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Prólogo a «La Nación Latinoamericana» de Manuel Ugarte

Norberto Galasso





Manuel Baldomero Ugarte pertenece a la sacrificada «generación argentina del 900», es decir, a ese núcleo de intelectuales nacidos entre 1874 y 1882 que conformaban al despuntar el siglo, una brillantísima «juventud dorada». Sus integrantes eran Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Ricardo Rojas, Macedonio Fernández, Alfredo L. Palacios, Alberto Ghiraldo, Manuel Gálvez y el propio Ugarte. Habían nacido y crecido en ese tan curioso período de transición que cubre el último cuarto de siglo en la Argentina, cuando la vieja provincia latinoamericana parece hundirse para siempre, con sus gauchos y sus caudillos, sus costumbres austeras y su antiguo aroma español, sus sueños heroicos y su fraternidad latinoamericana. En su reemplazo, esos años ven brotar una Argentina cosmopolita, con aires europeizados, cuyo rostro sólo mira al Atlántico, ajena al destino del resto de las provincias hermanas, con una clase dominante derrochadora, de jacqué y galera de felpa, que soslaya el frío de los inviernos marchándose a disfrutar el verano parisino y un aparato cultural que difunde al día las últimas novedades de la cultura europea. Influenciados por esas dos Argentinas, la que parecía morir irremisiblemente y la que reclamaba el futuro con pretenciosa arrogancia, estos poetas, escritores, ensayistas, sufrieron en carne propia el drama del país y sus promisorias inteligencias, en vez de desarrollarse al cobijo de un clima favorable, se desgarraron tironeadas por dos mundos contradictorios. La tarea intelectual no fue entonces fructífera labor creativa, ni menos simple divertimento como en otros núcleos de pensadores, sino un penoso calvario frente al cual sólo cabía hincar la rodilla en tierra abandonando la cruz, trampear a los demás y a sí mismos con maniobras oportunistas o recorrerlo hasta el final costare lo que costare.

Hasta ellos llegaba la tradición democrática y hasta jacobina de un Manuel Dorrego o un Mariano Moreno y también la pueblada tumultuosa de la montonera mientras frente a ellos se alzaban las nuevas ideologías que recorrían Europa atizando el fuego de la Revolución: el socialismo, el anarquismo. A su vez, detrás, en el pasado inmediato, percibían una nación en germen, una patria caliente que se estaba amasando en las guerras civiles y delante, sólo veían la sombra de los símbolos porque la Patria Grande había sido despedazada y las patrias chicas encadenadas colonialmente a las grandes potencias. La cuestión nacional y la cuestión social se enredaban en una compleja ecuación con que la Historia parecía complacerse en desafiarlos.

Ricardo Rojas clamará entonces por una «Restauración nacionalista», reivindicará «La Argentinidad» y buscando un vínculo de cohesión latinoamericana se desplazará al callejón sin salida del indigenismo en Eurindia. Una y otra vez las fuerzas dominantes de esa Argentina «granero del mundo» cerrarán el paso a sus ideas y una y otra vez se verá forzado a claudicar, elogiando a Sarmiento -él que de joven se vanagloriaba de su origen federal-, otorgándole sólo contenido moral a la gesta de San Martín -él, en cuyo «país de la selva» estaban vivos aún los ecos de la gran campaña libertadora- para terminar sus días en los bastiones reaccionarios enfrentando al pueblo jubiloso del 17 de Octubre.

Leopoldo Lugones también indagará desesperadamente la suerte de su patria pero, con igual fuerza, intentará enraizar en estas tierras ese socialismo que conmueve a la Europa de la segunda mitad del siglo XIX. Su militancia juvenil en el Partido Socialista va dirigida a lograr ese entronque: una patria cuya transformación no puede tener otro destino que el socialismo, una ideología socialista cuya única posibilidad de fructificar reside en impregnarse profundamente de las especificidades nacionales. La frustración de esa experiencia lo llevará al liberalismo reaccionario y luego al fascismo (de propagandista del presidente Quintana, liberal pro inglés, a redactor de los discursos del presidente Uriburu, corporativista admirador de los Estados Unidos). ¡Singularmente trágica fue la suerte del pobre Lugones! Fascista y anticlerical, enemigo de la inmigración pero partidario del desarrollo industrial, su suicidio resultó la confesión de que había fracasado en la búsqueda de su «Grande Argentina». También él, como Ricardo Rojas, desfiló en la vereda antipopular pero, al igual que a éste lo rescatan parcialmente sus mejores libros, a Lugones lo protege del juicio lapidario de la izquierda infantil una obra literaria nacional, la reivindicación del «Martín Fierro». El libro de los paisajes, los Romances y esa dramática desesperación por encontrar una patria que le habían escamoteado.

También Alberto Ghiraldo -amigo íntimo de Ugarte desde la adolescencia- intentó asumir las nuevas ideas del siglo sin dejar, por eso, de nutrir su literatura en la sangre y la carne de su propio pueblo. Anarquista desde joven, cultivó también los cuentos criollos y en sus obras de teatro reflejó la realidad nacional. También él, como Ugarte, denostó al monstruo devorador de pequeños países en Yanquilandia bárbara, pero las fuerzas a combatir eran tantas y tan poderosas que, en plena edad madura, optó por el exilio. Desde España o desde Chile, Ghiraldo era ya apenas una sombra de aquel joven que tantas esperanzas hacía brotar en el novecientos. Y el poeta que hizo vibrar a una generación con Triunfos nuevos, el implacable crítico de Carne doliente y La tiranía del frac murió solo, pobre y olvidado.

Macedonio Fernández y Manuel Gálvez también compartieron las mismas inquietudes. Después de una juvenil experiencia anárquica, Macedonio se retrajo y si bien no cesó de reivindicar lo nacional en su largo discurrir de décadas en hoteles y pensiones para el reducido grupo de discípulos, el humorismo se convirtió en su coraza contra esa sociedad hostil donde prevalecían los abogados de compañías inglesas y los estancieros entregadores. Su admiración por el obispo Berkeley, en el camino del solipsismo, constituye una respuesta, como el suicidio de Lugones, al orden semicolonial que aherrojó su pensamiento. Gálvez, por su parte, optó por recluirse y crear en silencio. Abandonado el socialismo de su juventud, se aproximó a la Iglesia Católica y encontró en ella el respaldo suficiente para no sucumbir. Se convirtió en uno de sus «Hombres en soledad» y en ese ambiente intelectual árido donde sólo valían los que traducían a Proust o analizaban a Joyce desde todos los costados, Gálvez pudo dar prueba de la posibilidad de una literatura nacional. Si bien mediatizado por la atmósfera cultural en que debía respirar, si bien cayendo a menudo en posiciones aristocratizantes, logró dejar varias novelas y biografías realmente importantes.

