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Poder de la corrupción y contrapoder de la ética en «El cielo llora por mí» de Sergio Ramírez

Nathalie Besse



«Vivo en una Nicaragua ahora envilecida por la corrupción y por las componendas políticas, que sufre bajo el peso de la marginación y la miseria, y donde no parecerían quedar vestigios de lo que fue un día la hermosa gesta revolucionaria que sacudió el continente».


Sergio Ramírez, Un sandinismo en el que creer (2000).                






«El poder me fascina, es un juego perverso y apasionante. Sus reglas, trampas y oscuridades son milenarias. No cambian. Pueden aplicarse a cualquier sistema político. Nadie puede negar el poder del poder», afirmó Sergio Ramírez en una entrevista acerca de Sombras nada más (2002) que ofrecía, a su manera, una radiografía del poder (Fernández 2003). Él bien conoce las altas esferas y pudo ver desde cerca cómo el poder transforma al hombre, cómo incluso los revolucionarios pueden dejarse tentar y «alterar». Con El cielo llora por mí volvemos a encontrar temas recurrentes, como obsesiones, en la novelística de Sergio Ramírez: el poder, la corrupción, la muerte. En esta novela policiaca, la investigación sobre un crimen permite sumirnos en el universo opaco del narcotráfico que corrompe un Estado entero: corrupción del poder precisamente por el poder de la corrupción, y viceversa.

Veremos primero cómo ese mundo sucio del narcotráfico y de la corrupción que lo corroe todo, viene asociado con lo excrementicio, lo demoniaco, y lo ridículo, para concentrarnos luego en ese otro poder, antagónico, que proyecta contrarrestarlo: la ética de policías ex sandinistas que, aunque pretérita la Revolución y sustituida por otras creencias, perpetúan el espíritu noble que la animaba. Por lo demás, la moral no es el único contrapoder en esta novela que ofrece otros ejemplos de rebelión contra cualquier forma de abuso de poder o de injusticia.


El poder de la corrupción en Nicaragua

Con un lenguaje cotidiano, callejero, si no populachero a veces, característico de la novela policial que suele ofrecer una visión «negra» de la sociedad con sus márgenes, sus bajos fondos, sus transgresiones, El cielo llora por mí nos introduce en el mundo del narcotráfico que usa el territorio nicaragüense como puente natural para el trasiego de la droga desde Colombia hacia México. Esos narcos vienen relacionados desde el principio con la muerte: se ha encontrado en Laguna de Perlas, en el Caribe nicaragüense, un yate abandonado en el que muy probablemente se cometió un crimen. A lo largo del relato se perpetrarán otros, como represalias. Esa exploración del mundo sombrío del narcotráfico, que enlaza corrupción y muerte, es interesante por la denuncia de sistemas de funcionamiento pervertidos, tanto a nivel internacional con los paraísos fiscales (110), como a nivel nacional, puesto que ese tráfico gangrena todo el país: «Han convertido a Nicaragua en un lugar de descanso para los capos» (97), o «divisas frescas para Nicaragua el narcoturismo» (153).

Y de hecho, corrompe el Estado, económica y políticamente, «con todas sus ramificaciones en los círculos de poder del país» (156). En ese retrato «realista» de la Managua posrevolucionaria, con un presidente que puede ser Arnoldo Alemán -por la evocación de su obesidad (23 y 106), un apellido asociado con mucha corruptela-, no faltan ejemplos de corrupción generalizada, desde la protección, por el ministro de Gobernación, de Giggo, abogado de la Carribean Fishing vinculada con los narcos (224), hasta una Justicia prevaricadora con excepción del doctor Robleto, «uno de los pocos jueces a quienes la mano del soborno no alcanzaba a rasguñar» (260), sin olvidar la Policía con el primer comisionado Canda.

Los 100 000 $ de la valija robados por Sheila Marenco, la víctima del yate, que eran «coimas a policías, a jueces y magistrados» (231), no serán perdidos después de la muerte de la chica si se tiene en cuenta la costumbre de la «redistribución de bienes sucios»: «El botín confiscado a los narcotraficantes, cuando era en dinero efectivo, se depositaba en una cuenta bancaria, y luego de terminado el juicio se repartía por partes iguales entre la Fiscalía, la Corte Suprema, y la Dirección de Investigación de Drogas (68), lo que explica que la versión oficial sólo hable de 50 000 $ (158)1.

