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Prosa escogida

Espina, Antonio

Gloria Rey Faraldos (sel.)





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ArribaAbajoDivagaciones. Desdén

(Selección)


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ArribaAbajoLuz de la tarde

El malhumor se va resolviendo ondulatoriamente.

En el crepúsculo -algarabía del Poniente, que dijo un poeta-, la inquietud que devora nuestra vida urbana se entibia en la tonicidad del silencio, de la luz templada, de la hora discreta en el campo fino y frío de Madrid.

La estrecha vereda se pierde ante nosotros. La transparencia violeta de la tarde tiene tal fuerza que parece aromarnos de color. La sensibilidad se sutiliza como al roce de un secreto, y la meditación hermetiza duramente nuestro rostro.

Percibimos el arribo de inexplicables revuelos a nuestra alma, que sólo pudiéramos condensar en una sucesión de imágenes blancas: el claustro, el monje, el artista de videncias extrañas, el libro síntesis y la luminosidad de la frente del santo, que deshacen la significación de la existencia externa en un solo desprecio, sobre la sabia disciplina de la renunciación y la apacible profilaxis del olvido.

Es como una nueva ráfaga de emociones primitivas y perdidas. Madrid es una mancha grisácea, escalonada.

Cúpulas, siluetas rotas. Un trémolo goyesco que resbala por las tierras grises hasta las praderas del río. La ciudad demasiado grávida, y el cielo demasiado eléctrico. Paseamos con el paso lento de los paseos clásicos, por los clásicos lugares amigos: la Moncloa.

... Una pareja de la guardia civil nos mira al pasar como perdonándonos el habernos visto. Dos novios surgen de un rincón amable, sonrientes y azorados; porque las horas avanzan, y él, un horterita con una corbata terrible, quiere llegar pronto a la mercería; ella, una modistita rubia, va pensando en la disculpa que pondrá a la maestra.

Los organillos de la Bombilla promueven esa pedrea musical que los caracteriza. A distancia pierden lubricidad y adquieren cierta melancolía.

La Bombilla tiene un acorde estridente, como la Moncloa tiene un acorde opaco y sostenido, que recuerda la impresión geométrica y adusta de una piedra arrojada en un estanque.

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Todos estos modos se totalizan en esa sensación acre, floja, fina y trágica del paisaje de Madrid.

Nuestro yo solitario y paseante va desvaneciéndose al llegar a la Estación del Norte, donde hemos de coger el tranvía: tránsito al señor del tranvía, ese señor que seremos nosotros, mustio y desconocido, al bajar en la Puerta del Sol, en busca del cobijo de la casa y la necesidad de la cena.

Enguantados, abotonados, acomodados en el coche, caemos en las cuentas menudas de nuestra tarde: el paseo ha sido largo. Estoy un poco cansado. ¡Las siete ya! Bostezamos.

El caprichoso malhumor con que emprendimos la marcha se ha disuelto en este par de horas (discretas, benévolas) de soledad y crepúsculo.

Por eso al acercarse el cobrador, le alargamos nuestra moneda, murmurando dulzones:

-Sol.



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ArribaAbajoDiván y Moka

Un café de piano y violín y una peña de amigos son cosas imprescindibles para todo buen noctámbulo que sepa dignamente perder su tiempo.

Esto de perder el tiempo, como todo lo selecto, es un arte difícil al que sólo llegan las minorías de los elegidos. Exige finura de humor, escepticismo, seriedad, que sólo se dan en aquellos espíritus expertos que sólo piden atenuadas glosas a la vida, estimulantes fáciles al ensueño.

Y nada mejor glosados que el triunfo y la derrota en estos lugares tranquilos, donde la sonata desgrana tristezas en el piano y el tiempo pone epitafios invisibles en los mármoles blancos.

En la calle nieva, llueve, hay tempestad o clara luna. Es igual. Imperturbables como el Destino, irónicos como la Verdad, asentamos nuestra persona en el rojo diván que es nuestro trono, y murmuramos alegremente del ausente que es nuestro amigo. Nos entretiene todo. En todo ponemos un poco de episodio.

Un caballero viejo y pulcro que toma un vaso de leche lee La Correspondencia y se duerme.

Unos amantes que cuchichean en un rincón.

Unos señores que hacen muchos números y charlan de negocios...

Quizás el caballero viejo fue un héroe allá en las revueltas de la Gloriosa. Él, que ha comprendido muchas cosas en este mundo, comprende una cosa más y se duerme. Quizás los amantes fraguan ese eterno proyecto que nunca pasa de serlo. Se miman, disputan, se levantan, salen. Y los inconvencidos señores de las cifras, buscando el oro terco que tanto reluce en nuestro deseo, se enfurecen a base de matemáticas.

