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Perdónese a Iturbide y mueran los traidores1



Almas viles y detestables, derramad todo el odio de que es susceptible vuestra criminal bajeza, abortad cuantas venganzas os sugiera vuestra adulación insaciable, seguros de que acometéis a un hombre abatido y decaído, ante quien os prosternásteis otro tiempo, cuando la suerte le fue favorable. Sí, gloriaos aduladores, de ultrajar al que hizo vuestra libertad, al que sacrificó su reposo y bienestar por el vuestro, al que rompió las cadenas que os ataban a la tiranísima España;2 y finalmente, al que vosotros mismos llenasteis de tantas alabanzas y lisonjas, cuantas fueron bastantes para reducirlo al estado lastimoso en que se halla.

Ése que otro tiempo caminaba entre vuestros vivas y aclamaciones, ése que fue algún día el objeto del amor de los americanos agradecidos, hoy, consternado y despojado del honor y glorias que le merecieron sus virtudes, infamado, y finalmente perseguido de sus mismos compatriotas, quizá derramando la vista sobre su inocente familia y sus desgracias, no le permitirá el dolor ni aun el desahogo de un suspiro... ¡ah!... compatriotas, ya que veis al sol que nace3 en el oriente para volver la espalda al que perece en el ocaso, sed menos vengativos y más generosos, halle cabida en vuestros corazones la compasión con un hombre que no necesita la muerte con que le amenazáis cuando el peso de sus desgracias e infortunios serán bastantes a dársela.

Acaso graduaréis este rasgo de compasión, de servilismo, o pensaréis que mis ideas están en contraposición con el sistema de libertad que han proclamado los defensores de ella, a quienes una y mil veces rindo las debidas gracias por tan loable empresa. Nada menos que eso, compatriotas, sé distinguir la justicia y dar el debido aprecio a las virtudes sociales en donde las encuentro; pero me es muy sensible veros empleados en desacreditar vuestros hermosos talentos en sólo injuriar a un inerme, pudiéndolo ejercerlo en cosas más recomendables que ésta.

Esos ministros, causa de los malos pasos del señor Iturbide, que lo aconsejaron mal, elogiando sus desaciertos, como que en ellos vinculaban su bienestar con ruina del pueblo; esos empleados monopolistas, causa de lo ex[h]aust[a] que se halla la nación de recursos y asilo del mayor despotismo; y esos revolucionarios que, tomando la voz osadamente por los pueblos, nos dieron un emperador contra nuestra voluntad, admitido por la amenaza y sostenido por la fuerza; y finalmente, esa chusma de monarquistas satélites de la tiranía que ahora quieren caer parados, sean el objeto de nuestra crítica, conózcalos la nación, publíquense sus maldades y no permitamos que vuelvan a mezclarse en lo que toca a la felicidad común, ni ser depositarios de los intereses que la nación les confió para que los administrasen debidamente, y de ninguna manera para que los malversaran empleándolos en fomentar su esclavitud.

No es mi intención apoyar los últimos procedimientos que le concitaron al señor Iturbide el odio general; pero sí que es hombre capaz de errar, y por lo mismo, acreedor a nuestra indulgencia. Otro tanto habría hecho el más virtuoso, rodeado de un muro inmenso de equilibristas4 que le ocultaban la verdad entre el espeso humo de la adulación, que sabían alejar de sus oídos las quejas de los pueblos ultrajados, que tuvieron arte para hacerle que destruyese el santuario de la libertad y las leyes, y que hoy quizá son sus más acérrimos enemigos. Sea en buena hora despojado de una corona que hubo por medios injustos, retíresele a donde no pueda maquinar nuestra ruina; pero no se le prive de la vida, ni paguemos sus servicios como los atenienses pagaron a sus ilustres varones; sepamos distinguir la justicia y graduar la debilidad de que somos susceptibles por naturaleza, y ¿qué, esta nación magnánima, que ha sabido perdonar a sus más declarados enemigos, que se ha conducido en sus últimas revoluciones políticas con la mayor moderación será capaz de ver con serenidad la muerte de un patricio que la defendió? Las naciones que han visto nuestra indulgencia con los españoles, nuestros opresores, ¿qué juicio formarán del carácter americano al vernos, tan breve, cambiar en odio mortal toda aquella gratitud y amor que nos debió este hermano nuestro? Mexicanos, yo he visto con dolor papeles chorreando sangre, respirando venganzas, y no puedo menos de avergonzarme de nuestra debilidad. Acaso y sin acaso, muchos españoles y no españoles se alegran de su caída y procuran su muerte5 no por el bien general, no por la salud de la patria, sino por vengarse de la independencia que hizo, cuyo odio aún conservan contra su autor, y, ¿sería capaz la cordura americana de darles el infame placer de ver ejecutadas sus miras detestables, por nuestras mismas manos, como lo hicimos en los años deja insurrección? No, compatriotas: dejemos ya de ser el juguete de nuestros enemigos, y ¡viva Iturbide y mueran los traidores que han causado nuestros infortunios y desdichas!, y aprendamos en el gran libro de la experiencia a saber conducir nuestras operaciones políticas en lo sucesivo, cuyo acierto nos pondrá a salvo de las maquinaciones traidoras que han acarreado nuestros males presentes. Volad, mexicanos, al templo augusto de la libertad, y colocad a vuestros padres en el solio de las leyes para que desde allí, a manera del sol, nos participen sus benéficas influencias y nos conduzcan al logro de una felicidad eterna.

México, 1º de abril de 1823.

El que jamás ha alabado los hechos malos de Iturbide.





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