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Poesías

Juan Nicasio Gallego





     [Nota preliminar: edición digital a partir de Obras poéticas, Madrid, Real Academia Española, 1854 y cotejada con la edición crítica de Ana María Freire López, Obras completas. I: Obra poética, Zamora, Instituto de Estudios Zamoranos Florián de Ocampo, 1994, pp. 3-349, cuya consulta recomendamos para la correcta valoración crítica y textual de las poesías del autor.]





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Elegías



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Elegía I

El Dos de Mayo

1808

                Animus meminisse horret, luctuque refugit
Virg. En.
                                  ArribaAbajoNoche, lóbrega noche, eterno asilo
del miserable que esquivando el sueño
profundas penas en silencio gime,
no desdeñes mi voz: letal beleño
presta a mis sienes, y en tu horror sublime 5           
empapada la ardiente fantasía,
da a mi pincel fatídicos colores
con que el tremendo día
trace al fulgor de vengadora tea,
y el odio irrite de la patria mía, 10
y escándalo y terror al orbe sea.
   ¡Día de execración! La destructora
mano del tiempo le arrojó al averno;
mas ¿quién el sempiterno
clamor con que los ecos importuna 15
la madre España en enlutado arreo
podrá atajar? Junto al sepulcro frío,
al pálido lucir de opaca luna,
entre cipreses fúnebres la veo:
trémula, yerta y desceñido el manto, 20
los ojos moribundos
al cielo vuelve que le oculta el llanto;
roto y sin brillo el cetro de dos mundos
yace entre el polvo, y el león guerrero
lanza a sus pies rugido lastimero. 25
   ¡Ay! que cual débil planta
que agosta en su furor hórrido viento,
de víctimas sin cuento
lloró la destrucción Mantua afligida!
Yo vi, yo vi su juventud florida 30
correr inerme al huésped ominoso.
Mas ¿qué su generoso
esfuerzo pudo? El pérfido caudillo,
en quien su honor y su defensa fía,
la condenó al cuchillo. 35
¿Quién ¡ay! la alevosía,
la horrible asolación habrá que cuente,
que, hollando de amistad los santos fueros,
hizo furioso en la indefensa gente
ese tropel de tigres carniceros? 40
   Por las henchidas calles
gritando se despeña
la infame turba que abrigó en su seno.
Rueda allá rechinando la cureña,
acá retumba el espantoso trueno, 45
allí el joven lozano,
el mendigo infeliz, el venerable
sacerdote pacífico, el anciano
que con su arada faz respeto imprime,
juntos amarra su dogal tirano. 50
En balde, en balde gime
de los duros satélites en torno
la triste madre, la afligida esposa
con doliente clamor: la pavorosa
fatal descarga suena 55
que a luto y llanto eterno las condena.
   ¡Cuánta escena de muerte! ¡Cuánto estrago!
¡Cuántos ayes do quier! Despavorido
mirad ese infelice
quejarse al adalid empedernido 60
de otra cuadrilla atroz. «¡Ah! ¿qué te hice?,
exclama el triste en lágrimas deshecho.
Mi pan y mi mansión partí contigo,
te abrí mis brazos, te cedí mi lecho,
templé tu sed, y me llamé tu amigo: 65
¿y hora pagar podrás nuestro hospedaje
sincero, franco, sin doblez ni engaño,
con dura muerte y con digno ultraje?».
El monstruo infame a sus ministros mira,
y con tremenda voz gritando ¡fuego!, 70
tinto en su sangre el desgraciado expira.
