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ArribaActo II


Cuadro I

 

El mismo decorado. Mediodía.

 
 

Cuando se levanta el telón, DAMIÁN, solo en escena, se ocupa en ordenar unos objetos, después de la limpieza. Unos segundos más tarde, por el fondo, aparece LEONOR.

 

LEONOR.-  ¡Damián! ¿Ha llamado por teléfono el señorito Perico?

DAMIÁN.-  Todavía no, señora. Pero ya no tardará. ¡Je! Es muy puntual el señorito Perico. Desde hace quince días llama todas las mañanas a las doce en punto.

LEONOR.-   (Tiernamente.)  ¡Pobrecito! Es emocionante, ¿verdad?

DAMIÁN.-  ¡Je! Sí, señora.

LEONOR.-  ¡Dios mío! El amor, siempre el amor...  (Va hasta el balcón y mira un instante hacia la calle. Luego vuelve hacia el criado, sonriente.)  ¡Damián! Lo tengo todo previsto, ¿sabes? La boda será en las Salesas18.

DAMIÁN.-  ¡Ah! ¿Sí?

LEONOR.-  ¡Naturalmente!

DAMIÁN.-  Pero ¿la señora está segura de que habrá boda?

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Qué pregunta! ¡No puede fallar!

DAMIÁN.-  ¡Hum!

LEONOR.-   (Transición.)  La cena en el Ritz. Poca cosa, ¿sabes? Algo ligerito. Salmón, caviar y pato. Naturalmente, con champán francés...

DAMIÁN.-  ¡Qué bien!

LEONOR.-   (De pronto, en una nueva transición, muy preocupada.)  Pero, antes, tenemos que hacer muchísimas cosas, Damián. En primer lugar, hay que comprar un piso...

DAMIÁN.-  ¿Un piso?

LEONOR.-  ¡Hombre! No pretenderás que María y Perico vivan a la intemperie.

DAMIÁN.-  ¡Oh, no! A la intemperie, no.

LEONOR.-  Por cierto, tengo una duda. A ver qué opinas tú, Damián. ¿Qué te parece mejor? ¿Un piso, un verdadero piso, con todas las comodidades, o uno de estos pequeños apartamentos chiquitines, monísimos, con su terracita llena de plantas y todo lo demás?

DAMIÁN.-  ¡Je! Pues, ¿qué quiere que le diga a la señora? Yo me inclino por el apartamento.

LEONOR.-  ¡Ah! ¿Sí?

DAMIÁN.-  Sí, señora.

LEONOR.-   (Casi indignada.)  ¡Claro! Porque los hombres discurrís muy poquito...

DAMIÁN.-  ¡Señora!

LEONOR.-  ¡Vamos! El apartamento, el apartamento. Y luego, ¿qué? ¿Qué pasa luego? Porque, claro, de pronto, vienen los niños...

DAMIÁN.-  ¿Ya?

LEONOR.-  ¡Ah! ¡Y qué niños! Preciosos, gordos, fantásticos. Ya los estoy viendo...  (De pronto, en otro tono.)  ¿Te das cuenta, Damián? Esos niños serán los nietos de Pedro Barrera y de Esteban Lafuente. Naturalmente, ellos aún no saben nada. Pero ¿qué más da? Después de todo, los hombres...

DAMIÁN.-  ¡Je!

 

(DAMIÁN, en silencio, la mira conmovido. Ella reacciona como sorprendida in fraganti, casi con rubor.)

 

LEONOR.-  ¿Qué ocurre, Damián? ¿Por qué me miras con esa cara de pasmado?

DAMIÁN.-  ¡Je! No es nada, señora. De verdad.

LEONOR.-   (Muy maternal.)  ¡Ay, Damián, Damián! ¡Pobrecito mío! ¡No sé por qué, cada día que pasa estás más viejecito...!

 

(Entra en la alcoba.)

 

DAMIÁN.-  ¡Je!

 

(Y, de pronto, repiquetea vivo, urgente, el timbre del teléfono. MARITA, PALOMA y BELÉN gritan dentro al mismo tiempo.)

 

LAS TRES.-   (Dentro.) ¡Vaaa...!

 

(Surgen las tres arrolladoramente por el fondo.)

 

MARITA.-  ¡Quietas! Es para mí.

 

(Y se lanza sobre el teléfono.)

 

PALOMA.-  ¡Ay! ¡Qué ciclón!

MARITA.-   (Al auricular, apasionadísima.)  ¡Perico! ¡Mi vida! Te quiero, te quiero...

BELÉN.-  ¡Hale! Aprisa, aprisa...

PALOMA.-  ¡Huy! ¡Qué amor!

 

(De pronto, MARITA escucha algo, enrojece y se azara muchísimo.)

 

MARITA.-  ¿Cómo? ¡Ay! Usted perdone.  (Y cuelga rapidísima.)  ¡No era Perico!

BELÉN.-  ¡Ay!

PALOMA.-  ¡Toma! Entonces, ¿quién era?

MARITA.-  ¡Qué sé yo! ¡Un señor que se ha enfadado muchísimo!

Las otras.-¡Oh!

 

(Ríen. Y de pronto, las tres, mirando hacia la puerta del pasillo enmudecen, asustadas, con los ojos abiertos de par en par. Una leve pausa. En la entrada del pasillo, muy despacio, aparece PEDRO BARRERA.)

 

PEDRO.-   (Cortés.)  Buenos días.

 

(Las tres chicas están muy juntas, agrupadas. En voz muy baja.)

 

MARITA.-  Buenos días.

PALOMA.-  Buenos días.

BELÉN.-  Buenos días.

 

(PEDRO avanza con desenvoltura.)

 

PEDRO.-  ¡Damián! ¿Quieres anunciar mi visita al señor? Dile que es cosa de unos pocos minutos.

DAMIÁN.-  Sí, señor. En seguida.

 

(DAMIÁN se va por el fondo. PEDRO se vuelve hacia las muchachas.)

 

PEDRO.-  Por curiosidad, señoritas. ¿Puedo hacer una pregunta?

MARITA.-  ¡Naturalmente!

PEDRO.-  ¿Quién de ustedes es María?

 

(Un levísimo silencio.)

 

MARITA.-  Yo soy María, señor Barrera.

PEDRO.-  ¡Hola! Conque es usted María...

MARITA.-  Sí, señor.

PEDRO.-  Ya...

 

(Se calla. Una larga mirada. La muchacha se ruboriza intensamente. Y ahora, las tres, una tras otra, muy apresuradas.)

 

MARITA.-  Buenos días, señor Barrera.

PALOMA.-  Buenos días.

BELÉN.-  Buenos días.

 

(Las tres chicas escapan y entran en la alcoba de LEONOR. Queda solo PEDRO BARRERA. Una pausa. Bajo la embocadura del fondo aparece ESTEBAN. PEDRO sonríe.)

 

PEDRO.-  ¡Je! ¿Te sorprende esta visita, Esteban? Ya me hago cargo. Naturalmente, para empezar, y para que no haya equívocos entre nosotros, me interesa hacer constar que mi actitud respecto a ti y todo lo que tú representas no ha variado en absoluto. Yo soy un hombre de convicciones muy firmes. Esto quiere decir, claro está, que mi presencia en esta casa, esta mañana, es puramente circunstancial...

ESTEBAN.-  ¡Hola! Pero ¿qué ocurre?

PEDRO.-  Verás. Ha sucedido algo insólito.

ESTEBAN.-   (Con mucha curiosidad.)  ¡Ah! ¿Sí?

PEDRO.-  ¡Sí!

ESTEBAN.-  ¡Vamos! Habla de una vez. ¿Qué ha pasado?

 

(Ya están sentados los dos en el sofá.)

 

PEDRO.-  Mira, Esteban. Yo tengo un hijo.

ESTEBAN.-   (Sonriendo.)  ¡Claro! ¡Perico!

PEDRO.-  ¡Je!

ESTEBAN.-  ¡Un gran muchacho! Bien puedes estar orgulloso...

PEDRO.-  ¡Hum! ¿Tú crees?

ESTEBAN.-  ¡Oh, sí! Perico tiene talento.

PEDRO.-   (Irónico.)  ¡Oh! Talento, talento. Permíteme que, en este caso, no conceda demasiado crédito a tu opinión. Tú no puedes ser imparcial. ¡Je! Da la casualidad de que mi hijo tiene tus mismas ideas...

ESTEBAN.-   (Sonriendo.)  ¡Ca! Te equivocas.

PEDRO.-  ¡Ah! ¿No?

ESTEBAN.-  ¡No! Ni muchísimo menos. Él tiene otras ideas: las suyas. Y puedes estar seguro de que cuando comparo mis ideas con las de Perico yo me siento, de pronto, un viejo y terrible reaccionario...

PEDRO.-   (Asustado.)  ¡No!

ESTEBAN.-   (Divertido.)  ¡Ah, sí, sí!

PEDRO.-  ¡Santo Dios! ¡Qué barbaridad! Pero, entonces, ¿adónde va a llegar ese muchacho? ¡Ah! ¡Este chico! Este chico es mi pesadilla. ¿Qué voy a hacer con él? Es terco, rebelde, imprudente. No sé a quién ha salido. Pero ahí está el condenado: escribiendo artículos subversivos; en la primera fila de todas las manifestaciones que se organizan para protestar de algo. ¡Haciendo su santísima voluntad! ¡Poniendo en la picota un apellido impecable! ¡Oh! Esto es demasiado, demasiado...

