Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Prólogo a los «Cuentos completos» de Sergio Ramírez

Mario Benedetti





Nicaragua ha sido, desde siempre un país de poetas. La poesía en castellano no es la misma desde que Rubén Darío la sacudió con sus letanías y dezires, con sus hexámetros optimistas y sus alejandrinos camuflados. Darío es desde luego el poeta fundacional, pero luego viene Salomón de la Selva, Coronel Urtecho, los Cuadra, Pasos, Mejía Sánchez, Martínez Rivas, Cardenal, Rugama, y también mujeres, como Michèle Najalis, Daisy Zamora y en especial Gioconda Belli.

La narrativa nicaragüense, en cambio, no ha sido tan espléndida. Hay por supuesto algunos buenos narradores, como Lizandro Chávez Alfaro, Horacio Peña, Fernando Silva y la misma Gioconda Belli, pero aun ellos tienen una producción paralela como poetas. De ahí que la obra de Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) adquiera una particular importancia, no sólo por su innegable calidad literaria, sino también por la continuidad y persistencia de su trabajo.

Por otra parte, Sergio es el narrador que ha sabido integrarse con más holgura en su entorno geográfico. Si Carpentier es indiscutiblemente el gran espejo del Caribe, Ramírez, a sus 55 años, va camino de convertirse en el mejor intérprete de la realidad específicamente centroamericana. Sus cuentos y novelas tienen un envase que, a primera lectura, puede juzgarse como meramente costumbrista, pero en sucesivas aproximaciones el lector advierte que el contenido fantaseador y casi visionario va contagiando a aquella forma exterior de una inesperada imaginería. De esta manera, los datos comunes van de a poco transformándose en una realidad alucinante.

Eso ocurre, por ejemplo, en sus dos últimas novelas (Castigo divino, 1988, y Un baile de máscaras, 1995), en las que ha sabido construir un mundo original, sin dejar por ello de ser profundamente nicaragüense, y en consecuencia centroamericano hasta la médula. En la primera, basada en un caso real de asesinato por envenenamiento, Ramírez construyó una historia que transita por los expedientes y atestados judiciales, las martingalas de la corrupción, y sin embargo, en ese espacio confinadamente burocrático, las historias de amor y de odio van deslizándose y generando una legítima expectativa en el lector.

Un baile de máscaras es otra cosa. Cabe señalar que la expresión «castigo divino», que en la historia anterior circulaba como una alegoría, en la última novela constituye una suerte de leitmotiv, un «castigo divino» a nivel provinciano. La obra es una demostración cabal de cómo se pueden asistir mutuamente el humor y la desgracia, y cómo el uno y la otra pueden incluso darse lustre.

Constituye un indudable acierto editorial el haber reunido en un solo volumen todos los cuentos de Ramírez, desde los breves y brevísimos hasta los que tienen, como el titulado «Vallejo», una longitud que casi corresponde a la de una nouvelle. La merecida difusión que en los últimos años han tenido, tanto en América Latina como en España, las novelas de Sergio, ha pospuesto en la consideración crítica su obra cuentística, que por cierto incluye varios relatos de notable factura.

Al igual que en sus novelas, en sus cuentos Ramírez fustiga una comunidad y un espacio que también son los suyos. No se imagina de la crítica ni busca excusas para un deterioro que no empezó en el cercano ayer sino que viene del fondo de la historia. Ridiculiza duramente al poder, pero también deja constancia de la penosa sumisión de los de abajo. Así y todo, estos siempre tienen nombre, que es a veces un simulacro de identidad, en tanto que el dictador, que es uno, y varios otros, apenas es nombrado como SE. En realidad, Su Excelencia es alguien muy concreto, pero también una miserable abstracción, un núcleo de crueldad y de ignominia. La suma de SE más SE da como resultado una inquietante metáfora del poder. Su Excelencia transita sobre el ridículo como Jesús sobre la mar, pero el lector y la historia saben que acabará hundiéndose.

El relato inicial, «Félis Concóloris», desarrolla el viejo postulado rilkeano de que la fama es una suma de malentendidos. Alejandro Humberto Tiosca R. es un filósofo de la lengua, lexicólogo, filólogo, gramático, que ha escrito sesudos tratados sobre los temas más insólitos como La semántica de la palabra hacendoso, La gramática latina en el anglosajonismo o El pretérito imperfecto del verbo estrepitar. Presidente de la Academia de las Lenguas Muertas de Etiopía, abundantemente condecorado (es el primer nicaragüense que obtiene el premio Oxsen) regresa al solar patrio. «Él era una figura para la gente, no para el pueblo», dice el que narra. Tiosca se retira a un pequeño hotel de montaña y allí resuelve inventar la palabra más bella del idioma. No la inventa, claro, y en el descomunal esfuerzo acaba perdiendo la razón. Ramírez no sólo se burla aquí de ciertas frágiles bases de la reputación, sino también de los mass media, que con su frivolidad profesional vienen a ser los responsables de este dolmen del esperpento.

