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Poblar de signos el desierto: alusiones y elusiones en el «Facundo»1

Mónica Scarano





Sarmiento que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino


José Carlos Mariátegui                


La contundente economía verbal de esta sentencia formulada por el ideólogo marxista peruano, José Carlos Mariátegui, acerca de otro escritor, político y educador americano, el argentino Domingo Faustino Sarmiento, no deja lugar a dudas: se desliza en esta frase una valoración paradojal que no esconde la admiración que el autor del Facundo despertaba en el joven Amauta. Sin embargo, las afinidades declaradas no bastarán para atenuar las diferencias entre ambos ensayistas, que encontramos no sólo en sus andamiajes ideológicos sino también en la forma del discurso y en el lugar de enunciación que cada uno de ellos elige y asume. Si mirar hacia y «desde» Europa, definía la «argentinidad» emblematizada por el Sarmiento escritor, la declaración de principios que precedía la afirmación de Mariátegui: «He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales...», señalaba los matices de su peruana peculiaridad, transterrando ideas, lecturas y experiencias vividas intensamente y reencontrando las raíces andinas en su afán de afincar la modernidad occidental en el Perú.

Como sabemos, la lectura de un texto clásico de nuestra historia cultural como el Facundo, nos impone de antemano una serie de protocolos de interpretación que trazan un parteaguas, resolviéndose en dos posturas inevitablemente opuestas y polémicas: por un lado, la exaltación apasionada y, en el mejor de los casos, la apología veladamente crítica (R. Rojas, D. Viñas) y por otro, la denostación obstinada, desde una mirada a menudo inconsistente y prejuiciosa que lo recusa como una obra europeizante y negadora de los valores autóctonos y vernáculos, identificados con una presunta «esencia» de lo nacional (Manuel Gálvez, entre otros).

No obstante, sin inscribir necesariamente nuestra relectura en una u otra posición, nos interesa indagar sobre el modo en que el texto se comporta como un «discurso cultural», enmarcado en sus sucesivas ediciones por los debates político-culturales que se proyectan sobre una topografía subcontinental. Ya nadie discute su bien ganado protagonismo en la formación de la cultura de la nación, junto con otros textos de los jóvenes románticos del Salón Literario del ´37. En efecto, desechada la idea de un surgimiento natural de las entidades político-culturales, cuando las elites letradas de la Argentina naciente emprendieron la tarea de «construir una identidad nacional», se enfrentaron con un legado particularmente problemático, la verdadera «paradoja del romanticismo en el Plata», como acierta en definirla Óscar Terán: en las naciones hispanoamericanas, la necesidad de imaginar una nación se cimentó sobre un vacío de nacionalidad. Y puesto que, siguiendo este esquema, una nación debía derivarse de una cultura autóctona, los jóvenes discípulos de Víctor Hugo y de Lamartine partieron en su búsqueda para encontrarse con que aquello que remitía a un legado nativo era o bien inexistente (el caso de Esteban Echeverría, persiguiendo canciones populares sin hallarlas), o bien despreciable (y es el caso de Alberdi, sosteniendo que «en América todo lo que no es europeo es bárbaro»2). Pero, una vez alcanzada la independencia, la flamante generación argentina necesitó urgentemente diferenciarse al mismo tiempo de la colonia española y del pasado anterior del mundo indígena, de modo que «ni indios ni españoles, apelaron entonces a la más amplia identidad de los europeos» (Terán, 279).

¿Cómo imaginar, entonces, este vacío de tradiciones? ¿Cómo representar la carencia, la ausencia, la orfandad de huellas culturales y de lugares comunes? Y, por otra parte, ¿de dónde aferrarse para proyectar y forjar una identidad?

En busca de una respuesta para estos interrogantes, dos imágenes del Facundo se nos presentan tan sugestivas como potentes, con la eficacia simbólica suficiente para ordenar el caos e instaurar un sentido posible, en un texto que muy pronto habría de ser leído como un verdadero hito fundacional. Nos referimos a las imágenes de la frontera y el desierto. En las páginas iniciales del libro, se nos presenta, en un breve relato antepuesto, el «cuadro» de la huida del joven Sarmiento, proscripto una vez más, cruzando los Andes hacia Chile, tras haber sido golpeado ferozmente por los mazorqueros. Es así como ya desde el comienzo, la imagen de la frontera prefigura una estética transida de cruces, pasajes, traducciones, desciframientos y desplazamientos, perfilando un espacio entretejido de ambigüedades y contrastes, tensiones y dualidades, siempre presentes en la superficie textual.

