Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Por esa luz sin nombre. Antología poética, 1940-2014

Homero Aridjis

Aníbal Salazar Anglada (editor literario)



Portada




Por esa luz sin nombre
por el anhelo de hacerla mía
he caminado desde entonces
he trabajado.


Homero Aridjis                





Prólogo

Miguel Ángel Asturias acuñó con jocosidad el término «antojólogo», poniendo de manifiesto con ello lo antojadizo y arbitrario de muchas de las antologías, centones, ramilletes y florilegios poéticos surgidos al calor de la poesía desde sus orígenes mismos (en la Edad Media se hablaba de romanceros y cancioneros). Los estudios más serios acerca del género antológico -que en realidad son bien tardíos, a partir del 2000- señalan por su parte el carácter metacrítico de este tipo de compilaciones, que precisan de un lector especializado que jerarquiza, ordena y reinterpreta textos preexistentes al insertarlos en nuevos conjuntos. Este lector en segundo grado, del que habló Claudio Guillén, es uno de los actores del canon literario en tanto que señala aquello que debiera preservarse por ser modélico y ejemplo del buen gusto a la par que desdeña lo que corresponde al olvido. La antologación es, pues, un acto discriminatorio, no siempre justo pero sin duda necesario para precisar el valor que se otorga a los textos literarios en el marco de una comunidad hablante. La etimología del término antología, procedente de las voces griegas imagen («flor») y imagen («escoger»), no deja lugar a dudas acerca del carácter selectivo de este tipo de obras. Sirva esta advertencia liminar para subrayar la insatisfacción que subyace a toda antología, comenzando por el antólogo mismo. En cualquier caso, cuando cruce de nuevo este río poético no me bañarán las mismas aguas.

Esto de las antologías tiene su qué, sobre todo teniendo en cuenta que existe una cantidad ingente de lectores antófagos («comedores de flores», literalmente). No obstante su pervivencia secular y lo avanzado de la teoría y crítica literarias, el género se sigue prestando a no pocas interrogantes. ¿Cuál es el valor en sí de una antología? ¿Debe el antólogo regirse por un sentido histórico o por un instinto estético? ¿O acaso el arte no pueda entenderse sin la historia, como ha defendido, entre otros muchos, Milán Kundera? De existir un aparato medidor llamado «antolometría», idea de la que hace chanza el mexicano Gabriel Zaid, ¿debiéramos considerar como el mejor poeta a aquel que aparece en un mayor número de antologías o representado por un mayor número de textos? ¿Es el índice de popularidad un indicativo de calidad? A la vista de los best-seller y los hit musicales de los últimos tiempos, francamente cabe responder que no. Convendría por ello reformular el poema machadiano, aunque se pierda la rima: todo necio confunde valor y visibilidad. Lo que sucede en televisión y en las redes sociales es una buena muestra de ello.

Al encarar la presente antología dedicada a la poesía de Homero Aridjis, dichas interrogantes, sumadas a otras muchas reflexiones que evito verbalizar por no cansar al lector paciente, me sobrevienen a posteriori. Es decir, cuando el antólogo -yo soy el Antólogo- se da a la tarea de redactar la última pieza del libro, que es paradójicamente la primera con la que el lector se topa: el prólogo. En su singular Prólogos con un prólogo de prólogos, Borges reflexionó acerca de esta forma preliminar y la elevó a la categoría de la crítica literaria: «El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica». Lejos en mi ánimo de convertir este prólogo en un asunto de crítica, y habiendo consultado los astros y comprobado que una vez más no me son favorables, intentaré cumplir lo mejor posible con la retórica prologal y salir rápido del paso.

Con tal de ofrecer al lector -usted que lee es el Lector- siquiera unas migajas de pan, como el Pulgarcito de los hermanos Grimm, pero con algo más de fortuna, me he visto obligado a desandar el camino en busca de esos pellizcos diseminados que me recuerdan los lugares por los que transité y los motivos por los que escogí tal o cual poema, o las razones que me llevaron a descartar este o aquel otro. En definitiva, los criterios de selección que operaron en mis lecturas de la poesía de Aridjis, que no obstante es multiforme, cambiante, desigual, y que ofrece por ello al lector registros muy diversos. E incluso no dejo de plantearme si hubo factores emocionales que decantaron mi selección y que dejé fluir inconscientemente. Ojalá que sí, me digo, pues el hecho improbable de convertir la lectura de poesía en algo semejante a una ciencia, con sus rigores y leyes, me hace temblar de frío. La filología ha pecado mucho de cientificismo y ha formado a un ejército de pedantes («Por sus frutos los conoceréis», Mt. 7, 16). Por fortuna, al releer el conjunto de textos seleccionados y repasar algunos descartes marcados de forma provisional con una cruz, descubro mis propias contradicciones de filólogo. A nadie que haya leído la poesía de Homero Aridjis, así como su narrativa, se le escapará que se trata de una escritura extraordinariamente visual, como hija y nieta que es de las vanguardias europeas, originales o trasplantadas al ámbito de la lengua castellana. Baste observar algunos títulos de poemarios del autor: Los ojos desdoblados, Vivir para ver, El ojo de la ballena, Ojos de otro mirar. En cambio, observo con curiosidad en mi relectura que el principio rector que actuó en el eje de selección no fue la imagen visual sino más bien un cierto sentido del ritmo, la cadencia del poema, su musicalidad, que no exactamente tiene que ver con la rima. ¿Es esto vicio o capricho del compilador? ¿Responde a mis intimidades como lector hedónico? ¿Es tal vez una rémora de mi gusto por la poesía modernista? «Ama tu ritmo...», etc., etc. Sea como fuere, y todo puede ser, lo cierto es que otro antólogo vendrá y ofrecerá a los lectores un distinto perfil del Aridjis poeta, y será igualmente válido. Que allí donde veía Sancho una vulgar bacía de latón, acuérdese el memorioso lector que don Quijote se preciaba de haber hallado el yelmo de Mambrino. Algunos compiladores, los más perspicaces, perseguirán la imagen inaudita; otros, menos atentos a la plasticidad, se dejarán guiar por el trasunto del poema (con no poco de razón, pues no solo el ritmo o la imagen hacen valioso al artefacto poético); y también habrá quien se rija por modelos estróficos clásicos de su agrado o del gusto de los lectores o, por el contrario, quien opte por los poemas en prosa. Tal vez vendrá quien tome un motivo y haga de él un centro: pongamos la luz, un elemento esencial en la poesía de Aridjis y que no en vano está en el título de esta antología (y asimismo en el del primer monográfico dedicado a la obra de Aridjis, compilado por Thomas Stauder en 2005, que toma como título un verso del escritor: «La luz queda en el aire»). Habrá quien hará recuento de los poemas de amor y erotismo (Cristina Peri Rossi extiende estas pulsiones hasta el «panerotismo»), un tema recurrente que es otra de las constantes del Aridjis poeta.


