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Poemas y leyendas

José María Gutiérrez de Alba



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ArribaAbajoEl curita nuevo

Poema astronómico





Introducción

    Cuando la incomprensible Omnipotencia
de ser dotó a sus múltiples creaciones,
dio a cada cual su peculiar esencia,
la órbita le trazó de sus acciones.

   Para cumplir su voluntad suprema,
la flor da aroma, la avecilla canta,
como atrae el imán, el fuego quema
y la piedra a los golpes se quebranta.

   Rige a todo una ley inexorable
a que el hombre también se halla sujeto;
ley que a su voluntad no es alterable
ni puede a la de Dios imponer veto.

   El ojo mira o ve, crea la mente,
conoce el alma, juzga la conciencia,
mientras que el corazón, independiente,
odio o amor impone con vehemencia.

   La ley de la creación ha de cumplirse
por la atracción constante y poderosa,
de la cual ningún ser puede eximirse
sin la mutilación más espantosa;

   Poner junto al avaro un gran tesoro,
un claro manantial junto al sediento,
y pretender que aquél respete el oro
y éste muera de sed y de tormento;

   Poner la nieve al lado de una hoguera
y demandar a Dios gracia infinita
para que se conserve de manera
que a pesar del calor no se derrita;

   hacer del celibato monstruoso,
que los santos afectos aniquila,
una virtud, juzgando más hermoso
al que espontáneamente se mutila,

   fruto es de la barbarie o la ignorancia,
y caber sólo en el cerebro pudo
del que atribuye a Dios la extravagancia
de hallar más bello al sordo, al ciego, al mudo.

   Decir al corazón: calla y no ames,
es decir a las aves: no modules;
decir al fuego abrasador: no inflames
y decir a la sangre: no circules.

   Es decir a la flor:guarda tu aroma,
al árbol fecundado: no des fruto,
y al astro bello que en oriente asoma:
párate y rinde a mi poder tributo.

   Eso quieren decir los que, fundados
en un código absurdo, hacen la guerra
de Dios a los preceptos más sagrados,
llamándose su imagen en la tierra.

   ¡Cuánto crimen, Señor, se ha cometido
por el bárbaro afán que siente el hombre
de imprimir a tu ley giro torcido,
hablando siempre de tu amor en nombre!

    Intérpretes de Dios: no hagáis ultraje
a su bondad con fútiles maniobras.
¡Qué lenguaje más claro que el lenguaje
con que nos hablan sus divinas obras!

   La ley de Dios en el amor empieza
y sigue en el amor y en él acaba.
¿Quién la cumple mejor, Naturaleza:
el que tus santos fueros menoscaba?

   La humanidad con el error se engríe,
y no saldrá de su infernal tortura,
mientras la ley humana contraríe,
la que Dios promulgó desde su altura.



Canto primero

Nebulosa



I

    Don Casto era un bellísimo sugeto
de acendrada virtud y de alma pía,
sacerdote muy digno de respeto,
poseedor de una pingüe canongía.
La linfa en su organismo dominante,
su blanca tez, su abdmen abultado,
sus claros ojos de color de cielo,
su cráneo ya de pelos despoblado,
su sonrisa benévola y constante,
su amable sencillez y su cultura,
hacían del canónigo un modelo
del hombre inaccesible a la amargura.


II

   Gracias a la bondad de su organismo,
dominó por completo sus pasiones
y en todas ocasiones
fue sin trabajo dueño de sí mismo.
Desde que cantó misa,
porque nadie su honor pusiese en duda,
llevó consigo y conservó a su lado
una hermana viuda
con un hijo pequeño
y un matrimonio en años bien entrado,
gente buena y sumisa,
que a su modesto hogar daba decoro
y que tenía con formal empeño
hecha siempre la casa un ascua de oro.


III

   Su mesa era frugal en demasía,
no por ser el canónigo tacaño,
sino porque a los pobres repartía,
por medio de sus viejos y su hermana,
con mano generosa
y con mucho secreto,
la mitad de la renta de cada año,
buscando entre la gente laboriosa
de la clase artesana
los que se hallaban en mayor aprieto.


IV

   Era su vida de su casa al coro
y del coro a su casa; sus amigos,
pocos y buenos, de su bien testigos,
envidiaban su plácida existencia;
y aunque sus dichas envidiaban tanto,
tal respeto inspiraba su decoro,
que la más suspicaz maledicencia
no mancilló jamás su ilustre nombre,
de lo cual rara vez se libra un hombre,
aunque ostente los méritos de un santo
y tenga inmaculada su conciencia.


V

   Al principio, eran muchas las devotas
de ilustre gerarquía
empeñadas en que él las dirigiera;
pero al ver que regalos no admitía
y que era inútil el quitarle motas,
lo tuvieron por genio estrafalario,
y fuéronse a buscar quien las pusiera,
con más cuidado y con mayor anhelo,
desde el confesonario,
en el camino de ganar el cielo.


VI

   Todas las afecciones
del buen señor se hallaban concentradas
en su hermana Teresa y su sobrino,
su sobrino Teodoro,
que apenas si contaba trece años
y era ya de virtudes un tesoro
apreciado de propios y de extraños.
La regularidad de sus facciones,
sus cejas arqueadas,
sus negros ojos, su color trigueño,
su cabello ondulado, espeso y fino,
su gallarda apostura
y su cuerpoflexible, alto y cenceño
hacían de él una hermosa criatura.


VII

   Dócil, inteligente y aplicado,
la inspiración siguiendo de su tío,
entró en el Seminario de buen grado
para ser sacerdote;
pero no entró de interno,
porque del buen don Casto la pericia
quiso evitar que el joven adquiriera
la amistad de algún sandio monigote,
y con ella ese fondo de malicia,
aborto del infierno,
que suele pervertir el albedrío,
que no consiente la virtud austera
y que se inicia en torpes dicharachos,
destruyendo en su albor sencillo y tierno
el candor infantil de los muchachos.


VIII

   Empezando se hallaba su carrera
el buen seminarista,
cuando se vio el canónigo elevado,
sin que él lo pretendiera,
a la alta dignidad de un obispado.
La gente de la Iglesia, que es muy lista,
redobló hacia el sobrino
sus más tiernos cuidados y atenciones,
por ganarse el afecto del prelado;
y hallando aquel ingenio peregrino
capaz de remontar su raudo vuelo
a las cumbres más altas de la ciencia,
se empeñaron con noble y digno celo
todos los profesores a porfía
en cultivar aquella inteligencia
y hacerlo un gran doctor en teología.


