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Capítulo XLI

Motiloni cree que, vencedor o vencido, el Gobierno perderá terreno


«Recorred nuestra historia contemporánea, y veréis que casi todos esos desórdenes han sido originados por la ambición de los caudillos; por sus rivalidades entre sí, por el empeño de los años en conservar el poder, como si fuera su patrimonio, y por la impaciencia de otros en atraparlo, como si fuera una propiedad que se les hubiera arrebatado.»


M. L. AMUNÁTEGUI. (Introducción a la Dictadura de O'Higgins.)                


Como a las dos de la tarde se dirigieron las tropas del gobierno hacia el cuartel de los amotinados. Seguíalas una multitud del populacho, que casi sin darse cuenta de lo que pasaba, observaba todos aquellos movimientos, no viendo en ellos otra cosa que motivos de un placer tumultuoso y esperanzas de robo y de pillaje. Mientras la tropa desfilaba por la calle del Puente, con la artillería a vanguardia y la caballería a retaguardia, tres compañías a las órdenes del espitan Pozo, se dirigían por la calle   -245-   de la Catedral hacia la de Teatinos. De este modo se lograba tomar al enemigo entre dos fuegos, en caso de seria resistencia. La marcha de la tropa iba deshaciendo las pandillas de gentes que encontraba a su paso. Algunos entraban apresuradamente a sus casas; otros se desbandaban en diversas direcciones; y otros iban a reunirse a la plazuela de San Pablo, centro de los amotinados.

Llegados a la plaza del Basural, Elizalde mandó alzar una bandera blanca y dividiendo la infantería en dos alas, apoyadas en las veredas, marchó hacia los amotinados. Las calles que desembocaban en la plazuela estaban obstruidas por gentes de a pie y de a caballo, dispuestas en confusos pelotones y entremezclados de soldados armados. Cuando estos distinguieron la bandera blanca, saludaron con una rechifla este signo de paz. Se les había dicho que el gobierno tenía miedo, y veían confirmarse esta alentadora circunstancia

Motiloni que lo observaba todo detrás de la esquina de la casa vieja, dijo a los que le rodeaban:

-Ya os lo había dicho, amigos míos. El gobierno tiene miedo. Esa bandera blanca significa que quiere capitular.

-¡No hay capítulo con los herejes! -exclamó un guaso, que montado en un buen caballo, revolvía a derecha e izquierda.

-Los hemos de hacer volver cara a fuerza de bala fría -contestaron otros armándose de piedras (arma arrojadiza que tan bien sabía manejar el pueblo de Santiago).

En esto vieron que venía hacia ellos un oficial seguido de un soldado ambos de a caballo. Era Anselmo, ayudante de Elizalde, que venía encargado de rogar, más bien que de proponer, la rendición a los rebeldes, a quienes el jefe les prometía impetrar del gobierno su perdón.

-¿Quién es aquel que se adelanta?

-¿Qué esperan para acercarse?

-¿A qué vendrá el oficialito?

-¡Los pipiolos quieren hacer propuestas!

-¡Que se vayan al infierno a hacerlas!

-¡No hay propuestas que valgan!

-¡Es que tienen miedo, compadre!

-¡Se conoce de a leguas!

Tales eran las palabras que se cruzaban entre los grupos de los sublevados.

Mientras tanto, varios soldados de éstos se empeñaban en mantener vivo el odio contra el enemigo.

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Juan Diablo, que era de los que más hablaba, dijo:

-Saben ¿en qué estaba pensando?

-Diga, ño Diablo.

-En que recibiéramos al pipiolito con una buena nubada de piedras.

-Tan luego como oyó esto el Bizco, que estaba a su lado, tomó una piedra, la puso en su honda de cuero y la lanzó hacia Anselmo. El ejemplo fue seguido por veinticinco o treinta más, y otras tantas piedras pasaron zumbando sobre los grupos que estaban más adelante. Anselmo que venía a como cuadra y media de distancia, puso un pañuelo blanco en la punta de su espada, para indicar a la turba que era un emisario de paz. Pero apenas se acercó unos pasos más, cuando vio que varios soldados le apuntaban con sus fusiles desde las ventanas de la torre. En el mismo momento sintió silbar dos balas junto a su cabeza.

-¡Mi capitán! -le dijo el soldado que le acompañaba-, me parece prudente volver. Estos condenados nos van a cazar como si fuéramos tórtolas.

Dejose oír una segunda descarga; y luego siguió la rechifla de la turba, que entre risotadas, silbos y gritos decía:

-¡Qué pájaros tan duros para caer!

-¡Bala fría sobre ellos!

Anselmo creyó prudente volver; pero cuando torcía con prontitud la rienda, vio que venía hacia él a todo correr un hombre de a caballo. Apenas tuvo tiempo de prepararse para recibir la recia topada de su enemigo, quien al mismo tiempo que le dio el encontrón, le lanzó una puñalada diciéndole:

-Toma, pipiolo del diablo. Esta vez no te escaparás de la catana de Miguel Turra.

El joven, herido en el brazo izquierdo, se defendía de los repetidos golpes del bandido, a quien al mismo tiempo, atacó el soldado por la espalda. Pronto se desprendieron de la turba varios otros compañeros de Turra, y luego un piquete de caballería corrió a auxiliar a los emisarios, quienes se defendían en retirado. Esto fue lo que libró a Anselmo de una muerte segura, pues los fusileros de la torre no se atrevían a seguir tirando por no herir a los suyos.

Cuando Miguel y sus compañeros se vieron atacados por fuerzas más respetables, huyeron a escape por la primera bocacalle que encontraron.

Anselmo y el soldado se habían salvado, pero la herida del primero   -247-   , parecía grave, por lo cual recibió orden de retirarse a una casa inmediata para atender a su curación.

Este acontecimiento produjo la mayor indignación, y no sirvió sino para preparar a los soldados al ataque. Ya Andrés había apuntado su cañón a la ventana de la torre, y en cuanto recibió la orden salió el tiro. Dos soldados cayeron al suelo abrazados de sus fusiles. Un segundo cañonazo rompió uno de los ángulos de la torre, y una lluvia de escombros cayó sobre la cabeza de los amotinados. Mientras tanto, Rondizzoni marchaba con su batallón de frente; y Pozo recibía en la calle de Teatinos la orden de atacar por el flanco derecho al enemigo, que replegado en la plaza, se vio entonces entre dos fuegos.

En menos de quince minutos, ya la confusión se había introducido entre sus filas, desordenadas por la indisciplina y falta de jefes. Los fuegos de la torre se habían apagado: las descargas de las compañías de Pozo habían hecho huir a la multitud de guasos que cubrían la bocacalle de Teatinos; y el populacho, perseguido por algunos soldados de caballería, se batía en retirada con su arma favorita, la piedra. Pronto se vio que no quedaban más que los Inválidos cubriendo la puerta del cuartel, mientras los Coraceros salían por la puerta del norte. Entonces Rondizzoni, mandando cargar a la bayoneta, arrolló la infantería enemiga, mientras la caballería pasaba apresuradamente el río y huía a todo escape.

Un cuarto de hora después todo estaba concluido, y solo se veía recorrer las calles algunas patrullas de caballería, persiguiendo a los que, favorecidos por el desorden, pretendían introducirse en algunas casas para robar.

Y Motiloni ¿qué era de él? En cuanto conoció que había algún peligro en estar fuera se metió como una rata dentro del miserable cuartejo, y allí estuvo oyendo el ruido de la refriega.

-¡Vencidos o vencedores -(decía sobándose las manos con satisfacción)- el hecho es que la revuelta desprestigia al gobierno. Si castiga a sus enemigos se crea animosidades, y si no los castiga los alienta para que se le echen encima. Allá lo veredes -dijo Agrajes!



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Capítulo XLII

Amor y resignación


«Solo Dios sabe el valor de esos murmullos del alma que suben de la tierra al cielo. Solo Él puede apreciar el sacrificio del labio que bendice, cuando pudiera execrar.»


M. VARGAS. (Adiós a la vida.)                


Al otro día muy de mañana, la esposa de don Cándido hablaba con doña Trinidad y su hija en casa de don Marcelino, mientras éste se hallaba de visita en la posada de don Melitón.

-Te he mandado llamar, amiga mía -decía doña Trinidad-, para pedirte consejo sobre lo que debo hacer.

-Estoy dispuesta a servirte -contestó doña Estrella-. ¿De qué se trata?

-Anselmo está herido -interrumpió Lucinda con voz balbuciente, mientras un vivo encarnado reemplazaba la palidez de su bello semblante.

-¿Herido? -exclamó doña Estrella-; ¡pobre joven! ¿Acaso en el motín...?

-Ayer, en medio de la refriegas recibió una puñalada -contestó   -249-   Lucinda dolorosamente-, y el corazón me dice que la herida es grave.

Doña Trinidad miró a su hija con singular ternura, y apretando una mano de doña Estrella, le dijo al oído:

-¡Pobre niña!

Luego agregó en voz alta: Aunque hemos tenido males noticias, como se abulta tanto lo que se cuenta, puede ser que la herida no sea grave.

-De todos modos -la interrumpió doña Estrella-, es preciso cerciorarse...

-Esa fue mi intención en cuanto supe la desgracia; pero don Marcelino... Es preciso que te lo diga, hijita -agregó la señora bajando la voz-: don Marcelino me ha prohibido que preste a Anselmo ninguna clase de socorro.

-¡Viejo estúpido! -exclamó doña Estrella, con su natural exaltación.

-Mi querida madrina ¡es mi padre! -le interrumpió Lucinda, acercándose cariñosamente a doña Estrella, a quien daba a veces el título de madrina, solo por ser la esposa de su padrino, don Cándido.

Mientras tanto los ojos de la pobre niña, preñados de lágrimas, miraban a su interlocutora como diciéndole lo que no se atrevía a expresar con sus labios:

-¡No hable usted así de mi padre!

-Perdóname, hijita -le contestó doña Estrella-: son arranques de mi genio.

-¡Qué la perdone a usted porque nos ama!

-¡Y las amo tanto más, cuanto que comprendo su desgracia! Respeto los sentimientos de la hija y de la esposa; pero mi sangre se subleva a vista de la injusticia y de la crueldad. ¿Qué derecho tiene don Marcelino para prohibir a su mujer que muestre interés por un pariente...?

-Que me ha sido recomendado por su propia madre -agregó doña Trinidad.

-Y tan bueno, tan noble y valiente que es -agregó Lucinda con cándido atrevimiento.

-Y ¿estás resuelta a obedecer a tu marido? -preguntó doña Estrella, mirando fijamente a doña Trinidad.

-Mi confesor me lo ha mandado -contestó ésta, bajando los ojos.

-Pero el confesor no podía prever esta circunstancia -interrumpió   -250-   Lucinda-. Su mandato habrá sido en general. Yo estoy segura de ello. Una herida por pequeña que sea puede ser peligrosa si no se la cura bien: mi mamita es inteligente en remedios de todas clases. ¿No le parece que su deber es atender personalmente a la salud de su recomendado?

-Tienes razón -contestó doña Trinidad-; pero tu padre...

-¡Ah! Yo le lloraré tanto a mi tatita, que la perdonará cuando lo sepa -le interrumpió la pobre niña abrazando a su madre.

-¡Oh! ¡Qué duro es encontrarse entre sus afecciones y su conciencia: -murmuró doña Trinidad.

-La conciencia manda obedecer los nobles impulsos de la sangre y de la humanidad -observó doña Estrella.

Luego agregó más tranquila:

-No sé si te digo esto porque mi sangre se revela contra toda opresión. Yo no podría sufrir el que mi marido me tratase de esta suerte.