Déjame entrar en tu íntimo alfabeto
para saber lo tuyo por tu nombre
y a través de tus letras
hablar de lo que permanece
y también de auroras y de nieblas.



Y desde luego, no me cabe duda de que aparecerá (¿cómo no apareció ya?) algún antólogo amante de la naturaleza, animalista comprometido, decidido antisistema, que rastreará aquellos textos donde se nos muestran las preocupaciones medioambientales del Aridjis ecologista, y armará con ello una ecoantología (en la que no debieran faltar poemas emblemáticos como «Profecías del hombre», «Descreación», «Paraíso Negro» o «El ojo de la ballena», incluidos en esta selección). Confieso que he estado tentado de llevar a cabo tal empresa, pero finalmente desistí por no pasar por lo que no soy con tal de sumarme al carro. Todos estos tópicos: la luz, el amor y el erotismo, el canto apocalíptico de la naturaleza, están representados en la presente compilación, aunque no desde una idea calculada de muestrario sino por puro azar. A tales tópicos deben sumarse, por su importancia, las dos geografías que lleva inscritas Aridjis de nacimiento: el México prehispánico y contemporáneo, del lado materno; y Grecia, con toda su herencia clásica y su atribulada historia, del lado paterno. El lector viaja así por una arqueología cultural hecha de pasados y presentes que le lleva desde la Tenochtitlán de ritos y dioses sangrientos (Huitzilopochtli, Coatlicue, Xipe Totec), más tarde conquistada por los españoles con Cortés a la cabeza, hasta el DF caótico y corrupto, pasando por el proceso revolucionario; desde los mitos helénicos (Palas Atenea -«mi diosa favorita», confiesa Aridjis-, Midas, Apolo, Poseidón, el Hades) hasta los huertos de Esmirna de antes de la feroz guerra con los turcos, donde el padre cuidaba sus higueras. La poesía de Aridjis es, como ha escrito Peri Rossi, muy moderna y muy antigua, e incluso nos trae ecos bíblicos. Aunque ciertamente la poesía no entiende de países ni fronteras, y a la par de estos escenarios el lector es llevado lo mismo por Ámsterdam que por Nueva York, por París, Moscú o Tokyo, al ritmo del trotamundos incansable que es Aridjis. El paisaje de la poesía es la poesía.

«En el lenguaje literario de Aridjis todo es lenguaje poético», ha escrito Sergio Mondragón, y no le faltan razones. El propio Aridjis ha confesado que es la poesía el género en el que se mueve con mayor comodidad y al que más íntimamente ligado se siente. Lo corrobora el hecho de que no pocos poemas forman parte de un «Diario sin fechas» que el autor va escribiendo y ofreciendo por entregas. Aridjis se inició en la poesía siendo adolescente, cuando vivía en Contepec, en el estado de Michoacán. Más tarde, con apenas veintiún años, e instalado desde 1957 en el DF, aquel joven escritor de provincias publicó un largo poema en prosa titulado La tumba de Filidor, que envió a Octavio Paz, considerado ya entonces como uno de los grandes gurús de la cultura mexicana y quien por aquella época residía en París. Paz leyó con atención aquel libro y enseguida proclamó a Aridjis como el poeta joven más prometedor de México, un aval de primera magnitud que introdujo a Aridjis en los círculos literarios capitalinos y lo situó en la esfera del grupo de Paz, con todo lo que ello significaba. En 1966, Aridjis aparece ubicado en un lugar de honor en la antología Poesía en movimiento, publicada por Siglo XXI, que compilan y arman Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Alí Chumacera y el propio Aridjis, pero en la que, como es sabido, la autoridad de Paz se hizo valer desde el prólogo mismo, que lleva su sola firma. En él, Paz esboza las directrices de la poesía mexicana moderna, una modernidad que inscribe en la «tradición de la ruptura», esto es, en perpetuo movimiento, de ahí el título de la antología, todo un guiño a las tesis de Umberto Eco. Frente a Pacheco y Chumacero, Aridjis se alineó con Paz en la elección de un tipo de poesía que mostrara la sucesión de cambios que apoyan la existencia de una tradición moderna en México: la de la ruptura y el cambio. Desde entonces y hasta el presente, contando en su haber con casi una veintena de libros que van desde La musa roja (1958) hasta Del cielo y sus maravillas, de la tierra y sus miserias (2013), lo cierto es que la poesía de Aridjis no ha dejado de transformarse, reinventándose con cada nueva entrega. «Todo aparenta quedarse, / pero también se va. Incluso yo», escribe el autor. Entonces, ¿cómo se conjugan en la obra poética del mexicano la permanencia y el cambio? Es decir, ¿qué es lo que define o singulariza la poesía de Homero Aridjis? Una pregunta inevitable, tan inevitable como incontestable, me temo; y de ensayar una posible respuesta, tampoco sería este el lugar para desplegar un estudio a fondo de la poética del autor. Vayamos, pues, hacia terrenos más firmes, menos arriesgados. ¿Qué es lo que tiene de moderna la poesía de Aridjis? Sin duda, la insatisfacción de la búsqueda, la certeza de que el poema en sí, físicamente, no equivale a la poesía, pues esta es inasible y por ello mismo irrepresentable. Lo expresa bien el autor en un texto clave para abordar su poética, titulado «El poema» y dedicado no en balde a Octavio Paz:



El poema gira sobre la cabeza de un hombre
en círculos ya próximos ya alejados

El hombre al descubrirlo trata de poseerlo
pero el poema desaparece

Con lo que el hombre puede asir
hace el poema

Lo que se le escapa
pertenece a los hombres futuros.



Esta naturaleza escurridiza de la poesía es precisamente la que obliga al poeta a metamorfosear de continuo su escritura para lograr apresar lo poético en una forma y un lenguaje particulares. Ello constituye, por lo demás, un trasunto de la insatisfacción crónica del ser humano en la búsqueda de sus fines y propósitos en el curso de la vida. Tomemos como ejemplos la obra del argentino Juan Gelman y la del chileno Raúl Zurita, dos exponentes de la mejor y más compleja poesía contemporánea en lengua castellana. En Gelman, esa incomunicabilidad de la poesía traduce la imposibilidad del encuentro con el hijo desaparecido por la dictadura militar; en Zurita, quien sufrió igualmente los desmanes de un régimen militar -el que instala Pinochet en 1973-, es un correlato de la búsqueda infructuosa del Paraíso, que no se puede decir ni contar. Aridjis, por su parte, cifra el problema en la incesante persecución de la luz, que es siempre inalcanzable, como bien refleja el poema que abre esta antología a modo de cita: «Por esa luz sin nombre / por el anhelo de hacerla mía / he caminado desde entonces / he trabajado». Esta luz inapresable que se convierte en leitmotiv es, qué duda cabe, la prueba irrecusable del carácter visual de la poesía de Aridjis: «La historia de la luz / es una arqueología de los ojos», leemos en el «Poema al sol» (Los poemas solares, 2006). Una luz que parece ser principio y fin y a la que el poeta no se arriesga a poner nombre, pero que podemos traducir de diversa forma, si bien todas apuntan a un mismo sentido. Porque esa luz inasequible es el amor en estado sublime («Pero Alguien dijo: / «Que haya luz». / Y hubo luz. / Y apareciste tú»); es Dios en su dudosa presencia («para aparecer / Dios toma a veces / los rayos de luz de la mañana»); es un ángel («Tal vez es una refracción de la luz después de la lluvia»); es también, desde una interpretación ecológica, lo único que pervive tras ser destruido nuestro mundo por la mano del hombre («Hoy hubo luz, / solo luz, / y no hubo otra cosa»); y es, desde luego, el Paraíso perdido -«tierra perdida»- que no vuelve, su infancia en Contepec, la primera visión de la mariposa Monarca en el cerro Altamirano, el primer amor:


Fuma su primer Tigre
entre los pinos de Altamirano;
a sus pies el pueblo se acuesta.
Lampiño, flaco, pelilargo,
él hace el amor con todo:
con la calandria, con la encina,
con la mariposa, con la distancia.



Al respecto, Niall Binns ha señalado con buen criterio que «Aridjis pertenece a la familia de poetas modernos -como Rilke, Dylan Thomas, Jorge Teillier- que han vuelto, desde la nostalgia soñadora de la madurez, en busca de los lares y lugares de la infancia, idealizados ya por el paso del tiempo y la conciencia de la pérdida». Pero a la vez, la de Homero es una poesía anclada en el presente, indignada y combativa, que sirve al autor (si es que la poesía tiene un fin más allá de sí misma) para denunciar las corruptelas de nuestro tiempo, que en buena medida tienen su raíz en la pésima gestión política de que hacen gala los gobernantes y responsables administrativos. No solo por ineptitud, lo que de por sí es grave; sino por las pretensiones de enriquecimiento personal y las ínfulas de poder. «En la ciudad no había agua, / pero Midas en su piscina olímpica nadaba / como si toda el agua de la ciudad fuese suya». Esto, que es un mal generalizado, como estamos viendo en este periodo de crisis sistémica, en México tiene un acento propio y llega a ser tradición (el asesinato político, el secuestro, el tráfico de niñas y mujeres, el narcotráfico son tradicionales, lamentablemente). No obstante, por encima de esta mugre en manos de los Midas modernos, más allá de los vicios mundanos que nos representan, por encima de esta pesadilla globalizada está la expectativa de la epifanía, que es en la poesía de Aridjis el acontecimiento de luz. La poesía entonces, como ha dicho Zurita, «es la posibilidad de lo que no tiene ninguna posibilidad. Es la esperanza de lo que no tiene ninguna esperanza». O como escribe J. M. G. Le Clézio: «La poesía es sin duda la última forma de combate».

A sus 75 años, curado no de los espantos que sacuden el mundo pero sí de las vanidades y prebendas de su oficio de escritor, y alejado, como siempre estuvo, de toda forma de poder (político, cultural, económico, mediático...), el Homero Aridjis poeta se muestra más vivo, audaz y certero que nunca en sus versos. Entre el laurel y la rosa, Aridjis ha decidido abandonarse a lo segundo y seguir siendo lo que fue desde un principio: un poeta en peligro de extinción, amenazado por los males modernos.