IX

   Era el joven Teodoro de tal suerte
aplicado al estudio y tan severo
y grave en sus costumbres y en su trato,
que no juega jamás, ni se divierte;
el libro es su constante compañero,
y su ambición más noble el celibato.
De Tomás, de Agustín y de Isidoro,
y demás Santos Padres y Doctores
de la Iglesia cristiana
los textos sabe repetir de coro;
sus pasajes mejores
los tiene en la memoria,
y ningún condiscípulo le gana
en Sagrada Escritura ni en Historia.


X

   Desde que era muy niño,
tuvo siempre por fútiles y vanos
los autores profanos,
guardando su entusiasmo y su cariño
para la santa y mística doctora
Teresa de Jesús, a quien adora
casi con peligrosa idolatría;
el Flox sanctorum era su embeleso,
y hallaba mil encantos
en leer cada día,
del sabio obispo por mandato expreso,
la vida singular de algunos santos.


XI

   Es entre todas la que más le halaga
la del joven de Cosca, su modelo;
devoto ardiente de San Luis Gonzaga,
espera por su amor ganar el cielo.
En oración mental pasa las horas,
rebosando en su pecho la ternura,
pidiendo por las almas pecadoras
ante la imagen de la Virgen pura.
Como sendero que a la gloria guía,
le atrae de Jesús la Compañía
o ir a tierra de infieles,
de fortaleza y de piedad provisto,
a dar entre las penas más crueles
su propia sangre por la fe de Cristo.


XII

   Pero D. Casto, cuyo amor sincero
al hijo de su hermana
alejarlo de sí no permitía,
se opuso a que se hiciera misionero;
y aunque en todos los tonos aplaudía
(como hace mucha gente de sotana,
quizás por un exceso de prudencia),
la milicia de Ignacio de Loyola,
no quiso que en sus filas se alistase,
porque su pobre hermana, si él moría,
a la merced de Dios no se quedase
en la vejez desamparada y sola.


XIII

   Teodoro prosiguió en su vida austera,
recibiendo las Órdenes mayores,
y muy querido y respetado era
aún de los más adustos profesores,
cuando con la licencia de su tío,
por mucho, a la voz solicitada,
demostró de su ciencia el poderío
ocupando la cátedra sagrada,
donde en tiempo muy breve hizo notorias
sus grandes facultades oratorias.


XIV

Los hombres de talento lo aplaudían;
los tontos, por costurubre, lo alababan;
las viejas a su madre bendecían;
las jóvenes, al verlo, se extasiaban.
Cuando llegó el momento
de recibir las Órdenes postreras
y la alta investidura
de ministro de Dios, al buen obispo
le rebosaba el alma de contento;
el placer de la madre era locura;
las señoras llevábanle banderas
para adornar en la primera misa
el templo; entre regalos y primores,
unas llevaban velas, otras flores;
y una señora rica y generosa
lo regaló preciosos ornamentos
y un buen cáliz de oro,
todo marcado en bellos lineamientos
con la inicial del nombre de Teodoro


XV

El obispo, en honor de su sobrino,
por la primera vez hizo un derroche,
como el gobernador, que fue el padrino.
Predicó un orador de nombradía;
hubo para el convite cien cubiertos,
mil banderas al aire por el día,
música y luminarias por la noche,
y limosna a los vivos y a los muertos...
mientras que de Teresa el alma pura
rebosaba de amor y de ventura.


XVI

   Poco después de aquella ceremonia,
en la misma ciudad vacó un curato,
cuya renta era igual, si no excedía,
a la de una envidiable canongía.
Siendo el obispo recto y timorato,
el asunto trató con parsimonia,
y al clero convocó para proveerlo
en quien por su virtud, por su prudencia,
por su capacidad y por su ciencia,
demostrase entre todos merecerlo.


XVII

   El recién ordenado
entró en la oposición, mas no llevado
del deseo de un lucro vergonzoso,
pues la torpe ambición no conocía;
sino por consagrarse con desvelo,
renunciando al sosiego y al reposo,
a su buena y leal feligresía
y a ganar muchas almas para el cielo.


XVIII

   El tribunal, apenas reunido,
recibió un memorial, en que firmaban
todos los al curato opositores,
y en el cuál al obispo suplicaban
fuese el padre Teodoro el preferido;
pues de ellos el mejor de los mejores
no juzgaba tener merecimiento
para emular al que en fervor y en ciencia
compensaba la edad e inexperiencia
con su mucha virtud y gran talento.


XIX

   Así, aunque no llegaba a veinticinco,
cual buen cura encargado de las almas,
a ellas se consagró con noble ahínco.
Al entrar, recibiéronlo con palmas,
y hubo música y fiesta y voladores.
Entro el pueblo, de gozo alborotado,
fueron muchos doctores
a darle posesión con el prelado;
y al verle tan mancebo
y que un ángel hermoso parecía,
todos con alegría
diéronlo el nombre de El Curita Nuevo.



Canto II

Atracción



I

    Al tomar posesión de su rebaño,
quiso el joven pastor dar una prueba
de ser el interés que lo animaba,
a todo medro personal, extraño.
La renta que el curato le dejaba,
completa la invertía
en dotar a su templo cada día
con una alhaja nueva,
dando al pueblo ilustrado y al inculto
idea relevante
de que es sobremanera edificante
y a Dios muy grato el esplendor del culto.


II

   En poco tiempo se extendió la fama
por toda la ciudad de aquel portento;
y como el lujo la atención nos llama,
acudían allí que era un contento.
Pronto entre las mujeres se hizo moda
asistir a una iglesia tan bonita;
las muchachas más bellas
iban a misa allí, y ellos tras de ellas;
y no pudiendo entrar la gente toda,
lamentaban los últimos su cuita,
renegando a la par de su tardanza;
y entre el gentío inmenso
querían penetrar, con la esperanza
de oler siquiera el humo del incienso.


III

A la misa mayor de los domingos,
en que el padre Teodoro
cantaba como un ángel de los cielos,
y con voz persuasiva y elocuente
los Santos Evangelios explicaba,
iban dando respingos
y muy acicaladas las jamonas
por escuchar aquel piquito de oro
que era el pasmo y asombro de la gente.
Solían unas de otras tener celos,
y cada cuál trataba
de ocupar un lugar, donde pudiera
alcanzar la ventura
de rozarse siquiera
con la capa pluvial del señor cura.


