que escruten la invisible dirección de mis huellas
y que querrán tener mis alas en sus manos
tan sólo para hundir en tus hondos arcanos
¡el atrevido afán de aprisionar estrenas!...
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Y seguiré la ruta astral que está trazada
en el espacio que en el agua copio,
aunque tropiece allá, Señor, con su mirada
tristemente asomada
¡detrás de un imprudente telescopio!...
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Atardecer
Sobre el tejado húmedo lleno de siemprevivas
lustrosas bajo la caricia de la lluvia,
se encorva un gato negro soñando en las furtivas
visiones retenidas en su pestaña rubia.
Muere lejanamente un crepúsculo claro,
5
una campana triste la honda calma perturba
y se alarga la sombra del movimiento raro
perezoso y elástico de su figura curva.
Hora de sombra: el gato piensa en el sueño ido
y en un gesto nocturno se retuerce y reclama
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no sé qué de las sombras, con su ceño fruncido.
Y mientras las visiones de la oscuridad sufre,
nada alumbra sus pasos que
no sea la llama azul
que se derrama de sus ojos de azufre.
—557→
La visión de la primavera
Mientras me acerco al árbol que anoche ha florecido
y miro muchas alas que de él se levantan,
me parece que el árbol entero es como un nido
y que son sus ramajes enteros los que cantan.
Y me parece oír el canto de sus flores
5
y ver que son sus pétalos alas maravillosas.
Cada flor es como un pájaro de colores
y cada par de alas es como un par de rosas.
Las aves en el árbol cantan sus trinos suaves,
para batir sus alas después hacia un anhelo...
10
Me parece que veo un racimo de aves
en el árbol que tiende sus ramajes al cielo.
El cielo mira al árbol con sus ojos de estrellas,
el cielo que es la cúpula de nuestras ilusiones.
Al mirar a las flores siente envidia de ellas,
15
porque parecen un ramo de corazones.
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Porque a la lejanía sideral ya no sube
nada que pueda hablar a los astros de amores...
Las aves se regresan de la primera nube
y los astros no pueden bajar a coger flores...
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Están allí... Sus ojos luminosos, abiertos
parece que nos miran maravillosamente...
Los astros me parecen los ojos de los muertos
cuando la primavera los retrata en la fuente.
Por eso su mirada luminosa, prendida,
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no puede ver el árbol, que de noche ha florido...
Los ojos de los muertos no pueden ver la vida,
¡los astros se estremecen cuando miran un nido!...
Miremos hacia el árbol cuajado de rocío,
poblado de aves, lleno de cantos y de flores...
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Si el corazón es hoy como un nido vacío,
el árbol es un nido que está lleno de amores.
Y oigamos a las aves que trinan y que cantan
antes de levantar hacia el azul su vuelo.
Las aves que del árbol florido se levantan
35
deben llevar en cada trino suyo un anhelo.
Y, como todo aquello que es anhelo levanta
vuelos maravillosos hacia la lontananza,
pongamos un par de alas al corazón que canta,
y se irá de nosotros cantando a la esperanza.
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—559→
Mariana de Jesús
La beata Mariana de Jesús era un lirio
que irradiaba un delirio incesante de luz.
Era la irradiación santa de un martirio
por sufrir los divinos martirios de Jesús.
Sus miradas seguían el camino divino
5
de la
Crucifixión...
Hasta el calvario llegaba el camino
que empezaba en su corazón.
Tenía una corona de espinas
-también tiene espinas la flor-
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la flor de las sienes divinas
era su amor y su dolor.
Gotas de sangre milagrosas
sobre la tierra derramó
y la tierra ha devuelto rosas
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por la sangre que recibió.
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Amanecía y anochecía
en el martirio; todo el día
era martirio también...
Y en el martirio sonreía,
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porque con ello conseguía
amor para el Supremo Bien.
Su corazón-incensario emanaba
una grata espiral de amor
y, en la cumbre se crucificaba
25
junto a las espinas en flor.
A igual que el divino martirio
de Jesús,
su vida se tronchó como un lirio
sobre los brazos de la cruz.
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Como una azucena pálida
fue la vida de su juventud.
Para ella fue una crisálida
el ataúd.
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La nueva primavera
Primavera de luz que llegas en el viento
fenomenal de la bahía...
Los rascacielos salen a tu paso. Siento
que me lleva en sus andas luminosas el día.
Ciudad de Nueva York donde las estaciones
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llegan contrarremando hacia los huracanes.
