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Pérez Galdós y Arniches

Juan Antonio Ríos Carratalá





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Plantear una relación entre Arniches y Pérez Galdós puede parecer, en principio, un tanto sorprendente. Ambos autores se incorporan a la actividad teatral en 1888 y 1892 desde situaciones radicalmente distintas, siguen unas trayectorias muy diferentes y, salvo la coexistencia de sus estrenos en las carteleras teatrales españolas durante tres décadas, apenas encontramos datos que los relacionen. Pero después de escribir una extensa monografía sobre el llamado «rey del género chico»1, y teniendo en cuenta dicha coexistencia, me pregunté cómo era posible que ambos dramaturgos triunfaran casi simultáneamente siendo tan diferentes. No pretendo equiparar el significado de sus éxitos y, por supuesto, el público del teatro por horas y los sainetes no era exactamente el mismo que asistía a las representaciones de Galdós. Pero, ¿tan heterogéneos eran los gustos del público de entonces?, ¿se podía triunfar en una misma época por tan diferentes vías?

Una de las conclusiones de mi citada monografía sobre Arniches señalaba que el principal obstáculo para la tan cacareada reforma y revitalización del teatro español de la época era el público. Conclusión que en términos generales y para la época que nos ocupa ya había sido establecida entre otros por José Ixart2, e incluso apuntada por el propio Galdós:

«...venimos a parar a que el público es el árbitro eterno. Él nos indica cómo han de ser las obras y cómo las han de representar. Impone su gusto a autores y cómicos, y si alguna modificación beneficiosa soñáis para el porvenir, no lo intentéis sin procuraos un público nuevo, accesible a las novedades, cosa en verdad más difícil de lo que a primera vista parece»3.



El conformismo ideológico y artístico del público, su rechazo de lo innovador, no sólo ahogaron las iniciativas de un teatro realista y naturalista o adaptado a las nuevas corrientes europeas, sino incluso algunas de los autores de corrientes europeas, sino incluso algunas de los autores de éxito como el propio Arniches. Cada vez que éste intentó alejarse parcialmente de los cauces más trillados acabó cediendo ante un público que en esas ocasiones le negó algo tan necesario como el éxito. El margen de maniobra era muy limitado siempre que se pretendiera mantener un lugar destacado en las carteleras. Y, por lo tanto, me extrañaba que en la misma época Galdós obtuviera algunos sonoros éxitos con obras tan   —200→   aparentemente diferentes a las de Arniches. ¿Era el público del canario más innovador y comprensivo que el del alicantino? Sin duda alguna, pero tan distinta actitud era demasiado sorprendente como para no planteársela críticamente.

Lo primero que debemos hacer para comprender estos triunfos coetáneos por tan diferentes vías es matizar las trayectorias teatrales de ambos autores. Si mantenemos la imagen parcial del llamado «ilustre sainetero» frente a la del combativo y reformador autor de Electra (1901), El abuelo (1904) y Casandra (1910), difícilmente llegaremos a un punto de confluencia. Pero de la misma manera que Arniches fue algo más que un autor cómico, Galdós fue bastante menos que un revolucionario del teatro. Y, lo que es más importante, ambos autores rechazaron toda actitud marginal y buscaron constantemente el aplauso del público, lo cual les obligó a cumplir algunos requisitos comunes. Rechazando, pues, sus imágenes tópicas y parciales encontraremos aspectos de ambas trayectorias teatrales que nos remiten a una conclusión que no por obvia deja de ser menos cierta: el éxito teatral obliga a respetar las limitaciones de un público mayoritario.

Los artículos que R. Pérez de Ayala dedicó a Arniches y su tragedia grotesca supusieron la consagración crítica de un dramaturgo que había avanzado desde los sainetes a un teatro más ambicioso y complejo4. Las obras de su primera época, la de entresiglos, muestran todas las características del teatro por horas y popular que arrasó en las carteleras madrileñas, a veces en detrimento del drama que cultivaba Galdós entre otros dramaturgos5. Un teatro sin más preocupación que la de entretener a un público dispuesto a aceptar todos los convencionalismos y a aplaudir a aquellos autores sumisos a las reglas del género y conocedores de su oficio. Arniches asumió perfectamente este papel y en compañía de otros autores escribió multitud de obras, a menudo con notable éxito. Y este último concepto, el éxito, es la clave para comprender su posterior trayectoria. El agotamiento del género chico y los sainetes obligó a Arniches a buscar nuevos caminos teatrales para mantener su condición de autor de éxito. Sus cambios, sus aportaciones, nunca son el fruto de una reflexión teórica o crítica, sino de un instinto que le orientaba hacia las formas más seguras de satisfacer a su público. No cabe plantear una valoración ética, ni siquiera teatral, de una lícita aspiración a mantener el éxito durante varias décadas. Pero este factor condiciona terriblemente toda su producción y relativiza el alcance de una evolución más aparente que real y que fue más impulsada por los cambios del público que por los deseos del autor.