      [...] Mientras Mandamases y Midas
otorgan premios y ascensos al Olimpo,
yo voy ufano con el cabello hirsuto.
Que el Mono, el Puerco y el Gusano
se metan los laureles por el culo,
yo he bajado de mi monumento.



Aníbal Salazar Anglada
(Universitat Ramon Llull)




Posdata

En noviembre de 2015 tuve la fortuna de acompañar a Homero Aridjis y oficiar de maestro de ceremonias en los actos de presentación -en las Universidades españolas de Alicante y Murcia- del portal dedicado a su figura y obra en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que me tocó en suerte codirigir. Pude asistir entonces, como oyente privilegiado, a diversas lecturas poéticas realizadas por el escritor michoacano en las que me dejé llevar por la música de sus palabras. Descubrí así, movido por la candencia mexicana en la voz de Aridjis, algunos poemas que no se me habían revelado en mi lectura personal y silenciosa estos años atrás. Leer a solas, pensé, es leer a medias. Hice algo más, en el colmo de los atrevimientos: le pedí al escritor si podía quedarme para mí la antología que había sido el soporte de sus lecturas, la publicada en 2009 por el Fondo de Cultura Económica. Algo a lo que generosamente accedió, no sin antes indicar, entre bromas, que no era amigo de regalar libros suyos con papeles y notas. Pues, en efecto, la antología manoseada por el escritor parecía un árbol del que sobresalían hojas por todas partes. Pude revisar de este modo (revisión sobre revisión) las lecturas señaladas por Homero Aridjis de su propia obra poética, lo que me llevó a releer una gran cantidad de poemas, esta vez bajo la impronta de su voz inconfundible. Algunos de esos poemas son los que, con posterioridad a la publicación de esta antología en la primavera de 2015, se incorporan en esta primera revisión. El soporte digital -maravilla de las maravillas- permite de manera cómoda, casi instantánea e invisible la incorporación de nuevos materiales, quedando borradas las huellas filológicas que dejan grabadas las ediciones y reediciones impresas. En cambio, estas palabras quieren dar cuenta de lo sucedido.

Barcelona, noviembre de 2015






ArribaAbajoLos ojos desdoblados (1960)




ArribaAbajo


Déjame entrar a tu íntimo alfabeto
para saber lo tuyo por su nombre
y a través de tus letras
hablar de lo que permanece
y también de auroras y de nieblas
Déjame entrar para aprenderte
y girar en tu órbita de voces
hablándote de lo que me acontece
describiéndote a ti
Quiero dar testimonio a los hombres
de tus enes y tus zetas
desnudarte ante ellos como a una niña
para que todos se expresen con acento puro.






ArribaAbajo


Te me vas haciendo alas
ya eres menos física que una palabra
flotas sobre mí ligera como aire
Te me vas haciendo imagen
porque cuando estoy contigo
quiero decirte algo
y la voz se me hace una paloma abstracta
Estoy lleno de ti como la tierra
me tienes inundado de tus ojos
eres más inaplazable que un segundo
Todo lo has podido haciéndote aurora
yo no puedo nada
soy demasiado noche
canto de luz muda luciérnaga.






ArribaAbajoTercer poema de ausencia



   Tú has escondido la luz en alguna parte.

VICENTE HUIDOBRO                


Tú has escondido la luz en alguna parte
y me niegas el retorno,
sé que esta oscuridad no es cierta
porque antes de mis manos volaban las luciérnagas,
y yo te buscaba
y tú eras tú
y éramos unos ojos
en un mismo lecho
y nadie de nosotros pensaba en el eclipse,
pero nos hicimos fríos y conocidos
y la noche se hizo inaccesible
para bajarla juntos.
Tú has escondido la luz en alguna parte,
la has plantado en otros ojos,
porque desde que ya no existes
nada de lo que está junto a mí amanece.






ArribaAbajoAntes del reino (1963)



Te amo ahí contra el muro destruido
contra la ciudad y contra el sol y contra el viento
contra lo otro que yo amo y se ha quedado
como un guerrero entrampado en los recuerdos.

Te amo contra tus ojos que se apagan
y sufren adentro esta superficie vana
y sospechan venganzas
y muertes por desolación o por fastidio.

Te amo más allá de puertas y esquinas
de trenes que se han ido sin llevarnos
de amigos que se hundieron ascendiendo
ventanas periódicos y estrellas.

Te amo contra tu alegría y tu regreso
contra el dolor que astilla tus seres más amados
contra lo que puede ser y lo que fuiste
ceremonia nocturna por lugares fantásticos.

Te amo contra la noche y el verano
contra la luz y tu semejanza silenciosa
contra el mar y septiembre y los labios que te expresan
contra el humo invencible de los muertos.






ArribaAbajo


A veces uno toca un cuerpo y lo despierta
por él pasarnos la noche que se abre
la pulsación sensible de los brazos marinos

y como al mar lo amamos
como a un canto desnudo
como al solo verano

Le decimos luz como se dice ahora
le decimos ayer y otras partes

lo llenamos de cuerpos y de cuerpos
de gaviotas que son nuestras gaviotas

Lo vamos escalando punta a punta
con hoteles y cauces y memoria

Lo colmamos de nosotros y de alma
de collares de islas y de alma

Lo sentimos vivir y cotidiano
lo sentimos hernioso pero sombra.






