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ArribaAbajoEl amor y los ratones

Poema vulgar


Leído en el Ateneo de Madrid, el 16 de Diciembre de 1889




I

    Eran Ana y Miguel dos criaturas
Dignas de ser felices en la tierra,
Dos Palomas sin hiel, dos almas puras,
Sencillas e inocentes,
De esas en que el amor todo lo encierra.
Huérfanos ambos, de fortuna escasa,
La muchacha vivía
Con una buena y cariñosa tía,
Hermana de su madre,
Viviendo el joven la contigua casa
Al lado de un hermano de su padre.
Ambos se alimentaban de ilusiones,
A las cosas del mundo indiferentes,
Sin comprender que hubiese corazones
En que pudiera el interés mezquino
Influir para nada en su destino.


II

   Juntos, desde la infancia,
Por los vecinos campos discurrían
En su pueril y cándida ignorancia,
Ya cogiendo palmichas y bellotas,
Ya espárragos trigueros,
En los verdes oteros,
Que cual dos mariposas recorrían;
Y cargados de frutas y de flores
A la tarde volvían,
Roto el vestido y aun las manos rotas
De trepar por los riscos escarpados,
Pero siempre de dicha enajenados,
Cantando sus amores
Cual pareja feliz de ruiseñores.


III

   Sin darse cuenta de ello, en cuatro días
La pubertad a la niñez reemplaza;
Asomando a su labio el fino bozo.
Truécase el niño en un gallardo mozo;
Las formas de Ana empiezan a abultarse;
Y, sin causas que puedan explicarse,
Cesan sus alegrías;
Vínculo extraño y nuevo los enlaza;
A ir ya solos al campo no se atreven;
Y cuando alguna vez osan mirarse,
Él se pone encendido;
Ella baja los ojos ruborosa;
El corazón redobla su latido;
Y, aunque nada sus actos les reprueben,
Sienten dentro del pecho... cierta cosa
Conque todas sus fibras se conmueven.


IV

   En esta situación, una mañana,
Después de oír la misa,
Que con grande contento de los fieles
Decía siempre el cura muy deprisa,
De este modo Miguel le dijo a Ana:
-Si es cierto que mis flores guardar sueles,
Cual yo guardo las tuyas, con cariño,
Desde que tú eras niña y yo era niño,
Torna estas rosas bellas,
Que para ti he cortado,
Y guárdalas con ellas,
Hasta que vuelva yo de ser soldado;
Que entonces, juro a Dios, y en él confía,
Que al pie de los altares serás mía.


V

   Cogió la joven pálida y llorosa
Con mano temblorosa
las flores que el mancebo le alargaba;
Las besó con afecto santo y puro,
Y tomando un clavel que ella llevaba
En sus trenzas prendido,
Dijo a su amante: toma; yo te juro
Conservar cuantas flores tú me has dado
Cual recuerdo sagrado
Del vínculo de amor que nos ha unido,
Tus cartas y tus flores,
Dijo luego con llanto reprimido,
Serán de mi alma el único consuelo.
Ambos pusieron por testigo al cielo
De su fe inquebrantable y sus dolores,
Y llorando Miguel, dijo: -¡No llores!


VI

   Aquella noche, entre la sombra obscura,
De la reja al través, sus yertas manos
Se estrecharon con pena y con ternura.
Después de hacer esfuerzos sobrehumanos
para exhalar con labio balbuciente
Un adiós, que del pecho comprimido
Arrancaba el dolor siempre creciente,
Se oyó el dulce estallido
De un beso prolongado...
Alejose el soldado,
Al asomar la luz de la mañana,
Transida el alma, el corazón deshecho,
Y la niña, cerrando la ventana,
Llorando se arrojó sobre su lecho.


VII

   Entre estas amarguras pasó un año,
En que las cartas de Miguel y de Ana
Cruzaron muchas veces el camino,
Llegando casi siempre, caso extraño,
Con gran puntualidad a su destino.
Hacíanse los dos cuenta galana
De que, al fin de la ausencia,
Para ellos ya tan larga, cruel y dura,
Cuando Miguel tomara su licencia
Correrían con gozo e impaciencia
A recibir la bendición del cura.