   Y en tanto ¿dó se esconden,
dó están, oh cara patria, tus soldados,
que a tu clamor de muerte no responden?
Presos, encarcelados 75
por jefes sin honor, que haciendo alarde
de su perfidia y dolo
a merced de los vándalos te dejan,
como entre hierros el león, forcejan
con inútil afán. Vosotros solo 80
fuerte Daoiz, intrépido Velarde,
que osando resistir al gran torrente
dar supisteis en flor la dulce vida
con firme pecho y con serena frente;
si de mi libre Musa 85
jamás el eco adormeció a tiranos
ni vil lisonja emponzoñó su aliento,
allá del alto asiento
a que la acción magnánima os eleva
el himno oíd que a vuestro nombre entona, 90
mientras la fama alígera le lleva
del mar de hielo a la abrasada zona.
   Mas ¡ay! que en tanto sus funestas alas
por la opresa metrópoli tendiendo,
la yerma asolación sus plazas cubre, 95
y al áspero silbar de ardientes balas,
y al ronco son de los preñados bronces
nuevo fragor y estrépito sucede.
¿Oís cómo rompiendo
de moradores tímidos las puertas, 100
caen estallando de los fuertes gonces?
¡Con qué espantoso estruendo
los dueños buscan que medrosos huyen!
Cuanto encuentran destruyen
bramando los atroces forajidos 105
que el robo infame y la matanza ciegan.
¿No veis cuál se despliegan
penetrando en los hondos aposentos
de sangre, y oro, y lágrimas sedientos?
   Rompen, talan, destrozan 110
cuanto se ofrece a su sangrienta espada.
Aquí matando al dueño se alborozan,
hieren allí su esposa acongojada:
la familia asolada
yace expirando, y con feroz sonrisa 115
sorben voraces el fatal tesoro.
Suelta, a otro lado, la madeja de oro,
mustio el dulce carmín de su mejilla
y en su frente marchita la azucena,
con voz turbada y anhelante lloro 120
de su verdugo ante los pies se humilla
tímida virgen de amargura llena;
mas con furor de hiena,
alzando el corvo alfanje damasquino,
hiende su cuello el bárbaro asesino. 125
   ¡Horrible atrocidad!... ¡Treguas, oh musa,
que ya la voz rehúsa
embargada en suspiros mi garganta!
Y en ignominia tanta
¿será que rinda el español bizarro 130
la indómita cerviz a la cadena?
No, que ya en torno suena
de Palas fiera el sanguinoso carro,
y el látigo estallante
los caballos flamígeros hostiga. 135
Ya el duro peto y el arnés brillante
visten los fuertes hijos de Pelayo.
Fuego arrojó su ruginoso acero:
¡Venganza y guerra!, resonó en su tumba;
¡Venganza y guerra!, repitió Moncayo; 140
y al grito heroico que en los aires zumba
¡Venganza y guerra!, claman Turia y Duero.
Guadalquivir guerrero
alza al bélico son la regia frente,
y del Patrón valiente 145
blandiendo altivo la nudosa lanza,
corre gritando al mar: ¡Guerra y venganza!
¡Oh sombras infelices
de los que aleve y bárbara cuchilla
robó a los dulces lares! 150
¡Sombras inultas que en fugaz gemido
cruzáis los anchos campos de Castilla!
La heroica España, en tanto que al bandido,
que a fuego y sangre de insolencia ciego
brindó felicidad, a sangre y fuego 155
le retribuye el don, sabrá piadosa
daros solemne y noble monumento.
Allí en padrón cruento
de oprobio y mengua, que perpetuo dure,
la vil traición del déspota se lea, 160
y altar eterno sea
donde todo español al monstruo jure
rencor de muerte que en sus venas cunda
y a cien generaciones se difunda.