Personajes leves. Momentos serenos; telarañas de monotonía prendidas en la atmósfera de este café especial, de poca luz, poco público, pocos espejos. Para que tenga carácter, es preciso que el violinista maúlle de vez en cuando en su violín, y que el encargado del establecimiento sonría con burla cuando toquen a Beethoven.

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Es decir, un café que parezca una siesta, y una tertulia de amigos donde no falten los inevitables de la colección: el señor que todo lo sabe; el víctima, que todo lo ignora, y los demás, que mantienen sobre el concurso una mala voluntad flotante y amistosa.

Ya van quedando pocos santuarios de éstos.

También van quedando pocas personas que sepan pasarse horas y horas, medio tumbados en un diván, discutiendo bagatelas durante treinta años.

Triunfan, en cambio, el grosero tupí y la grosera industria, con sus turbas trabajadoras y metódicas.

Desaparecen el gesto, la filosofía, la pereza.

¿Dónde se meterán los hombres de mañana, suprimidos estos remansos de paz, cuando la noche de la ciudad, demasiado hostil, les desasosiegue e irrite? ¿En la cama? No.

La cama, si son personas de buen gusto, sólo les complacerá de día. ¡Que duerman de noche los que no tienen más quehacer que trabajar!

Ni el casino, ni el teatro (el grande por pedante y el chico por idiota), ni las reuniones caseras de lotería y novia o de cotillón y whist, sustituyen al viejo café modosito y callado, que sonríe en el cortejo vulgar de las noches de invierno.

¡Cuánto tenemos que agradecerle los que sabemos de la gratitud de su ambiente y la piedad suave de sus músicas!



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ArribaAbajoLa máscara triste

En la colección borrosa de los días, el carnaval tiene una significación extraña, como en la colección vulgar de los rostros, ciertas muecas atormentadas y rientes, cuyo misterio aparece en los ojos metálicos, en tanto que una risa falsa estremece los labios.

La alegría de Grecia, el refinamiento de Roma, la gracia del Renacimiento y la perversidad del «buen siglo» oscurecen con sus trapos de colores, venidos a menos, el verdadero deseo que late en la conciencia de la bulliciosa multitud abigarrada, que llena los paseos de la ciudad moderna, en los días carnavalescos.

La caterva pide un goce bárbaro y sensual que se perdió en el tiempo, y se divierte porque quiere divertirse.

Afortunadamente, todavía no ha aprendido la gran dificultad de divertirse en las diversiones.

Grotesco y sabio salto, el del que salta porque sí, porque vive su pierrot de seda, como antes o después, seguramente, vive su vida de hombre-hombre, con más pueril hombría (que es la mayor hombría) que los demás hombres.

Alegoría pagana de la fiesta de máscaras: confeti, serpentinas, bengalas, burlas y alcoholes, sin moraleja y sin imágenes; alegoría cristiana plena de trascendencias y diversidades, de pecadoras imágenes literarias y llorosas; papeles de colores rojos de sangre, amarillos de envidia, blancos, de nieve de culpas.

Estos dos términos marcan el contraste que promueven nuestra atención hacia este espectáculo anual y la pretensión infantil de desentrañarle. Podrá no tener argumento, pero es interesante.

Interesante, por el nuevo aspecto en que se revela el hombre mono revestido de percal.

Medio ácido, en él, se manifiesta nuestro fondo de lujuria y crueldad, más escondidos el resto del año detrás de las otras caretas. Se ve mejor lo poco que es necesario para conocernos todos: basta con taparnos la cara. Vemos también la necesidad de gritar, de regocijarnos a fuerza de chillidos y cantares.

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El hombre canta en los lugares solitarios para distraer su miedo. Grita para apagar su amargura, a pesar de todo, para no oírse a sí mismo.

(En el lienzo Entierro de la Sardina, de Goya, esta impresión fonética se da con gran violencia. Este lienzo parece un alarido. Suenan terriblemente las voces de sus caricaturas. Se presiente una mala ventura detrás del cuadro.)

Entre todas las máscaras de ese cortejo desenfrenado, hay una especie de máscara filosófica, máscara síntesis, que pasea su indiferencia y su humorismo entre el barullo ajeno. Avanza como si nada fuese con él. ¿Quién será? Acaso un probo funcionario oficinesco, maduro y cargado de hijos; un grave doctor ensimismado, un quídam, un aristócrata, un artista. No lo sé.

Cierto carnaval me entretuve en seguirle.

