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Poetas de la Edad Media y poetas contemporáneos

Miguel Ángel Pérez Priego


Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)


Resumen

Desde una perspectiva comparatista, se estudian en este trabajo las relaciones de los poetas contemporáneos con la Edad Media y con la poesía medieval. Comprende esta revisión desde los poetas modernistas a las corrientes últimas de la estética del culturalismo y de la poesía de la experiencia. La conclusión es que el poeta moderno ha sentido la Edad Media en su tradición literaria, lo que le ha permitido traerla muchas veces a su presente, recreándola o modificándola incluso.

Palabras clave: poesía medieval, poesía contemporánea, comparatismo, recepción literaria.




Abstract

From a comparative perspective, this article studies the relationships between contemporary poets and those of the middle ages. The revision ranges from modernist poets to the latest aesthetic cultural trends together with poetry based on experience. The conclusion to which the author arrives is that modern poets have felt the middle ages in their literary tradition, fact which has enabled them to bring it many times to their present and even recreate and modify it.

Key words: medieval poetry, contemporary poetry, comparative literature, literary reception.





La literatura medieval, como muchas veces se ha dicho, es campo de estudio muy indicado para el análisis comparatista, debido seguramente a su carácter multicultural y unitario al mismo tiempo, diversidad en la unidad, como decía Jean Frappier1. El análisis de temas, argumentos, formas métricas, géneros, mitos, leyendas, entre las literaturas en las distintas lenguas románicas, por ejemplo, o en su relación con la antigüedad grecolatina, ha constituido el objeto de estudio de infinidad de trabajos de medievalistas, de Curtius a Peter Dronke, pongamos por caso de excelencia.

Otro campo de indagación comparatista, como oportunamente ha propuesto este XV Simposio de Literatura General y Comparada, es el de la relación en el tiempo, el de la proyección de la Edad Media en otras épocas y más concretamente en la literatura contemporánea. A esa propuesta de indagación me acojo y, por el momento, quisiera circunscribir mis consideraciones al ámbito de la poesía, los poetas de la Edad Media y los poetas contemporáneos.

El Romanticismo, en lo que suponía de vuelta al pasado y a la historia -quizá más imaginativa que documental-, introdujo la primera valoración de la Edad Media. Ésta se ofrecía como un lejano y exótico escenario a la imaginación de poetas y novelistas, pero también como un conjunto de creaciones artísticas y literarias, valiosas en sí mismas y que reflejaban unos supuestos estéticos diferentes a los del clasicismo. Como escenario, como asunto literario, la Edad Media pasó a ser tema fundamental y renovador de la creación romántica y una infinidad de dramas, de novelas y de poemas recrearon multitud de leyendas y sucesos medievales. La concepción de la poesía como producto de las condiciones de raza, clima, religión o política de cada pueblo y de cada época, tal como habían teorizado Herder, los hermanos Schlegel, Mme. de Staël o Hipólito Taine, conducirá a un interés y valoración de los antiguos monumentos de las literaturas nacionales y de las creaciones de la literatura popular, entre los cuales fue distinguido el romancero español que, como muestra magnífica de una literatura popular y colectiva, comenzará a ser recopilado y traducido por Jacobo Grimm, G. B. Depping, Abel Hugo o Agustín Durán, quien publicaría entre 1828 y 1832 una copiosa colección en cinco volúmenes.

Una nueva valoración de la Edad Media se produce con los movimientos culturales de fin de siglo. También hubo entonces una vuelta al pasado y un aprecio por todo lo medieval, convertido en ideal estético e incluso social. Impulsará precisamente estos ideales el movimiento artístico del prerrafaelismo, que, desde la Inglaterra de Rossetti o de John Ruskin, reaccionará contra el arte de la civilización industrial y tratará de buscar la autenticidad creativa en los artistas primitivos. El prerrafaelismo se extendió por toda Europa y llegó también pronto a España invadiendo los ámbitos artísticos y literarios, como ha estudiado F. López Estrada2. La valoración de los autores medievales, de los «primitivos», entró en la literatura como reacción al retoricismo imperante, según explica, por ejemplo, Azorín al definir los gustos de su generación: «Los escritores del 98, y ese es otro rasgo esencial de la escuela, van a ese gran poeta [Gonzalo de Berceo] como van a otros autores de la Edad Media, como reacción lógica contra la ampulosidad en literatura [...]. Al énfasis y artificio que los rodea [...] esos escritores oponen la sencillez, la espontaneidad de los primitivos». Y Baroja, en su discurso de ingreso en la Academia: «Nos hemos encontrado identificados con Gonzalo de Berceo, con el Poema de Fernán González, con el Romancero, con el Arcipreste de Hita, con Jorge Manrique».

