Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Poe en Quiroga

Margo Glantz





En los innumerables libros que sobre Quiroga se han escrito es frecuente advertir la presencia de Poe. Podría decirse que la, mayoría de sus críticos han constatado la relación o el influjo que el escritor norteamericano tuvo sobre el cuentista uruguayo. Así leemos a menudo frases como la que Englekirk pronuncia al abrir su ensayo sobre La influencia de Poe en Quiroga: «Ningún prosista hispánico ha expresado tan vivamente el espíritu de los cuentos de Poe como Quiroga»1, para pasar a la afirmación de Rodríguez Monegal cuando dice que en El crimen del otro «la sombra de Edgar Poe se proyecta sobre el resto del libro»2; luego, Ángel Rama escribe un prólogo a las obras inéditas y desconocidas de Quiroga que «él ...se redujo a nacionalizar un modelo del XIX siguiendo la orientación, aún más que la lección de Poe»3; Zum Felde, por su parte, , era la semejanza y añade: «Como cuentista no es Maupassant qui le atrae sino Poe, con lo raro de sus concepciones imaginativas»4 y de inmediato sentimos la presencia de Darío incluyendo a Poe en los «raros», para terminar finalmente citando la casi despectiva frase con que Noé Jitrik soslaya la parte «turbia» de la obra de Quiroga: «Coletazos de la herencia de Poe, seguramente»5. Estas citas son ejemplos característicos que nos demuestran la necesidad que sienten los críticos de vincular a Poe con Quiroga a pesar de los profundos desacuerdos que por otra parte puedan existir cuando juzgan su obra.

Esa imagen reiterada nos revela apenas una constatación pero no nos define una trayectoria ni nos deslinda- una presencia en su sentido mas hondo. Los consuetudinarios enlaces entre Poe y Quiroga se quedan, casi siempre, en el simple nivel de la descripción epidérmica de los parecidos, de los parentescos, de las temáticas, de las estructuras elementales, y nos entregan como suma una agregación mecánica y reiterativa de ciertas constantes para dejarnos abandonados en un limbo crítico, terreno imparcial donde aprehendemos una sola verdad esquemática y precisa: en la formación de Quiroga hay una gran deuda con Poe y su relación demuestra la afinidad asombrosa que existía entre ambos. Es imposible negar esa afirmación pero se requiere explicarla y ése será precisamente mi objeto.


ArribaAbajo La razón de la locura y la «composición»

Es bien sabida la influencia que Poe ejerció sobre Baudelaire y la que éste a su vez ejerció sobre el Modernismo. La trayectoria específica que esta influencia siguió tanto en España como en América está muy bien estudiada por Englekirk, quien proporciona datos fundamentales para localizarla. Desde 1856 aparecen en Madrid varias reseñas en diversos diarios sobre la traducción baudeleriana de los cuentos de Poe, y en 1858 se menciona la necesidad de imprimir en Madrid y en Barcelona la traducción española de ese autor «mezcla extraña de imaginación, de delirios, de sagacidad científica, provocación violenta a una curiosidad llevada hasta la fiebre»6. Poe muere en 1849 y su influjo empieza a manifestarse de manera precisa en Francia hacia 1845, época en la que Alphonse Borghers traduce «El escarabajo de oro» en la Revue Britannique; en 1846 Gustavo Brunet adapta, sin mencionar al autor, «Los crímenes de la calle Morgue»; y a finales del mismo año Forgues escribe un largo estudio sobre Poe en la Revue des Deux Mondes. En 1847, Isabelle Meunier traduce para la Démocratie Pacifique, «El gato negro» que, según Asselineau, primer biógrafo y gran amigo de Baudelaire, llama la atención de éste hacia Poe. En 1852, Baudelaire publica un largo estudio sobre Poe, su vida y su obra en la Revue de Paris, en 1853, traduce «El cuervo» y el 25 de julio de 1854 empieza a traducir los cuentos7. En España se manifiesta un interés especial hacia los cuentos, interés que empieza a declinar hacia 1869; sólo a finales de siglo aumenta la atención sobre los escritos teóricos y la poesía de Poe. Englekirk demuestra que la llegada de Poe a España viene por la línea francesa y que las traducciones casi siempre son nietas. En cambio, en América Latina, el conocimiento de Poe es directo y la notable traducción que el venezolano Pérez Bonalde hace de «El cuervo» procede del inglés. En América se produce el fenómeno inverso y es la poesía la que interesa primero a los literatos. Los cuentos se difunden tardíamente más bien por la vía española que sigue los cauces franceses impuestos por Baudelaire8, a pesar de que en 1884 aparezca una traducción directa de los cuentos de Poe en español que habrá circulado mucho por Latinoamérica9, Bécquer muestra muchas afinidades literarias tanto con Hoffmann como con Poe y su formación se inicia hacia la época en que el poeta norteamericano ronda por España, pero coincido con la opinión de Englekirk en el sentido de que las semejanzas que existen entre los dos autores se deben más a problemas de afinidad espiritual y a características esenciales del Romanticismo10.

Los lazos espirituales, a la vez que los nexos estilísticos qué varios poetas fundamentales de América guardan con Poe -Darío, Herrera y Reissig, Lugones- definen, tanto en su filiación modernista como en su procedencia simbolista y decadentista, la vía precisa por la que Quiroga entró en esa estética y en esa moda.