 

(ESTEBAN le mira con curiosidad y sonríe.)

 

ESTEBAN.-  Pero, Pedro, ¿de veras has venido a esta casa para hablarme de tus problemas con Perico? ¡Qué curioso! ¿A mí? ¿Precisamente a mí? ¿Por qué?

 

(PEDRO se revuelve airadamente.)

 

PEDRO.-  ¡Hola! Conque ¿ni siquiera lo sospechas? Pues está muy claro. ¡Porque anoche, después de cenar, se plantó Perico en mi despacho y, de buenas a primeras, me dijo que ha resuelto casarse con tu hija María!

 

(ESTEBAN pega un respingo y se pone en pie, alarmadísimo.)

 

ESTEBAN.-  ¡No!

PEDRO.-  ¡Ea! ¿Qué te parece?

ESTEBAN.-  ¡Pedro! Pero si es imposible...

PEDRO.-  ¡Oh! Imposible, imposible...

ESTEBAN.-  Pero si Marita y Perico apenas se conocen...

PEDRO.-   (Indignado.)  ¿Qué estás diciendo? Vamos, hombre. Pero si desde hace quince días pasan juntos todas las horas del día...

ESTEBAN.-  ¡No!

PEDRO.-  ¡Sí!

ESTEBAN.-  ¡No! Te equivocas, Pedro. Tengo entendido, eso sí, que, de vez en cuando, viene Perico y se lleva a las chicas a dar una vuelta...

PEDRO.-   (Indignado.)  ¡No! A las chicas, no. A la chica, a la chica...

ESTEBAN.-  ¡Oh!

PEDRO.-  ¡Ah! Ese granuja...

 

(ESTEBAN impresionadísimo.)

 

ESTEBAN.-  ¿De manera que te dijo que se quiere casar con María?

PEDRO.-  ¡Sí! ¡Eso me dijo!

ESTEBAN.-  ¿Y después?

PEDRO.-  ¿Después? Nada. Ni siquiera esperó mi respuesta. ¡Se fue!

ESTEBAN.-  ¡Oh!

PEDRO.-  ¡Ah! Ese caballerito hace las cosas así...

ESTEBAN.-   (Preocupadísimo.)  ¡Marita y Perico! Es increíble. Pero ¿cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo no me he dado yo cuenta?

 

(PEDRO salta con indignadísima ironía.)

 

PEDRO.-  ¡Ah! Porque tú eres un soñador. Tú no estás en la tierra como el resto de los pobres mortales. ¡Tú vives en las nubes!

ESTEBAN.-   (Abrumado.)  ¿Qué quieres? Me paso horas y horas encerrado en mi cuarto trabajando. Apenas salgo.

PEDRO.-  ¡Hum! Me río yo de estos hombres eminentes, muy capaces de discurrir con brillantez sobre lo que pasó hace cien años o sobre lo que pasará dentro de otros cien; pero inútiles del todo cuando se trata de percibir lo que está ocurriendo ante sus propios ojos. Por supuesto, esa es la razón de todo lo demás. Por eso cuando los intelectuales entran en política todo se convierte en un desastre. ¡Ah! ¡Los famosos intelectuales de izquierdas! ¡Cuánto daño han hecho a este país!

ESTEBAN.-   (Se alza vivamente, violento, casi con cólera.)  ¡Pedro! ¡Dejemos a un lado la política! ¿No te parece?

 

(PEDRO se vuelve y le mira fijamente, con una terrible frialdad.)

 

PEDRO.-  ¡Sí! Dejemos la política. En ese terreno, entre nosotros, ya está dicho todo lo que había que decir.

ESTEBAN.-  Eso es. ¡Y para siempre! ¿No crees?

PEDRO.-  Justo. ¡Para siempre!  (ESTEBAN se vuelve y marcha hacia el balcón. Un silencio. PEDRO, ya disminuida la tensión, habla en otro tono. Pero con una irremediable desazón.)  ¿Por qué has vuelto a España, Esteban? ¿Por qué?

ESTEBAN.-  ¿Por qué? ¿Todavía no lo has comprendido? Porque esta tierra también es mía. Porque me pertenece a mí tanto como a ti...

 

(PEDRO se vuelve vivamente. Parece que va a decir algo. Pero calla. Una transición.)

 

PEDRO.-  Bien. No discutamos. Volvamos a lo que ahora importa. Has de saber, Esteban, que para mí ese absurdo romance, que ha surgido como por arte de magia entre tu hija y mi hijo, carece de sentido. Lo considero un juego de chiquillos intrascendente, ingenuo y pueril. Y me opongo y me opondré siempre a esa fantástica boda. ¡Pues no faltaría más! No necesito decirte, porque de sobra lo imaginas tú, que si yo me opongo no hay ni la más remota posibilidad de que los sueños de esos chicos se hagan realidad. El muchacho todavía depende de mí. ¿Comprendes? De vez en cuando gana unas pesetas que le dan por esos malditos artículos que escribe. Pero, en fin, la verdad es que eso apenas le llega para pagarse sus cigarrillos y la gasolina del coche...  (Se calla. Un silencio.)  Naturalmente, mi negativa se fundamenta en razones muy sólidas. Y para mí muy importantes. En primer lugar, yo nunca, nunca abriría las puertas de mi casa para una hija de Esteban Lafuente.

ESTEBAN.-   (En pie, airado.)  ¡¡Pedro!!

PEDRO.-  Luego, aunque ese perjuicio fuera superado, cosa, te lo aseguro, realmente imposible, todavía queda algo más difícil. Resulta que María, que sin duda es una excelente muchacha, no es hija de un legítimo matrimonio...

ESTEBAN.-   (Pálido.)  ¡Pedro! ¡No te consiento...!

PEDRO.-  Calma, calma, por favor. ¡Que no nos falte entereza para afrontar las realidades por amargas que resulten! En tu ambiente, en tu mundo, entre la gente de tus ideas es muy posible que ese problema carezca de importancia. Me hago cargo. Son personas que saben hacerse una moral para su uso particular y el resto les tiene sin cuidado. Pero entre los míos, no. Yo pertenezco a una vieja familia. Estamos hechos a la antigua española, ¿comprendes? Tenemos unas ideas muy firmes, muy concretas, quizá un poco primitivas, sobre el honor y la moral y todo lo demás. Pero ¿qué quieres?, nos sentimos muy orgullosos de ser así...

ESTEBAN.-  Sigue, Pedro, sigue...

PEDRO.-  Después, claro, aún queda una tercera razón que hace imposible ese disparatado proyecto de boda. Aunque bien pensado, esa razón no es mía, te pertenece a ti por entero. ¡Je! ¿Qué se diría, Esteban? ¿Qué se diría de ti si, ahora, al volver a España, pactases con tus antiguos enemigos entregando como prenda nada menos que a una de tus hijas? A mí me parece que en ese caso tu integridad y tu prestigio resultarían un poco afectados.

ESTEBAN.-   (Violento.)  ¡Cállate, Pedro! Por lo que más quieras...

PEDRO.-   (Indiferente.)  Bien. Después de todo, ya nada me queda por decir...

 

(En ese momento se abre la puerta de la alcoba y surge LEONOR. ESTEBAN está ante PEDRO conteniéndose difícilmente, mirándole a los ojos con una rabiosa angustia.)

 

ESTEBAN.-  ¡Cállate! Y escucha, Pedro, lo que voy a decirte. Hay algo que ya no podré perdonarte nunca, ¿sabes? Yo volví a España sin odio, sin amargura, sin rencor en el alma, limpia después de tantos y tantos años de soledad, de dolor y de añoranza; con los brazos abiertos, dispuesto a querer, esperando, como una lluvia bendita, el amor de los demás. Pero tú, ¿me oyes, Pedro Barrera?, tú, con tu rencor has removido el mío. Este maldito rencor que yo creía apagado para siempre y que ahora veo que solo estaba dormido. Tú me has hecho volver a odiar. Y eso no te lo perdono, Pedro. ¿Y sabes por qué? ¡Porque me has hecho desgraciado otra vez!

PEDRO.-  ¡Oh!

ESTEBAN.-  ¡No! No te lo perdonaré nunca. Puedes estar seguro de que jamás permitiré que mi hija se case con Perico. Jamás. ¿Me oyes? Jamás dejaré que Marita ingrese en ese mundo tuyo que detesto. ¡Jamás! Por esta vez estoy de acuerdo contigo. Pero, fíjate, fíjate que contigo está lo peor de mí mismo: mi orgullo, mi soberbia, mi rencor...

LEONOR.-  ¡Oh! ¡Basta ya! ¡Cállate, Esteban!

PEDRO.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¡Cállate tú también! ¡Dios mío! Debería daros vergüenza de vosotros mismos. ¡Oh! Permitir que su estúpido odio se imponga al destino de esas dos criaturas jóvenes, limpias, puras, maravillosas, que no odian a nadie, que solo saben querer y querer porque tienen el alma llena de alegría y de amor...

PEDRO.-  Por favor, Leonor, yo te ruego...

LEONOR.-   (Furiosa.)  ¡Déjame en paz!

PEDRO.-  ¡Oh!...

 

(Un brevísimo silencio. Ahora suplicante.)