Doña Trinidad no contestó, sino dando un suspiro tan tierno y lastimoso que hizo prorrumpir en llanto a Lucinda. Había tanto dolor, y al mismo tiempo tanta resignación en aquel quejido de una alma, constantemente contrariada en sus más tiernas afecciones, que doña Estrella se quedó mirando de hito en hito a la pobre madre. Lucinda misma, adivinando en su corazón el oculto tormento, se avergonzó de su propio llanto ante la sagrada tribulación de su madre y abrazándola la dijo:

-¡Mamita! Míreme usted; estoy tranquila: tengo esperanzas de que no habrá peligro.

Las lágrimas se habían secado en los ojos de la niña; pero su corazón latía con fuerza.

-¡Cúmplase, Señor, tu voluntad! -murmuró doña Trinidad, abrazando a su hija.

Doña Estrella no hablaba y solo pensaba interiormente, mirando a la madre y a la hija:

-¡Y qué exista un hombre bastante vil y cobarde para hacer sufrir a dos ángeles como estos!... Oiganme ustedes -prosiguió en voz alta-: he reflexionado sobre el negocio. Cierto que es duro esto de tener que dejar en otras manos el cuidado de una persona enferma que se ama; pero... es preciso avenirse a la necesidad. Yo me encargaré de visitar en persona a Anselmo, y de hacer que no le falte nada.

-¡Gracias! Amiga mía -contestó doña Trinidad con emoción.

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Lucinda no dijo nada, sino que tomando una mano de doña Estrella la cubrió de besos ardientes.

-No tienen nada que agradecerme -prosiguió con bondad la esposa de don Cándido. No hago más que cumplir con un deber de amistad. A ustedes les será imposible obtener no solo el permiso, sino también los fondos necesarios para atender al enfermo.

-Así es la verdad -respondió la esposa de don Marcelino.

-Yo no me hallo en tu situación. Tengo libertad y dinero. Poseo además una criada vieja muy diestra en el cuidado de enfermos, que será de suma utilidad.

-¿Con qué te pagaremos?...

-No hablemos más de eso. Ustedes harían lo mismo en mi lugar. Ahora necesito saber dónde vive el joven.

-En casa de don Andrés Muñoz...

-¡Andrés Muñoz!... Aguarda... ¿No es el marido de Cecilia...?

-Cecilia Villarreal.

-¡Que casualidad! Yo conocí a Cecilia cuando niña, y hacía muchos años que no la veía. Últimamente me encontré con ella; trabamos conversación, y me contó que se había casado con un tal Andrés Muñoz. Por eso, en cuanto oí nombrar a éste me acordé de Cecilia, que es una buena niña.

-Pero desgraciadamente son pobres -contestó doña Trinidad.

-Nada importa: Anselmo tendrá todo lo necesario, y yo misma me encargo de noticiar a ustedes lo quo ocurra diariamente.

-Gracias, madrina mía -le interrumpió Lucinda abrazándola cariñosamente.

-¿Tanto lo quieres? -le preguntó doña Estrella sonriendo.

-¡Oh! -exclamó la pobre niña, ruborizándose-. Y ¿me pregunta si lo amo?

Y luego, colgándose del cuello de doña Estrella, prosiguió diciéndole al oído:

-Ahora que sé que usted se va a encargar de él principio a mirarla como a mi madre.

-Adiós, adiós -dijo doña Estrella con las lágrimas en los ojos. Voy a desempeñar cuanto antes mi cometido.

Diciendo esto, salió la buena señora, no sin enjugarse las lágrimas, una vez que hubo llegado al zaguán de la casa. Dirigíase a la de ella, con la firme resolución de obligar a su marido a que protegiese a Anselmo. Su intención era, no solo obtener de don Cándido el permiso de gastar lo necesario para la curación del joven, sino   -252-   conseguir que su marido protegiese la unión en que su femenino corazón estaba ya interesado.

Los benévolos deseos de la señora eran además fomentados por la mujeril inclinación a hacer un casamiento, y por su espíritu de oposición contra don Marcelino, a quien odiaba muy cordialmente.



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Capítulo XLIII

Nuevos apuros de don Cándido



[...] «¿estaba loco
(decía) o de mí mismo no era dueño?
¿cómo yo el concertado plan revoco?
¡Maldita dejadez! ¡Fatal beleño,
que a todos los caprichos me sujeta
de ajena voluntad! Soy un trompeta.»


A. BELLO. (El proscrito, XXVIII.)                


Apenas hubo la señora pisado el umbral de su casa, cuando don Cándido salió a recibirla con sus acostumbradas zalamerías.

-Te estaba esperando, Estelita -la dijo afectuosamente.

-Y yo también deseaba verte cuanto antes.

-Gracias, paloma mía. ¡Cuántas cosas tengo que contarte!

-Y yo vengo a pedirte un favor.

-Concedido. Tus peticiones son órdenes para mi... Voy a contarte: acabo de hacer amistad con un sujeto...

-En el camino me contarás.

-¿En el camino? ¿Qué quieres decir?

-Es que te venía a pedir que hiciéramos juntos una visita.

-Haremos cuantas visitas quieras; pero siéntate y te contaré...

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-Ya te digo que no debemos perder tiempo... Se trata de un amigo enfermo.

-¡Un amigo! Y ¿quién es el enfermo?

-En el camino lo sabrás. Vamos andando.

-Vamos andando -repitió maquinalmente don Cándido.

Tomó éste su sombrero y su bastón adornado de un par de borlas, y salió a la calle siguiendo a su esposa, que marchaba con ánimo resuelto.

-Pero dime, hijita, ¿qué amigo es ese que se ha enfermado tan de repente?

-¿No me ibas a hablar de una nueva amistad? -le interrumpió la señora, con el objeto de distraer a su marido.

-Así es la verdad -contestó éste, olvidando al enfermo de la visita-. Mi compadre Marcelino me envió a llamar esta mañana de alba, para darme a conocer a un señor español recién llegado a este reino de Chile. Es un hombre de muchas campanillas, títulos y honores.

-Y ¿a qué ha venido?

-A no sé qué misión secreta. Pero vamos al caso: me vestí de parada como me ves, y acompañé a mi compadre al Café de la Nación, que es donde vive el caballero de que te hablo... y de veras, hijita, que no mienten los que dicen que éste es un grande de la corte...

-¡Grande de la corte!... ¿Estás loco?

-¡Grande y de los de copete! ¡Qué finura, qué educación de hombre! Corta el pelo, como dicen... Hicímonos amigos en un santiamén, porque es tan franco como instruido... Sabe latín como el agua, y más de una vez me reí por lo bajo, al ver que mi compadre Marcelino se quedaba con la boca abierta oyéndolo recitar versos de Ovidio... ¡Oh! ¡Es un sabio a las derechas!

La señora no contestó: pensaba en el modo cómo diría a su marido el objeto de su visita. Don Cándido prosiguió con su natural verbosidad:

-Y luego, hijita, que además de ser un gran latino, es hombre de mucho valimiento en la corte, que habla mano a mano con el rey en persona.

Doña Estrella soltó una carcajada, oyendo la candidez de su marido.

-¿Te ríes? -prosiguió éste-. Pues te aseguro que es así. Don   -255-   Melitón es noble hasta las uñas, y está emparentado con toda la nobleza de Madrid.

-Y ¿a qué ha venido por acá un hombre tan encumbrado?

-No te digo, mujer, que a una misión secreta Se conoce que el hombre es un verdadero político... ¡Si lo hubieras oído hablar sobre la revuelta de ayer!... ¡Qué tino! ¡Que sagacidad! Nos dio su opinión; y te aseguro que me dejó encantado. Mi compadre lo convidó a comer a su casa, y me dijo además, que nosotros dos teníamos que asistir al convite. Yo acepté, y pienso convidarlo por mi parte... ¿He hecho mal?

-De ningún modo -contestó la señora-. Ahora es preciso que sepas a donde vamos, porque ya estamos cerca de la casa.

-Dices bien: ¿a dónde me llevas?

-A casa de don Andrés Muñoz.

-¡Ah! Lo conozco: es un capitancito de artillería; y por más señas, un pipiolo intratable. Pero ¿a qué vamos allí?

-A ver a Anselmo Guzmán.

-¡A Anselmo Guzmán! -exclamó don Cándido dando un paso atrás-. ¿Qué tienes que ver con él? ¿No sabes que es un desalmado pipiolo como el otro?

-Nada sé de eso -contestó la señora con energía-. Lo que sé es que Guzmán es un mozo honrado, juicioso, valiente, y que ayer expuso su vida por defender el orden.

-Sí: me dicen que salió herido.

-Y de gravedad, segura creo. Como él carece de hacienda, y no tiene aquí parientes que lo atiendan...

-¿Y mi comadre Trinidad?

-Don Marcelino le ha prohibido que lo vea.

-¡Ah! Ya me acuerdo: es el amante de mi ahijada... Ahora veo peor la cosa -dijo don Cándido meneando la cabeza.

-Pues precisamente porque es el hombre a quien tu ahijada quiere, debes manifestarle interés.

-¿Contra la voluntad de mi compadre? ¡Mira, mujer, lo que dices!

-¿Y qué nos importa don Marcelino? Tu obligación es atender a la felicidad de Lucinda... ya me lo has prometido... ¿no te acuerdas?

-¡Ah! Yo... ¿te lo he prometido?

-Y además, yo he dado a Lucinda mi palabra de venir a verlo, y aun asistirlo en su enfermedad, si fuere necesario.

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-¡Oh! ¡Eso es demasiado, Estelita! ¡Si quieres, puedes proporcionarle dinero por bajo de cuerda; pero venir a verlo! Eso es más que demasiado!

-Y ¿por qué no hemos de verlo?

-Porque esto es hacerme romper con mi compadre, que aborrece a Anselmo como a sus pecados... Además, es preciso que sepas -prosiguió, bajando la voz-, que Lucinda está destinada...

-Lo sé...

-Destinada a ser la esposa de don Melitón, ese señor español de quien te venía hablando.

-Un viejo que...

-No tan viejo, mujer, no tan viejo que digamos... Tendrá unos doce años más que yo... Ya ves -dijo don Cándido echando sobre sí una mirada de satisfacción-, que no es edad...

-Pero Lucinda ama a Anselmo y esto basta para que lo protejas.

-¿Protegerlo yo? Mira, Estelita: debo decirte que acabo de dar mi opinión a mi compadre Marcelino sobre este negocio.

-Y ¿cual fue esa opinión?

-Que debía preferir a don Melitón.

-Pues siendo así has olvidado lo que el otro día me prometiste.

-Pero, mi vida, escucha...

-Yo no soy tu vida... Volvámonos a casa... Me había engañado creyéndote un hombre de honor... ¿No te acuerdas que me empeñaste tu palabra sobre que trabajarías a favor de Anselmo, es decir, a favor de tu ahijada?

-Dices ¿qué te he prometido eso? ¡Pues así debe ser... Eso y mucho más es capaz que tú me hagas prometer, querida mía!

-¡Y luego venir a decirme en mi cara que has dado tu opinión favorable a ese viejo godo! ¡Así faltas a tu mujer!

Doña Estrella hizo ademán de volverse; sacó su pañuelo y se lo acercó a los ojos. Estaba don Cándido perplejo, sin saber qué hacerse; pero no pudiendo soportar el enojo de su señora, la dijo:

-Eso no es faltar a mi palabra. Aunque te haya prometido trabajar por el uno ¿no puedo dar mi opinión por el otro?

-Pero en fin, ¿en qué quedamos? -le preguntó con energía la señora-. Ya te he dicho que he empeñado mi palabra en virtud de lo que tú mismo me dijiste.

-Vaya pues, Estelita, iremos -dijo don Cándido, cediendo después   -257-   de un momento de excitación-. Pero te encargo -prosiguió-, que trates el asunto con prudencia... No debemos comprometernos demasiado.

En pocos momentos más estuvieron los esposos en casa de Andrés. Estaba éste conversando con su mujer en un saloncito regularmente amueblado. Apenas hubo visto Cecilia a doña Estrella, cuando salió a recibirla, con muestras de la mayor cordialidad.