También Alfredo Lorenzo Palacios -como Ricardo Rojas- era de extracción federal. Su padre, Aurelio Palacios, había militado en el Partido Blanco uruguayo y era, pues, un hijo de la patria vieja, aquellas de los gauchos levantados en ambas orillas del Plata contra las burguesías comerciales de Montevideo y Buenos Aires tan proclives siempre a abrazarse con los comerciantes ingleses. También Palacios -como Lugones, como Gálvez, como Macedonio, como Ghiraldo- percibió desde joven la atracción de las banderas rojas a cuyo derredor debía nuclearse el proletariado para alcanzar su liberación. No es casualidad por ello que ingresase al Partido Socialista y que allí discutiese en favor de la patria, ni que fuera expulsado por su «nacionalismo criollo», ni que fundase luego un Partido Socialista «Argentino», ni que más tarde se convirtiese en el orientador de la Unión Latinoamericana. ¿Cómo no iba a saber el hijo de Aurelio Palacios -antimitrista, amigo de José Hernández y opositor a la Triple Alianza- que la América Latina era una sola patria? ¿Cómo no iba a saber Palacios que el socialismo debía tomar en consideración la cuestión nacional en los «pueblos desamparados» como el nuestro? Sin embargo, aquel joven socialista de ostentoso chaleco rojo de principios de siglo se transformó con el correr de los años en personaje respetado y aun querido por los grandes popes de la semicolonia, su nombre alternó demasiado con los apellidos permitidos en los grandes matutinos y finalmente, aquel que había iniciado la marcha tras una patria y un ideal socialista, coronó su «carrera» política con el cargo de embajador de uno de los gobiernos más antinacionales y antipopulares que tuvo la Argentina (1956).

Distinta era la extracción de José Ingenieros quien, incluso, no nació en la Argentina sino en Palermo, Italia. Sin embargo, intuyó siempre, aunque de una manera confusa y a veces cayendo en gruesos errores, como el del imperialismo argentino en Sudamérica, que la reivindicación nacional era uno de los problemas claves en nuestra lucha política. El socialismo, a su vez, le venía desde la cuna pues su padre, Salvador Ingenieros, había sido uno de los dirigentes de la I Internacional. Desengañado del socialismo en 1902, Ingenieros abandonó la arena política y se sumergió de lleno en los congresos siquiátricos, en las salas de hospital, en sus libros. Pero pocos años antes de su temprana muerte entregó sus mejores esfuerzos a la Unión Latinoamericana, a la defensa de la Revolución Mexicana, al asesoramiento al caudillo de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, a quien aconsejaba adoptar un «socialismo nacional» y al elogio de la Revolución Rusa en un teatro de Buenos Aires. Es decir, socialismo y latinoamericanismo. Tampoco Ingenieros vio colmados sus anhelos juveniles, ni los argentinos recibieron todo lo que su inteligencia podía dar. Aquí también las fuerzas predominantes en la superestructura ideológica, montadas sobre el final del siglo y cuya consolidación se expresó simbólicamente en 1904 en la llegada al poder de un abogado de una empresa británica, cortaron el vuelo del pensamiento de Ingenieros, lo embretaron en disciplinas menos peligrosas que la sociología y la política y lo silenciaron resueltamente en su último intento por gritar su verdad, en ese su canto del cisne cuando reivindicaba al unísono la bandera de la Unión Latinoamericana y del Socialismo Revolucionario.

Si se observa con detenimiento, todos estos representantes de la generación del 900, a pesar de las enormes presiones, los silencios y los acorralamientos, han logrado hacerse conocer en la Argentina y en América Latina desde hace años. De un modo u otro, esterilizándolos o deformándolos, tomando sus aspectos más baladíes o resaltando sus obras menos valiosas, han sido incorporados a los libros de enseñanza, los suplementos literarios, las antologías, las bibliotecas públicas, las sociedades de escritores, las aburridas conferencias de los sábados, los anaqueles de cualquier biblioteca con pretensiones. Sólo Manuel Ugarte ha corrido un destino diverso: un silencio total ha rodeado su vida y su obra durante décadas convirtiéndolo en un verdadero «maldito», en alguien absolutamente desconocido para el argentino medianamente culto que ambula por los pasillos de las Facultades. No es casualidad, por supuesto. La causa reside en que, de aquel brillante núcleo intelectual, sólo Ugarte consiguió dar respuesta al enigma con que los desafiaba la historia y fue luego leal a esa verdad hasta su muerte. Sólo él recogió la influencia, nacional-latinoamericana que venía del pasado inmediato y la ensambló con las nuevas ideas socialistas que llegaban de Europa, articulando los dos problemas políticos centrales de la semicolonia Argentina y de toda la América Latina: cuestión social y cuestión nacional. No lo hizo de una manera total, tampoco con una consecuencia nítida, pero a través de toda su vida se continúa, como un hilo de oro, la presencia viva de esos dos planteos, la fusión de las dos banderas: la reconstrucción de la nación latinoamericana y la liberación social de sus masas trabajadoras. De ahí la singular actualidad del pensamiento de Ugarte y por ende su condena por parte de los grandes poderes defensores del viejo orden. De ahí la utilidad de rescatar su pensamiento creador y analizar detenidamente las formulaciones de este solitario socialista en un país semicolonial -del Tercer Mundo, diríamos hoy- enfrentado ya al problema de la cuestión nacional cuando aún Lenin no ha escrito El imperialismo, etapa superior del capitalismo, ni Trotski ha dado a conocer su teoría de «la revolución permanente».

