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Peter Stein, «Los veraneantes» de Gorki

Sergio Ramírez





A los 37 años de edad, Peter Stein es reconocido como el mejor de los directores de teatro de Alemania Occidental; las localidades de la Schaubühne am Haleschen Ufer, para ver representar su puesta de Los veraneantes de Máximo Gorki, están vendidas durante esta temporada con meses de anticipación, una especie de resurrección del espectáculo teatral, en una época cuando el público deserta cada vez más de las salas cuya supervivencia depende de los subsidios estatales. En Berlín, con Peter Stein, el teatro no es de ninguna manera un género muerto.

Y si uno espera aún encontrar en el teatro el espectáculo perfecto, pagarse en la fascinación de una representación sin mácula y colmada de hermosura, allí está esa puesta de Los veraneantes, aclamada por la crítica, reclamada por el público. La crisis del teatro es quizás una crisis de imaginación; no hay teatros vacíos en Europa para Georgio Strahler del Piccolo Teatro di Milano, ni para Beno Benson de la Volksbühne en Berlín Oriental.

En la temporada pasada, tuvimos la oportunidad de ver por primera vez una puesta de Stein; de una obra de boulevard como La alcancía del autor francés del siglo XIX, Laviche -la historia de un grupo de provincianos que ahorra en un cerdito durante años para cumplir el gran sueño de visitar París- hace Stein una verdadera odisea y endurece los presupuestos de una comedia volandera, de intrigas y contrasentidos, caja de mago de doble fondo, hasta convertirla en una zaga crítica; los personajes, acosados por la ciudad engañosa y hostil, acaban resistiendo detrás de una barricada, fin bastante improbable para una comedia volandera.

En esta ocasión, Stein elige una obra de Máximo Gorki, escrita a manera de una sucesión de escenas, cuadros relacionados en los que se mueve un grupo de veraneantes de la burguesía rusa al final del siglo XIX, representados cada uno por la suma de sus conflictos personales. La versión original de Gorki ha sido trabajada por el equipo de la Schaubühne, de manera que alterando su estructura adquiera una dinámica circular: los conflictos de los personajes, movidos uno tras de otro a través de los diálogos, adquieren el relieve de verdaderos acontecimientos, se comunican unos a otros su aliento dramático. Stein mantiene a sus 13 personajes siempre en escena, un coro que se alterna los parlamentos generalmente por parejas, encadenados los diálogos por un golpe de tos, una risa, un susurro anunciador. En el bosque verdadero que es el escenario (árboles reales han sido trasladados aquí, tierra legítima, la vecindad de la dacha donde viven los veraneantes no puede ser ni menos real ni menos hermosa) sólo la luz modulada suavemente va señalando esa alteración circular y perfecta; pasiones y mezquindades, odios sordos, adulterios, desesperanzas, incluso la pobre visión política de su mundo, de la Rusia de entonces, van apareciendo nítidos por medio de esos suaves relámpagos verbales que no presagian ninguna tormenta destructora, sino la perpetuidad de una frustración. A las puertas de una revolución estos veraneantes en sus dachas, no alcanzan a entender nada trascendente. O sí. «Nosotros somos veraneantes en nuestra propia tierra» dice uno de los personajes.

Stein recuerda que en un cuento de Bioy Casares, el argentino, Morel llega a una isla en donde es imposible comunicarse con las gentes; frente a ellas se es siempre un extranjero, sus recuerdos pertenecen a otra dimensión, parecerían vivir siempre en el pasado, agarrados a otra época. La respuesta la encuentra Morel al descubrir que en la isla existe una máquina asesina que almacena a los hombres por años y los resucita luego con sus recuerdos y sus ideas de antes. De esa historia parte para explicar cómo el público puede, frente al escenario, acercarse a contemplar la realidad de un grupo de personas ajenas en el tiempo y sobre cuyos conflictos, sobre cuyas ideas, ha crecido ya el olvido. Lo que él se propone es hacer que el espectador entre en ese mundo clausurado de pasiones y vidas privadas, que la resurrección sea la comunicación, que el teatro se convierta en la máquina infernal.

Quizás al final de su vida el caballero millonario puede al fin dedicarse a algo útil, construir escuelas para niños pobres en la vasta Rusia, o quizás es tarde para caridades semejantes; quizás la esposa del abogado leonino tenga tiempo aún de encontrar su libertad huyendo, yéndose de la garra afilada del marido; otro de los veraneantes ni siquiera encontrará su libertad en el suicidio porque no tiene la habilidad para pegarse un tiro certero; otro de ellos, mira envejecer su poesía, un escritor más lento que los tiempos en su habilidad de expresar al mundo. Así se consuma esa frustración y si a algo los veraneantes se condenan, es a ser veraneantes en su propia tierra. Como a tantos conocemos.

Berlín, 16 de marzo de 1975.





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