Algo similar, aunque por vías muy diferentes, ocurre con Galdós. Las intenciones de ambos autores son en teoría muy diferentes. Las obras de Arniches empiezan y acaban en el mismo escenario teatral buscando el entretenimiento y la diversión de un público sin grandes aspiraciones. Ciertas críticas, la defensa de determinadas posturas o la carga moralizadora de algunas obras acaban siendo la utilización de un vulgar sentido común aceptable por todo tipo de público. No hay que ver en el teatro de Arniches una aspiración de trascender más allá de la escena, a pesar de algunas apariencias muy fácilmente desmontables. Sin embargo, Galdós utiliza el teatro como una plataforma desde la cual intenta incidir ideológicamente en la España de su época, «orienta -según Gonzalo Sobejano- su labor como una misión social de adoctrinamiento en la verdad, la libertad, la voluntad y la caridad»6, llegando incluso, como afirma Carmen Menéndez, a confundir eficacia artística con eficacia político-social7. Muchas de sus obras desarrollan la correspondiente   —201→   tesis y, como todos sabemos, en ocasiones fueron la espoleta de polémicas que desbordaron el ámbito de lo teatral. Pero tan diferentes objetivos del realismo trascendental de Galdós y el puro entretenimiento con toques moralizadores de Arniches se enmarcan en un concepto que con algunos matices les aproxima, el de autores de éxito que buscaron constantemente el aplauso del público. Y eso les obligó a numerosas concesiones y a desechar vías teatrales más audaces que eran previsibles. En el caso de Galdós por sus lúcidas actitudes críticas ante el teatro antes de iniciar su trayectoria como dramaturgo y, en el caso de Arniches, por las posibilidades que a menudo se apuntan en su teatro y siempre quedan ahogadas por la búsqueda de un aplauso o de una risa más.

Creo que cualquiera que examine las declaraciones críticas sobre temas teatrales del Galdós de la década de los ochenta y luego lea sus obras dramáticas sufrirá una cierta decepción. El autor canario antes de ser un dramaturgo era un buen conocedor de los problemas del teatro español de su época y aporta una serie de reflexiones que, de haberse llevado a la práctica, tal vez habrían revolucionado el panorama teatral evitando una decadencia que era sentida por los sectores más críticos. Aunque los estudiosos de la obra dramática de Galdós disten mucho de ser unánimes al respecto, creo que en síntesis su gran fracaso o concesión es el no haber llevado al teatro la misma actitud que había presidido sus mejores novelas. A Galdós se le criticó mucho en su época y posteriormente por ser un dramaturgo demasiado deudor de su condición de novelista, y es cierto en determinados aspectos. Pero fue mucho más importante lo que se dejó en el paso de la novela al teatro: buena parte de su capacidad para observar y recrear un presente problemático desde una postura crítica propia. Su teatro creo que, a diferencia de lo afirmado por diversos críticos que le han llegado a considerar «un costumbrista socio-naturalista»8, acaba siendo en cierta medida una antítesis de la vía realista y naturalista que tantos logros había aportado a su novelística, y que sólo se manifiesta como eficaz contrapeso en determinados aspectos de sus obras dramáticas. La causa no hay que buscarla en una reflexión teórica del autor, sino en una serie de concesiones más o menos conscientes o deseadas -a veces absolutamente forzadas- y, no hay que olvidarlo, en un afán por mantenerse dentro de la categoría de autor de éxito. Esta situación no supone una renuncia absoluta a plantearse empresas mínimamente audaces que superen las expectativas del público, las cuales se dan en diferente medida tanto en la trayectoria de Galdós -su debut con Realidad (1892) es, según los críticos de su época, una buena muestra9- como en la de Arniches. Pero en ambos casos supone una renuncia a plantear el verdadero tabú del teatro español de la época: la realidad concreta e inmediata, aquella que tan acertadamente encontramos en Fortunata y Jacinta y que, adaptada a los límites de lo teatral, jamás apareció de hecho en unos escenarios españoles de entresiglos donde la mayoría de los intentos naturalistas acabaron siendo vulgares melodramas10.

