Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Abajo

Perfil del pueblo morisco según Pérez de Hita (Notas sobre «Segunda parte de las guerras civiles de Granada»)

María Soledad Carrasco Urgoiti





Sería inexacto afirmar que el libro escrito por Pérez de Hita sobre la rebelión de los moriscos ha caído en el olvido. Los historiadores lo han tenido en cuenta, junto a las obras de don Diego Hurtado de Mendoza y Luis del Mármol Carvajal, como fuente importante para conocer la cruenta guerra de la Alpujarra1. En cambio, poca atención se ha prestado al libro en el terreno de la crítica literaria, si se exceptúan algunos de los estudios sobre el autor y sobre el género de la novela morisca2.

Pérez de Hita forja un conglomerado algo incoherente, en parte crónica y en parte libro de memorias abierto a otras formas literarias. Aunque entre ellas merece destacarse el esbozo novelístico, el espacio Concedido a estos elementos de ficción es exiguo y no dio lugar a que la obra compartiese la popularidad de que gozó la Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes (1595) como libro de entretenimiento que abre uno de los cauces más fecundos a la literatura de evasión cultivada en Europa durante los siglos XVII y XVIII.

Y sin embargo no es desdeñable el experimento que, se lo propusiera o no, realizó Pérez de Hita con esta titulada Segunda parte. Si se ha escrito poco sobre su originalidad, ello puede deberse a que la aparición del libro se demoró hasta un momento en el que se había superado con creces el avance en técnica novelística que representaba3. Precisamente durante el período comprendido entre 1597, año en que se concluyó4, y 1619, en que fue dado a la estampa5, la novela española aportaría el pleno desarrollo de la picaresca y la creación cervantina, llevando a una nueva dimensión el género y marcando rumbos para el futuro. No es mi intención analizar en el presente trabajo recursos literarios. Mi propósito es poner de relieve ciertos rasgos de la mentalidad del morisco granadino que captó desde su punto de vista privilegiado ese soldado y artesano estrechamente vinculado a medios mudéjares que fue Ginés Pérez de Hita; pero debo advertir que si algo me hace dudar de que el libro, tal como lo conocemos, se hallase terminado el año que indica el autor es precisamente la calidad cuasi cervantina de algún retazo novelístico y su ágil engarce en el curso de la historia. Al mismo tiempo, los preliminares de las tres ediciones de 1619 no hacen suponer que el autor interviniese en las gestiones previas6. Sí debió en cambio preparar personalmente la frustrada aparición de unas Guerras civiles de Granada en tres partes, que aprobó con enmiendas un Doctor Molina, Capellán del Rey, en abril de 16107. No puede descartarse la posibilidad de que alguna de las ampliaciones de carácter novelesco, en particular la historia de El Tuzaní, fuese introducida o revisada después de la lectura del Quijote de 1605.

La capacidad del autor de las Guerras civiles para llevar a las páginas de sus libros un palpitar de vida se ejerce en sus memorias de la guerra de la Alpujarra sobre la base de recuerdos y anécdotas relativas a sujetos moriscos. Aunque, en medida difícil de precisar, su relato incide en el terreno de la ficción, los episodios novelados ilustran una realidad social que el autor percibe. Y en ese aspecto sus esbozos complementan, haciendo humanamente comprensibles las distintas opciones, la riqueza de datos que Mármol Carvajal suministra sobre los nuevos convertidos. En cuanto a criterios de selección y juicios valorativos, este último mantiene de modo más constante un punto de vista8, en tanto que Ginés fluctúa entre la condena de la rebelión y la simpatía cuando trata de los moriscos, y entre la respetuosa adhesión o la censura cuando se refiere a los jefes de las fuerzas españolas.

Es obvio que Pérez de Hita carecía de los conocimientos y la experiencia que hicieron posible la incisiva interpretación de las causas y el proceso de la guerra que ofrece Hurtado de Mendoza. En don de síntesis y en la sobria belleza de su prosa histórica supera también don Diego al autor de las Guerras civiles, quien sin embargo aporta el brochazo rápido y el recuerdo entrañable, a veces recreado en página de ficción, que nos aproxima a las vidas que padecieron el conflicto. Dentro de la distancia que supone su muy diferente condición social, el noble granadino y el artesano de la comarca murciana estaban hechos a convivir con los moriscos y se sentían apegados a aquellas peculiaridades de su tierra natal que llevaban el sello del no muy lejano pasado nazarí o mudéjar. Uno y otro se duelen de que al romperse el statu quo, que de hecho permitía la dualidad cultural y religiosa de aquella zona de España, se diese lugar a una guerra que coinciden en calificar de fratricida.

Con toda exactitud hizo don Diego decir a El Zaguer que el conflicto era de españoles contra españoles9. Refiriéndose a un incidente protagonizado por quien sería coronado por los rebeldes rey de Granada, pero aludiendo también más veladamente a las disposiciones que coartaban las formas de vida habituales de los moriscos, desahoga Pérez de Hita su pena y su rabia: «Maldita sea la daga y malditas las demás ocasiones, pues tantos males por ellas resultaron y tanto derramamiento de sangre Christiana en las civiles guerras que se tuvieron, que ansí se pueden llamar; pues fueron Christianos contra Christianos, y todos dentro de una Ciudad y un Reyno» (p. 10)10. Puede extrañar que los moriscos rebeldes, cuyo sueño era restablecer en la Península un estado musulmán, con la ayuda del imperio turco, fuesen calificados de cristianos. Sin duda el autor tiene en cuenta su condición de bautizados, que entraba en juego, por un lado para castigarlos como apóstatas, y por otro para argumentar que los proyectos de expulsión eran ilícitos, como habían hecho algunos consejeros de Felipe II11.

En todo caso, Pérez de Hita se aferraba al término «civiles guerras», que ya había utilizado al aludir a las alteraciones que se produjeron poco después de la conquista de Granada (p. 2) y que él ve como renovación de aquellos enfrentamientos entre las facciones de caballeros moros que había descrito, siguiendo la pauta del romancero nuevo, en su Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes. Al presentar el libro histórico como segunda parte de aquella obra de ficción se simula una, unidad más que forzada, por mucho que el autor quiera señalarla introduciendo romances al fin de cada capítulo. Por ello mismo, su insistencia en vincular los sujetos colectivos de que en ambos libros trata tiene, a mi parecer, como objetivo el de prestigiar el legado de la Granada mora, intención que comparte con algunos escritores del reino12, así como con los hábiles y desaprensivos moriscos que urdieron los fraudes del Sacromonte13. Estos últimos creen hallar un antídoto al desprestigio de los nuevos convertidos en una serie de falsificaciones que vinculan el pasado árabe a los orígenes de la España cristiana. Pérez de Hita había seguido otra vía en la Historia de los bandos, la de afirmar que los moros se convirtieron en su mayor parte de modo voluntario y que fueron acogidos con todos los honores por los Reyes Católicos, lo cual en parte era cierto. Al englobar las luchas internas de la corte del Rey Chico, que siempre trató como históricas, aunque no lo fueran, con la guerra de la Alpujarra intenta proyectar sobre el protagonista colectivo del segundo libro la sombra protectora del casi mítico caballero moro del pasado. Y sin embargo, el recuerdo de los crímenes cometidos por los moriscos le arranca expresiones de odio y vituperio. Aparentes inconsistencias que se resuelven teniendo en cuenta que, cualquiera que fuese su relación personal con los «nuevos convertidos de moros», Ginés caminaba por la senda abierta por Fray Hernando de Talavera, quien aceptaba del pueblo vencido cuanto fuese compatible con la fe que trataba de transmitirles. Esa posición, que se define en la Historia de los bandos, es también la que su autor asume, ya desde el punto de partida, en la supuesta segunda parte.