VIII

   Cada carta llevaba un juramento
De amor y de constancia perdurable;
Y en prueba de recuerdo inalterable
De los días de paz y de contento,
En que juntos los campos recorrían,
Y de esperanza, rica en ilusiones,
De que a gozar tal dicha volverían,
Iban siempre cubiertos los renglones
Con pétalos de flores deshojadas,
Al calor marchitadas
De aquellos dos amantes corazones.


IX

   Hallábase Ana un día
Sentada con su tía
En el ancho alfeizar de la ventana,
Ocupadas las dos en sus labores,
Cuando entró por la calle
Un alazán hermoso,
De aire gallardo y ojos de centellas,
Regido con notable maestría
Por un hombre robusto y vigoroso,
De barba y cabellera ya entrecana,
Alto de cuerpo y de fornido talle,
Que le obligaba a hacer dos mil primores.
Llegó; lo paró en firme al frente de ellas;
Se quitó su sombrero,
Y saludó con rostro placentero.


X

   Contestole la vieja sonriente;
La niña, recatada
Y de carmín teñida hasta la frente.
Después de aquel saludo,
Para él muy elocuente,
Aunque fue por desgracia corto y mudo,
Retirose el galán con alborozo,
Lleno de vanidad, por ser buen mozo,
Por montar un caballo tan lijero,
y por ser de las hembras codiciado,
Aunque estaba entre todas reputado
Como un burro cargado de dinero.


XI

   Cuando a lo lejos se perdió de vista,
La vieja, que era lista,
Fijando una mirada escrutadora
En la niña hechicera,
Que de Miguel tan solo se acordaba,
Mientras absorta en su labor estaba,
Con eco de sirena encantadora
El diálogo entabló de esta manera:
-¿Has notado de Antón la gallardía?
Es Antón un jinete consumado.
¡Qué gracia y qué donaire!
¡Qué animal tan hermoso! Parecía
Que iba a desenvolver el empedrado
Y a echar todas las piedras por el aire.


XII

   -Ya lo vi. -¡Ya lo vi! ¿Y qué te parece?
-Nada. -¡Siempre tan tonta! Habla. -Me Callo,
Porque él en nada mi atención merece,
Y, si hay mérito alguno, es del caballo.
-Me ha dicho que te ama,
Y que anhela con ansia ser tu esposo.
Es rico: de rumboso tiene fama,
Y es cualidad de noble el ser rumboso.
Aún está en buena edad. -¡Más de cuarenta!
-¿Y qué es eso en un hombre? -Pero, tía...
-Antón no es un vicioso y disoluto,
Como son casi todos en el día,
Nadie a un esposo ya los años cuenta,
Si es rico; Y él lo es. -¡Pero es tan bruto!...


XIII

   -¿Quisieras tú mejor un barbilindo,
Para morir los dos de amor... y de hambre?
-Quiero vivir soltera,
Y yo al dinero el corazón no rindo.
-A Antón cualquier mujer lo prefiriera
Aún teniendo de novios un enjambre.
Escucha mi consejo,
Y ya te alegrarás, hija del alma.
-Antes que ser de Antón, llevaré palma.
-¿Por qué? -Porque es muy bruto y porque es viejo.


XIV

   Dice un refrán que el agua, gota a gota,
Cayendo sin cesar, la piedra horada;
Y apoyándose en él la anciana tía,
De Miguel logró al cabo la derrota;
Pues la niña cuitada,
Viendo a la que de madre le servía
Insistir con el ruego y con el llanto
En favor de aquel hombre
Que, a pesar de ser viejo y de ser bruto,
Era para ella humilde como un santo,
Y ofrecía a sus pies como tributo
Su fortuna y su nombre,
A trueque de ser de otras envidiada,
Y de hacer a su tía un beneficio,
Se dejó conducir al sacrificio,
Sin importarle nada
Ni tener por desdoro y por afrenta
Casarse con un hombre de cuarenta.