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Elegía II

A la muerte del Duque de Fernandina, hijo de los Señores Marqueses de Villafranca

1816

                                  ArribaAbajo¿Qué triste son, qué canto dolorido
detiene el curso al raudo Guadalete
y en tono sepulcral hiere mi oído?
Entre el manso ruido
del fúnebre ciprés que arrulla el viento 5           
¿no escucho el caro acento,
los tiernos ayes de mi ilustre amigo
que, solo, al pie de un túmulo suspira?
¿Éstos no son los ecos de su lira?
Sí, que mi pecho en llanto se deshace, 10
y allá en el polvo, do olvidada yace,
se escuchan ¡ay! por dulce simpatía
tristes gemir las cuerdas de la mía.
   ¿Será ¡mísero yo! que infausta estrella
del caro fruto de su amor le prive, 15
o el sol hermoso, en cuya lumbre vive,
llore eclipsado de su esposa bella?
¡Antes la santa huella
del lento cenobita oprima el mío
que ver, oh Aspasia, tu sepulcro frío! 20
Mas, no: de su lamento
es otra la ocasión. En son agudo
clamar las torres de Sidonia siento,
que redobla el pavor del campo mudo.
Ya la fúnebre nueva 25
por los góticos claustros se difunde
rápida como el viento que la lleva,
y el eco de la noche en el desierto
repite ¡ay Dios! que Fernandina es muerto.
   ¡Ah! ¿Y es verdad? ¡Ni su inocente vida 30
que el verdor no gozó de veinte abriles
de tan aciago fin salvarle pudo!
¡Ni el vigor de sus años juveniles,
ni el alto alcázar, ni el dorado techo
fueron al golpe atroz bastante escudo! 35
¡Y en tanto satisfecho
de lustros y de crímenes cargado
triunfa el protervo y la virtud oprime!
¡Y en tanto el desgraciado,
que, en la amargura gime 40
y a quien más que el morir la vida espanta,
mal su grado encanece
y a par que en años en miserias crece!...
¡Oh Providencia inescrutable y santa!
   ¡Cuánto de aquellos días 45
el recuerdo me aflige en que la ausencia
del cautivo monarca lamentando
el lento curso de la edad sentías!
Te vi, te vi mil veces
probar el temple a la flamante espada, 50
y la clin del bridón con blanda mano
impaciente halagar bañado en gozo.
Yo vi tu faz de cólera inflamada
(que del naciente bozo
la débil sombra matizaba apenas) 55
al son del parche y al marcial estruendo,
y en noble saña hirviendo
la sangre de Guzmán henchir tus venas.
   Mas ¿a qué de esta suerte
con pasadas memorias devaneo, 60
cual con sueño fugaz, si en solo un punto
tanta esperanza ¡ay Dios! marchita veo
al rudo soplo de áspera fortuna?
Tú que mi llanto ves, pálida luna,
tú que el usado giro terminando 65
una vez y otras dos, al joven viste
entre las garras del dolor luchando,
que al fin con rabia inusitada y fiera
fundió sus huesos, como el sol la cera;
al contemplar que ni un momento aplaca 70
su cólera inclemente,
entre el negro crespón de nube opaca
de horror velaste la argentada frente.
   ¿Y quién en tanto al afligido padre
dar consuelo sabrá? ¿Quién la agonía 75
pintar al vivo de la tierna madre
que junto al hijo exánime gemía?
«¡Ay triste!, prorrumpía:
¿Dónde mis dulces ilusiones fueron
para nunca tornar? El rico estado, 80
los tesoros ni el arte ¿qué valieron?
¡Quién me dijera, oh niño desgraciado,
que para verte en tan atroces penas
el ser te di, te alimenté a mi pecho!
¿A quién ¡ay! al morir le falta un lecho? 85
El mendigo infelice
hállalo en pobre paja o suelo frío;
¡y el cielo se lo niega al hijo mío!».
   Dice: y alzando al lastimado acento
su voz el Duque y lánguida cabeza 90
en que el sello de muerte
grabado estaba y la filial terneza:
«No así al dolor rendida
queráis, dijo, señora, de esta suerte
perder conmigo tan preciosa vida. 95
Esos niños mirad que en torno lloran
y tiernamente os aman:
también los inocentes madre os llaman
y vuestro afecto y protección imploran».
No dijo más: lanzando un ay profundo, 100
que recorrió los altos artesones,
selló la Parca el labio moribundo
y al alma abrió las fúlgidas regiones.
   Viose al letal gemido,
cual bella palma que derriba el rayo, 105
bajar envuelta en súbito desmayo
la triste madre al alfombrado suelo.
   No tornes a vivir, que angustia y duelo
te aguarda solo y eternal quebranto,
¡desgraciada mujer! Mas ¡ay! que en tanto 110
vuelve a la vida: inmóviles los ojos,
con voz quebrada, sin acción, sin llanto,
llama al hijo infeliz que no responde:
álzase y azorada,
la trenza al aire por los hombros suelta, 115
vaga en su busca sin mirar por donde:
de su prole angustiada,
que sus pasos detiene y la rodea,
no oye la voz querida,
ni ve la luz febea; 120
que en un mar de tinieblas sumergida
sin él se juzga, y desamada y sola.
   ¡Musa, no más! Las nubes arrebola
ya el alba soñolienta, a mis mejillas
las lágrimas se agolpan, y embargada 125
mi lengua de dolor repugna el canto.
Cesa, y en raudo vuelo,
pues a mí no me es dado, a las orillas
del Manzanares torna,
y en la tumba sagrada 130
depón la adelfa que tu sien adorna.
Si allí por dicha a la matrona hallares
el hijo caro demandando al cielo,
dile, y a sus pesares
dar logrará tu voz dulce consuelo 135
que ya ceñido de inmortal corona
en el empíreo coro
himnos de gloria venturoso entona
al Dios omnipotente en arpa de oro.