Desde los cuatro puntos llegan mil aluviones
de estrepitosa luz de férreas canciones.
La primavera llega con alas de aeroplano
gigantesco, de all metal, con tres propelas de oro.
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Bajo el paracaídas del espacio sonoro
brillan sus ojos hechos de berilo y urano.
Aquí la primavera no trae trinos de aves,
ni puebla los jardines de cantos y de flores.
Llega haciendo un estrépito como las motonaves
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y canta la acerada canción de los motores.
Ya no tiene el encanto amoroso y romántico
la nueva primavera, su canción se ha apagado.
Y hoy canta como cantan las olas del Atlántico
y hace nidos de hierro y de cemento armado...
20
Primavera de luz ultravioleta. Siento
que el huracán del mar es flor de tu sonrisa.
Pero aquel huracán, en espiral de viento,
nació, como de un punto, de tu antigua sonrisa.
Nueva York, 1930
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Poemas inéditos
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Surtidores blancos se publicó en Quito a fines de 1930, editado por Alfonso y José Rumazo González, con prólogo del primero (Apuntes a la historia
de la literatura ecuatoriana). La producción de Dousdebés desapareció desde entonces del escenario de las editoriales: se desparramó inútilmente por los muelles y los malecones del puerto guayaquileño o las escalinatas y suburbios del Quito ambiguo y nocturnal, porque hasta su muerte su alma se mantuvo siempre en fuga, con persistencia trágica, irremisiblemente enferma, asida de «la fugaz estructura de su barra inerte».
Un precario puñado de originales forma el único patrimonio de su lírica; escaso pero invalorable caudal que sus familiares entregaron a mi admiración fraterna para que lo librara de un olvido definitivo.
En estos originales, cada poema se repite en sucesivas versiones, en el anverso y reverso de papeles arrugados y maltrechos, con angustiosa insistencia de tachaduras y correcciones que, al bifurcarse de las líneas cadenciosas, semejan nervaduras de ramas agobiadas
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por una persistente tormenta sin principio ni fin. De este árbol retorcido de pensamientos inacabados, que nunca alcanzaron a modelarse plenos, que revelan la enfermiza insatisfacción del autor, he arrancado,
conformándolos y ordenándolos con paciente labor, los mejores gajos, siquier aquellos que más claramente definen su personalidad psíquica y literaria, no con la perfección de la obra superada, pero, por lo menos,
con la virtualidad de su inspiración y de su acento emotivo; a más de un poema primigenio «Mane Thecel Phares», escrito en plena juventud (1920) y en el que se anuncia ya el rumbo inconfundible de su estilo.
En unos pocos Poemas finales de Surtidores blancos aparece cierta tendencia épica. En el conjunto de los que he podido salvar, alcanza esta madurez y acierto. Pero, igualmente que en el libro unigénito de Dousdebés, la mayor parte de los inéditos se derraman con prodigalidad por los dos cauces inconfundibles en que su alma-niña vertió el agua clara de su lírica: la mística y el amor: la mística temblorosa de una oración que nunca se atrevió a penetrar en las moradas del éxtasis; y el amor sin reclamas que no exige, que no reprocha, que se entrega plácidamente con la sencillez de los seres humildes bien amados por Francisco de Asís.
Como documental humano estos originales revelan un profundo sentimiento de evasión, que diré congénito en el poeta, la seguridad de su desvío, la certeza de la desaparición en el anonimato de una hora gris; porque, entonces, para él la voluntad había muerto y a sus pobres ojos vencidos le cegaba «el tinte subictérico, -aquel tinte angustioso, -aquel amarillento- de quienes se consumen -mordiendo su pasado -con colmillos de
miedo -¡esperando!, ¡esperando!,
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-tratando de ser firmes -sobre la temblorosa -gelatina del tiempo».
Entrego al lector, como un homenaje a su memoria, una selección de la obra inédita de Dousdebés.
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Mane thecel phares
Para Eduardo Samaniego y Álvarez, con toda la sinceridad de su amigo.
C. Dousdebés.
Juzgando imparcialmente de esta rubia simpática,
que nos odia en el fondo de su propio sentir,
y de aquella morena sensitiva y lunática,
no hay virtud ni demérito sobre qué decidir.
Si juzgamos de aquella pálida y antipática
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nos inquietan sus ojos que parecen huir,
nos aplasta el recuerdo de su boca enigmática,
su creimiento ridículo nos obliga a reír...
Y al juzgar de aquella otra que lloró por nosotros,