XV

   Cuando supo Miguel lo que ocurría,
Puso el grito en el cielo.
¡Y era verdad, porque ella no escribía!
El infeliz muchacho enamorado
Estuvo casi un mes como alelado,
Pensando en el ultraje
Y llorando a escondidas sin consuelo,
Siendo a veces tan grande su coraje,
Que ya furioso se arrancaba el pelo.


XVI

   En más de una ocasión, con fiero enojo
E impresión dolorosa,
Sacó de su mochila
Una bolsa de cuero primorosa,
Donde las prendas de su amor guardaba.
Las quiere destruir... Pero vacila,
Sin atreverse al temerario arrojo
De quemar con las cartas y las flores
La trenza de cabello perfumado
De la mujer ingrata y veleidosa.
Venciendo sus temores,
Luego aquellos objetos contemplaba
Con violenta emoción, el rostro airado
Y fruncidos los labios de ironía...
Ya el fósforo encendía
Para el auto de fe... pero -¡Dios santo,
Exclamaba, vertiendo en su amargura
Lágrimas de dolor y de ternura,
No puedo, no; ay de mi, la quiero tanto!


XVII

   Mientras Miguel guardaba con esmero
Los recuerdos de Anita,
Sin atreverse a ser justo y severo,
Aunque más de una vez lo premedita,
Ella, las prendas de Miguel tomando,
Las hizo un envoltorio;
Las lió en un papel; y en una caja
Desvencijada y rota
Las echó en un desván considerando
Que, por más que su amor fuera notorio,
No se ofende a un marido ni se ultraja,
Cuando recuerdos de época remota
Con ánimo resuelto y decidido
En el rincón se arrojan del olvido.


XVIII

   Aunque Ana entró con cierta repugnancia
En los goces del santo matrimonio,
La costumbre se lo hizo llevadero;
Y hallándose Miguel a gran distancia,
No le pareció Antón mal compañero.
De conyugal amor en testimonio,
Tiñole ella las canas por su mano;
Lo vistió con más arte y más aliño;
Y fue para ella tan copioso el fruto,
Que, casi casi le cobró cariño,
Y francamente confesó a su tía
En lenguaje correcto, liso y llano,
Que no le parecía,
Tratado ya, tan viejo ni tan bruto.


XIX

   Antón era feliz, cual puede serlo
Un hombre de cuarenta navidades,
Que tiene por esposa,
Casi sin merecerlo,
Una muchacha hermosa,
Y además de salud, comodidades;
La tía, ni elevada a un regio trono
Se diera más realce ni más tono,
Y Ana, echándola ya de gran señora,
En ser esposa fiel formaba empeño;
Pues si allá en sus adentros se acordaba
De que al pobre Miguel le fue traidora,
Desechar el recuerdo procuraba
Como importuno y doloroso ensueño.


XX

   Pero en vano: sin tregua y sin reposo
La sombra de Miguel la perseguía,
Y sola o en los brazos de su esposo
A su lado contínuo lo veía.
En las frutas silvestres de los prados,
En las flores lozanas
Siempre hallaba sus ojos retratados.
Las tardes melancólicas y bellas,
Las risueñas mañanas,
El claro sol, la luna, las estrellas,
Todo le recordaba aquellas horas,
Que ella apartar de su memoria trata,
Y hasta escuchó en las ondas gemidoras
El eco de Miguel. ¡Ingrata! ¡Ingrata!