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Elegía III

A la muerte de la Reina de España doña Isabel de Braganza

1819

                Ostendent terris HANC tantum fata, neque ultra esse sinent...
Virg. En. VI
                                  ArribaAbajo¿Por qué revuelta en pavoroso velo
cubres la augusta faz? ¿Qué agudas penas
de imprevisto clamor turban tu cielo?
   ¿Ves, oh patria infeliz, de sangre llenas
tus hazas al furor de Marte crudo 5           
y a tu adorado Rey entre cadenas?
   ¿Será forzoso que el potente escudo
de nuevo embraces y la lanza fuerte
que los grillos romper del orbe pudo?
   ¡Ay! No será; que el fallo de la muerte 10
ni el valor lo revoca ni el acero:
llorar, solo llorar es hoy tu suerte.
   ¿No hay esperanza? ¿Es cierto que su fiero
soplo extinguió la antorcha lusitana
que inundaba de luz el campo ibero? 15
   ¿Es verdad que tu excelsa Soberana
brilló tan solo el término de un día,
como la rosa del abril temprana?
   ¡Ay! Vuelve al triste son, cítara mía;
vuelve otra vez al querellar doliente, 20
nunca avezada al gusto y la alegría.
   Ciña el ciprés las canas de mi frente,
que argentó del pesar la mano adusta,
más bien que de los años la corriente;
   y el claro nombre de Isabel augusta 25
oigan estas olivas y nopales
mudos testigos de mi suerte injusta.
   Que no es dado a mi canto los reales
palacios penetrar, y en grato acento
de Fernando infeliz templar los males. 30
   Tú, Reina hermosa, que a tan alto asiento
por mil virtudes encumbrada fuiste,
dejando a España lágrimas sin cuento,
   tú sí que escucharás el eco triste
de un desdichado, que de angustia y duelo, 35
más que de luto estéril se reviste.
   ¿Por qué tan pronto del hispano suelo,
sorda a nuestra aflicción, huyes, Señora,
sumido ya en eterno desconsuelo?
   ¿No hallaba aquí tu mano bienhechora 40
mejillas que enjugar, do guerra impía
vertió sin fin su copa asoladora?
   ¡Oh! Torna, torna a la mansión que un día
de alma delicia y de placer colmaste,
y hora se cubre de tiniebla umbría, 45
   y del pueblo leal que abandonaste
la atruena el grito y túrbala el quebranto
buscando en vano el bien que le robaste.
   ¿Y adónde, adónde en infortunio tanto
los ojos volverá, si tú le dejas? 50
¿Quién cegará las fuentes de su llanto?
   Mas ¡ay! que en balde me deshago en quejas;
que en balde emprende de la Parca dura
desarrugar mi voz las torvas cejas.
   ¿Ni del regio semblante la dulzura 55
detuvo impía el brazo a tu venganza,
ni en tan florida edad tanta hermosura?
   ¿Qué te ofendió la perla de Braganza,
que así empañaste su esplendor divino
cortando de dos mundos la esperanza? 60
   ¿Y es éste, oh cielo, el ínclito destino
que España a su inocencia prometía
cuando cubrió de alfombras el camino?
   ¡Duran tal vez las flores todavía
que holló su planta! ¡Oh tiempo venturoso 65
presente en mi inflamada fantasía!
   Ostentosa su entrada fue: ostentoso
bajel favonio con halagos puros
meció de Cádiz en el golfo undoso;
   y al bronco estruendo de los bronces duros 70
bella, como la diosa de los mares,
la saludaron los hercúleos muros.
   Aún el rumor de aplausos a millares
oír y el grito de las torres creo,
y el festivo sonar de mil cantares. 75
   Al fulgor de la antorcha de Himeneo,
modesta, hermosa, plácida, lozana,
llegar la ven las playas de Mnesteo,
   y al dulce lado de su dulce hermana
con ansia noble y anhelante prisa 80
la cerca el pueblo fiel, corre y se afana.