Los arrecifes de coral, de 1901, es netamente modernista, pero algunas de las prosas que Quiroga ha incluido en el volumen muestran técnicas y temáticas que surgen de Poe, entre ellas la que se intitula precisamente «El tonel de Amontillado». En la Revista del Salto, Rodríguez Monegal ha localizado relatos como «Fantasía nerviosa», «Para noche de insomnio» y «Episodio» que trabajan con lo macabro. Pero es necesario esperar a «El crimen del otro», publicado en 1904 para definir de modo más claro la influencia directa que Poe tiene sobre su forma de escribir y sobre la elección de sus temas.

Mucho se ha dicho sobre este cuento que da título al volumen. La mayoría de los críticos cita el famoso pasaje en que Quiroga se declara seguidor del «maldito loco» y acepta el dominio que el escritor muerto tiene sobre él. Englekirk lo considera fundamental, puesto que refleja «la vívida confesión de lo que la lectura de Poe ha significado en el desarrollo del arte de Quiroga», para agregar más adelanté « ..."El crimen del otro" tiene un significado especial. Los que han leído bien a Quiroga saben que lo que sigue es más que un mero telón para su cuento. Su yo, que usa con tanta insistencia como Poe, es mucho más subjetivo que objetivo y hay razones para creer que en este caso la intensa pasión por Poe es una nota biográfica vital»11. Rodríguez Monegal considera válida la narración sólo «por lo que no tiene de Poe... Toda la primera parte en que el relator quiere convencer a su futura víctima de que es el Fortunato de Poe, resulta laboriosa y al cabo ininteresante. Lo mejor allí son las ocasionales descripciones de la bahía de Montevideo o de las calles de la Ciudad Vieja. El resto es hojarasca»12. No estoy de acuerdo; creo, sí, que el cuento no es en verdad un cuento logrado, pero su mérito se halla en otra parte: Quiroga trabaja deliberadamente para aprender los métodos de Poe en la práctica literaria misma. Su predilección por el autor norteamericano es más que visible, pero esa preocupación no se limita a dejarse influir por una temática morbosa que los liga a ambos; además de ahondar en esta temática que también es suya por afinidad y por razones obsesivas, Quiroga estudia la estructura del cuento que Poe desarrolla no en sus ensayos críticos en general -Filosofía de la composición- o en su artículo sobre los Cuentos contados dos veces de Hawthorne, sino en los mismos cuentos, y «El crimen del otro» es una especie de exégesis narrativa de lo que debe ser un cuento de Poe por lo que se refiere a las ideas que en el entran en juego y por su construcción. En efecto, el narrador de Quiroga obra por un acto de crueldad gratuita, siguiendo el impulso que Poe ha descrito en «El demonio de la perversidad» y en «El gato negro». «La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología -afirma Poe al iniciar el cuento que primero he mencionado- a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término mas característico. En el sentido que le doy, es, en realidad, un móvil sin motivo; un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegara modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte... Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental»13. Este demonio de la perversidad no se refiere únicamente a la voluntad de hacer el mal por el mal mismo como en «El gato negro», en «Ligeia» o en «El corazón delator», sino que trata de explicar la tendencia irracional que precipita al hombre a los confines en que locura y sinrazón lo hacen acercarse «al abismo» de la muerte. Es la visión dislocada de un ser que se autocontempla en «lo otro» o en «el otro» como se contempla «William Wilson» en el terrible momento en que se ve dormir, totalmente indefenso, expuesto a la perversidad del otro, del yo -que es su propio yo desdoblado- que lo mira. O es el personaje que sólo ama a Berenice cuando puede destruirla, o el que se venga de Fortunato porque lo ha zaherido o, en fin, el que por voluntad irracional -«Ligeia»- domina a la muerte. En Quiroga el desdoblamiento es significativo: el «otro» es a la vez Poe y Quiroga, Fortunato, débil mental, es un homónimo del Fortunato verdugo del cuento de Poe que aquí se vuelve víctima tanto de Poe como del «otro», así víctima y verdugo están poseídos a su vez por esa perversidad irracional que los obliga a juntarse en mancuerna sádica y a identificarse a fin de cuentas en la locura. El «yo-otro» de Quiroga reflexiona sobre Fortunato y dice «al lado de ese franco entusiasmo yo me sentía viejo, escudriñador y malicioso» para seguir más adelante «¿Adónde iba a llegar aquel muchacho, tan manso un mes atrás?... Hablaba con tristeza, tan puro de imaginación que sentí una tibia fiebre de azuzarlo»14. Esta curiosidad y esta fiebre se combinan para destruir al loco pero determinan también la locura del que azuza, del que mira, del que razona sobre la locura. Poe inicia así todos sus cuentos, explicando con pericia y gran inteligencia los actos más irracionales, la destrucción más perversa, el horror más macabro. Quiroga utilizará. siempre este recurso matizándolo luego a su manera y definiendo su propia concepción de la «perversidad» que él definirá como «lo turbio».