XXI

   Así el tiempo corría, presuroso
Para el que en este mundo miserable
Se forma la ilusión de que es dichoso,
Y lento, intolerable
Para aquel que se juzga desdichado.
El buen Antón, que madrugar solía,
Salió a ver su ganado una mañana
En un potro veloz recién domado,
Después de dar a su querida Ana
Un abrazo y un beso regalado
Y un apretón de manos a su tía.
Entrambas se asomaron a la puerta
Para verlo salir y Ana le dijo,
Como si fuese en el asunto experta:
   -Mira, Antón: tengo miedo de ese potro.
¿Por qué no montas otro
De los que ayer trajeron del cortijo?
Echó Antón a su esposa una mirada
De gratitud inmensa y de ternura,
Y le dijo, al montar: -Queda segura,
Que otros más fieros para mi son nada,


XXII

   Llegó la tarde, y con la mesa puesta
Aguardaban a Antón tía y esposa.
Repitió el sol su sempiterno engaño
De sepultar su esfera esplendorosa
Detrás de un monte de empinada cresta.
Cerró la noche obscura; y fue ya extraño
Tanto tardar en quien volver solía,
Como esposo feliz y amante tierno,
En verano e invierno,
Dos horas antes de acabarse el día.


XXIII

   Inquietas por demás, sobresaltadas
Empezaron a hacer suposiciones
Pueriles y a cual más descabelladas.
¡Si habrán ido al cortijo los ladrones!
¡Si se habrá puesto malo! ¡Si en el río
Se habrá hundido al pasar! ¡Qué habrá, Dios mío!
Es preciso enviar algún criado
Que vuelva sin demora
Y nos pueda decir lo que ha pasado.
¡Ya hace más de una hora
Que la noche cerró! ¡Qué pesadumbre
Es para una mujer la incertidumbre!


XXIV

   Cuando todo se estaba preparando
Para el explorador que a salir iba,
Un extraño rumor se fue acercando
De gente alborotada,
Que, exhalando clamores dolorosos,
Inundaba el espacio, calle arriba.
Poco después llamaron a la puerta,
Y pudo ver la esposa desolada,
De terror y de angustia casi muerta,
Por cuatro hombres piadosos
En una parihuela conducido
El cuerpo inerte ya de su marido.


XXV

   -¡Qué es esto, santo Dios! la desdichada
Exclamó, dando rienda a sus lamentos,
De su esposo mirando extraviada
La faz despedazada
Y los brazos tronchados y sangrientos.
Y mientras que en la casa introducían
El cadáver de Antón, y con presteza
Los jueces y escribanos acudían,
Supo la pobre Ana
Que el potro maldecido,
Que tanto la asustó por la mañana,
Desbocado y ya loco de fiereza
Como una exhalación partió ligero,
Y el jinete, luchando enardecido,
Rodó con él por un despeñadero.


XXVI

   Como el esposo falleció intestado
Y no tuvieron hijos,
Fue a los parientes todo adjudicado:
Haciendas y ganados y cortijos;
Siendo tan triste y tan fatal la suerte
De la infeliz viuda,
Que, a poco más, la deja aquella muerte
Al amparo de Dios, sola y desnuda.


XXVII

   Cumplió Miguel su tiempo de soldado
Y volvió a su lugar triste y sombrío,
Donde el caso de Antón le fue contado
Con todos los detalles por su tío;
Y aunque no era de malas intenciones,
Casi no tuvo pena
por la desgracia ajena;
Que en ciertas ocasiones,
Si calla la razón y hablan los celos,
La dicha de un rival causa amargura,
Y hasta se llega a ver su desventura
Como justo castigo de los cielos.


XXVIII

   El pobre ya en el pueblo se aburría
Y la vida para él era un infierno,
Cuando llegó una carta cariñosa
De otro tío paterno
Que allá por las Américas tenía,
Llamando a su sobrino,
De quien era padrino,
Con ansia presurosa,
Porque se hallaba enfermo de cuidado
Y a personas extrañas entregado.


XXIX

   Miguel resolvió al punto su viaje;
Y mientras preparaba el equipaje,
Calculó que las cartas y las flores,
Que de Ana conservaba,
No debía tenerlas más consigo;
Y que va, terminados sus amores,
Era bueno cambiar, como intentaba,
Aquellas prendas de recuerdo ingrato,
Yéndose a despedir como un amigo
Que guarda a su dolor noble recato.


XXX

   Como ya pronto terminaba el luto
De la joven viuda,
En hablar con Miguel no tuvo duda;
Y mucho más, sabiendo que el mancebo,
Siempre respetuoso,
En la cita formal que le pedía
Cual caballero noble y generoso,
Ni podía decirle nada nuevo,
Ni a ofenderla jamás se atrevería.