Precisamente porque durante el proceso creador entra en juego el recuerdo del primer libro, con su imagen idealizada del pasado del pueblo granadino, el tratamiento de los temas caballerescos en la obra que comentamos debe tenerse en cuenta. El anhelo de identificarse con el prototipo del moro sentimental impregna la precaria vida cortesana que, según Pérez de Hita, los moriscos trataban de resucitar. Pero este autor sabe que fue vana tal ilusión y no se permite pintar los dos casos de ejemplar amor que presenta con las mismas tintas que había empleado al tratar de Abencerrajes y Zegríes, aunque no faltan en esos crudos aguafuertes pinceladas de color y delicados matices que establecen una referencia nostálgica con aquel mundo. Aunque se celebren con boato y galas moriscas, serán fiestas a pie y por ende plebeyas las que convoque Abenhumeya, y sobre estos festejos de Purchena planeará el recuerdo de los juegos de toros y cañas granadinos descritos en la Historia de los bandos. Allí la frustración se concreta en la falta de caballos, ya que no de diestros jinetes. Quizás deba relacionarse con dio el hecho de que en algún momento cabalguen -cosa excepcional entre los moriscos durante esta guerra- los protagonistas de las dos historias de amor ya mencionadas. También puede ser significativo que los dos lugares del texto en que se evoca con fuerza una estampa ecuestre no refieran a la iconografía del moro sentimental, sino a la del jefe cristiano y señor de vasallos en un caso, y en otro a la del caballero joven de la España contemporánea. A éstos y otros pasajes se hace referencia en las páginas que siguen.




La efigie del señor de vasallos

Pérez de Hita guarda respetuosa distancia al referirse a don Juan de Austria y los otros personajes que intervinieron en la guerra de las Alpujarras, aunque deja traslucir las murmuraciones que sobre ellos corrían entre los soldados. Así consigna las críticas de que fue objeto el Marqués de Mondéjar por sus intentos de conciliación, que merecen la simpatía del autor (pp. 89-90), y fría aunque circunstanciada suele ser la referencia al Duque de Sessa. Con más cálida adhesión y una cierta familiaridad se alude en los últimos capítulos al Duque de Arcos y sus deudos, entre ellos «el hijo de Su Excelencia, moço gallardo a quien ya apunta va la barba y de no menos valor que sus antepasados» (p. 315). Estos miembros de la familia Ponce de León -ya destacada en la Historia de los bandos como enlace entre el pasado caballeresco y el mundo del autor a quien de algún modo patrocinan14- tuvieron una señalada actuación en Sierra Bermeja y en la sierra de Distan, próxima a Ronda. Con entusiasmo y brío se describe esta batalla, refiriendo el autor que en un momento dado los «moros» lograban introducirse entre los cristianos y matarlos a mansalva gritando como ellos «¡Santiago!», pero que en cambio eran reconocidos fácilmente cuando los cristianos lanzaban el grito de «¡Arcos!, ¡Arcos!», ya que los moriscos no lo entendían «y por dezir Arcos dezían Arcas y todavía mal pronunciado» (pp. 316-17). Episodio que pudiera figurar en una crónica genealógica, como también la muerte en acción previa de don Luis Ponce de León. Según un procedimiento más usual en la primera que en la segunda parte de las Guerras civiles, el hecho se relata en prosa, incluyéndose luego poemas sobre la misma materia -en este caso un epitafio en quintillas y un romance que remeda los del romancero viejo- y una expresión de homenaje, acuñada en términos emblemáticos (pp. 73-75). Es evidente que para Pérez de Hita el prestigio señorial de las grandes casas andaluzas no se ha extinguido, pero sólo cuando le une a ellas una relación personal le interesa exaltar sus hazañas.

Esto ocurre en grado eminente cuando trata del Marqués de los Vélez, don Luis Fajardo, bajo cuyas banderas sirvió el autor y en cuyas tierras de señorío transcurrió parte de su vida. Debe atribuirse la exaltación de que es objeto en el libro, más que a los hechos históricos, a tal circunstancia y a un conocimiento personal de quien fue en cierto sentido el último gran señor de moriscos del reino de Murcia, cuando florecía la cultura mudéjar en unos encuadres tradicionales amenazados, que encontraban sus últimos baluartes en la riqueza de los nuevos convertidos y la influencia de los señores de lugares. Entre éstos destacaba el Marqués por su talante autoritario, su efigie formidable y en general el carácter un poco anacrónico de sus virtudes militares15. Es el único personaje del libro de Pérez de Hita ante quien éste detiene el curso de la acción para trazar una semblanza que ha llegado a ser merecidamente pieza de antología. Ello significa que en su estimación esta figura de perfil arcaico, que acaba alejado de la realidad del poder, encarna la esencia de la España cristiana. Como los paradigmas castellanos de la novela morisca, subyuga con las armas las fuerzas musulmanas, pero actúa como protector de los moros en casos individuales, En contraste se alude a un retrato, que se halla en poder de sus enemigos, en el cual se le representa con una cabeza de turco clavada en la lanza (p. 44), lo que indica que este caballero había adquirido en vida visos de leyenda. Veinticinco años antes de redactar la Segunda parte de las Guerras civiles Pérez de Hita lo había ensalzado en su poema Libro de Lorca, utilizando los tópicos más manidos de los poemas históricos, aunque lo que cantaba en 1572 eran hechos recientísimos16. Al escribir sobre la misma materia en 1597 sigue viendo desde la posición reverente de quien compone una gesta al formidable guerrero que «parecía en la silla un peñasco firme» (p. 43). Pero dueño del estilo novelístico forjado en la Historia de los bandos, conoce el valor de los detalles concretos, e individualiza, por ejemplo, tal encomio de tono épico con la observación de que don Luis Fajardo «usava siempre la brida» -es decir que no montaba a la jineta.

En la historia de la rebelión el autor suele puntuar los pasajes que inciden más claramente en lo literario asomándose de algún modo a la página del libro, y aquí lo hace empleando una frase de sabor coloquial: «y pues que nos viene a pelo dezir de su valor y nobleça, aunque salgamos un poco del hilo de nuestra hystoria, en breves razones lo diremos...» (p. 43). Lo que sigue es una descripción pormenorizada, que comienza por caracterizar la silueta, pasa a las facciones del rostro y de ahí a la expresión del carácter, y a los gustos y costumbres personales. Entre los rasgos calificadores se incluyen observaciones sobre la indumentaria, que ponen la nota colorista, tan grata para este autor. Si en vez de tratarse de un personaje ligeramente excéntrico, fuese D. Luis Fajardo un gran señor al uso, podría responderse a un cuestionario etnológico sobre la base de esta página. El autor da a conocer como distribuía las horas del día; consigna sus hábitos de comida, el modo en que acostumbraba a beber, la forma de vestir que prefería. Todo ello animado por breves anécdotas y testimonios de la impresión que el Marqués causaba. En la memoria del autor han quedado grabadas varias estampas, que su pluma esboza ágilmente, de este personaje en quien se condensan muchas de las virtudes y destreza que en la Historia de los bandos se dispersan entre las amplias galerías de campeones moros y cristianos.

La efigie que predomina es la del caballero cabalgando, lo cual también aproxima al Marqués a los personajes del primer libro, pero de ellos se separa por su monumentalidad, su carácter señero entre todas las figuras del libro, y lo que es más revelador del progreso del arte de novelar por los rasgos que lo individualizan y separan del prototipo. La manera como Pérez de Hita veía a don Luis Fajardo no se apartaría mucho de la imagen que de él tuvieron los artesanos y labradores, en parte considerable moriscos, que habitaban su señorío. Más temido por los rebeldes en la guerra, a juicio de Pérez de Hita, que el resto de los jefes españoles, en época de paz su autoridad algo hosca y vigilante pero no cruel se ejercía dentro de la dualidad de cultura que prevalecía en el antiguo reino de Murcia, Esta fue la fase de armoniosa convivencia que el autor añora.




La arrancada de don Fernando Muley

Frente a la única figura literariamente destacada que representa el estado contra el cual se rebelaron los moriscos no alza Pérez de Hita un contrario de comparable talla. Más bien dispersa el trazo caracterizador o el incidente novelado entre una galería de personajes que constituyen el protagonista colectivo de la obra, aunque el papel individual preponderante corresponda al que fue coronado rey de Granada. Como sucede en el libro anterior sobre la corte del Rey Chico, los hechos historiados obligan a que el bando moro se encamine hacia la derrota y el abandono forzoso de su tierra. Aunque las disposiciones que rompen el statu quo preparan el conflicto, y por parte de los moriscos no faltan banderías y conspiraciones, el inicio de la hostilidad abierta tiene lugar cuando el joven Veinticuatro de Granada Fernando Muley, Señor de Valor, rompe con la corporación municipal de que formaba parte para erigirse en cabeza visible de la rebelión, asumiendo en nombre, título y ritos el papel de restaurador de la España musulmana. Su salida de las casas del cabildo y la disputa que precede son objeto por parte del autor de una elaboración que considero novelística, no porque introduzca elementos ficticios sino por desplegar ante el lector los hechos de manera que tenga la impresión de presenciarlos. La escena merece destacarse por su realización, no menos que por marcar un momento decisivo en el proceso de que el libro trata. En cambio, no sería exacto afirmar que inicia el desarrollo coherente de un personaje. Como el Rey Chico en la Historia de los bandos, Abenhumeya carece en la obra de una personalidad definida que abarque sin quiebra de su verosimilitud los papeles de don Fernando Muley y los que corresponden a su efímero reinado. Por ello creo justificado el considerar como episodios sueltos los que protagoniza a lo largo de la obra.