 

LEONOR.-  ¡Pedro! ¡Esteban! ¿Es que todo va a quedar así? ¿Es que no vais a decir nada? ¿Es que sois de hielo? ¿Es que os habéis vuelto locos? ¿Es que no os conmueve este amor que ha surgido porque sí, porque Dios ha querido, porque un chico y una chica se han mirado a los ojos?  (Otro silencio. Los dos hombres permanecen inmóviles. LEONOR habla ahora para sí misma con una infinita desolación.)  ¡Dios mío! ¡Y yo que lo tenía todo tan bien dispuesto y tan bien preparado! La boda en las Salesas, con la iglesia llena de flores y de música. Tú, con tu chaqué y tu sombrero de copa. Tú, imponente, de uniforme, con todas tus condecoraciones, que son muchísimas. María, tan bonita. ¡La novia más bonita del mundo! Y el banquete en el Ritz, con salmón y caviar y champán francés. ¡Ah! ¡Y el pato! Y después, el viaje a la Costa Brava, que está divina en otoño. Y la vuelta. Un apartamento precioso: chiquitín, chiquitín. ¡No! ¡Qué digo un apartamento! Un piso grande, hermosísimo. ¡El mejor piso de Madrid! Por los niños, porque vendrán niños, muchos, muchísimos niños...

 

(Bajo el dintel de la puerta de la alcoba aparece MARITA, seguida de PALOMA y BELÉN, que se quedan allí, asustadas. MARITA tiene los ojos llenos de lágrimas.)

 

MARITA.-  No insistas, Leonor.

LEONOR.-  ¡María! ¡Pequeña!

MARITA.-  ¿No ves que no quieren? No quieren, no quieren.

 

(La muchacha corre y se refugia sollozando en los brazos de LEONOR.)

 

LEONOR.-  ¡Hijita!

MARITA.-  ¡Oh, Leonor, Leonor!

 

(Y, en este momento, por el pasillo, surge arrollador, como siempre, PERICO.)

 

PERICO.-  ¡Hola! Aquí estoy yo...

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Perico!

 

(Se ha hecho un súbito silencio que el muchacho no advierte. Y él, entre divertido y sorprendido, se queda mirando a su padre.)

 

PERICO.-  ¡Anda! Pero si está aquí mi padre. ¡Qué tío!

PEDRO.-   (Irritadísimo.)  ¡Perico!

PERICO.-  ¡Papá! ¿Te gusta María? ¿Verdad que te gusta? ¿Verdad que está estupenda? ¿Verdad que es la chica más bonita del mundo? Oye, ¿te ha dicho que habla inglés, francés y un poquito de alemán? ¿Te ha dicho que sabe Historia y Filosofía y...?

 

(MARITA se revuelve bruscamente.)

 

MARITA.-  ¡Calla, Perico! Por Dios, cállate.

PERICO.-   (Extrañadísimo.)  ¿Que me calle? Hala, hala, tonta. Pero ¿es que te vas a poner colorada?

MARITA.-  ¡¡Perico!!

PERICO.-  ¿Qué?  (Un silencio. PERICO mira en torno.)  ¿Qué pasa? ¿Por qué tenéis todos esas caras?

MARITA.-  ¡Oh!

PERICO.-  ¡Porras! Pero ¿por qué estás llorando tú?

MARITA.-  ¡Perico! Pero ¿no comprendes? ¡Tu padre y el mío no quieren que nos casemos!

PERICO.-   (Estupefacto.)  ¡Anda! ¿Que no quieren?

MARITA.-  ¡No!

PERICO.-  ¡Demonio! Pero ¿por qué? ¿Porque somos demasiado jóvenes? ¡Qué tontería! Ese es un perjuicio burgués...

MARITA.-  ¡No! ¡No es eso!

PERICO.-  ¡Ah, ya! Porque yo gano poco dinero. ¡Pero si eso a ti no te importa!

MARITA.-  ¡No! ¡Tampoco!

PERICO.-  ¡Porras! Entonces, ¿por qué?

MARITA.-  ¿No lo adivinas? ¡Por la guerra!

PERICO.-   (Sincerísimo.)  ¿Qué guerra?

MARITA.-   (Muy excitada.)  ¡¡Perico!! ¡No me pongas nerviosa!

PERICO.-  ¡Ah, ya! Ya caigo. ¡La guerra...!  (Se queda un instante inmóvil, callado, sorprendidísimo. Luego se vuelve hacia su padre.)  Pero, papá, ¿eso es verdad?  (PEDRO se calla y vuelve el rostro.)  ¡Maestro!  (Silencio. PERICO está atónito.)  ¡Hola! Conque era por eso...  (PERICO de pronto se yergue muy resuelto.)  ¡Ah! Pues tú no te preocupes, María. Haremos una sonada.

TODOS.-   (Inquietísimos.)  ¿Cómo?

PERICO.-   (Muy embalado.)  ¡Digo! Yo tengo soluciones para todo. Mira. Esta noche nos escapamos juntos, y dentro de ocho días volvemos con un niño...

TODOS.-  ¿Cómo?

 

(Un estremecimiento colectivo. Un revuelo. PEDRO y ESTEBAN brincan. MARITA pega un chillido.)

 

MARITA.-  ¡Ayyy!

PEDRO.-  ¡Perico!

ESTEBAN.-  ¿Qué ha dicho?

MARITA.-  ¿Un niño?

PERICO.-  ¡A ver!

PALOMA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Un revuelo. Y de pronto, entre las voces de los demás, LEONOR salta, contentísima, como iluminada.)

 

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Qué idea! Pero ¿cómo no se me ha ocurrido a mí antes?

TODOS.-  ¿Cómo?

LEONOR.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Pero si ese niño es lo que nos está haciendo falta...

PERICO.-  ¿Verdad que sí?

ESTEBAN.-  ¡Leonor! ¿Qué dices?

LEONOR.-  ¡Calla tú! ¡Que esto a ti no te importa!

ESTEBAN.-  ¡¡Leonor!!

LEONOR.-   (Resueltísima.)  ¡Pronto, Perico! ¡Venga ese niño! ¡Aprisa! ¡No hay que perder tiempo!

PERICO.-   (Muy dispuesto.)  ¡Huy! Por mí... Dicho y hecho.

TODOS.-  ¡Oh!

MARITA.-  ¡Perico! ¡Que me voy a morir de vergüenza!

PERICO.-  Calla, tonta. Pero si es muy fácil...

MARITA.-   (Chillando.)  ¡¡Perico!!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(En ese instante PALOMA y BELÉN se miran atónitas.)

 

PALOMA.-  Oye. ¿Dicen que Marita va a tener un niño?

BELÉN.-  ¡Claro!

PALOMA.-  ¿Cuándo?

BELÉN.-  Por lo visto en seguida...

PALOMA.-   (Emocionadísima.)  ¡Ay, qué alegría!

MARITA.-  ¡No! ¡No quiero! ¡No quiero!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(ESTEBAN, irritado, avanza unos pasos.)

 

ESTEBAN.-  ¡Basta ya! ¡Callaos todos! Pero ¿qué locura es esta?

PEDRO.-   (Irritado.)  Perico, Perico...

 

(PERICO, entre ESTEBAN y su padre, se vuelve al uno y al otro vivamente. Con un sutil desafío en la mirada.)

 

PERICO.-  ¡Papá! ¡Maestro! Pero ¿es que ustedes creen que porque ustedes no hayan podido olvidar todavía que fueron enemigos en aquella guerra, que acabó hace más de treinta años, María y yo vamos a renunciar a querernos? ¿Y eres tú el que me pide eso, papá? ¿Y usted, maestro? ¡Esteban Lafuente! ¡El viejo liberal! ¡El peregrino de la libertad! ¡Ah, no! ¡Protesto!

ESTEBAN.-  ¡Perico!

PERICO.-  Protesto, protesto...

LEONOR.-   (Entusiasmadísima.)  ¡Bravo! ¡Así se habla!

PALOMA.-  ¡Bien dicho, Perico!

BELÉN.-  ¡Viva Perico!

LEONOR.-  ¡Ah, María! ¡Hijita! Esto es un hombre...

MARITA.-  ¡Oh!

PEDRO.-   (Airado.)  Bueno. Terminemos de una vez esta situación absurda. ¡Perico!

PERICO.-  ¡Papá!

PEDRO.-  Óyeme bien. Voy a darte una orden. ¡No quiero que vuelvas a poner los pies en esta casa!

 

(LEONOR salta indignadísima.)

 

LEONOR.-  ¡Grosero!

TODOS.-   (Un revuelo.) ¡Oh!

LEONOR.-  ¡Maleducado!

 

(PERICO está mirando a su padre, un poco asustado.)

 

PERICO.-  ¿De veras, papá? ¿Esa es tu última palabra?

PEDRO.-  ¡Sí!

PERICO.-  ¡Vaya! Pues lo siento, papá...

PEDRO.-  ¿Es que no vas a obedecerme?

PERICO.-   (Sencillamente.)  No, papá.

PEDRO.-  ¡Perico!

PERICO.-  ¿Qué, papá?

PEDRO.-  Entonces, tú y yo hemos terminado. No vuelvas a casa.

 

(Un silencio.)

 

PERICO.-  ¿Es que me echas de casa, papá?

PEDRO.-  Sí.

 

(Otro silencio. PERICO, hondamente emocionado.)