Quiroga acaba vistiéndose la piel de Poe en «El crimen del otro». Es «un nervioso» para empezar, como se autodefinen muchos personajes del cuentista norteamericano; la coincidencia de nombres entre el amigo y el personaje de Poe es al principio chocante, pero luego es acicate para el narrador, también testigo y verdugo, como suelen serlo Montresor en «El tonel de Amontillado», el protagonista de «El gato negro», el asesino de «El corazón delator» o el narrador en «Berenice»; además, su aparente cordura acaba resolviéndose en locura total como cuando Poe da el golpe de gracia al finalizar sus cuentos. «¿Cómo la literatura de Poe llegó a hacerse sensible en la ruda capacidad de Fortunato? Recordando estoy dispuesto a creer que la resistencia de su sensibilidad, lucha diaria en que todo su organismo inconscientemente entraba en juego, fue motivo de sobra para ese desequilibrio, sobre todo en un ser tan profundamente inestable como Fortunato» (pp. 3-4). La literatura de Poe actúa sobre el torpe, sobre el débil de tal suerte que acaba alucinando no sólo a Poe, bipolarizado en actor y personaje, sino a los verdaderos personajes y enamorándose de sus mujeres, a la manera de La dama boba de Lope que deja de serlo al influjo del amor. Quiroga trabaja la «composición» del cuento tal como lo preconiza Poe y mimetiza el paisaje hasta hacerlo coincidir con los estados de ánimo de los personajes. «Igual fosforescencia, igual olor a gas...»15, dice Fortunato al narrador, refiriéndose al matrimonio de Egeo con Lady Rowena («Ligeia»); más tarde, Fortunato nos habla de la frecuencia con que Poe utiliza ciertas palabras clave dentro de sus cuentos (específicamente se emplea 12 veces la palabra locura, dice Fortunato y el narrador no recuerda haberla visto tanto) para pasar luego a repetir sus ideas de manera un tanto informe aunque tratando de explicárselas. «Nuestro caso, concluye el narrador, podría resumirse así en la siguiente situación: en un cuarto donde estuviéramos con Poe y sus personajes, yo hablaría con éste, de éstos, y en el fondo Fortunato y los héroes de las Historias extraordinarias hablarían ,entusiasmados de Poe» (p. 16).

«El crimen del otro» es por eso un cuento clave porque nos revela un proceso: la necesidad interna de Quiroga de definir los elementos estructurales que integran la «composición» de un cuento de Poe: su manera de empezarlos, el contraste agudísimo que se plantea entre razón y sinrazón -la necesidad de explicar la locura o el crimen para luego cometerlos-, la recurrencia de palabras y situaciones clave, el Yo subrayado y supremo del narrador-testigo-verdugo-víctima, la mimetización del ambiente a los personajes, la coincidencia de estados de ánimo con los paisajes y los encuadres -la casa de Usher es tan lúgubre, tan melancólica, tan cuarteada como sus personajes, la estancia donde Egeo tortura a Rowena es fantasmagórica y recoge la presencia de Ligeia, el tapiz que contempla Metzengernstein se corporifica, el paisaje de Arnhein o el de Eleonora repiten el estado interior de los personajes que viven inmersos en ellos-, y las ideas fundamentales que mueven a los personajes mismos, su afán de destrucción, su pertenencia a ese mundo de desterrados que Quiroga matizará más adelante según su propia y personalísima intuición.

Otros cuentos de Quiroga llevan claramente impreso el troquel de Poe y no sólo durante este periodo temprano de su obra literaria, sino mucho más tarde, pero su intención ya no es receptiva sino dinámica. En «Los buques suicidantes», en «La lengua», publicados en 1906), en «Las rayas» (1907), que siguen cronológicamente a los cuentos incluidos en «El crimen del otro», donde se advierte clara la presencia de Poe, «Historia de Estilicón» (versión morbosa y delicuescente de «Los crímenes de la calle Morgue»). «La justa proporción de las cosas» (nótese la semejanza del título con algunas frases características de Poe) o «El triple robo de Bellamore» (anémica reproducción de las aventuras policíacas del escritor norteamericano), Quiroga ya es dueño de su modelo y diseña cuentos que aunque conservan la impronta que los inspiró son ya quiroguianos en esencia. «Los buques suicidantes» logra imitar con intensidad (cualidad que Poe preconizaba como capital en la teoría del cuento) la atmósfera de «Manuscrito hallado en una botella» y ciertos pasajes de «Arturo Gordon Pym» (aunque no logre nunca dibujar esa atmósfera misteriosa y mágica que se desprende de esos extraordinarios cuentos de Poe). «La lengua» es mucho más definitivamente la historia de «El tonel de amontillado» que «El crimen del otro», el mismo móvil -la venganza del que ha sido escarnecido por un ser mas poderoso- el mismo desenlace -la venganza callada que aniquila al verdugo y lo convierte en víctima, invirtiendo la mancuerna- y la ironía subyacente que en Quiroga desemboca en verdadero absurdo.

En 1915 publicó «La llama» en donde vuelve a utilizar recursos que ya había usado en «El crimen del otro»; al personaje, homónimo del cuento de Poe intitulado «Berenice» le confiere los rasgos de ésta y a la vez los de «Morella», otro cuento de Poe. La misma niña impúber que tanto fascinará a Quiroga, pintada en retrato inolvidable -como la joven del «Retrato oval» de Poe- y destruida por su intensidad pasional hacia la música, como la Morella niña que el narrador -Poe- destruye al identificarla con su madre, esa madre a quien en un momento dado desea la muerte: «...mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio; hasta que mis nervios torturados dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como las sombras en la agonía del día»16. Como esa misma Morella niña, la niña Berenice envejece en minutos y en su cara se van marcando las huellas del tiempo intensificado, como en la Morella que suplantará por breve tiempo a la madre que le sobrevive después de muerta. Así, «Berenice», así la Madeline de «La Casa de Usher», esta Berenice es también cataléptica y su letargo dura en años lo que ha durado un segundo la intensidad de la pasión que ha sentido por Wagner, personaje que Quiroga devela en coup de théâtre al final del cuento.