ArribaAbajoEpitafio para un poeta



I

Antes de que las nieblas descendieran a tu cuerpo
antes del grumo de vacilación en los ojos de tu máscara
antes de la muerte de tus hijos primeros y de los bajos fondos
antes de haber equivocado la tristeza y la penuria
y el grito salvaje en el candor de un hombre
antes de haber murmurado la desolación sobre los puentes
y lo espurio de la cópula tras la ventana sin vidrios

casi cuando tus lagos eran soles
y los niños eran palabras en el aire
y los días eran la sombra de lo fácil

cuando la eternidad no era la muerte exacta que buscábamos
ni el polvo era más verosímil que el recuerdo
ni el dolor era nuestra crueldad de ser divinos

entonces cuando se pudo haber dicho todo impunemente
y la risa como una flor de pétalos cayendo

entonces cuando no debías más que la muerte de un poema
eras tuyo y no mío y no te había perdido.


II

Todos se van por el amanecer
por la creciente de los vientos
recién apuntados en la aldaba

todos se van en nombre del tributo necesario
en nombre de las vasijas y los dioses menores

en nombre de los cerezos y los ojos fijos
en nombre de los templos y la piel de tigre

todos alguna vez labraron un trípode de humo
un estupor de ebrios
una silenciosa escala.

Más allá de toda condición
los pájaros se vuelven árboles o llanto
los colores descienden
con la penumbra de otras longitudes
el pasmo de Berenice no provoca
ni formula pie de absolución

Corre el viento sin ser visto
y el valle canta el silencio
de caballos azules.


III

Llegarás al puente
desde sus cordones de humo
saludarás a huéspedes desconocidos
a jóvenes sin cara
buscando en tu memoria pétalos
gestos que creyeron suyos.

Mujeres de pesadas alas
de pies diminutos y lascivas
te dirán al oído qué olvidaste
hablándose a sí mismas
tal como hacen aquellos que dormidos
mueven los labios viviendo en otra parte.

Llegarás al puente
con la cicatriz abundante
de la semejanza perdida
con los cuervos de la afección
ya semillero de pájaros extraños.

La ausencia de alguien que aún no se despide
pasará a tu lado
con trinos relámpagos y soles pequeños en los ojos
tocando apenas cables
que son recuerdos y están perdidos.

Llegarás al puente
mirarás las villas
las casas las llanuras
lentas y solas por el camino
avanzando cuando tú avanzas
detenidas cuando tú te detienes.

Mirarás tu sombra
fantasma único en el suelo
lejos del fardo que aún te nombra

Llegarás al puente
voz de hombre          fábula
intención que borda
figuras en la llama
que una creación reciente atiza
oculta con un leño
borra
sólo para que no
vuelvas a ser sueño.

Bienamado en la memoria
por poemas helados
por viudas que lloran
por la muerte tuya
que ha quedado en ellas.

Ahora que las arañas tejen
al héroe de tu espanto
y el tiempo arruga          enfría
eso que alguna vez pensó
que el infortunio era una prueba
era la escala hacia lo alto.






ArribaAbajoAjedrez. Navegaciones (1969)




ArribaAbajo


El viejo antes de dormir cuenta a sus amigos y
      a menudo en la noche despierta asustado pensando que le
      falta otro
y hay mañanas en que realmente le falta otro
y más encogido y más solo se siente
y a persona o cosa que ve le dice adiós con los ojos
Allí en su silla atraviesa los días como el pasajero único de
       una barca crujiente en un mar tempestuoso






ArribaAbajo


Que su ser permanezca
que sus ojos no mueran

lo digo ante su cuerpo
lo digo en mi corazón

yo descanso en ella
yo vivo en su día

enorme frutero de seres es la tierra
donde mi amada es una

que su ser permanezca
que sus ojos no mueran.






ArribaAbajoBreve viaje por un pequeño rostro


La buena muchacha creía que la vida era una calle abierta, un semáforo en siga, un salón de baile y una cuerda floja...

La buena muchacha se llamaba Paloma,
tenía ojos verdes y venía de Río.

A los quince años conoció el amor, mirándolo pasmada desde abajo, como si aleteara con ojos nerviosos en el cielo nublado de septiembre y en el silencio verde de los montes.

Pensaba que el amor era la cópula al desgaire, en férreos brazos de suburbio y en sofocantes músculos de atleta.

El amor la ocultó bajo los puentes, la tomó de la mano y la escondió en las alcobas.
Era diferente, y lo sentía infinito.

La buena muchacha vivía sola, y pisaba sola en las tardes el crepúsculo en las calles.
Llevaba pantalones negros, y en lugar de blusa un pañuelo rojo.

Creía que la noche era un caballo loco de negras decisiones.

Habitaba las prendas de sus hombres y los obligaba a ponerse sus vestidos.
Y hacían el amor de otra manera.
Rememoraba, dulce y relajada, el curso reciente del abrazo.
Sentía que el mundo y los cuerpos eran superficies agotables, y sólo la imaginación para vivirlos podía disfrutarlos y saberlos.
Creía que los instantes eran monedas en el aire, y sólo el convivirse construía un pasado meritorio, y sólo la irrupción en otro ser nos afirmaba.
Había encontrado un modo de coexistir con sus deseos, acorde con un pretérito presente y con una cadena impenetrable de sueños por usarse.

La buena muchacha tenía minutos redondos como senos, colores tan blancos como muslos, y furias tan reales como furias.
Sus ojos eran tan sólo resplandor telúrico.

La buena muchacha sabía amar, sobria, borracha, y ya sobre cenizas. Era un corpóreo leño de fuego inextinguible.
Sabía amar.

Ahora se va del mundo
con la imagen quemada entre colillas y el sueño despierto entre las sábanas.
con la mejilla izquierda arañada por un filo de arma
y las manos buscando la luz bajo la puerta.