-¿A qué debo el placer de ver en mi casa a mi antigua y buena amiga? -le dijo.

-A los deseos que tenía de hablar contigo -le contestó doña Estrella, abrazando a su amiga.

-Ven, que quiero que conozcas a mi esposo -le dijo Cecilia..

Después de los mutuos saludos y reverencias de estilo, sentáronse a conversar las. cuatro personas. La franqueza y cortesía de Andrés sedujo a doña Estrella, de cuyo despejo y maneras distinguidas, no quedó menos prendado el capitán.

-No tenía el placer de conocer personalmente a su señora -dijo éste a media voz a don Cándido-; pero ahora veo que son muy justas las alabanzas que le había oído prodigar.

-¡Oh! -dijo don Cándido, arreglándose el corbatín con notable satisfacción-. ¡Estelita... es así, tal cual!

-Mientras tanto, ya doña Estrella había preguntado por Anselmo.

-¿Lo conoces? -le interrogó Cecilia.

-Solo de vista -contestó la otra-; pero lo aprecio porque es amigo y pariente de una señora a quien estimo como a mí misma.

-¿Doña Trinidad Serrano?

-La Trinidad. No pudiendo ella venir por impedírselo inconvenientes insuperables, me rogó que yo lo hiciera a su nombre.

-¡Cuánto lo va a agradecer: -exclamó la buena Cecilia, mirando a Andrés maliciosamente.

Luego agregó con seriedad.

-El pobre Anselmo necesitaba de este consuelo, y siento no poderle dar al momento esta noticia, porque está durmiendo.

-¿Se ha examinado su herida? ¿Es de gravedad?

-Ayer se la tenía por alarmante; pero hoy ha amanecido mejor, según la opinión del médico. Sin embargo, siempre tiene fiebre.

Aunque Cecilia no sabía el verdadero motivo de la visita, con su penetración de mujer lo había adivinado, y deseaba hablar   -258-   de él.

Pero la presencia de don Cándido la contenía, así como la de Andrés embarazaba a doña Estrella.

-Tiene razón Cecilia -dijo cl capitán a media voz-. Anselmo va a sanar en cuanto sepa el interés que una amiga de mi sia Trinidad manifiesta por su salud.

-Ese interés es muy natural -contestó doña Estrella-. Yo soy amiga íntima de la Trinidad, y Cándido es el padrino de Lucinda.

Este nombre hizo sonreír a Andrés y a Cecilia, mientras don Cándido se movía en su silla como si estuviese sentado sobre espinas.

-Esto te explicará -prosiguió doña Estrella dirigiéndose a Cecilia-, los deseos que, tanto Cándido como yo, tenemos de ver restablecido a ese joven; ¿no es verdad, Cándido?

-¿Quién lo duda? -contestó éste a media voz.

-Y si no estuviera en esta casa donde creemos que será atendido como merece, nos atreveríamos a proporcionarle un cuarto en la nuestra -dijo doña Estrella.

-Le doy a usted las gracias en nombre de Anselmo -contestó Andrés inclinándose ante la señora.

-¡Siempre con tu buen corazón! -exclamó Cecilia mirando a su amiga con enternecimiento.

-No me eches a mi la culpa -dijo ésta riendo-. Mi marido es el más empeñado en proteger a este valiente mozo.

-Lo creo ¿no me has dicho que es padrino de Lucinda? -dijo Cecilia a media voz-. Te aseguro que el pobre enfermo se va a morir de gusto, porque ya sabrás que...

-Sabemos todos los secretos de la casa, hijita; y como Cándido quiere tanto a su ahijada...

-¡Oh! La quiero mucho -exclamó convulsivamente don Cándido, dominado por la mirada de su esposa. ¡Mucho!

-Ya comprendo, señor -agregó Andrés al oído de don Cándido-. El pobre mozo ama como un loco a Lucinda, y está desesperado por la resistencia que encuentra en don Marcelino.

-En cuanto a eso, es lo de menos -interrumpió doña Estrella. Lucinda está cada vez más firme en su amor y ya Cándido sabe que...

-¡Oh! ¡Es verdad que yo sé!... -interrumpió temblando don Cándido-. ¡Ya lo sé!

-Y luego dijo para sí:

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-¡En qué pantano me está metiendo esta mujer, por Cristo vivo!

-¿Quién tendría valor para impedir que se unan dos personas que se quieren? -dijo sencillamente Cecilia.

-En todo caso -agregó Andrés-, quien remueva los inconvenientes que se oponen a esta unión salvará la vida a un joven valiente y leal.

-¿No es verdad, Cándido? -preguntó doña Estrella.

-Esa es mi opinión -contestó el pobre hombre sofocado. ¡Qué calor ha hecho en toda la mañana!

-Por eso me has dicho que harás lo posible por proteger este matrimonio.

-¡Oh, sí! ¡Este matrimonio! -exclamó don Cándido maquinalmente y haciéndese aire con su gran pañuelo de seda lacre. ¡Ha hecho un calor insoportable!

Enseguida sacó su gran reloj con tapas de carey; mirolo y dijo:

-Son las once y cuarto.

Y metiéndose en el bolsillo el pañuelo hecho ovillo que tenía en una mano, llevó el reloj a la cara, como para limpiarse el sudor que le corría por las mejillas. Afortunadamente para él, no lo vio su señora; quien al oír que eran las once y cuarto, levantose de su asiento y dijo:

-¡Jesús, qué tarde! ¡Ya se acerca la hora!

-Mucho te agradezco la visita -dijo Cecilia abrazando a su amiga, tanto por mí, como por Anselmo.

-Y hazle presente nuestros sentimientos, contestó doña Estrella. -Y ahora que me acuerdo -agregó ésta-: ¿tienes enfermera?

-La enfermera soy yo -contestó la esposa de Andrés.

-Pues entonces te voy a enviar para que te ayude, a la vieja Rosalía que es mi brazo derecho en casos semejantes. Es un verdadero médico con polleras.

-¡Gracias, amiga mía, mil gracias!

Mientras tanto, Andrés conduciendo a don Cándido hasta el zaguán, le decía:

-Dios quiera que algún día pueda probar a usted mi gratitud por lo que hace en favor de mi amigo Anselmo; y espero que por medio de su influencia, se conseguirá que don Marcelino acceda a la felicidad de estos jóvenes.

-Y no dude usted que lo conseguirá, porque Cándido es persistente -contestó la señora despidiéndose de Andrés.

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Ambos esposos tomaron entonces el camino de sus casa. Doña Estrella haciéndose ilusiones sobre la realización del matrimonio, mientras don Cándido marchaba como arrastrado por su cara mitad y enteramente embebido en sus pensamientos.

-¡Si no lo estuviera viendo, no lo creería! Pensaba, y medio refunfuñaba el condescendiente caballero. ¡Yo, tener que ayudar a la realización de este casamiento!... y esto, después de haberle prometido a mi compadre que... No, no puede ser... Yo soy hombre de ley... Pero esta mujer a veces me...

-¿Qué dices? -le interrumpió de repente la señora.

-¡Ah! -exclamó don Cándido, como despertando de un sueño-. ¿Sabes, Estelita, que casi me has hecho contradecir mis principios?

-No te entiendo.

-¡Mis principios! Pues, mujer de Dios; mis principios: ¿entiendes? ¡Has tratado de hacerme aparecer como un hombre enemigo de la tranquilidad doméstica y de la autoridad paterna: como un revoltoso del hogar...!

-¿Y persistes en llamar autoridad paterna, el capricho de un viejo grosero e imbécil?

-¡Calla la boca! ¡Yo, convertido en un revoltoso, en un desordenador!

-Pero, hombre, por Dios...

-¡Creer que un hombre de mis principios pueda aconsejar a una niña que desobedezca al jefe de la familia!

-Óyeme, esposo mío:. ¿crees que el padre de Lucinda tenga razón para...

-Pero, aunque no la tenga: ¿qué palabras podrán convencer a mi compadre Marcelino, un hombre que no sabe latín?

-Por lo mismo que es un tonto -le interrumpió la señora, halagando el amor propio de su marido-: por lo mínimo que tú sabes más que él, espero que serás capaz de convencerlo...

-¡Pues no he de saber más que él!

-Es natural que el que tenga más aliento convenza al que tiene menos.

-Es verdad -contestó don Cándido, lisonjeado-. No es posible que un hombre basto como mi compadre se me sostenga por mucho tiempo... Pero, ya hemos llegado -prosiguió-: hagamos mediodía porque tengo hambre; durmamos la siesta, y después veremos lo que conviene hacer. ¡Uff!: qué acalorado estoy. ¿No sería bueno tomar   -261-   un poco de canchalagua antes de hacer mediodía? ¿Qué te parece Estelita?

Y mientras la señora, sin contestar una palabra, se dirigía al interior de la casa con el fin de mandar preparar la bebida refrescante, don Cándido se golpeaba la frente, y paseándose a lo largo de la sala, decía:

-Cualquiera diría que soy un... Porque al fin y al cabo, yo le he prometido a mi mujer que iré a empeñarme con mi compadre. Y sin embargo no me gusta el tal matrimonio ni como lo negro de la uña. Pero esta mujer tiene una labia, que a pesar de ser yo el jefe de la casa... ¡Allá voy Estelita! -exclamó, oyendo los gritos de su esposa que lo llamaba desde la huerta del comedor con un gran vaso de limonada en la mano-. ¡Allá voy! La canchalagua me refrescará; ¡que bastante lo he menester!



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Capítulo XLIV

En donde el lector hará conocimiento con otros personajes de esta historia


«La revolución se presentaba bajo un aspecto formidable, y no se podía dudar de que era el resultado de un lado previamente concebido y puesto en ejercicio con destreza y arrojo.»


R. SOTOMAYOR VALDÉS. (El Ministro Portales.)                


No cesaban los pelucones de suscitar nuevos tropiezos a la marcha de la administración; y como si no fuesen bastante los inconvenientes que el Gobierno encontraba en el atraso general del país y en la falta de ideas y de costumbres republicanas, el partido de los reaccionarios se esforzaba en socavar sordamente las bases del poder. Ya se ha visto cómo fracasaron los planes en la última revuelta; pero no por esto desmayaron los enemigos de la república. Antes bien, multiplicaron sus esfuerzos, obrando en diversos sentidos. Las tramas ocultas, las sublevaciones de cuartel, las asonadas, el espionaje, los chismes indecorosos y la calumnia, eran   -263-   otros tantos medios puestos en práctica para alcanzar los fines bastardos de la reacción. Halagábase la ambición de los militares por medio de promesas; comprábase el sufragio de otros con el dinero de los ricos; alentábase el natural descontento de un pueblo ciego, por medio de publicaciones calumniosas; producíase el desconcierto en la administración, ya introduciendo la discordia entre los poderes del Estado, ya influyendo para que los altos puestos fuesen ocupados por los enemigos de las ideas liberales; y no se perdonaba medio alguno, a fin de que el Gobierno cometiese los desaciertos que debían desacreditarlo ante la nación. Hasta la religión misma llegó a ser un elemento de acción en contra de los principios liberales, y no era extraño ver a los ministros del altar valerse, ya de la sagrada cátedra, ya del confesonario o de su influencia en el estrado para fanatizar a las gentes contra el gobierno de los extranjeros y herejes, como se llamaba a los partidarios del sistema republicano:

Por consiguiente, era muy desigual esta lucha entre un puñado de patriotas, que de buena fe se entregaban a las prácticas del derecho y de la libertad, y un partido reaccionario, numeroso y rico, animado de las pasiones absorbentes, y cuyo principal apoyo era la ignorancia y las preocupaciones populares. Este partido veía escapársele de las manos su antiguo predominio; y era natural que cada uno de sus miembros temblase ante la idea de la nulidad en que iba a hundirse, por la consolidación de las prácticas republicanas. De aquí su energía para oponerse al desarrollo de las ideas democráticas.