En la época en que transcurre la infancia de Manuel Ugarte aún resuenan en la Argentina los ecos de la heroica gesta libertadora y unificadora que encabezaron San Martín y Bolívar, medio siglo atrás. La lucha común de las ex colonias contra el absolutismo español, cruzándose sus caudillos de una provincia a otra en medio de la batalla, se encuentra aún fresca en las conversaciones de los mayores a cuyo lado se modela el carácter y el pensamiento de la criatura. Más reciente aún, apenas una década atrás, está vivo el recuerdo de Felipe Varela, desde la cordillera de los Andes, convocando a la Unión Americana o la similar proclama insurreccional del entrerriano Ricardo López Jordán exaltando «la indisoluble y santa confraternidad americana». Asimismo -como para certificar que no sólo los caudillos se consideraban latinoamericanos- ahí no más en el tiempo, Juan B. Alberdi había levantado su voz contra la guerra de la Triple Alianza, juzgándola «guerra civil» y había tomado partido por la causa de los blancos uruguayos, el pueblo paraguayo y los federales argentinos contra la entente de las burguesías portuarias del Plata y el Imperio del Brasil. Además, los hombres del 80, con los cuales dialogará el Ugarte adolescente, son consecuentes con la vieja tradición sanmartiniana: Carlos Guido y Spano, otro defensor del Paraguay destrozado, Eduardo Wilde, cuyo escepticismo no le impide sostener con entusiasmo que hay «que hacer de Sudamérica una sola nación», José Hernández que designa habitualmente a la Argentina como «esta sección americana» e incluso el propio presidente Julio A. Roca quien, por esa época, da uno de los pocos ejemplos de latinoamericanismo oficial al rechazar las presiones belicistas contra Chile, intercambiar visitas con el presidente del Brasil y lanzar la Doctrina Drago para el conflicto venezolano. Es verdad que también resulta poderosa la influencia antilatinoamericana preconizada por los distintos órganos de difusión de la clase dominante, en especial, la escuela, la historia de Mitre con su odio a Bolívar y los grandes matutinos. Pero el joven Ugarte madura su pensamiento bajo la influencia de esa cultura nacional en germen que asoma ya en el Martín Fierro de José Hernández o en La excursión a los indios ranqueles de su conocido Lucio V. Mansilla, en la vertiente del nacionalismo democrático que tuvo sus exponentes en Moreno, Dorrego, Alberdi y los caudillos federales, especialmente los del noroeste como El Chacho y Varela. Su avidez por aprender, su sed de libros nuevos, de ideas distintas, es satisfecha gradualmente sin romper por eso los lazos con esa Argentina en gestación que recién cuando él ha cumplido cinco años -en 1880- logra realmente su unificación al federalizarse Buenos Aires y convertirse en Capital. Por eso, cuando el joven poeta de 19 años, busca una bandera para su Revista Literaria la encuentra en una convocatoria al acercamiento de todos los jóvenes escritores de América Latina. Su primer paso en la literatura se convierte, pues, en su primera experiencia latinoamericana. José E. Rodó, en el mismo camino, le dirá entonces: «Grabemos como lema de nuestra divisa literaria esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: Por la unidad intelectual y moral hispanoamericana».

Al tiempo que esa experiencia de la Revista Literaria lo acerca al resto de América Latina -colaboran desde Ricardo Palma hasta Rufino Blanco Fombona y desde José Santos Chocano hasta José E. Rodó- lo aleja de la influencia singularmente cosmopolita que va ganando a la mayoría de los jóvenes escritores argentinos. El fracaso de su Revista -resistida por el ambiente de Buenos Aires- resulta, desde el punto de vista latinoamericano, un verdadero triunfo. Y cuando poco después -huyendo de Buenos Aires «porque me faltaba oxígeno»- se instala en Europa, su conciencia latinoamericana se profundiza. «Desde París, ¿cómo hablar de una literatura hondureña o de una literatura costarricense?» pregunta. La lejanía lo acerca entonces y aquella realidad tan enorme que era difícil de divisar de cerca, resulta clara a los ojos, tomando distancia. La vieja broma de que un francés considera a Río de Janeiro capital de la Argentina, adquiere en cierto sentido veracidad porque desde París, las fronteras artificiales se disuelven, las divisiones políticas se esfuman y la Patria Grande va apareciendo como una unidad indiscutible desde Tierra del Fuego hasta el Río Grande. «Urgía interpretar por encima de las divergencias lugareñas, en una síntesis aplicable a todos, la nueva emoción. La distancia borraba las líneas secundarias, destacando lo esencial». Cuanto más lejos de la Patria Chica más cerca de la Patria Grande. Quizá entonces analiza cuidadosamente esas influencias recibidas en su niñez y en su adolescencia, confusas y empalidecidas a veces, que su pensamiento no había logrado asimilar como verdades propias y que ahora vienen a reafirmarle su nueva convicción. Si Latinoamérica no es una sola patria, ¿qué significa ese oriental Artigas ejerciendo enorme influencia sobre varias provincias argentinas y teniendo por lugartenientes al entrerriano Ramírez y al santafesino López? Y junto a ellos, ¿qué papel desempeña ese chileno Carrera? ¿Qué sentido tiene entonces la gesta de San Martín al frente de un ejército que ha cortado vínculos de obediencia con el gobierno argentino, llevando como objetivo la independencia del Perú con ayuda chilena? ¿Quién es, pues, ese venezolano Bolívar, que se propone liberar a Cuba, que proyecta derrocar al emperador del Brasil y que lucha además por dar libertad a Ecuador y Perú, al frente de otro ejército latinoamericano en el cual militan soldados y oficiales argentinos? ¿Son acaso traidores a la Argentina José Hernández, Guido y Spano, Juan B. Alberdi, Olegario Andrade, y tantos otros que toman partido por el Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza? E incluso, ¿traicionan a la patria, esos pueblos enteros de nuestro noroeste que festejan la derrota argentina de Curupaytí en esa misma guerra?

Sus estudios de sociología e historia le otorgan ya las armas para preguntarse qué es una nación y para plantearse la gran disyuntiva: ¿Cada uno de los pequeños países latinoamericanos puede erigirse en una nación o la nación es la Patria Grande fragmentada a la que hay que reconstruir como tarea esencial? En esos años de fin de siglo el interrogante es formulado una y otra vez y la respuesta va resultando cada vez más satisfactoria, cada vez más sólida, abundante en argumentos ya irrefutables. El mismo idioma, la comunidad de territorio, un mismo origen colonizador, héroes comunes, viejos vínculos económicos ahora debilitados pero que pueden restablecerse, fundamentan su convicción de que la América Latina es una sola patria, convicción que ya no abandonará hasta su muerte. Por eso sostiene en 1901: «A todos estos países no los separa ningún antagonismo fundamental. Nuestro territorio fraccionado presenta, a pesar de todo, más unidad que muchas naciones de Europa. Entre las dos repúblicas más opuestas de la América Latina hay menos diferencia y menos hostilidad que entre dos provincias de España o dos estados de Austria. Nuestras divisiones son puramente políticas y por tanto convencionales. Los antagonismos, si los hay, datan apenas de algunos años y más que entre los pueblos son entre los gobiernos. De modo que no habría obstáculos serios para la fraternidad y coordinación de países que marchan por el mismo camino hacia el mismo ideal... Otras comarcas más opuestas y separadas por el tiempo y las costumbres se han reunido en bloques poderosos y durables. Bastaría recordar cómo se consumó hace pocos años la unidad de Alemania y de Italia».