La salida de Granada del Señor de Valor y sus causas inmediatas se comentan en las historias de Hurtado de Mendoza y Mármol Carvajal, quienes coinciden también con Pérez de Hita en informar previamente sobre la genealogía del futuro Abenhumeya, que se remonta a los Califas de Córdoba, y su posición social en la Granada del siglo XVI, aunque los datos que dan no coincidan exactamente. Según Mármol, los primeros conspiradores del Albaicín no habían contado con él por considerar que era uno de «los caballeros moriscos y personas de calidad que tenían por servidores de su majestad» y ser además «'Veinticuatro' de Granada y criado del Marqués de Mondéjar»17, aunque también hace hincapié en su carácter inestable y la precaria situación por que atraviesa, debido en parte a dificultades económicas y en parte a una acusación de que había sido objeto su padre. Hurtado de Mendoza, a su vez, le califica como «rico de rentas, callado y ofendido, cuyo padre estaba preso...»18. La marcha de Granada del hijo obedece también, según Mármol, a que «estaba estos días preso, la casa por cárcel, por haber metido una daga en el Cabildo de la ciudad de Granada». Y da el dato de que salió de la ciudad acompañado por una mujer morisca y un esclavo, En cambio don Diego, que ha situado en un momento previo la secreta coronación de Abenhumeya, no alude al incidente de la daga, sino que atribuye a la actitud poco beligerante de los moriscos del Albaicín la decisión que tomó el «nuevo electo rey de Granada» de marchar solo a la Alpujarra. Y añade: «encontráronle a la salida de Lanjarón, a pie, el caballo del diestro; pero siendo avisado que no pasase adelante, porque la tierra estaba alborotada, subió en su caballo, y con más prisa tomó el camino de Válor»19.

Parecidas noticias o rumores debieron llegar a oídos de Pérez de Hita, historiador menos escrupuloso, y le suministraron la base para construir, aprovechando sus dotes de autor de ficción, la escena específicamente localizada y ambientada a que he hecho referencia. En ella el diálogo se desarrolla con creciente tensión. El protagonista es singularizado mediante el recurso de hacer coincidir la descripción de su aspecto físico con la incidencia de un recuerdo personal del autor, referido a ocasión tan señalada como los funerales de la reina Isabel de Valois: «Doy señas dél porque le vide vestido de luto, en compañía de los demás veynteiquatros, [...] Y entonces supe quién era y como se llamava» (p. 8). Fijan estas palabras en la mente del lector el bosquejo del personaje, que ha sido visto tanto en sus rasgos físicos -«de poca barba: de color moreno, verde y negro; cejijunto; los ojos negros, grandes; gentilhombre de cuerpo»- como en su prestancia -«mostrava en su talle y garvo ser de real sangre (como era verdad que lo era)». No deja de aludirse a su actitud arrogante ni al aura de popularidad que le rodeaba. Tampoco han faltado referencias previas al abolengo y entre ellas el autor destaca, como siempre lo hace, las honras y mercedes concedidas al tiempo de la conquista -«las quales cédulas yo he visto en Murcia en poder de Luis Alvayar Granadino». Oportuna es en este caso la insistencia en tales privilegios, muy valorados por los cristianos nuevos pero que cada vez les reportaban menos ventajas y les abrían menos puertas, ya que el orgullo nobiliario herido de don Fernando Muley y el velado desprecio del alguacil Mayor subyacen en la disputa que entablan por cuestión de protocolo. Aduce el noble morisco tales reconocidos derechos, que aunque no se le niegan tampoco se consideran carta blanca que le autorice a entrar con armas en la sala del Ayuntamiento, pero la causa real de la oculta hostilidad queda soslayada en el diálogo. El lector percibe, sin embargo, la gravedad de la decisión, que haciendo uso de su derecho toma el Alguacil Mayor al retirarle la daga, y comprende que la furia que explota en las palabras del Señor de Valor y su ira equivalen a una declaración de guerra.

En esta auténtica escena novelística repleta de vida se presenta de modo excepcional a una luz heroica al que será reyecillo de la Alpujarra, y se le aplica la comparación, que es tópico caballeresco, del veloz jinete con el rayo. Al mismo tiempo las precisiones del emplazamiento de la escena, los movimientos y el contexto político le prestan un sello de contemporaneidad que es atributo del estilo narrativo introducido por Lazarillo, que en 1597 no podía considerarse aún consolidado: «el Alguazil Mayor le quiso echar mano; mas no lo pudo hazer porque Don Fernando, como era moço muy suelto, se desvió a fuera, y tomando la escalera, que era llana y ancha, en solo dos brincos la salvó toda, y llegando al çaguán halló su caballo, que lo tenían sus criados aprestado, y sin poner el pie en el estrivo se puso en la silla, y apretándole las piernas salió de las casas del Cabildo con tanta presteza como un rayo...» (p. 9). Detalle significativo es que los criados, que eran evidentemente moriscos, buscaran asilo en sagrado, y precisamente en la Capilla Real.

Una verdad que a mi entender Pérez de Hita supo plasmar en este libro es la existencia de un segmento hondamente españolizado, aunque aferrado a sus raíces, en la población morisca20. También hace sentir de modo insoslayable que, por difícil e injusta que fuera su posición, no había posible marcha atrás. El joven Veinticuatro que como caballero español agraviado recaba la simpatía del lector, trocará este papel por el de reyecillo de la Alpujarra, no por el de caballero moro. La descalificación se traduce en el deleznable perfil moral que el personaje adquiere bajo la identidad de Abenhumeya, y encuentra adecuada expresión en los juegos a pie que convoca en Purchena, aunque los preside asumiendo el título de rey de Granada. Como conato de salvar el quiebro en la caracterización de esta figura histórica, tiene interés que aparezca solo y meditabundo en el retiro agreste de una cueva, de donde le sacará la llegada de un socorro turco. El soliloquio que se pone en sus labios conjuga el tópico del ubi sunt y el de las lágrimas del desterrado de Granada, vertidos en la estrofa de endecasílabos y pentasílabos que introdujo Gil Polo21. También incluye muy específicas referencias a la situación del personaje y de los suyos, «que fueron de mi bien y mal testigos, / a vezes siendo Moros y Christianos» (p. 31). Asimismo reaparece don Fernando Muley tras el reyecillo en los últimos momentos de su vida, que más adelante se comentarán.




Galas moriscas en la plaza de Purchena

Lo que era para Pérez de Hita un legado valioso de la España musulmana, las artes del atuendo y la inclinación a hacer también de la fiesta algo semejante a un objeto de arte, se manifiesta dentro del libro que comentamos en la relación de los juegos que los cabecillas moriscos celebran en Purchena. La historicidad del episodio es problemática, pues otros historiadores no tratan esta materia, pero es verosímil que después de haber llegado algunos soldados turcos, de extenderse la rebelión por la comarca del río Almanzora en el verano del 69 y de fracasar por otra parte el asedio de Abenhumeya a la plaza de Vera, se congregasen muchos de los cabecillas alzados y tratasen de dar apariencia de normalidad a la vida en la capital provisional del reino morisco. Creo, sin embargo, que la razón de ser de este largo fragmento de tipo literario en una obra esencialmente histórica es el empeño del autor por vincular la población morisca al pasado nazarí, que él mismo había pintado.