IV

   Pronto cundió entre todas la noticia
de ser el padre de los más discretos
en el confesonario;
que preguntaba siempre sin malicia,
y el más dulce consuelo derramaba
sobre los corazones afligidos;
que jamás se empeñaba
en descubrir secretos
de esos que a las doncellas ruborizan,
entrando en minuciosos pormenores,
que abren los ojos y que el fuego atizan,
y en las culpas mayores,
cuando eran los pecados repetidos,
no pasaba jamás la penitencia
de tres o cuatro partes de rosario
o salves a la Madre de clemencia.


V

   Cuando estas cualidades se aplaudían
por las gentes honradas
que de santos de carne no se fían,
las beatas que viven en el templo
más que en su hogar, de buenas dando ejemplo
entre la hipocresía y la lisonja,
y por algunos clérigos mimadas,
andaban con escrúpulos de monja,
diciendo: que si el nuevo sacerdote,
por falta de experiencia,
o por echarla acaso de Quijote,
no clavaba hasta el fondo el escalpelo
en toda enfermedad de la conciencia
sin temor ni piedad rasgando el velo
para extirpar el cáncer por lo sano,
no obraba como un hábil cirujano.


VI

   La Capilla en que el joven se sentaba,
después de decir misa,
a administrar el Santo Sacramento
que el crimen borra y que las culpas lava,
Se solía llenar en un momento
de pecadoras bellas,
casadas y viudas y doncellas,
que aguardaban allí, con faz sumisa,
a que el turno anhelado les llegase
o a que el padre Teodoro las llamase.


VII

   Entre aquellas preciosas penitentes,
solía con frecuencia
ir una joven de color moreno,
de ojos incandescentes,
de gallarda presencia,
esbelto talle y abultado seno,
de delgada cintura,
boca pequeña y blanca dentadura,
cuya atmósfera suave y perfumada,
voz de timbre sonoro,
embriagador aliento
y palabra discreta y delicada,
formaban el encanto de Teodoro.


VIII

   Desde la vez primera
que del virtuoso y cándido levita
se hincó a los pies la joven hechicera,
pesarosa y contrita,
empezó él a sentir desasosiego,
extrañas y agradables sensaciones,
que eran sin duda alguna
el principio de malas tentaciones;
pero tuvo, a Dios gracias, la fortuna
de serenarse luego,
invocando al divino San Antonio,
a quien tanto sufrir hizo el demonio.


IX

   Cuando llegó a su casa,
llevaba el corazón hecho una brasa,
iba temblando y su cabeza ardía;
se sentó en un sillón muy fatigado,
arrojando el manteo y la sotana.
Su madre, que acudió con gran cuidado,
se le acercó cual siempre cariñosa,
llamándole a almorzar, y él ¡rara cosa!
-Madre, le contestó, no tengo gana.


X

   Con maternal anhelo
y un sobresalto ya casi invencible,
le replicó Teresa,
besándolo en la frente
y separando con cariño el pelo:
-Mira que tienes ya puesta la mesa.
¿Estás malo, hijo mío?
-No, señora: aunquc cabe en lo posible;
no se preocupe y por lo presente,
(el cura respondió, más sosegado).
Será... un poco de frío,
que al salir de la iglesia habré tomado,


XI

   Pasó aquello cual ráfaga ligera,
gracias al ejercicio
de la santa oración y a un buen cilicio,
remedio de eficacia verdadera.
Fortalecida el alma, y ya seguro
de haber triunfado de la carne flaca
en el primer apuro,
que aunque mala y rebelde, al fin se aplaca,
se resolvió a afrontar, fuera cual fuera,
el peligro inminente, aunque sentía
de aquella voz el dulce martilleo,
aquel aliento tibio y regalado,
y las revelaciones del deseo
por el deber de esposa sofocado,
que en su interior vibrantes resonaban
y del veneno aquél lo contagiaban.


XII

   Solo estuvo dos días
sin ir, cual de costumbre, al templo santo,
y entro las más sensibles y más pías,
alguna ya lo recibió con llanto,
Al entrar en la iglesia, lo primero
que hizo el padre Teodoro,
casi de una manera inconsciente,
fue tender con ahínco una mirada,
que del altar mayor llegó hasta el coro,
en busca de la humilde penitente
tan bella y desdichada,
que, a pesar del infierno y de la gloria,
no podía apartar de su memoria.


XIII

   Y la encontró: bajo el tupido velo
con que su hermosa faz velaba el manto,
vio aquellos ojos, fijos en el suelo,
luego en los suyos, húmedos de llanto,
Formaban en su rostro tal contraste
el llanto y la sonrisa
de la bella Luisa,
(pues ya es forzoso descubrir su nombre),
que pronto dio con la entereza al traste
del pobre cura, que, aunque fuera un santo
se acordaba también de que era un hombre.


XIV

   Celebró el incruento sacrificio
un poco a la ligera,
notando con asombro el ayudante
en el fiel desempeño de su oficio,
que la mano del cura temblorosa
no acertaba a tomar la vinajera,
y que siempre que al pueblo se volvía,
la vista a un sólo punto dirigía.
Después, con paso incierto y vacilante
y actitud indecisa y temerosa,
se sentó en donde siempre lo esperaban,
en el confesonario,
y allí fue despachando una por una,
sin hacer a sus culpas comentario,
a las que más ligeras se acercaban
al rico manantial de penitencia
que lava y purifica la conciencia.


XV

   La última en acercarse fue Luisa,
y aproximando a la rejilla el labio,
con voz lenta, cortada e indecisa
empezó a relatar de tal manera
su angustia y sus dolores,
que tembló el sacerdote bueno y sabio,
y el eco de inflexiones muy extrañas
penetró en su interior, como si fuera
un puñal de dos filos cortadores
clavado sin piedad en sus entrañas.


XVI

   -Padre: le dijo al fin, yo necesito
descargar este peso que me abruma.
Yo no sé si es flaqueza o si es delito
ni si habré de dejar que me consuma
esta pena cruel que me devora.
De su padre a los pies, llorosa y triste,
una infeliz mujer piedad implora,
perdida ya la calma
y la fe y la esperanza en cuanto existe.
Yo necesito confesar de modo
que usted penetre el fondo de mi alma
y entrando en ella lo conozca todo.


XVII

   -Para eso, contestó falto de aliento,
al ver el gran peligro que le amaga,
el tímido pastor, fuerza es que haga
confesión general. -Pues eso intento.
-Y para ello, tal vez, querida hija,
será bueno que elija
un sacerdote anciano y de experiencia,
que con mayor acierto y más cordura
le pueda aconsejar en su amargura
el rumbo que ha de dar a su conciencia.