Pero no todo el partido retrógrado estaba compuesto de ambiciosos. Había en él una multitud de gentes que obraban de buena fe, si es que tal puede llamarse la tenacidad para oponerse al progreso, la pereza para hacer el bien, o el miedo para decir la verdad. Una gran parte de los reaccionarlos lo eran solo por amor a las antiguas preocupaciones que la educación colonial había engendrado entre nosotros. En otros dominaba el odio contra toda idea nueva y atrevida; y en los más, el miedo engendrado por la falta de fe en la libertad que solo de nombre conocían.

Bien se echa de ver la divergencia en las ideas de los enemigos de la democracia. Los unos, dominados por el espíritu de partido, trataban de hacer todo el mal posible a sus enemigos políticos; otros, siéndoles imposible despojarse de las costumbres monárquicas, permanecían de corazón fieles a su rey y señor; otros en fin,   -264-   creyendo que república consistía en cambiar al amo rey por el amo aristocracia, negabas sus derechos al pueblo y rechazaban en la práctica la participación de éste en los negocios públicos. En unos círculos se estimaba la santa ignorancia como un precioso elemento de orden, y se negaba al pueblo el derecho de instruirse; en otros se creía que nada había más recomendable en un ciudadano que su indiferencia. Se elevaba la fuerza moral al rango de virtud. Aquí se tenía por muy meritorio el ser fiel a los mismos absurdos que la república venía a echar por tierra; allá era considerado como un gran patriota al que se oponía a una idea nueva o a una verdad peligrosa: acá, era mirado como irreligioso al que se atrevía a criticar los abusos de un sacerdote; y más allá, se oía predicar en el púlpito contra las impías ideas de libertad, igualdad y fraternidad. Cada círculo pensaba, pues, a su modo, según su ambición, sus preocupaciones, o su ignorancia. No había otro elemento de unión, fuera del odio al espíritu de progreso y a la libertad.

Todo cuanto acabamos de decir lo habrá conocido el lector viendo obrar a nuestro amigo, el reverendo Hipocreitía, que era como el alma del partirlo retrógrado. Además de los que antes hemos nombrado, tenía el infatigable jesuita otros amigos que impulsados por móviles bien diversos, le ayudaban a luchar con un denuedo digno de mejor causa.

El lector nos permitirá que se los presentemos, pues dentro de poco tendremos que establecer con todos ellos las más íntimas relaciones.

Era el primero de todos, don Víctor Dorriga, español de nacimiento, y de quien el padre Hipocreitía hablaba siempre maravillas, diciendo que era su hombre. Y no iba el jesuita fuera camino, pues, a decir verdad, era don Víctor un hombre superior a la mayor parte de los prohombres del partido pelucón. Dotado de un carácter enérgico, y de un espíritu infatigable, poseía Dorriga tres virtudes muy recomendables para el jesuita, a saber: sagacidad para descubrir el camino curvo que lo había de conducir más derechamente a su objeto; valor y audacia para emprender dicho camino sin pararse en escrúpulos pueriles; y la prudencia y tino necesarios para acortar o alargar oportunamente el paso, o bien para cambiar de rumbo, sin cambiar de propósitos. El hombre sabía obrar siempre a tiempo, cualidad indispensable, para el que aspira, mayormente en épocas azarosa; y aunque no era grandemente   -265-   instruido; aunque su espíritu estaba lleno de preocupaciones monárquicas, tenía el talento de adivinar muchas veces lo que no sabía; y en más de una ocasión logró que las gentes sencillas lo tuviesen por un amigo de la república. Y como era fino de modales y afable de trato, sin que la atrayente cordialidad que solía gastar, menoscabase en nada su natural reserva, el buen padre le decía a veces sonriendo:

-¿Sabe usted, paisano, que con su carta de ciudadano chileno, era como pintado para ministro plenipotenciario?

Y Dorriga se sonreía, mientras se acomodaba el corbatín, alzando en seguirla las espaldas de una manera particular y haciendo con el labio inferior un gesto, que a fuer de historiadores exactos, debemos decir que no era un gesto gracioso en la cara del buen caballero.

Pero no lo decía todo el padre, porque a sus solas solía exclamar en prudente tono:

-¡Sí! ¡En Dios y en mi ánima, que este Dorriga es lo mejor de toda la tropa! Solamente le quitaría un defecto que le sobra para ser completo político. ¡Ah! ¡Si él no pareciera tan amigo de sus amigos; y sobre todo, tan enemigo de sus enemigos!

El segundo era el presbítero chileno, don Nemecio Franco, quien se había salvado de los percances políticos metiéndose dentro de una sotana.

El clérigo Franco había principiado su carrera política sirviendo a Marco contra sus compatriotas, y la proseguía ahora haciéndose pasar por el patriota más decidido en favor de la república; pero reservándose, sin duda, el derecho de prestar sus servicios a la monarquía, dado el caso que, con el favor de Dios, Chile volviese a tener la honra y la dicha de poderse llamar reino. Era altanero, terco, caprichoso, ardiente, tenaz, pagado de sí mismo; carácter que formaba un notable contraste con el del insinuante y reservado Dorriga. El padre Hipocreitía lo aborrecía; pero lo trataba con la sonrisa en los labios; y a cada momento le estaba pidiendo su parecer sobre las cosas más sencillas, con lo cual, el otro clérigo creía de buena fe ser el maestro de quien podía darle lecciones.

Por último, el tercero era un abogado llamado don Rodrigo Aldeano, que, a sus conocimientos de jurisprudencia, reunía las aptitudes de eso que algunos llaman política, y otros apellidan falsía. Tan elocuente en el foro como diestro en las intrigas de partido era el señor Aldeano uno de los hombres más finos, sagaces, estratégicos,   -266-   flexibles y arbitristas de su tiempo. Su habilidad para sacar partido de las circunstancias llegó a ser proverbial; y el venerable Hipocreitía solía decir entre dientes:

-Yo me valdré de la prudencia de Dorriga, de la impetuosidad de Franco y de los registros de Aldeano.

Tales eran los individuos con quienes el padre Hipocreitía hablaba en su cuarto de la calle de Santa Rosa, uno o dos días después de los acontecimientos políticos que acabamos de relatar.

Hipocreitía estaba recién llegado de las provincias del sur, a donde había ido a ejercer su apostólico ministerio de predicar la palabra divina entre los incultos habitantes de aquellas apartadas regiones. Escudaba con marcada atención el relato que, de los sucesos pasados, le hacían don Víctor Dorriga y el clérigo Franco, sin permitirse sino de vez en cuando, estas u otras parecidas expresiones:

-¡Ah!... Es cierto... Ya me lo figuraba... ¡Muy bien! Siento no haberme encontrado aquí.

Dorriga hablaba con la gravedad y aplomo que le eran característicos; Franco solía entremezclar sus relatos, o interrumpir los de don Víctor con calorosas interjecciones que demostraban la exaltación de su espíritu; y Aldeano no decía una palabra, pues parecía ocupado en reflexionar; y solo una que otra vez se distraía de sus meditaciones al oír las interjecciones de Franco y las patadas en el suelo o los puñetazos sobre la mesa con que el irascible clérigo acentuaba sus palabras.

Cuando don Víctor llegó a contar la huida a todo escape de los revolucionarios, el clérigo exclamó dando una palmada en el breviario del padre Hipocreitía, puesto sobre la mesa:

-¡Yo se lo había dicho a ustedes una y otra vez! Urriola era el menos a propósito para dirigir el motín.

-Sin embargo -observó Dorriga-, es el jefe más atrevido del ejército.

-Pero carece de cabeza -interrumpió Aldeano.

-Sí -dijo Hipocreitía-: es un jefe que necesita de tutor. Y ¿qué ha sido de La Rosa?

-Está en la cárcel con otros más.

-Ya el mal está hecho -dijo Aldeano-: ahora es menester sacar de la derrota el mejor partido posible, y eso es lo que ya se ha principiado a hacer.

-¿De qué manera? -preguntó Dorriga.

-Haciendo creer al pueblo que la revolución ha sido una trampa   -267-   armada por el Gobierno con el fin de tener un pretexto para perseguir a ciertos enemigos y hacer un ejemplar con los soldados.

-Muy bien -dijo el padre.

-Ya se ha publicado en los periódicos varios artículos en este sentido; pero para darles más valor y fuerza, debemos hacer por que ni La Rosa ni los demás jefes sean castigados.

-Eso corre de mi cuenta -contestó Hipocreitía-. Yo hablaré con Pinto. Lo conozco: he sido su confesor.

-Pero yo sé bien -observó Dorriga-, que Pinto está resuelto a hacer castigar a los culpables. Ayer hablé sobre esto con el ministro Ruiz Tagle.

-Eso nos favorece en nuestros propósitos -contestó Aldeano-, con tal que se castigue solo a los soldados y se deje impune a los jefes. Además -agregó, dirigiéndose al padre-, ¿no le parece a Su Paternidad, que convendría hacer abandonar el mando al vicepresidente?

-Ya he pensado en ello, y tengo algo trabajado sobre el particular -respondió el jesuita.

-Pues bien: si Pinto deja el mando después de algunas ejecuciones, la sangre que derrame al bajar del puesto, borrará las simpatías que se haya creado con su gobierno.

-¡Es verdad!

-Y la antipatía que las ejecuciones hagan nacer será tanto más enérgica, cuanto más injustos parezcan los castigos; lo cual sucederá precisamente si se consigue que se perdone a los cabecillas y aplique el marco de la ley a los soldados. Es preciso probarles a éstos y al pueblo entero que su principal enemigo es el actual Gobierno.

Hipocreitía miró a Aldeano, haciendo un gesto aprobatorio. Este prosiguió:

-Mientras tanto, aprovechemos la influencia que nuestro partido ejerce sobre los tribunales de justicia, suscitando rivalidades y competencias entre las Cortes y el Gobierno...

-¡Oh! -interrumpió Franco impetuosamente-: ¡todo eso no es más que paños tibios que nos hace perder un tiempo precioso!

-¿Paños tibios? ¿Y le parece a usted poco lo que se ha conseguido?

-Yo no veo más que una derrota.

-Pues yo veo una victoria, desde que tenemos en desinteligencia al Gobierno con los Tribunales superiores. ¡Ya aquél ha sido denunciado por la Corte de Apelaciones ante la Suprema de haber infringido la Constitución!

  -268-  

-Yo me atengo a lo que he dicho y preferiría seguir obrando...

-¿Es decir qué...?

-Que es preciso otro motín.

-Pero ya ve usted que...

-Y después otro, otro y otro -decía el clérigo acentuando sus palabras con repetidos puñetazos sobre la mesa.

-No por mucho madrugar amanece más temprano -observó Dorriga,

-Eso mismo digo yo -agregó Hipocreitía.

-Por eso soy de parecer -prosiguió Aldeano-; que esperemos a que la revolución madure... Tenemos buenas noticias del sur, según me lo ha dicho el reverendo Hipocreitía.

El padre, sin hablar una palabra, se dirigió al gran armario; lo abrió; y sacando un paquete de carta las puso ante los ojos de los circunstantes.

-Todas estas carta -dijo-, aseguran que la revolución ha tomado ya cuerpo en las provincias del sur. Mientras no tengamos a Prieto con sus tropas cerca de Santiago, los motines parciales no nos serán de gran provecho.

-Conque ¿en qué quedamos? -preguntó Aldeano.

-En que yo trabajaré por que Pinto se retire del mando -contestó Hipocreitía-. Usted sostendrá los consejos a los señores Ministros de la Corte. El seño presbítero advertirá a los curas cómo deben portarse en el púlpito y en el confesonario para sostener la causa de la religión; y en cuanto a usted amigo Dorriga, aquí tiene una listita que sería muy bueno presentar al ministro Ruiz Tagle...

-¿Lista de qué?

-Son los nombres de varias personas de Concepción, Talca, Curicó, San Fernando y otros pueblos del sur, que es preciso perseguir y molestar de todas maneras.