Todos esos arribistas, narcos que se comportan como dioses (véase el ejemplo de don Manolito, gerente del Casino Josephine, p. 206), personajes de la vieja burguesía como Giggo, un decadente aprovechado, jueces y policías venales, revelan toda una red de poderes, como micropoderes, dentro del poder del Estado, con el que se relacionan y al que fagocitan y pervierten en profundidad. Tal situación recuerda, y confirma, los pensamientos de Blaise Pascal según el cual el hombre no hizo que lo justo fuese fuerte sino que lo fuerte se convirtiese en lo justo, pero si una justicia sin fuerza es impotente, una fuerza sin justicia es tiranía: la justicia necesita la fuerza para defenderla. En la novela de Sergio Ramírez, la fuerza, en este caso el poder del más fuerte, somete y manipula la justicia en vez de protegerla. Si se suele esperar del poder del Estado que refrene el gusto pronunciado del hombre por la dominación -que hace que debe ser gobernado por un poder mayor que lo someta-, aquí se trata al contrario de un poder que se ha dejado corromper por la libido dominandi del ser humano, y que se ha convertido en un espacio de abuso de poder, en el instrumento de la fuerza injusta, en injusticia. En algo sucio.

No sorprende en tal contexto que Sergio Ramírez, como en novelas precedentes en las que Somoza se asimilaba al excremento, vuelva a asociar ese poder viciado al tema escatológico: «olor a mierda» tiene la lujosa mansión construida con fondos internacionales donados para las víctimas del huracán Mitch (39); o la comparación de la gente que rodea a los capos y se siente tentada por robarlos, con ciertos sirvientes que se deleitan en defecar en el excusado de los patrones (155); el comisionado Canda que «se cagaría literalmente de miedo» al ver que la investigación llevaría a los mandos superiores (156).

Asimismo el escritor se vale de la animalización para calificar a esa gentuza: «demasiadas ratas en el barco» (257), o Giggo tratado de «cerdo» por la madre de Sheila porque su amante Black Bull, el «torito negro», fue el que mató a la chica (140 y 266). La inserción de esos términos dentro de expresiones coloquiales no debe ocultar su papel simbólico ni la imagen que proyectan en la mente del lector. Por lo demás, tampoco el chancho es nuevo en la obra de Sergio Ramírez (hasta lo vincula con el nacimiento y la Historia de la Nicaragua poscolombina en Margarita, está linda la mar y Mil y una muertes, novela ésta en la que también aparece en una foto terrible, en una visión apocalíptica de Nicaragua, con un niño muerto en el lodo).

La novela no sólo mancilla o animaliza a los personajes corruptos: también los diaboliza. Ya se ofrecía, en Margarita, está linda la mar, un retrato demoniaco de Somoza presentado como la Bestia, y vuelven a aparecer aquí palabras como «azufre», «demonios» tratándose del traidor Caupolicán (55), «Satanás» o «pezuñas» para el gerente de la Carribean Fishing Mike Lozano, un cubano de Miami (77); y los pensamientos del policía Morales asocian el medio de los narcos con el infierno (183), es decir, con el Mal mismo, la oscuridad, el caos, la desgracia.

En esa pintura deshumanizada, no se puede hacer caso omiso de la ridiculización a la que permanece fiel Sergio Ramírez cuyo humor, a menudo satírico, podemos apreciar casi desde el principio de su obra novelesca. Cierto es que la ironía no sólo se aplica a hombres de poder, pero la mayoría de las veces son esos personajes los que más concentran sus burlas, como Giggo en esta novela, que resulta tan grotesco por sus preferencias sexuales -«gran cochonete (permanente) adicto a mozalbetes rudos» (76)- que lo llevan a unos escándalos, como por sus robos de joven (185) además de sus falsos títulos que hacen de él un ladrón y un impostor, o su perro chiclán, es decir al que falta uno de los testículos (188), entre otros ejemplos.

Contra esa corrupción de los diferentes estamentos y profesiones en relación con el poder, luchan policías que se distinguen por cierto sentido de la honra, término éste tan fundamental en El cielo llora por mí como la corrupción, puesto que de ella trata el epígrafe sacado del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán; policías con una ética, una palabra clave en los diversos escritos de Sergio Ramírez como pudimos mostrar en otro estudio (Besse 2008).




Frente al poder de la corrupción, el poder de la ética

Policías con una moral encarnan el contrapunto de ese poder sucio. En esa novela detectivesca, que no cae en la trampa del sensacionalismo y privilegia la indagación, observamos que la investigación, y con ella la trama narrativa, avanza gracias a los diálogos de unos personajes que se asocian para buscar la verdad a partir de pocos indicios. La dinámica del relato radica en esas secuencias dialogadas entre «amigos», además de los tradicionales interrogatorios. En la galería de personajes honrados, empecemos por el protagonista Dolores Morales que, como explica Sergio Ramírez,

«[...] es un sobreviviente. Perdió una pierna en la guerra contra Somoza, vive en pobreza, no tiene ambiciones, está apegado a la vieja moral, se defiende con su sentido ácido del humor, es bastante ácrata, se burla del ridículo, de las poses de sus superiores. Es un outsider que se resiste a amoldarse a los nuevos tiempos».