Poco tiempo después insiste en otro artículo: «La primera medida de defensa sería el establecimiento de comunicaciones entre los diferentes países de la América Latina. Actualmente los grandes diarios nos dan, día a día, detalles a menudo insignificantes de lo que pasa en París, Londres o Viena y nos dejan, casi siempre, ignorar las evoluciones del espíritu en Quito, Bogotá o Méjico. Entre una noticia sobre la salud del emperador de Austria y otra sobre la renovación del ministerio en Ecuador, nuestro interés real reside naturalmente en la última. Estamos al cabo de la política europea, pero ignoramos el nombre del presidente de Guatemala...». Y este reproche lanzado en 1901 conserva todavía vigencia en 1976, no obstante los pasos que se han dado para consolidar una conciencia latinoamericana.

Ugarte retoma sí el ideal unificador que inspiró a Bolívar la reunión del Congreso de Panamá en 1824, granjeándose desde entonces la furiosa antipatía de los mitristas de Buenos Aires, discípulos del localista Rivadavia que torpedeó aquel Congreso. Mientras los argentinos de la nueva generación abandonan las últimas inquietudes latinoamericanas -sólo Palacios, Ingenieros y algunos pocos mantendrán de uno u otro modo la vieja bandera- Ugarte recuesta su pensamiento y sus esfuerzos en el trabajo paralelo de otros hombres de la Patria Grande que ansían continuar la lucha del libertador: las enseñanzas de «Martí, las arengas de Vargas Vila, incluso el mismo Darío que militó en el partido unionista de Nicaragua y muy especialmente, un gran amigo de Ugarte y defensor a ultranza de Bolívar: Rufino Blanco Fombona.

En 1903 ya revela en germen su proyecto de construir una entidad dirigida a estrechar vínculos latinoamericanos en pro de la reconstrucción de la Patria Grande: «Después de lo que vemos y leemos, será difícil que queden todavía gentes pacientes que hablen de la Federación de los Estados Sudamericanos, del ensueño de Bolívar, como de una fantasía revolucionaria... La iniciativa popular puede adelantarse en muchos casos a las autoridades. Nada sería más hermoso que crear bajo el nombre de Liga de la Solidaridad Hispanoamericana o Sociedad Bolívar una vasta agrupación de americanos conscientes que difundiesen la luz de su propaganda por las quince repúblicas. Esa poderosa Liga tendría por objeto debilitar lo que nos separa, robustecer lo que nos une y trabajar sin tregua por el acercamiento de nuestros países. ¿Es imposible acaso realizar ese proyecto?». Once años más tarde constituirá en Buenos Aires la Asociación Latinoamericana que «realizará una intensa actividad durante tres años en favor de la unión de nuestros países. Y al promediar la década del veinte será también presidente honorario de la segunda entidad fundada en Buenos Aires con el mismo propósito: la Unión Latinoamericana.

La concepción Latinoamérica como una sola nación fragmentada en un mosaico de países sin destino propio, la convicción de que esa Patria Grande debe ser reconstruida como condición indispensable para salir del atraso y la esclavitud, así como el planteo acerca de una cultura latinoamericana en formación con las especificidades de cada país, son desarrolladas por Ugarte en El porvenir de la América Española, El destino de un continente, Mi campaña hispanoamericana, La Patria Grande y La reconstrucción de Hispanoamérica, como así también en innumerable cantidad de artículos y conferencias y muy especialmente en los discursos populares pronunciados a lo largo de dos años de gira por las ciudades más importantes de América Latina, en aquella campaña inolvidable que movilizó a miles de manifestantes entre 1911 y 1913.

Ciclópea e incansable será su tarea: polemizará con los socialistas argentinos que desdeñan a la América morena, y lo acusan de regresar de su campaña «empapado de barbarie», discutirá con los intelectuales exquisitos que preconizan el arte por el arte y se alienan en las obras importadas de Europa, señalará en los periódicos los peligros del «idioma invasor» así como la infiltración de un «alma distinta» a través del cinematógrafo, la obra teatral y el libro extranjero cuando se los recibe con mentalidad colonial, defenderá la tradición hispana -la de la España liberal y revolucionaria- frente a los adoradores del anglosajón, quebrará lanzas con los grandes diarios que exacerban localismos explotando minúsculos incidentes fronterizos, en fin, en todos los frentes de la lucha ideológica no cejará un instante, durante medio siglo, de defender todo aquello que concurra a disolver las fronteras artificiales y a dar un solo color al mapa latinoamericano. Sufrirá en esa lucha graves reveses, agudas decepciones y a veces desesperado, estará a punto de quebrar la pluma para siempre, pero el proyecto de la unión latinoamericana permanecerá incólume en lo más profundo de él mismo y logrará atravesar varias décadas de combates desiguales, exilios y amargura, sin claudicar. Esa certeza de que la cuestión nacional latinoamericana constituye un problema principalísimo, generalmente ignorado por la mayor parte de los seudoizquierdistas que vociferan en estas tierras, otorga al pensamiento de Ugarte una singularidad revolucionaria poco común, pues 75 años después de sus primeras inquietudes en este sentido, la cuestión continúa estando en el tapete de la historia y resulta ahora preocupación fundamental de los más lúcidos representantes del pensamiento latinoamericano.

Ugarte, partidario de explotar los recursos naturales y desarrollar intensamente las industrias, comprendió que no era posible un gran crecimiento de las fuerzas productivas en los estrechos marcos de cada uno de los veinte estados latinoamericanos. Su idea de la unificación -el gran mercado interno para la gran industria en desarrollo- se liga pues al propósito de rescatar a la América Latina del atraso económico en que se hallaba en 1900 -y aún se halla- y conducirla a un estado económico-social superior. Pero comprendió también que la posibilidad de esa unificación y de ese crecimiento estaba estrechamente ligada al logro de la liberación nacional. Para que la Patria fuese Grande debía ser Libre.