Y no fue superfluo el titubeo,
fue un tiempo curvado en su sentido,
en la emoción de alguien.

Porque la buena muchacha sabía amar
en lentos paisajes como tumbas, eslabonadamente y sobre higos, en segundos tan largos como un fruto cayendo y en ojos que hielan la poesía.

La buena muchacha sabía amar
en un doble estallido de bestias que sollozan.






ArribaAbajoLos espacios azules (1969)




ArribaAbajo


El día separado por sus sombras
por las cosas quietas en un orden extraño
por el ruido que arranca la mirada
del verde en que vivía
avanza ligero en el misterio
de un vuelo que se propaga entre más sube

erigido por el ademán diverso
como una torre de luz y de ceniza
profundo hacia dentro de su propia blancura
absorbe toda huella          todo oro colérico
del seco mediodía que a él se inclina
atravesado por trozos de azul y puntas de aves

perfecto en la curva en que se dobla
brotando de su propio cáliz
ardiendo largamente en su pureza
como un vitral altísimo
a contra luz mirado
pone en la tierra una inmensa rosa de colores
borra la claridad para instaurar el reino
de aquello que irradia si se toca.






ArribaAbajo


Rápida maravilla es la luz
que sube baja de los montes
y por tu cuerpo cae
llena de ojos

Trémula bendición es
la que invisible llueve sobre tu corazón
la que deja en tus senos
brillantes puntos de oro de azul

la que te ha convertido en un largo rayo puro
en el alba.






ArribaAbajoEl poeta niño (1971)


ArribaAbajoMañana de lluvia en Contepec bajo un portal

Junto a su padre, que recargado en la pared duerme de pie, el hijo del cartero, silenciosamente se deja ser, como quien mira. En las ventanas de la casa de al lado las gotas abren caminos sucios y un Dios pluvial chorrea en los vidrios. Entre dos bancas pétreas, la puerta de la cantina se abre con su mal aliento. Bajo el portal, la mujer del cartero mece a su niño, y su madre vieja parece haberse muerto en una de las bancas, con una mosca quieta en la cabeza. Es poco el ruido de las nubes para tanta lluvia, y mucha oscuridad para las once de la mañana. El aire ha enfriado la tierra, y el perro del cañero, echado sobre las piedras húmedas, a veces gime. Un pichón entra al portal con las alas mojadas, y la niebla ha borrado los cerros. En la puerta de la cantina, como un diente, el cantinero mira a la mujer del cartero, impedido por el espacio de aire que separa a los que se desean. Ella entresaca la teta para amamantar al bebé, y él se rasca el estómago por debajo de la camisa, entrecerrando sus ojos letárgicos de buey. En tomo, la luz disminuida se entristece, y con sombras a su alrededor, las mesas de la cantina crujen, y colmados de noche los rincones lloran. Rebuzna el asno gris del cantinero y la lluvia cesa. El sol atravesando las nubes como si fuesen hojas, pone sobre el instante el infinito.




ArribaAbajoUna muerte de Ruy López

Jugaba Ruy López con Alfonso Cerón una partida de ajedrez, frente a Felipe Segundo.

Uno tras otro, los jugadores de la corte habían pasado ante Ruy, quien tenía una torre en una cadena de oro colgándole del cuello. Y uno tras otro los derrotados eran sometidos a la frialdad del cuchillo.

El invencible Ruy López parecía inmóvil en su asiento, custodiado por dos obispos gordos, también inmóviles; mientras Felipe Segundo se entretenía con sus jugadas y con los acordes de su vihuelista Miguel de Fuenllana, quien cantaba:


De Antequera salió el moro,
tres horas antes el día...



Y a quien hizo silenciar con un gesto, para que no perturbara a los que pensaban.

-La tiniebla futura de los hombres está ya en tu presente -decía Ruy a Cerón, indicando al músico ciego, como si éste fuera una materialización humana de su frase o de su fantasma.

-Tengo tantas preguntas que hacerte -le replicaba Cerón, acomodándose la corona de oropel que le había puesto un bufón en la cabeza-, que no te hago ninguna.

-Ama tus últimos momentos -le aconsejaba el sacerdote ajedrecista, balanceando como un péndulo su torre, preparado para darle mate-. Pues es lo único que tienes.

Al decirlo, la corona de oropel de Cerón se ladeaba y su mano temblaba sobre la reina que iba a perder.

-Consejo para la próxima vez que juegues -le decía Ruy, como si considerara la partida acabada-. Coloca a tu contrincante de tal modo, que tenga la luz del sol en los ojos.

En ese instante, Alfonso Cerón perdió y fue acuchillado. Los obispos aplaudieron, de Fuenllana empezó a cantar:


De los álamos vengo, madre,
de ver cómo los menea el aire...



Después, Felipe Segundo se sentó frente a Ruy a jugar. Pero la partida fue breve, a causa de que el ajedrecista de Segura descubrió que el Rey jugaba sin rey y reponía las piezas perdidas, teniendo una gran cantidad de reinas, de caballos, de alfiles y de torres en las manos.

-Imposible ganar -le dijo Ruy-, y sí posible perder por cansancio y aburrimiento.

Por lo cual, Ruy López fue acuchillado. Mientras de Fuenllana, silencioso como un mueble, avisado en su oscuridad de que el rey había ganado, empezó a tocar.






ArribaAbajoPreguntas


¿He de acabar dormido oyendo a Bach
como el señor que duerme en los conciertos
fatigado su día por cuentas y horarios
y cansada su noche por un espectáculo?

¿He de ser como aquel comerciante
que por la clausura de su negocio
desempleado de sí
se siente morir?