También la fama hace estrago en el protagonista de «El hallazgo», un mozo de bar en quien los parroquianos comienzan a detectar un asombroso parecido con Gregory Peck. Él se lo cree y, casi inconscientemente, empieza a imitar los gestos, los ademanes y las posturas del célebre actor. Se convierte así casi en una réplica de G. P. Pero un día los asistentes al bar dejan de referirse a aquel eventual parecido y el pobre tipo se hunde en el desaliento. Ramírez juega hábilmente con cierto afán, más paródico que imitativo, que, entonces el cine y hoy la televisión, provocan en la gente.

Sin embargo, el tema predominante en los cuentos de la primera etapa, es la caricatura del poder. Hay por lo menos quince relatos (algunos son meras viñetas) que se ensañan con las respectivas «Excelencias», atacando en cada comparecencia el flanco más vulnerable del despiadado en turno. Las armas, el autoritarismo, las amenazas, las torturas, en apariencia garantizan la solidez y la inexpugnabilidad del poder y de quienes lo detentan, pero la ironía va encontrando resquicios para desmantelar la imagen de aquella soberbia. Después de todo, la burla es también un estilo y ciertos cuentos (por ejemplo: «La banda del presidente», «Del olvido eterno», «De los modos de divertir al presidente aburrido», «De la afición a las bestias de silla» o «De los efectos de las bombas caseras») sacan buen partido del ejercicio humorístico, con una eficacia y un tino que dejan huella en el lector. Es curioso comprobar que, pese a que el ritmo fabulador de Ramírez es sin lugar a dudas narrativo, varias de sus historias incluyen elementos de sabor escénico que a veces traen el recuerdo de la commedia dell'arte o del grotesco criollo del Río de la Plata.

Al margen de la evaluación sarcástica, dedicada a los dueños del poder, en la que con frecuencia apela a situaciones lindantes con lo fantástico, Ramírez suele profundizar en el tema de las relaciones humanas y esa faena la cumple con verismo y sin disimulo. En cuentos como «Juego perfecto», «Volver» y en particular «Pero no lloraré», hay una ternura de la frustración, un análisis sentimental de la derrota, que muestra el lado más sensible y comunicativo del narrador. Otros relatos permiten comprobar una impecable técnica, con un virtuosismo para el efecto final que podría competir con la pericia de Quiroga o de Rulfo. Es el caso de «La suerte es como el viento», «La viuda Carlota» y sobre todo «Catalina y Catalina», cuyo desenlace puede llegar a estremecer al lector desprevenido.

No obstante, tres de las historias más extensas del volumen son las que sitúan a Sergio Ramírez en el mejor nivel de la cuentística latinoamericana. «Charles Atlas también muere» narra la historia de un nicaragüense, en realidad un tipo enclenque (él mismo se considera un alfeñique), que allá por los años treinta lee en una revista el aviso de un tal Charles Atlas, que ofrece por sólo treinta dólares un curso completo de tensión dinámica (14 lecciones con 42 ejercicios), gracias a la cual cualquier «alfeñique» puede convertirse en un ser perfectamente desarrollado y musculoso. A tal punto progresa el antiguo enclenque que, pocos meses después, vestido tan sólo con una calzoneta de piel de tigre, logra arrastrar por un trecho de doscientos metros un vagón de ferrocarril cargado de coristas. Su admiración y también su gratitud le impulsan a conocer personalmente a quien le ha cambiado la vida. Pero el Charles, Atlas que al fin lo recibe en los Estados Unidos es un calabrés ya centenario, cuyo verdadero nombre es Angelo Siciliano. «Me hablaba detrás de una máscara de gases y en el lugar de la mandíbula pude ver que tenía un aparato metálico». En realidad, padece un cáncer en la mandíbula, ya extendido a los órganos vitales, y el esfuerzo que hace para atender al visitante lo descoyunta por completo. El entonces joven prácticamente de la tensión dinámica narra aquella amarga decepción desde su propia ancianidad, después de haberse dedicado a diversos oficios: «fui cirquero, levantador de pesas y guardaespaldas». La curiosa historia tiene un gradual y pormenorizado desarrollo, y Ramírez va narrando sus diversas y disparatadas instancias con un pulso empecinadamente realista. En ese contrapunto reside el verdadero atractivo del relato.