ArribaAbajoVampiros y medusas

«El almohadón de plumas» se publicó en 1907 antes de ser recopilado por Quiroga en Cuentos de amor, de locura y de muerte. Si se observa con cuidado este cuento guarda muchos puntos de contacto con Poe -adviértase que se escribió el mismo año que «La lengua» y «Las rayas»- sin embargo está construido con tal maestría que aun conservando elementos muy característicos del cuentista norteamericano es ya totalmente de Quiroga.

En su ensayo sobre Hawthorne, Poe explica su teoría del cuento: «Opino que en el dominio de la mera prosa, el cuento propiamente dicho ofrece el mejor campo para el ejercicio del más alto talento... Señalaré al respecto que en casi todas las composiciones el punto de mayor importancia es la unidad de efecto o de impresión. Esta unidad no puede preservarse adecuadamente en producciones cuya lectura no alcanza a hacerse en una sola vez»17. Esta posibilidad de intensidad y de concentración para lograr un efecto están prácticamente logradas en «El almohadón». Por lo que se refiere a la ejecución dinámica de una preceptiva extraída de un maestro -y Quiroga confiesa en su decálogo que Poe lo es, y esto es indudable- la intensidad es uno de sus principales atributos y la acción se concentra desde la primera palabra hasta la última para lograr eso que Poe llama la impresión de «totalidad» predeterminada en un tiempo clave de lectura, durante la cual «el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél (el autor)». Poe continúa: «Un hábil artista literario ha construido un relato. Si es prudente, no habrá elaborado sus pensamientos para ubicar los incidentes, sino que, después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido. Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso. No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio preestablecido»18. «El almohadón de plumas» podría ser claramente el resultado de esas recetas teóricas aplicadas al pie de la letra: su lectura se termina en un abrir y cerrar de ojos, las primeras palabras están calculadas para lograr de antemano el horror que producirá el descubrimiento del final, etcétera, pero si no bastara la dinámica de la composición para explicar este cuento, confeccionado a la manera de Poe -aquí podríamos decir que hay muchos cuentos que no son de Quiroga que están confeccionados de esa manera-, habría otro punto de capital interés que continuaría vinculándolo con el maestro: la temática y la idea alucinante que persigue a ambos autores a lo largo de toda su vida literaria y su perversa capacidad para dominar no sólo al cuento sino a su lector, este objetivo es lo verdaderamente demoníaco, lo verdaderamente perverso. «El almohadón de plumas» es un caso típico de vampirismo con la presencia de monstruo y todo, pero antes que nada es el planteamiento de esa sinrazón, de ese caos que debe legitimarse en frases explicativas y serenas, en el que dos seres humanos se aman pero se destruyen. En Poe, Roderick de Usher entierra a su hermana Madeline sabiendo que está viva y al sentir su presencia detrás de la puerta «una sonrisa malsana tembló en sus labios». Jordán, el de «El almohadón» es frío con su mujer y ésta lo teme, pero acepta complacida como la misma Madeline su destino, entregando su cuello al verdugo monstruoso que la desangra. Esta delectación romántica y mórbida por las heroínas pálidas, de sonrisas evanescentes y dedos delicados, esos amantes que aman a la Byron diciendo «I loved her, and destroy'd her» desembocan de manera sutil en este cuento. El vampirismo concreto de los cuentos sobrenaturales de vampiros que abundan en la literatura gótica -aunque esté la extraordinaria Carmilla de Sheridan LeFanu- pasa entre otros autores por Poe y sigue siendo tema fundamental del decadentismo y del modernismo. La herencia es clara en Quiroga. Lo importante no es detectarla porque a fuerza de existir es obvia, sino definir su sentido19. Poe declara enfáticamente en su Filosofía de la composición que «la muerte de una mujer bella es sin lugar a dudas el tema más poético del mundo», y el amor se presenta dentro de él inserto en los linderos irracionales a los que el demonio de la perversidad lo empuja, hasta obligarlo a amar a sus heroínas sólo cuando están a punto de morir. El vampirismo se expresa no directamente sino en el violento deseo que el protagonista manifiesta de poseer al ser amado para beneficiar en parte de sus atributos. Inclinado sobre el lecho de Morella, el protagonista espera, iracundamente endemoniado, su muerte, mientras que Usher siente uno a uno los movimientos de su amada hermana en la tumba en la que la ha enterrado viva, a pesar de que entre «ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables» y Egeo, primo de Berenice confiesa que «en los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé». La muerte del ser amado detenida un instante en la catalepsia que simula el estado de destrucción total, aunque después devuelva a la vida a los presuntos muertos, es una posibilidad de detener la propia muerte como el vampiro que mantiene su vitalidad alimentándose de la sangre de quien ama. Jordán se transfiere a un monstruoso insecto y la delectación erótica que su mujer no encuentra en la vida cotidiana se transfiere igualmente al acto de succión, pero en el fondo de todas las cosas está ese terrible miedo a la muerte que Egeo, el de Berenice, pretende destruir despojándola de sus dientes «me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral... ¡por eso es que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón». La posesión de una parte del ser amado -el cuello para el vampiro, los ojos en Bécquer y en Quiroga, los ojos, los dientes y la punta de los dedos (pálidos) en Poe- es un amuleto, un fetiche, es la magia que detiene la propia muerte, es el sacrificio de Alcestes, el canibalismo sagrado que nos mantiene vivos aunque muera lo que amamos. Sin embargo, tanto Poe como Quiroga saben de sobra que la víctima y el verdugo cohabitan en la misma carne, y que la belleza de la joven muerta se asemeja a la de la Medusa20 que petrifica al que la mira. Contemplarse es desdoblarse como William Wilson y «El crimen del otro» se vuelve contra el que lo comete; la perversidad empuja al protagonista a cometer un crimen pero también a confesarlo. El asesino de «El corazón delator» y el de «El demonio de la perversidad» se ven obligados por el contrademonio que habita en ellos a entregarse a la justicia y a expiar su crimen. Crimen y expiación son apenas las dos caras de la moneda, a la vez que la contrapartida evidente de la víctima-verdugo21.

