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Por qué escribo

Jorge A. Partidas Alzuru





«Uno escribe a base de ser un minero de sí mismo». Esta frase no la concebí yo, pero me hubiese gustado. Es de José Luis Sampedro, académico español. Describe estupendamente lo que hace un escritor. Para escribir, el novelista debe hurgar en su mente con su pico mental y remover con su pala mental. Cuando cree que ha encontrado lo que quiere, entonces se detiene, escarba, recoge, manosea, selecciona. Si es lo que busca, lo comienza a procesar allí, en su laboratorio mental, el lugar donde hace pruebas y más pruebas para luego, a través de sus manos reales, lograr el ansiado producto material refinado. Así interpreto la metáfora.

Pero sabemos que una cosa es el producto en el laboratorio mental y otra el producto sacado al exterior. No siempre es el mismo que se quiere. Pero no es de extrañar. Es lo común en el mundo real. Viene entonces una segunda y tercera prueba, y muchas más, pero con cada una algo mejor, o peor, queda hasta que se logra lo más cercano a lo que se busca, o simplemente no se alcanza y se rechaza.

Así sucede con la escritura. Se dice que escribir es cinco por ciento inspiración y noventa y cinco por ciento transpiración, sudor, o lo que es lo mismo y en castizo, «nalgas», es decir, sentado escribiendo y corrigiendo. Es allí cuando el escritor se comporta como solícito, codicioso y perseverante explorador, minero de sí mismo, dueño en y de su laboratorio mental. En sus herramientas mentales y en sus manos, y en su no siempre cómodo asiento, materializa una y otra vez sobre un papel (modernamente también en la pantalla del computador) el producto que trabaja en su laboratorio mental. Allí interactúa con fuerzas contrapuestas y, paradójicamente, complementarias que debe saber balancear. Hablamos del afán creativo, la autocrítica, la impaciencia. Son esas fuerzas las que le hacen regresar cuantas veces sea necesario a su cantera mental para volver a excavar y seleccionar, para organizar y almacenar mejor, o para desechar, algo que, de paso, no es muy fácil.

Es un proceso laborioso, exigente, extenuante y debilitador, y a veces muy fastidioso, molesto y, por supuesto, utilizando de nuevo el castizo, muy puñetero. Pero no hay que desanimarse porque es sólo el comienzo. Es apenas el principio si tomamos como regla que el escritor escribe porque quiere en algún momento que su producto sea conocido y para ello tiene que publicar o, en términos no tan castizos, debe ser publicado.

Si se trata de un escritor poco conocido -y la gran mayoría lo somos, o simplemente no se nos conoce-, no le queda más camino que «promocionarse». Esto significa, en términos gráficos, que debe salir a la calle con su manuscrito debajo del brazo para comenzar una especie de inmolación que sabe dónde comienza pero no dónde termina. Sube y baja escaleras, toca timbres y puertas, hace antesalas a idiotas y a no idiotas, sonríe a la fuerza, enfrenta miradas y expresiones agresivas o misericordiosas, hace innumerables llamadas telefónicas, vuelve a sonreír, entrega y entrega manuscritos que irremediablemente nunca recupera y hasta llega a soportar con buen ánimo todos los costos y molestias de prepararlos de nuevo, especialmente a los idiotas, y todo por el ansiado «sí», porque, al fin y al cabo, es perseverante, como debe ser.

Y su perseverancia tiene un resultado. Sólo la perseverancia es coronada, nos decía Santa Catalina de Siena. Por fin lo logra. Le llegó la luz, le llegó el Mesías, le llegó el SÍ, la promesa de Santa Catalina. ¿Cierto? ¡Falso! No, señor: nada más lejos de la verdad, al menos hasta donde conozco. Se trata de un triunfo parcial o, en términos piadosos, 'se ganó una batalla pero no la guerra', porque ese triunfo viene casi siempre repleto de condiciones, es decir, del pero que nunca falta, algo como el de la mujer bonita que nunca viene liso, como se dice en el llano venezolano. Pero, para acortar, supongamos que es un sí liso, franco, campechano, un sí sin manchas, un sí 'puro y casto', un sí recto, sobrio, simple, abierto, afable como creemos que es el sí del ser amado. De nuevo, ¿triunfo?