Es probable que, frente a esa citada renuncia que nunca debemos considerar como absoluta, pensemos en el costumbrismo madrileñista de Arniches o en la capacidad de Galdós para conectar su teatro con diversos aspectos problemáticos de la realidad española de su época. Hay que admitir en el costumbrismo de Arniches una capacidad de observación y recreación teatral de la realidad inmediata; capacidad que se hará más lúcida en tragedias grotescas como La señorita de Trevélez (1916). También es cierto que abordó temas tan reales como el caciquismo y hasta el de la Guerra Civil en forma alegórica, tal y como   —202→   aparece en El Padre Pitillo (1936). Por otra parte, la lista de temas y debates históricos de la España de la época galdosiana que aparecen en las obras del autor canario es todavía más amplia y rica. Desde el clericalismo hasta el papel histórico que debían asumir determinadas clases sociales nos encontramos con un intento por parte de Galdós de conectar la realidad histórica con el teatro.

Pero no nos dejemos llevar por las apariencias, ni siquiera por la recepción crítica que tuvieron las obras más «comprometidas» de ambos autores. Los críticos y el público de aquella época vieron los sainetes de Arniches como una feliz incorporación de las clases populares madrileñas al teatro, de la misma manera que a menudo consideraron algunas obras de Galdós como un alegato directo y exacto contra los males de España. Pero acudamos a los textos. En ellos observaremos que frente al intento de recrear una determinada realidad histórica se sitúa una excesiva influencia de la tradición teatral, de determinados aspectos del Romanticismo en el caso de Galdós11 y de la secular tradición del teatro menor en el de Arniches. Veremos también como la necesaria relación entre convencionalismos teatrales y capacidad de captación de la realidad concreta y peculiar se decanta hacia los primeros, ya que la necesidad de éxito inmediato mecaniza el teatro, como denunció por entonces, entre otros, E. Zola12. De la misma manera, la actitud crítica de los autores ante la realidad histórica se diluye en una postura que acaba siendo la del simple sentido común, la que por obviar o falsear lo polémico tiene asegurada su aceptación posible en cómo se traduce concretamente ese proceso en ambos autores, pero creo que lo común es que el mismo responde a la necesidad de continuar por la vía propia de un autor de éxito; categoría casi consustancial a un Arniches que la asume felizmente y mucho más problemática y reducida en lo que respecta a Galdós13, dada su mayor capacidad de innovación que tantos obstáculos encontró, especialmente en un público que pronto, 1895, empezó a odiar:

«No voy al estreno de Los condenados, ni a ningún estreno, porque sepa V. [María Guerrero] que odio el teatro, y el público, y a los cómicos, y cuanto con el teatro y ese arte se relaciona [...]

Los dichosos peligros del teatro, y los exagerados miramientos y transacciones con el público casi siempre compuesto de imbéciles, ya me van cargando a mí, y ello será causa de que yo abandone definitivamente un arte de mentiras y tontería en que todo es convencional y fuera de la realidad de la vida»14.



Arniches nunca habría escrito estas duras, aunque justificadas, frases. Su comunión con el público era casi absoluta, ya que su único objetivo era servirle como un buen artesano. A veces fracasó porque la superproducción a que se vio obligado provocó que algunos de sus productos salieran defectuosos. En otras ocasiones se equivocó al intuir que el público había ampliado sus expectativas en un determinado sentido. Pero su dominio del oficio y las obligaciones contraídas como autor de éxito le permitían volver de inmediato al camino de lo seguro. Aparentemente nunca mostró una frustración por estas circunstancias, pero su continua marcha atrás le impidió alcanzar unas cotas teatrales que estaban a su alcance. La disyuntiva era clara y, sin dudarlo, eligió lo más fácil.