Para conseguir tal efecto realiza un interesante ejercicio de transposición de la temática áulica caballeresca que había desarrollado en la Historia de los bandos al describir los juegos de sortija o de toros y cañas. Abenhumeya preside como rey moro; las damas reciben el homenaje de los capitanes que participan en los pugilatos y demás pruebas; éstos exhiben en colores y empresas sus penas o ilusiones; los trajes y galas se describen mediante la técnica enumerativa propia del género morisco y con el particular cuidado de consignar detalles de manufactura que caracteriza la obra del autor; se registran los comentarios, el discreteo cortesano y la alegría bulliciosa que encubre un elemento de discordia. Si en la «primera parte» de las Guerras civiles de Granada la envidia de los Zegríes a los Abencerrajes volvía las cañas lanzas, en la plaza de Purchena está a punto de estallar la hostilidad entre los moriscos, orgullosos de su sangre española, y sus aliados turcos, sin los cuales no pueden subsistir. Aunque tal antipatía se produjese realmente, la atribución a estos últimos del tipo europeo de cortesanía que la literatura hacía patrimonio del moro de Granada extrema la inverosimilitud de los festejos descritos por Pérez de Hita. Sin embargo el fragmento tiene validez simbólica, en cuanto traduce el sueño por resucitar el pasado musulmán de España y la falacia de esta ilusión, circunstancia que se expresa en el carácter vulgar que la falta de caballos inevitablemente impone al espectáculo de las competiciones, ya que en la época sólo los juegos ecuestres tenían categoría de deporte señorial. Por otra parte, el crédito documental que se niega al conjunto se puede conceder a ciertos detalles referentes a la actualización de la moda morisca en la indumentaria y las alhajas descritas. Creo que puede considerarse ilustrativa de lo más preciado que en tiempos de Pérez de Hita producían las artes del vestir y especialmente la industria sedera y textil de Granada y Murcia la siguiente descripción, que presenta a una de las moras, engalanada «a lo moderno de su usança»:

«La hermosa Luna no menos estava gallarda y ricamente vestida que ellas, porque encima de una marlota, llamada azedría, que era de seda labrada en telas de muy diversos colores, la qual estava toda sutil y artificiosamente colchada. Tenía puesta otra riquísima marlota, la media de terciopelo azul y la otra media de terciopelo carmesí, toda golpeada de unos golpes, con mucho orden dados, que hazían una hermosa obra llamada escaramuza, y la parte que era azul estava aforrada con una tela de seda fina amarilla, que salía su color por las cuchilladas maravillosamente de bien, y la parte que era carmesí estava aforrada con una tela de seda plateada, que también hazía maravillosa obra. Tenía un çaragucel blanco de un delgado ruan muy plegado. Los çapatos, los medios azules y los medios colorados, y de todas partes argentados de fino oro. Tenía la hermosa Luna por la frente y sienes ceñido un hermoso listón de color de nácar y por él puestas unas muy ricas y hermosas perlas orientales».


(p. 157)                


No de muy distinta manera debían ataviarse en ceremonias privadas las jóvenes de acaudaladas familias moriscas, y estas costumbres se incrementaron, aunque por breve tiempo, con el intento de resucitar hábitos y ceremonias de la España musulmana entre los moriscos rebeldes22.

Aunque en general Pérez de Hita hace extensivo a moriscos y turcos, como ya se ha indicado, los sentimientos del moro galante y el hábito de su expresión emblemática, no faltan casos en que los motes o divisas traducen los afanes de la contienda, reemplazando la ciudad codiciada a la mujer como objeto del anhelo expresado. Tal variante está ajustada a la evolución de la simbología áulica europea23, que admite temas políticos, pero su origen se encuentra en el repertorio de romances, tanto fronterizos como moriscos, que el autor conoce y maneja y en las primeras leyendas surgidas en torno al moro de Granada como figura preeminente de desterrado. Otra diferencia respecto a las fiestas descritas en la Historia de los bandos, que acorta distancias con las circunstancias reales de la vida morisca, es la diversidad de edades que se atribuye a los participantes en los juegos, quienes sólo en algún caso -el capitán Maleh es el ejemplo notorio- ostentan los rasgos del moro sentimental. A la plaza de Purchena salen guerrilleros cuyos nombres dan también otras fuentes, y podemos suponer que su manera de comportarse no es ajena a la fama con que estos cabecillas vivían en la imaginación del pueblo morisco. Como no abundan en el libro los pasajes destinados a caracterizar personas, las rápidas viñetas de los juegos contribuyen a individualizar estas figuras. Así «el Gorrí» pasa por hombre maduro y de buen juicio; Abenaix, que defendió Cantoria contra los moriscos rebeldes en la primera fase de la lucha, es un atleta de formidable fuerza, rasgo que probablemente corresponde a la realidad, aunque la prueba de levantar pesos en que triunfa tenga una fuente literaria concreta en La Araucana24.

Personaje que sin protagonizar lance novelesco alguno tiene un desarrollo notable es Gironcillo25, que aparece en el relato de la batalla de las Albuñuelas, alabándose entonces el valor de este capitán de guerrillas y su pericia de tirador, adquirida cuando servía como montero al Marqués de Mondéjar (p. 50). De nuevo se le encuentra en la acción de las Guajaras, cuando los moros aprovechan sus posiciones en la altura para lanzar sobre los cristianos «peñas a modo de ruedas de molino» (p. 69), causando la muerte de don Luis Ponce de León y otros caballeros. En las fiestas de Purchena, Gironcillo emerge con una caracterización que enlaza el gallardo moro de la novela morisca con el bandolero de la literatura romántica. Hace su entrada «vestido de rojo guarnecido de plata...» y armado de alfanje y escopeta (p. 174). El lema de su bandera se dirige a la Alhambra, expresando con un ripio el deseo de danzar allí una zambra. Este mozo con nombre de gracioso de comedia y «suelto como un pensamiento» (p. 179), considera «cosa de animales» la prueba de levantar una pieza de mármol, pero se destaca en los saltos, aunque donde se completa el perfil del personaje es en la sesión de cantos y bailes que sigue a los juegos.

En la plaza tendida de alfombras donde se han sentado a la redonda los moriscos principales, laúd y sonajas hacen el son mientras danzan los moros y moras, uno a uno o emparejados. Gradualmente trueca el autor el clima alegre de la fiesta con que la pequeña corte morisca parece olvidar la faz cruenta de la guerra. Lo que resuena en las canciones es la nostalgia. Canta primero -y por cierto se dice que en lengua árabe aunque el texto consista en cuatro redondillas- el capitán Puertocarrero «como aquel que sabía bien quién era Granada y sus frescuras». Entonces Gironcillo, «que era nacido en Granada, oyendo aquella canción, con acrecentado deseo de su patria, trayendo a la memoria sus tiernos años en Granada gastados, acordándose de aquel florido tiempo, casi con lágrimas en los ojos tomó el laud como aquel que sabía muy bien tocarlo y cantar en él, por no perder el hilo de la començada materia por Puertocarrero» (p. 182). Su canción, que entona en castellano, recoge la forma métrica y el tema evocativo y propiciatorio de la supuesta traducción, así como el característico recurso de enumerar los topónimos de Granada, ajustándose algunas menciones a un calco romancístico26. Los sentimientos atribuidos a estos personajes no reflejan; de modo exclusivo las circunstancias de los rebeldes de 1569, sino que por un lado recogen la imagen nostálgica del rey moro que perdió Granada, y por otro expresan la actitud emotiva del exilio que al tiempo de la composición del libro viven los nuevos convertidos del antiguo» reino nazarí, repartidos por otras tierras de la Península, situación agravada a finales del siglo XVI por el riesgo de su definitiva expulsión de España. En las últimas páginas volverá a oírse el clamor de los granadinos, que al término de la rebelión se vieron obligados a abandonar su tierra por el hecho de ser moriscos. Este futuro lastimoso llega a plasmar en el acertado contrapunto que la fiesta multicolor de Purchena encuentra en las endechas que entona la huérfana de El Deyre. Acompañándose con el son sordo y lúgubre que produce rodando un plato de estaño, la joven mora canta supuestamente en árabe la muerte de los suyos, su propio desamparo y el de las gentes «de las blancas sierras». Asimismo pronostica las calamidades futuras del pueblo morisco y de su rey, acreditando al fin del canto con su muerte la autenticidad de su profecía (pp. 184-87).