XVIII

   -Sólo tengo en usted mi confianza,
replicó la afligida pecadora;
usted sólo en el mundo es mi esperanza...
¡Por Dios no me abandone usted ahora!
. . . . . . . . . . . . .
¿Qué pastor tan cruel pudiera hallarse,
que aun con peligro de su propia vida,
viendo a una pobre oveja despeñarse
o de voraces lobos perseguida,
la dejara a su suerte abandonada,
pudiendo a costa de cualquier trabajo,
echar por el atajo
y volverla ya libre a la majada?


XIX

   Eso precisamente pensó el cura;
y, de Dios confiado en la clemencia,
endulzar se propuso la amargura
de aquella alma sencilla y candorosa
que el alivio a sus males
buscaba de la gracia en los raudales
que hace brotar de sí la penitencia.
Pero el pobre pastor no sospechaba
que se abría a sus pies profundo abismo,
y que el hambriento lobo amenazaba
al pastor y a la oveja a un tiempo mismo.


XX

   Como era cerca ya del medio día,
convinieron los dos en que al siguiente
el cura muy temprano aguardaría
en la iglesia a la jóven penitente,
y que ella, haciendo examen
de su conciencia con prolijo esmero,
redactara una especie de memoria
o compendio ligero
de lo más importante de su historia,
para que el confesor, cual juez severo,
y estudiándola a solas con cuidado,
diera con más acierto su dictamen
en asunto tan serio y delicado.


XXI

   El punto principal ya convenido,
el cura levantose de su asiento,
y ella se separó de la rejilla,
cuando ya el sacristán de un lado a otro
con las llaves andaba haciendo ruido,
y asomaba la cara de mastuerzo
de una en otra capilla,
anunciando a los fieles remolones
que era muy tarde ya para el almuerzo.
Luisa, a quien sus profundas emociones
tenían la cabeza trastornada,
pidió al cura la mano,
y a ella el labio aplicó con tanto ahínco,
que del levita el corazón dio un brinco,
y estuvo a desmayarse muy cercano.



Canto III

Órbita desconocida



I

    Al llegar a su hogar, iba Teodoro
de tal manera trémulo y convulso,
que un buen médico amigo, que allí estaba,
y que por cortesía
en salud al obispo visitaba,
al cura examinó; le tomó el pulso,
y al fin manifestó a su señoría
con tecnicismo propio de la ciencia,
cual lección aprendida por un loro,
que son la causa de profundos males
los trabajos mentales,
según lo corrobora la experiencia,
y que era para el joven peligroso
ser en su ministerio tan celoso.


II

   Cuando se fue el Galeno,
y el cura quedó a solas con su tío,
exclamó de emoción profunda lleno:
-Señor, como a un buen padre y buen prelado,
quien después de Dios mi alma confío,
voy a mostrarle mi angustioso estado.
Y cayendo a sus plantas de rodillas,
con palabras sencillas
refirió que una pobre pecadora,
tal vez ángel caído de los cielos,
tal vez arrepentida Magdalena,
su auxilio espiritual necesitaba;
que ante aquella mujer de encantos llena
eran harto profundos sus recelos
y su alma entre temores vacilaba.


III

   El obispo, que en varias ocasiones
había por sí mismo comprobado
que es muy fácil vencer las tentaciones,
a luchar lo exhortó con entereza
en la bondad divina confiado.
-¡No debe abandonar la fortaleza,
dijo, el soldado de la fe de Cristo!
Huir como un cobarde
aquel cuya sagrada investidura
le obliga a hacer de su valor alarde,
es cubrirse de oprobio y de vergüenza.
¡El alma que es de Dios sublime hechura
es necesario que a la carne venza!


IV

   -¡A luchar! exclamó con energía,
alzándose de pronto el penitente.
Deber y abnegación serán mi guía;
Dios en la lucha inspirará mi mente,
-¡Ven! contestó el obispo conmovido,
al ver de su sobrino la entereza;
ven, pidamos al cielo que confunda
la astucia de Luzbel, y que abatido
Por la santa virtud de la pureza,
vaya a ocultar con su rencor eterno
su oprobio entre las llamas del infierno.


V

   Esto dicho, los dos se encaminaron
del extenso edificio a la capilla,
donde llenos de fe se arrodillaron
ante el altar en que la Virgen pura
con vivo resplandor cual astro brilla.
Ambos a dos, su protección pidiendo
en plegaria sentida y fervorosa,
la victoria juzgaron ya segura;
y en santo amor su corazón ardiendo,
puestos bajo su egida poderosa,
vieron en su conciencia asegurado
el triunfo de la cruz sobre el pecado.


VI

   Llegada la mañana,
entró el cura en la iglesia, decidido
a evitar su derrota
y a emplear el esfuerzo necesario,
con rostro grave y ademán muy serio,
contra el diablo encarnado en la devota
y confiado en la flaqueza humana.
Según lo convenido,
sin vacilar corrió al confesonario,
para ejercer su santo ministerio,
donde encontró a Luisa que rezaba
y con santa impaciencia lo aguardaba.


VII

   Terminado el exordio de costumbre,
y antes de que llegara a interrumpirlos
y en profunda inquietud a sumergirlos
de hijas de confesión la muchedumbre,
ella alargó con mano temblorosa
un pliego perfumado
que Teodoró guardó con gran cuidado,
y con voz angustiosa
le dijo:-Padre mío, ahí lo entrego
el fruto de mi examen de conciencia;
todo va contenido en ese pliego.
Ya que es de Dios tan grande la clemencia,
de usted espero que el perdón me alcance
y la gracia divina me afiance.


VIII

   Era tal el acento
de la humilde y contrita pecadora;
tan profundo el dolor con que lloraba,
y con tal abundancia de sus ojos
una tras de otra lágrima brotaba,
que el cura enternecido
y entregado ya inerme al sentimiento
de una piedad traidora,
tuvo que hacer esfuerzos y no flojos,
para no acompañarla en su quebranto,
mezclando al de ella su copioso llanto.


IX

   Logró al fin consolarla como pudo,
ofreciendo aliviarla en sus pesares,
y con sus oraciones singulares
darle en sus penas protector escudo.
Después, como si espinas le clavaran
y por todo su cuerpo le punzaran:
-Suspendamos, le dijo, la tarea,
hasta que yo, con la atención prolija
que le debo prestar, su escrito lea.
Encomiéndese en tanto, amada hija,
a la Madre amorosa
que desde el alto cielo
a los tristes envía cariñosa
raudales de esperanza y de consuelo.


X

   Y como ya las gentes acudían
al vibrante clamor de la campana,
y la iglesia en gran número invadían,
por ser ya bien entrada la mañana,
el cura fue corriendo a revestirse,
teniendo gran cuidado
de no darle la mano al despedirse,
para evitar que en otro beso ardiente
se infiltrase aquel fuego condenado,
que hirió su pecho y perturbó su mente.