Vestía un dominó negro de botones rojos, careta blanca. Iba solo, taciturno, despacio, con las manos a la espalda. Desembocó por la calle de Alcalá, mezclado con la muchedumbre, siguió por la Castellana, hasta el Hipódromo. Allí bajose el antifaz y se puso a fumar tranquilamente.

Apreté el paso para alcanzarle, deseoso de verle el rostro, pero todo fue inútil. El humo espeso del cigarro le envolvía por completo... Luego emprendió el regreso, ya anochecido, al mismo paso y con la misma actitud. Siempre con el antifaz puesto, siempre taciturno.

En la Puerta del Sol compró un periódico y bostezó, metiéndose después por las callejas de los barrios antiguos cercanas a la Plaza Mayor. Al volver una esquina, creí verle meterse en un portal; pero al acercarme al sitio por donde había desaparecido, no vi nada. Nada. Allí no había puerta alguna.

Sólo un largo paredón perteneciente a un viejo palacio.

Iba a continuar mis curioseos, pasmado por la misteriosa desaparición, cuando percibí junto a mi oído, y sin que nadie la diese, una carcajada rápida, como un lamento. Más que deprisa me alejé de aquel sitio.

El suceso nada tenía de ilógico.

Mi máscara triste era una máscara simpática que había aprendido a desaparecer. Sólo yo ignoraba la manera de ver algo donde no hay nada.

Siempre me pasa igual con mis máscaras tristes. ¡Siempre me ocurre igual con mis carnavales!



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ArribaAbajo Libros

Dad al César lo que es del César, y al libro lo que es del libro. Y del libro es, sencillamente para muchos, las tres cuartas partes de la vida.

Amar en el libro, sufrir en el libro, sutilizarse en el libro, crear una atmósfera artificial libresca en nuestro mundo interno, es huir del mundo necesario. Envenenarse, como el morfinómano o el alcohólico, pero burlando la inarmónica violencia de la realidad.

El lectómano pierde una vida, pero encuentra otra. ¿Cuál de las dos vale más, o, mejor, cuál de las dos vale menos?

La transformación lenta del ser humano, en tomo ambulante, no deja de tener sus peligros; la castración ideogénica (erudición) y la fiebre grafománica (literatura).

Las más de las veces resulta inofensivo este tránsito; pero otras Werther dispara su pistola, y Mr. de Phocas se pone monóculo.

Y esto es lo grave.

A los quince años, la lectura es emotiva. Nos revestimos del carácter de los personajes que tratamos. Después pasa a ser representativa. En todo buscamos la clave simbólica.

Es la época en que esperamos la entrada en el aula o a que se desocupe la mesa de billar disputando sobre Schopenhauer o sobre los cuatro graciosos golfantes de Murger. En la última etapa, la lectura reflexiva nos hace colaboradores del autor en digresiones y argumentos.

Una vez tomada la costumbre del libro, es imposible prescindir de ella. La luz encendida toda la noche en la alcoba lo atestigua. Nuestra pedantería lo subraya. Lectómano y bibliófilo se confunden corrientemente. Por excepción, el último absorbe al primero.

Yo conozco a un sujeto, poseedor de muchos libros, que no lee nunca; pero que goza imaginándose historias supuestas sugeridas por el simple título de sus volúmenes.

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No es bibliómano, ni bibliófilo. Puede que sea un estúpido. Pero esto no se puede asegurar.


Placeres

Mirarlos en los escaparates. Sobarlos en los puestos de viejo. Pedirlos prestados a los amigos. No devolverlos.

Existe toda una escala de gratitudes en la conquista y posesión de esos macitos de papel impreso.

Hay el libro huraño, gordo, que removemos con miedo en su estante y que reza agresivo en su lomo: Tratado de Legislación mercantil.

Hay el libro pequeño, en rústica, que todos buscan, que todos leen. Tal novela, tal autor.

Hay el libro insinuante, frívolo como una muchacha, que nos ríe desde el escaparate, exclamando: Versos. También como cualquier mujer suele emboscar detrás de su ingenuidad un fraude.

En sus estrofas ruge Baudelaire, o solloza Leopardi. Y hay el libro que nadie lee.

De lujo, suntuosamente encuadernado en piel, que no sabemos de qué trata, ni de quién es.

Libro que sentimos la tentación de regalar a esa dama, también desconocida y de lujo, de la que sólo sabemos que también está excelentemente encuadernada en piel.




Impurezas

Un viejo desdentado, con antiparras verdes, ofrecía libros, hace años, en una plaza madrileña.