Entre los poetas, fue Rubén Darío quien sintió una particular atracción por la literatura medieval. En poemas juveniles, de 1881 y 1882, comenzó ya una imitación arqueológica de la poesía medieval, tratando de recrear sus formas y metros al tiempo que remedaba la lengua antigua en una especie de «fabla» que nunca existió. En un extenso poema titulado «La poesía castellana» se propone describir la historia de aquella poesía y en cada una de las estrofas va imitando la lengua y el estilo de las sucesivas tendencias y escuelas: la métrica irregular de la épica, el alejandrino y el tetrástico monorrimo del mester de clerecía, el arte mayor de Juan de Mena, el ritmo ágil y ligero del Santillana de las serranillas, el quebrado de Jorge Manrique. La poética del siglo XV, por ejemplo, queda allí finamente analizada y el poeta distingue a la perfección entre el ritmo sonoro del arte mayor y el ágil del octosílabo y del quebrado: «Manrique, con galanura, brinda su trova fermosa tan sonora, que llena de gran finura es cual la canción graciosa que hay agora. Rebosa de polimento, e de armonía sin par está llena, e non es ya aquel acento en que solía cantar Juan de Mena [...]».

Pero es el libro Prosas profanas (1896) el más poblado de resonancias medievales, ya desde su propio título, en sugerente oxímoron terminológico superponiendo condición profana a la secuencia sagrada. El libro lleva una sección de «Adiciones» (1901), escrita luego del segundo viaje y estancia de Darío en España, en la que se recoge un grupo de poemas sobre asuntos y formas de la literatura medieval castellana. Uno de ellos es el titulado «Cosas del Cid», compuesto a partir del poema legendario Le Cid de Barbey d'Aurevilly y en el que Darío recrea una anécdota de la leyenda cidiana que resalta los valores humanos del héroe, una escena en la que el Cid tiende su mano desnuda a un mendigo leproso y una niña le ofrece como premio una rosa y un laurel. En otro poema, un espléndido soneto «A maestre Gonzalo de Berceo», introduce Darío una exaltación magnífica del verso alejandrino, que él mismo se encargaría de poner de moda entre los poetas modernistas:


[...] Así procuro que en la luz resalte
tu antiguo verso, cuyas alas doro
y hago brillar con mi moderno esmalte;
tiene la libertad con el decoro
y vuelve, como al puño el gerifalte,
trayendo del azul rimas de oro.



En esta misma línea de exaltación de los metros antiguos como fermento renovador de la poesía moderna, es muy curiosa la imitación que también hace allí de distintos «Dezires, layes y canciones» a la manera de la poesía de los cancioneros del siglo XV. Escribe así un «Dezir a la manera de Johan de Duenyas», «Otro dezir», un «Lay a la manera de Johan de Torres», una «Canción a la manera de Valtierra», otra «Que el amor no admite cuerdas reflexiones, a la manera de Santa Fe», un «Loor a la manera del mismo» y una «Copla esparça a la manera del mismo». Llama la atención el conocimiento que exhibe Darío de aquella poesía cuando apenas se conocía la poesía de cancioneros y no había salido de reductos académicos. En 1851 había editado P. J. Pidal el Cancionero de Baena, en 1872 el Marqués de la Fuensanta del Valle y J. Sancho Rayón el de Estúñiga y en 1884 acababa de publicar Alfonso Pérez Gómez Nieva, con presentación de Manuel Cañete, una edición fragmentaria del Cancionero de Palacio, que es la que conoce y sigue Darío en estas imitaciones. Como ya habíamos visto en los poemas anteriores, también aquí consigue una hábil imitación de ritmos y de formas, aunque el mundo poético sea otro. Si comparamos, por ejemplo, la canción original de Valtierra y la compuesta por Darío, podemos observar que se trata de imitación de la forma de la canción, de su distribución estrófica y combinación de rimas (pie de cuatro versos y estrofas de ocho con cuatro de variación y cuatro de vuelta, que mantienen la rima del pie, e incluso tres versos finales de finida, que son los tres últimos de la última estrofa), pero no del contenido (sólo en cuanto poema de amores, pero muy distinto en lenguaje poético, imágenes, elementos mitológicos).