Pues no. Tampoco. Todavía no. Santa Catalina nos decepciona. Ahora viene el proceso físico de la elaboración del libro que requiere una interrelación entre el escritor, que cree que ha entregado el próximo Premio Nobel de Literatura, y la editorial y sus políticas, que están allí para hacer negocio, para hacer dinero. Y esa interrelación, que quizás debería llamarse interpelación, no es fácil ni para la editorial ni para el escritor. Publicar el libro significa, aparte del costo y de encuadrarse dentro de un programa de publicaciones de la editorial, contactos con la pirámide de personalidades dentro de la editorial y fuera de ella, como con el corrector de estilo (¡muy necesario!), con el diseñador de la portada, con la escogencia de opciones que muchas veces no existen.

Al fin sale el libro. Hermoso como un capullo, con un olor fresco característico, tan subyugante como el del carro nuevo por dentro o el del pan recién horneado. Para el escritor la cumbre está conquistada, el galardón está a la vuelta de la esquina; en adelante puede escribir con soltura, sin apremios, las cuentas bancarias rebosarán de dinero y las futuras lisonjas ya no caben en el ego. Las miradas compasivas o agresivas quedan como anécdotas, al igual que las sucias escaleras, las fastidiosas antesalas, las sonrisas frías, las pérdidas de manuscritos. Eso de que el escritor que escribe para vivir ni vive ni escribe es falso. Es el éxito. ¿Cierto?

Falso otra vez. En realidad, para seguir con los términos gráficos, Cristo no ha comenzado a padecer, citando de nuevo a la sabiduría popular. Está el libro, pero no hay aún ventas y no hay ventas porque es deficiente la distribución, o la promoción es inadecuada, o a las librerías no les interesa el libro. Y entonces entra el escritor en una nueva fase. Después de reconocer y aceptar sus frustraciones y desengaños, no le queda otro camino que convertirse en promotor, en vendedor, sin saber realmente cómo hacerlo, y por eso lo hace mal. Escribe bien pero habla mal. No tiene generalmente el don del vendedor ni el de hablar en público. Pero tiene que hacerlo porque para un novel escritor, ("novato es novato aunque tenga más de setenta" se dice también en el llano), no hay realmente nadie que lo haga por él, o al menos como él quiere que se haga.

Entonces acepta que después del 'bautizo' del libro, donde logra vender, si acaso, unas diez copias, vengan nuevas entrevistas en los medios de comunicación. Regresa a la prensa escrita y, por desgracia, a la prensa hablada, a la que se da por llamar radio. La prensa escrita es, en términos generales, más fácil, porque es más especializada. Hay críticos muy buenos dispuestos a escuchar, a ayudar, aunque también hay muchos que son muy malos, y malos en todo sentido, que al final resultan prime donne enmascaradas que no aceptan que un desconocido escriba o, peor, que escriba bien, y entonces destruyen y muchas veces lo logran. Es la consabida figura del león que se deja morir, o matar, por la coz de un asno.

Pero si el león no muere, entonces es en esos momentos cuando el escritor to be (to be or not to be, ¿recuerdan?; en todo caso, un anglicismo para adornar) descubre una buena mañana que no tiene a su favor el tiempo, que hay una carrera contra el reloj, que no hay ocasión para relajarse, para hablar de lo humano y de lo divino, del famoso sexo de los ángeles, para el chiste y los comentarios políticos de rigor, para despedirse con un fuerte apretón de manos, para sonreír despreocupado, para comprobar que la fama dura un día porque a los tres ya no es.

Y la radio tiene otras características, nada favorables, por cierto. El escritor novato no suele ser un entrevistado. Es un relleno entre propaganda y propaganda, o entre breaks de música y música muy necesarias para no aburrir a la audiencia. No tiene mucha oportunidad de hablar porque en verdad no se le deja hablar, no sólo por los cortes obligados, sino porque el entrevistador hace preguntas o comentarios tan largos que consumen todo el tiempo y, además, ellos (no todos, por supuesto) se quieren oír hablando, aunque no tengan noción de lo que preguntan o de lo que hablen.