 

PERICO.-  Bueno. No importa. Después de todo, nunca me gustó nuestra casa. La odio, ¿sabes? Es una casa vieja, fea y triste. Y he llorado tanto por aquellos rincones cuando era un niño solitario y abandonado...  (Se vuelve hacia su padre. Le mira. Con una nueva e irremediable ternura.)  Pero a ti te voy a echar mucho de menos, papá. A pesar de todo. A pesar de nuestras discusiones. A pesar de que tú crees que la vida es una pesadumbre y yo creo que es un repique de campanas. A pesar de que tú crees en el pasado y yo creo en el futuro. A pesar de que yo protesto y tú estás conforme. A pesar de todo eso, yo te quiero mucho, papá...

 

(Un silencio leve. PERICO, mirando a su padre, tiene los ojos brillantes. PEDRO le mira también. Luego baja la cabeza.)

 

PEDRO.-  Adiós, Perico.

PERICO.-  Adiós, papá.  (PEDRO marcha en silencio, lentamente hacia la entrada del pasillo, bajo las miradas de todos. PERICO, en una transición, grita casi con angustia.)  ¡Papá!  (PEDRO, ya en el umbral de la salida, se vuelve.)  ¡¡Protesto!!

LEONOR.-  ¡Oh!

PERICO.-  ¡Sí! ¡Protesto! ¡Protesto de los que hacen la vida dura, difícil y amarga! ¡Protesto de los que se odian! ¡Protesto de los que todavía no han descubierto el amor! ¡Protesto! ¡Protesto! ¡¡Protesto!!

 

(Un silencio. PEDRO, después de una larga mirada a su hijo se va silenciosamente. ESTEBAN que ha escuchado inmóvil la escena anterior, baja la cabeza y desaparece por el fondo. En escena quedan LEONOR, MARITA, PALOMA, BELÉN y PERICO. MARITA, de pronto, corre y se refugia en los brazos de PERICO.)

 

MARITA.-  ¡Perico! ¡Mi vida! ¡Y todo por mí! ¡Por mi culpa!

PERICO.-   (Muy jovial. Pero todavía conmovido.)  ¡No! Pero ¿qué dices? Lo que pasa es que yo soy un egoísta. Y si tengo que elegir entre mi padre y tú, me quedo contigo. ¡Je! ¡Toma! Menudo soy...

MARITA.-  ¡Oh! Perico, mi Perico...

 

(PALOMA y BELÉN están mirando a PERICO emocionadísimas y entusiasmadísimas.)

 

PALOMA.-  ¡Perico! Eres fantástico...

BELÉN.-  Eres maravilloso...

 

(Y las dos, una tras otra corren y estampan un beso en las mejillas de PERICO. Luego, corriendo, una tras otra también, se van volando por el fondo.)

 

PERICO.-  ¡Je!  (LEONOR está ante el balcón, mirando a la calle. PERICO y MARITA, juntos al otro lado. Durante unos segundos se miran. Luego.)  ¡María! ¿Tú me quieres mucho?

MARITA.-  ¡Dios mío! ¡Perico! ¡Que si te quiero! ¡Ahora más que nunca!

PERICO.-  Entonces, ¿estás dispuesta a todo?

 

(MARITA le mira fijamente, con un insólito rubor.)

 

MARITA.-  ¿Te refieres a lo del niño?

PERICO.-  ¡Sí!

 

(Un silencio.)

 

MARITA.-  Sí, Perico. Estoy dispuesta.

PERICO.-   (Completamente decidido.)  ¡Hala! Entonces, no hablemos más. ¡En marcha! ¡Abajo tengo el seiscientos!

 

(La toma de la mano y corren hacia la entrada del pasillo. Pero LEONOR se vuelve y grita.)

 

LEONOR.-  ¡¡Quietos!!  (Los dos muchachos se detienen.)  ¿Adónde vais?

PERICO.-  ¡Toma! A lo del niño...

LEONOR.-   (Furiosa.)  ¡Perico! Si vuelves a nombrar al dichoso niño te pego una bofetada.

MARITA.-  ¡Oh!

PERICO.-  Pero, Leonor...

LEONOR.-  ¡Calla! ¡Fresco! ¡Que tú eres un fresco!

PERICO.-  ¡Leonor...!

 

(LEONOR, mirando a los muchachos, que de pronto se han quedado como desamparados, tiene una transición. Muy emocionada.)

 

LEONOR.-  ¡Hijitos! Naturalmente, hay que hacer algo. No podemos rendirnos. Tenemos que luchar.  (Va hacia el sofá, se sienta. Está desolada.)  Pero ¿qué podemos hacer? ¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer?

 

(Las luces comienzan a descender, lentamente, hasta llegar al

 

 
 
OSCURO)
 
 


Cuadro II

 

El mismo decorado. A la mañana siguiente. Música en el intermedio.

 
 

En escena no hay nadie cuando se alza la cortina. Una breve pausa. Y de pronto se oye la voz de ESTEBAN que llama a grandes voces, muy irritado.

 

ESTEBAN.-   (Dentro.)  ¡Leonor! ¡Leonor! ¡¡Leonor!!  (Surge, atropelladamente, por el fondo. Está descompuesto, perturbadísimo. Lleva en la mano un papelito.)  ¡Leonor! ¿Dónde estás? ¡¡Leonor!!  (Va de un lado a otro llamando con verdadera desesperación.)  ¡Leonor! ¡Damián! Pero ¿es que no hay nadie en esta casa? ¡Leonor!  (Va a la puerta de la izquierda y llama con los nudillos, estrepitosamente.)  ¡¡Leonor!! ¡¡Leonor!!

 

(Surgen por el fondo, muy asustadas, PALOMA y BELÉN.)

 

BELÉN.-  ¡Papá!

PALOMA.-  ¿Qué te ocurre? ¿Por qué das esas voces?

 

(ESTEBAN se revuelve ante las chicas, airado, furioso.)

 

ESTEBAN.-  Conque ¿por qué? ¿Eh? ¿Queréis saberlo? ¡Porque Marita se ha fugado con Perico!

 

(Las dos chicas pegan un respingo alarmadísimas.)

 

LAS DOS.-  ¡No!

ESTEBAN.-  ¡Sí! Se han fugado, se han fugado...

PALOMA.-  ¿Cuándo?

ESTEBAN.-  ¡No lo sé!

PALOMA.-  Pero si no es posible...

ESTEBAN.-  ¡Ah! Ese loco, ese insensato. ¡Lo mato!

BELÉN.-  ¡Jesús!

ESTEBAN.-  Tomad. Leed esto. Ahí lo dice bien claro. He encontrado esta carta de Marita en la mesa del comedor, hace unos minutos.  (Y vuelve a su desesperación.)  ¡Leonor! ¡Leonor! ¿Dónde estás? ¡¡Leonor!!

 

(Y se va por el fondo llamando frenéticamente. PALOMA y BELÉN, frente a frente se miran estupefactas con los ojos desmesuradamente abiertos.)

 

BELÉN.-  ¡Que se han escapado!

PALOMA.-  ¡Síiii...!

BELÉN.-  ¡Ay, Paloma! ¡A ver qué dice esa carta!

PALOMA.-  A ver, a ver...  (PALOMA, que tiene entre las manos el papelito, lo desdobla trémulamente. Y lee:.)  «Adiós, papá...»  (Y se echa a llorar.)  ¡Ay, Belén! ¿Has oído? Dice «Adiós, papá».

BELÉN.-   (Igual.)  ¡Dios mío! ¡Qué heroísmo!

PALOMA.-   (Leyendo otra vez.)  «Adiós, papá. Perdóname el disgusto que voy a darte. Pero no lo puedo evitar. Me voy con Perico. No sé qué será de nosotros. Pero no importa. Nos queremos mucho, muchísimo, y estamos dispuestos a ser felices contra todo y contra todos. No nos busques, papá. Sería inútil. Adiós, papá; querido, queridísimo papá; mi vida, mi cielo, mi tesoro. ¡Adiós! Tu Marita»  (Las dos chicas se miran. Están emocionadísimas, a punto de prorrumpir en sollozos.)  ¡Oh, Belén!

BELÉN.-  ¡Paloma!

PALOMA.-  ¡Se ha ido Marita!

BELÉN.-  ¡Sí!

PALOMA.-  ¡Y para siempre!

BELÉN.-  ¡Sí!

PALOMA.-  ¡No la veremos más!

BELÉN.-  ¡Nunca!

PALOMA.-  ¡Oh, Belén, Belén!

BELÉN.-  ¡¡Paloma!!

 (Se arrojan la una en los brazos de la otra y lloran con un enorme desconsuelo. Y en ese instante se abre la puerta de la alcoba y aparece Leonor, muy serena.) 

LEONOR.-  ¡Niñas! Basta de lágrimas, que no hay por qué. Marita y Perico se han escapado, sí. Pero decentemente, como Dios manda.

 

(Las dos muchachas se miran estupefactas.)

 

LAS DOS.-  ¿Cómo?

PALOMA.-  ¿Qué dices?

LEONOR.-  ¡Ea! Para que lo sepáis de una vez. Se han escapado con mi permiso...

PALOMA.-  ¿Entonces esta carta?

LEONOR.-  ¡Oh! Esta carta la he dictado yo. A la pobre Marita, con los nervios, no se le ocurría nada...

 

(PALOMA y BELÉN están mirando a LEONOR, atónitas.)