La experiencia de la guerra

Si en la escena comentada la inclinación de los moriscos a formular y escuchar pronósticos sobre el futuro alcanza formulación novelística y poética, en otros casos la profecía tiene un valor más ilustrativo. Hijo de un médico famoso de Purchena que practicaba la astrología es un morisco que, procedente del campo rebelde y enarbolando una toca blanca, se presenta ante el Marqués de Mondéjar. No se trata como pudiera pensarse de un parlamentario sino de un individuo, entre mago y profeta, que echa en cara al Gobernador que haya abandonado la línea de tolerancia seguida por su padre y consentido en promulgar las disposiciones que han sido causa de la rebelión. Al terminar su discurso, el Purchení traga un veneno y se deja caer muerto, pero ya ha anunciado la escalada y el fin de la guerra, la diáspora del pueblo morisco y la sustitución en el cargo del personaje a quien se dirige, que será, si bien con destino honroso, a su vez un desterrado. Aunque en el libro se introducen discursos con poca justificación, el texto de esta profecía (pp. 92-93) deja constancia de quejas similares a las formuladas en el memorial de don Francisco Núñez Muley27, al mismo tiempo que representa un rasgo de la vida morisca.

Pérez de Hita no vivió la guerra desde el bando rebelde, sino como soldado a las órdenes del Marqués de los Vélez. Oficialmente observa, pues, desde la posición de un beligerante, pero como hombre de la región murciana y miembro de la clase artesana, tiene contactos personales previos con la población morisca y muchos puntos de afinidad con ella. Al mismo tiempo, cuando vive los sucesos de la campaña reacciona emocionalmente, como ya se ha indicado, y sus opiniones pudieran parecer contradictorias, aunque siempre responden a una hombría de bien que le impulsa a condenar los horrores cometidos por unos y otros. De su libro es posible sacar testimonios de la ferocidad de los nuevos convertidos y del odio que se ceba en las matanzas de cristianos o el martirio de religiosos, pero también pudiera citársele para corroborar que las fuerzas españolas asolaron pueblos, matando a todos sus habitantes, y que los soldados, sin control alguno unas veces y otras con el consentimiento de sus jefes, saquean, asesinan y con gran frecuencia prenden y reducen a la esclavitud a las moras y a sus hijos.

En el relato de horrores de este tipo que, junto al proceso de la guerra, llena la mayor parte de las páginas del libro se percibe lo fortuita que fue muchas veces la adhesión de los nuevos convertidos al bando rebelde. Ya se ha mencionado el caso del capitán Abenaix, que empezó por ser el defensor cristiano de Cantoria, lo cual se recuerda sin acrimonia entre los moriscos (pp. 169-70)28. Según el relato de Pérez de Hita, el propio Abenhumeya se desprendió con dolor de su identidad de hidalgo español y arenga a sus hombres llamándoles «leones de España» (p. 67), en tanto que es el primero en tener a la gente morisca por mudable (p. 7) y en considerar que el ser españoles «les basta para ser valerosos» (p. 165). Sin dar nombres, se refiere la actuación de dos «moros muy ricos» en quienes depositó su confianza el Marqués de Mondéjar para intentar la reducción de los alzados sobre la base de que entregaran a Abenhumeya. Si aquel proyecto de pactar fracasa, no es, a juicio de Pérez de Hita, porque la propuesta no hallase eco, sino a causa de los brutales desmanes de la soldadesca que agudizaron el clima de odio. Tanto el Habaquí, artífice de la tardía paz, como los protagonistas de los dos episodios amorosos más desarrollados -Albexarí y El Tuzaní- tienen en algún momento una actitud vacilante.

Aun en casos donde no se observa ambigüedad en la postura adoptada, persiste la dualidad de lengua y cultura. Así la dama morisca de Jergal galanteada por el cabecilla Puertocarrero -cuyo nombre le hace descendiente de moros nobles apadrinados por conquistadores ilustres y que es hijo del alcayde de la villa-, se llamaba «en castellano Brianda y en arábigo Fátima» (p. 171)29. Zahara, la amante de Aben Humeya, se presenta también como «gran música de voz y de tañer a la morisca y la castellana» (p. 201). Y el caso ya comentado de que un poema en árabe dé pie supuestamente a otro similar en castellano revela con cuanta naturalidad se movía el autor en la conjunción de culturas que se produce en el antiguo reino moro y zonas limítrofes.

También en el terreno en que el odio es irreductible se intercambian los papeles de verdugo y víctima. Ningún ejemplo lo aclara mejor que los numerosos pasajes refiriendo la muerte que sufren muchas mujeres de los pueblos en liza, bien durante las batallas o en el saco que sigue. Pérez de Hita subraya estos hechos una y otra vez, describiendo la estampa lastimosa del lugar donde ha quedado al descubierto el cadáver de una mujer, cuyo rostro y prendas se alaban, señalándose el impacto emotivo que su hallazgo produce. Así ocurre en Guécija, donde los moriscos degüellan y luego arrojan a una balsa de aceite a muchos cristianos, entre ellos la hija de un licenciado, muchacha bellísima que queda flotando «vestida toda de grana y con sus guantes calçados» (p. 19). En Huéscar, serán soldados españoles quienes, después de la cruenta conquista de la plaza, maten a la hija de un moro rico a causa de una reyerta en que dos de ellos se la disputan, y también allí «fue hallada la hermosa Mora y sacada a la plaça, a donde a todos dio su muerte gran dolor y lástima, conociendo quien era y por su belleza y todos maldecían la villana mano del matador» (p. 215). En Félix, donde la población morisca quedó casi exterminada, es una madre rodeada de sus hijos la que aparece en un bancal, y el autor, haciendo una de sus apariciones como personaje, rescata al menor, que es el único superviviente, y lo lleva, bañado en sangre, adonde se encuentran varias mujeres del pueblo que algunos «hombres honrados», como él, han puesto a salvo, «las quales tomaron el niño, y conocido se movió entre las tristes moriscas un tierno llanto, y acaso avía entre ellas una que criava y aquélla se hizo cargo dél» (p. 81). Este leitmotiv del lamento, tras la batalla, por la mujer muerta, culmina en el libro y recibe soporte novelesco al desarrollarse la historia de El Tuzaní, a que se hará referencia al comentar los episodios amorosos que son objeto de mayor elaboración literaria.

No deben silenciarse, al lado de tales escenas de mortandad, las de braveza, protagonizadas ocasionalmente por mujeres cristianas, como» sucede en la defensa de Vera (p. 140), y más frecuentemente por moras. Así ocurre en la batalla de las Albuñuelas donde ayudaron en la pedrea (p. 50). Esto se repitió en la resistencia de Félix, pueblo en que por ambas partes fue extremada la crueldad. La figura de la morisca belicosa no sufre en el libro una estilización hacia el tipo de la dama guerrera, frecuentemente musulmana, que aparece en la épica culta. En cambio, sí presenta el autor en varias fugaces apariciones, una guerrillera llamada la Zarçamondia o Zarçamondonia, «grande de cuerpo, recia de miembros» y muy forzuda, que llegó a matar en un día dieciocho soldados (p. 253) y al fin encontró la muerte combatiendo durante el asedio de Galera (p. 281). Su popularidad entre los moriscos fue grande y se le atribuye haber pacificado, secundada por otras mujeres, un brote de lucha intestina entre distintas facciones de los rebeldes (p. 261)30

También durante el sitio de Galera, que Pérez de Hita conoce por el diario del alférez Tomás Pérez de Evia y por relatos recogidos entre la población31, se produjeron al parecer varios casos de heroísmo suicida entre los moriscos, que el autor no desarrolla por extenso. Sin embargo comenta: «Todas estas cosas, que pruevan la fuerza del amor, son tan dignas de memoria como las que hacían los romanos» (p. 287). Entre estos actos de desesperación y arrojo, cuyo paralelo más próximo en la cultura popularizada del momento sería el de Numancia, se encuentran el de un padre de familia que da muerte a su esposa y sus hijos antes de morir matando; el de una muchacha que prende fuego a su casa y cogiendo a sus dos hermanitos empuña una espada y va al encuentro de la muerte, así como un episodio, que parece el esbozo de una novelita, y cuya veracidad se acredita dando el nombre de un caballero de Murcia quien fue involuntariamente causa de la tragedia. Una pareja intenta huir hacia la sierra y al no tener la joven suficiente agilidad para distanciar a sus perseguidores, el hombre, «que la amaba en supremo grado» (p. 286), la apuñala y escapa por lugares donde no podía llegar el caballo del cristiano.