XXXI

   Lo que menos pensó la desdichada
Fue que Miguel, al despedirse de ella,
Tuviese la intención premeditada
De pedirle las prendas de cariño
Que le dio desde niño,
Cuando ella era también niña y doncella.
La noticia en el pueblo circulaba
De que un tío muy rico lo llamaba;
Y la tía, cual vieja, previsora,
Desde luego aconseja a su sobrina
Que al honrado Miguel la cita acuerde;
Porque, si bien el hecho se examina,
A ella tal entrevista no desdora,
Y en concederla, al fin, nada se pierde,


XXXII

   Llegó Miguel sencillo y bondadoso
De Ana al hogar, sin sombra de malicia,
No bastando tres años de milicia
A hacer mella en su pecho candoroso.
Era el anochecer; el aposento,
Por una débil lámpara alumbrado,
Respiraba tristeza;
Ana se hallaba sola;
Lo saludó al entrar con la cabeza
Y con la mano le indicó un asiento.
El pobre mozo, trémulo y cortado,
Al sentarse a su lado,
Sintió que casi le faltaba aliento.


XXXIII

   Después de unos instantes
De aquellos en que el alma se concentra,
Busca un rayo de luz y no lo encuentra,
De temor y de angustia jadeantes,
-¡Ana! -¡Miguel! con eco dolorido
Casi a un tiempo exclamaron;
Y ella triste y confusa, él aturdido,
Una mirada a su pesar cambiaron.
Lo que el labio a decir no se atrevía,
El corazón lo dijo por los ojos:
Y olvidado Miguel de sus agravios,
Exclamó en voz muy débil: -¡Ana mía!
Y ambos cayeron a la vez de hinojos,
Juntándose sus manos y sus labios,


XXXIV

    En aquella postura
En momento no más permanecieron.
Ana exclamó turbada: -¡Qué locura!
Y él trémulo y convulso,
Sin acción y sin voz, casi sin pulso,
Recordando los tiempos que se fueron,
Sintió que en su mejilla resbalaba
Una lágrima intensa, ardiente y pura.
Y cuando a Ana miró... también lloraba.


XXXV

   Hubo otra pausa de silencio triste;
Y, después de un suspiro doloroso,
-¡Te vas! le dijo ella;
Y el joven, conmovido y tembloroso,
Contestó a media voz: -¡Tú lo quisiste!
-¡Culpa más bien a mi infeliz estrella!
Yo ceder no quería,
El cielo me es testigo;
Pero mi tía y él hicieron tanto,
Que, aunque era mi ambición vivir contigo,
Resistir por más tiempo no podía
Sus continuos lamentos y su llanto,
Y accedí a las instancias de mi tía!


XXXVI

-Yo guardé con respeto religioso,
Dijo Miguel, las prendas adoradas,
Recuerdos de otro tiempo venturoso,
Y ellas nunca de mí se separaron.
-Yo las tuyas también tengo guardadas.
-¡Tú!- Siempre en mi dolor me acompañaron.
-Tráelas al momento,
y si esas prendas hablan en tu abono,
En gracia de tan noble sentimiento,
Todo cuanto pasó te lo perdono.


XXXVII

   Ana corrió al desván; buscó la caja
Que de su amor las prendas contenía
Como al frío esqueleto la mortaja;
El polvo le limpió que la cubría;
Presentola a Miguel, juntos la abrieron
Llenos ya de esperanza y de ilusiones;
pero, con grande asombro, sólo vieron,
Entre hojas de papel desmenuzadas
Y flores destrozadas,
Un asqueroso nido de ratones.


XXXVIII

   Lanzó la niña estrepitoso grito
Y se escapó la caja de su mano.
Como el que de un letargo se despierta,
Miguel se levantó de asombro lleno,
Y exclamó, dirigiéndose a la puerta,
Con la voz gutural de sordo trueno:
-¡Adiós, y para siempre! ¡Estaba escrito!
¡Oh cielo para mí cruel y tirano,
Qué abismos guarda el corazón humano!