El caso de Galdós no es el mismo. No hace falta que hagamos un repaso de los continuos enfrentamientos y frustraciones que se dan en su relación con los profesionales del teatro. Tampoco podemos olvidar sus opiniones críticas que nos indican unos sinceros deseos de   —203→   renovar el panorama teatral español. Y, por supuesto, el éxito de una parte de sus obras supone un feliz contraste con la mediocridad general del teatro de su tiempo. Pero, junto con una realidad que no podemos olvidar y que ha sido estudiada por la crítica, al leer sus dramas y comedias encontramos algunos rasgos que nos recuerdan las concesiones que hizo Arniches. Concesiones obligadas para satisfacer a un público no tan diferente como podría parecer, pero que acaban entrando en contradicción con las opiniones críticas del propio Galdós y, hasta cierto punto, anulando algunos de los objetivos que se proponía con su teatro. Su realismo trascendente a veces se convierte en una defensa de lo obvio, del vulgar sentido común que obliga a elegir lo bueno frente a lo malo. La necesidad de llegar a un amplio público le hace caer en el necesario convencionalismo -como él mismo reconoce15-, pero por esa vía a veces su teatro acaba neutralizándose a sí mismo. No tanto de cara a unos espectadores coetáneos dispuestos a ver en Galdós el portavoz de lo nuevo aunque fuera en viejos moldes, como de cara a una posteridad que ha revelado lo convencional y falso de un teatro demasiado apegado a sus propias circunstancias. Esa es una de las claves que justifican el olvido general de sus obras dramáticas, al igual que ocurre en buena medida con Arniches. La diferencia es que la teatralidad pura de este último, su aceptación consciente del teatro como juego de ficción destinado al entretenimiento, le da una cierta frescura que el paso de los años ha negado a los trascendentales dramas galdosianos.

Pero veamos en términos más concretos algunos de los paralelismos que podemos encontrar en obras tan diferentes como las de Galdós y Arniches. No es sorprendente que tal paralelismo no se dé en un aspecto en el que ambos autores destacaron: el costumbrismo madrileñista. A pesar de la admiración de Galdós por Ramón de la Cruz, la base social del público al que pretendía dirigirse le impidió seguir la vía costumbrista y popular. Tampoco el Madrid de sus novelas era el marco adecuado para sus dramas. El simbolismo que a menudo utiliza le hace desechar los marcos referenciales concretos. Y, en consecuencia, siendo a su manera particular ambos autores unos grandes costumbristas madrileños, por esa vía no hay apenas un paralelismo posible. Y es una pena, porque cuando -por ejemplo- en Voluntad (1895) Galdós se olvida parcialmente de los simbolismos y nos introduce en una matritense tienda de tejidos su teatro toma una dimensión en la que el autor se encuentra muy cómodo.

Sin embargo, los paralelismos los encontramos en aspectos que desde nuestra perspectiva consideramos más negativos. Ya hemos citado el exceso de convencionalismos teatrales, la enorme deuda con respecto a una tradición teatral poco renovada y, lo que es más importante, la eliminación o suavización de los elementos verdaderamente polémicos en aras de la aceptación mayoritaria del público. Los mecanismos que operan en este último aspecto son mucho más burdos en el teatro de Arniches que en el de Galdós. Pero desde las posturas del ingenuo moralismo del primero y del liberalismo redentor del segundo acaban desapareciendo de las obras los aspectos más conflictivos. Si en Los caciques (1920) de Arniches no existe ningún caciquismo real, tampoco creo que en Doña Perfecta (1896) o en Electra (1901) aparezca el verdadero conflicto originado por el clericalismo.

Otros elementos más secundarios donde encontramos un cierto paralelismo entre el teatro de Galdós y el del Arniches que ya ha superado su época del género chico son el verbalismo, la incapacidad para concentrar la acción dramática, el exceso de pasajes   —204→   episódicos, algunos defectos de la «superproducción» en que cayeron tantos autores de la época, la búsqueda constante de la participación emotiva del espectador y, muy ligada a esta última, la tendencia al melodrama y a las escenas de efecto.

Las causas del verbalismo de ambos autores casi se reducen a la supeditación de sus obras al diálogo. No es tanto una característica propia como de un teatro formalmente todavía deudor de unos moldes decimonónicos. Galdós desea desarrollar minuciosamente la psicología y el comportamiento de sus personajes y para conseguirlo sólo recurre a un diálogo que se convierte en agotador para el espectador, hasta el punto de que fue recortado en numerosas ocasiones por los actores. Arniches, por su parte, busca ante todo ocasiones para lucir su humor cuya base exclusiva está en el diálogo, y no duda en abandonar el lógico desarrollo dramático de la obra para intercalar nuevos chistes cayendo, pues, por otra vía en un verbalismo excesivo que ya fue criticado en su época.

