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Poesía y traducción (nota a una antología)

Ricardo Gullón





El gusto por las cuestiones literarias nunca fue demasiado vivo en este país, mas en la actualidad puede dársele por perdido. Si así no fuera, habríase planteado ya el acucioso problema de las traducciones, tan relevante en el paupérrimo panorama de nuestras letras presentes, y que merece estudio a fondo. No puedo ni debo intentarlo en el conciso marco de una nota, pero el examen de la Antología de poesía francesa religiosa dispuesta por Leopoldo Rodríguez Alcalde para la Colección Adonais, me incita a considerar siquiera sumariamente alguna de las cuestiones ínsitas en aquel problema.

Las dificultades para traducir poesía no es menester ponderarlas. Son evidentes. El hechizo de la poesía depende en gran parte de las palabras y en cuanto sobre ellas se opera la más leve mutación córrese el riesgo de destruirlo. Poesía es expresión. Sustituir, pues, la totalidad de los elementos verbales de un poema por otros de distinta lengua, implica en cualquier caso un grave albur. Ha de procurarse la utilización de un lenguaje equivalente al empleado por el poeta y también, dentro de los límites prudentes, la fidelidad a los ritmos y cadencias del original. Obvio es decir que el contenido de la composición debe ser respetado escrupulosamente.

Mas no siempre es posible la observancia simultánea de las tres reglas y el traductor de buena fe vacila entre conceder la primacía al contenido o a las palabras, preguntándose si es más importante crear nuevas formas, forzándolas hasta donde sea necesario para que sean poesía en el idioma del traductor o, con mayor docilidad, restringir su tarea a la estricta reproducción del texto en el nuevo lenguaje. Optando por la primera de estas técnicas el peligro más notorio es que la poesía de la traducción sea la del traductor y no la del traducido; escogiendo el segundo método la versión puede ser totalmente extrapoética, comercial diríamos, a condición de no entender demasiado peyorativamente el sesgo del vocablo. El traductor puede escoger el procedimiento más acomodado a sus fines y a sus condiciones personales, pero pensando siempre en los condignos escollos que de no ser esquivados determinarían terminantes fracasos. Pues el traducir no consiente términos medios: lo mediocre es malo también. Traducción es creación. Cuando el traductor centra su empeño en un solo poeta, puede aminorar las dificultades por la cauta selección de algún lírico cuya obra se preste a la versión, mas si pretende traducir poemas de diversos autores, habrá de pechar con composiciones nada aptas para ser traducidas, que, procediendo honestamente, no será posible sustraer a la tarea. A la traducción de un poema debe preceder el atento estudio de la obra íntegra de su autor, pues sólo así llega a adquirirse puntual conocimiento de sus gustos, técnicas, valor de las palabras en su lenguaje y demás coeficientes de su sensibilidad creadora cuyo esclarecimiento constituye la base de cualquier tentativa seria; por tanto, preparar una antología de traducciones poéticas supone considerables trabajos previos, lecturas abundantes y decantadas, genuino amor a la faena y además un talento flexible que sepa adaptarse al genio de las distintas personalidades objeto de su atención.

Conservar la belleza de expresión me parece, ante todo, necesario. Sería preciso hacer salvedades, marcar atenuaciones confirmatorias de la tesis general. (El sentido de ciertos «pensamientos» de Goethe, por ejemplo, ha de transmitirse por encima de todo). Pero dejemos este cuidado que nos llevaría lejos. Postulemos una severa aduana del buen gusto y él cuídese de atenuar los efectos de cualquier regla que aplicada a rajatabla fuere injusta. Digo que probablemente el ideal asequible recaba en su primer estrato el mantenimiento de la lírica estructura del original. Sin esto, a la postre vuélvese a la radiografía o se cae en la aventurada deformación.

¿Cabe dar reglas para traducir poesía? Con las cautelas necesarias, marcando excepciones, detallando, yo creo que sí. Propongo que alguno de nuestros jóvenes traductores de poesía: Leopoldo Panero, Carlos R. de Dampierre, Ricardo Juan, Vicente Gaos... aborden el tema y den su parecer. Por ahora no me es lícito ampliar esta introducción, ya desproporcionada, al examen de la pulcra Antología de poesía francesa religiosa ahora formada por Leopoldo Rodríguez Alcalde.