Inspirado por ese común impulso modernista y adhesión al movimiento prerrafaelista, pronto muestra también su gusto por la Edad Media el poeta Manuel Machado. Lo advertimos, sobre todo, en una serie de poemas publicados en el libro Alma. Museo. Los Cantares (Madrid, 1907) -aunque alguno se había publicado antes en revistas- y agrupados bajo el rótulo de «Primitivos». Allí se contienen poemas famosos, como los titulados «Castilla» (1902), «Alvar-Fáñez» (1904), «Glosa» (1904), «Don Carnaval» (1905), «El rescate» (1894), «Oliveretto de Fermo» (1902). «Castilla» es la célebre evocación del episodio de la niña de nueve años del Cantar de Mio Cid, que Machado recrea con indudable vigor y ternura, al tiempo que técnicamente sabe aproximarse al ritmo del viejo cantar manteniendo la asonancia en -a e incorporando literalmente algún verso (v. 47: «¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!»). Técnica semejante emplea en «Alvar-Fáñez», retrato de este personaje principal del Cantar, elaborado a partir de versos del mismo (v. 501: «e por el cobdo ayuso la sangre destellando»; v. 1753: «Veedes el espada sangrienta e sudiento el cavallo») o el mantenimiento de algunos arcaísmos, así como de la asonancia (a-a) y del metro alejandrino (por entonces, cuando escribe Manuel Machado, no había seguridad de que el verso épico hubiese sido anisosilábico, se pensaba más bien en series de 7+7 o de 8+8):


Muy leal y valiente es lo que fue Minaya:
por eso del se dice su claro nombre, y basta.
Hería en los más fuertes haces y de más lanzas,
y hasta el codo de sangre de moros chorreaba,
el caballo sudoso, toda roja la espada [...].
[...] Deste buen caballero aquí el decir se acaba;
de Minaya Alvar-Fáñez, quien quiera saber más,
lea el grande poema que fizo Per Abad
de Rodrigo Ruy Díaz Myo Cid, el de Vivar3.



El poema «Retablo» o «Glosa» viene inspirado por Berceo, por su Vida de Santo Domingo de Silos. Y es un pequeño retablo en el que Machado sitúa al santo y al poeta en la gloria, a la derecha del Padre: el santo caracterizado con los trazos del poema (la color amariella, la marcha fatigosa, etc.) y al poeta, peregrino, sonriéndonos jovial y compasivo, al tiempo que nos muestra su galardón final, «una palma de gloria y un vaso de bon vino». Una obra y un personaje nuevo que incorpora Manuel Machado es el Arcipreste de Hita, en su poema «Don Carnaval». El poema es una alegre y jovial evocación de un Juan Ruiz goliardesco, apicarado e intérprete del goce de la vida y el amor, enmarcado entre Don Carnal y Trotaconventos, admirablemente recordada en su habilidad dialéctica y fabuladora y en su nostalgia del pecado:


Vino en jarra... Picardía
y alegría... Don Carnal,
como ahora nada sage,
viste un traje medieval.
Pardas tierras, ancho llano,
tan liviano en su verdor,
que a tenderse en él convida
y a la vida, y al amor [...].
Y Doña Trotaconventos,
en sus cuentos lo contó...
Que ella, aunque ya vieja y seca,
si hoy no peca... ya pecó.