Inevitablemente, al abocarse al estudio de la unidad latinoamericana, se encontró con la intervención imperialista que había doblado la cerviz de todos los gobiernos de la patria balcanizada. La circunstancia de hallarse en Francia, en pleno período de rivalidades interimperialistas, le posibilitó la acumulación de datos acerca de la preponderancia inglesa y norteamericana en América Latina. Un viaje a Estados Unidos, en 1899, dio fundamento a sus inquietudes al par que varias denuncias de escritores latinoamericanos (Ariel, de Rodó, Ante los bárbaros, de Vargas Vila, La Americanización del mundo, de R. Blanco Fombona, El destino de un continente, de César Zumeta y La ilusión americana, de Pedro Prado), robustecieron su convicción de que las ex colonias españolas compartían otro rasgo que marcaba sus fisonomías: tenían un enemigo común, el imperialismo. La unificación resultaba entonces indispensable también por esta razón, ya que sólo podía detenerse el avance del vecino voraz, presentando un solo bloque de países que pudiera contrapesar su fuerza. El mencionado viaje por Estados Unidos, México y Cuba, le permitió a Ugarte bucear hondamente en el disímil destino de las colonias americanas: al norte del río Bravo, cohesión, unificación, desarrollo económico, soberanía e incluso expansión; al sur, balcanización, localismos, atraso, y subordinación colonial o semicolonial; al norte, desarrollo de las fuerzas productivas «hacia adentro», prolongado hacia el interior; al sur, crecimiento tan solo de las ciudades-puertos «hacia afuera» y hundimiento de los pueblos interiores en una olla de desesperación y miseria. La historia enseñaba, pues, que la unión en la nación se ligaba íntimamente con la soberanía nacional y con el progreso económico social.

También en este terreno, Ugarte da la pelea a partir de 1901 con su artículo «El peligro yanqui». Allí sostiene que «la política exterior de los Estados Unidos tiende a hacer de la América Latina una dependencia y extender su dominación en zonas graduadas que se van ensanchando primero con la fuerza comercial, después con la política y por último con las armas. Nadie ha olvidado que el territorio mexicano de Texas pasó a poder de los Estados Unidos después de una guerra injusta». Esta bandera antimperialista, enarbolada por primera vez a principios de siglo, será divisa de combate durante cinco décadas. Apenas durante dos o tres años -con motivo de la Política de Buena Vecindad de F. D. Roosevelt- Ugarte sosegará sus ataques al vecino del Norte, pero el resto de su vida entregará a esa causa sus mejores esfuerzos: recorriendo América Latina acusando al invasor, defendiendo a la Revolución Mexicana ante los ataques armados y las campañas internacionales de desprestigio, apoyando al APRA en su época antimperialista, constituyéndose en portavoz de Sandino en Europa, solidarizándose con Perón en la Argentina. Sus manifiestos publicados en todos los diarios latinoamericanos y europeos harán época y ya desde la Asociación Latinoamericana de Buenos Aires o desde la revista Monde en París, su palabra no cesará en favor de su América Latina escarnecida. La presión imperialista se agudizará a veces -especialmente durante las dos guerras mundiales- y cuando la mayoría de los intelectuales latinoamericanos se pliegan al bando aliado, en defensa de sus propios amos, Ugarte insiste tozudamente: «No tengamos vocación de tropa colonial. Iberoamérica para los iberoamericanos».

Su concepción antimperialista se ha forjado en las intervenciones norteamericanas en Centroamérica, especialmente en la guerra cubano-española, y hacia el imperialismo norteamericano enfila él preferentemente su artillería ideológica. Sin embargo, es erróneo imputarle desconocimiento del imperialismo inglés, al que visualiza ya en 1910 en El porvenir de la América Española. También en el diario La Patria publicado en Buenos Aires en 1916 Ugarte libra una dura campaña contra Inglaterra, condenando la acción antiprogresista cumplida por el ferrocarril británico y reiterando la necesidad de desarrollar industrias nacionales para poner fin a las importaciones en su mayoría inglesas. Más tarde continuará combatiendo contra ambos imperialismos o los castigará conjuntamente bajo el rótulo de «imperialismo anglosajón», aunque siempre considerará más peligroso al joven y avasallante imperialismo norteamericano «que constantemente presiona sobre México, nuestro rompeolas, amenazando inundar todo el sur».

El pensamiento de Ugarte -en tanto tiene como pivotes centrales la unificación latinoamericana y la lucha contra el imperialismo- se emparenta con el de otros ensayistas de su época: Vargas Vila, Blanco Fombona o José E. Rodó. Pero hay un rasgo muy singular que caracteriza su enfoque y que explica, en definitiva, el silenciamiento de sus ideas. Mientras el latinoamericanismo y el antimperialismo en Vargas Vila o Blanco Fombona se nutren de una concepción liberal, por momentos anárquica, con fuertes dosis de positivismo e incluso ribetes aristocratizantes y mientras en Rodó adquieren perfiles netamente reaccionarios al acantonarse en el espiritualismo de Ariel frente a «la brutalidad del maquinismo», en Ugarte esas ideas aparecen vinculadas a una ideología avanzada: el socialismo. De allí la peligrosidad de su prédica que la clase dominante argentina percibió y su respuesta, colocando a Ugarte en el Index durante tantas décadas. Porque se podrá decir que hay épocas de su vida en que Ugarte abandona las reivindicaciones socialistas, se podrá argumentar también que su socialismo adopta generalmente un tono reformista, socialdemócrata, pero no se puede negar que Ugarte fue uno de los primeros -o quizás el primero en América Latina y en el Tercer Mundo- que intentó ensamblar liberación nacional (antimperialismo y unificación) con socialismo. En el 900, cuando muchos marxistas europeos pretendían justificar el colonialismo, cuando en la Argentina los socialistas consideraban traidor a quien se titulaba «patriota», Ugarte armaba una mezcla explosiva combinando diversas dosis de socialismo y nacionalismo latinoamericano intentando hallar solución al grave dilema a que se hallaba enfrentado. Pero ¿de qué modo llega Ugarte al socialismo y cómo intenta armonizar con él esa conciencia latinoamericana y antimperialista que ha adquirido poco tiempo atrás?

Deslumbrado por los discursos de Jean Jaurès, Ugarte elige el camino del socialismo a principios de siglo: «Nacido en el seno de una clase que disfruta de todos los privilegios y domina a las demás, me he dado cuenta, en un momento de mi vida, de la guerra social que nos consume, de la injusticia que nos rodea, del crimen colectivo de la clase dominante y he dicho, rompiendo con todo lo que me podía retener: yo no me mancho las manos. Yo me voy con las víctimas». En esta decisión no subyace tan sólo una motivación moral sino también la certeza de que el socialismo es una verdad científica, que su doctrina encierra las leyes del desenvolvimiento histórico de la humanidad: «Los socialistas de hoy no somos enfermos de sensibilidad, no somos dementes generosos, no somos iluminados y profetas que predicamos un ensueño que está en contradicción con la vida, sino hombres sanos, vigorosos y normales que han estudiado y leído mucho, que han desentrañado el mecanismo de las acciones humanas y conocen los remedios que corresponden a los males que nos aquejan... Vamos a probar primero que el socialismo es posible, segundo, que el socialismo es necesario».