Tales huidas por pasos casi inaccesibles, o su aprovechamiento para el ataque, formaban parte de la estrategia tipo guerrilla que practicaban los moriscos, y éste es uno de los rasgos auténticos de la guerra que el autor consigna. Una de estas vertiginosas escaladas es la que realiza el capitán Farax, cabecilla que se singulariza por ser de raza negra. Pérez de Hita refiere alguno de los actos de bandidaje que realiza con «osadía diabólica» (pp. 62-63), al frente de sus Monfíes, y el autor traza un vivaz apunte de su última huida, atravesando llamas de fuego después de una emboscada fallida en que pensaba capturar cristianos para llevarlos a Argel, donde por cierto acabaría radicándose él mismo, dedicado al corso. En esta última escalada «Farax bolava por el ayre y siempre echava por partes que los cavalleros no le podían seguir, según iba atravessando las hondas ramblas y saltó crecidos barrancos, hasta que se metió por lo espeso de los azebuchares de la Rambla Guazamara, que allí no bastara a hallarle todo el universo mundo...» (p. 117).

Trata el último capítulo de las negociaciones previas a la entrega de los principales cabecillas, y en él se describe el estado miserable al que llegaron los moriscos en sus últimos reductos. Sin atreverse a aparecer por los caminos, huían del llanto de «las mugeres y niños descarriados, no osando parar en poblados, sino en las sierras y montes, como animales curtidos de los fríos, de las nieves y soles, esperecidos de hambre y con esperança muy corta de remedio...» (p. 342). Esta situación mueve al nuevo reyecillo Abenabó, cómplice en el asesinato de su predecesor, a consentir en que El Habaquí, que era hombre de prestigio y con dotes diplomáticas, fuese como emisario al real de don Juan de Austria a fin de pactar la rendición. La noticia produce inmensa alegría entre los moriscos, que ya se veían de regreso en sus casas. Y de hecho en el relato de Pérez de Hita la acogida que halla el mensajero rebasa sus esperanzas. Sobre Abenabó hace recaer el autor la responsabilidad de que no prospere ese plan de paz, pues dando oídos a calumniadores prende y manda ajusticiar a su mensajero. Es ya la desintegración total del bando rebelde morisco, y al fin tras la derrota viene el doloroso destierro. La última imagen de los moriscos que el libro ofrece es su lamentación al partir, y especialmente el llanto de las mujeres, «mirando sus casas, abrazando las paredes y besándolas muchas vezes, trayendo a la memoria sus glorias passadas, sus destierros presentes, sus males por venir...» (p. 353). El autor renuncia en ese momento a caracterizaciones muy precisas del sujeto colectivo de su libro para elevarlo a una categoría humana que lo equipara a los pueblos de la venerada antigüedad que vieron aniquilados sus estados Pero tras la comparación con troyanos y cartagineses, acuñada en el estilo más elevado que el autor posee, Ginés Pérez de Hita concluye en frase llana: «Finalmente, los moriscos del Reyno fueron sacados de sus tierras y fuera posible aver sido mejor no averlos sacado por lo mucho que Su Magestad a perdido y aun sus Reynos» (p. 353).




Los episodios novelados

Resta tratar brevemente de los tres relatos de amor que son objeto de amplificación novelesca. Hay que advertir que ninguno de ellos se inserta como unidad narrativa independiente, al modo practicado por Mateo Alemán entre otros, sino que los protagonistas, cuando no son figura histórica como Abenhumeya, emergen como participantes en los acontecimientos reseñados. El procedimiento practicado por Pérez de Hita se aproxima a la solución cervantina del engarce entre acción principal y novelas intercaladas y también pudo originarse como adaptación al género histórico de la estructura episódica de la épica culta, en lo cual coincide con algunos de los libros de Indias32. La distribución de los temas novelescos, siempre esparcidos entre la materia cronística, en los capítulos 12 (Albexarí), 16 a 18 (Abenhumeya) y 22 a 24 (El Tuçaní) guarda una cierta simetría. Aunque los episodios amorosos no son los únicos elementos literarios destinados al solaz del lector, sin duda quiebran de modo más notorio que por ejemplo los discursos, el carácter histórico de la obra. El contraste se diluye sin embargo, pues Pérez de Hita frena su instinto de novelista inclinado al género de ficción idealizadora y mantiene, aun en tales fragmentos, un tono que sería anacrónico calificar de realista, pero que el autor quiere adecuar a las crudas circunstancias de que la obra trata33. Si a pesar de que se hallan distanciados entre sí, se considera que estos núcleos novelescos centrados en el tema amoroso forman un tríptico, aparece la historia de desenfreno y violencia protagonizada por Abenhumeya flanqueada por dos relatos que presentan en distinta medida rasgos de la novela morisca, elevándose en ambos casos, a pesar de su opuesto destino, a un nivel de ejemplaridad la figura del enamorado.

El episodio más endeble es el que trata del reyecillo, a quien en esta ocasión se pinta como un déspota sensual y cruel, pues se apodera sin más justificación que su propio capricho de la mujer con quien uno de sus vasallos desea casarse para caer al fin víctima de la calumnia urdida por el ofendido amante, quien le atribuye ante los turcos intenciones alevosas, logrando así que le den muerte y en su lugar coronen a Abdalla Abenabó. Aunque el cañamazo histórico viene dado por Mármol y Hurtado de Mendoza, la intriga procede de La Austriada de Juan Rufo (Cantos 12-14). Las versiones de los hechos en el poema y en la obra de Pérez de Hita fueron comparadas por Paula Blanchard-Demouge en su edición de las Guerras civiles34 y Albert Mas35 ha acabado de desenredar la maraña, mostrando que Pérez de Hita introduce una cierta dosis de ejemplaridad en el desenlace, ya que el traidor halla su merecido. Observa este crítico que la caracterización de los personajes turcos es totalmente tópica. En cuanto al reyecillo, se cargan las tintas desfavorables, rompiendo, como he indicado, la coherencia de esta figura, que en tanto fue don Fernando Muley ejercía una cierta fascinación sobre el autor y por reflejo el lector. En buena parte ello puede corresponder a la condena del papel que asume como rey de los moriscos rebeldes, ya que a la hora de la muerte recobra su dignidad, anunciando a Abenabó un fin similar y confesando que el deseo de vengar el agravio que se le hizo al retirarle la daga en la casa del cabildo granadino fue el resorte principal de su actuación. Es probable que Pérez de Hita hubiese oído algún rumor en tal sentido, pero aunque esas últimas palabras no respondieran a los hechos, se explica que las introdujese en el libro, pues devuelven el personaje a su identidad primera. Incluso justifican hasta cierto punto los contrastes de caracterización, ya que los excesos del reyecillo podrían ser un índice de su desazón profunda cuando abandona ese nombre mixto de «don Fernando Muley Abenhumeya» (p. 11), sin duda incómodo en la clase hidalga, pero que responde a la verdad de su ser. Y también le hace acreedor al respeto y simpatía de un artesano escritor como Pérez de Hita, quien precisamente basa tales sentimientos en lo que esas cuatro palabras unidas implicaban.

