo como el fuego, ese músculo semi esférico que muchos porteños conocen como el bobo, el bombo del pecho. Sólo útil, su bobo, en servicios directos y sencillos, no celestes y menos suculentos. Todo porque el segundo sexo no le pertenece ni desde su fuero interno ni desde lo externo y tierno. Un dolor por ende lo oprime en un encierro sin solución posible. ¿Cómo sobrevivir sin el otro, el opuesto, sin un objeto del deseo como invertido espejo? No es sólo cuestión de sentirse hétero, Enríquez reconoce que lo homoerótico tiene lo suyo. Pero ¿cómo encender el fuego sin poder reconocer y menos decir lo sutil que lo nutre? ¿Cómo proseguir el juego de este mundo sin poder sentir ni suscribir emociones del todo disímiles del odio? Lo opuesto del odio le fue prohibido por decreto, ni referirlo puede. Sólo emitir conceptos confusos, estereotipos fijos.

Sin sentimientos positivos posibles en el simple decir, se identificó con lo propio excluyendo el prójimo, fue el puro egoísmo sin sueños de ser feliz en conjunción con otro, porque sin el signo prohibido el otro pierde todo interés, no existe. Y no existe el deseo. El ubicuo deseo pleno de brillo, imposible sentirlo sin un otro y el otro él entiende que Dios se lo tiene interdicto.

Eleodoro Ernesto Enríquez supo ser desde siempre el colmo de prolijo, obsesivo. Desprovisto de deseos oscuros o molestos, fue pomposo sin mucho sentimiento por el prójimo, y lleno de remilgos. No por eso merece el bruto exceso de lección desde el momento en que todo lo bueno y femenino, inofensivo, se le disolvió del propio ser en un súbito flujo. ¡Qué desmedido Dios exigente y confuso le tocó en suerte! Entendió que el suyo es un dios enérgico, sí, pero terriblemente electrodébil. Un dios morboso, chistoso, quien desde el infinito del Cosmos supo invertir su sempiterno rol muy tierno y lo reventó, pobrecito Enríquez. Cortóle senderos de expresión y mutiló su ser en el mundo de los vivos.

Y ese fue el período en que Dios rióse porque en su eterno tedio (Él no se entretiene con el dominó, como bien supo Einstein; ningún juego de suerte es su juego) por fin logró divertirse un poco eligiendo un único, simple, fútil individuo -nuestro hombre-, imponiéndole límites muy estrictos. No escuchó su voz de él ni le importó su sufrimiento. Despótico y desmedido Dios.

Pero hoy el infeliz Enríquez, entendiendo el fútil cometido divino, por fin pretende resistirse y reñir. De súbito lo supo todo y resolvió emitir el sonido interdicto. Por eso mismo pone sus belfos lejos el uno del otro en redondel como diciendo O, pero no es O. Ergo, nuestro héroe (nuevo héroe) se estremece como débil helecho movido por el viento. Es consciente de que el desmedido evento puede producir el temible, tremendo deicidio y por ende su muerte de él, el rebelde. Eso no lo detiene. Insolente, exento de yerro, decide permitir que drene de su pecho el sonido prohibido como extenso suspiro. Un grito violentísimo. Este Dios se merece ingente punición efervescente. En lo que le concierne, nuestro Eleodoro Ernesto Enríquez en el postrer segundo descubre que morir no lo conmueve ni le produce terror de ningún tipo. Con su último soplo por fin se siente libre. ¡Aaaah!





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