La trayectoria del vampirismo así esbozada parece ir perdiendo su efecto a medida que avanza el siglo XX. El carácter sobrenatural de los vampiros del XVIII y del XIX se subraya con su aspecto demoníaco y la barrera entre lo humano y lo diabólico se establece cuando el signo de la cruz es invocado y una estaca se clava, definitiva, en el corazón del vampiro que yace en su tumba. En Poe, el terror se agudiza con el estigma de la locura y la sangrienta presencia del crimen, pero su acaecer se redime en la confesión, puerta abierta a la expiación; es en Quiroga donde aparece más natural, dentro del territorio delimitado por ese naturalismo que exigía «la tajada de vida», el «documento» y donde el monstruo interno parece descartarse con las palabras finales: «En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia... Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma»22.

La explicación racionalista parece hundir en el anonimato cotidiano la presencia del insecto-vampiro, pero es justamente esta coexistencia tan cercana, este simbolismo de factura tan concreta, lo que produce el terror más hondo. Y se produce al darnos conciencia de su cercanía, al insinuarse como símbolo inmediato, posible siempre, en todas las circunstancias y en todos los lugares, adherido a cualquier pareja, presente en la descomposición diaria, en la rutina aparente, en cualquier situación anodina y grisácea, sin el brillo perfecto del terror que causa lo sobrenatural, aunque éste vaya implicado en el territorio del relato.

En «El vampiro», cuento publicado en 1927 y recopilado en El más allá, Quiroga insiste en el tema: el título del cuento lo subraya. Su estructura es la ya señalada: preámbulo en que se define la posición del protagonista, necesidad después de plantearse el problema que surgirá a base de explicaciones científicas, lógica clara y precisa para destacar con mayor violencia el aspecto ahora sí sobrenatural. El desdoblamiento del protagonista en narrador y participante, en testigo-relator de los hechos y explícitamente en ejecutante de los mismos, tan frecuente en muchos cuentos de Poe. El cinematógrafo fascina a Quiroga y le proporciona un punto de partida excelente gracias a su doble perspectiva de ciencia y de ficción, a esa posibilidad que tiene de sugerir fantasías y de provenir de un fenómeno óptico totalmente cuantificable.

Rosales busca al narrador para que lo ayude a corporificar una imagen femenina, para que le entregue una actriz de cine entrevista como ideal en una pantalla: «Del mismo modo que se imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio de un semblante en otro circuito de orden visual...»23. Poe se apoya en experimentos de su época; baste como ejemplo aquí «El extraño caso del Sr. Valdemar» en el que coinciden las ideas de Poe sobre la voluntad y su interés por ciertos temas que en su época se planteaban como principio de nuevas ciencias; en este ejemplo se trata de los experimentos mesméricos sobre la hipnosis. Valdemar se mantiene vivo gracias a la hipnosis y al poder mental del que lo hipnotiza; la voluntad del médico es superior a la muerte por un momento, como la voluntad de Ligeia o de Morella les permite sobrevivir y vencer aparentemente a ese «conquistador gusano» que persigue a Poe. Rosales, como nuevo Pigmalión, intenta en este cuento rescatar una imagen visualizada y proporcionarle vida; para ello acude a Grant, narrador del cuento y hábil científico. La ejecución de ciertas teorías del segundo permite realizar el deseo, pero el monstruo así creado acaba destruyendo a su creador. Grant sucumbe también porque es el doble del «otro» y participa soslayada, diluidamente, de la pasión de Rosales. Rosales muere desgastado como los personajes a quienes un vampiro desangra y Grant acaba sus días -principia el cuento- en un asilo de alienados.

El «otro» vuelve a presentarse. Uno -Rosales- está dominado por una pasión anormal: «Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer... Para las dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse en seguida en desmayo, el calor incontenible del deseo. Y ella era un espectro» (p. 14).

Este deseo «insensato, incontenible» suele producirse en Quiroga en el terreno natural de la muerte. Sus héroes de El más allá -cuento que da título a este volumen- sienten el deseo sobre la lápida de la tumba donde sus padres los han colocado después de su suicidio.