Habitual concurrente a las reuniones de la Casa del Pueblo de París, el escritor argentino se sumerge en el estudio de las nuevas ideas. Desde un punto de vista, ellas resultan, para él, el desarrollo y remate lógico de su liberalismo revolucionario que lo ha llevado a admirar a Robespierre y a los sans-culottes: libertad, igualdad y fraternidad, no restringidas al usufructo exclusivo de la burguesía sino extensivas a toda la humanidad. Desde otra óptica, le revelan el trasfondo económico del mundo político, jurídico, cultural y religioso liberándolo de la chirle mitológica liberal. Si bien lee algunos textos clásicos, no cimenta su formación ideológica directamente en Marx y Engels, sino más bien en lecturas y conferencias de divulgación al uso de la socialdemocracia francesa de entonces. Así, su pensamiento se acostumbra al empleo de los principios fundamentales del marxismo, aunque sin caer jamás en estridencia ni petardismo alguno, al par que no se somete de manera incondicional ni a las citas de Marx y Engels ni a dogma alguno -ni de doctrina ni de método- sino que, paradojal consecuencia del Revisionismo reaccionario, intenta elaborar frente a cada problema una respuesta original, creadora. Mientras sus compañeros del Partido Socialista de la Argentina optan por la fácil solución de aferrarse al Manifiesto: «Los obreros no tienen patria», escrito para países donde la cuestión nacional ya ha sido resuelta y no se hallan sujetos a la dominación imperialista, Ugarte, sin muñirse siquiera de las armas que el mismo Marx le brindaba en sus escritos sobre Irlanda por ejemplo, sin poder valerse de los aportes que recién años más tarde harán Lenin y Trotski, intenta entroncar las reivindicaciones nacionales latinoamericanas con el socialismo. La historia lo coloca ante un difícil desafío y si bien no logra resolver plenamente la ecuación es cierto que sus aproximaciones resultan correctas. Marx no había comprendido a Bolívar y éste nada sabía de socialismo, pero ahora, en el cruce de dos caminos, alguien venía a enriquecer al socialismo intentando otorgarle una óptica latinoamericana y a reiterar el sueño de la Patria Grande levantado por el Libertador a través de una organización social superior.

Al convertirse al socialismo, Ugarte se pregunta si éste no resulta incompatible con su antimperialismo, con su nacionalismo latinoamericano. Si los obreros no tienen patria y el internacionalismo proletario es una de las banderas mayores de los socialistas, ¿cómo compaginar esa verdad con aquella otra descubierta poco antes, de la fragmentación de la nación latinoamericana y su vasallaje? Las respuestas se van abriendo paso: Si el socialismo es la bandera de justicia levantada por la clase oprimida al lanzarse al ataque contra la clase opresora, ¿qué incompatibilidad puede existir para que esa misma bandera sea levantada por los pueblos oprimidos contra los grandes imperios? Si el socialismo no sólo es el necesario resultado del desarrollo histórico, sino un ideal de justicia, ¿acaso habrá que abandonarlo para defender un mismo ideal de justicia, el de los pueblos explotados? Y en su primer artículo acerca del «Peligro yanqui», ya demuestra la posibilidad de enlazar las banderas aparentemente contrapuestas: «Hasta los espíritus más elevados que no atribuyen gran importancia a las fronteras y sueñan con una completa reconciliación de los hombres, deben tender a combatir en la América Latina la influencia creciente de la América Sajona. Carlos Marx ha proclamado la confusión de los países y las razas, pero no el sometimiento de unas a otras». En otras palabras, Marx ha predicado el internacionalismo pero cuando una gran nación se lanza a engullirse a una pequeña, el internacionalismo proletario no puede justificar en modo alguno un silencio y una inacción cómplices. El nacionalismo tiene carácter reaccionario cuando resulta la expresión avasallante del capitalismo en función conquistadora de colonias, pero tiene un carácter progresivo en las colonias y semicolonias donde la reivindicación primaria es la liberación nacional. Asimismo, argumenta que los socialistas deben asumir decididamente la lucha antimperialista pues, al no hacerlo, favorecen la expansión imperialista lo que significa ayudar a consolidar al capitalismo como sistema mundial: «Asistir con indiferencia a la suplantación sería retrogradar en nuestra lenta marcha hacia la progresiva emancipación del hombre. El estado social que se combate ha alcanzado en los Estados Unidos mayor solidez y vigor que en otros países. La minoría dirigente tiene allí tendencias más exclusivistas y dominadoras que en ninguna otra parte. Con el feudalismo industrial que somete una provincia a la voluntad de un hombre, se nos exportaría además el prejuicio de las razas inferiores. Tendríamos hoteles para hombres de color y empresas capitalistas implacables. Hasta considerada desde este punto de vista puramente ideológico, la aventura sería perniciosa. Si la unificación de los hombres debe hacerse, que se haga por desmigajamiento y no por acumulación. Los grandes imperios son la negación de la libertad». Un año después, en 1902, retoma el asunto y afirma con mayor claridad: «En las épocas tumultuosas que se preparan, el imperialismo alcanzará su tensión extrema. Es lo propio de todos los sistemas que decaen: antes de morir, hacen un esfuerzo y muestran un vigor que, a veces, no tuvieron en sus mejores años. Pero este sistema condenado por los filósofos y destinado a desaparecer fatalmente, puede tener una agonía más o menos larga durante la cual pondrá en peligro quizá la homogeneidad de nuestro grupo etnológico. Y a pesar de los ideales internacionales que se afirman cada vez con mayor intensidad, fuerza será tratar de mantener las divisiones territoriales. Los renunciamientos serían nocivos a la buena causa porque sólo conseguirían acrecer la omnipotencia de las naciones absorbentes. Además, en las grandes transformaciones futuras, la justicia reconciliará primero a los ciudadanos dentro de la patria y después, a las patrias dentro de la humanidad». Luego agrega: «Los Estados Unidos continuarán siendo el único y verdadero peligro que amenaza a las repúblicas latinoamericanas. Y a medida que los años pasen iremos sintiendo más y más su realidad y su fatalismo. Dentro de veinte años, ninguna nación europea podrá oponerse al empuje de esa enorme confederación fuerte, emprendedora y brutal que va extendiendo los tentáculos de su industria y apoderándose del estómago universal hasta llegar a ser el exportador único de muchas cosas... Entre los peligros que la acechan, el mayor, el que sintetiza a todos los demás, es la extraordinaria fuerza de expansión de la gran República del Norte que como el Minotauro de los tiempos heroicos exige periódicamente un tributo en forma de pequeñas naciones que anexa a su monstruosa vitalidad». Tiempo después sostiene: «La derrota de los latinos en América marcaría un retroceso del ideal de solidaridad y un recrudecimiento del delirio capitalista que haría peligrar el triunfo de los más nobles propósitos... No es posible olvidar que, según previsiones autorizadas, Norteamérica será quizá el último baluarte del régimen que decae. El egoísmo general tiene allí raíces más profundas que en ningún otro país. Por eso es doblemente justo defender esa demarcación de la raza. Al hacerlo, defendemos la bandera del porvenir, el ensueño de una época mejor, la razón de nuestra vida». Este «doblemente justo» de Ugarte revela, a principios de siglo, una enorme lucidez porque viene a anticipar que la revolución nacional en los países atrasados resulta progresiva no sólo porque significa el punto de partida de un proceso transformador en ese mundo atrasado y colonizado sino porque debilita al imperialismo reintroduciendo la crisis en el gran país capitalista y creando posibilidades socialistas, hasta ese momento neutralizadas por las jugosas rentas coloniales que moderan los antagonismos de clases.