(Aguirre 2008)                


A juicio de Barthes, el apellido implica un desciframiento, un análisis porque tiene una validez semántica, lleva un sentido (Barthes 1972: 125-127), lo que es particularmente verdadero en las novelas de Sergio Ramírez que juega mucho con nombres y apodos. Por algo se llama Morales el personaje principal; pero puede sorprender que la moral aparezca ligada con el dolor: ¿dolor moral ante tanta corrupción? A menos que no haya correlación entre los dos, es decir que cada uno remita a algo diferente: dolor por la pierna mutilada (y cierto desencanto), moral por su mentalidad. Su amigo Dixon, así como el comisionado Selva, aunque éste sea demasiado recto, pertenecen a la misma categoría de hombres con rectitud.

Igualmente Doña Sofía que trabajó en la Policía Sandinista como Morales, y es su vecina en el barrio El Edén -¿recuerdo de la utopía por la que lucharon? Es también una amiga que lo ayuda en sus investigaciones, con mucha sabiduría como lo deja suponer su nombre; en efecto, es ella quien barrunta y atina a menudo2. El hecho de que es afanadora, o sea la que limpia, puede ser simbólico de la purificación contra los vicios (¿no lo corrobora la secuencia graciosa del jabón de la sanación contra el adulterio?). Respecto a esa misión de saneamiento, si no de desinfección, con la que deben cumplir los policías antiestupefacientes, ironizan Dixon y Morales comparándose con «centinelas de la alegría del pueblo [...] Soldados de la guerra contra el vicio y la inmundicia» (47), usando términos propios del sandinismo, de aquella lucha con una ética, pero parece que más allá de la broma añoran ese pasado con héroes anhelosos de mejorar la sociedad, de quitarle la mugre. Antaño la del somocismo, hogaño la del narcotráfico.

Cualquiera que sea el vicio, cualquiera que sea la corrupción, siempre chocará con la moral de unos incorruptibles. Sergio Ramírez es de ésos. Leamos lo que dice sobre otro personaje emblemático de la pugna por el Bien (uno de sus preferidos), la Monja, segunda jefa de la Policía Nacional después de ser religiosa y guerrillera (195-196), que sigue defendiendo principios morales, y desprecia por supuesto los nuevos usos del poder: «Yo quiero que la Monja sobreviva, que triunfe, que ella sea la insignia viva de una policía acosada por el poder turbio. ¿Será posible?» (Aguirre 2008)3. El problema es que, como muestra la novela, esos «caballeros» modernos no tienen tanto poder como quisieran y como deberían; y hay un momento en que todos sienten que sobran: «Nos quedamos impotentes. [...] Impotentes quiere decir que nos quedamos sin huevos» (194). Impotentes, sin poder. Como sin integridad (con otra metáfora notable en la obra de Sergio Ramírez, puesto que puede recordar el «país de eunucos» y la castración de Rigoberto López Pérez en Margarita, está linda la mar, p. 218).

Estos personajes son los hijos de la Revolución en la que participaron con mucha abnegación, herederos de su épica y ética, son antiguos héroes en el sentido legendario de la palabra (no se ha de olvidar hasta qué punto se mitificó la figura del revolucionario). A lo largo de la novela se alude a aquellos tiempos que han dejado en los hombres de hoy costumbres, incluso mecanismos, cuya perpetuación parece ser una forma de nostalgia, una manera de prolongar esos tiempos idealizados en el inconsciente colectivo. No faltan evocaciones, más o menos fugitivas, de la valentía y de los sacrificios que supuso tal combate: a doña Sofía, mujer sin miedos ni reproches, se le murió el hijo; y Morales resultó definitivamente mutilado en una batalla4.

Para seguir con esa glorificación, se bautizaba a las niñas con nombres de heroínas sandinistas o de parajes y montañas donde se había librado la lucha, lo que bien muestra qué trascendencia tenía la causa revolucionaria, mientras que ahora los nombres de las chicas se inspiran en personajes de telenovelas o de marcas comerciales (160) -es decir que en estos tiempos degradados se produce una especie de «cosificación» de lo humano-, o son raras combinaciones de sílabas parecidas en definitiva a nombres anglosajones, y eso en una era en que la jerga inglesa lo invade todo como una «calamidad bíblica» (118) cuando en otra época se combatía lo yanqui...