En una ocasión un conductor de un programa radial me preguntó, con una mirada de terror que claramente advertía que la respuesta tenía que ser breve, muy breve, que cuál era el papel del escritor. Así mismo: «¿Cuál es el papel del escritor?» . No dijo ni dónde ni cuándo, pero era de esperar por qué, de nuevo, era una pregunta de relleno. Y si bien yo y sólo yo tenía que suponer que se refería a papel como rol, por ejemplo, en la sociedad, me dejé llevar por su mirada apocalíptica y me limité a contestar: «Bond 20, otras veces Bond 24». Una respuesta directa y más breve, imposible. A pesar de los años transcurridos después de esa entrevista, el conductor aún sigue con la mirada perdida. Aún no logra entender mi respuesta. Como dije, hay idiotas y no hay idiotas (¿cuál es cuál?). Así es el mundo y no lo podemos cambiar.

Pero hay más. Para agregar sal a la herida, casi siempre las entrevistas (o por lo menos las mías) estaban «atravesadas». No encuadraban con el estilo del programa, la hora o la emisora era inapropiada, el tiempo asignado a la entrevista era ridículamente corto para desarrollar ideas concordantes y, lo más común, el entrevistador o la entrevistadora en muy poco o nada estaba interesado en la lectura y mucho menos había leído el libro enviado por la editorial a fin de prepararse para la entrevista. Por eso ya no soy amigo de esas entrevistas. He comprobado que, al menos en mi caso, resultaban al final una pérdida de tiempo para todos y, si a ver vamos, un camino fácil al desprestigio.

Pero era de rigor concurrir a la entrevista si se quería promocionar el libro o, para seguir con las locuciones que están de moda, para poder ser self-promoter. De nuevo, la editorial publica un libro para hacer dinero. Ese es realmente su principal o a veces único fin y, desde su punto de vista, está justificado, y el escritor tiene que colaborar si, además, ansía su propio éxito comercial. Esto lo tenía y tengo muy claro. Las editoriales en su negocio, y yo en el mío, y los negocios no se hacen para perder. Así pues, concurrí a las entrevistas y, salvo algunos matices positivos, el resultado siempre fue el mismo. En mi caso no sirvieron para vender libros.

Pero con tantas dificultades, la pregunta es evidente: ¿para qué escribir, para qué llenarse de mortificaciones y angustias si, al final, nos encontraremos con grandes desilusiones? ¿Para qué sufrir? (¡pare de sufrir!, vocifera por la radio y televisión local un movimiento religioso llamado Oración Fuerte al Espíritu Santo, y yo simplemente paso el dato). Yo tengo mi propia respuesta, pero cualquier otra es válida. Cada quien tiene la suya y ninguna es mejor ni peor.

Yo escribo porque me gusta. Me gusta realizar, crear, poner a prueba la imaginación, utilizar los recursos de la mente, darle sentido organizado a una historia en una novela con el lenguaje como herramienta, a las enseñanzas que recibí en la vida y las observaciones que hice y hago. Por eso escribo y seguiré escribiendo.

Entonces, cuando se tiene su respuesta, y está convencida de ella, recibe un premio, un gran premio. Todas las incidencias, los sucesos tristes, las miradas compasivas o agresivas quedan efectivamente como anécdotas y, además, se transforman. Se convierten en combustible para seguir adelante. Y ya no importan las sucias escaleras, las fastidiosas antesalas, las sonrisas frías, las pérdidas de manuscritos cuando descubrimos que a través de la escritura rejuvenecemos y que se viven mundos muy reales y muy propios que antes se creían inaccesibles.