Frente a los temas heroicos y legendarios, Juan Ruiz y su Libro de buen amor no venían dando mucho juego a la inspiración literaria. Publicado en 1790 en la Colección de Tomás Antonio Sánchez, el autor había merecido apenas ciertos elogios como fabulista y satírico por parte de algunos preceptistas, como Martínez de la Rosa en sus Anotaciones a la poética. Curiosamente es motivo de inspiración para Galdós en uno de sus Episodios Nacionales, Carlos VI en La Rápita. En el personaje del Arcipreste de Ulldecona, que capitanea una partida carlista por el Maestrazgo, hay rasgos más bien esquemáticos del Arcipreste de Hita: es arcipreste, se llama Juan Ruiz, ha nacido en Alcalá de Henares, se hace de él un retrato que recuerda al modelo («Era un hombre alto, sanguíneo, vigoroso [...] arrogante de actitud, ardiente la mirada, garboso el gesto [...] Era su color encendido; su nariz, enérgica; su boca, desconfiada; el cabello, espeso, cortado al rape y blanquecino por las sienes; la dentadura, recia y blanca»), muestra gran inclinación a los placeres de la mesa y de la carne (vive con cuatro hermosas amas y sobrinas que le sirven una copiosa cena). Será, sin embargo, en el Modernismo y el 98 cuando se le preste mayor atención. Era de esperar que un espíritu tan abierto y sensual como Manuel Machado encontrara su semejante en Juan Ruiz. Pero también lo recordará emotivamente Antonio Machado en el poema «Desde mi rincón», donde, inspirado por el libro Castilla de Azorín, evoca con melancolía el ser y las cosas de Castilla («Con este libro de melancolía, toda Castilla a mi rincón me llega...»), entre ellas precisamente los amores de Juan Ruiz: «¡Oh dueña doñeguil tan de mañana / y amor de Juan Ruiz a doña Endrina!». Dos versos que encierran toda una imagen condensada del Libro de buen amor: el chocante y característico adjetivo «doñeguil» y la paronomasia derivativa con «dueña», más el recuerdo de doña Endrina.

Antonio Machado, como vemos, siente también particular predilección por la Edad Media. A Machado le preocupa mucho la tradición poética, la tradición con que conectar y traer aún viva al momento presente, por lo que no teme hacer confesión de sus gustos. En la edición de Campos de Castilla publicada en Poesías completas de 1917, se incluye el poema titulado «Mis poetas», que es una sobria y entrañable evocación de Gonzalo de Berceo, en la que pone de manifiesto el gusto por lo primitivo, por la sencillez del poeta riojano, en versos que reproducen casi literalmente los de los Milagros:


El primero es Gonzalo de Berceo llamado,
Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino,
que yendo en romería acaeció en un prado,
y a quien los sabios pintan copiando un pergamino [...]4.



y caracteriza con gran precisión y plasticidad el artificio técnico de la cuaderna vía con su ritmo silábico y su escritura pautada, como han puesto de relieve los modernos estudios:


Su verso es dulce y grave: monótonas hileras
e chopos invernales en donde nada brilla;
renglones como surcos en pardas sementeras,
y lejos, las montañas azules de Castilla [...].



Pero el gran poeta medieval estimado por Antonio Machado es Jorge Manrique: «Entre los poetas míos tiene Manrique un altar», dice en su poema «Glosa», que se halla en la primera edición de Soledades (1903). El poema en efecto es una glosa, un desarrollo de versos de las coplas manriqueñas:


Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir. ¡Gran cantar!
Entre los poetas míos
tiene Manrique un altar [...].



Sabiamente nos hace ver Machado que la glosa es un procedimiento muy certero a la hora de dedicar un poema a Manrique y él mismo se alinea entre los glosadores manriqueños, que fueron legión en el Siglo de Oro. Pero además Manrique es el poeta que plenamente responde al ideal, formulado por Mairena en su Arte poética, del poeta del tiempo, de la poesía como arte temporal. Esto es, arte que, partiendo del tiempo vital del poeta con su propia vibración, pretende trascender, intemporalizar aquel momento psíquico en que se produce5.

Esta nómina de poetas medievales que fijan modernistas y noventayochistas es la que sustancialmente prevalecerá en adelante, en alguna medida reforzada por las investigaciones de la Escuela de Filología Española con Menéndez Pidal al frente, que hicieron de la literatura medieval su principal campo de estudio. Los escritores del 27 dedicaron parte de su atención de filólogos y profesores a obras medievales: el Cantar de Mio Cid, Berceo, el Arcipreste o Jorge Manrique. Éste último -junto al romancero y la poesía tradicional que inspiraron tantas creaciones de Lorca y Alberti- fue sin duda el autor medieval más estimado y reconocido. Aparte los estudios fundamentales que le dedicaron Pedro Salinas y Luis Cernuda, su poesía fue recreada en alguna ocasión por Gerardo Diego, en sus Poemas adrede, y sobre todo por Jorge Guillén. Éste titula el segundo libro de su obra Clamor con un verso de Manrique, ...Que van a dar en la mar, apropiado en efecto para este libro elegíaco en el que domina el tema del paso del tiempo («Alba del cansado», «Del transcurso», «Aquellas ropas chapadas», «Muerte de unos zapatos», «Fin y principio» que evoca la noche de fin de año en Times Square). Nuevo recuerdo le traerá también a Guillén su homónimo en Y otros poemas, donde le inspira un magnífico poema «Al margen de Jorge Manrique» titulado «Muerte», en el que evoca su propia muerte a partir de la muerte cantada por el poeta medieval:




- I -

Plácida aquella imagen de Manrique.
Nuestro vivir -ahora más que nunca-
Con tanta rapidez se precipita
Que es ya la catarata hacia la muerte.


- II -

En esta oscuridad del entresueño
Me inquieta, no me angustia -clara pausa-
La sensación de mi futuro corto.
Mi muerte no me sigue de puntillas
-Como a Jorge Manrique- tan callando.
Soy yo quien se adelanta por la escena
Hacia el final escotillón.


- III -

"Diciendo, buen caballero...".
Y toda la vanidad
Se extingue, ya sin acero
Que la defienda. Callad6.



Como muestra de recreación de otros autores medievales por poetas del 27, señalaría otros dos poemas que se inspiran precisamente en la obra del Marqués de Santillana, autor que se aparta un poco de la nómina más convencional y denota un cierto gusto selectivo. Uno es «Macías», de Gerardo Diego, incluido en su libro Ángeles de Compostela (1940), y otro es «Castillo de Manzanares el Real», de Vicente Aleixandre, del libro En un vasto dominio (1962). El primero está inspirado en el «Infierno de los enamorados», donde penan y se consumen amantes famosos, como Juan Rodríguez del Padrón, Garci Sánchez y, sobre todos, Macías, que llena todo el poema de Gerardo Diego, que capta bellamente su nostálgica y patética soledad entre los penados:


Por las selvas del infierno
de los enamorados, eh,
entre lirios y entre zarzas
que se retuercen de sed,
roto de espinas de fuego
y sin volver ni una vez
la soñadora cabeza,
va Macías el doncel [...].



El poema de Aleixandre es una evocación histórica motivada por una visita al Castillo de Manzanares, dominio en el pasado de don Íñigo López de Mendoza, en la que se dejan percibir lejanos recuerdos de algunas obras suyas, como los Proverbios para el príncipe o el Villancico a sus hijas.

De la pervivencia del romancero, seguramente más vale callar que decir poco. Como aseguraba José M.ª Valverde, «el Romancero es la columna vertebral de la historia de la poesía española. Aprovechado e imitado en el Siglo de Oro, sigue a la vez en boca de ignorantes y de sabios de las siguientes épocas; pensemos, en nuestro tiempo, cómo ha servido a Antonio Machado ("La tierra de Alvargonzález"), a Unamuno, a Juan Ramón Jiménez, a Federico García Lorca, a todos, en fin...» (Breve historia de la literatura española, 51). Como muestra de ese aprovechamiento, me permito sugerir la presencia inspiradora del viejo romance de «El prisionero» en algún poema de Rafael Alberti. En El alba del alhelí, en efecto, se encuentra un poema titulado así «El prisionero», que viene a suponer un deseo de poner final feliz a la suerte del prisionero y, adoptando la perspectiva de la antigua interpretación amorosa, una solicitud de su libertad a la amada:


Carcelera, toma la llave,
que salga el preso a la calle.
Que vean sus ojos los campos
y, tras los campos, los mares,
el sol, la luna y el aire.
Que vean a su dulce amiga,
delgada y descolorida,
sin voz, de tanto llamarle.
Que salga el preso a la calle.



La poesía medieval ha podido continuar perfectamente activa entre los poetas posteriores. Consultados, por ejemplo los de la generación del 50, sobre sus gustos y preferencias (Francisco Ribes, Antología consultada de la joven poesía española. Valencia: Mares 1952), algunos de ellos, como Carlos Bousoño o Eugenio de Nora, seguirán apuntando al cancionero tradicional y al romancero, en tanto que José Hierro recordará al paso a Juan Alfonso de Baena en su definición de la poesía (como «don de Dios») y a Gómez Manrique como precursor (las coplas a la muerte del contador Diego Arias precursoras de las famosas al Maestre).