XI

   Después de decir misa,
se retiró Teodoro muy deprisa,
pretextando tener ocupaciones
perentorias y graves;
y ni rezó el rosario,
ni pareció observar que de ambas naves
acudían muchísimas mujeres,
corriendo y disputándose el terreno,
hacia el confesonario,
a tratar de vaciar en saco ajeno
las culpas que en el propio ya estorbaban
y lugar a otras nuevas no dejaban.


XII

   La gran curiosidad, por una parte,
y por otra el demonio
que atizaba la hoguera con tal arte
que daba de su astucia testimonio,
hicieron que al momento
que llegó el sacerdote a su aposento,
se pusiese a pensar, si convendría
leer del sabio obispo en compañía
el papel que las manos le quemaba;
y al fin se convenció de que él no estaba
por Dios autorizado
a hacer revelaciones del pecado
que humilde el penitente confesaba.


XIII

   Confiado en que Dios iba en su auxilio,
cerró la puerta y la cerró con llave,
diciendo para sí: -Vamos ¡quién sabe
si será una tragedia o un idilio!
El papel impregnado del aroma
que entre todos el de ella distinguía,
su cerebro inseguro
excitó con indómita energía,
hasta que al fin el socavado muro
cayó como lo frágil se desploma.
Abrió el papel, y con mirada ardiente
leyó muy conmovido lo siguiente:
Confesión de Luisa
   Nací de padres ricos, poderosos;
mas la suerte cruel
los redujo más tarde a la indigencia
dándoles por dulzura amarga hiel.
   Entre mimo, y regalos educada,
la pobreza me hirió
en mis más lisonjeras ilusiones,
pero mi noble orgullo no abatió.
   Cuando contaba apenas quince años,
en un día fatal,
llegó a verme un amigo de mi padre,
título de Castilla y general.
   Pidió mi mano sin contar conmigo;
mi padre la otorgó,
y del contrato aquel de compra y venta
el precio y áun la víctima fui yo.
   Entregaron en brazos de aquel hombre
mi candor infantil,
y su contacto me causaba frío
cual si fuera el contacto de un reptil.
   Yo juzgué que sus raptos de lascivia
lo eran de su pasión,
o eran ritos tal vez del matrimonio,
por más que me inspiraran aversión,
   Mas cuando mis amigas me iniciaron
en el bien y en el mal,
tuve horror, tuve asco, tuve miedo
de aquel hombre tan cínico y brutal.
   Aquel ser, degradado por el vicio,
era un viejo ruin,
que embriagado pasó la vida entera
en orgías y en crápulas sin fin.
   Llámole viejo y no le llamo anciano,
porque comprendo yo,
que es el anciano el digno de respeto,
mientras que el viejo miserable, no.
   A ese hombre que me han dado por esposo
no le puedo otorgar
ni respeto ni amor; a un miserable
sólo otro miserable puede honrar.
   Vivir encadenada a un ser que inspira
tan sólo repulsión,
es un gran sacrificio a que no alcanzan
las fuerzas del humano corazón.
   Yo soñaba en la dicha perdurable
que hace de dos un ser,
uniendo por un vínculo sagrado
dos almas: la del hombre y la mujer.
   Como dos mariposas que se besan
con delirante amor,
eligiendo por tálamo y por tumba
el perfumado cáliz de una flor;
   cual dos ríos que, en uno confundidos,
la llanura al cruzar,
con sus átomos todos en contacto
van a perderse en el inmenso mar;
   o como dos tiernísimos suspiros
de dolor o placer,
en sólo un tono dulce y melodioso
van el eco dormido a conmover,
   así soñaba yo que el alma mía,
otra alma al encontrar,
con ella confundirse lograría
en la flor, en el eco o en el mar.
   ¡Vana esperanza! En alas del deseo
mi espíritu voló
a sublimes regiones; luego al fango
el de tino implacable lo arrojó.
   Sólo conozco un hombre que pudiera
mi eterna dicha hacer;
y no puedo mirarlo como a un hombre
ni él a mí cual se mira a una mujer.
   ¡Ay! Si es verdad que Dios ha levantado
un muro entre los dos
¿por qué lo conocí? ¿Por qué lo adoro?
¿Qué daño, con amarlo, hice yo a Dios?
   ¡Perdón! Entre mis dudas y temores
tiemblo por mí y por él.
Si el diablo es quien me inspira y me arrastra,
¿Que daño, con amarlo, hice a Luzbel?
   No es ni el diablo ni Dios. Es... Yo le siento
hablar dentro de mí;
pero no acierto a descifrar su nombre
ni por qué a sus mandatos me rendí.
   Sólo sé que me dice: ama; y mi pecho
se abre al punto al amor;
y que, cuando me dice que aborrezca,
germinar siento el odio en mi interior.
   No es mi carne; es mi espíritu el que ama,
y mi amado es también
espíritu en que brilla la pureza
del que ya mora en el divino Edén.
   ¡El que tiene en sus manos mi consuelo
tiene mi salvación,
o la sentencia horrible y despiadada
de mi eterna y fatal condenación!



Canto IV

Eclipse parcial



I

    De aquel pliego acabada la lectura,
el sacerdote mísero temblaba,
y un gran placer con dejos de amargura
por todo su organismo circulaba.
Su sangre no era sangre: era un torrente
de lava abrasadora
que voraz sus entrañas consumía,
y a la vez en su pecho y en su frente,
como volcán de fuerza destructora,
estallar por momentos parecía.


II

   Presa de una emoción inexplicable,
su razon y su fe vagando inciertas
cual vil despojo de la nave rota
que juguete del piélago insondable
a veces se sumerge, a veces flota;
las pasiones despiertas
por aquel huracán impetuoso
que hacia ignotas regiones lo empujaba,
fluctuando indeciso y temeroso
y a la vez arrastrado del deseo
que con feroz violencia lo excitaba;
viendo abierto a sus pies el hondo abismo,
con fundados temores de sí mismo
y presa del dolor de Prometeo,
hizo al fin un esfuerzo de gigante;
y arrojando el papel que le abrasaba,
anublados los ojos,
el pecho jadeante
y los brazos en cruz, cayó de hinojos
ante la santa imagen de María,
implorando el valor que le faltaba,
y -¡ampárame, exclamando, Madre mía!