Un poco más adelante, al comienzo del primer capítulo, irrumpe la otra imagen, la del desierto, que tendrá en la historia patria una perdurabilidad semejante, aunque sin duda cargada de mayor tragicidad. Esta imagen en la que nos centraremos en este trabajo, tiene en la literatura argentina una tradición que el mismo Sarmiento se encarga de reconocer y registrar. Había aparecido en el Fausto de Estanislao del Campo y también en el largo poema de Esteban Echeverría, La Cautiva, titulando en forma homónima el primer canto:


Era la tarde, y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. El Desierto
inconmensurable, abierto,
y misterioso a sus pies
se extiende, triste el semblante,
solitario y taciturno
como el mar...


Sarmiento valora y reconoce el acierto imaginativo de Esteban Echeverría, a quien denominó el «Cooper argentino» -aludiendo al novelista norteamericano, Fenimore Cooper, que había ganado renombre en Europa con La pradera y El último de los mohicanos-, cuando en el Facundo, se refiere al autor de La cautiva, en estos términos:

Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y Argia, que sus predecesores los Varela trataron con maestría clásica y estro poético, pero sin suceso y sin consecuencia, porque nada agregaban al caudal de nociones europeas, y volvió sus miradas al desierto, y allá en la inmensidad sin límites, en las soledades en que vaga el salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve acercarse cuando los campos se incendian, halló las inspiraciones que proporciona a la imaginación, el espectáculo de una naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y entonces, el eco de sus versos pudo hacerse oír con aprobación, aun por la península española3.


Es evidente que el reconocimiento dedicado a Echeverría le sirvió también para señalar un precedente local y legitimar la nueva estética que Sarmiento introdujo en la prosa americana, donde el sentimiento de lo sublime se abría a la percepción de la naturaleza autóctona, tal como se lo anunciaba desde el discurso romántico francés. Su hallazgo le permitió presentar un nuevo objeto de inspiración cercana y local, donde se descubrían notables semejanzas con las notas que distinguían los espacios exóticos, tan lejanos, que aparecían insistentemente en las obras más representativas de las corrientes imaginativas en boga, en esa época, como Las ruinas de Palmira del conde de Volney, Los Orientales de Víctor Hugo y Atala de Chateaubriand, entre otras. Pero no sólo eso, pudo también -de acuerdo con lo que el propio autor declaraba en ese mismo pasaje- extraer de él un valor agregado exportable, que sumaba algo diferente al caudal de capital simbólico importado.

Por otra parte, tanto para Sarmiento como para Echeverría, la categoría del desierto aludía, en última instancia, a la ausencia total de textualidad, en el sentido restringido de registros escritos que dieran cuenta de ese hábitat en particular, lo que guarda directa relación con la inexistencia de inscripciones o huellas perdurables en esa dimensión espacial. En una de las primeras menciones que aparecen en el Facundo sobre esta cuestión, se alude al único registro de índole oral de los acontecimientos que serían la materia central del libro y que curiosamente se recogieron en ese ámbito de desarraigo, nomadismo y dispersión:

Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: «¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!».


(55) (El subrayado es nuestro)                


Era el inasible espacio de la oralidad, del decir de las tradiciones populares, los rumores y las consejas, de los cuentos «de fogón»; una construcción que devolvía una originalidad previa al lenguaje del letrado. Y es precisamente ese espacio, ignorado o desconocido para el saber europeo o para sus difusores locales, el que resultaba imperioso representar y fijar para de este modo poderlo dominar. De ahí entonces que se pueda describir al Facundo, siguiendo a Julio Ramos, como «un depósito de voces, relatos orales, anécdotas, cuentos de otros que Sarmiento "transcribe" y acomoda en su representación de la barbarie»4, como si la escritura de la voz resolviera en la misma superficie de su forma la contradicción generada por el caos. Sin embargo, como también sugiere Ramos, habría que reparar sobre todo en el modo de la representación y en los cambios que se introducen en la transcripción. Sin duda la visión de Sarmiento se desborda en contradicciones y es justamente en este punto donde nos interesará ahondar.