Muy sugerente es la recreación de motivos medievales que lleva a cabo Jaime Gil de Biedma en alguno de sus poemas, por ejemplo, sobre el tema actualizado de la bella malmaridada o la albada provenzal como marco de un amor de meublé, que él mismo ha comentado en perfecto análisis estilístico. El poema «Albada» del libro Moralidades (1966) intenta la puesta al día de un tema muy tratado por los trovadores, como era la separación de los amantes con la llegada del amanecer, en este caso tomando como modelo un alba de Giraut Bornelh:


Despiértate. La cama está más fría
Y las sábanas sucias en el suelo.
Por los montantes de la galería
llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
y liga de mujer [...]
Acuérdate del cuarto en que has dormido.
Entierra la cabeza en las almohadas,
sintiendo aún la irritación y el frío
que da el amanecer
junto al cuerpo que tanto nos gustaba
en la noche de ayer,
y piensa en que debieses levantarte.
Piensa en la casa todavía oscura
donde entrarás para cambiar de traje,
y en la oficina, con sueño que vencer,
y en muchas otras cosas que se anuncian
desde el amanecer [...].



El procedimiento lo explica lúcidamente el poeta: «Mi versión ha cambiado el amor cortés en transitoria aventura de una noche, la gensor en desnudo cuerpo anónimo y la cambra, tan exaltada por los trovadores, en habitación de meublé, como aún decimos la gente barcelonesa de mi generación; los pájaros que pían queren lo jorn per lo boschatge son los de las Ramblas y lo fol gilos no es sino la rutinaria realidad de la vida»7.

Por su parte, José Caballero Bonald ha escrito un libro titulado Laberinto de Fortuna (1984), en el que evoca expresamente el magno poema de Juan de Mena, aunque poco tiene que ver con él ni en el fondo ni en la forma. Más elocuente, en cambio, será el poema titulado «Juan de Mena», en el libro Por la pendiente oscura, del cordobés Julio Aumente, uno de los fundadores del grupo Cántico, que escribe del dolorido silencio de Mena ante la muerte de don Álvaro de Luna.

Quizá en los poetas novísimos es donde pudiera esperarse una mayor presencia de motivos medievales. La estética del culturalismo en poesía ha sido propicia a la recreación de temas del pasado, procedentes del ámbito de la literatura, de la historia o de las artes. Tales temas, como ha defendido enérgicamente Guillermo Carnero, son sentidos como un ámbito de experiencia tan legítimo como los acontecimientos de la vida cotidiana, capaz de producir emoción y de transformarse en materia poética8. Aunque no son los privilegiados, en su libro Dibujo de la muerte aparecen, en efecto, diversos motivos medievales como la contemplación del sepulcro en mármol del malogrado príncipe don Juan, heredero de los Reyes Católicos, en el poema «Ávila», con que se abre el libro, o la visión de las desenterradas vestiduras de los reyes de Castilla en el monasterio de Las Huelgas en el poema «Amanecer en Burgos», o las referencias a dos dammes sans merci medievales: Agnès Sorel, amante de Carlos VII, en «Atardecer en la pinacoteca» e Isotta degli Atti, amante de Sigismondo Malatesta, en «Bacanales en Rimini para olvidar a Isotta». Todavía en su poemario Verano inglés (1999) el dato medieval seguirá funcionando como referente poético y podemos encontrarnos con un sorprendente «Villancico en Gaunt Street», sobre el recuerdo lejano del «Villancico a tres hijas suyas» del Marqués de Santillana y su juego poético de inserción de viejas canciones y versos ajenos a manera de estribillos. Con técnica todavía más distanciada e irónica, sobre todo a partir del libro La caja de plata (1991), incorporará Luis Alberto de Cuenca a su poesía motivos medievales, en poemas como «Amor fou», «Los gigantes de hielo» y muchos otros. Son motivos particularmente aprendidos en la lírica provenzal o en la literatura caballeresca, de las que el poeta es un profundo conocedor como filólogo y como traductor.