Algunas de las consecuencias de este rasgo común son un exceso de duración en las obras -crítica que compartieron ambos autores- y una incapacidad para sintetizar una acción dramática que en ocasiones se diluía en numerosos pasajes episódicos, lo cual también les valió numerosos reproches no siempre justificados. Ni Arniches ni Galdós acertaron a seleccionar con un mayor rigor teatral los diálogos de sus obras. En parte porque no lo consideraban necesario para mostrar sus tesis o su humor; también porque ambos escribían pensando en la necesidad de lucirse de determinados actores y, no lo olvidemos, porque Arniches sufrió siempre las consecuencias de una superproducción teatral obligada por su condición de autor de éxito y Galdós, en ciertas épocas, compartió esta gran limitación de bastantes autores coetáneos. No hay descuido, ni improvisación, pero sí plazos ineludibles que obligan a menudo a tirar de unos diálogos siempre fáciles para ambos autores.

Ni Galdós ni Arniches escribieron jamás de espaldas a su público. Ambos buscaron los medios más seguros para llegar a unos espectadores a los que pretendieron transmitir una serie de tesis o hacer reír. Para conseguirlo siempre consideraron necesario que el público participara emotivamente, utilizando para ello el melodrama y abundantes situaciones de efecto asegurado en los sentimientos de los espectadores, como las famosas trompetas que anuncian la llegada del ejército liberal en el final del segundo acto de Doña Perfecta (1896). Arniches jamás se atrevió a hacer un humor puro y sus chistes o diálogos cómicos a menudo se intercalan en una base que recrea los motivos del melodrama más convencional. Galdós tampoco se atrevió a presentar sin ropajes melodramáticos la mayoría de sus obras. Sus reflexiones, sus ideas hasta cierto punto innovadoras, siempre disfrutan de la seguridad de una trama convencional y de asegurada participación emotiva del público. La razón de esto último creo que sea consecuencia, por ejemplo, de la influencia de autores como Echegaray, tan admirado por Galdós. En todo caso Echegaray representa el éxito, la seguridad de contar con el beneplácito del público y esa es la verdadera razón.

El melodrama acaba minando gran parte de las posibilidades de la tragedia grotesca cultivada por Arniches, pero, por supuesto, también anula en buena medida las posibilidades críticas de los dramas galdosianos. Sería erróneo aislar los grandes aciertos cómicos que encontramos en los diálogos del autor alicantino de los hijos modélicos que buscan desesperadamente el amor de su padre, de honestas doncellas que sufren estoicamente la humillación hasta que la virtud acaba siendo recompensada o de padres que vencen su miedo   —205→   para dar de comer a sus hambrientos hijos. Su humor es lo único que se conserva de unas obras repletas del sentimentalismo más vulgar, pero este último era el viático necesario para llegar a un público que no aceptaba ir al teatro para reír solamente, aunque fuera lo único que de verdad buscaba. Tampoco los espectadores de Galdós acudían a ver dramatizadas las reflexiones de don Benito acerca de los problemas de España. Necesitaban padecer con los amores desdichados e imposibles, confortarse con la imagen beatífica de aquellos que encarnan los nuevos ideales, emocionarse al comprobar que el hombre del futuro acaba siendo un aristócrata o recibe una herencia millonaria, creer que una aristócrata puede descender al infierno de los proletarios para repartir dinero y felicidad. Recursos fáciles, algunos archiconocidos, pero de los cuales Galdós en muy pocas ocasiones prescindió. Y pagó su precio, porque al leer sus obras a menudo he dudado de que entre tantas emociones y sentimientos sus espectadores fueran capaces de captar el realismo trascendente que pretendía su autor.