Sí, la escritura proporciona inmensas satisfacciones sin tener que recurrir a nada externo ni a nada extraño. No hace falta recurrir a las drogas para descubrir algo que no existe, como tampoco doblar la cerviz. Ella nos lleva a descubrir luces reales. Actúa como un telescopio que nos sorprende y atrapa mundos de luz que se nos revelan porque están allí, donde se cree que hay solo oscuridad, que es, posiblemente, otra forma de interpretar la metáfora de Sampedro. Todo lo supera la creación mental que, en mayor o menor medida, todos tenemos. Cuando se pone en buen uso sus atributos, el resultado es extraordinario. Es la creación, así de simple, en este caso literaria pero igual si fuera musical, científica, culinaria. Se produce en ese momento una reconciliación entre lo que pudimos y lo que hicimos.

Además, la escritura nos permite entender mejor muchas cosas, entre ellas, por ejemplo, el Evangelio de los Talentos. O nos permite transfigurarnos, convertirnos, innovarnos, alternarnos, transmutarnos. ¿De qué otra forma puede un hombre mayor convertirse, simultáneamente, en adolescente o al contrario, o cambiar de sexo o de profesión, o de mundos? Sólo lo logra en sus novelas, en sus libros y a través de sus personajes. No hay otra manera, y todo ello viviendo sus experiencias tal como lo hubiesen vivido en la realidad esos personajes de su creación.

Podemos vivir a través de la escritura muchas vidas, muchas pasiones, y todo ello sin anclarnos a un lugar. Igual se puede estar en Rusia como en Perú, en siglos pasados o en el presente o el futuro, o ser un niño que se ilusiona con un viaje o un abuelo en una comarca española que lo único que le queda por ofrecer son sus sabios consejos. Por esas vidas que se viven, por esos personajes imborrables que entran en nuestras vidas con derecho y personalidad propia, que nos hablan y nos aconsejan, que nos exigen que en la novela pensemos y actuemos como ellos, aun cuando sea todo lo contrario a lo que pensemos en la vida real: por eso se escribe.

Hay otras razones.

La escritura, si bien nos hace avaros del tiempo, también nos lo regala, todo el que queramos. Resulta infinito para el escritor y lo puede usar como quiera. Además, mientras escribimos nos educamos y nos ejercitamos. Ponemos la mente (que entiendo es un músculo) y nuestras manos a trabajar, y los músculos dejan entonces de ser fofos.

Comprobamos además que produce no uno, sino cientos, miles de miles de milagros cuando nos descubre cómo amar de una manera especial al mundo, a la creación, como si todo tuviera alma universal y única a la vez que, de paso, muchas creencias místicas así lo sostienen. El contacto con la piedra, por ejemplo, no resulta un contacto frío y mucho menos cuando es trabajada, y más si es con belleza excepcional (¿quién no ha sentido ese estremecimiento, el contacto cálido, vibrante, de hermanos, de alma, cuando mira la piedra trabajada en La Piedad de Miguel Ángel o las esculturas de Antonio Cánovas?). Sí, de alguna forma es un contacto que no tiene ni credo ni raza ni nacionalidad y, sobre todo, no tiene temporalidad. Es infinito, y por eso digo de almas. De esa forma, el contacto de almas no es sólo con los seres racionales, sino, a su manera, con los inanimados y con las irracionales.

Pero, ¿es cierto que siempre encontraremos si buscamos dentro de nosotros?

¡Claro que sí! Lo he comprobado una y mil veces. ¿De qué otra manera me hubiese visto comprometido a involucrarme tanto en la divulgación de mis obras a través de la Internet y las nuevas fórmulas que ofrece la tecnología de punta? De repente, la autopromoción, de lo que nada sabía, toma otro nuevo giro. Ofrezco las obras, instantáneamente, al mundo, gracias a esa fabulosa tecnología que ya no me atemoriza tanto. En mi página www.jorgepartidas.com se incluyen la mayor parte de mis novelas en PDF, Portable Document Format un formato muy fácilmente 'descargable', y todas son gratis.