Al convertirse al socialismo, Ugarte no abandona pues sus ideales latinoamericanos y antimperialistas. Por el contrario y paradojalmente, los consolida. Su noción acerca del imperialismo resulta ahora más correcta que la sostenida en general por luchadores antimperialistas de posiciones nacional-democráticas. Así, por ejemplo, no sólo contempla la posibilidad de las intervenciones militares tan comunes en Centro América, sino también la subordinación semicolonial. Ya en 1901 afirma que «no debemos imaginarnos el peligro yanqui como una agresión inmediata y brutal... sino como un trabajo de invasión comercial y moral que se irá acreciendo con conquistas sucesivas... Los asuntos públicos están en los grandes países en manos de una aristocracia del dinero formada por grandes especuladores que organizan trusts y exigen nuevas comarcas donde extender su actividad. De ahí el deseo de expansión...». Luego redondea esa concepción y sostiene: «No es indispensable anexar un país para usufructuar su savia. Los núcleos poderosos sólo necesitan a veces tocar botones invisibles, abrir y cerrar llaves secretas, para determinar a distancia sucesos fundamentales que anemian o coartan la prosperidad de los pequeños núcleos. La infiltración mental, económica o diplomática puede deslizarse suavemente sin ser advertida por aquellos mismos a quienes debe perjudicar porque los factores de desnacionalización no son ya como antes el misionero y el soldado sino las exportaciones, los empréstitos, las vías de comunicación, las tarifas aduaneras, las genuflexiones diplomáticas, las lecturas, las noticias y hasta los espectáculos».

Este entronque entre socialismo y nacionalismo latinoamericano le valdrá a Ugarte la maldición de la lúcida oligarquía argentina. Pero también el vituperio de sus compañeros de partido para quienes toda reivindicación nacional es motejada de «burguesa» y por ende, reaccionaria. Sin embargo, Ugarte diferencia claramente el significado que adquiere el nacionalismo en los países atrasados del que asume en aquellas grandes naciones europeas o en Estados Unidos. Así, por ejemplo, proclama la necesidad de una conciencia nacional latinoamericana, pero afirma en El Tiempo que los conservadores franceses como Barres «al reclamar una conciencia nacional, están pidiendo un lazo de complicidades que ayude a subir la cuesta a los sectores reaccionarios». Asimismo, en la época en que reitera tozudamente la necesidad insoslayable de un nacionalismo latinoamericano, lanza una fuerte andanada contra el nacionalismo francés: «El nacionalismo es el pasado en todo cuanto tiene de más inaceptable, de más oscuro, de más primitivo. Es el atavismo mental de la hora que ruge su sangriento egoísmo en santa ley, es la barbarie dorada de las monarquías, es la confiscación de la intelectualidad, es la tiranía del acero. De ahí que está en contradicción con las doctrinas de paz y de concordia de los nuevos partidos populares y de ahí que existe entre el nacionalismo y el socialismo un inextinguible estado de guerra que durará hasta que uno de ellos sea devorado por el otro».

Confusamente, de una manera aproximativa y con el lastre de su reformismo socialdemócrata, Ugarte alcanza así a sostener posiciones que, pese a su lenguaje cauto y moderado, lo colocan muy a la izquierda de sus compañeros socialistas de la Argentina y de muchos de la II Internacional. Respecto a estos últimos, mientras él condena desde los diarios parisinos toda aventura colonial y mantendrá hasta su muerte una dura campaña en favor de los países sojuzgados por los grandes imperios, abundan los socialdemócratas tipo Van Kol o Bernstein que intentan conciliar socialismo con colonialismo, como lo escucha sorprendido el propio Ugarte en los Congresos Socialistas de Ámsterdam y Stuttgart. Del mismo modo, mientras sus compañeros argentinos de literatura petardista enfilarán su artillería contra los movimientos nacionales, colocándose de hecho como aliados de la clase dominante, Ugarte contemplará con mayor simpatía al irigoyenismo y se sumará al proceso de la revolución nacional peronista acompañando la experiencia de las masas trabajadoras. Por supuesto que no hay en él -un intelectual aislado- un claro planteo de apoyo a los movimientos nacionales manteniendo una independencia política y organizativa, ni una adscripción a la teoría de la revolución permanente de L. Trotski, pero también es cierto que este hombre que publica sus mejores páginas entre 1900 y 1910 se orienta precisamente en esa línea sobre la cual teorizarán luego Lenin y Trotski al sostener la progresividad histórica de las revoluciones nacionales en los países coloniales y semicoloniales y la obligación de los socialistas de apoyar críticamente esos procesos.

Curiosa situación la de este precursor que en la América Latina no industrializada y casi sin obreros, intenta desplegar, a comienzos del siglo, estas tres banderas: antimperialismo, unidad latinoamericana, socialismo. Con ellas ingresa al Partido Socialista de la Argentina fundado y dirigido por Juan B. Justo, creyendo hallar allí el instrumento político apto para luchar por ellas.