Don Víctor pasó la vista por el papel y dijo:

-Pero aquí veo algunos de nuestros amigos del sur.

-Es verdad -contestó el padre-; pero son solo amigos a medias, que están a la capa y sin tomar una parte activa en la revolución. En cuanto vean que el Gobierno los persigne, serán con Nosotros en cuerpo y alma.

-¡Ah! Ya comprendo -dijo don Víctor guardando el papel.

-Y advierta usted que a muchos de ellos los necesitamos, porque son gentes ricas.

  -269-  

Era ya tarde de la noche, cuando los maquinadores se retiraron. El padre se quedó todavía en vela, sacando varios apuntes de las cartas que tenía sobre la mesa. Después, poniendo éstas en orden, las guardó en el gran armario diciendo:

-Tiene razón Aldeano: este hombre no es tonto. Es preciso dejar madurar las cosas... y sembrar mientras tanto la semilla de la discordia entre los enemigos de la justa causa.

Dicho esto, abrió su breviario y rezó devotamente delante del crucifijo que tenía sobre la mesa. Enseguida se acostó y se quedó dormido con envidiable tranquilidad.



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Capítulo XLV

La solicitud



    «En la triste prisión, en la desnuda
morada del mortal desventurado,
allí donde el dolor con saña ruda,
tenaz hundía el diente envenenado;
tu mano bienhechora se extendía;
tu fecunda palabra daba aliento,
y la bella esperanza aparecía,
como nuncio feliz, tras el tormento.»


(EUSEBIO LILLO. José Romero.)                


En el día siguiente al del conciliábulo narrado en el capítulo anterior, el padre Hipocreitía fue a visitar al vicepresidente; pero no pudo conseguir verse con él, porque el General se hallaba conferenciando con sus Ministros sobre los sucesos anteriores, que tan preocupado tenían al Gobierno. Habíase ya reunido el consejo de guerra que debía juzgar a los sublevados; y después de largas discusiones habían salido condenados a muerte un sargento, un cabo de Inválidos y tres soldados de Coraceros.

  -271-  

Todas estas circunstancias le fueron contadas al padre Hipocreitía por el oficial de guardia, al cual escuchaba el jesuita con interés verdadero, aunque oculto bajo el velo de una aparente indiferencia. Díjole además el oficial, que el consejo de guerra se había dividido en dos partidos; uno por la condenación, y el otro por la absolución de los culpables; que ambos partidos eran apoyados por el Gobierno; el primero por el ministro Ruiz Tagle: y el segundo, por el ministro Rodríguez, y que el vicepresidente parecía inclinarse al partido de la clemencia.

-Ahora mismo -prosiguió aquel-, se encuentra el señor General conferenciando con los señores Ruiz Tagle y Rodríguez, y la discusión debe haber sido acalorada, porque no ha mucho que, pasando cerca de la puerta del gabinete, donde se encuentran ahora, oí que las voces alzaban más de lo necesario.

-Ya entiendo -dijo el padre-: y ¿no se sabe el objeto de esta conferencia?

-No del todo; pero se presume que sea con el fin de tratar qué contestación se les dará a las señoras...

-¿Qué señoras?

-¡Ah! Entonces no sabe usted...?

-Yo no sé nada, pues paso mi vida entre las cuatro paredes de mi celda -dijo el padre bajando los ojos.

-Es el caso -continuó el oficial-, que esta mañana tuvo noticia el señor vicepresidente de que hoy había de venir a palacio una diputación de señoras, con el fin de solicitar el indulto de los reos condenados por el consejo de guerra.

-¡Ah! ¿Y sabe usted qué señoras vendrán?

-He oído nombrar a dos o tres de las principales; pero no recuerdo ahora quiénes son.

Al oír esto, el padre sacó su caja de rapé, sorbió una narigada, y tras ésta otra y otra, como si estuviera distraído. El oficial había salido de la pieza; y mientras tanto, el jesuita reflexionaba sobre lo que acababa ele oír. Él necesitaba ver caer algunas víctimas con el fin de obtener el logro de sus miras; y aun la visita que venía a hacer ese día al General Pinto, no tenía otro objeto que inducirlo a que hiciera aplicar el marco de la ley a los revoltosos. Pero él conocía el carácter del General, y temía que la caritativa solicitud de las señoras encontrase eco en el bondadoso corazón del vicepresidente. En esto se pasó cerca de una hora, y ya el padre había, sin duda, modificado su plan de operaciones, de una manera   -272-   satisfactoria, pues se sonrió; y haciendo un gesto de aprobación, sacó su breviario y se puso a leer devotamente mientras llegaba el tiempo de obrar.

Distrájolo al fin de su lectura el oficial que entró a la pieza, con ese aire placentero y satisfecho del que trae una noticia que cree interesante.

-Señor -dijo éste-, acérquese su paternidad a la ventana, y verá venir por la plaza la diputación de señoras.

No había concluido de hablar el oficial, cuando ya el padre estaba inclinado sobre el alféizar de la ventana, contando hasta quince o veinte señoras, que, solas unas, y acompañadas otras de sus esposos, se dirigían al palacio.

-Ellas son, sin duda -murmuró el jesuita-. A la cabeza de la diputación viene doña Estrella... Doña Trinidad la acompaña... Traen en medio de las dos al necio de don Cándido... ¿Si será el encargado de dirigir la palabra al General? Ojalá fuera así, pues con tal abogado, el proyecto fracasaría. Sin embargo, aunque la necedad de los enemigos nos da muchas ventajas, es preciso ayudarnos con nuestra prudente astucia. Hay peligros que no se evitan sino es afrontándolos cara a cara... Vamos allá... Es llegado el caso de salir al encuentro de la dificultad.

Diciendo esto, se arregló el hábito; y con semblante risueño se fue a pasear en un corredor por donde sabía que había de pasar la diputación femenina. Esta no se hizo esperar. Venía a la cabeza don Cándido, con la cara llena de risueña satisfacción, sirviendo de apoyo, con uno y otro brazo, a su esposa y a su comadre doña Trinidad.

El padre saludó a todos con la más exquisita cortesía; y al sacudir la mano de don Cándido, le dijo éste:

-Aquí nos tiene, su paternidad, empeñados en obtener el indulto de esos reos políticos. ¡Pobres hombres!

-Ese es un empeño digno de corazones nobles y generosos -dijo el jesuita-; y me complazco en creer que esta idea ha nacido del caritativo espíritu de las señoras.

-Así es -respondió doña Estrella-. Nosotras nos hemos propuesto venir a solicitar...

-Aunque así sea, Estelita -le interrumpió don Cándido-, no es bien visto que una mujer hable así, como si no tuviera marido a quien pedir la venia. Mire, padre -prosiguió marchando con todos los demás hacia el salón en donde el vicepresidente, ya avisado   -273-   los aguardaba acompañado de los ministros Ruiz Tagle, y Rodríguez. Sírvanos su paternidad de juez, como entidad neutra que es y debe ser entre la mujer y el hombre. Verdad es que ellas fueron las de la idea, y al momento quisieron ponerla en ejecución sin pedir la venia marital. Yo, que no consiento jamás que mi esposa se meta, sin mi venia, en asuntos tan hondos, comencé por darle permiso a Estelita... Pero en cuanto a lo de dejarla venir sola, ni por pienso. Al mismo tiempo, me fui a casa de otros maridos y les afeé su conducta, hasta que conseguí que acompañasen a sus respectivas mujeres para darle importancia y significado al acto. Ahora estamos en otra, y es, que a Estelita se le ha puesto en la cabeza, que ella u otra de las señoras ha de ser la que dirija la palabra al señor General a nombre de las demás.

-¡Por supuesto! -interrumpió doña Estrella-. ¿No ves que es una solicitud de señoras?

-Si lo veo; pero ustedes las mujeres no pueden hacer estas cosas, sino por apoderado; y el apoderado neto de la mujer es el marido, que es su jefe y cabeza. Así es que, por el bien parecer, debes dejar que yo, u otro de los maridos que nos acompañan, rompa el fuego con el señor vicepresidente; y una vez cumplida esta formalidad, puedes tú coger el hilo del discurso y no cortarlo en todo el día, si te parece, para lo cual yo te doy la venia...

-No te la he pedido; y en cuanto al permiso de que hablaste denantes, es una majadería que...

-¡Pero, Estelita, por Dios! -exclamó a media voz don cándido-, ¡Si te doy uno y otro sin que tú me los pidas!

-Yo creo que hay un medio de arreglarlo todo -dijo el jesuita.

-¿Cual es? -preguntó don Cándido, mientras doña Estrella y doña Trinidad miraban al padre con ojos interrogativos.

-Ese medio consiste en que me hagan ustedes el honor de servirles de órgano para con el señor vicepresidente: lo cual haré con tanto mayor placer, cuanto que yo mismo he venido a hablar con mi respetable amigo, el señor General, a fin de inclinarlo al perdón de los reos, más desgraciados que culpables.

Todas las personas que habían oído las últimas palabras del jesuita, manifestaron su aprobación, y don Cándido dijo:

-Ese medio salva toda dificultad dejando incólume la dignidad marital. ¡Me gusta!

Ya a ese tiempo habían llegado a la sala de audiencia, en donde   -274-   el vicepresidente recibió a la diputación con las mayores muestras de fina y respetuosa cortesía. El padre, después de saludar cordialmente al General, le dirigió la palabra en estos términos:

-Señor vicepresidente: una feliz casualidad me ha hecho ser el órgano de las respetables señoras aquí presentes, para manifestar a Vuecencia el humanitario y caritativo objeto que las trae ante la presencia del primer magistrado de la República. Como ministro de un Dios de paz, que no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva, me complazco en solicitar, a nombre de las generosas personas aquí presentes, el perdón de unos desgraciados, que, si bien han hecho armas contra las autoridades constituidas, dando a los pueblos el mal ejemplo de la guerra civil, no por esto dejan de merecer el perdón de un Gobierno que nada tiene que temer de sus enemigos, atendida, por otra parte, la ignorancia de esos infelices más ciegos que culpables. Vuestra clemencia les abrirá los ojos para ver en el Gobierno un padre que sabe perdonar sus extravíos; y si bien es cierto, que un tribunal competente los ha condenado a muerte, con la ley en la mano, nosotros, acatando como debemos la justa decisión de ese tribunal, esperamos que nuestros deseos encontrarán eco en el magnánimo espíritu de nuestro paternal gobierno. He dicho.

El General contestó con voz conmovida:

-Reverendo padre: tanto vuestra paternidad como las honorables y graciosas personas, cuyos nobles sentimientos habéis interpretado, podéis estar seguros de que vuestros deseos corresponden a los que en este momento abriga mi corazón. Antes que soldado, soy hombre; y tal vez porque soy soldado sé apreciar en lo que vale la vida de un hombre. No me anima ni el rencor político ni el odio de partido, pues solo sé amar a mi país. Soy chileno, y siento como vosotros que se derrame la sangre de un hermano, ya sea en la lucha fratricida, ya en el odioso patíbulo: porque os juro por mi honor de soldado, que en mis enemigos políticos no veo más que hermanos extraviados, por cuya felicidad me intereso, como por la de todos mis compatriotas. Os repito, que soy chileno, y me enorgullezco de pertenecer a un país cuyas dignas matronas presentan ejemplos de caridad y amor a sus semejantes, como el presente. A la sombra de ese caritativo amor, se formarán buenos hijos para la patria; es decir, hijos virtuosos, sensibles y capaces de interesarse por el bien de sus hermanos. Podéis, pues, señoras mías, estar seguras de que haré por salvar la vida de esos desgraciados todo cuanto me lo permitan los   -275-   sagrados deberes que me impone el alto cargo con que me han honrado mis queridos conciudadanos.