Pues las reflexiones que desordenadamente y con suma concisión, acabo de exponer, han sido suscitadas por la lectura de este librito de poco más de un centenar de páginas admirablemente aprovechadas. Veamos de modo sumario cómo y de qué está compuesto. Inclúyense composiciones de veinte poetas, desde Saint-Pol Roux, último mosquetero del simbolismo, a los jóvenes Cayrol, Masson y Emmanuel. Los autores a quienes se ha dedicado más espacio son, por este orden, Paul Claudel, Milosz y Patrice de la Tour du Pin. La colectánea no es exhaustiva pero sí suficiente para dar idea de la pujanza poética del sentimiento religioso, en Francia.

A cada poeta dedica el colector un breve apunte biográfico, crítico o biográfico-crítico, mencionando los títulos más importantes de su bibliografía: estas lacónicas reseñas fueron redactadas con esmero y sirven para fijar el puesto que ocupan los autores seleccionados en el panorama de la lírica contemporánea. Se advertirá en ellas la receptividad de Rodríguez Alcalde y su puntual conocimiento de la poesía francesa, pues le basta un par de rasgos para perfilar las variadas siluetas.

Los poemas escogidos son bien representativos de los respectivos autores: la selección es particularmente afortunada en los casos de Charles Péguy y de Francis Jammes, de quienes, en media docena de páginas, se recogen los versos más característicos; en el caso de Claudel pudiera tacharse de poco variada, debido a la inclusión íntegra del Vía Crucis que ocupa él solo la séptima parte del volumen. Pero el esfuerzo del traductor al poner en buen español este poema queda justificado en cuanto se considera la importancia de ese trozo en la obra claudeliana y en el conjunto de la poesía religiosa contemporánea.

Rodríguez Alcalde ha escogido el verso libre procurando acomodarlo a los metros originales: precisamente quizá sea el amplio y solemne versículo de Claudel el que le ha deparado mejores logros. Como nota distintiva de estas versiones debe señalarse la fidelidad; cuando fue necesario, la brillantez cedió ante la adecuada reproducción del texto. En lo posible se conserva la sintaxis, empleando un vocabulario rico, dócil y sugerente. El lector tiene la sensación de que el término justo apareció de modo espontáneo: si fuera así, cotícese el nivel de madurez desde el cual se emprendió la tarea.

Al traducir es necesario mantener el exacto punto de misterio de la poesía. No, desde luego, aumentarlo o sacarlo de quicio hasta la incomprensibilidad, mas tampoco ceder a la tentación de hacer claro lo oscuro o de amenguar esta oscuridad. Veámoslo en un ejemplo. Cuando Jorge Guillén trasladó al español El cementerio marino de Valéry, decía en el primer verso:

Ese techo tranquilo de palomas

exacta y humilde correspondencia del original; más tarde Emilio Oribe, vertió a su vez

Techo tranquilo y ruta de palomas.

Este verso es más claro, pero tiene un grave defecto: quiere aclarar. Es un verso interpretativo en el cual se incluye lo dicho por Valéry y además lo que Valéry quería expresar sin decirlo: la palabra «ruta» estaba en su mente mas no en el poema, luego trayéndola a la versión el traductor se excede en su derecho. Así, bajo la aparente falta de destello, el verso de Guillén es preferible al de Oribe y transmite el verdadero reflejo del original.

Esta suerte de humildad y sometimiento al ajeno numen supo practicarla Rodríguez Alcalde, aceptando lealmente los textos franceses sin tratar de «mejorarlos» ni de ponerlos más a punto. Adviértese que su voluntad tendía a la transmisión fiel de los textos y esta fidelidad constituye, como dije, la nota más acusada de su labor. Censurarle por lo que no ha querido hacer, por no incluir en el verso sino lo que en él encontró, situándose para la crítica en otro punto de vista partiendo del cual el problema se enfoca, naturalmente, sobre diversas perspectivas, sería testimonio de recia incomprensión. Rodríguez Alcalde ha realizado excelente labor como traductor y como antólogo. Puso en la tarea sensibilidad, finura de juicio y buen gusto. Con su Antología a la vista puede el discreto lector (y aquí discreto no es tópico sino requisito) darse cuenta de la anchura y multiplicidad de vías por donde fluye la lírica religiosa francesa que, justamente hoy, vive un momento cenital por la incorporación de tres o cuatro artistas de primer orden (Masson, la Tour du Pin, Emmanuel) cuya obra ha profundizado los antiguos cauces, llevando a ellos la sangre exaltada de Péguy, engravecida por el peso de muchas horas de sufrimiento y angustia.





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