 

LAS DOS.-  ¡No!

LEONOR.-   (Muy satisfecha.)  ¡Ah, sí, sí! Como os lo cuento...

PALOMA.-  Pero, Leonor...

LEONOR.-  Había que hacer algo, ¿no? Había que salvar el amor de esos chicos. Había que romper esa muralla de rencor que separa a vuestro padre y a Pedro Barrera. Porque ya veremos, ya veremos ahora, señores míos, si no se rinden ustedes ante la catástrofe...  (Encantada.)  ¡Oh! ¡Y qué catástrofe!

PALOMA.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  Todo eso pensé, ¿comprendéis, nenas? Y dicho y hecho. De pronto tuve una idea. ¡Hala! ¡Hijitos! ¡Escaparos! Pero con Damián, naturalmente...

 

(Las dos chicas pegan un respingo.)

 

BELÉN.-  ¿Cómo?

PALOMA.-  ¿Con Damián?

LEONOR.-  ¡Ah, claro! ¡Pues no faltaría más! No iba yo a permitir que se fueran solos. ¡Quiá! No me fío nada de Pedro.

 

(PALOMA y BELÉN se miran desconcertadísimas.)

 

BELÉN.-  Pero, Leonor...

PALOMA.-  ¿Y cuándo se fueron?

LEONOR.-  Anoche. ¿Os acordáis de que a eso de las nueve, más o menos, dijo Marita que no quería cenar y se metió en mi cuarto para pasar la noche conmigo?

BELÉN.-  ¡Sí!

LEONOR.-  Pues entonces, ¡zas!

PALOMA.-  ¡Ay! ¿Y dónde están ahora?

LEONOR.-   (Triunfante.)  ¡En la finca de León!

BELÉN.-  ¡Ay!

PALOMA.-  ¡En la finca de León!

LEONOR.-  ¡Allí! En la casa de los Valdés y Montiel, que es un refugio precioso, precioso. ¿Dónde mejor? Y allí estarán con Damián hasta que este par de locos insensatos se entreguen ante lo irremediable. ¡Ea! ¿Qué os parece?

 

(PALOMA y BELÉN brincan de entusiasmo.)

 

BELÉN.-  ¡Bravo!

PALOMA.-  ¡Fantástico!

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

LEONOR.-   (Contentísima.)  Llegarían de madrugada, ¿sabéis? María ha dormido en el torreón y Perico en el sótano. Y Damián, pobrecito, como casi no duerme, se habrá pasado la noche vigilando, entre el torreón y el sótano. Todo está previsto.

PALOMA.-  ¡Leonor!

 

(LEONOR va de un lado a otro contentísima.)

 

LEONOR.-  ¡Qué escándalo! ¡Pero qué escándalo! Se enterará todo Madrid. Saldrá la noticia en los periódicos. ¡Digo! Y en la radio y en la televisión. ¡Ah! Pues no es nada: ¡la hija de Esteban Lafuente y el hijo de Pedro Barrera que se quieren y que se han escapado juntos! ¡Dios mío! ¡Pero qué bonito es hacer la revolución! ¡Y pensar que yo siempre he sido de derechas!

 

(PALOMA y BELÉN corren hasta LEONOR y se abrazan a ella.)

 

PALOMA.-  ¡Ay, Leonor!

BELÉN.-  ¡Pero qué grande eres!

PALOMA.-  ¡No hay otra como tú!

LEONOR.-   (Emocionada.)  ¡Hijitas!

 

(Y dentro se oye la atronadora voz de ESTEBAN llamando.)

 

ESTEBAN.-   (Dentro.)  ¡Leonor! ¡Leonor!

 

(LEONOR y las chicas se revuelven asustadas.)

 

LAS TRES.-  ¡Ay!

LEONOR.-  ¡Vaya! Esto es lo peor. ¡El primer arrebato!

 

(Y en el fondo aparece ESTEBAN.)

 

ESTEBAN.-  ¡Leonor!

LEONOR.-   (Muy enfadada.)  ¿Qué pasa? ¿Se puede saber por qué das esas voces?

ESTEBAN.-  Pero ¿es que no lo sabes? ¡Marita y Perico se han escapado!

LEONOR.-   (Muy lógica.)  ¡Claro! ¿Y qué esperabas? ¿Que iban a renunciar a quererse porque esa fuera tu decisión y la de Pedro Barrera? ¡Ah, no, hijito! Ellos se han escapado y han hecho muy bien.

ESTEBAN.-   (Casi con un escalofrío.)  Pero, Leonor, ¿te imaginas lo que va a pasar? ¿Te lo imaginas?

LEONOR.-  ¡Hombre! Pasará lo que pasa siempre en estos casos. ¡Que volverán con un niño!

ESTEBAN.-  ¡Leonor! Pero ¿qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca? Marita es mi hija, mi hija, mi hija...

LEONOR.-   (Pesimista.)  ¡Ay! Pues no creo yo que eso sea un obstáculo para Perico...

ESTEBAN.-  ¡¡Cállate!! ¡No me nombres a Perico!

LEONOR.-  ¡Oh!

PALOMA.-   (Muy estimulante.)  Hala, hala, papá. ¿Por qué te apuras tanto? Pero si después de todo, Marita es una chica muy dispuesta. Sabe guisar, coser y planchar...

ESTEBAN.-  ¡Cállate tú!

PALOMA.-  ¡Ayyy!

BELÉN.-  ¡Ay, papá!

ESTEBAN.-   (Con una infinita angustia.)  ¡Leonor! ¡Por Dios! ¡Ayúdame! ¡Hay que hacer algo! No puedo perder a Marita. No puedo permitir que se pierda ella sola por un arrebato de chiquillos. ¡No! ¡Todo menos eso! Vamos, Leonor. Hay que dar parte de esta fuga. ¡Hay que llamar a la Dirección General de Seguridad...!

LEONOR.-  Pero, hombre, ¿qué dices? Si en la Dirección General de Seguridad se enteran de que se han escapado la hija de Esteban Lafuente y el hijo de Pedro Barrera, se van a estar riendo toda la temporada...

ESTEBAN.-  ¡No importa!

LEONOR.-  ¡Oh!

ESTEBAN.-  ¡Que me los traigan! ¡Que los busque la Guardia Civil!

LEONOR.-   (Horrorizada.)  ¡Jesús! ¡Un viejo republicano llamando en su ayuda a la Guardia Civil! ¡Lo que me quedaba por oír...!

ESTEBAN.-  ¡Leonor!

LEONOR.-   (Muy firme.)  ¡Ah, no! Que no, que no. ¡Me niego! Por tu prestigio, naturalmente...

ESTEBAN.-  ¡¡Leonor!!

LEONOR.-  ¿Qué quieres?

ESTEBAN.-  ¡Hay que llamar a Pedro Barrera! ¡Pronto!

LEONOR.-   (De pronto, calla y sonríe.)  Mira. Eso sí. Eso es lo único sensato que has dicho hasta ahora. ¡Vamos a llamar a Pedro Barrera!

 

(Toma el auricular del teléfono. Marca un número. Entretanto, ESTEBAN pasea de aquí para allá como si estuviera entre barrotes.)

 

ESTEBAN.-  ¡Oh! Marita, Marita, Marita...

PALOMA.-  ¡Papá!

ESTEBAN.-  ¡Déjame en paz!

PALOMA.-  ¡Huy!

LEONOR.-   (Al auricular.)  ¡Oiga! ¿Pedro! ¿Eres tú, Pedro?

ESTEBAN.-   (Bruscamente.)  ¡Trae! ¡Déjame a mí!

 

(Le arranca el auricular de las manos y se dispone a hablar él. LEONOR se queda despechadísima.)

 

LEONOR.-  ¡Bruto! ¡Maleducado!

ESTEBAN.-   (Al aparato.)  ¡Pedro! ¿Eres tú? Soy yo, Esteban Lafuente. ¡Pedro! ¿No sabes lo que ha pasado? ¡Que Perico y María se han escapado! ¡Sí! Esta noche, esta noche. ¡Pedro! Hay que hacer algo. Es mi hija, Pedro, es mi hija. Yo te lo suplico. Yo te lo pido de rodillas, si es necesario. ¡Pedro! Es mi hija, es mi hija...  (Escucha.)  ¡Sí! Sí, Pedro. Gracias. Date prisa, por Dios. ¡Te lo pido con toda mi alma!

 

(Cuelga.)

 

LEONOR.-   (Bajo.)  ¿Qué?

ESTEBAN.-  Ya viene hacia acá.  (Marcha hacia el fondo. Desde allí con una profunda, incontenible emoción.)  Tú no sabes, Leonor, tú no sabes cómo estoy sufriendo...  (Sale. Y, en el acto, LEONOR y las chicas gritan entusiasmadas.) 

LAS TRES.-  ¡Bravo!

LEONOR.-  ¡Ya! ¡Ya! Esto marcha. ¡Dios mío! Y pensar que en este momento María, Perico y Damián están en la finca de León tan tranquilos y tan felices. ¡Pobrecitos!

 

(Y en este momento en el umbral de la entrada del pasillo surge DAMIÁN, embutido en su abrigo, con una gruesa bufanda liada al cuello y el sombrero todavía puesto. Lleva una pequeña maletita. Y está consternado.)

 

DAMIÁN.-  Señora...