En el mítico libro de Pere Gimferrer Arde el mar hay una interesante utilización del dato literario medieval como pretexto. Se trata del poema con que se abre, titulado «Mazurca en este día», que recoge una evocación del romancero del Cid (en línea con Ezra Pound), exactamente el de la muerte del rey Sancho a manos de Vellido Dolfos a las puertas de Zamora ante la presencia de la reina Urraca.


Vellido Dolfos mató al rey
a las puertas de Zamora.
Tres veces la corneja en el camino, y casi
color tierra las uñas sobre la barbacana,
desmochadas, oh légamo, barbas, barbas, Vellido
como un simio de mármol más que un fauno en Castilla,
no en Florencia de príncipes, brocado y muslos tibios.
¡Trompetas del poniente!
Por un portillo, bárbaro,
Huidiza la capa, Urraca arriba, el cuévano
Se teñía de rojo entre sus dedos ásperos [...].



A ese plano temporal, que significa un tiempo histórico y cultural que parece angustiaba la vida del poeta («Dios, ¿qué fue de mi vida?») se contrapone su mundo presente pleno de saberes culturales condensados en el último verso del poema: «Kublai Khan ha muerto», donde quieren cifrarse alusiones a Coleridge, Ciudadano Kane y Plutarco:


Y es, por ejemplo, ahora
Esta lluvia en los claustros de la Universidad [...]
Guantes grises, rugosos,
Pana, marfil, cuchillos, alicates o pinzas
Sobre el juego de té o baquelita y mimbre.
Dios, ¿qué fue de mi vida?
Cambia el color del agua,
Llegan aves de Persia.
Kublai Khan ha muerto.



El recuerdo del romancero es distinto para Jon Juaristi quien, en el poema «Campos del romancero» de Tiempo desapacible (1996), evoca su recogida de romances por recónditas aldeas y, aunque «terminal poesía de un pueblo terminal», «qué sino aquello me devolvió a la vida y al amor de la lengua».

En la llamada poesía de la experiencia es lógicamente menos frecuente la referencia cultural y resulta rara la presencia de motivos medievales. Luis García Montero, que al hacer relación de sus poetas no necesita remontarse a la Edad Media, sí acude al juego de la intertextualidad con propósito experimental en busca de nuevos efectos poéticos. Por esa vía se introduce el dato medieval en el interesante poema «Coplas a la muerte de su colega», del libro Además (1994), apropiación en fondo y forma de las célebres coplas manriqueñas, contrahechas y aplicadas con sarcasmo a la muerte de un marginado social de nuestros días («Y porque fue capitán de carnadas y patrullas sin juicio, porque ya no nacerán dos manos como las suyas para el vicio, porque jamás nos vendió y mordimos el anzuelo de su historia, aunque la vida perdió, dejónos harto consuelo su memoria»). Por su parte, en tono solemne y grave, Juan Luis Panero, en el poema «El poeta y la muerte» de Galería de fantasmas (1988), se representa la muerte del caballero Jorge Manrique combatiendo ante las almenas del castillo de Garci-Muñoz y el rictus de su agonía, con quien quiere identificarse «Si todos los hombres somos el mismo».

Ha sido éste un recorrido un tanto acelerado por obras y autores de la poesía contemporánea. Han quedado fuera, sin duda, infinidad de nombres y de datos. Lo que me proponía era mostrar la vitalidad, la pervivencia de la literatura medieval como motivo de inspiración, quizá como pretexto en la poesía contemporánea.

Me hubiese gustado poder concluir que ésta debe mucho, que no se explica sin la poesía medieval, que aquellas viejas técnicas y temas poéticos informan la poesía de nuestros últimos siglos. Sinceramente no lo creo. Lo medieval ocupa un lugar, cierto, en la atención de los poetas modernos. Pero es un lugar más bien recóndito, muchas veces generoso alarde cultural. Hay, sí, imitaciones conscientes, descubrimientos que ocasionalmente deslumbran al creador moderno. Pero sus preocupaciones artísticas, lógicamente, van por otros caminos.

Lo que sí es cierto es que el poeta moderno no ha renunciado a la Edad Media, a la literatura medieval. La siente en su tradición literaria, forma parte como él de la misma historia literaria. Ello le permite apreciarla, valorarla y traerla tantas veces a su presente, recreándola e incluso modificándola.





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