El autor logra resultados más felices al desarrollar el tema del cautiverio y liberación de un morisco a quien el Marqués de los Vélez ampara después de escuchar la historia de sus amores, permitiendo la reunión de los enamorados. Cabe que el lance tuviese un fundamento real, pues en don Luis Fajardo vive la tradición caballeresca de la frontera, y por otra parte el joven morisco queda a su servicio abandonando la causa rebelde, a la que sólo de modo circunstancial, según su propia declaración, servía. Esta posibilidad no impide que literariamente el tema se desarrolle bajo la impresión de una lectura de El Abencerraje, influencia que ya fue comentada por Francisco López Estrada36. Esto no se deduce exclusivamente de la semejanza de los hechos narrados, que es muy relativa. Entre las divergencias puede señalarse que el papel de Rodrigo de Narváez se reparte entre el soldado Francisco Zervantes, quien combate con el morisco, le hiere, le ayuda a levantarse y le prende, y el Marqués de los Vélez, que escucha su confesión autobiográfica, le manda curar y le ampara (pp. 125-27). Dicotomía del personaje casi necesaria, hay que reconocerlo, ya que no habría posible equiparación entre un nuevo convergido y don Luis Fajardo, a quien evidentemente el autor quería rendir homenaje, y que además era el único entre los jefes de la campaña cuyo talante cuadraba con la tradición del caballeroso capitán fronterizo. En el episodio de Pérez de Hita falta la promesa de volver a la prisión y su cumplimiento, quedando además el morisco muy lejos del nivel ético del Abencerraje, ya que informa espontáneamente al Marqués de un plan de ataque de los rebeldes, lo cual empañaría el honor de cualquier caballero, aunque aquí no se presenta como traición sino como acatamiento de las obligaciones de vasallo. Otras diferencias del relato autobiográfico son la falta de toda alusión a las relaciones infantiles de los enamorados, la circunstancia de haber tenido lugar el matrimonio secreto, y el hecho de que la esposa haya sido capturada y el esposo explique que venía voluntariamente a compartir su suerte. Para nada se trata de los Abencerrajes, su prestigio ni su caída, pero sí comienza el prisionero por informar sobre su origen y su «linage tan nombra lo de los Alvejarines, que ya tu excelencia avrá oydo dezir, pues son naturales de tus tierras» (p. 126). Si don Luis al escucharle manda que le den ración, aceptándole pues como soldado, es en parte porque «al fin aquel Moro era de noble sangre y decendiente de principales cavalleros» (p. 127). La relación persiste hasta la muerte del Marqués, lo cual no impide que sea en Villanueva de Alcardete, es decir uno de los lugares alejados de su tierra en que los nuevos convertidos fueron obligados a afincarse, donde recibió la visita de Pérez de Hita.

Esta llamada de atención que implica el recuerdo personal recae sobre un desenlace feliz, ya que la pareja vive «a su contento» y disfrutando de bienes de fortuna, pero está condicionado por la circunstancia del pueblo morisco al tiempo de la redacción del libro37. También en un segundo desenlace diferido se esboza la estampa de la pareja cabalgando juntos, lo cual marca otra aproximación a El Abencerraje, pero en este caso el enamorado va custodiando a las moras que están en poder del Marqués. Éste es el momento elegido por el autor para dar a entender que ha introducido un elemento que se conjuga mal con el compromiso de referir verdades escuetas sobre un conflicto en que la guerra pierde su dignidad caballeresca pero no su violencia. Acaso para compensar el falseamiento de tales circunstancias que supone la brevísima adaptación de la primera novela morisca, el autor no sólo modifica la peripecia quitando visos de caballerosidad al enamorado -aunque no deja de presentarlo como valiente mancebo-, sino que la ensambla con otra captura, la que un hermano del soldado que prende al morisco enamorado hace de tres espías a quienes se arranca confesión dándoles tormento. El eco de El Abencerraje queda así envuelto en las más crudas realidades.

Apoya la opinión de que el autor tuvo presente la Historia de Abindarráez y Jarifa al redactar el episodio de Albexarí y Almanzora el hecho de que en este fragmento aparezcan con mayor frecuencia que en el resto del libro las palabras y giros procedentes de la literatura caballeresca que abundan en la novela morisca. Entre ellos pueden citarse: «[...] acaso viniendo, por aquella oculta vía...»; «[...] no dió lugar a que el enamorado moro tornase a cargar porque cerrando con él, con la espada desnuda le hirió...», «mostrando cada uno el valor de su persona, y andando escaramuçando:» (p. 123) «con un ánimo de un león y presteza de un ave fue sobre él», «dando un doloroso suspiro sacado de lo más profundo de sus entrañas, arroxó el agudo alfanxe de la mano» (p. 124). Las aproximaciones en la peripecia y los tópicos comunes puestos en boca de los personajes son más evidentes cuando llega el momento de la entrega del moro y su ulterior confesión al marqués. Como Abindarráez, empieza el morisco Albexarí por acreditar su relato hablando de la familia a que pertenece. Refiere a continuación sus amores, primero dichosos y luego ensombrecidos por la ausencia, cuyo efecto en el ánimo se subraya. Aunque las causas de la separación y del viaje sean otras, el fin en ambos casos era reunirse con la amada. El tópico de la fortuna, el de la compañía espiritual de la amada y la retórica comparación del cautiverio de amor con la situación de cautividad son también elementos comunes a ambos textos.

El hecho de que el relato autobiográfico de Albexarí se halle saturado de la influencia de la novelita morisca no obsta para que también aluda a una realidad que coincide en tiempo y lugar con la peripecia. No me refiero sólo a la supervivencia en don Luis de Fajardo de la ética que en el pasado había regido las relaciones de moros y cristianos en la frontera. También entra en juego la inquietud por la suerte de las mujeres capturadas que hubo de ser extrema entre los moriscos. El estudio reciente de Nicolás Cabrillana38 documenta varios casos en que familiares de mujeres o niños reducidos en el transcurso de la guerra a una situación civil de esclavitud asumieron por liberarlos grandes sacrificios, generalmente de orden pecuniario, pero que alguna vez implicaban hipotecar los medios de vida. El propósito de compartir la cautividad con la amada pudo tener su fuente de inspiración en la vida misma, si bien interpretada también a través de un tema literario que a fines del siglo XVI muestra notable vitalidad39. Se dio asimismo, aunque excepcionalmente -según prueba el trabajo citado- el rasgo de la manumisión gratuita por parte de algún dueño de esclavo. Me parece importante tener en cuenta, tanto la estricta verosimilitud de los hechos, como la intensa literaturización a que los somete la pluma de Pérez de Hita.

La presencia de Albexarí en su galería de moriscos aporta un nuevo enlace entre la prestigiada figura del moro literario y la realidad social del nuevo convertido. Y también significa un ensayo modesto pero interesante -si se sitúa en la fecha de composición del libro declarada por el autor (1597)-, de actualizar los paradigmas creados por la literatura vinculándolos a contingencias inmediatas. El epílogo de la historia que alude a la visita hecha por el autor a Albexarí y Almanzora en su retiro, apunta hacia esa esfera social casi ignorada por la literatura del Siglo de Oro de los moriscos de abolengo y posición social desahogada que durante el siglo XVI viven cultivando su paraíso cerrado, cuando no intentan perderse en el mare magnum de la soldadesca, o se entregan sin reservas a la vida del espíritu o la vocación del arte40.

El Tuzaní representa el mismo segmento social. Morisco educado entre cristianos viejos de la región murciana, de los que no se diferenciaba en su habla ni en su presencia, el protagonista del episodio más certeramente novelado que presenta el libro adoptó al fin de la contienda el nombre de Fernando de Figueroa y sirvió, según el autor, en Lepanto y en Flandes junto a don Lope de Figueroa, a quien acompañó hasta su muerte (p. 339) -es decir, hasta 1585. Entonces hubo de integrarse al mismo núcleo morisco que Albexarí, y recibió como éste la visita de Pérez de Hita, quien quiso entrevistarle, casi al modo de un periodista de nuestros días. Con ello vuelve a asomar la presencia del autor entre los personajes, como si quisiera avalar la verdad de la historia. Efecto que en este caso se enriquece con la mención de un retrato de la noble doncella morisca Maleha, asesinada durante el saco de Galera, a quien El Tuzaní amaba y cuya muerte consiguió vengar. El cuadro juega un papel en la trama, y al entrar a formar parte de la experiencia del autor enlaza los ámbitos de la ficción y la realidad. Aunque no se da el nombre del artista que hizo el póstumo retrato, sí se especifica la compañía en que servía, todo lo cual parece encaminado a reforzar la apariencia de autenticidad. Bordados mudéjares y cabellera rubia en la tablita, que orla un letrero en árabe expresando el amor del caballero, forman un motivo iconográfico que armoniza con las peculiaridades del género morisco y encaja en la sensibilidad española del siglo XVI.

Aunque otros historiadores no mencionan la historia de El Tuzaní, sí aparece anexionada a uno de los manuscritos de la Guerra de Granada de Hurtado de Mendoza, en unas adiciones que fueron halladas por don Manuel Gómez Moreno, quien utilizó estos textos en la edición crítica de la obra de don Diego y sugirió que pudieran deberse a la pluma de Pérez de Hita41. En cualquier caso, el manuscrito representa un estado de elaboración literaria incipiente de un suceso de la guerra que muestra como se desata la fiera humana en el saco de una población. Dentro del contexto del libro, su pleno desarrollo literario hace culminar, con mayor incisividad emocional y despliegue de recursos novelescos, el motivo del hallazgo de la joven muerta que ha estado presente a lo largo de la Segunda parte de las guerras civiles.