XXXIX

   Ana, llorosa, en el siguiente día,
Se dirigió a la iglesia con su tía,
Buscando a su dolor algún consuelo.
-Ya volverá Miguel, cese tu llanto,
La vieja le decía;
Con fervorosa fe pídele al cielo,
No se separa así quien ama tanto.


XL

   Cuando al atrio llegaban,
Algunos hombres con calor hablaban
De lo último en el pueblo sucedido;
Y aplicando el oído,
Escucharon las dos muy claramente
Esta frase tremenda y elocuente:
«Para no volver más, Miguel se ha ido.»




ArribaLas noches de verano

Poesía humorística


Premiada por el Ateneo de Córdoba en el certamen de Junio de 1889.



    ¡Qué dulce poesía
Tienen las noches plácidas y bellas,
Cuando después de un caloroso día,
En el obscuro azul del firmamento
Se divisan innúmeras estrellas,
Y con blando oleaje
Dan las brisas rumor y movimiento
De la selva al espléndido follaje!
   ¡Qué bello es contemplar el tibio rayo
De la luna argentada,
Cuando cruza entre blancas nubecillas
Con lánguido desmayo,
Y tiñe con su lumbre nacarada
Del adormido lago las orillas,
Las crestas de los montes
Y el perfil indeciso y misterioso
Dibujado entre el fondo tenebroso
De los más apartados horizontes!
   ¡Qué encantos tiene para el alma humana,
Que, abandonando el mísero planeta
Donde el hombre infeliz tanto se afana
Sin encontrar jamás dicha completa,
Sube en rápido vuelo a las alturas,
Las miríadas de soles contemplando,
Tal vez la dulce idea acariciando
De conocer un día
En otras formas otras criaturas,
De admirables esferas pobladoras,
Ecos del gran concierto y la armonía
De las divinas fuerzas creadoras!
   ¡Cuánto placer el alma experimenta
Al sentirse embriagada
Por esos pensamientos luminosos
En que pasa las horas extasiada,
Del tiempo volador sin darse cuenta,
Mientras que los sentidos,
Al poder sometidos
De gratas y profundas impresiones
Hacen brotar ensueños voluptuosos
Y bellas y fantásticas visiones!
. . . . . . . . . .
   En todas estas cosas discurría,
Dando rienda a mi loca fantasía,
Cuando una tarde del Agosto ardiente,
Ya ocultándose el sol en Occidente,
Dije entre mí: -Si dentro de poblado,
En que de tanto cieno y tanta prosa
Se baila siempre el espíritu cercado,
El alma saborea
Los goces de esa vida misteriosa,
Es preciso que sea
Mucho más el placer y más intenso,
Cuando en el campo, solo,
Lejos del torpe y mundanal ruido,
Fija la vista en el espacio inmenso,
Pueda yo contemplar, de polo a polo,
La bóveda brillante
De que está circuido
Nuestro bajel por el espacio errante.
   ¡Nada de artificial! No quiero techo
Que me estorbe el halago de la brisa,
Ni reducido lecho
Que me impida gozar por la mañana
De la aurora la plácida sonrisa.
Harto ya de ficciones, tengo gana
De encontrarme una vez, una siquiera,
En la Naturaleza embebecido,
Sobre una ancha pradera,
A orillas de un arroyo o de una fuente,
O, a lo más, bajo un toldo de espadaña,
En humilde cabaña
Y entre sencilla y cariñosa gente.
   Esto dicho, salí paso entre pago,
Dejando de mi hogar la cárcel dura,
Corriendo a la ventura
Y resuelto a pasar la noche al raso.
Ya fuera del lugar, soplos de vida
Sentí los dulces besos del ambiente
Saturado profusa y ricamente
De ese olor de la paja humedecida,
Que en la noche serena
De grato aroma los espacios llena.
   En un prado, en que jaras y tomillos
Formaban bosquecillos,
Cerca de un arroyuelo
Me tendí perezoso,
Adoptando por cama el santo suelo;
Pero, cuando pensaba
El sueño conciliar dulce y sabroso,
Las ranas, cuyo canto no esperaba,
Los grillos estridentes,
Los aleves mosquitos zumbadores
Y hasta las garrapatas inclementes
Contra mí sin piedad se conjuraron
Y todos, a cual más, me atormentaron.
   Mojado por las gotas de rocío,
Sentí por todo el cuerpo escalofrío
Y traté de buscar donde albergarme,
Pero me fue difícil orientarme,
Porque la luna, en densos nubarrones
Con tesón embozada,
No dejaba ver nada
Y era forzoso andar a trompicones.
    Cansado de vagar sin rumbo fijo
Entre la sombra obscura,
Y trocado en dolor mi regocijo,
Caminaba agobiado de amargura,
Cuando poco distante
Sentí una cencerrilla
Y una voz de mujer desentonada,
Que con eco vibrante
Exclamaba: -¡Ah tunante!
¡Ahora voy a romperte una costilla
Y a atarte corto al pie de la enramada,
Para que con tus malas intenciones
No vuelvas a pisarme los melones!
   Seguí la airada voz, y sin trabajo
Di con un melonar limpio y escueto,