III

   En la batalla ruda
que dos fieros atletas desiguales
en su interior trababan con empeño,
y aunque con lengua muda,
por ser del alma el absoluto dueño
empleaban esfuerzos colosales;
entre esas dos tendencias que en el hombre
denuncian la grandeza y la miseria,
y que por darles nombre,
suelen llamar espíritu y materia,
Teodoro, ya aturdido,
y mientras resonaban en su oído
de aquel combate los profundos ecos,
buscó alivio a sus penas con el llanto,
pero aunque era muy grande su quebranto,
oró a la Virgen con los ojos secos.


IV

   Y sin embargo, fue tan provechosa
la oración para aquella alma afligida,
que escuchó una voz dulce y misteriosa
que hablando a su interior dijo: -No temas;
la fe de esa mujer no está perdida
ni merece de Dios los anatemas.
Su amor no es un amor torpe y liviano:
cuando de su virtud están seguras,
bien se pueden amar dos almas puras
sin tocar en lo vil ni en lo profano.


V

   Con aquellas palabras bienhechoras
vio el cura el cielo abierto,
y sintió como brisas salvadoras
capaces de llevar la nave al puerto.
Después, cual si estuviese ya en seguro,
exclamó con entera confianza:
no sé porqué me apuro
ni por qué en este lance, que no es nuevo,
a abandonarme a mi temor me atrevo
y a perder por completo la esperanza.


VI

   Entonces, para huir las ocasiones
que el demonio tal vez explotaría,
determinó poner cuatro renglones
en que, cual padre cariñoso y tierno,
con graves y profundas reflexiones
aquel alma exaltada apartaría
del horrible camino del infierno.
Porque el pastor que a su cuidado tiene
las pobres ovejillas de un rebaño,
no debe, aunque por ellas sufra y pene,
permitir que entre el lobo a hacerles daño.


VII

   Era un término medio,
y así evitaba el peligroso asedio
de su palabra dulce y elocuente,
de su mirada ardiente,
y lo que era aún mas grave, su contacto.
De ese modo, pensó, cuando ya en ella
haya borrado el tiempo hasta la huella
de toda sensación pecaminosa,
yo la dirigiré con mucho tacto
por la senda del alma virtuosa.
Y tomando papel tintero y pluma,
así descarga el peso que le abruma;
Carta de Teodoro a Luisa
   Como amigo leal, justo y sincero,
lo escribo, hija del alma,
probándole lo mucho que la quiero;
y cual buen padre en quien usted confía,
por su dicha lo ruego y por la mía
que no se desespere y tenga calma.
   Al que Dios dá en el mundo
más pesada la cruz, le da una prueba
de un amor más intenso y más profundo;
y el que con más valor la sobrelleva,
por premio de su celo
lugar más eminente halla en el cielo.
   Sufra usted a su esposo con paciencia,
y encerrada en los límites que impone
a los seres humanos la decencia,
hágale comprender que no se opone
a todo aquello a que el deber la obliga;
pero como mujer digna y cristiana
no se debe prestar de buena gana
a actos que el mismo cielo no bendiga.
   Esos brillantes y encantados sueños,
que acarició su mente,
tan poéticos, tan dulces, tan risueños,
son, hija muy amada,
como las ilusiones de un demente.
   En esta vida triste y desgraciada
no hay más que sufrimientos y amarguras,
¡El deber ante todo!
yo lo cumplo también; y a Dios le pido
que me tienda piadoso su mirada;
pues cuando con el mal mis fuerzas mido,
montón informe de miseria y lodo,
temo como el más frágil ser humano
caer si Él no me tiene de su mano.
   Las almas, hija mía, que en la tierra
se encuentran tarde y para amar nacieron,
han de luchar en la espantosa guerra
que el mundo les depara;
y las aspiraciones que murieron
del deber inmoladas sobre el ara,
son más tarde la espléndida corona
con que Dios a los justos galardona.
   Yo estoy también enfermo;
hace ya algunas noches que no duermo
en sus penas horribles meditando.
Implora de la Madre de pureza
con fe profunda, como yo le imploro,
que nos dé abnegación y fortaleza
para triunfar del mundo y sus rigores;
pues si el triunfo alcanzamos en la vida,
como las mariposas en las flores,
los ríos en el mar y las dos notas
en un eco dulcísimo y sonoro,
así, después de las cadenas rotas,
entrarán en el cielo confundidas
las almas de Luisa y de Teodoro.



Canto V

Conjunción y cataclismo



I

    Cuando la carta recibió del cura,
de tal modo engolfose en su lectura
la esposa desdichada,
que leerla y releerla era su gloria,
hasta que al fin quedó estereotipada,
sin faltar una letra, en su memoria.


II

   Al correr abultada la noticia
de que el joven pastor estaba malo,
fue su casa un continuo jubileo,
y hubo quien culpó al cielo de injusticia.
Desde la oveja humilde a la gran dama,
todas para mostrar su buen deseo,
llevaban al enfermo algún regalo,
o reliquias que, puestas en la cama,
su virtud bien probada ejercerían,
y a Dios obligarían
a darle la salud, aunque estuviera
ya próxima a llegar su hora postrera.


III

   El obispo y Teresa inconsolables,
como siempre el temor el riesgo abulta,
llamaron a tres médicos notables
a fin de celebrar una consulta,
sin perjuicio de pedir al cielo
con las ansias más vivas
y haciendo fervorosas rogativas,
que a él le diese salud y a ellos consuelo.


IV

   En una detenida conferencia
los tres sabios Galenos,
fundándose en distintas teorías,
probaron ser los tres pozos de ciencia;
y de acuerdo opinaron,
(cosa que no se yo todos los días)
en las causas que el mal determinaron;
en que no era hasta entonces por fortuna
de carácter muy grave la dolencia,
y en la medicación más oportuna
por los síntomas todos indicada;
que era abstenerse, hasta ahuyentar los males,
de sus graves tareas parroquiales.


V

   La desdichada Luisa,
aunque todos los días se informaba
diez veces por lo menos
del estado en que el cura se encontraba,
iba por las mañanas a oír misa,
con los ojos de lágrimas bien llenos,
y en cruz ante una imagen Dolorosa,
le imploraba temblando y angustiosa,
poniendo en la oración el alma entera,
para que pronto la salud le diera.


VI

   Encontrábase el cura
ya de su enfermedad convaleciente,
pero aún sin ejercer su ministerio,
cuando fue el sacristán con gran premura
y con cierto misterio,
de parte de una dama penitente,
a entregarle una carta bien lacrada,
sin decirle quién era la señora,
cosa que él mismo ignora,
porque iba con el manto muy tapada.