«A Jackie, con nuestro corazón» describe el desmoronamiento de otra ilusión. Los medios anuncian la próxima visita de Jackeline Kennedy y la sociedad nicaragüense no sale de su asombro. Ex primera dama, viuda de un presidente asesinado, casada con un Onassis de fortuna inconmensurable, Jackie es un personaje de excepción y los nicaragüenses piensan que los homenajes tendrán que estar a la altura de su rango. Los exquisitos del Virginian Country Club, verdadera élite de horteras en metálico, deciden hacerse cargo del recibimiento oficial a la ilustre visitante. El secretario de la institución asume la responsabilidad de ir hilvanando las complejas gestiones a nivel nacional e internacional. Como Jackie llegará probablemente en un yate, y como el viejo Queen Elizabeth está en venta en San Francisco, el Virginian Country Club lo adquiere para recibir a su huésped con la imprescindible dignidad. Al fin llega el barco a Nicaragua y desde allí parte, con su carga de modesta prosapia, a la espera de que el yate de Jackeline asome su proa en aguas nicaragüenses, pero como la más famosa viuda del mundo no comparece, ellos siguen navegando interminablemente, «y ya la vida se hace aburrida, días y días, no sé si, meses de recorrer estas costas y divisar a lo lejos el humo de los volcanes, la vegetación, las luces de los pequeños puertos, de ver cómo anochece y cómo llueve, cansados de la misma música, de los mismos juegos, la comida ya racionada, los socios afligidos y sus familias con tanto tedio». Es obvio que en este cuento Ramírez no sólo abarca a la burguesía nicaragüense sino a la de toda Centroamérica, que no deja de deslumbrarse ante la refulgencia de lo yanqui. El imaginario desaire de la ex primera dama es en cierto modo una metáfora, pero también un símbolo de la humillación que los decididores del Norte dedican a los habitantes de su patio trasero. En última instancia, la culpa no es de Jackie sino de la vocación subordinada de unos nuevos ricos que ni siquiera tienen fuerzas para afianzar y sobrellevar su identidad.

«Vallejo», largo cuento inédito que cierra el volumen, deja atrás (y lejos) a Nicaragua. De 1973 a 1975 Sergio estuvo becado, como escritor, en Alemania Federal. Seguramente allí nació este cuento, con la presencia de Vallejo, un peruano tenaz, cholo del Cuzco, compositor salido de la Academia di Santa Cecilia, de Roma, que busca a un escritor latinoamericano, capaz de escribir un libreto para ballet sobre un tema religioso y autóctono. Como Sergio es el único latino que está a mano en Berlín, Vallejo acude a él y en forma perentoria lo induce a que colabore en la confección del ballet.

Para el escritor, esta irrupción en su tranquila vida berlinesa no le hace ninguna gracia, ya que lo distrae y lo aparta de su faena literaria, y es más bien Tulita, la esposa de Sergio, quien ejercita la solidaridad ante aquel exiliado afanoso y un poco cargante. Lo mejor del relato está en los diálogos culturales que mantienen el músico y el escritor, cada uno desde su trinchera estética y su noción de vida. Cuando por fin el músico accede a colaborar, el relato se llena de trámites burocráticos, citas canceladas, penurias económicas, becas que no llegan, discusiones estériles. Más vale no adelantar aquí el furtivo desenlace, aunque sí señalar que el relato culmina con una suerte de estrambote, o sea la inclusión del libreto de marras, que aunque puede parecer desgajado de la historia medular, tiene un innegable interés propio. El atractivo anexo de «Vallejo» es el sobrio, objetivo testimonio sobre la aislada vida de los exiliados latinoamericanos (políticos o económicos, voluntarios o no) en la Alemania anterior a la caída del Muro. Los sentimientos encontrados, que van de la impertinencia a la amistad ritual, del desapego a la solidaridad, ayudan a comprender un esquema de relaciones humanas que tuvo particular vigencia en los años setenta y ochenta, cuando la dura realidad de América Latina expulsaba, directa o indirectamente, a su gente y la sumergía en otras tradiciones, otros hábitos, otras lenguas.

De todas maneras, y aparte de las innegables virtudes de esa relevante historia final, debe señalarse que la pujanza fundamental del volumen reside en su análisis explícito y su diagnosis implícita de la realidad nicaragüense, anterior al triunfo de la revolución sandinista. Sergio Ramírez nos da, a puro talento, una visión descarnada, aleccionante y (algo nada desdeñable) muy amena, de una comunidad latinoamericana que buscó a tientas (y mucho más tarde encontró a sabiendas) un lugar en la historia. Un lugar que aún no ha podido conquistar en plenitud.





Indice