¿O he de ser como el enfermo
que absorto en sus molestias
no oye las señales
que el infinito manda?

¿O como el portero
que abre y cierra las puertas de los otros
y sin fijarse en su propia casa
ha dejado su alma descuidada?

¿O seré siempre esto que soy
un hombre de palabras?




ArribaAbajoEl amor y los astros

Si me voy con R perderé a T, pues la dirección por la que va R es opuesta a la que sigue T, y al paso de los días y de los meses no sueño, ni por asomo, hallar en el camino a T; ya que los lugares que frecuentaremos y las gentes que veremos no conocerán a T.

Por lo que, cruzándonos ahora R y yo, la distancia que alcanzaremos, al no converger en estos días, será inmensa, dirigiéndonos a puntos bien distintos uno de otro, como esos astros que se cruzan una vez en el espacio y quedan unas semanas frente a frente, atrayéndose, pero sin lograr retenerse prosiguen su camino hasta perderse en la noche, en una separación, que a través de los años será verdaderamente de años-luz.

Ah, pero si hubiera un lugar donde nos conciliáramos R, T y yo, sin que la preferencia por una excluyera a la otra, coincidiendo en un cuerpo único, donde todos los seres están reunidos en un solo infinito amor.




ArribaAbajoComo a un dios completo

La amo de la cabeza a los pies     del sexo a las puntas de los dedos de los hombros a las rodillas      en su corazón y en sus ojos      por delante y por atrás      de abajo hacia arriba de noche y de día      en donde está y en donde no está como a un dios completo.






ArribaAbajoQuemar las naves (1975)




ArribaAbajo


Hay un río
que corre al mismo tiempo que este río
la mirada lo atraviesa
como ave que se hunde
en un espacio blanco

moviéndose en sus luces
parece no moverse
siempre volando
en una claridad presente
que será y que fue

a cada instante se va al olvido
con seres y flores del jardín terrestre
y palabras que suben a lo alto
dichas aquí.






ArribaAbajo


Ven poeta ancestral siéntate
sacude las sombras de tu boca
y quita de tu traje las tinieblas

ven a esta mañana
que parece durar por siempre
y apareciendo
parece ya antigua
y como eterna

ven a esta montaña
que yergue sus picos blancos
como pensamientos puros


a este río
que sale de la oscuridad
y va a la noche
atravesando el día
como un dios blanco
ven a este momento
y da a las cosas que se van un verso ahora.






ArribaAbajo


Esta llama que asciende
ni caliente ni fría
desde su copa vuelve a la tierra
su bendición de rayos

tal vez es un canto
o una letra visible
este árbol presente
con sus muchas vertientes hacia el cielo

espíritu del bosque
señor entre las flores
este hijo de la tierra y el agua
es el aire visible

y aun con sus ramas apuntando al suelo
asciende a lo sagrado

esta luz
este árbol.






ArribaAbajo


Quemar las naves
para que no nos sigan
las sombras viejas
por la tierra nueva

para que los que van conmigo
no piensen que es posible
volver a ser lo que eran
en el país perdido

para que a la espalda
sólo hallemos el mar
y enfrente lo desconocido

para que sobre lo quemado
caminemos sin miedo
en el aquí y ahora.






ArribaAbajoLa matanza en el templo mayor


El capitán buscaba oro en el templo del dios
Soldados ávidos cerraron las salidas
El que tañía el atabal fue decapitado
y el dios fue despojado de su ropa de papel
Las espadas tumbaron ídolos y derribaron hombres
Los indios para escapar subían por las paredes
o a punto de morir se hacían los muertos
Sombras recién nacidas en el más allá
partieron degolladas hacia el sol
El capitán buscaba oro en el templo del dios.






ArribaAbajoProfecía del hombre


Las nubes colgaron como hollejos
los ríos se estancaron muertos
se extinguieron las aves y los peces
en las montañas se secaron los árboles
la última ballena se hundió
en las aguas como una catedral
el elefante sucumbió
en el zoológico de una ciudad sin aire
el sol pareció una yema arrojada en el lodo
los hombres se enmascararon
sin noche y sin día
caminaron solitarios por el jardín negro.






ArribaAbajoA un refugiado español que todas las noches duerme con la bandera de la República


Por qué calle ir
que no lleve a la plaza del tirano

adonde voltear
que no esté su retrato

en qué banco sentarse
que no miren sus ojos

el pueblo está lleno de él
las horas comen su cara

separados por un muro de fusiles
él morirá y yo moriré

pero ahora
fiel a un fantasma

cada noche me acuesto
con la bandera de la República

como un hombre que se acuesta
con el vestido de su mujer muerta.




ArribaAbajo



20. El cacto


Crece sobre sí mismo
como una llama
solitario en el llano
recoge el rayo de sol
la noche el trueno

casi arrancado por el viento
quemado y seco
da su flor.






ArribaAbajoEl poema


A Octavio Paz




El poema gira sobre la cabeza de un hombre
en círculos ya próximos ya alejados.

El hombre al descubrirlo trata de poseerlo
pero el poema desaparece.

Con lo que el hombre puede asir
hace el poema.

Lo que se le escapa
pertenece a los hombres futuros.






ArribaAbajoVivir para ver (1977)




ArribaAbajoLos muertos de la revolución


Llegaron de Chihuahua
de Saltillo de Sonora
descalzos mal encarados furibundos

cayeron en Gómez Palacio
en Torreón en La Cadena
con las manos rotas
las rodillas quebradas
el caballo partido en dos

los halló la noche
los encontró el alba
con un ojo abierto
con el pecho vacío
acribillados en un arroyo
despedazados al pie de un cerro
dinamitados en un tren

lampiños sucios harapientos
los compañeros los despojaron
los buitres los comieron
los amarilleó el polvo
los secó el sol
en el lodo quedaron
famélicos anónimos deshechos
con la calma sobrenatural de los muertos.