Allí, en esa página, está la novela de María Teresa, Los dueños del silencio, ambientada en Perú en la época de Fujimori, pero es Sudamérica, el trasfondo, lo más importante pues el tema central es el sigiloso y despiadado poder internacional detrás del muchas veces incauto e inexperto, y fatigosamente repetitivo, poder que se cree nacional y soberano. Se encuentra también La canción del deshielo, ambientada en la Unión Soviética de los años cincuenta con fuerte inspiración en la música de Rimsky-Korsakov, o en su versión como libro digital (e-book), incluyendo los conciertos. De igual forma encontrarán ensayos y hasta novelas en manuscrito como Homo Incógnito, mi más reciente (que, por estar en la etapa de manuscrito, la abro a crítica y comentarios para que se me ilustre antes de la publicación), presentada igualmente en formato PDF. El tema es la evolución y el descubrimiento de un fósil de un homo sapiens sapiens, un hombre moderno, pero muy anterior al hombre actual producto de la evolución como la conocemos en nuestra era. La novela se ambienta en Australia, Etiopía y Veti Lukuadong, un archipiélago en el Océano Indico producto de la imaginación.

Pero, independientemente del mérito de esas novelas y manuscritos, importa destacar que nunca he estado físicamente en Georgia, ni en Ucrania, ni en Rusia, tampoco en Australia o Etiopia, y en Perú sólo en el aeropuerto. ¿Cómo, entonces, me atrevo a tomar esos escenarios como si fuesen propios? Me aventuro porque tengo mucha información que me dan los medios modernos de comunicación. Y la información, sobre todo la buena información, da seguridad. Tengo en ellos un gran apoyo para lo que escribo, algo que unos pocos años atrás, por allá, en los años noventa del siglo pasado, en el siglo XX, en la prehistoria de la Internet, era impensable. La abundancia, la rapidez y facilidad de acceso no dejan de asombrar.

Y esa misma información me dice que, sin muchas pretensiones, tengo derecho, por no decir una obligación, de ocupar un espacio en el mundo, lo que es igual a decir que se me da la inmensa satisfacción de llenar un vacío, aun cuando ello sea en mí mismo. José Luis Sampedro está en lo cierto. Si busco, encuentro; y, por si fuera poco, mucho, muchísimo más. He encontrado y a diario sigo encontrando. Escribir permite hacer nuevos amigos que se interesan por lo que hacemos, que viven la emoción de lo que vivimos y escribimos, que aman y sufren al igual que cualquier mortal. Es un contacto real y virtual con nuevas y viejas amistades en diferentes lugares del globo. Cada una de ellas es de una u otra manera un aliado o un maestro o un confidente; en definitiva, una forma hermosa de admirar y de hacer amigos a montón.

Creo así dar la respuesta (o, mejor, mi respuesta) de por qué escribo. Son experiencias sublimes, para utilizar un recurso poético, comparable a muchas otras experiencias sublimes que nos da la vida, como el nacimiento de un hijo, por ejemplo. Ya se nos ha dicho que el escribir es «la cosa más milagrosa de cuanto el hombre ha creado», y Cervantes remata: «La pluma es la lengua del alma».Y por eso quiero estimular a la gente para que a través de la escritura descubra esa experiencia que se la quiere ocultar con muchos temores infundados.

Consiento que escribir no es para todos («Gloria y mérito es de algunos hombres el escribir bien, de otros es el no escribir nada», De La Bruyère). Se requieren unos mínimos si lo queremos hacer aceptablemente bien. Se deben escribir cosas dignas de leerse (o, de lo contrario, hacer cosas dignas de escribirse). Es necesario también el buen juicio y el maduro entendimiento. Ayuda mucho estar actualizado y ser original («El escritor original no es aquel que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar», Chateubriand). Se tiene que buscar despertar la atención del lector, pero es igualmente importante retenerla y, desde luego, satisfacerla. Con estas orientaciones en mente, es cierto que «cualquiera puede escribir un libro a cualquier hora, si tercamente se empeña en ello», según nos decía Samuel Jonson. Al fin y al cabo, la realidad es que tampoco estamos hablando de ciencia de la cohetería espacial, ¿o estoy equivocado?





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