   Ella, que en este afán su amor divisa,
responde grata con galán saludo,
su labio de coral bañado en risa.
   Por verla el padre Betis, con nervudo 85
brazo apartó los juncos de su frente,
y a espectáculo tal parose mudo.
   En triunfo la llevó la hispana gente
con júbilo sin par y altos loores,
Manzanares humilde, a tu corriente; 90
   y entre marciales salvas y entre flores
llegó a los brazos del augusto esposo
sembrando hechizos y cogiendo amores.
   Mas ¡ay de mí! ¿qué vale que engañoso
prestigio alegres horas me recuerde, 95
si ya son hoy tormento doloroso?
   Que no más pronto ¡oh Dios! su aliento pierde
por el pérfido plomo sorprendida
blanca paloma entre la grama verde,
   que en flor le arrebató la dulce vida 100
como rayo veloz muerte villana
abriendo un solo golpe tanta herida.
   ¡Oh frágil pompa! ¡Oh condición humana!
¿En qué cimiento tu firmeza estriba,
vago sueño, humo leve, sombra vana? 105
   Por más que el globo círculos describa,
no olvidará Madrid la infausta escena
que en lágrimas bañó de sangre viva.
   Ajada vio en tu cuello la azucena,
malograda Isabel, y a los leones 110
del desierto dosel rugir de pena.
   Mal suplida en los lúgubres salones
de tus ojos miró la muerta lumbre
por el triste fulgor de cien blandones.
   Del alcázar la inmensa pesadumbre 115
tembló de espanto al súbito alarido
que lanzó la aterrada muchedumbre.
   Uno madre la llama; enardecido
otro a los cielos su oración levanta
del alto sollozar interrumpido; 120
   anhelan éstos por besar la planta
de su Reina infeliz; aquél postrado
susurra triste su plegaria santa.
   Cerca, después, del féretro agolpado
con gemidos el pueblo la seguía 125
al sordo son del parche destemplado,
   y a par que el eco vago repetía
confusas quejas contra el hado ingrato,
dobló un anciano su rodilla fría.
   Miró lloroso el fúnebre aparato, 130
y al viento dio su trémula querella,
del profundo dolor suspenso un rato.
   «¡Adiós por siempre, dijo, Reina bella,
de madres y princesas gran modelo,
gloria de Portugal, de España estrella! 135
   ¡Cuántas semillas de tristeza y duelo
de perpetuo crecer y hondas raíces
deja tu esencia al castellano suelo!
   Ya más no te hallarán los infelices
que socorrió tu mano, ni el guerrero 140
te mostrará sus largas cicatrices.
   Ni escucharás el viva placentero
del pueblo aclamador, que, en tierra fijos
sus ojos, cambia en luto lastimero.
   De ti esperaba el fin a los prolijos 145
y acerbos males, que discordia impura
sembró con larga mano entre tus hijos.
   No pocos ¡ay! no pocos en oscura
mansión, al deudo y la amistad cerrada,
redoblan hoy su llanto de amargura. 150
   Otros gimiendo por su patria amada
el agua beben de extranjeros ríos
mil veces con sus lágrimas mezclada.
   Mas si oye el cielo los sollozos míos,
si un ángel lleva al solio refulgente, 155
mensajero de paz, los votos píos,
   por ti tendrá del Padre omnipotente
mi Rey consuelo en su mortal quebranto,
prosperidad y unión la hispana gente».
   Dijo, y tornó a llorar. Callada, en tanto, 160
con ademán doliente se acercaba
la regia comitiva al templo santo.
   Ya el cántico sagrado se escuchaba
del cóncavo metal al ronco trueno
que en los atrios inmensos resonaba. 165
   ¡Ay! que ya para siempre aquel sereno
rostro, en medio a las preces funerales,
marmórea tumba recibió en su seno!
   Dándola entonces los eternos vales,
cayó la losa: al lúgubre ruido 170
retemblaron las urnas sepulcrales,
y en su centro se oyó largo gemido.