Se inicia la acción novelística al ser tomada Galera, tras encarnizada resistencia de los moriscos, por las huestes de don Juan de Austria, que manda asolar la villa. La inquietud por la suerte de una joven que allí se encontraba es el primer resorte emotivo que introduce el episodio novelado. A quien en un principio afecta esta incertidumbre es al Capitán Maleh, hermano de la dama. La identidad real de este competente jefe morisco se funde en el libro de Pérez de Hita con una cierta aureola de moro sentimental, adquirida al triunfar en los pugilatos de Purchena, ostentando sentimientos, maneras y galas propias de un noble nazarí, tal como los había pintado el propio autor. Queda, pues, implícitamente inserta en el mundo caballeresco la doncella cuya suerte se ignora. Sale al paso del deseo, expresado por su hermano, de enviar un mensajero que averigüe lo que ha sido de ella, un joven morisco que confiesa amarla hace tiempo. Así se presenta ante el lector El Tuzaní. A partir de ese momento la lente del novelista le sigue paso a paso en su búsqueda. Cabalga hacia Galera; deja el caballo escondido, y penetra a media noche, con tiempo lluvioso, en la villa poblada de cadáveres. Difícilmente hubiera podido Pérez de Hita mostrar con mayor eficacia la crueldad de la orden de exterminio, que recabando la identificación del lector con el personaje morisco en su atormentada vigilia, en pie contra un muro y rodeado de atroz mortandad, esperando que amanezca para entrar en la casa que él ha rondado pocos días antes como joven enamorado. No desdeciría en una buena novela gótica de la época romántica la escena de horror que, sin caer en innecesarias notas macabras, traza Pérez de Hita al describir la confusión, insomnio y angustia del personaje, «atormentado de su imaginación y atemorizado de los ahullidos dolorosos de los perros y otros animales que parecía se lastimavan de su desventura con la pérdida de sus dueños» (p. 292). Merece señalarse otro rasgo certero, que prolonga unos instantes la expectación del lector mostrando el deseo subconsciente de El Tuzaní de aplazar el encuentro fatal que le espera. Al clarear el día, los primeros pasos del morisco no se encaminan hacia la casa, sino que busca un punto «de donde pudo descubrir todo el campo del Señor Don Juan y quedó admirado de su grande potencia»; detalle que, dentro del contexto, quizás implique una velada acusación, aunque posteriormente se presente a una luz muy favorable a don Juan de Austria.

A renglón seguido se produce ya la entrada en la casa, donde «entrando en un patio della encontró a un lado muchos muertos y más adelante muchas moras muertas, entre las quales reconoció muy bien a su querida Maleha, como quien la tenía tan impressa en el alma» (p. 293). La última cláusula fue introducida al incorporar al relato de la destrucción de Galera en la Segunda parte de las Guerras civiles el material que figura en el texto manuscrito, ya mencionado. Esta pequeña adición es digna de señalarse, pues muestra la pauta que guió al autor al enmendar y ampliar la narración del episodio. A partir de esta frase el lector sólo puede ver a El Tuzaní como un desafortunado hermano de Abindarráez o de Ozmín. Además, el rasgo distintivo que identifica el género morisco se da aquí en clave trágica. Maleha, que había sido despojada de sus joyas y ropajes, estaba cubierta con una camisa «que era rica y labrada de seda verde, a su usança» (p. 293), detalle que el novelista sabe usar reiterándolo en el relato del crimen que El Tuzaní arrancará hábilmente al asesino: «me parece que la veo aora, que la labor de la camisa era de seda verde y grana, muy rica» (p. 331). La imagen que obsesiona a quien cometió el crimen es la misma que el artista recoge en el retrato, cuya belleza lleva al ánimo de los generales españoles un movimiento de compasión hacia el vengador.

La escena en que El Tuzaní halla el cadáver de Maleha incluye, por excepción en el libro, un parlamento de amor, que es también un voto de vengar su muerte. Sin romper el tono luctuoso que al contexto corresponde, el pasaje corrobora la vinculación del episodio novelado al género morisco y las postrimerías de la literatura caballeresca, aunque el dominio de la escena novelística que al tratar este núcleo de acción demuestra Pérez de Hita mire hacia el futuro. Entre los motivos que a fines de siglo XVI se podían considerar arcaizantes debe situarse el del epitafio que el enamorado inscribe sobre la blanca pared que recubre la sepultura de Maleha, improvisada por él en el patio donde halló la muerte. Por primera vez el protagonista se identifica escribiendo su propio nombre árabe, al par que proclama el objetivo de venganza que desde ahora guiará sus pasos.

Para lograr este fin, y «confiado en su hablar claro y cortesano» (p. 325), se infiltra en el ejército de Don Juan de Austria, donde actúa como espía. De ese modo facilita la huida de los moriscos de Tíjola, derrochando sangre fría y astucia, antes de localizar al asesino. Su actuación en ambos hechos se presenta con ambientación y diálogo, creándose ese vínculo que convierte al lector de una obra novelística en testigo inmediato de la acción. Lo mismo puede decirse de lo que es realmente el juicio de sus actos cuando es conducido bajo engaño por un morisco alevoso a la presencia de don Juan de Austria y todos loa altos mandos españoles. El relato de su tragedia y su venganza, la confesión completa y la explicación tan hábil como poco convincente de que al decidirse a propiciar la retirada secreta de los moriscos de Tíjola benefició a los cristianos, le valen la simpatía de cuantos le oyen y al fin el perdón. Se lo lleva como hombre de confianza don Lope de Figueroa, quien mantiene el criterio de que El Tuzaní se portó coma caballero al vengar la muerte de su dama y como tal debe ser tratado, sin que para ello obste su abolengo moro. Punto de vista tradicional que Pérez de Hita sostiene en toda su obra, como también afirma, sin que este episodio sea una excepción, que el morisco puede ser un cristiano sincero42. Y se deduce que los acontecimientos juegan con el destino de tales personas, cuya posición en el conflicto depende de causas ajenas a su propio sentir.

Como última observación quisiera apuntar que cuando Pérez de Hita nos da a conocer costumbres o aspectos externos de la cultura de los nuevos convertidos, lo hace de modo incidental. Así cuando recuerda que los montes blanqueaban por la presencia de los moriscos (p. 130), o que en un ardid de guerra éstos se ponían tocas para hacer creer que eran mujeres (p. 235), puede corroborar un dato sobre indumentaria, pero lo hace de modo fortuito. Y el énfasis con que elogia las galas de manufactura mudéjar obedece en cierto sentido, al aprecio en que tiene esos objetos de arte menor, y sobre todo al valor simbólico de que están cargados en romances y novelas del género morisco, incluyendo su propia obra. Lo que sí me parece manifiesto en sus dos libros es un mensaje que en la Segunda parte se expresa especialmente en los segmentos sometidos a mayor elaboración literaria comentados en las páginas que preceden.

En la España de su tiempo existía -especialmente en estamentos sociales intermedios entre los campesinos y artesanos más pobres de un lado y de otro la nobleza- un segmento de la población, moro en cuanto al origen y cristiano, o quizás en muchos casos indiferente, en cuanto a la fe. Son su patrimonio, desde el juego de cañas que practican los caballeros hasta los telares y obradores de las comarcas granadina y murciana, pasando por el uso de la lengua árabe y las formas tradicionales de música y canto que se cultivan entre los nuevos convertidos. Nada de esto implica necesariamente adhesión a la religión islámica, aunque ésta fuese mayoritaria en muy alta proporción y constituyese un móvil de acción poderoso, como se hizo sentir en el levantamiento de las Alpujarras. Pérez de Hita no lo niega, sino que por el contrario precisa detalles. Pero aquella guerra con sus horrores, que fue parte de su experiencia vital, es ya historia cuando escribe este libro, casi treinta años después. No lo es, sin embargo, el destierro de los moriscos granadinos, cualquiera que fuese su opción individual en la contienda. El escritor se siente de algún modo hermanado con este pueblo, que vive las últimas décadas de su existencia en tierra española. Como ya he indicado en otras ocasiones, creo que la Historia de los bandos constituye un alegato a favor de los descendientes del «moro ahidalgado», según la expresión del autor. En la misma línea y de modo aún más definido y más abierto a toda la población morisca, debe situarse su obra sobre la rebelión de los moriscos.





 
Indice