Tiempos sublimados porque luchaban por un ideal, por la justicia social, la igualdad entre todos: las burguesas ya no menospreciaban a los proletarios (107), y basta con un póster de doña Sofía para recordar la Cruzada Nacional de Alfabetización y con ésta otras reformas que demuestran el deseo del gobierno de ayudar a los más humildes. Si la expresión frecuente «aquellos tiempos» crea una distancia temporal -acentuada por la distancia ideológica que la ironía de Morales y de Dixon revela a veces-, también aflora la añoranza, por ejemplo cuando ciertos personajes usan los viejos seudónimos o la palabra «compañero», un sentimiento confesado por el mismo Sergio Ramírez (Rodríguez 2009).

Podemos establecer aquí una diferencia con Sombras nada más en que se trataba más bien de mostrar que los revolucionarios no fueron mejores que otros frente al poder, porque éste lo corrompe todo, incluso a los que lo enfrentaron; Sergio Ramírez sabe de qué habla, dada su experiencia en el poder, y su «divorcio» con Daniel Ortega del que fue vicepresidente de 1984 a 1990. Lo que llama la atención es que cuando el líder sandinista está de nuevo en el poder como hoy -y cometiendo más de un abuso-, Sergio Ramírez, que puede medir el abismo entre el ideal y la realidad, parece tener, más que antes, la nostalgia de aquellos tiempos de «utopía compartida» (1999: 14), tiempos en los que se tenía una ética.

En la novela, la dicotomía entre el sueño y la realidad, entre los defensores de la ética que privilegian al otro o la colectividad y los individualistas o cínicos, pues esa dicotomía la ilustra Caupolicán -un apodo inspirado en un soneto epónimo de Azul de Rubén Darío, figura deliciosamente obsesiva de la obra de Sergio Ramírez-: ex revolucionario, hombre corrupto y traidor sin el menor escrúpulo, es la metáfora de la tentación del poder. Caupolicán es representativo de aquellos guerrilleros cuya lealtad a la ideología y después al poder revolucionario se convirtió en lealtad al poder a secas cuando los sandinistas tuvieron que abandonar el gobierno: «[...] al desvanecerse de pronto el objeto de su lealtad, [...] quedó, embalsamado en cinismo, el sentido de acatamiento al poder, ya sin apellidos. Cualquiera que fuera ese poder» (37).

Para Sergio Ramírez, esa diferencia entre los guerrilleros que se hacen policías y los que pasan al bando de los narcos, esa elección de la ética o de la corrupción, es «una parábola de la Revolución» (Aguirre: 2008). Porque con el fin de la Revolución en 1990, «fue el tránsito de una ética de las catacumbas al sálvese quien pueda», explica en una entrevista: «[...] la ética se la llevó un vendaval»; y se abrieron dos caminos: «[...] seguir fieles a sus principios o acomodarse a la nueva filosofía, la del dinero fácil» (Rodríguez 2009). Morales escoge la primera, Caupolicán la segunda, ésa que sembró «el fermento de la descomposición».

En opinión de este escritor, que fue hombre de poder sin dejarse ensuciar por él, fue entonces cuando Nicaragua se fastidió: «[...] cuando los viejos guerrilleros se hicieron ricos», de febrero a mayo de 1990. Todos evocamos la tristemente célebre «piñata», de la que habla Sergio Ramírez en su autobiografía, la operación que habría de destruirlo todo: el sandinismo sostenía que no podía irse del gobierno sin medios materiales, necesitaba bienes, rentas, y había que tomarlos del Estado antes de que se cumplieran los tres meses de la transición. «Se dio entonces una transferencia apresurada y caótica de edificios, empresas, haciendas, participación de acciones, a manos de terceros que quedaban en custodia de esos bienes para pasarlos luego al FSLN, que terminó recibiendo casi nada» (1999: 53). Muchas nuevas y grandes fortunas nacieron de ello (54). Ése fue, según Sergio Ramírez: «[...] el verdadero desplome del sandinismo, la debacle que demolería nuestro código de ética, lo que nos haría perder la santidad y nos hundiría en el desamparo» (2004: 227). De ahí ese retrato de la descomposición moral que vive su país desde que el Frente Sandinista perdió las elecciones.

Se alude también en la novela a otros puntos criticables de la Revolución una vez en el poder, otras derivas del poder, sea su rigidez con el ejemplo de los tribunales ideológicos (19), sea cierta soberbia con esos comandantes que, a semejanza de Manolito -es decir del mundo de los narcos-, no pueden entrar en un lugar sin «un revoloteo de guardaespaldas» (139). Alegarán la seguridad, pero ¿quién no pensará en el «vanitas vanitatum...» del Eclesiastés?