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Elegía IV

A la muerte de la Duquesa de Frías

1830

                                  ArribaAbajoAl sonante bramido
del piélago feroz que el viento ensaña
lanzando atrás del Turia la corriente;
en medio al denegrido
cerco de nubes que de Sirio empaña 5           
cual velo funeral la roja frente;
cuando el cárabo oscuro
ayes despide entre la breña inculta,
y a tardo paso soñoliento Arturo
en el mar de occidente se sepulta; 10
a los mustios reflejos
con que en las ondas alteradas tiembla
de moribunda luna el rayo frío,
daré del mundo y de los hombres lejos
libre rienda al dolor del pecho mío. 15
   Sí, que al mortal a quien del hado el ceño
a infortunios sin término condena,
sobre su cuello mísero cargando
de uno en otro eslabón larga cadena,
no en jardín halagüeño, 20
ni al puro ambiente de apacible aurora
soltar conviene el lastimero canto
con que al cielo importuna.
Solitario arenal, sangrienta luna
y embravecidas olas acompañen 25
sus lamentos fatídicos. ¡Oh lira
que escenas solo de aflicción recuerdas;
lira que ven mis ojos con espanto,
y a recorrer tus cuerdas
mi ya trémula mano se resiste! 30
Ven, lira del dolor: ¡Piedad no existe!
   ¡No existe, y vivo yo! ¡No existe aquella
gentil, discreta, incomparable amiga,
cuya presencia sola
el tropel de mis penas disipaba! 35
¿Cuándo en tal hermosura alma tan bella
de la corte española
más digno fue y espléndido ornamento?
¡Y aquel mágico acento
enmudeció por siempre, que llenaba 40
de inefable dulzura el alma mía!
Y ¡qué!, fortuna impía,
¿ni su postrer adiós oír me dejas?
¿Ni de su esposo amado
templar el llanto y las amargas quejas? 45
¿Ni el estéril consuelo
de acompañar hasta el sepulcro helado
sus pálidos despojos?
¡Ay! derramen sin duelo
sangre mi corazón, llanto mis ojos. 50
   ¿Por qué, por qué a la tumba,
insaciable de víctimas, tu amigo
antes que tú no descendió, señora?
¿Por qué al menos contigo
la memoria fatal no te llevaste 55
que es un tormento irresistible ahora?
¿Qué mármol hay que pueda
en tan acerba angustia los aciagos
recuerdos resistir del bien perdido?
Aún resuena en mi oído 60
el espantoso obús lanzando estragos,
cuando mis ojos ávidos te vieron
por la primera vez. Cien bombas fueron
a tu arribo marcial salva triunfante.
Con inmóvil semblante 65
escucho amedrentado el son horrendo
de los globos mortíferos, en torno
del leño frágil a tus pies cayendo,
y el agua que a su empuje se encumbraba
y hasta las altas grímpolas saltaba. 70
   El dulce soplo de favonio en tanto
las velas hinche del bajel ligero,
sin que salude con festivo canto
la suspirada costa el marinero.
Ardiendo de la patria en fuego santo, 75
insensible al horror del bronce fiero,
fijar te miro impávida y serena
la planta breve en la menuda arena.
¡Salve, oh deidad!, del gaditano muro
grita la muchedumbre alborozada: 80
¡Salve, oh deidad!, de gozo enajenada
la ruidosa marina
que a ti se agolpa y el batel rodea;
y al cielo sube el aclamar sonoro,
como al aplauso del celeste coro 85
salió del mar la hermosa Citerea.
   Absortas contemplaron
el fuego de tus ojos
las bellas ninfas de la bella Gades;
absortas te envidiaron 90
el pie donoso y la mejilla pura,
el vivo esmalte de tus labios rojos,
el albo seno y la gentil cintura.
Yo te miraba atónito: no empero
sentí en el alma el pasador agudo 95