El tono franco y persuasivo con que fueron pronunciadas estas palabras, cautivó a las señoras, las cuales como movidas por un resorte, se levantaron de sus asientos y se acercaron al General para saludarlo más cordialmente, darle las gracias y manifestarle su adhesión. El vicepresidente las conocía casi a todas, y era amigo íntimo de muchas de ellas. Después de corresponder a los sentimientos que cada una de ellas le manifestó, las condujo hasta la antesala, desde donde el ministro, don Carlos Rodríguez, acompañó a la comitiva hasta la plaza de Armas. Enseguida se dirigieron a sus respectivas casas, llevando todas ellas la convicción de que los reos serían indultados.



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Capítulo XLVI

El General y el jesuita


«Los hechos revelan en primer lugar, que jamás hubo en Chile un bando más fanático en sus odios, ni más injusto en sus apreciaciones, que el de los reaccionarios: ellos revelan, en segundo lugar, que la reacción no ha tenido más mira que la muerte, ni más medio que la difamación de sus adversarios: ellos revelan, en tercer lugar, que la reacción y sus hombres han sido, y son hoy mismo, los únicos explotadores de negros fantasmas; los únicos eternos visionarios, que, a favor de sus evocaciones, suelen medrar en el campo político.»


EL PROGRESO. (Editorial de Junio 20 de 1870.)                


Solamente dos personas habían quedado en el salón con el vicepresidente: la una era el ministro Ruiz Tagle, y la otra el padre Hipocreitía, que delante de Pinto, aparentaba desconfiar del ministro Tagle.

-Señor General -dijo el jesuita mirando de reojo a Ruiz Tagle-:   -277-   mi primer pensamiento, al llegar ayer del sur, fue venir a ver a Vuecencia.

-Mil gracias, padre -respondió Pinto, creyendo de buena fe en las melosas palabras del jesuita-. Y ¿cómo le ha ido a su paternidad en sus trabajos apostólicos?

-No tan bien como deseara, pues solo pude dar tres misiones en la costa de Colchagua... ¡Esta salud, señor! ¡Estos reumatismos me hacen ver que ya soy un viejo!

Enseguida, bajando la voz -dijo al General:

-Quisiera comunicarle a Vuecencia, a solas, un secreto importante.

Y luego miró a Ruiz Tagle con un aire tan desconfiado, que Pinto no tuvo necesidad de rogar a su ministro que los dejase solos, pues éste salió del salón pretextando una ocurrencia urgente.

-Hable, padre -le dijo el General con aire inquieto:

-Pues, señor -respondió el jesuita en voz baja, pero con palabras claras y acentuadas-: sepa que ayer confesé a un individuo, el cual lleno de arrepentimiento, me comunicó que el verdadero objeto de la revolución de los Inválidos era asesinar a Vuecencia y...

-¡Ah! -exclamó Pinto-: ya había oído esa especie; pero ¿cómo dar crédito a un proyecto tan criminal?

-Y sin embargo, el proyecto ha existido y tal vez exista entre los mismos que lo han inventado -agregó con voz sorda el jesuita-. No es mi ánimo intranquilizar a Vuecencia, pues sabe bien, cuánto me interesa su salud y bienestar; pero debo decirle toda la verdad por terrible que sea.

-¿Aun hay más?

-Según mi penitente me confesó, tenían resuelto asesinar a Vuecencia, sin esperar a que se le suministrase los auxilios de religión, pues los ejecutores habían recibido la cruel e impía orden de dar el golpe en cuanto lo tuviesen a mano.

-Y ¿qué les hecho yo -exclamó el General-, para que me aborrezcan de ese modo? ¿Es por acaso algún crimen ante ciertas gentes el sacrificar su reposo y su salud en aras del bien público?

-¡Ah! ¡Excelentísimo señor! Los odios políticos borran hasta memoria de los servicios hechos por un hombre de bien.

-Pero padre ¿cómo puede ser eso, cuando yo tengo tantos amigos entre los pelucones?

-Y ¿cree Vuecencia que esta revuelta de cuartel es obra de los   -278-   pelucones? -preguntó el padre, mirando a su interlocutor con el aire más cándido del mundo.

-Así lo creen todos, amigo mío.

-Pues, a mí me parece que todos se equivocan en creer que hombres serios habían de fraguar un motín que ningún resultado práctico podría dar, desde que se contaba con tan pocas fuerzas, mientras el Gobierno tenía dobles elementos, según lo han probado los hechos. Puede ser -agregó-, que algunos enemigos de la administración hayan entrado en la revuelta con fines verdaderamente políticos; pero a mi juicio, este movimiento presenta más bien un carácter de venganza personal que lo hace más odioso todavía... Porque, bien puede perdonarse a revoltosos que, impulsados por el amor, mal o bien entendido de su patria, se echan en la guerra civil; pero jamás perdonaré yo, a los asesinos que, por satisfacer odios particulares, no dudan en derramar la sangre de mil inocentes que ningún mal les han hecho.

El jesuita pronunció estas palabras con cierta exaltación nunca vista en él. Pinto lo miró sorprendido, y enseguida le dijo:

-Permítame, padre, decirle que hay cierta contradicción entre las palabras que acabo de escuchar y el discurso que su reverencia pronunció ahora poco delante de las señoras.

-No niego qué me haya contradicho -repuso el padre-; pero esta contradicción nace del interés que la preciosa vida de Vuecencia me inspira. Verdad es que, no ha mucho, abogué por el indulto de esos reos; pero lo hice, impulsado por los sentimientos de caridad cristiana, y delante de esas santas señoras, cuyos sentimientos tan nobles como piadosos no podía herir: más ahora que me hallo a solas en presencia de Vuecencia, cuya vida sé que está amenazada por el aleve puñal del asesino, no puedo dejar de inclinarme al castigo de los culpables. Y ya que no es posible haber a las manos a los verdaderos asesinos, creo, en conciencia, que el gobierno debe dar un ejemplo de virilidad para tener a raya las malas pasiones. ¡Ah! señor, ¿cree Vuecencia que si se deja hoy impune tan horrendo crimen, no tratarán de intentarlo mañana? Y a la verdad, que no concibo un crimen más horrendo que el de trastornar el orden público por satisfacer una venganza miserable.

Calló Hipocreitía, y el General, sin decir una palabra, se levantó de su asiento y dio algunos pasos hacia el medio de la sala. Enseguida se volvió hacia el padre, y dando un suspiro le dijo:

-Ruiz Tagle es del mismo parecer de su paternidad; pero Rodríguez   -279-   cree que no conviene, políticamente hablando, la ejecución de esos hombres... ¡Ah! ¡Padre mío! ¡No veo las horas de salir de este infierno!

-Pues, con el derecho que mi cariño hacia Vuecencia me da, yo le aconsejaría que dejase el puesto, si el país no necesitase de sus servicios; pero en las circunstancias actuales...

-¡Oh! ¡He servido ya bastante! He hecho el sacrificio de mi salud y de mi reposo en el último tercio de mi vida! -dijo el General.

-Todo eso es verdad -repuso el jesuita-; y en conciencia, no se puede exigir más de un patriota. Usted ha cumplido su misión.

-Y todo ¿para qué? -prosiguió el General con voz dolorosa: ¡para coger por fruto la ingratitud y el odio!

-Pero, quédele a Vuecencia la satisfacción de haber hecho el bien -dijo el padre.

-¡Oh! ¡En cuanto a eso, sienta aquí esa satisfacción! -exclamó Pinto, poniéndose la mano sobre el corazón-. Podrán quitarme la vida -prosiguió-; pero jamás me quitarán el dulcísimo placer de haber cumplido con mis deberes de ciudadano. Les dejaré el mando que tanto ambicionan y me retiraré al seno de mi familia.

-En donde gozará Vuecencia de la estimación de todos los hombres de bien -agregó el padre-. ¡Pero antes de dejar el mando, acuérdese de que tiene que cumplir con un deber, que la justicia pide, por más que a su bondadoso corazón le parezca duro y cruel!

-Lo pensaremos, padre mío -dijo el General apretando la mano que el jesuita le presentaba al despedirse.

-¡Que el Dios de la justicia dé fuerzas a Vuecencia para satisfacer la vindicta pública, castigando a los asesinos y ejemplarizando al país! -dijo el padre con voz sorda al salir de la sala.

El General se dejó caer fatigado sobre la silla.

-¡Ah! -exclamó- ¡Malditas contiendas civiles! ¿Cuándo dejarán de despedazarse mutuamente los que pelearon en una misma fila contra el común enemigo de la patria?



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Capítulo XLVII

En la Plaza del Basural



    «¡Aparta, aparta, muchedumbre imbécil!
Retírate de este antro tenebroso;
la sangre del patíbulo afrentoso
    ¡Te mancha a ti también!
Sofocad, por piedad, esos clamores,
que en lo más hondo, el corazón laceran;
no hagáis desesperar a los que esperan,
    ¡Los que piden el bien!»


(L. RODRÍGUEZ VELASCO.)                


Las sucesivas trasformaciones porque ha ido pasando la ciudad de Santiago, ocasionadas por ese trabajador incansable que llaman tiempo, y que ayudado del arte moderno, va quitando a nuestra capital su primitivo sello de modesta sencillez, nos obligan a rogar al complaciente lector que se traslade con la imaginación a aquellos tiempos en que tuvieron lugar las escenas que vamos relatando. Y como para completar la narración de los hechos, es muchas veces indispensable la descripción de las localidades en que tuvieron lugar, a fin de grabarlos indeleblemente en la memoria, para que el entendimiento, ayudado de la imaginación, comprenda hasta en   -281-   sus menores detalles las. acciones humanas; rogamos al lector que, al trasladarse a aquellos tiempos, haga un esfuerzo de imaginación para que vea el teatro donde pasaron las escenas que vamos a presentar ante sus ojos. Este teatro no es otro que el espacio limitado por el Tajamar hacia el norte, y por las calles de la Nevería, San Pablo y el Puente a los otros vientos.

En consecuencia, le pedimos que borre como se borran las líneas de una pizarra, todas las casas, almacenes, tiendas y tendales que rodean el espacio antedicho; que arranque de raíz el monumental edificio del Mercado Central; que olvide por completo la antigua plaza de Abasto; y una vez limpio aquel gran cuadrilátero, rodéelo por las tres calles ya nombradas, de casas bajas, de amenazantes aleros, coronadas de agudos frontones, de covachas a medio tejar, de bodegones de arpa y guitarra, y de chiribitiles de poncho y cuchillo. Interpole entre casa y casa algunos corrales, caballerizas y posadas de carretas; coloque hacia el costado poniente algunos grupos de ranchos, y cierre una parte del costado norte con una hilera de ramadas, que cuando no estaban convertidas en bulliciosas chingaras, eran las barberías donde las gentes del pueblo encontraban, no solo quien las afeitase, sino quien les vendiese el picante charquicán y la sabrosa empanada. Hecho esto, disemine por todo aquel espacio, grandes y pequeños montones de basura (los cuales habían dado a aquel sitio el nombre de «Basural»); coloque en uno de esos montones, un (pedimos perdón) perro o gato muerto; (o más si al benigno lector le place; que con ello se acercará más a la verdad) y por último, plante en el centro de aquel espacio el poste tradicional que por tanto tiempo adornó nuestras plazas públicas con el nombre de Rollo.

Ahora, para dar animación a aquel lugar, figúrese el lector un grupo de hombres jugando a los naipes sobre un poncho tendido en el suelo; varios ociosos matando el tiempo sentados al sol, aquí, allá y más allá; muchachos jugando a las chapitas o al volantín; cuadrillas de perros que se solazan; asnos que se pasean gravemente, o apuran el paso aguijoneados por una o dos docenas de chiquillos traviesos; mujeres desgreñadas que barren sus cuartos y el frente de sus puertas, llenando el aire de nubes de ceniciento polvo; otras que llevan sobre sus cabezas canastos de basura para arrojarlos sobre los montones; y otras más pobres y desgreñadas (si cabe) recogiendo trapos viejos y demás desperdicios de entre la basura.