Sin embargo, la Revolución ha perdido el poder, y ha perdido su poder como causa en la que creer, como «religión» o por lo menos como ideal teñido de religiosidad. En el capítulo de su autobiografía titulado «Vivir como los santos», Sergio Ramírez explica cómo fue «una mística sin fisuras» que requería «una convicción casi religiosa» (1999: 41). La novela da cuenta de aquella aprehensión de la Revolución en términos religiosos: lo muestran palabras como «sagrado» o «ritual» (144), y apodos como el Apóstol o el Profeta (aunque éste fuera chiclán como el perro de Giggo, y aquél no tuviera el menor sentido del humor; y aunque también uno de los capos lleva un apodo «angélico», el Arcángel -incorregible humor de Sergio Ramírez).

Particular interés tiene la Monja, aquella religiosa que empezó a colaborar con las células sandinistas para luego pasar a la clandestinidad y a las barricadas (195-196), y en eso recuerda -como el famoso padre Gaspar García Laviana cuyo nombre aparece en la novela (p. 78, y 1999: 167)- la Teología de la Liberación, esa mezcla de cristianismo y de marxismo que se hicieron casi indisociables en Nicaragua. Por otro lado, Morales equipara a la Monja, que se comporta de manera muy maternal con él en el hospital, con la Virgen de los Remedios (248), como la figura de una santa; parece metaforizar esa Gran Madre del pueblo que protege a todos, ofrece ternura y respeto al mismo tiempo que orden y justicia. Auténtica revolucionaria, auténtica religiosa, auténtica policía, ella encarna la ética más bella, el amor al prójimo; y hace sobrevivir el ideal más allá de desencantos y envilecimientos, como un mensaje optimista que infundirle al lector, porque Sergio Ramírez quiere creer que sigue existiendo esa aspiración y que puede vencer.

La novela parece decir que la Revolución no está completamente muerta, que ha dejado su impronta en la mente y el cuerpo, y se ha convertido en una herencia, por lo menos en cierta generación. Si perdió las elecciones y la confianza del pueblo por sus errores a veces poco altruistas, no ha perdido su «aura». Fue precisamente la Revolución en el poder la que fue rechazada, no la que intentó derrocar al dictador; fue sancionado un gobierno, pero no la lucha, no aquella gesta heroica de todo un pueblo.

Y si en los tiempos modernos, surgen otras religiones, no se sustituyen completamente a aquel gran mito, pueden cohabitar con su memoria. Es verdad que la Revolución parece haber dejado lugar a la religión, al culto de «verdaderos santos» -¿qué no pueden defraudar a nadie ni caer en el vicio?-, pero la fiesta de Santo Domingo de Guzmán por ejemplo viene asociada de manera sorprendente con la lid contra el imperialismo, lo que recuerda antiguos combates. Es verdad también que al principio de la novela se evoca a todos esos policías ex guerrilleros que siguen a la Virgen de Fátima que «convertía en católicos practicantes a los leninistas más curtidos» si se cree a una doña Sofía irónica (19), o como afirma un Dixon socarrón: «Se hundió Rusia, se hundió el comunismo, todos somos soldados de Cristo» (20). Pero no se hundió cierta manera de ver el mundo y de querer luchar por el Bien. Esos ex revolucionarios permanecen sandinistas de corazón, en el fondo.

Detengámonos en el sincretismo singular de doña Sofía, mujer protestante -¿como una forma de disidencia?- que mezcla religión y revolución como lo indican el calendario con Jesús y el póster de la lejana Cruzada Nacional de Alfabetización (138): «Evangélica a muerte, y sandinista a muerte, doña Sofía era una dura mezcla de dos devociones; y en desuso ya los ritos de la revolución, se refugiaba en los del culto protestante, afiliada como estaba a la iglesia Agua Viva» (13); una iglesia en la que los fieles baten palmas a Jesucristo al ritmo de una banda de hard rock (135), y que convierte por tanto la creencia y el culto en un espectáculo -¿y los desacraliza?-; una iglesia con un pastor gringo que juega la limosna en el casino para multiplicarla (208). No olvidemos, en la misma vena burlona, al «pintoresco» Jesús de los pobres que va predicando, descalzo, que es el Nazareno y que consigue discípulos (190) como si la gente necesitase creer, a toda costa, en alguien, en algo...

Los policías honrados de la novela muestran que los ritos de la Revolución han caído en desuso pero no forzosamente en desgracia; algo queda del espíritu que la animaba: ética, interés colectivo, sacrificio, o sea valor y honor de hombres que siguen considerándose y considerando a la gente del pueblo como «compañeros». Encarnan otro poder, vigilante ante la corrupción que lo pudre todo. Esos extremos opuestos del eje del poder que son la corrupción y la ética, revelan la existencia de una dinámica poder-contrapoder que la novela realza, a menudo de manera alusiva, mediante una serie de ejemplos históricos y sociales que recuerdan conquistas y resistencias, dominaciones y rebeliones.