 

(LEONOR, PALOMA y BELÉN se vuelven vivamente, cesan de reír en el acto y se quedan aterradas.)

 

LEONOR.-  ¡Jesús! ¡Pero, Damián! ¿Qué haces aquí?

DAMIÁN.-   (Abrumadísimo.)  ¡Señora! ¡Que se me han escapado!

 

(LEONOR, PALOMA y BELÉN casi en un grito.)

 

LAS TRES.-  ¡No!

DAMIÁN.-  ¡Que sí!

LAS TRES.-  ¡Ayyy!

BELÉN.-  ¡Paloma!

PALOMA.-  ¡Belén!

LEONOR.-   (Con espanto.)  ¿Que se han escapado? ¿Cuándo?

DAMIÁN.-  Anoche. ¡Apenas llegamos a la finca!

LEONOR.-  ¡¡No!!

DAMIÁN.-  Era la una de la madrugada. Yo me puse a encender la chimenea porque hacía un frío espantoso. Y de pronto, ¡pum!, oí que se ponía en marcha el coche del señorito Perico. Salí al jardín. Los llamé. Empecé a dar gritos. Pero sí, sí...

LEONOR.-  Pero, Damián, grandísimo idiota...

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

DAMIÁN.-   (Apuradísimo.)  ¡Señora! ¡Que no lo pude evitar! ¡Que el seiscientos del señorito Perico corre como un bólido!

LEONOR.-   (Aterrada.)  Pero, entonces esa pareja de locos ha pasado la noche juntos...

DAMIÁN.-  ¡Ay! Me temo que sí.

LEONOR.-  ¡Jesús!

DAMIÁN.-  ¡Señora! Pero si ya me figuraba yo que algo así iba a pasar. Si en el viaje de ida hacia la finca no hacían más que hablar del niño...

LEONOR.-   (Con un escalofrío.)  ¡Cállate!

DAMIÁN.-   (Una transición.)  ¡Ah! Por cierto, dicen que si es niña se va a llamar Leonor...

LEONOR.-  ¡¡Que te calles!!

DAMIÁN.-  ¡Hum!

LEONOR.-  ¡Quítate de mi vista! ¡No quiero verte!

DAMIÁN.-  ¡Señora!

LEONOR.-  ¡¡Vete!!

DAMIÁN.-  Bueno. Sí, señora. Ya me voy. ¡Hum!

 

(Y se va muy compungido por el pasillo. LEONOR, excitadísima, va de un lado a otro.)

 

LEONOR.-  ¡Hola! Conque se han reído de mí, conque se han escapado de verdad, conque no han respetado el juego. ¡Ah! ¡Tramposos! Pequeños tramposos...

 

(PALOMA y BELÉN están apuradísimas.)

 

BELÉN.-  ¡Ay, Paloma! ¿Dónde estarán?

PALOMA.-  ¡Toma! Pues en Torremolinos, en Saint-Tropez, en Acapulco o en un sitio así...

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

 

(De pronto, LEONOR, con una enorme y tierna angustia.)

 

LEONOR.-  ¡María! ¡Criatura! ¿Qué has hecho? ¡Dios mío! ¿Qué has hecho? Tonta, tonta, más que tonta. ¡Oh! ¡Y ese seductor...!  (Y de pronto, con un ímpetu incontenible, llega hasta el fondo y llama.)  ¡Esteban! ¡¡Esteban!! ¿Dónde estás?

ESTEBAN.-   (Dentro.)  ¡Aquí!  (Surge ESTEBAN precipitadamente.)  ¿Qué ocurre?

LEONOR.-  ¡Que tu hija se ha fugado con un hombre!

ESTEBAN.-   (Irritadísimo.)  ¡Claro! Pero ¿es que crees que todavía no me he enterado?

LEONOR.-  ¡Hola! Entonces, ¿qué haces ahí parado como un idiota?

ESTEBAN.-   (Descompuesto.)  ¡¡Leonor!!

LEONOR.-  ¡Atontado!

ESTEBAN.-  ¡Hum!

LEONOR.-  ¡Vamos! ¿Qué esperas? Haz algo. ¡Muévete!

ESTEBAN.-  Leonor, Leonor...

LEONOR.-   (Resueltísima.)  ¡Vamos! ¡Aprisa! ¡Hay que llamar a la Dirección General de Seguridad!

ESTEBAN.-  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¡Hay que llamar a la Guardia Civil!

ESTEBAN.-  ¡Hum!

LEONOR.-  ¡Hay que llamar al Ejército!

ESTEBAN.-  ¡Leonor! ¡Me vas a volver loco!

LEONOR.-  ¡Pero que los traigan! Dios mío, que los traigan...  (Y en la entrada del pasillo aparece PEDRO BARRERA.)  ¡Pedro!  (LEONOR en una transición va hacia PEDRO y se abraza a él sollozando sin consuelo.)  ¡Oh, Pedro, Pedro! ¡Perico! Esos chicos se han escapado...

PEDRO.-   (Conmovido.)  Calma, por favor. Un poco de calma.

LEONOR.-  ¡Oh!

PEDRO.-  No perdamos la serenidad.

LEONOR.-  ¡Dios mío! Esa niña tan joven, tan pura, tan limpia...

PEDRO.-  Calla, Leonor. ¿Quieres?

LEONOR.-  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!  (PEDRO avanza unos pasos y se queda ante ESTEBAN. Se miran un instante, en silencio. En voz baja, un poco turbada por la emoción.) 

PEDRO.-  ¿Cómo ha sido?

ESTEBAN.-  No lo sé. Toma. Lee.

 (Y le tiende la carta que está sobre la mesita. PEDRO la lee y luego se deja caer en el sofá abrumado.) 

PEDRO.-  ¡Santo Dios! Pero ¿tanto, tanto se quiere esa pareja de críos? Pero ¿cómo es posible? ¿Qué les ha dado de pronto?

LEONOR.-  ¡Oh!

PEDRO.-  Esteban, puedes creerme. Estoy avergonzado. Nunca pensé que las cosas llegaran a este punto. Jamás pude suponer a mi hijo capaz de cumplir sus amenazas. No, no esperaba de él una hazaña semejante. ¡Oh! Esto es incalificable. ¡Y esa pequeña loca que parecía una mosquita muerta! ¡Santo Dios! Pero ¿por qué se ha enamorado de mi hijo? ¿Por qué? ¡Si es un insensato! ¡Si es un socialista!

LEONOR.-   (Indignada.)  ¡Pedro! ¡Déjate de discursos! ¡Levántate de ahí! ¡Haz algo!

PEDRO.-  Pero, mujer...

ESTEBAN.-  ¡Pedro! Mi única esperanza eres tú. Tú lo puedes todo. Tú puedes hacer que los encuentren. Tú tienes influencias.

PEDRO.-  ¿Quién? ¿Yo? ¿Influencias yo? Pero, hombre, ¡qué equivocación! ¡Cómo se ve que acabas de llegar y todavía no le has tomado el pulso a la política nacional! Amigo mío, yo ya no pinto nada. ¡Yo ya no soy nadie! ¡Yo estoy mandado retirar! Ahora son otros lo que mandan: los liberales, los progresistas, los tecnócratas19. ¡Ah! Esos, esos, todos esos. Pero, hombre, si en estos momentos tienes tú muchísima más influencia que yo...

LEONOR.-   (Impaciente.)  Pedro, Pedro...

ESTEBAN.-  ¡Oh! Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¡Porque el tiempo pasa!

 

(PEDRO se yergue, casi con violencia.)

 

PEDRO.-  ¿Que qué vamos a hacer? Todavía no lo sé. Pero puedes estar seguro de que daremos con ellos, estén donde estén. Vamos a buscarlos tú y yo, juntos. Lo revolveremos todo, el país entero, si es preciso. Y te juro que cuando los encontremos...

ESTEBAN.-  ¿Qué?

PEDRO.-  ¡Hum! Lo primero que voy a hacer es darle una paliza a Perico...

PALOMA.-   (Conmovidísima.)  ¡No!

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Pobre Perico!

PEDRO.-  ¡Sí! ¡Una paliza! Porque se la merece. Porque es la primera vez que un Barrera...

 

(Y se calla, impresionadísimo. Porque en este momento en la entrada del pasillo aparecen PERICO y MARITA; muy juntos, como amparándose el uno en el otro. Y se quedan allí, quietos, sin atreverse a entrar. Todos los miran atónitos.)

 

LEONOR.-  ¡María!

 

(Un silencio. MARITA, de pronto, impulsivamente, echa a correr y se abraza a LEONOR.)

 

MARITA.-  ¡Leonor!

LEONOR.-   (Emocionadísima.)  ¡Hija mía! ¿Qué has hecho?

 

(La muchacha se vuelve hacia su padre. En su mirada hay una súplica.)

 

MARITA.-  ¡Papá!

ESTEBAN.-   (Inmóvil.)  ¡Hija!

MARITA.-  ¡Oh, papá, papá! ¡Papaíto!

 

(MARITA corre y se abraza a ESTEBAN.)

 

ESTEBAN.-  ¡Marita!

 

(PALOMA y BELÉN corren hacia su hermana.)

 

PALOMA.-  ¡Marita!

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Cuántas cosas nos tienes que contar!

 

 (Y en este momento, PEDRO BARRERA, que no ha dejado de mirar a PERICO desde que apareció, se encara con él definitivamente.) 