Volviendo al plano de lo espacial, se podría trasladar esa misma inquietud al modo de composición de la imagen del desierto y de las imágenes afines, casi homólogas, que se presentan en el Facundo, como la pampa, la llanura, la planicie, y encontraremos aquí también una zona de tensiones y de fuerzas encontradas semejante a la que configura el eje escritura-oralidad. Paradójicamente, la tarea inédita que emprendieron esos jóvenes escritores americanos, escribir el desierto, fue la condición necesaria para conquistarlo y también para modernizarlo. Y si, por cierto, la tarea consistía en «llenar el vacío»5, era imperioso conceptualizar, nombrar, «escribir el vacío» («desierto») y así fijarlo, ordenarlo, delimitarlo, para poder recién entonces «poblarlo de signos» y otorgarle un sentido, en última instancia: cultivarlo, civilizarlo. La función y el encuadre ideológicos de esa empresa son por demás evidentes: la denostación del despotismo y la barbarie, principales obstáculos para la misión civilizadora y el cumplimiento del proyecto modernizador soñado, por un lado, y por otro, la legitimación del expansionismo europeo como empresa de civilización, en la que Sarmiento se empeña en inscribirse aún sin ser europeo, dentro de las líneas que definen la ideología neocolonial.

La doble motivación que señalamos -ideológica y estética- rige la composición del paisaje en el Facundo y obedece, como es de esperar, a un doble movimiento. Si se apela al «archivo orientalista» para establecer analogías y comparaciones y al prestigio del color local y la lejanía para barbarizar poéticamente los escenarios y los personajes locales, acudiendo a un saber universal de acuerdo con un modelo bastante más general6, esos mismos procedimientos aparecen utilizados para enmarcar y situar de un modo inequívoco el despotismo y a su agente, el déspota Rosas. En efecto, la figuración estética del desierto en el Facundo no escapa a las convenciones del modelo romántico de la época y comparte casi todas las marcas que distinguen la construcción estereotipada de los espacios bárbaros: inmensidad, soledad, extensión llana e inmensurable, aridez, lejanía, ciudades decadentes o en ruinas y presencia furtiva de «beduinos americanos» que surcaban esos lugares «inhabitados», pero no deja de vincularse con el otro móvil, por cuanto hace posible presentar el mal político del poder absoluto mediante la imaginería orientalista, de acuerdo con la tesis del despotismo que Montesquieu desarrolla en El espíritu de las leyes, donde se presenta el Asia como el medio natural de esa forma de gobierno.

Citaremos solamente la primera descripción del desierto que aparece en el libro para recuperar algunos de sus rasgos más significativos:

La inmensa extensión de pais que está en sus extremos, es enteramente despoblada, y rios navegables posee que no ha surcado aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son, por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí, la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra, entre celajes y vapores tenues, que no dejan, en la lejana perspectiva, señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y al norte, acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambres de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones. En la solitaria caravana de carretas que atraviesa pesadamente las Pampas, y que se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego vuelve maquinalmente la vista hacia el sur, al más ligero susurro del viento que agita las yerbas secas, para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la noche, en busca de los bultos siniestros de la horda salvaje que puede, de un momento a otro, sorprenderla desapercibida. Si el oído no escucha rumor alguno, si la vista no alcanza a calar el velo oscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo, a las orejas de algún caballo que está inmediato al fogón, para observar si están inmóviles y negligentemente inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la conversación interrumpida, o lleva a la boca el tasajo de carne, medio sollamado, de que se alimenta. Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo, es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar. Esta inseguridad de la vida, que es habitual i permanente en las campañas imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de morir, como cualquiera otra; y puede, quizá, explicar en parte, la indiferencia con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven, impresiones profundas y duraderas.


(67-69)                


El extenso pasaje que citamos ilustra muy bien la importancia de la composición del paisaje americano en la organización de la obra. En ella se destaca la descripción del «desierto» que acecha en los bordes y se insinúa también en las entrañas del país, confundiéndose a menudo con otras zonas geográficas que no responden estrictamente a la fisonomía de aquél.