Nutrido en su base por artesanos extranjeros y en su dirección por pequeños burgueses acomodados de mentalidad liberal, este Partido reducirá su influencia a la ciudad de Buenos Aires y actuará, a lo largo de casi toda su historia, como ala izquierda del conservadorismo oponiéndose frontalmente a los movimientos nacionales. Disfrazado de fraseología socialista, resulta una expresión conservadora de la política argentina a tal punto que decae y se escinde en varios grupos sin importancia precisamente en la época de desarrollo industrial con el cual se constituye la verdadera clase obrera en la Argentina. Ugarte dirime sus armas en ese partido e intenta vanamente reorientarlo dándole por eje de su política la cuestión nacional. Una polémica generada en el menosprecio con que el periódico partidario trata a Colombia, sirve de detonante para que salgan totalmente a luz las disidencias. Ugarte con su socialismo lindando el nacionalismo democrático, entiende que en esa Argentina de 1913 los socialistas no deben hacer política antimilitarista ni anticlerical, ni siquiera antiburguesa, en tanto no se trata de un país de desarrollo capitalista autónomo y donde, por ende, incumplidas las tareas nacional democráticas, los militares, los sacerdotes e incluso los propietarios de medianos recursos son posibles integrantes de un frente nacional. La dirección del Partido Socialista que, por sobre todo se manifiesta «antinacionalista», disimula con fuegos de artificio del lenguaje clásico («La religión es el opio de los pueblos», «El Ejército es el brazo armado de la burguesía») su oportunismo hacia la oligarquía y el imperialismo reiterado una y otra vez en la política práctica. El «nacionalista burgués» Ugarte se coloca en esta lid muy a la izquierda de los «socialistas científicos y ortodoxos» que años más tarde irán del brazo del embajador norteamericano enfrentando a la clase obrera argentina. Pero para el desarrollo del pensamiento ugartiano la polémica y su posterior expulsión de la organización alcanzan gran significado porque coinciden con la debacle de la socialdemocracia europea al desencadenarse la primera Gran Guerra. Decepcionado de sus compañeros argentinos y de los europeos, Ugarte abandona sus inquietudes socialistas y acantona su labor ideológica en el antimperialismo y la unidad latinoamericana. Una vez más se acerca, sin sospecharlo, al grupo más revolucionario del socialismo: durante la guerra, adopta una posición neutralista mientras los socialistas argentinos son aliadófilos y los europeos en su mayoría caen en el belicismo apoyando a sus respectivas patrias. Por supuesto que Ugarte no es Lenin en Zimmerwald, pero también es cierto que su neutralismo, mantenido contra viento y marea en una Buenos Aires furiosamente probritánica, resulta una posición muy avanzada en la semicolonia y tan peligrosa que lo conduce al exilio.

En sus largos años de destierro, profesa un nacionalismo democrático que acompaña a los principales acontecimientos populares de América Latina: la gestación y período progresista del APRA en Perú, la Revolución Mexicana, la lucha de Sandino en Nicaragua. A partir de 1927, en que viaja invitado a la URSS para los festejos del 10.º Aniversario de la Revolución de Octubre, se reencuentra con el socialismo aunque sostenido ahora con menor intensidad que en sus años juveniles: «El fin de las oligarquías latinoamericanas», «La hora de la izquierda» y otros artículos de esa época muestran este desplazamiento que al regresar a la Argentina en 1935 lo lleva a reingresar al Partido Socialista. Otra vez intenta ensamblar en sus planteos la cuestión nacional y la cuestión social y nuevamente su propósito provoca su expulsión.

Estas idas y venidas de Ugarte en relación al socialismo, expresan dialécticamente las dos facetas de su ideología: por un lado, el permanente intento de dotar a su nacionalismo latinoamericano de un cuerpo de ideas revolucionarias que permita luchar exitosamente contra las fuerzas dominantes, como asimismo la búsqueda vaga y confusa de la clase social que podría acaudillar esa epopeya de la Federación Latinoamericana, esa clase que «nada tiene que perder» y cuyo empuje es indispensable para esa ciclópea tarea; por otro lado, las limitaciones de su formación socialdemócrata que lo desplazan una y otra vez hacia un nacionalismo democrático, popular, por supuesto más progresista que el seudosocialismo de Juan B. Justo, pero insuficiente para abrir, una vertiente socialista en el movimiento nacional. De allí también la importancia que adquiere la adhesión de Ugarte al peronismo cuando la mayoría de los intelectuales liberales y de izquierda militan en la vereda antipopular, pero de ahí también la debilidad de esa adhesión que si pudo tener carácter crítico -Ugarte le insistió a Perón en la necesidad de desarrollar la industria pesada y renunció a su cargo condenando a la burocracia arribista que rodeaba al Presidente- careció, en cambio, de la capacidad para adquirir el nivel de una alternativa independiente, socialista y latinoamericana.

Con estas limitaciones, sin embargo, Ugarte dio una orientación en el buen camino, en medio del desconcierto y la confusión general. Sus libros, discursos, conferencias y artículos difundiendo los ideales bolivarianos dejaron una enseñanza a los latinos del continente y muy especialmente a los argentinos tan proclives a desnacionalizarse. Su batalla sin tregua contra el imperialismo también marcó un derrotero. Además, ahí quedó para que las nuevas generaciones lo desarrollasen y profundizasen su intento de ensamblar socialismo y nacionalismo latinoamericano, ese singular y visionario planteo que entroncó las revoluciones nacionales del mundo colonial con el socialismo anticipándose así a la forma que adquirirían las principales revoluciones de este siglo, donde ambas cuestiones -nacional y social- se han resuelto a través de un proceso ininterrumpido donde las tareas de ambos tipos se combinan e interrelacionan. Por esta audacia, el autor de una cuarentena de libros, el compañero de Barbusse, Gorki, Sinclair y Unamuno en la dirección de Monde, el estrecho colaborador de la Revolución Mexicana y de Sandino, el íntimo amigo de Darío, Nervo, Chocano y tanto otros de renombre mundial, el solitario precursor de la izquierda nacional latinoamericana, permaneció silenciado durante tantos años. Ahora, al revisar sus ideas, asombra su lucidez y al mismo tiempo lastima nuestro atraso pues los grandes problemas sobre los cuales él meditó largamente aún están allí, sin resolver. Las ideas de Ugarte se incorporan, pues, necesariamente al pensamiento de la Patria Grande en gestación y en ellas encontrarán seguramente las nuevas generaciones sugerencias y planteos hacia los cuales habrá que volver una y otra vez en la marcha hacia ese futuro luminoso que el pueblo latinoamericano busca desde 1810.





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