de bastarda pasión, que a dicha pudo
del honor y el deber la ley severa
ser a mi pecho impenetrable escudo.
Mas ¿quién el homenaje
de afecto noble, de amistad sincera 100
cual yo te tributó, cuando el tesoro
de tu divino ingenio descubría,
que en cuerpo tan gallardo relucía
como rico brillante en joya de oro?
   ¡Cuántas ¡ay!, qué apacibles 105
horas en dulces pláticas pasadas
Betis me viera de tu voz pendiente!
¡Cuántas en las calladas
florestas de Aranjuez el eco blando
detuvo el paso a la tranquila fuente; 110
ya el primor ensalzando
que al fragante clavel las hojas riza
y la ancha cola del pavón matiza;
ya la varia fortuna
del cetro godo y del laurel romano; 115
o el poder sobrehumano
que de un soplo derroca
del alto solio al triunfador de Jena,
y con duras amarras le encadena,
como al antiguo Encélado, a una roca. 120
   Pero otro don magnífico, sublime,
más alto que el ingenio y la hermosura,
debiste al Criador, vivaz destello
de su lumbre inmortal, alma ternura.
¿Cuándo, cuándo al gemido 125
negó del infeliz oro tu mano,
ayes tu corazón? El escondido
volcán que decoroso
tu noble aspecto revelaba apenas,
un infortunio, un rasgo generoso 130
un sacrificio heroico hervir hacía.
Entonces agitado
tu rostro angelical resplandecía
de más purpúreo rosicler cubierto:
del seno relevado 135
la extraña conmoción, el entreabierto
labio, las refulgentes
ráfagas de tus ojos
que entre los anchos párpados brillaban,
las lágrimas ardientes 140
que a tus negras pestañas asomaban,
el gesto, el ademán, los mal seguros
acentos, la expresión... ¡Ah! Nunca, nunca
tan insigne modelo
de estro feliz, de inspiración divina 145
mostró Casandra en los dardanios muros
ni en las lides olímpicas Corina.
   Y solo al santo fuego
de un pecho tan magnánimo pudiera
deber tu amigo el aire que respira. 150
Solo a tu blando ruego
la Amistad se vistiera
máscara y formas del Amor su hermano
¿Quién si no tú, señora,
dejando inquieta la mullida pluma 155
antes que el frío tálamo la aurora,
entrar osara en la mansión del crimen?
¿Quién si no tú del duro carcelero
menos al son del oro empedernido
que al eco de los míseros que gimen, 160
quisiera el ceño soportar? Perdona,
cara Piedad, que mi indiscreta musa
publique al mundo tan heroico ejemplo,
y que mi gratitud cuelgue en el templo
de la santa Amistad digna corona. 165
   En el mezquino lecho
de cárcel solitaria
fiebre lenta y voraz me consumía,
cuando sordo a mis quejas
rayaba apenas en las altas rejas 170
el perezoso albor del nuevo día.
De planta cautelosa
insólito rumor hiere mi oído;
los vacilantes ojos
clavo en la ruda puerta estremecido 175
del súbito crujir de sus cerrojos,
y el repugnante gesto
del fiero alcaide mi atención excita,
que hacia mí sin cesar la mano agita
con labio mudo y sonreír funesto. 180
Salto del lecho, y sígole azorado,
cruzando los revueltos corredores
de aquella triste y lóbrega caverna
hasta un breve recinto iluminado
de moribunda y fúnebre linterna. 185
   Y a par que por oculto
tránsito desparece
como visión fantástica el cerbero,
de nuevo extraño bulto
sombra confusa, que se acerca y crece, 190
la angustia dobla de mi horror primero.
Mas ¡cuál mi asombro fue cuando improvisa
a la pálida luz mi vista errante
los bellos rasgos de Piedad divisa
entre los pliegues del cendal flotante! 195
¿Por qué, por qué benigna,
clamé bañado en llanto de alborozo,