VII

   Al tomar el papel, tembló Teodoro
y lanzó a su pesar hondo suspiro.
Era de su hija amada; por decoro,
no venía a buscarlo en su retiro.
El pobre a resolverse no acertaba
a abrir la carta ni arrojarla al fuego.
¡Su amor era tan puro,
y en Dios de tal manera confiaba...!
que como si saliera de un letargo,
entró en dulce y pueril desasosiego;
y ahuyentando a Luzbel con un conjuro;
y al sacristán haciéndole un encargo,
se encerró en su aposento presuroso
para leer el billete delicioso,
que mojado aún del llanto que vertiera,
hablaba al confesor de esta manera:
Carta de Luisa a Teodoro
   Padre del alma mía muy amado:
no lo acierto a explicar, mas tengo miedo,
porque esta usted enfermo y yo no puedo
consagrarle mi afecto y mi cuidado.
   Cuando voy a la iglesia siento frío;
más grave entonces el terror me asalta,
porque, faltando usted, todo allí falta
y se halla el templo lóbrego y vacío.
   Mi hogar no es ya un hogar; es un infierno,
donde se hacen mis horas perdurables,
rodeada de seres despreciables,
condenada a sufrir martirio eterno,
   No puede descender el alma mía
hasta el bajo nivel del hombre osado
que dentro de mi pecho ha asesinado
mi pobre corazón a sangre fría.
   Son tan graves, tan hondos mis agravios,
y lo odio y lo desprecio de tal suerte,
que es preferible para mí la muerte
a una inmunda caricia de sus labios.
   No es mi alma, no, la que a él está ligada,
es mi cuerpo infeliz lo que le dieron;
si mi carne y mi sangre le vendieron
libre es mi voluntad y esa es sagrada.
   Mi alma tiene elegido ya su esposo;
y si no en esta vida miserable,
se unirán donde todo es inmutable,
donde todo es ya paz, dicha y reposo.
   ¡Qué delicia es morir, cuando muriendo
se rompen las cadenas que nos ligan
a este mundo ruín y nos obligan
a vivir sollozando y padeciendo!
   Póngase bueno pronto, o Dios permita
que con usted comparta la dolencia;
hay días en que, falta de paciencia,
todo me es antipático y me irrita.
   El papel va mojado con el llanto
que mis ojos tristísimos derraman.
¡Cuánto suelen llorar los que bien aman!
¡Cuánto sufren también los que aman tanto!
   Mi pobre corazón es quien le escribe;
sólo un renglón en recompensa quiere.
¡Ay! Quisiera morir, si es que usted muere;
pero quiero vivir, si es que usted vive.


VIII

   Iba el cura de nuevo a arrodillarse
para pedir al cielo fortaleza,
cuando sintió en el pecho
como un golpe interior intenso y rudo,
cuyo eco fue a perderse en su cabeza.
Quiso el pobre luchar para salvarse
y orar lleno de fe, pero no pudo;
y echándose de bruces en el lecho,
exclamó con acento dolorido:
¡Yo adoro a esa mujer!... ¡Esto es ya un hecho!
¡La adoro a mi pesar!... ¡Estoy perdido!


IX

   Después, ya más sereno,
y su propia conciencia examinando,
vio que en aquel amor nada existía
del carnal y mortífero veneno
que atropella y quebranta los deberes;
vio que las ocasiones evitando,
sin perder la pureza, amar podría
a aquella desdichada pecadora,
y mucho más infeliz que otras mujeres,
e hay más de un ejemplo
de santos y de santas que en el templo
reciben culto y el cristiano implora,
que al amor consagraron su existencia
al par que a la oración y penitencia.


X

   Contestar a la carta era preciso
porque así la infeliz se lo rogaba;
pero en la forma hallábase indeciso.
Temió, si con dureza la trataba,
que pudiese dejar el buen sendero;
y entregada al despecho impetuoso,
que es un mal consejero,
se perdiese aquel alma tan querida,
por los altos designios revestida
de un cuerpo tan perfecto y tan hermoso.


XI

   Si al contrario, a sus ojos demostraba
debilidad y extrema complacencia,
y en la red peligrosa se enredaba,
de invencible virtud haciendo alarde
y escudado en la voz de su conciencia,
tal vez puesta la planta en mal camino,
pudiera empeorarse su destino,
y al quererlo enmendar, fuera ya tarde.


XII

   Cuando tomó la pluma
con mano temblorosa,
siente un peso en las sienes que le abruma;
la sangre en sus arterias comprimida
late de una manera estrepitosa;
escribe algunas frases, las primeras,
y las borra enseguida
por no ser oportunas ni sinceras;
vuelve luego a escribir y a borrar vuelve,
hasta que, prescindiendo ya de todo,
la verdad a decirle se resuelve
y contesta a Luisa de este modo:
Carta segunda de Teodoro a Luisa
   Mi amada en el Señor: ley ya me siento
de mi enojoso mal algo aliviado,
y su billete en lágrimas bañado
ha sido el principal medicamento.
   ¡Qué consuelo recibe el alma mía
de su gran caridad al ver la llama!
Dios nos paga en contento y alegría
lo que por Él al prójimo se ama.
   Siempre es un eco del amor divino
el amor de las pobres criaturas,
aun cuando el alma encuentre en su camino
quien le cause dolores y amarguras.
   Comprendo bien su hastío de la vida,
al mirarse tan joven y tan bella
con la esperanza ya casi perdida
y en su semblante del pesar la huella.
   ¡Qué tarde usted y yo nos encontramos
en este valle de tristeza y luto!
¡Cómo con nuestras lágrimas pagamos
a inexorables leyes el tributo!
   Usted, a la cadena que la oprime
por lazos estrechísimos ligada,
entre tormentos horrorosos gime
siempre en sus afecciones contrariada.
   Yo ¡mísero de mí! cual la avecilla
que en una estrecha jaula nace y muere,
apresté mi garganta a la cuchilla
pronunciando mis votos. ¡Dios lo quiere!
   ¡Suframos con paciencia la tortura,
por más que el corazón se haga pedazos,
al contemplar cuán grande la ventura
fuera sin estos votos y esos lazos.
   Suframos con valor nuestra agonía,
y busquemos en Dios algún consuelo,
hasta que llegue el venturoso día
de unirse nuestras almas en el cielo.


XIII

   La carta llegó bien a su destino,
sin hallar contratiempo ni embarazo,
y Luisa, que ansiosa la esperaba,
la abrió con desatino,
después de darle un beso y un abrazo.
Apenas comenzada la lectura,
observó que algo extraño le pasaba:
su pecho se oprimía;
la sangre en sus arterias mal segura,
a su frente ardorosa se agolpaba;
quiso hablar o llorar, mas no podía;
y en aquella congoja
que dominar no puede,
abre los brazos; el papel arroja;
al peso natural su cuerpo cede,
y de la vista y la razón privada,
cae sobre la alfombra desmayada.