Todo poder engendra un contrapoder

Si respetamos la cronología en esa Historia de codicias, injerencias y usurpaciones, nos remontamos a la presencia española en Nicaragua con la fiesta, al final de la novela, de Santo Domingo de Guzmán: «[...] la multitud de bailantes enardecidos no era más que una demostración de la rebeldía ancestral indígena en contra la dominación del colonizador español, que ahora se expresaba en contra del sistema de explotación capitalista y del imperialismo» (288). Siglos más tarde, «se conmemora» la rebeldía ante el poder ilegítimo del conquistador; un poder que se perpetuó con «neocolonialistas» a los que, a su vez, el pueblo dio guerra.

Después de los españoles, y antes de volver a hablar de los Estados Unidos, observamos que la novela evoca sutilmente las ambiciones inglesas en la costa atlántica -puestas de relieve en Mil y una muertes-, con el cuaderno escolar de Dolores Morales que tiene la imagen de una heroína de la Historia de Nicaragua, Rafaela Herrera (33), lo que remite a los ataques de los británicos que, en el siglo XVIII, intentaron apoderarse del territorio y particularmente del Castillo de la Concepción en el río San Juan: Rafaela, una muchacha de dieciséis años, hija de un capitán español, no quiso rendirse y logró ahuyentar a los ingleses en 1762 después de varios días de un combate valiente.

La remembranza de la intervención de los Estados Unidos en Nicaragua, con las tropas de Marina que se fueron en 1933 (13) contiene en filigrana la memoria de la lucha del nacionalista Sandino, gran mito nicaragüense. Se sabe que los Estados Unidos fueron solicitados por los conservadores a los que apoyaron, y que controlaron la vida política del país supervisando varias elecciones. En la novela, los norteamericanos conservan cierto poder si tenemos en cuenta la superioridad técnica de la DEA, con la que trabaja la Policía antidroga, y que parece ser la que manda cuando hay un operativo de envergadura, y el rencor que eso despierta en Morales, ya «enemigo mortal del imperialismo» (274) como genuino revolucionario que considera a los yanquis como los causantes de todos los males de la Historia del país: «Gringos de mierda. Si no fuera porque Estados Unidos era el gran consumidor de drogas, y la DEA estaba infiltrada por los cárteles, no existiría el narcotráfico» (153). La comparación de Chuck Norris, el norteamericano de la DEA, con un «gorila enano» (18 y 254) se inscribe en la prolongación del menosprecio de Rubén Darío en Margarita, está linda la mar que recurre a la misma animalización del vecino del norte (1998: 236).

Luego, los nicaragüenses tuvieron que luchar contra un enemigo «interior» que les dejaron los Estados Unidos: la dictadura de los Somoza. Tanto la evocación furtiva de la noche de septiembre de 1956 en que el joven rebelde Rigoberto López Pérez ajustició al viejo Somoza en el baile del Club de Obreros de León (36) -hecho desarrollado en Margarita, está linda la mar-, como el recuerdo permanente de la Revolución sandinista que se opuso a Somoza Debayle, rememoran el contrapoder que generó el somocismo (empezando por la rebelión hasta una verdadera revolución). Cabe notar que El cielo llora por mí no omite que también el poder revolucionario produjo su adversidad, con la mención de la contra a la que se adhirió la que fue «mujer» de Morales, como otros tantos que se volvieron desafectos a la Revolución (78).

Con esas fugaces incursiones en la Historia, vemos que el poder engendra resistencia, disidencia, su propio antagonismo. Como una relación causa efecto, un problema consustancial al poder. Los de arriba pueden ser amenazados por «los de abajo»; ante el poder del más fuerte puede responder, oponiéndose, el poder del pueblo, susceptible de derrocarlo, de «tomar el poder». A riesgo de perderlo a su turno. Porque así pasa con el poder, como bien lo muestra Sombras nada más comparándolo con la rueda de fortuna, la rueda del casino como alegoría del destino: «[...] ahora en la cumbre, luego precipitados en la caída...», dice el epígrafe (2002).