ArribaAbajoZapata


No murió acribillado
a la puerta de la hacienda
ese día de abril
cuando los soldados
a la última nota
del toque del clarín
le vaciaron dos veces
la carga de los fusiles
dicen los que lo vieron
que en su caballo blanco
resistente a las balas
a los hombres y al tiempo
a galope tendido
entró a la muerte entero.




ArribaAbajo



20. Jinetes


Hernán Cortés en su caballo zaino
Pedro de Alvarado en su yegua alazana
Francisco de Montejo en su alazán tostado
llegaron un día del mar

y desde entonces por los llanos polvorientos
a través de vivos y de muertos
sin mañana y sin noche
no dejan de galopar hacia la luz.






ArribaAbajoMuerte


En la cocina de la casa
el campesino viejo
mira las cucharas
que dejará a su hija
y los cuchillos
que heredará a su hijo
mira por la ventana
el caballo amarrado
la encina polvorienta
la nieta de grandes ojos
sentada sobre una cerca
mira el cerro
como un terrón quebrado
y no lejos la piedra
en la que se sentaron
su padre y su abuelo
mira la ventana sin vidrios
las paredes de adobe
mira las cosas
ya por última vez
y no dice nada.




ArribaAbajoVerdugos en el pueblo

Bajaron del cerro con las manos crispadas, después de haberles torcido el cuello a cuatro criminales.

Muy juntos uno de otro, atravesaron lentamente las calles vacías del pueblo, llevando tras de sí sombras escasas.

Sombrerudos, con caras de ídolos bigotones, y con los pañuelos rojos que les habían servido de sogas alrededor del cuello, los cinco cruzaron los prados, sin importarles el letrero de «No pise el pasto».

Se sentaron en una banca, a fumar.

Asoleándose, con ojos entrecerrados, vigilaron el jardín sin gente, las casas cenadas, los caminos vacíos.

Quietos, callados, se quedaron allí más de una hora. Hasta que llegó un coche con placas de Morelia, y subieron, se taparon la cara con el sombrero, como si fueran a dormir.

El chófer del coche, un rapado, sin voltear a ver nada de las casas, de los árboles del pueblo (que se había cerrado como un armadillo), se los llevó rápidamente, tronando, echando polvo.




ArribaAbajoLos músicos de la banda

Los músicos de la banda tocaban en la plaza. Los campesinos endomingados los oían, mirando ya los instrumentos dorados, ya dos perros que fornicaban junto a un puesto de frutas. De pronto, gruesas gotas cayeron entre rayos y truenos. Los músicos, con las trompetas al hombro, se echaron a correr. Los campesinos se refugiaron en una tienda. El perro jaló a la perra a un portal. La lluvia borró las frutas, la plaza, los tejados.






ArribaAbajoConstruir la muerte (1982)




ArribaAbajoPermanencia


Mañana cuando tu cuerpo
haya desaparecido en la calle
y la calle misma se haya vuelto aire
seguirás caminando entre las piedras
con el mismo vestido rojo
con que te veo ahora
tu mirada tu andar
seguirán en mis ojos
entre las casas blancas
como en esta tarde.






ArribaAbajoTeotihuacán


Idos los hacedores de soles y de lunas
los constructores de templos y de tumbas
desvanecidos los dioses en los cerros
y perdidos los hombres en la noche
por la desierta calle sólo vaga un perro hambriento
con toda el hambre de la historia en sus entrañas
y todas las puertas cerradas a su paso
¿Quién siguiéndolo por la Calzada de los Muertos
atravesando los espectros que flotan en la tarde
entre serpientes mariposas y pájaros
al penetrar el espacio de la ciudad fantasma
no ha de llegar por siempre al destino del hombre?

Aquí donde se construyó una y otra vez
el templo sobre el templo y el hombre sobre sus cenizas
aquí en el poniente extremo
donde se precipitaron juntos sacerdotes y edades
y donde el quinto Sol se ha de hundir en la noche terrestre
brilla todavía nuestro sol cotidiano.

Muertos los dioses y deshechas sus obras
los siglos al final se hacen palabras
ruinas mordidas por la luz y el viento
y el hombre en su agonía no sabe
hacia dónde reclinar la cabeza
ni con qué voces dirigirse a la muerte
mientras por el valle desolado sólo pasa
el más inasible de los dioses el aire.






ArribaAbajoFray Gaspar de Carvajal recuerda el Amazonas


Viejo y enfermo
no tengo miedo a la muerte:
ya morí muchas veces.
Por el río grande he navegado
y he visto sombras colgando de la luz
y ecos brotando del sonido sordo
que provoca el choque
de las aguas con el mar abierto.
De entre las ramas cálidas
de la máscara verde de la orilla
he visto surgir la flecha emponzoñada
y he visto caer del cielo
como aguja y tizón
el rayo y el calor.
Debajo de todo lecho
hay un esqueleto acostado
y en toda agua corre
una serpiente de olvido.
Más difícil es ser
un viejo que tiene frío
en las horas que preceden al alba
y sentir dolor de huesos
en la estación de lluvias
que seguir en un barco perdido
el cauce del río más caudaloso del mundo.
Como todo hombre,
día tras día he navegado
hacia ninguna parte
en busca de El Dorado,
pero como todo hombre
sólo he hallado
el fulgor extremo de la pasión extrema
de este río,
que por sus tres corrientes:
hambre, furor y cansancio,
desemboca en la muerte.





IndiceSiguiente