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Los viajes interminables de todos
los días |
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en tren, ida y vuelta, hacia el
trabajo; |
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apretujados como corderos en un
acoplado |
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que van al matadero para no volver
más. |
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Todo parece -y es- trágico,
dramático |
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y macabro, pero también
tiene sus encantos |
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cosas terriblemente
románticas y dulces, |
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como aquella Muchacha -entre unos
centenares |
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de ojos rabiosos que a uno lo
acechan- |
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de ojos llenos de paz y labios
heridos. |
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En el trabajo las mismas hojas de
ayer |
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y el mismo árbol de siempre:
árbol y hojas |
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sin otoño ni retoño:
i - n - e - r - c -i - a... |
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El capataz que rezonga por
oficio. |
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El portero que mira como un
gato |
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sin ver en los ojos los propios
horcones. |
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El patrón que putea por ser
el patrón |
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o porque pidieron aumentos los
Muchachos. |
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Pero también tiene su polo
positivo |
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como el Abuelo que nos invita, a
escondidas, |
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con un mate o con algún
sanwichito. |
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Y están también las
cachetadas que no son |
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de los viajes ni de la
fábrica, |
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sino de la Calle y la casa: los
amigos |
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que se ven sólo cuando
brilla el sol, |
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enemigos que nacen con el
crepúsculo |
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y amigos-enemigos que uno tiene
simultáneamente |
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cuando hay un eclipse, ya sea de
sol o de luna; |
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y el alquiler que está por
llegar y no perdona |
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y los sábados que invitan a
las parrandas |
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y los sueños que
están tristes y muertos |
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como una guitarra sin cuerdas. |
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