En especial, llamaremos la atención sobre el modo que asume en ese espacio la composición de los «salvajes», precisamente uno de los componentes que sospechamos más conspicuos pero que ha sido escasamente analizado en los estudios sarmientinos. El calificativo se repite en tres ocasiones en este pasaje, para hacer alusión a lo temido («los bultos siniestros de la horda salvaje»), refiriéndose concretamente a las tribus de indígenas que atraviesan y deambulan por ese espacio, sin llegar a habitarlo ni poblarlo, de acuerdo con la condición animal que se les atribuye y a juzgar por los epítetos que acompañan sus escasas menciones o por las otras alimañas con las que se los equipara. En ambos casos, se recurre a una estrategia que pondrá en evidencia el carácter ficticio o artificioso de esa construcción política y cultural, ideológicamente fundada.

Desde esta perspectiva, advertimos que en el Facundo, el «desierto» se configura a partir de la tensión entre una serie de elementos aludidos, ostentosamente unas veces y de un modo compulsivo otras, sin reparar en errores ni reiteraciones -las estepas, el llano, la llanura y la pampa como «el mar en la tierra», los beduinos, la caravana-, y un conjunto de elementos moderada y suspicazmente eludidos. Ciertamente, si los textos y las formas de percepción y de imaginación de algunos viajeros extranjeros que visitaron estas y otras tierras de la América Meridional, como Francis Bond Head, Alexander von Humboldt, Joseph Andrews, Félix de Azara, Charles Darwin, entre otros, refractaron intensa y hasta conflictivamente al ser invocados y exhibidos de un modo ostensible y sin pudor alguno, en el Facundo7, para configurar imaginativamente un espacio que el autor, en rigor, no alcanzó a conocer sino muchos años después, cuando acompaña a Urquiza como boletinero en el Ejército Grande del Sur, cabría preguntarse en primer lugar: ¿cómo se podría entender o explicar la reticencia sostenida en la figuración de un elemento que podría ofrecer la oportunidad de desplegar la artillería retórica del exotismo y de la barbarie? y, en consecuencia, ¿a qué podría obedecer la compulsiva necesidad de ostentar esas «señas de civilización»? ¿Qué relación y qué implicancias se podrían establecer entre estas dos actitudes: la de nombrar profusamente lo escasamente conocido por fuentes de segunda o tercera mano, y la de mencionar con mesura o simulando ignorar lo bien conocido, cercano y tan temido?

Es imposible ignorar las profusas alusiones de citas, lecturas, vocablos, miradas e imágenes prestigiosas, procedentes de los centros culturales europeos y portadoras de los lustres de la civilización, de las luces de la razón y de las tentadoras promesas del progreso que invaden hasta el hartazgo desde los epígrafes hasta las estrategias de autorización de los enunciados, las notas ampliatorias y las comparaciones, los pasajes y fragmentos traducidos, las analogías y las imágenes que remiten a referencias culturales exóticas y lejanas, pero ideológicamente motivadas. Resulta evidente y comprensible que el saber universal que se ostenta, buscando formular un programa que se proyecta inscripto en la cultura occidental, requiere la exhibición de un repertorio bien nutrido de referentes culturales amplio y variado, así como de estrategias de presentación que lo hagan asimilable a una audiencia europea y civilizada. Como es conocido, ese saber aparecerá las más de las veces mediatizado por la retórica, los códigos culturales y la perspectiva de los viajeros. Sin embargo, en el Facundo, Sarmiento hace lo que Piglia ha denominado un «uso salvaje de la cultura» que aquellas lecturas le pudieron proveer8.

Y por otra parte, hay en el texto elusiones de diferentes tipos como la que colectiviza al «otro» indígena (el malón, las hordas) que atraviesa el desierto exterior o que lo coloca en un segundo plano, bestializándolo, sin llegar al retrato panfletario, ni caer en descripciones tan enfáticas que descubren un innegable trasfondo racista, como lo hiciera en textos muy cercanos donde no ahorraba improperios descalificadores -utilizados con una clara función de epítetos- para establecer su denostación. Nos referimos a caracterizaciones de una crudeza inusitada como las que Sarmiento publicó en un periódico chileno, menos de un año antes de la aparición del Facundo en folletín, en una reseña crítica a un texto de José V. Lastarria donde se ponía en tela de juicio el sistema colonial de los españoles. Escribió Sarmiento en una inequívoca toma de posición sobre el exterminio indígena, con una argumentación tan temible como falaz:

Si este procedimiento terrible de la civilización es bárbaro y cruel a los ojos de la justicia y de la razón, es, como la guerra misma, como la conquista, uno de los medios de que la providencia ha armado a las diversas razas humanas y entre éstas a las más poderosas y adelantadas, para sustituirse en lugar de aquellas que por su debilidad orgánica o su atraso en la carrera de la civilización, no pueden alcanzar los grandes destinos del hombre en la tierra. Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que estén en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra...9


Y en ese mismo texto -el único donde Sarmiento ofrece un juicio favorable acerca de la empresa de la conquista española y de sus gestores-, deslizaba más adelante una posible explicación a la elusión que señalamos:

Creemos, pues, que no debieran ya nuestros escritores insistir sobre la crueldad de los españoles para con los salvajes de América, ahora como entonces, nuestros enemigos de raza, de color, de tendencias, de civilización; ni principiar la historia de nuestra existencia por la historia de los indígenas, que nada tienen de común con nosotros [...]. No hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno civilizado. Donde éste ponga su pie, deliberada o indeliberadamente, el otro tiene que abandonar el terreno y la existencia; porque tarde o temprano ha de desaparecer de la superficie de la tierra, y si algo arguye a favor de los españoles es el que los salvajes, cuyos descendientes forman hoy nuestra plebe de color, hayan sido tolerados y protegidos. Decimos otro tanto con respecto a la violación de los principios del derecho de gentes para con los salvajes. Este derecho supone gentes, naciones que pactan entre sí, que se respetan, que reconocen derechos o los reclaman, y esto no puede tener lugar en las luchas que sostienen las naciones civilizadas con los salvajes [...] [P]ero no podemos menos que reconocer en los países civilizados cierto odio y desprecio por los salvajes, que los hace crueles sin escrúpulo; y ese odio y ese desprecio eran tan patentes en los españoles contra los indios y los infieles, que se discutió largo tiempo entre teólogos y sabios si los indios eran hombres. Sobre todo, quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para nosotros, Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes civilizados y nobles de que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla...»


(218-219, 220)10                


Se probaría de este modo que efectivamente la deliberación de «construir un paisaje» donde se conjugaran esos dos designios rectores del Facundo -el político y el estético- conlleva el riesgo ineludible de la contradicción, que el mismo autor admitirá hacia el final de su vida11. ¿Cómo entender, sin apelar al hecho de ceder ante la tentación de desplegar un mayor potencial literario, la elección de privilegiar la representación de la llanura pampeana central y oriental como una Arcadia de rasgos orientales, surcada por carretas viajeras, arrieros y gauchos indómitos y solitarios, bajo la amenaza constante de los malones, un espacio vasto y desierto donde relevará unas catorce ciudades, cuando la descripción de aquella otra llanura «degradada de matorrales enfermizos y espinosos» de la precordillera riojana, que había sido el terruño de Quiroga, más ajustada a la tesis del determinismo mesológico, o del desierto externo, le hubiera permitido presentar con mayor dramatismo la lucha entre la civilización y la barbarie.

En suma, la elusión del «otro» indígena pone en duda y acaba descartando la posibilidad de civilizarlo, quedando así restringida la condición de «otro» civilizable solamente a los gauchos, esos «beduinos americanos» que deambulaban por la pampa sin afincarse definitivamente en ningún sitio. No obstante, esta resolución no está exenta de ambigüedades e inconsistencias, ya que la intención de desconocer en los «indios» los rasgos que definen a la especie humana12, lo que los dejaría fuera de la dicotomía civilización-barbarie que estructura la obra, convive con la mención de la «barbarie indígena» que reaparece esporádicamente en el texto.

Se podrían ensayar otras razones posibles para esa tan sospechosa elusión. Probablemente una figuración más detallada de la feracidad de las temerarias tribus salvajes que atravesaban en hordas el desierto, habría colaborado para establecer algún tipo de equiparación entre el ilustrado Sarmiento y su bárbaro adversario, el Restaurador de las Leyes, por cuanto Rosas tuvo una destacada actuación militar en la frontera austral, en la línea de los fortines, luchando contra los malones que dominaban la Patagonia, que pese al fracaso de la empresa lo hubiera colocado entre los agentes de la «misión civilizadora».