  -282-  

La plaza del Basural era, pues, concurrida por toda clase de gente; pero desde cierta hora de la noche para adelante, no paseaban por ella sino las gentes alentadas, o los que deseaban asentar su reputación de valientes. Otra circunstancia que la hacía temible, era su vecindad al Ojo Seco del Puente de cal y canto, sitio renombrado por el abrigo que presentaba contra la policía a la gente de la cáscara amarga, y en donde solía irse a dirimir mil cuestiones a fuerza de puños o a punta de cuchillo, y has ta a punta de piedra.

Enfrente de esta célebre plaza estaba el conocido bodegón del no menos conocido Juan Diablo; y bien se echa de ver si, ocupado aquel privilegiado lugar, dejarían de verificarse todos los días acontecimientos más o menos siniestros en el ya mencionado establecimiento. Once días después de la revolución de los Inválidos, es decir, el día diecisiete de junio por la mañana, hallábase el bodegón nombrado tan lleno de gente, que Juan y su primer ministro, el Bizco, no tenían manos para dar de beber a tanto parroquiano. Corría el aguardiente como el agua por los arcaduces de una noria; y las cubas parecían haber sido abundantemente provistas para ese día, pues la energía de los chorros indicaba cuán lejos estaban de agotarse, a pesar de que ya empezaban a caer por el suelo muchos de los numerosos y sedientos consumidores. Solo era de notar que Juan Diablo, y el no menos diablo, Bizco, tan rígidos y severos en todo lo concerniente al pago de las bebidas, se mostraban ese día por demás complacientes y generosos. No cobraban sino a uno que otro de los bebedores: la mayor parte bebía como si tuviera cuenta abierta en el bodegón, y Juan Diablo se reía como si aquella vez estuviera haciendo el mejor negocio de su vida.

Entre los bebedores estaba Miguel Turra, que parecía capitanear a diez o doce de los concurrentes, según era el aire de autoridad con que les hablaba.

-Oiga, ño Diablo -dijo Miguel-. ¿Sabe usted para qué están armando aquel banco junto al Tajamar?

-No sé, ni quiero saberlo -respondió Juan, guiñando el ojo como si supiera muy bien lo que Turra preguntaba.

-Pues yo quiero saberlo -repuso éste-, y aun se me ha puesto en la cabeza que es para fusilar a los reos.

-Eso es, sin duda -interrumpió uno de los que se había asomado a la puerta-, porque allí veo a don Pedro Catana con dos soldados.

Don Pedro Catana era un sobrenombre con que el pueblo distinguía   -283-   al verdugo de Santiago. Otros lo llamaban don Pedro Látigo, pues su oficio principal consistía en azotar ladrones atados al Rollo o sobre la escalera.

-Yo no me meto en eso -dijo el bodegonero-, mayormente ahora que estoy tan ocupado en expender mi aguardiente.

-¿Y es bueno el negocio que ha hecho? -preguntole Turra en tono confidencial-. ¿No es verdad que don Motiloni es caballero que paga bien?

Juan Diablo no contestó, y siguió pasando vasos llenos y recibiendo los vacíos.

Mientras tanto, la plaza se iba llenando de gente de todas clases y condiciones. En cada puerta había un grupo de curiosos; el Tajamar se divisaba coronado de niñas y Caballeros, como si se esperase ver allí una de las más agradables escenas, y todos los concurrentes iban y venían tratando de ganar los mejores puntos de vista, impulsados por una cruel y vergonzosa curiosidad.

El día presentaba un aspecto triste y aterrador. Gruesos nubarrones encapotaban la atmósfera; y no parecía sino que la tempestad que se desarrollara en los aires hubiera tocado eléctricamente al alma de aquella multitud. Solamente se oía ese ruido sordo ocasionado por el anhelo y la impaciencia; y el tétrico silencio que reinaba en la mayor parte de los grupos solo era interrumpido por los silbidos de los muchachos y por las expresiones que se cruzaban, iguales o parecidas a las siguiente:

-¿A qué hora llegarán?

-¡Jesús! ¡Yo no tengo valor para ver estas cosas! ¡A qué vendría yo!

-Yo he venido porque no he visto nunca fusilar a un cristiano.

-¡Y al fin no sabemos cuántos son lo que van a ajusticiar, comadre!

-Dicen que son los cinco condenados por el consejo de guerra.

-Pero ¿no habían indultado a tres de ellos?

-¡Qué los habían de indultar! Se indulta a los ladrones y a los asesinos, pero no a los reos políticos.

-Mira, niña, vente a poner aquí, porque me han dicho que por aquí han de pasar.

-¡Pobrecitos! ¡Cómo vendrán de asustados! Tengo unas ganas de verlos que... vaya, no está en mí... ¡Pobrecitos! ¡Se me parte el corazón!

  -284-  

-¡Quién estuviera en aquella ventana! Desde allí si que se vera bien.

-Pues a mí me gusta, compadre, que el Gobierno se mantenga firme, porque de otro modo no acaban nunca estas revueltas.

-Sin embargo, yo creo que estos pobres diablos no merecen la muerte.

-¿Qué dice usted?

-Que los verdaderos culpables no son ellos.

-¡Ya, ya! Pero esos culpables verdaderos están a mucha altura para que un gobierno débil se les atreva. ¿No es así?

-Y ¿es justo castigar a las soldados y dejar impune la rebelión de los jefes?

-No es muy justo, lo confieso; pero ¿qué quiere usted? En política se sacrifica siempre a los débiles; y en las circunstancias actuales es preciso ejemplarizar al pueblo.

-¡Imbécil! -murmuró un caballero embozado en su capa hasta los ojos-. ¡Buena manera de ejemplarizar al pueblo es esta de hacerlo gozar con espectáculos inhumanos!

A ese tiempo el grupo que obstruía la puerta del bodegón de Juan Diablo se abrió para dar paso a un hombre, que por el tono de predicador con que hablaba, se echaba de ver quién era. El tío Ruco, según él lo aseguraba, venía en sana salud; pero con una sed devoradora. Al llegar a la puerta del bodegón, interpeló de este modo a loa bebedores:

-¿Cómo os atrevéis a beber y a regocijaros en este día en que esa gobierno de herejes va a matar a cinco de nuestros hermanos? Páseme un vasito de aguardiente, don Diablo, porque tengo la lengua seca y no he remojado la palabra en toda la mañana.

-Conque, ¿es verdad, tío Ruco, que van a balear a los cinco? -preguntó una mujer.

-¡Ya os digo -prosiguió el viejo después de haber apurado su vaso-, ya os digo que las tiempos se acercan!... El Gobierno quiere meter miedo al pueblo con estas ejecuciones, y por eso inventó esa revolución que toda ella es pura mentira y engañifa para tener un pretexto con que asesinar a cinco veteranos que han derramado su sangre por la patria... ¡Mira, Bizquito; oye, hijo mío! Dame otro vasito y que sea de la cuba chica, porque este que me ha dado don Diablo, no es aguardiente sino agua clara... ¡Y vosotros, miserables! -prosiguió dirigiéndose a tres o cuatro borrachos que yacían tendidos en el suelo-. ¿Qué hacéis ahí tendidos como animales, mientras   -285-   vuestros compatriotas son perseguidos, encarcelados y muertos a balazos por este gobierno de extranjeros y herejes? ¿No habéis oído que los tiempos se acercan?

-Tiene razón el tío Ruco -dijo Turra-: el General Prieto se acerca y ya veremos si los pipiolos son capaces de hacerle frente.

-Miguel gritó desde el medio del grupo, un hombre de aspecto feroz.

-¿Qué se te ofrece, Barragán? -preguntó Miguel.

-Que se me ha ocurrido una cosa.

-Será alguna bellacada ¿cuál es?

-Que montemos en nuestros caballos y esperemos a los reos en la esquina.

-¡Ah! Ya te entiendo -interrumpió Turra echándose el poncho ad hombro-. ¿Cuántos somos?

-Dieciocho; pero aquí encontraremos otros más que nos ayuden y espaldeen. Los esperamos en la esquina con las catanas desenvainadas bajo el poncho, y en cuanto los tengamos a tiro, nos echamos sobre los soldados... Cada uno mata al suyo... Es cuestión de tres minutos.

-Me gusta la idea -dijo Miguel-. Cuando vuelvan de la sorpresa los que queden vivos ya estaremos lejos. ¡Me gusta!

-Y además, no se atreverán a hacer fuego sobre nosotros, pues escaparemos por entre toda la gente.

-¡Pues, manos a la obra! -exclamaron algunos, entusiasmados con la bebida-. ¡Así verá este gobierno que hay a quien le duela!

-¡Oh! -exclamó Juan Diablo-: tengan modo y hablen mejor del Gobierno; y el que quisiera decir algo contra el señor General Pinto, salga a la plaza y hable hasta mañana, porque yo soy hombre de paz y no quiero que mi bodegón se desacredite.

-Es verdad -agregó tío Ruco bebiendo el duodécimo vaso-. Dejad de pensar en lo que habéis dicho y afilad vuestras catanas para cuando lleguen los tiempos. ¡Mientras tanto, salid a la plaza y decidles a cuantos encontréis y que los tiempos se acercan! Y que la revolución no ha sido más que un pretexto del Gobierno para mandar asesinar a nuestros hermanos.

En esto se dejó sentir en la plaza un movimiento general acompañado de gritos y silbidos de muchachos, que desde los tejados de las casas decían:

-¡Ya vienen! ¡Ya vienen!

-¡Gracias a Dios que al fin llegaron! -exclamó una mujer empinándose   -286-   para ver mejor-. Estaba ya cansada de esperar, y he dejado mi casita sola con mis tres chiquillos.

Turra y sus compañeros salieron del bodegón y se metieron por entre de la multitud que se agitaba como las olas del mar. Bien pronto se vio aparecer por la calle de la Nevería un piquete de caballería que marchaba abriendo paso hacia el Tajamar.

Seguían después los reos, entre dos filas de soldados, y cerraba la marcha otro piquete. Cada reo iba acompañado de un sacerdote que lo exhortaba a morir como cristiano. Los reos eran cinco, y todos marchaban con los ojos hacia el suelo, pero con paso firme. A la cabeza iba el sargento de Inválidos, Victoriano Espinoza, con el padre Hipocreitía al lado izquierdo, el cual, dándole a besar un crucifijo que llevaba en la mano, le decía:

-Despojaos, hijo mío, de todo rencor; perdonad a todos vuestros enemigos, en nombre de este Dios de paz, para que Él os perdone vuestras culpas. Bendecid la sentencia que os envía al cadalso, y haced intención de besar la mano de los jueces mismos que la han firmado en nombre de un Dios justiciero...

-¿Es decir -interrumpió el sargento, mirando fijamente al padre-, es decir, que el Dios de los que están arriba, es un Dios justiciero que manda firmar sentencias de muerte, mientras que el Dios de los que estamos debajo, es un Dios de paz que manda perdonar el mal que nos hacen?... Vaya, padre, le ruego que no me hable de estas cosas que no puedo entender porque se me va la cabeza. Lo que yo veo bien claro es, que si la hubiéramos acertado, nosotros seríamos los que hubiéramos firmado sentencias de muerte, y a ellos les hubiera tocado marchar al banco; pero nos hemos equivocado; y ya que es preciso morir, déjeme morir como un valiente.

Diciendo esto, el sargento prosiguió la marcha con aire de estoica indiferencia; y viendo que un individuo le hacía señas con un pañuelo, lo miró y lanzó un grito de dolor.

-¡Adiós, hermano mío! -exclamó, con los ojos fijos en el hombre del pañuelo-. ¡Adiós! ¡Abraza a nuestra madre en mi nombre y dile que voy a morir pensando en ella! ¡Vamos andando! -prosiguió enseguida, apurando el paso con cierto movimiento nervioso.

El padre Hipocreitía no se atrevió a dirigirle de nuevo la palabra, y siguió al lado de su penitente, con la vista fija en el suelo.