Donde atado a los postes de un sombrajo
Encontrábase un burro bien sujeto,
Y cerca una mujer hecha una arpía,
Que con un palo, al parecer muy gordo,
Gritando al burro, cual si fuera sordo,
Las costillas a golpes le molía.
-Buena mujer, le dije,
Deje al pobre animal; no lo maltrate.
Ella, toda asustada,
Al escuchar mi voz inesperada,
Se retiró de mí con mucha prisa,
Y cogiendo una manta del petate,
Envolviósela al cuerpo avergonzada,
Pues, al llegar, la sorprendí en camisa.
   -¿Quién es usted? me preguntó temblando,
¿Y qué quiere de mi? -Yo nada quiero,
Contesté suspirando,
Soy aquí forastero;
Viví siempre en la corte desde niño;
Adoro la belleza
Que con intenso y maternal cariño
Nos brinda por doquier Naturaleza;
Vi este campo tan rico y tan lozano
Y la noche tan clara y tan hermosa,
Que salí a disfrutar con alma ansiosa
El placer de una noche de verano.
   La muchacha quedose más tranquila,
Y yo, llena la mente de ilusiones,
Creyéndola una Doris o Batila
De esas de las bucólicas canciones,
Quise pasar un rato
Con la linda zagala,
Sin ofender en nada su recato,
Ya que hasta allí mi suerte fue tan mala.
   Para mí la muchacha era hechicera,
Y cuanto más sus formas envolvía,
Más se aumentaha mi ilusión primera,
Más mi curiosidad se enardecía.
Viendo que cerca de ella me sentaba,
Me dijo con acento suplicante
Y que un temor profundo revelaba:
-Estoy sola... y del pueblo muy distante,
Coja usted uno, o dos, o tres melones
Y váyase al instante,
Si no quiere cansarme desazones.
   -No soy yo, contesté, de esos malvados
Sin pudor ni conciencia
Que suelen con instintos depravados
Abusar del candor y la inocencia.
Me he refugiado aquí, porque no acierto
A volver al lugar solo y a obscuras,
Y porque, entre mis muchas desventuras,
El frío y la humedad me tienen yerto.
   -¿Y piensa estarse mucho? -Hasta la aurora.
-Yo... la verdad, señor, no me opondría,
Porque miro en usted un hombre honrado;
Mas, si viene mi madre,
¿Quien aguanta después su gritería?
Y si llega mi padre,
Que suele alguna vez llegar primero,
Y lo ve a usted, y el bulto no le escurro,
Me arrima una paliza, caballero,
Mayor que la que yo le he dado al burro;
Pero al fin soy cristiana, y más que al palo,
Lo que temo es que usted se ponga malo.
   Con su bondad me enterneció la niña,
Que afrontaba la riña,
Y en caso necesario el vapuleo,
Por hacerme un favor tan importante.
Me pareció muy feo
No mostrarme galante,
Y a ella me aproximé, mas no del todo,
Para darle las gracias de algún modo.
-¡Maldita obscuridad! dije entre dientes.
¿Qué haré, si llegan pronto sus parientes?
-¿Hablaba usted conmigo, señor mío?
Dijo la chica ya más animada.
¿Se ha aliviado usté algo?- Casi nada;
Estoy, como llegué, muerto de frío.
-Yo... si a otras cosas más no se adelanta...
Prosiguió la inocente,
Siempre que a respetar mi honor se obligue,
No tengo inconveniente
En que, por caridad, venga y se abrigue
Con un pico que sobra de mi manta.
   En el mismo momento,
Temiendo que quizás se arrepintiera,
Me acerqué con gran tiento;
Pero, al tocar no más la cobertera,
Sentí agudo dolor, di un alarido
Que ahogar procuré en vano,
Y en el dedo anular saqué prendido
Un horrible alacrán como una mano.
   Alzose la infeliz con mucha prisa,
Y, aunque estaba en camisa,
Pudo más que el pudor su noble celo;
Buscó yo no sé qué con gran premura
Y empezó a dilatar la picadura
A tientas y temblando.
Entonces, por las nubes asomando,
Su faz mostró la luna desde el cielo,
Y vi... ¡sólo el pensarlo me horripila!
Que la hermosa Dorila
Por mi imaginación tan ponderada,
Era... una vieja, tuerta y jorobada.
   Salí de allí desesperado y loco,
Trepando cerros y saltando riscos,
Dejándome el vestido poco a poco
Pegado a las carrascas y lentiscos.
Con el dolor del dedo,
Y más que todo huyendo del sombrajo,
Antes que me alcanzara el espantajo
que me causaba miedo,
Corrí, volé al azar, fuera de tino,
Sin encontrar vereda ni camino,
Y cuando ya juzgábame seguro
Y lejos de la vieja endemoniada,
Me puso en nuevo apuro
Un furioso mastín de unos pastores,
Que a embestirme salió de la majada,
Y si a un lago inmediato no me arrojo,
Me destroza o me deja manco o cojo.
   Tras de tantos y tantos sinsabores,
Hasta la piel la ropa chorreando,
Seguí aunque con trabajo caminando;
Y cuando ya la aurora
Por los risueños campos esparcía
Su lumbre bienhechora,