En «El síncope blanco» el narrador se enamora de una muerta; en «El espectro», los enamorados adúlteros mantienen el triángulo y el deseo ante la imagen diariamente representada del esposo, galán de la pantalla y su castigo -la muerte- se produce cuando el actor se corporifica -como la mujer de «El vampiro»- y sale de la pantalla con ademán vengador. Egeo ama a Berenice sólo cuando está a punto de morir24.

La visión del «otro» el crimen visualizado desde fuera aunque se lleve dentro o el amor contraído inserto en los vértices cambiantes de triángulos eternos son permanentes en la obra de Quiroga. Mucha de su problemática está conectada con la de Poe, ya lo hemos visto; su pasión por los fantasmas de la mente, su idea incestuosa del amor, la relación con «el otro yo mismo», la aparición reiterada del triángulo.

Para redondear más totalmente estos vínculos de Quiroga con lo «turbio» y para definir más profundamente su concepto del amor, se haría necesario sin embargo estudiar la cercanía que muestra con Dostoievski: Steiner ha mostrado la influencia que sobre éste jugara la novela gótica25. La fascinación por lo morboso, el incesto, las heroínas niñas está presente en Poe (incesto de Madeline con Usher, relación entre primos: Berenice y Egeo, Eleonora y el protagonista del cuento del mismo nombre; relación de la hija con el padre en triángulo con la madre en «Morella»; la amante considerada como madre en «Ligeia») pero es en el novelista ruso en donde Quiroga encuentra, otras de sus afinidades más representativas para reconstruir el mecanismo del comportamiento amoroso: la veleidad y mudanza de las mujeres, su infantilismo, la curiosa mezcla de lascivia y castidad que muestran, su inmersión en triángulos de doble faceta (El idiota, Historia de un amor turbio) la seducción de niñas (Los endemoniados, Karamazov, Historia de un amor turbio, Pasado amor, «Silvina y Montt»).

En última instancia, como afirma Ángel Rama en el prólogo mencionado: «Ya en "Los perseguidos" es evidente que lo múltiple y disgregado de una personalidad en su vigencia interior tiene que ver con una experiencia acorde en las relaciones humanas internas. Pero fue dentro del erotismo donde Quiroga descubrió la función de lo múltiple y a eso le llamó "el amor turbio". Es cierto que el XIX había explorado hasta la saciedad -y el estereotipo- el principio del triángulo amoroso, pero Quiroga avanzó más, sorprendiéndonos repentinamente con una intuición que sólo contemporáneamente puede justipreciarse»26.




ArribaEl descenso a los Infiernos

Un prerromántico germano, Hamann, el «Mago del Norte» advierte: «Toda la taumaturgia estética es importante para reemplazar al más pequeño sentimiento inmediato; sólo el conocimiento de nosotros mismos, ese descenso a los infiernos, nos abre el camino de la divinización»27. Este viaje interior se produce dentro de los espacios inconmensurables del ser íntimo, como hacia los fantasmagóricos espacios abiertos que la naturaleza ofrece al hombre. Polarizaciones extremas -filos de la navaja- «de este lado el infierno, y del otro infierno; entre los dos: la vía de la vida (Rabí Moshé Loeb)» -sueños e imaginaciones que se precipitan como un simún en la mente del que imagina, del que sueña. Espacios desmesurados semejantes a las visiones del opiómano que De Quincey describió tan minuciosamente y que Poe vinculó sin cesar a su propia visión del mundo28. Espacios frenéticos, encrespados, precipitados hacia afuera y hacia adentro en dicotomía absoluta y sin embargo en proximidad delirante, alucinada. El enfrentamiento a un mundo en intolerable apertura a un infinito que a la vez se cancela sobre la vertiginosidad del remolino del Maelström o sobre la verticalidad de una pared de hielo blanca e incomprensible en el «Manuscrito encontrado en una botella», idéntico al de la abismal concentración con que otros héroes de Poe, encarcelados en prisiones construidas por sí mismos, se contemplan en la pequeñez de un mundo fragmentado en objetos gigantes y a la vez pequeñísimos: los dientes de Berenice, el ojo venoso y maligno de «El corazón delator», el oído sensitivo y morboso de Usher, la mirada intensa de Ligeia. Confrontado al mundo exterior, el personaje de Poe se halla expuesto a una soledad y a una destrucción terroríficas; confrontando consigo mismo encuentra su propio caos, su locura; las dos visiones, los dos descensos son igualmente pavorosos, infernales; vuelto hacia si mismo encuentra «el demonio de la perversidad», el abismo larvado de lo inconsciente; vuelto hacia afuera, encuentra el desamparo, la nada, el espacio infinito. Igual desdoblamiento en Quiroga: su inmersión en sí mismo le entrega los súcubos de la sinrazón, su sentido de lo «turbio»; la relación con la naturaleza lo enfrenta a la muerte inexorable.

