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Poesis

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Fui a Cluj. Esperé a que viniera la noche para ir a su casa, para ver qué había pasado con ella. Tuve la idea de perdonarle todo -su traición- y, si hubiera quedado una chispa de amor en ella, la habría llevado conmigo para hacerla mi mujer. Mi corazón estaba sediento de amor y, como el que se ahoga, me gustaba agarrarme incluso de una paja.

La noche era algo lluviosa y las nubes volaban negras en el cielo y solo por sus rupturas gruesas se veía alguna vez la luna. Cogí una linterna pequeña conmigo, y, saliendo por las calles, empecé a recorrerlas bajo el latigueo menudo y tintineante de la lluvia y me dirigí, saliendo a las afueras de la ciudad, hacia los campos inundados de arroyos, que, amarillos, ahogaban la hierba verde, y salpicando con mis pies las olas que inundaban la llanura. Estaba tan oscuro que no podías ver ni siquiera la mano. Llegué a su casa. Saqué la linterna, y, encendiéndola delante de la puerta delantera, fui a llamar a la puerta, pero vi que la cerradura estaba sellada por la autoridad. ¿Qué ha podido pasar? Como a todas las mujeres que van de vicio en vicio, ella habría contraído deudas y estaba vendido por vía judicial su única pertenencia: la casita. Qué me importa a mí -tenía que entrar en la casa, para recordar una vez más los únicos momentos de felicidad de mi vida-. Rompí el sello de la cerradura y rompí también la cerradura.

Entré dentro -también en su habitación-. Estaba como en el primer día de mi amor. El piano estaba abierto y la silla delante de él, delante de la boca de la estufa estaba todavía la silla con el respaldo del viejo. Su cama alba y limpia estaba junto a la pared izquierda. Puse la lámpara en la mesa -y mi mirada encontró una carta sigilada con cera negra. La cogí. Estaba dirigida a mí y escrita con su mano fina. La abrí con rapidez y la leí. Estaba escrita trémula y la tinta de las líneas esta turbada por lágrimas caídas en el papel. La reproduzco tal y como estaba escrita:

¡Mi amado, mi dulce amante!

Me crees traidora, desenfrenada, y abandoné mi casa. Sí, he sido criminal, mi alma, criminal como lo fue María Magdalena. Toma, ya no pido tu amor, porque cuando leas estas líneas, solo podrías amar el cráneo enterrado y los ojos muertos de una chica loca -loca por tu amor-, rota por el amor que le había impuesto la naturaleza, por el amor de su viejo padre. Mi padre enfermaba, yo no podía ganar nada. ¿Qué podía hacer? Mendigar, hubiera sido vergonzoso. Por eso me vendí. De esta manera conseguí mucho dinero, quizás demasiado -mi padre murió-. ¿Te describo qué sentí después de enterrarlo? Cuantas veces pensé irme contigo, abrazar tus piernas con mis brazos, rogarte, implorarte para que me perdones. Me hubiera convertido en tu esclava, porque te amaba, ¡te amo! Visité a Ioan. Le supliqué que te protegiera, le di todo el dinero que tenía, pero le pedí que me jurara que no te contara nada de mí. Antes de irse ha venido a mi casa y me ha contado en qué estado te encuentras -le hice regresar, porque sabía cuál iba a ser tu primer pensamiento: el suicidio- porque yo sabía que me amas como te amo yo a ti. Un día has desaparecido. ¿Para qué me valía venderme, cuando mi padre había muerto y tú te habías ido?... escribí mi testamento, en el que te he puesto a ti como heredero de mi casita... después encendí el fuego en la chimenea, cerré las puertas y también el postigo -porque la idea me parecía dulce, morir por la muerte por la que tú has muerto-. En la atmósfera sofocante te he escrito lo que ves. Después, sentada junto al piano, empecé a tocar el vals lento, dulce, el que toqué cuando tu cabeza negra y genial dormía en mi regazo. Acariciar aquella frente de mármol ya no lo podía esperar más. ¿Así es que tú me perdonas? Si hubiéramos estado solo tú y yo en el mundo... cuánto nos amábamos tú y yo. Habríamos cruzado los bosques verdes hasta morir los dos, uno en brazos del otro, para pasar al otro mundo del brazo, dos ángeles, las estrellas del cielo. ¡Adiós, mi niño! ¡Te amo! Piensa en mí -si puedo, también yo voy a pensar solo en ti, solo-. No me rechaces, mi niño, déjame ser tuya.

Tuya, Poesis


Leí y releí lo que había escrito ella y empecé a llorar amargamente, como un niño, sus líneas se borraron por las lágrimas, por mis labios morados y ardientes.

-¡Poesis! -grité, apretando el aire de la habitación en mi pecho-. ¡Poesis, perdóname!

Me senté en la butaca junto al piano, en el que había muerto ella, toqué sus teclas por las que se habían deslizado sus dedos tan delicados, tan hermosos y mi dolor devenía poco a poco más dulce, de desesperación, melancolía. Puede que su alma limpia soplaba dulcemente alrededor de mi frente. Puede que ella, aérea, me tocaba el pelo, besaba mi frente. Anduve mucho por la casa, asolado de ideas tan dulces, como amargas. Después desnudándome, me tumbé en su cama blanca. La soñé junto a mí -su cabeza rubia y dulce en mi pecho-, mi boca hirviente en su frente blanca -¡pero nada era real! Opresión inútil, ternura en el aire- no había nada. Apreté con mis uñas la almohada infame, hasta que el sueño tuvo lástima de mí y mi mente cansada adormeció.

Hubiera podido quedarme en su casita, que me había quedado a mí, hubiera podido pasar toda mi vida leyendo y releyendo, en una locura dulce, aquella carta llorada, escrita de su mano, soñar con ella toda mi vida, soñar como sombra por mi casa, como que sonríe a las flores de la ventana, como que vela cosiendo y tejiendo para mi niña. Hubiera podido crearme una felicidad ilusoria, una familia ilusoria, una mujer ideal -hubiera podido ser loco-. Pero ¿para qué? Además, por muy larga que hubiera sido esta locura, no obstante, cada uno tiene sus momentos de lucidez, momentos en los que el suicidio es el primer pensamiento, momentos de odio, de escepticismo, de decepción. Por eso abandoné mi casa... Aquella carta contenía toda mi historia.

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