XIV

Al oír aquel golpe de repente,
acude una sirviente;
ve a su señora en tierra; lanza un grito,
y pone en conmoción toda la casa.
Al saber lo que pasa,
se presenta en la escena el señorito,
que alzando a su mujer con gran cuidado
la conduce a su lecho;
y mientras va un criado
a buscar al doctor con gran premura,
la pulsa a ver si tiene calentura;
luego se pone a andar de un lado a otro,
porque es la situación para él un potro;
al fin tropieza el pie con el billete
que a la infeliz esposa
de un modo tan horrible compromete;
lee con detención su contenido,
y después de leer, lo guarda airado,
exclamando entre dientes: -¡Deliciosa
es la revelación para un marido
que vive en la inocencia confiado!
Antes que pase el fervoroso anhelo
a cosas de la tierra desde el cielo,
procuraré evitar en lo posible
comunicación tierna y piadosa
que tiene con el clérigo sensible.
Y en su interior formando gran empeño
de ocultar ante todos su disgusto,
trémulo de emoción, fruncido el ceño,
abandonó la estancia de su esposa,
que era para él el lecho de Procusto.


XV

   Cuando Luisa volvió de su desmayo
y se pudo enterar por su doncella
de cómo, entrando a verla su marido,
halló el billete y lo leyó con calma,
sintió oprimida el alma,
cual si de pronto un rayo,
descendiendo sobre ella,
con su llama voraz la hubiese herido;
y sus ojos, trocados en dos fuentes,
correr dejaron lágrimas ardientes.


XVI

   Entre tanto, el placer y la alegría
en la casa del cura
para sus moradores no existía.
Cada vez iba a más la calentura;
una tos pertinaz lo molestaba,
sin dejarle ni un punto de sosiego;
abrasadora sed lo devoraba
cual si tuviese en sus entrañas fuego;
era la tos a veces convulsiva;
el médico observó con gran cuidado
y halló estrías de sangre en la saliva,
y por síntomas tales alarmado,
conoció claramente que
era el mal una tisis incipiente.


XVII

   Teodoro, que su estado no ignoraba,
y que del fin de su existencia triste,
más bien que deplorarlo, se alegraba,
en no ver a los médicos insiste;
y aunque su madre llora inconsolable,
y el obispo de Dios la ayuda implora,
la enfermedad traidora
avanza más y más en su camino,
haciendo cada día más probable
el término fatal de su destino.


XVIII

   Una noche... pensando en su deseo
y vagando en sus labios la sonrisa
que da a los desdichados la esperanza,
trazaba allá en su mente el mausoleo
en que sus restos colocar quisiera
con los de una mujer, si tal pudiera,
para doblar la bienaventuranza,
cuando entró el sacristán con mucha prisa,
astuto y recatado,
y con mucha reserva y gran cuidado
le entregó otro billete de Luisa.
   Era el billete corto y expresivo;
leyolo el cura, y le llegó a lo vivo.
He aquí lo que en poquísimos renglones
decía, con sus propias expresiones:
Carta segunda de Luisa a Teodoro
   De temor y de angustia estoy temblando.
Mi marido ¡ay de mí! todo lo sabe.
Él está su venganza meditando;
mayor desgracia que esta ya no cabe.
   Salió para Madrid en el expreso
y me quiero llevar para Manila.
Mañana volverá. Mi alma vacila
de esta desgracia horrible bajo el peso.
   Esta noche estará casi desierta
mi casa; echaré fuera a los criados.
La puerta del jardín... dos golpes dados...
yo por mi mano le abriré la puerta.
   Si no es una ilusión que usted me ama
con el amor inmenso que me inspira,
venga, que preparada está la pira
para abrasarnos en la misma llama.
   Los designios de Dios sumisa acato.
Él me inspira esta fe con que lo quiero.
Ser dichosa si en sus brazos muero;
si se niega a venir, sola me mato.


XIX

   Quedose unos instantes reflexivo,
y después exclamó con sordo acento:
-¡El mismo amor violento
es el amor que en nuestros pechos arde!
Si ella perece y yo le sobrevivo,
¡seré un villano ruin, seré un cobarde!
Es nuestro amor de tal naturaleza,
que, por Dios inspirado,
conserva en nuestras almas la pureza,
¡Si salvarla y salvarme a un tiempo mismo
no puedo, es que las fuerzas me han faltado;
pero estando a su lado,
me es todo igual, el cielo y el abismo!


XX

   Llegó la noche: en la tiniebla oscura
se desliza con paso presuroso
la figura de un hombre;
al llamar con dos golpes a una puerta,
se abre sin vacilar la cerradura,
y una voz de eco dulce y misterioso
pronuncia quedo de Teodoro el nombre.
La casa está desierta;
entran los dos, a oscuras, de la mano,
y andando con gran tiento,
llegan por fin de Luisa al aposento,
donde entre objetos mil indescifrables
y una atmósfera cálida y pesada,
veíase dispuesto de antemano
un montón de materias inflamables.
Ni una palabra entre los dos hablaron;
con los ojos no más se comprendieron;
con profundo delirio se abrazaron,
y en una sus dos almas se fundieron.


XXI

   De allí a poco, el palacio
por las inmensas llamas circuido,
iluminaba el tenebroso espacio;
y sin que nadie detener pudiera
el furor insaciable de la hoguera,
se vio pronto en cenizas convertido;
y entre aquellos despojos humeantes
del dorado artesón que se derrumba
hallaron los tiernísimos amantes
a un mismo tiempo el tálamo y la tumba.




Epílogo

    La mañana siguiente
con horror deteníase la gente
las ruinas a ver de aquel siniestro,
y más de una persona emocionada
rezó con devoción un Padre nuestro.
La prensa, a su decir, bien informada,
dijo que la catástrofe espantosa
fue por un gran descuido ocasionada,
y víctima infeliz, la que en el mundo
vivió cercada de placer profundo,
joven, rica, estimada y venturosa.

   En cuanto al sacerdote desdichado,
dijeron los papeles
que aquella misma noche, acompañado
de varios misioneros,
salió lleno de ardor y santo brio
a convertir infieles,
a tierras muy remotas,
sin oír el clamor de las devotas
ni el ruego de su madre y de su tío.

Alcalá de Guadaira, Septiembre de 1889.



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