«A los abismos inconscientes pertenece», afirma Béguin, «...toda la riqueza de nuestra vida; pero ¿cómo percibirla? ¿Cómo realizar el descenso a los infiernos interiores? Por medio de la palabra y de la poesía», y para reiterarlo agrega otra cita del mismo Hamann, recientemente citado aquí, «Los sentidos y las pasiones sólo hablan por medio de imágenes, nos escuchan más que a las imágenes»29. En el cuento, Poe y Quiroga deambulan en el campo de «la verdad» según el primero y en el de «la realidad» según el segundo. Sin embargo a pesar de la necesidad que ambos autores encuentran de constreñir con precisión el territorio que pisan mediante un lenguaje especifico, a pesar de su afán por delimitar la anécdota y causar un «efecto» en la mente del lector, los dos escritores se ven obligados obviamente a recurrir a las imágenes, como los poetas, aunque éstas se planteen de manera diversa y respondan a lo que su instrumento de trabajo les exige y se proporcione como punto de referencia una explicación racional del mundo. Esta clarividencia se perfila como la única posibilidad de poner de relieve la imagen y trascenderla dentro del ámbito narrativo. En «El manuscrito encontrado en una botella», Poe parece embarcarse en el relato de una aventura marítima banal; su personaje abre la narración definiéndose estrictamente: «Me ha parecido apropiado hacer este proemio para que el increíble relato que he de hacer no sea considerado como el delirio de una imaginación desenfrenada, en vez de la experiencia positiva de una inteligencia para quien los ensueños de la fantasía son letra muerta y nulidad»30, para agregar luego y como al desgaire que entre las provisiones que se llevan a bordo hay entre otras cosas «algunos cajones de opio». La tranquilidad del viaje se interrumpe bruscamente con la aparición repentina de una «nube aislada de extraño aspecto. Era notable tanto por su color como por ser la primera que veíamos desde nuestra partida... Pronto mi atención se vio requerida por la coloración rojo oscuro que presentaba la luna y la extraña apariencia del mar, operábase en éste una rápida transformación, y el agua parecía más transparente que de costumbre... El aire se había vuelto intolerablemente cálido y se cargaba de exhalaciones en espiral semejantes a las que brotan del hierro al rojo» (p. 40). La coloración de la nube va aparejada a la visión de una luz especial que anuncia un presagio. En su «Descenso al Maelström» se produce de repente un cambio en la atmósfera anunciando el vértigo del remolino que arroja al abismo a los pescadores, el anuncio es también «una extraña nube del color del cobre»31. Mircea Eliade al hablar de la experiencia mística32 se demuestra que su advenimiento va siempre conectado con la visión de una luz que parece provenir de fuera aunque el visionario se ilumine de inmediato por dentro. El opiómano se enfrenta a visiones semejantes, la iluminación se produce por igual y los contrastes se definen como vórtices de espacios arrancados al abismo en proyecciones que arrojan hacia abajo al visionario o que lo detienen frente a una pared lisa e infinita. Visión del drogado que coincide con la visión del místico, en la aureola deslumbrante con que la luz confunde. La alucinación suele aparecer en forma violenta, como relámpago, y determina la inmersión en otro mundo. Poe subraya el contraste separando cuidadosamente las dos esferas, la de lo natural, entrando en el terreno de la lógica, del análisis cuidadoso, de las explicaciones científicas, para pasar luego en contraste a la esfera sobrenatural frente a la cual el ser humano se aterroriza. La luz cobriza en el presagio y a la vez la entrada a esa realidad otra en la que el narrador vivirá marginado junto a seres fantasmales -«Manuscrito»- que deambulan por un barco, antiguo, sin factura ni idioma que defina su procedencia; su porosidad lo convierte en algo surgido del cuerpo mismo de las aguas; sus habitantes son la imagen de la vejez y el símbolo de un descenso mítico a los infiernos, del acercamiento a una suprarrealidad que Poe define así: «seguramente estamos destinados a rondar continuamente al borde de la eternidad, sin precipitarnos por fin en el abismo. Pasamos a través de olas mil veces más gigantescas que las que he visto jamás, con la facilidad de una gaviota; las colosales aguas alzan sus cabezas sobre nosotros como demonios de la profundidad», pero para subrayar el contraste vuelve de inmediato a buscar la explicación racional: «Me siento inclinado a atribuir esta continua sobrevivencia a la única causa natural que puede explicar semejante efecto. Supongo que el barco está sometido a la influencia de alguna poderosa corriente, o de una impetuosa resaca» (p. 47). Los tripulantes del barco antiguo son seres añosos, caminan como espectros sin reparar en el narrador que los mira, los instrumentos que utilizan llevan el sello de algo vetusto, las aguas son oscuras, profundamente indefinidas y el capitán del barco produce: «la intensa, la asombrosa, la estremecedora evidencia de una vejez tan grande, tan absoluta, que dominó mi espíritu con una sensación, con un sentimiento inefable. Aunque poco arrugada su frente parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son crónicas del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro» (p. 48). Los dos mundos están así recalcados y la intención de Verdad se anula con el efecto de irrealidad, de estancia en el otro mundo que marineros y capitán evocan. La violencia del cambio se manifiesta en comparaciones apenas sugeridas, en la necesidad de encontrar las palabras, de definir «lo que es por lo que no es», de tal modo que surja la pregunta última: «¿Cómo no quedar transido de horror frente al asalto de un viento y de un océano para los cuales las palabras tornado y tempestad resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la tiniebla de la noche eterna y un caos de agua sin espuma, pero a una legua, a cada lado, alcanzan a verse a intervalos y borrosamente, gigantescas murallas de hielo que se alzan hasta el desolado cielo y que parecen las paredes del universo» (p. 48) y ¿cómo no preguntarse a la vez la simbología inmediata de esta visión casi mística? ¿Cómo no ver en ella el reconocimiento de la propia Muerte y su alegoría? Al oleaje profundo, al horror supremo se añade como última visión de desgracia y de destino, el hielo; el descenso conduce al despojo, a la cercanía de lo inerte, al conocimiento inexorable de la destrucción total. La dualidad se representa tanto en el apego a la Verdad -deducciones científicas para explicar estados anormales de la naturaleza, o deducciones policiales para explicar crímenes violentos- como en la calidad de las imágenes, en los colores y en el contraste rabioso de las sensaciones que producen: ébano oleaginoso de las aguas arremolinadas frente a luces deslumbrantes en las que el azul y el blanco se disputan la primacía (Maelström, pp. 91, 94, Manuscrito, pp. 42, 43).