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Capítulo XLVIII

La Ejecución


«Nadie pone en duda el derecho de la sociedad para castrar los delitos. Pero ¿el derecho de castigar supone el de matar?»

«No matarás, dice el precepto moral confirmado por la ley. Matad, dice la ciencia de algunos publicistas, para producir el buen ejemplo.»


J. M. BALMACEDA Moción sobre la
abolición de la pena de muerte
1871.
               


Llegado el convoy al punto en donde debía tener lugar la ejecución, el oficial que mandaba la tropa ordenó que se despejara el frente del Tajamar, cuyo andén estaba lleno de curiosos. Retiráronse éstos hacia uno y otro lado, y solo quedaron algunos a cierta distancia, entre los cuales se hallaba el Bizco, cuya malignidad parecía buscar un objeto en que cebarse. Un silbido particular que oyó cerca de las ramadas lo hizo correr hacia aquel punto abriéndose paso como una serpiente por entre los curiosos. Enseguida saltó sobre el andén y buscó con la vista al que lo había llamado. Como todos los ojos estaban fijos sobre los reos, a quienes vendaban la vista en aquel momento, nadie ponía su atención en el Bizco, el cual, echado   -288-   sobre uno de los estribos del Tajamar, escuchaba con atención lo que le decían tres o cuatro hombres de a caballo, colocados en el callejón formado por el Tajamar y las ramadas. Estos hombres eran Miguel Turra, Manuel Barragán y dos o tres de sus compañeros. Barragán tenía debajo del poncho un lazo, que ojalá por su extremo al fuerte pehual de su montura, dando el otro extremo al Bizco.

El maligno muchacho saltó con ligereza sobre el pavimento de la calle, y pegándose a las quinielas de las ramadas, se fue arrastrando como un gato hasta colocarse dos o tres pasos de distancia de un hombre que miraba con gran interés los preparativos de la ejecución, por entre los agujeros de una quincha. Enseguida, dejando los últimos rollos del lazo debajo de las ramas secas de la quincha, se acercó al hombre, el cual estaba tan preocupado, que no sintió al muchacho sino cuando éste tocó sus piernas.

-¿Qué haces aquí basilisco? -preguntó Pedro Catana (pues aquél hombre no era otro que el verdugo, ocupado allí en aprender a maltratar y exterminar hombres),

-¡Ah! ¡No, Pedrito, por Dios! -exclamó el Bizco llorando y atracándose cuanto más pudo al hombre: ¡tengo mucho miedo ño Pedrito!

-¿Miedo, tú -dijo Pedro-, cuando eres capaz de jugársela al mismo diablo?

-Sí, ño Pedrito, tengo mucho miedo -repitió el Bizco, haciendo como que lloraba y abrazándose de las piernas del verdugo.

-Déjate de lloriqueos -dijo éste-, y asómate por entre las ramas de la quincha, para que aprendas a portarte bien cuando te veas en este caso.

-¿Qué dice usted?

-Que tarde o temprano has de venir a parar en el banco... Ya has probado mis manos una vez... ¿Te acuerdas?

-Si me acuerdo -respondió el Bizco-, separándose de Pedro para tomar la punta del lazo. Si me acuerdo, ño Pedrito -repitió, echándose de nuevo sobre el suelo-. ¡Ah! Para qué iría yo a venir, sabiendo que soy tan miedoso!

-Asómate, asómate, cojuelo -decía Pedro entusiasmado con el espectáculo-. Mira, ya están sentados en el banco... Los sacerdotes les están dando los últimos consejos... Ahora se separan los padres, y el oficial manda a los diez tiradores que apunten... ¡¡Fuego!!

En ese momento se oyó la detonación de los fusiles, seguida de un grito lanzado por la multitud.

  -289-  

El Bizco, al oír que ya se acercaba el momento oportuno se había abrazado de las piernas de su compañero, gritando: -«Tengo miedo»; y enlazándolo de ambos pies, con increíble prontitud, hizo a Manuel Barragán la seña convenida. El bandido echó a correr como un rayo, Tajamar abajo, arrastrando al verdugo, quién lanzó un grito espantoso al sentirse arrebatar como por encanto. El muchacho saltó al instante sobre el Tajamar, y de allí sobre la grupa de uno de los compañeros de Barragán, el cual, cuando creyó que su víctima era un cadáver, desojaló el lazo y echó a correr con sus amigos por la vía de la Cañadilla. Cuando la noticia del suceso llegó a oídos del oficial, ya los bandidos se habían perdida de vista; y como nadie se daba cuenta exacta del hecho, cada cual lo contaba a su manera, no faltando quien dijera que el diablo en persona había venido a buscar al verdugo. El cadáver de éste fue encontrado hecho pedazos sobre la rampa sur del puente. El oficial envió a buscarlo can sus soldados para juntarlo con los de los ajusticiados. Mientras tanto, se hacía mil y mil comentarios en la plaza sobre aquel desacato cometido a vista de la justicia misma.

Por entre los grupos se paseaba el caballero embozado de que a el lector ha oído hablar. No hablaba una palabra y solo escuchaba las encontradas opiniones de la multitud.

-¿Habrase visto atrevimiento mayor? -exclamaban unos con exaltación.

-¡Y esto en presencia de la autoridad misma! -agregaban otros.

-¡Oh! Es preciso buscar a esos bandidos, y encontrarlos...

-¿Para que? -preguntó el de la capa.

-Para castigar su alevoso crimen.

-¡Ah! Esos hombres derramando sangre humana no han hecho más que seguir el ejemplo que la autoridad les presenta.

-¿Qué quiere usted decir?

-Lo que digo. Una sociedad que prohíbe matar, no debe matar.

-¡Palabras de pipiolo, compadre! -exclamó a media voz un caballero gordo, haciendo un gesto de marcado desprecio.

-Si estas son palabras de pipiolo -le respondió el de la capa mirando de frente-, es evidente que los pipiolos saben decir la verdad.

-Pero, señor; por el amor de Dios -replicó el hombre gordo dando un resoplido de importancia-: ¿no es verdad que el que hace una muerte debe una vida?

-Así es -respondió el otro...

  -290-  

-Por consiguiente, el asesino debe pagar la vida que quita con la única que él tiene.

-Graciosa manera de hacer pagar una deuda es esa de empobrecer al deudor sin enriquecer al acreedor. ¿Acaso porque se ahorca al asesino, resucita la víctima? Y la sociedad. ¿qué otra cosa gana deshaciéndose del matador, sino es tener dos hombres de menos en lugar de uno? No, señores, desengañémonos: una vida no se paga haciendo una muerte; un crimen particular no se lava por medio de un crimen social. Yo convengo con ustedes en que el asesino es un deudor: cometiendo una mala acción ha contraído una deuda que debe pagar...

-Y ¿cómo la pagará si no es con la vida? Por eso la ley se la quita...

-Eso no es más que imposibilitar al malhechor para que pague su deuda -interrumpió el de la capa-. Es como meter en la cárcel al deudor de una suma cualquiera. Si se le quita la libertad, no podrá pagar a su acreedor ni los intereses. Entonces es precisamente cuando más necesita tener sus manos libres para trabajar, pues solo así podrá cancelar su deuda. Lo mismo sucede con el que ha cometido una mala acción: esta clase de deudas no se pagan, sino por medio de acciones buenas, para lo cual el criminal necesita vivir. Por consiguiente, la sociedad que le quita la vida, lejos de cancelar el crédito, imposibilita al deudor para pagarlo.

-¡Teorías! ¡Puras teorías! -volvió a replicar el caballero gordo-: pero yo me atengo a la práctica; y la experiencia nos enseña que dejando a los criminales con vida, lejos de cancelar sus créditos pendientes, los acrecientan con nuevos crímenes.

-Eso sucede cuando la sociedad no cumple con su deber, y ella debe responder ante Dios de...

-Y ¿qué culpa tiene la sociedad de los crímenes cometidos por Pedro, Juan o Diego?

-La misma culpa que cuando Pedro, Juan o Diego se enferman de lepra u otro achaque epidémico cualquiera. ¿No le parece a usted que una sociedad indolente, que no hiciese por curar a los enfermos y por que los sanos no se contaminasen, sería responsable de los daños causados por la epidemia?

-Eso es evidente -respondió el viejo de barba blanca-, (que si no era cabildante, aspiraba a parecerlo, según lo indicaba su grueso bastón adornado de un par de borlas.) Eso es evidente, señores míos; y si no, dígalo el año de 8, cuando todo el ilustre Cabildo de Santiago   -291-   , se reunió con el fin de conjurar aquella maldita sarna, que desde los suburbios amenazaba invadir el centro de la capital. Aunque bien me acuerdo yo, que algunos señores cabildantes fueron de parecer de que no debía gastarse un cuartillo partido por la mitad, en la curación de los sarnosos, alegando que la caja estaba exhausta de dinero; y hasta llegó uno de ellos a decir en el calor de la discusión: «que cada cual debía rascarse con sus uñas»; palabras que se han convertido en proverbio, cual sucede muchas veces con multitud de expresiones, que a pesar de ser contrarias a toda razón, suelen tener la suerte de convertirse en evangelio pequeño, según son las gentes en donde caen. Pero nosotros los combatimos a brazo partido y les probamos, como tres y dos son cinco, que no era bien que cada cual se rascara con sus uñas, mayormente cuando la parte noble de la ciudad estaba expuesta a tener que rascarse sin quererlo. Dijímosles (me acuerdo como si fuera ahora) que así como el ilustre Cabildo tenía uñas para arrancarle a los vecinos una parte del fruto de sus sudores, también debía tenerlas para rascarlos y curarlos de la comezón. En fin, tanto le hablamos, que conseguimos se hiciese una especie de lazareto para los enfermos, y allí los atendió un médico pagado por la ciudad.

-Muy bien hecho -dijo el de la capa-; y aquí era donde yo quería venir a parar. El crimen es una enfermedad social, una epidemia moral que la sociedad tiene el deber de combatir, no exterminando a los enfermos, sino curándolos; es decir, ilustrando su entendimiento y enseñándoles a ser hombres de bien, y amigos del trabajo. Si la suciedad no obra de este modo, será más o menos responsable de los crímenes que se cometa, así como lo es de las epidemias que nacen y se desarrollan a causa de la indolencia pública.

Al llegar aquí, el hombre gordo se encaró con el que hablaba; y poniendo los brazos en jarra, coa un pie adelante y el otro atrás, la gruesa barriga adelantada hacia su interlocutor, el pecho cuajado de valonillas, la cabeza erguida y el sombrero casi sobre la nuca, lo preguntó:

-¿Quiere que le diga una cosa?

-¿Qué cosa?

-Que no he comprendido una palabra de toda esa algarabía.

-No es extraño -respondió el otro con la mayor calma.

-Mientras tanto, el señor barrigón decía a media voz al que tenía a su derecha:

-¡Cosas del tribuno!: No he visto una cabeza más deschavetada   -292-   que la de este don Martín. Mentiría si dijera que he entendido una jota de todo lo que ha dicho.

Y lanzó una estrepitosa carcajada. Enseguida volvió a la carga diciendo:

-Parece, señor don Martín, que usted quisiera privar al Gobierno del derecho que tiene, quiero decir, del deber de castigar al crimen.

-No pretendo tal cosa.

-Y entonces ¿por qué habla como echándole en cara a la autoridad estas ejecuciones que han de servir de escarmiento a los malvados?

-¡Escarmiento! -exclamó don Martín con acento de sarcasmo-. ¡Fijaos en los semblantes de esas gentes que han venido a gozar con la vista del sangriento espectáculo, y decidme si esto, antes que escarmentar a las masas, no es despertar en ellas los feroces instintos! ¡No es derramando la sangre humana como se enseña a respetar la vida del hombre! ¡Escarmiento! Mirad -prosiguió, mostrando con el dedo el cadáver del verdugo, que cuatro soldados traían sobre sus hombros-. ¡He ahí los efectos de ese escarmiento.



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