No obstante, dicha captación de darse en efecto tampoco suponía un peligro de cara a la aceptación mayoritaria del público. Salvo en el caso de la prensa neocatólica, la mayoría de los críticos, y suponemos que el público, no suele rebatir las tesis centrales de las comedias o dramas galdosianos. Y aquellos que lo hacen, como los redactores de El Siglo Futuro, a veces confiesen que no han visto las obras, siendo su oposición una cuestión de principios poco relacionable con lo teatral. Pero no nos debe extrañar esta falta de rechazo hacia unas obras que lo evitaron conscientemente16. Aparte de la vaguedad de muchas actitudes mostradas en sus dramas y comedias, Galdós casi siempre buscó desenlace cuya carga innovadora se basara en una armonía de los contrarios, en una síntesis que a menudo sólo existía sobre el escenario, en la imaginación o en los deseos del autor. En este aspecto no hay una diferencia radical entres sus novelas y sus dramas, pero esta tendencia se acentúa en un teatro donde, por ejemplo, el amor se sintetiza con la ciencia, el pueblo con la nobleza, la burguesía emprendedora con la aristocracia culta, la voluntad práctica con el idealismo, la ciencia con la religión, etc. Y ante esas síntesis -si aceptamos el marco convencional de lo teatral, único en el que son posibles- no cabe sino la aceptación. Así lo comprendió mayoritariamente el público y las obras de Galdós, consideradas en sí mismas e independientemente de otros factores que siempre acompañaron a su autor, no creo que fueran capaces de suscitar verdaderos debates. Comprendemos así preguntas como la de Manuel Bueno: «¿Qué hay en Alma y vida, una tesis social o un cuento de hadas?»17. ¿Quién puede defender lo malo frente a lo bueno? ¿Quién puede defender, por ejemplo, a Pantoja frente a Pepe Rey? Nadie, pero a costa de subordinar la realidad histórica a unos símbolos o unas actitudes y personajes paradigmáticos que por su deseo de aceptación mayoritaria acaban siendo imposibles más allá del escenario. El llamado realismo trascendental de Galdós pierde así buena parte de su sentido.

Algo similar, aunque en términos mucho más evidentes y burdos, ocurre en el caso de Arniches. Su intención de agradar a todo el público le limita a la hora de plantear los conflictos que aparentemente constituyen la base de sus obras. En ellas los personajes negativos son los que momentáneamente han perdido un sentido común que acaban recobrando al final gracias a sus supuestos antagonistas. Ningún espectador duda de que el caciquismo, los problemas sociales o familiares y hasta la guerra civil se pueden solucionar con la bondad   —206→   natural de todos los personajes y un sentido común que expresa una filosofía al alcance de cualquiera. Teatralmente así ocurre, y Arniches lo demuestra en repetidas ocasiones con gran acierto. Pero tampoco es posible pensar que sus obras pudieran suscitar un verdadero debate, una mínima reflexión. Su teatro tiene una cierta intención moralizadora, que se traduce en un intento de reconfortar a los espectadores reafirmándoles en unas ideas comunes que, por su misma naturaleza, apenas pueden ser confrontadas con la realidad concreta. Objetivo limitado, pero aceptado por un Arniches que jamás tuvo excesivas pretensiones salvo la de ser un autor de éxito, le llevó a unos resultados que más allá de las apariencias no difieren demasiado. O, al menos, no tanto como hubiera sido deseable en dos autores que parten de tan diferentes circunstancias.

Todo lo dicho no supone un obstáculo para reconocer la indudable importancia histórica del teatro de Galdós. Los frágiles equilibrios a que en tantos aspectos se somete dicha producción dramática implican una serie de concesiones que, en menor medida y con mayor acierto, también se dieron en su novela y que, por otra parte, son lógicas en quien admiró a Echegaray, los hermanos Álvarez Quintero y, suponemos, al propio Arniches. Estamos muy lejos de la independencia y consiguiente marginalidad de Valle-Inclán o del unamuniano exordio de Fedra (1918), partidarios de un teatro sustancialmente diferente al que observaban en su entorno. Galdós se sitúa en unas coordenadas donde el éxito inmediato era algo que iba más allá de la cuestión crematística. Y para ser llamado a escena en repetidas ocasiones durante los estrenos, para captar la atención de actrices tan endiosadas como María Guerrero o para conseguir salir del estreno en olor de multitudes que se manifiestan en defensa de la libertad era necesario transigir con aspectos que, en ocasiones, son consustanciales con el propio Galdós. El resultado es un teatro que hoy ha perdido casi todo su interés de cara al espectador18, pero que en su tiempo supuso un sincero intento de elevar el nivel de la dramaturgia española. Desde presupuestos distintos Arniches también lo intentó y ambos cuentan con una serie limitada de obras que suponen un alivio en el panorama de mediocridad casi absoluta del teatro español de aquellas décadas. Escaso alivio frente a un público y unos mecanismos de producción teatral que apenas dejaban margen para que unos autores de mentalidades y presupuestos tan diferentes crearan en realidad un teatro tan distinto como hubiera sido deseable.





 
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