PEDRO.-  ¡Perico!

PERICO.-   (Muy amable.)  Hola, papá. ¿Qué tal has pasado la noche?

PEDRO.-   (Sulfuradísimo.)  ¡Silencio! ¡Mamarracho!

PERICO.-  ¡Atiza!

PEDRO.-  ¡Perico!

PERICO.-  ¿Qué, papá?

PEDRO.-  Vete a la parroquia. Di que preparen los papeles. Porque, para que te enteres, te vas a casar con María antes de quince días...

 

(PERICO, salta, resplandeciente.)

 

PERICO.-  ¿Cómo? ¿Dices que me voy a casar con María...?

PEDRO.-  ¡Naturalmente! ¿O es que crees que a un caballero, en tu situación, le queda otra salida?

PERICO.-  Pero, entonces...  (Y de pronto, emocionadísimo, casi heroico.)  ¡¡Padre!!

PEDRO.-   (Furioso.)  ¡¡Un cuerno!!

PERICO.-  ¡Papá!

PEDRO.-  ¡Quieto ahí! ¡No te acerques! ¡Ah! Y entérate bien. Conmigo no cuentes para nada, ¿eh? Para mí has terminado. ¡No te daré ni un céntimo!

MARITA.-   (Suavemente.)  Un momento, señor Barrera.

 

(PEDRO BARRERA se vuelve bruscamente hacia MARITA.)

 

PEDRO.-  ¿Qué hay? ¿Qué tienes que decir tú?

 

(MARITA va hasta PEDRO. Y le mira sonriente, con una dulce e inmensa seguridad.)

 

MARITA.-  No es necesario que obligue usted a Perico a casarse conmigo. No hay por qué. ¡No ha pasado nada!

 

(PEDRO la mira atónito.)

 

PEDRO.-  ¿Qué? ¿Qué es lo que dices?

MARITA.-  Es la verdad, señor Barrera. Verá usted. Esta noche, de madrugada, entramos los dos juntos en la habitación de un hotel de León. Es un hotel grande, fantástico, como un palacio antiguo. Pero al poco de entrar en aquella habitación, cuando ya estábamos solos, frente a frente, Perico se me quedó mirando, mirando, como si no me hubiera visto nunca. Y de pronto, no sé por qué, se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces, me dio un beso, echó a correr y desapareció. Me encerró y se llevó la llave. Y no le he vuelto a ver hasta esta mañana cuando amanecía y vino a buscarme para traerme a casa.

 

(PEDRO ha escuchado perplejo, conmovido.)

 

PEDRO.-  ¡María! ¿Eso es verdad?

MARITA.-  ¡Se lo juro, señor Barrera!

 

(Y, de pronto, roja de rubor, escapa y desaparece por el fondo.)

 

PERICO.-   (Ruborizado.)  ¡Je! Qué absurdo, ¿verdad? ¡Maldita sea mi estampa!  (Y marcha hacia el fondo siguiendo los pasos de MARITA.)  ¡María! ¡Mujer! Pero ¿qué has hecho? ¿No comprendes que esas cosas no se cuentan?

 

(Desaparece también. Un silencio largo. PEDRO vuelve lentamente. Muy pensativo. Hablando como para sí mismo.)

 

PEDRO.-  Bien. Entonces, no hay por qué precipitar los acontecimientos. La boda puede esperar un poco. Naturalmente haremos una boda grande, solemne, importante, con centenares de invitados. En las Salesas, como quiere Leonor. Y la cena en el Ritz. Y yo me pondré mi viejo uniforme de embajador...

LEONOR.-  ¡Pedro!

 

(PALOMA y BELÉN se miran radiantes.)

 

BELÉN.-  ¡Paloma!

PALOMA.-  ¡¡Belén!!

BELÉN.-  ¡Ay! ¡Marita! ¡Perico!

PALOMA.-  ¡Perico! ¡Marita! ¡Perico!

 

(Salen las dos, disparadas, por el fondo. Quedan en escena PEDRO, LEONOR y ESTEBAN. PEDRO, de pronto, se vuelve hacia ESTEBAN muy enfadado.)

 

PEDRO.-  Bueno, claro, todo eso es en el caso de que tú no te opongas. ¡Porque a lo mejor tus sentimientos democráticos te impiden emparentar con los Barrera!

ESTEBAN.-   (Sonriendo emocionado.)  No, Pedro. Puedes estar seguro de que nada me impide emparentar con los Barrera...

PEDRO.-   (Todavía enfadado.)  ¡Vaya! Me alegro. Pues, para que te enteres, querido: te has quedado sin hija. Desde hoy, María, me pertenece a mí.

ESTEBAN.-  ¡Ah! ¿Sí?

PEDRO.-  ¡Ah! En eso voy a ser inflexible. ¡Digo! Pues poco que voy a presumir yo cuando entre llevando del brazo a esa bonita muchacha en los restaurantes y en los teatros y aquí y allá. ¡Ah! ¡Y me la llevaré a Londres y a París! ¡Y los veraneos a la Costa Azul! ¡Y pasaremos las primaveras en la casa de Betanzos!  (Se calla un segundo. Luego se vuelve a LEONOR.)  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¿Qué, Pedro?

PEDRO.-  Haremos reforma en la casa de la calle Serrano, ¿sabes? ¡No! Pero ¿qué digo? ¡Compraremos un piso! Un piso grande, nuevo, lleno de luz, como tú querías...

LEONOR.-   (Muy conmovida.)  Perico...

PEDRO.-  ¿Qué? ¿Estás contenta?

 

(LEONOR va hacia él, le abraza y le besa en una mejilla.)

 

LEONOR.-  ¡Oh! ¡Perico! ¡Cariño! Este es mi Pedro, mi amigo... Aquel muchacho maravilloso.

PEDRO.-  ¡Hum! Bueno, bueno...

 

(PEDRO, un poco azorado todavía, marcha hacia el fondo. Hay un silencio.)

 

ESTEBAN.-   (Suavemente, entrañable.)  ¡Pedro!

PEDRO.-  ¿Qué, Esteban?

ESTEBAN.-  ¿Te sientes derrotado?

PEDRO.-  Sí.

ESTEBAN.-  ¿Y estás triste?

PEDRO.-   (Muy despacio, pensando profundamente lo que dice.)  No, Esteban. No estoy triste. Es curioso. Pero estoy contento, muy contento. Tengo la sensación de que me he liberado de una carga muy grande. Pesan mucho el odio y el rencor, ¿sabes? Y han sido tantos y tantos años soportando esa losa abrumadora. Ahora, de pronto, me siento ligero y limpio como nunca me he sentido. Es como si dentro de mí hubiera vuelto a surgir un hombre nuevo. Y ahora me doy cuenta de que, aunque no me atreviera a decírmelo a mí mismo, esto es lo que he estado esperando siempre, esto es lo que siempre he deseado con toda mi alma. Olvidar. Y volver a empezar. ¡Vivir! ¿Comprendes?

ESTEBAN.-  Sí, Pedro. Yo también quiero volver a empezar.

PEDRO.-   (De pronto, con un insólito orgullo.)  ¡Je! Perico es un hombre, ¿eh? Todo un hombre.

ESTEBAN.-  Sí.

PEDRO.-  Y esa chica tuya, ¡qué valiente!  (Un leve silencio.)  ¡Y tan enamorada!

ESTEBAN.-  Sí.

PEDRO.-  ¡Je! Oye, Esteban. Aquella noche, en París, en el café de Saint Germain, estuve a punto de darte un abrazo...

ESTEBAN.-  Ya lo sé, Pedro, ya lo sé.

PEDRO.-  Y la otra mañana, cuando Leonor me pedía que te diera la mano...

ESTEBAN.-  Calla, calla. ¿Quieres? Todo eso pasó.

PEDRO.-  ¡Qué feroces somos a veces los hombres! ¿Verdad? ¡Qué maldito y pequeño monstruo llevamos dentro!

ESTEBAN.-  ¡Je! También llevamos un ángel. Por eso triunfa tantas veces el amor...

 

(Otro silencio. Y de pronto, PEDRO, sonriente, se vuelve hacia ESTEBAN muy jovial.)

 

PEDRO.-  Bueno, hombre, bueno. ¿Y qué? ¿Qué escribes ahora?

ESTEBAN.-  Mira. Voy a empezar un libro de memorias...

PEDRO.-  ¡Hola! ¿Y cómo se titulará esa obra maestra?

ESTEBAN.-  Un hombre que no ha perdido la esperanza.

PEDRO.-   (Pesimista.)  ¡Hum! ¡La esperanza! ¿Tú crees que este mundo que vivimos da lugar a muchas esperanzas?

ESTEBAN.-  ¿Por qué no?

PEDRO.-  No sé, no sé. Los chinos...

ESTEBAN.-  ¡Pedro! Piensa en María y en Perico. ¿No son ellos dos, juntos y enamorados, una hermosa esperanza?

PEDRO.-  Es verdad. ¡Los jóvenes...!

ESTEBAN.-  Ellos harán el mundo nuevo, Pedro. Y lo harán con pasión, con alegría, con amor, con mucho amor. Por eso, a nosotros, a todos nosotros nos queda la esperanza. ¡Ah! Y el orgullo. Porque estos jóvenes, aunque ellos no lo hayan descubierto todavía, son obra nuestra...

 

(Otro leve silencio.)