Pero, aún admitiendo esta tensión entre la negación o el ocultamiento de aquellos signos que desea excluir del proyecto literario y político de la nación, y la fuerte voluntad de inscripción, donde advertimos una sistemática «sobreescritura nativa de lo exótico» (Sommer, 60) por medio de sus lecturas y su ávida capacidad para apropiarse de conocimientos heterogéneos por diferentes medios, el Facundo no deja de presentarse como una épica fundacional, un discurso cultural que funda una nueva forma política y retórica americana, habiéndose ganado como tal un lugar privilegiado en la literatura nacional.

Es aquí precisamente donde encontramos la fórmula que proponemos para comprender la verdadera finalidad que encierra esa tarea política y cultural: una labor de «poblamiento» que el autor no sólo desplegó en el orden político material, como efectivamente lo cumpliría unos años después, en su programa de colonización de las campañas bonaerenses, formulado en su famoso discurso de Chivilcoy, sino también en el orden simbólico, instalando el «desierto» en el naciente imaginario nacional como problema y despejando ese territorio de todo posible indicio de asentamiento «humano» estable y de signos de «cultura» que pudieran haber arraigado desde tiempos inmemoriales en esa región. De modo que recién en un segundo movimiento, sería factible nombrar, demarcar y fundar un nuevo orden, domesticando el vacío, la barbarie y el caos para sembrar la civilización.

Si pensamos que la cultura es menos el paisaje contemplado que la mirada con que se lo mira o, dicho de otro modo, el modo de construirlo y contemplarlo, podemos concluir entonces que la escritura en conflicto que media en el Facundo entre la civilización y la barbarie, por momentos tensando y en otros, entrecruzando estas oposiciones, fragua una literatura que, desde la letra y la composición de un paisaje nacional, rubrica una voluntad de poder. Una vez más, el gesto tan argentino de construir una identidad nacional en un sutil y complejo mecanismo de reapropiaciones y negaciones, corrobora la hipótesis de Mitchell acerca de la relación entre paisaje, cultura y poder:

...El paisaje no sólo significa o simboliza relaciones de poder; es un instrumento de poder cultural, tal vez incluso un agente de ese poder que es (o que muchas veces es representado como si fuera) libre de las intenciones humanas. El paisaje como medio cultural tiene, pues, un papel doble con respecto a nociones como la de ideología: naturaliza una construcción cultural y social, representando a un mundo artificial como si éste estuviera dado e inevitable, y vuelve operativa esta representación interpelando a su portador desde su supuesto carácter de evidencia visual y espacial...13







Bibliografía citada

  • Altamirano, Carlos, «El orientalismo y la idea del despotismo en el Facundo», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio G. Ravignani», 3ª serie, 9 (1º sem. 1994): 7-19.
  • Mariátegui, José Carlos. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. 50ª edic. (26ª Popular). Lima: Empresa Editora Amauta, 1987 [1928].
  • Mitchell, W. J. T. (ed.). Landscape and Power. Chicago, Chicago U. P., 1994.
  • Piglia, Ricardo. «Notas sobre Facundo», en Punto de vista, a. III, 8 (marzo - junio 1980): 15-18.
  • Prieto, Adolfo. Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina. 1820-1850. Bs. As., Sudamericana, 1996.
  • Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. México, FCE, 1989.
  • Sarmiento, Domingo Faustino. «Facundo. Civilitá o Barbarie- versione al' italiano de F. Fontana» (El Nacional, 22.IX.1881), en: D. F. Sarmiento. Páginas literarias, Obras, XLVI. Ed. por Augusto Belín Sarmiento Bs. As., Luz del Día, 1953.
  • ——. Facundo o Civilización y barbarie. Introducción de Carlos Altamirano. Bs. As., Espasa Calpe - Colección Austral, 1993 [1956].
  • ——. «Investigaciones. Sobre el sistema colonial de los españoles. J. V. Lastarria», El Progreso, 27. IX. 1844, en Obras, II. Bs. As., Editorial Luz del Día, 1948: 215-222.
  • ——. Recuerdos de provincia, Obras, III. Bs. As., Editorial Luz del Día, 1948.
  • Sommer, Doris. Foundational Fictions. The National Romances of Latin America. Berkeley - Los Angeles / London: University of California Press, 1991.
  • Terán, Óscar. «Acerca de la idea nacional», en: Carlos Altamirano (ed.). La Argentina en el siglo XX. Introducción de C. Altamirano. Bs. As., Ariel / Universidad Nacional de Quilmes, 1999: 279-287.


 
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