Las alusiones históricas no son las únicas en ilustrar esa dialéctica, lo confirma la descripción de la sociedad nicaragüense contemporánea con desigualdades flagrantes. Entre riqueza y miseria, Sergio Ramírez denuncia una vez más la injusticia con el retrato de la Managua de «hoy», «la Managua de todos los días, fea, atractiva, real y falsa, segmentada, pobre», como explica el mismo autor (Aguirre 2008). Una ciudad desbaratada, con su pavimento erosionado, sus charcos y sus desechos (40), una ciudad destruida por el terremoto de 1972 al que la novela alude varias veces, como una visión de escombros y de derribo que quizá quiera delatar una «deconstrucción» de la sociedad que se va para abajo, la descomposición moral, la anomia, una forma de caos social. Y en esa Managua-personaje, en esa Managua literaria pero fiel espejo de la Managua real y cotidiana en la que vive el escritor, no sólo se hace hincapié en la violencia y el vicio, sino también en la pobreza, ésa contra la que no supieron luchar los sandinistas que no trajeron la justicia social tan anhelada e incluso «violar[on] la más sagrada de sus promesas» en el criterio de Sergio Ramírez, produciendo así el primero de sus grandes desencantos (1999: 209).

Frente al dinero sucio de los narcos y al lujo indecente de fiestas como la del comisionado Canda en el Intercontinental, ridícula de kitsch con la carroza, el cochero y caballos del tiro acicalados con lazos de organdí rosado a manera de penachos (170), o la fiesta hawaiana de la Primera Dama en los jardines de la piscina del hotel de la Pirámide (188), frente al exceso inútil de los multicines de Metrocentro y las súper gasolineras que surgen por todas partes (121 y 118), la novela habla de esos menesterosos, a veces familias enteras, que hurgan en la basura, buscando tesoros que consisten en algo de comer (91 o 102). O de ese niño de doce años, La Zorrita, que penetra en la ostentosa mansión más famosa del país con tres pisos, doce habitaciones, dos ascensores, cinco terrazas, etc., una mansión construida con fondos internacionales para las víctimas de Mitch (38-39). La descripción de ese niño medio desnudo llevando sólo una calzoneta con roturas, recuerda a El Zanate del último cuento de El reino animal (2006) cuya triste foto final es otra acusación de iniquidad social, de brutalidad. Y de inhumanidad, en cierto sentido.

El ejemplo de La Zorrita es interesante porque no sólo yuxtapone despilfarro e indigencia para evidenciar desigualdades y un cinismo patente de la sociedad actual, sino que hace penetrar al desgraciado en la esfera del pudiente, enseña cómo esos dos mundos incompatibles que cohabitan sin relacionarse, pueden finalmente encontrarse porque, en un momento dado, el humilde -y humillado- acaba por rebelarse contra tal abismo. Esa rebeldía la ejemplifican igualmente en la novela la huelga de los médicos de los hospitales (39 y 46), o de los estudiantes enlazados, por los lanzamorteros de feria que utilizan, con la insurrección indígena de Monimbó en los finales de la dictadura (177-178), todos opuestos a policías antimotines; a lo que podemos añadir la protesta pacífica de los obreros bananeros víctimas del Nemagón, un plaguicida al origen de numerosas enfermedades y de malformaciones de niños (275). Esos conflictos sociales debidos a injusticias, de hombres que piden reparación y en cierta manera echan un pulso al gobierno, muestran que ningún poder, menos aún el político, está a salvo de la crítica, de la reivindicación, de la contienda.

Ni siquiera el poder de los narcos es inquebrantable, puesto que si parecen los más fuertes a lo largo de la novela, por el poder del dinero, el poder de la red de influencias, el poder de la violencia y de la disuasión, las cosas se van invirtiendo hacia el final, paradójicamente a partir del asesinato de Lord Dixon, con el éxito de la redada contra los capos, su captura y deportación a Estados Unidos (y con la superioridad sicológica de Morales frente a Giggo o a Manolito, o su venganza contra el traidor Caupolicán). El mismo Sergio Ramírez cree en el poder de la batalla que hay que librar contra el narcotráfico como explica en la entrevista con Marta Leonor González: «Lo importante es dar la pelea y no dejarse arrebatar el territorio ni las instituciones. Cuando los narcos se apoderan de un país, se apoderan de todo». Se apoderan del poder, es cierto, pero siempre existirá, como lo enseña la novela, un contrapoder, irreductible, íntegro si no intachable, un poder que no teme ninguna amenaza de muerte porque la causa del Bien supera la propia vida. Como cuando la Revolución. Y como si el poder que se erige frente a la corrupción no sólo fuese la ética sino también el sentido del sacrificio.

Tratándose de ese desafío a los proveedores de muerte, que es desafío a la muerte misma, ¿cómo no hablar de ésta que es el mayor de todos los poderes, el único ante el cual no acierta ningún combate? Aunque... Sergio Ramírez nos ha acostumbrado en sus novelas a responder a la nada y al dolor por la risa, y por supuesto «reincide» en El cielo llora por mí, un título que se debe a la réplica de Dixon, herido (247), que no deja de bromear y de creer en la belleza creando figuras literarias a pesar de -o por- la proximidad de la muerte.