 

PEDRO.-   (De pronto, casi entusiasmado.)  Oye. Volveremos a salir juntos, ¿verdad?

ESTEBAN.-  ¡Naturalmente! Como entonces...

PEDRO.-  ¿Tú juegas al golf?

ESTEBAN.-   (Ríe.)  ¡No!

PEDRO.-  ¡Ah! Pues aprenderás... Te llevaré al Club de Campo.

ESTEBAN.-  ¡Ah! ¿Sí?

PEDRO.-  ¡Vaya! Es muy sano el golf. ¡Adelgazarás!

ESTEBAN.-  ¡Hombre!

PEDRO.-  Oye, ¿qué haces por las noches?

ESTEBAN.-  Nada. A veces, Leonor se lleva a las chicas al cine o al teatro. Pero yo no salgo nunca.

PEDRO.-  ¡Ah! Pues eso no puede ser. ¿Sabes qué te digo? Que de vez en cuando nos iremos los dos juntos a cenar por ahí. Conozco algunas tabernas en el viejo Madrid sencillamente fabulosas...

ESTEBAN.-   (Muy contento.)  ¡No me digas! ¡Mi viejo Madrid!

PEDRO.-  Oye. Ahora que caigo. ¡Pero nos llevaremos también a Leonor!

ESTEBAN.-  ¿A Leonor?

PEDRO.-  ¡Claro! Como entonces...

 

(Los dos se vuelven vivamente hacia LEONOR, que ha escuchado en silencio todo su diálogo, gozosamente emocionada.)20

 

ESTEBAN.-  Leonor...

LEONOR.-   (Muy bajo.)  ¿Qué?

PEDRO.-  ¿Te acuerdas, Leonor? ¿Te acuerdas de una noche de verano que Esteban y yo te llevamos a la verbena de San Antonio en un coche de caballos?

LEONOR.-  ¡Dios mío! ¡Que si me acuerdo! ¡Aquella noche fui la chica más feliz de la verbena! Iba yo tan orgullosa con mi mantón de Manila entre aquellos dos muchachos tan guapos y tan alegres...

PEDRO.-  ¡Oh!

 

(Ríen los tres.)

 

ESTEBAN.-  Oye, Perico. ¡Y tú y yo con sombrero hongo y un clavel en la solapa!

PEDRO.-   (Riendo.)  ¡No!

ESTEBAN.-  ¡Ah, sí, sí!

PEDRO.-  ¿Estás seguro?

ESTEBAN.-  ¡Oh? Te diré...

PEDRO.-  ¡Calla! Pues a mí se había olvidado lo del hongo...

LEONOR.-  ¡No!

 

(Ríen los tres. Pero están a punto de echarse a llorar. PEDRO reacciona casi con rubor.)

 

PEDRO.-  Bueno...

ESTEBAN.-  ¡Je!

PEDRO.-  Me voy con los chicos. Después de todo, tengo que empezar a ganarme el cariño de María y no hay tiempo que perder...  (Marcha hacia el fondo. Y desde allí.)  ¡Leonor!

LEONOR.-  ¿Qué, Pedro?

PEDRO.-  Dile a Damián que ponga dos cubiertos más en la mesa. Perico y yo nos quedamos a almorzar.

 

(Sale. LEONOR y ESTEBAN, solos, callados, se miran.)

 

LEONOR.-  ¡Dios mío! Pero si parece otro hombre...

ESTEBAN.-   (Sonriendo.)  ¡No! Es el mismo de siempre. Lo que ocurre es que los hombres somos más sinceros en el amor que en el odio.  (Se miran otra vez. Él sigue sonriendo.)  Bien. Ya has conseguido todo lo que querías. Ya has envuelto en amor a los peregrinos que llamaron a tu puerta...

LEONOR.-  ¡Sí!

ESTEBAN.-  ¿Estás contenta?

LEONOR.-  Sí, Esteban. Estoy muy contenta. ¡La vida es tan bonita!  (Marcha despacio hacia el balcón. Desde allí mira a la calle.)  ¿No sabes? Hace muchos años, cuando yo era muy joven, casi una niña, y me sentía muy dichosa, me asomaba a este balcón y me creía la dueña del mundo. Es decir, me creía que era mío el jardín de la plaza de París...

 

(Un silencio. y se oye dentro la voz de MARITA que llama jubilosamente.)

 

MARITA.-   (Dentro.)  ¡Papá! ¡Leonor! ¡Papá!

LEONOR.-  ¡Oh!

 

(Y en el fondo surge MARITA, tremolante de júbilo.)

 

MARITA.-  ¡Papá! ¡Leonor!

LEONOR.-  ¡María!

 

(La muchacha se abraza a LEONOR entusiasmada.)

 

MARITA.-  ¡Dios mío! ¡Qué feliz soy! ¡Pero qué feliz! ¡No se puede ser más feliz!

LEONOR.-  ¡Chiquilla! ¡Que me vas a hacer llorar!

MARITA.-  ¡Y me gustaría tanto que todo el mundo fuera tan feliz como yo!

LEONOR.-  ¡Oh!

 

(MARITA, de pronto, en una transición, se queda mirando a LEONOR con cierta preocupación.)

 

MARITA.-  Por cierto, Leonor. ¿Puedo hacerte una pregunta? De mujer a mujer...

LEONOR.-   (Asustada.)  ¡Niña! ¿Qué me vas a preguntar?

MARITA.-   (Casi con severidad.)  Mírame, Leonor...

LEONOR.-  ¡María!

MARITA.-  ¡Contesta! ¿Cómo van las cosas entre papá y tú?

 

(LEONOR escapa sonrojadísima.)

 

LEONOR.-  ¡Jesús! ¿Pero cómo se te ocurre preguntarme eso? ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

MARITA.-   (Pesimista.)  ¡Huy! Malo, malo...

LEONOR.-  ¡María!

 

(MARITA se vuelve hacia su padre.)

 

MARITA.-  ¡Papá! Tengo una idea. ¿Por qué no te llevas a Leonor a pasar unos días a la finca de León?

ESTEBAN.-  ¡Je!

LEONOR.-   (Asustadísima.)  ¿Cómo? ¿A la finca?

MARITA.-  ¡Sí! ¡A la finca!

LEONOR.-  ¿Tu padre y yo... solos?

MARITA.-  ¡Naturalmente!

LEONOR.-  Pero hijita, tú no sabes lo que dices...

MARITA.-   (Riendo.)  ¡Oh! ¡Qué ingenua eres, Leonor!

LEONOR.-  ¡¡María!!

 

(La muchacha va de nuevo hacia LEONOR.)

 

MARITA.-  Ven aquí, Leonor. Y escucha esto: yo soy muy joven. Yo no sé casi nada de nada. Pero tengo presentimientos, ¿sabes? Y estoy segura de que la vida, cuanto más clara es, más limpia y más bonita resulta...

LEONOR.-  ¡Hija!

MARITA.-  ¡Fuera fantasmas, Leonor!

LEONOR.-  ¡Oh!

MARITA.-   (Resueltísima.)  Conque no se hable más ¡y adelante! ¡Papá!

ESTEBAN.-  ¿Qué, hija?

MARITA.-  ¡Hala! Llévatela a la finca.

ESTEBAN.-  ¡Je!

MARITA.-  ¡Andando! Os iréis después de almorzar y estaréis allí cuatro o cinco días...

ESTEBAN.-   (Sonriendo.)  ¡Je! ¿Es una orden, Marita?

MARITA.-  ¡Naturalmente!  (Y se va hacia el fondo.)  Ahora tenéis que perdonarme. Pero no me puedo entretener ni un minuto más con vosotros. ¡Chis! En estos momentos estoy dedicada a la conquista de un embajador de España...

 

(Desaparece. LEONOR y ESTEBAN se miran. Ella, atónita; él, un tanto azorado.)

 

ESTEBAN.-  ¡Je!

LEONOR.-  Pero Esteban...

ESTEBAN.-  ¿Qué?

LEONOR.-  Estas criaturas son terribles. Lo saben todo, lo comprenden todo, lo resuelven todo...

ESTEBAN.-  ¡Je! Pues sí...

 

(Ella se aparta preocupadísima.)

 

LEONOR.-  Jesús, Jesús. ¡A la finca de León! ¡Tú y yo solos!

ESTEBAN.-  ¡Oh! Ya estuvimos una vez.

LEONOR.-  ¡Claro! A la vuelta de Venecia. Después del viaje de novios.

ESTEBAN.-   (Sonríe.)  ¿Te acuerdas?

LEONOR.-  ¿Cómo no voy a acordarme?  (Marcha, con un irremediable rubor, hacia el balcón. Se queda allí, mirando otra vez hacia la calle. Un silencio.)  Habrá que llevar alguna ropa de invierno. Allí siempre hace frío.

ESTEBAN.-  ¡No importa! Encenderemos la chimenea.

LEONOR.-  Es verdad. ¡Aquella chimenea!

 

(Otro silencio. Más largo. Él se acerca despacio. Y muy bajo.)

 

ESTEBAN.-  ¿Qué estás pensando, Leonor?

 

(Ella calla. Luego, sin dejar de mirar la calle. Muy despacio. Con una honda emoción.)

 

LEONOR.-  ¿No lo adivinas, Esteban? Estaba pensando que es mío el jardín de la plaza de París...



 
 
TELÓN