Así la revelación se vuelve literalmente la iluminación puesto que toda conversión va precedida sin remedio por la luz surgida desde afuera, pero introyectada en el vidente que se transforma gracias al contacto con lo sobrenatural y la cercanía con una divinidad, aunque ésta se oculte simbólicamente.

En Quiroga la visión se va afinando y sus colores antes modernistas -corales, turquesas, esmeraldas, dorados-, se reducen sabiamente a los blancos enceguecedores y difusos que la luz del sol proyecta sobre los objetos («La insolación») a los encendidos escarlatas sanguinolentos (la sangre o el sol poniente en «La gallina degollada») contrapuestos a los tonos grisáceos o negros como la tinta del río Paraná («Van Houten»). Así el color cobrizo de las nubes de Poe se tiñe con los rojos del crepúsculo y de la sangre, los desfiladeros glaciales son el equivalente del sol en el desierto y los colores turbios del río se encuentran con las aguas ennegrecidas por donde circulan los barcos espectrales del norteamericano.

«La insolación», publicado en 190833 y recopilado también en Cuentos de amor, de locura y de muerte se sitúa ya dentro de los cuentos de «acción» o de «ambiente» de Quiroga. El desierto del Chaco, enorme, asoleado, es su escenario, varios perros son los protagonistas, los «otros» los que ven a la Muerte, los testigos de su propia miseria y la de su amo, Mr. Jones. «El día avanzaba igual a todos los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante, que parecía mantener el cielo en fusión y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas». El desierto se perfila inmenso, su horizonte confundido por el sol no tiene límite posible. Su finitud sólo determina la Muerte como la Vejez determina el sentido de los pasajeros del barco de Poe: «Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera habían intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Mr. Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso de pie, meneando el rabo, los otros levantáronse también, pero erizados.

-¡Es el patrón! -exclamó el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos...

-No es él, es la Muerte.



Con gran tranquilidad, ya en posesión de su lenguaje sencillo, efectivo, que se integra a un ambiente de campo, de trabajo, el cuento parece no trascender los confines de una descripción realista. El sol fusiona tanto los colores como los límites y al decir límites me refiero no sólo a los concretos, a los enmarcados por el desierto y el sol delirante, sino al de los del mundo de la realidad y el mundo «otro». El mundo ilimitado, el sobrenatural, el de la Muerte, el que los perros presienten y presagian como símbolos de esa superconciencia que les permite vivir la desaparición del amo y su propia desgracia: «el cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes» (p. 72). Cuando la Muerte y su fantasma se presentan sin aspavientos, sin palabras desgarradas, sin tragedia demasiado obvia, cuando la intensidad se logra con la sencillez y el efecto se inserta en el encuadre tranquilo de un realismo de «ambiente» y hasta de «color local» pero trascendiéndolo, hemos trascendido también los confines del Romanticismo y hemos entrado en un universo particular y definitivamente quiroguiano. Los dos extremos se han juntado, la visión interior, ese descenso hacia el infierno y esa salida hacia la muerte, ya no aparecen bifurcados, antes bien, lo de adentro y lo de afuera son una sola cosa, su presencia se advierte de inmediato, en un solo movimiento que unifica. Lo otro y lo uno se confunden. Esta fusión es sólo momentánea y aparece sólo en varios cuentos de distintos periodos de la vida de Quiroga. La «ausencia»34 de armonía la vive Quiroga como una catalepsia que lo divide, que lo separa en hombre de campo y en escritor, pero cuando las dos personas se juntan como en «La insolación», aunque sea para constatar la cercanía de la muerte y su sentido, su hallazgo lo habilita como si esa búsqueda se detuviera por un rato y la muerte se hiciese tranquila y clara dentro de la vida cotidiana y de experiencia que la contiene, como si sólo ella le diese sentido y definición a la propia vida. La iluminación se produce dentro de los cauces estrictos de la presencia de un sol concreto y diario que desemboca en la luz que irradia el «Más, allá». En este momento las visiones se identifican y el descenso se efectúa, Poe y Quiroga vuelven a encontrarse en algunas de sus técnicas, como en muchas de sus temáticas.

El «Regreso de las carabelas» de que habla en uno de sus últimos artículos Rodríguez Monegal, se produce de nuevo, en ese ir y venir literario que demarca la relación de distintas tradiciones conectadas en un constante fluir que atraviesa varias veces el Océano y nos lleva de los románticos alemanes y el opiómano De Quincey, al turbulento Poe para regresar a Baudelaire, maravillado por sus Historias extraordinarias y su «Cuervo» y nos lo devuelve en el decadente y suntuoso ropaje de nuestros Modernismos para que Quiroga lo recoja y lo purifiqué en la experiencia de sus propios símbolos e imágenes literarias.







 
Indice