En esa vida que es como un gran casino de juegos, y donde periodistas carroñeros, a imagen del protagonista fotógrafo de Mil y una muertes, aprehenden la muerte como un espectáculo macabro sin el menor respeto por la persona, otros trascienden la muerte, como si la quisiesen burlar, con sus creencias y sus fiestas: Santo Domingo de Guzmán encarna, en la mentalidad popular mágica, a Xolotl, el dios con cabeza de perro bermejo que guía a los muertos en el más allá hasta Mictlán (288).

Esa procesión recuerda otras carnavalizaciones de otras novelas de Sergio Ramírez que ve a Nicaragua como «un país carnavalesco» (Aguirre 2008), lo que es tan risible como trágico, de ahí esa mezcla constante en su narrativa, y esos excipit ambivalentes. En este caso, los bailantes desfilan al mismo tiempo que avanza el carro fúnebre de Lord Dixon, el cual aunque muerto nos saca una última sonrisa porque la novela se cierra con esa mujer negra de rulos en la cabeza y formidable nalgatorio a la que el policía difunto había dicho algo al oído, unos días antes, provocando en ella una risa convulsiva. Fiesta, risa, como rebeliones existenciales contra la muerte. Porque cualquier poder, por más insuperable que sea, tiene que vérselas con su propia negación.

El excompañero Baltazar (1999: 88), que confiesa su nostalgia por aquel pasado revolucionario que defendía una ética, y se identifica en parte con su protagonista Morales -cuyo humor negro opera como un mecanismo de protección ante un contexto infausto y un porvenir incierto-, contesta a la pregunta ¿valió la pena?: «Yo creo que sí, pero eso no me sirve para resolver el futuro» (Rodríguez 2009). Para Sergio Ramírez, la esperanza hoy reside en los jóvenes:

«Mi generación debería estar en su casa, pero Daniel Ortega sigue en el poder. Debería estar escribiendo sus memorias pero insiste en que seguirá hasta los 97 años que vivió su mamá. [...] y es una desgracia para Nicaragua, porque vamos a soportar otra vez una lucha a muerte contra alguien que se aferra al poder. Cuándo va a ser ese enfrentamiento, no lo sé, pero se va a dar».


(Ibid.)                


En los libros VI y VII de la República, Platón explica por qué es el filósofo el que más aptitud tiene para gobernar, precisamente por su desprecio del poder. Sergio Ramírez que, a diferencia de un Ortega, no es un «animal político» (Ramírez 2004: 230-231), sino un intelectual que prefiere el poder de las palabras, y no se dejó «contaminar» cuando asumió la vicepresidencia, tal vez hubiera podido encarnar a ese dirigente ecuánime que garantiza la paz, porque no le tentaba tanto el poder. Pero lo que no aclara el filósofo es por qué el pueblo nunca elige a ese hombre sin ínfulas de poder, y prefiere al contrario al «verdadero» político en el sentido menos elogioso de la palabra -Sergio Ramírez apenas obtuvo el 1% de los votos cuando se presentó a la presidencia en 1996.

No obstante, otro poder posee, en tanto que escritor, como demostró Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras al afirmar que toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos y que por consiguiente en todo gran texto literario alienta una «predisposición sediciosa» (2002: 393): en el corazón de todas las ficciones «llamea una protesta» (21). Constituye por ende un «corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes» (30). ¿La literatura como una conspiración? Como otra línea de fuego, seguramente para Sergio Ramírez. Y a falta de revolución, otra insurrección, gracias a esa «patria libre» que es el libro. Cuestión de ética.








Bibliografía

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  • ——, 2004, Una vida por la palabra, Entrevista de Silvia Cherem con Sergio Ramírez, Prólogo de Carlos Fuentes, Fondo de Cultura Económica, México.
  • ——, 2006, El reino animal, Alfaguara, Madrid.
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  • ——, blog El Boomeran(g): <http://www.elboomeran.com/blog/7/sergio-ramirez/>.
  • ——, página oficial: <http://www.sergioramirez.org.ni/articulos/>.
  • RODRÍGUEZ MARCOS, Javier, 2009, «Nicaragua se fastidió cuando los viejos guerrilleros se hicieron ricos» (entrevista), en El País: <http://www.elpais.com/articulo/cultura/Nicaragua/fastidio/viejos/guerrilleros/hicieron/ricos/elpepicul/20090318elpepicul_3/Tes>.
  • VARGAS LLOSA, Mario, 2002, La verdad de las mentiras, Ediciones Alfaguara, Madrid.


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