Volví a mi hogar; curome un cirujano
Del pérfido alacrán la picadura;
Pero fue tanta la desgracia mía,
Que de aquella aventura,
Cual recuerdo inhumano,
Me quedó un reuma, que a exclamar me obliga,
Cuando arrecia el dolor: ¡Dios las bendiga!
¡Qué bellas son las nocbes de verano!!!
   Desde entonces conservo un odio eterno
A las noches traidoras,
Al raso, en el verano y el invierno,
Y me paso las horas,
Cuando llueve o ventea
Y está la noche destemplada y fría,
Cerca de la abrigada chimenea,
De un libro o de un amigo en compañía,
Con una buena lumbre, un buen cigarro,
Una taza de moka
Y una copa enemiga del catarro;
Y cuando hace calor, junto a la orilla,
Donde la ola del mar bate a la roca,
O a la margen del río,
Pero siempre sentado en alta silla,
Y volviendo temprano al blando lecho,
Antes que venga a resentirme el pecho
La brisa saturada de rocío.

   Estimables lectoras y lectores:
Si toda la belleza
De la naturaleza,
Más bien que en los objetos exteriores,
Está dentro de aquél que la concibe,
Opina el que esto escribe
Que de ella hay que gozar... en teoría,
Donde no venga a perturbar la calina
La realidad impía;
Porque nuestra estructura es tan perversa,
Que casi siempre es malo para el alma
Lo bueno para el cuerpo, y viceversa,
Y es muy difícil el llegar a viejo
No siguiendo del sabio el buen consejo.

Alcalá de Guadaira, Mayo de 1889.




 
 
FIN