osas pisar, señora,
esta morada indigna
que tu respeto y tu virtud desdora? 200
¡Ah! si a la fuerza del inmenso gozo,
del placer celestial que el alma oprime
hoy a tus plantas expirar consigo,
mi fiebre, mi prisión, mi fin bendigo.
   A este oscuro aposento, 205
no a que de pena o de placer expires,
la voz de la amistad mis pasos guía,
sino a esforzar tu desmayado aliento
contra los golpes de la suerte impía.
Su cuello al susto y la congoja doble 210
el que del crimen en su pecho sienta
el punzante aguijón; que al alma noble
do la inocencia plácida se anida,
ni el peso de los grillos la atormenta,
ni el son de los cerrojos la intimida. 215
Recobra, amigo caro,
la esperanza marchita
y el digno esfuerzo del varón constante.
Pronto será que el astro rutilante,
que jamás estas bóvedas visita, 220
de la calumnia vil triunfar te vea:
mi fausto anuncio tu consuelo sea.
   Seralo, sí; lo juro;
y aunque ese llanto que tu rostro inunda
vaticinio tan próspero desmiente, 225
no me hará de fortuna el torvo ceño
fruncir las cejas ni arrugar la frente;
que el dichoso mortal a quien risueño
mira el destino... No acabé. A deshora
la aciaga voz del carcelero escucho, 230
diciendo: es tarde; baste ya, señora.
   ¡Adiós! ¡adiós! Del vulgo malicioso
que al despuntar del sol sacude el sueño
temo el labio mordaz. ¡Adiós te queda!
Aguarda... ¡Adiós!... Y en soledad sumido 235
oigo ¡ay de mí! del caracol torcido
barrer las gradas la crujiente seda.
   ¡Oh digno, oh generoso
dechado de amistad! ¡Oh alegre día!
¿Y en dónde estás, en dónde, 240
ángel consolador, Duquesa amada,
que no te mueve ya la angustia mía?
¡Gran Dios, y ni responde
de su esposo infeliz al caro acento,
aunque en la tumba helada 245
lágrimas de dolor vierte a raudales!
¡Ni de su triste huérfana el lamento,
con ambos brazos al sepulcro asida,
ablanda sus entrañas maternales!
¡Oh dulces prendas de su amor! Al mármol 250
en balde importunáis. Hará el rocío
del venidero abril que al campo vuelva
la verde pompa que abrasó el estío;
mas no esperéis que el túmulo sombrío
la devorada víctima devuelva, 255
ni a sus profundos huecos
otra respuesta oír que sordos ecos.
   En él de bronce y oro,
ínclito vate, entallarán cinceles
vuestro heroico blasón, entretejiendo 260
con sus antiguas palmas tus laureles...
¡Inútil afanar! La sien ceñida
de adelfa y mirto, pulsará tu mano
la dolorosa cítara, moviendo
con sus blandas querellas 265
el orbe todo a compasión... ¡En vano!
Resonarán con ellas
mis gemidos simpáticos, y el coro
de cuantos cisnes tu infortunio inspira.
Alzar podrá a su gloria 270
noble trofeo en canto peregrino.
Mas ¡ay! ¿podrá su lira
forzar las puertas del Edén divino,
y el diente ensangrentado
del áspid arrancar en ti clavado? 275
   A más alto poder, mísero amigo,
los ojos torna y el clamor dirige
que entre sollozos lúgubres exhalas.
Al Ser inmenso que los orbes rige,
en las rápidas alas 280
de ferviente oración remonta el vuelo.
Yo elevaré contigo
mis tiernos votos, y al gemir de aquella,
que en mis brazos creció, cándida niña,
trasunto vivo de tu esposa bella, 285
dará benigno el cielo
paz a su madre, a tu aflicción consuelo.
Sí; que hasta el solio del Eterno llega
el ardiente suspiro
de quien con puro corazón le ruega, 290
como en su templo santo el humo sube
del balsámico incienso en vaga nube.

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