Los ofrecía, maliciándolos, al oído, a los mozalbetes y a las mozas de servicio. Eran libros de pocas hojas, de prosa... exagerada y de ilustraciones y fotografías amablemente viles.

Primer canalla amigo que devoran con los ojos encandilados, en un rincón del colegio, la pequeña Teresa, el pequeño Enrique y, junto al fogón de la cocina, la buena bestia de Paca, la criada.

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Primera revelación cruda, en el espléndido despertar de los sentidos. Al recordar estas primeras congojas, ya de hombres, aunque pretendamos ocultarlo con desdén, nos complacemos ante esas fotografías, en realidad cándidas, que ningún viejo de antiparras tiene ya necesidad de vendernos, porque sabemos de sobra dónde encontrar los originales.




Tristezas

El libro jocoso que llevamos para que disipe sus brumas al enfermo, que sólo vio amarguras en sus burlas.

El que espera en la mesilla de noche al insomne. El que yace en la librería revuelta del que ha muerto, sugieren penosas asociaciones de ideas ingratas, de ausencias, desolaciones.

Como en nuestros compañeros de planeta, en los libros, a medida que vamos viendo claro, observamos que acentúan su aspecto desagradable, menos efusivo cuanto más exacto su sentido humano.

También resulta frío releer aquellas páginas cariciosas que nos dejaron un buen recuerdo.

A distancia D'Artagnan es un imbécil. Sin embargo, nunca fuimos tan lectores como cuando nos entusiasmaban sus desafíos y sus borracheras de borgoña.

A medida que leemos, vamos leyendo peor. Paradoja. Verdad.

Si no como tristezas, como molestias para los demás y perversiones individuales se pueden apuntar estas dos: la sugestión del libro único y la sugestión de los favoritos. Para el libro único existe el lector único, el lector del libro doméstico que se encasqueta en su cabeza por dentro como se encasqueta su sombrero por fuera.

El que no se sale de su Quijote. La que no se sale de su Bécquer. Los que después de escuchar elogios tributados a cualquier escritor moderno, a quien no han leído, sonríen despectivos, saltando con algo parecido a esto:

-Pero como D. Juan Valera, ninguno.

De la sugestión de los favoritos es imposible librarse.

A veces, esta sugestión no se basa en entusiasmo por la obra, sino en otros detalles secundarios: afán de llevar la contraria a la opinión general, afinidades temperamentales con el autor, esnobismo, etc.

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Para los dilettanti de nuestra época, un tiempo se llevó Nietzsche, otro D'Annunzio; ahora se llevan Bergson y Tagore. Lo mismo un poeta que un novelista que un filósofo. La cuestión es que caigan bien en la charla.

-¿Conoces a Rabindranath?

-¡Oh! Hace mucho tiempo. Lo leo en inglés.

La tiranía de los favoritos llega a todas partes. A la mesa de comer, al lecho, al tren, y, sobre todo, al lugar dilecto de la biblioteca.

Individuos hay que le leen a la novia el Kempis, y otras que no pueden prescindir del bicarbonato y de Ricardo León...



LA FERIA DE LOS HUMILDES

Muy melancólico el puesto de libros viejos, con sus hojas deterioradas, amontonados, deprimidos, humillados. Ellos son los caídos, los dolientes, los humildes. Tienen una vetustez amarillenta, y algunos, facha de desengañados precoces, como los niños incluseros.

Ocultan un sueño de éxito que deshizo la realidad, una derrota en el apellido desconocido de su autor, un hombre que creyó y quiso, y que quizá por esto fue burlado por la suerte.

Montones a 2 reales, a 15 céntimos, a 30 céntimos.

Títulos de obras en los que se nota un afán de originalidad frustrada: Reptil de altura (?), comedia en dos actos; Ascua de hielo, novela; Frenesí corruptor, novela.

Un drama, mucho más dramático de lo que supuso el dramaturgo, ¿Amor u Honra? Un juguete cómico, sin gracia, La vuelta del duro o el regreso del sevillano; un manual de agricultura (éste sí tiene gracia) de complejo título, Injerto, poda y formación de los árboles y vides, con las nociones indispensables de botánica y fisiología vegetal para comprender el fundamento de las operaciones, por D. Diego Navarro y Soler (Madrid, 1879). Al lado de unos folletitos picantes: Un conejo para dos, Las de Garabatillo, el temeroso volumen de un concienzudo alemán llamado Zürcher: Naufragios célebres, volcanes y terremotos, junto a un devocionario, el Doctrinal taurómaco, de Hache, y cerca de Ayes del alma, poesías de Campoamor, un tratado de siderurgia.

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Fechas, folios, hojas, estampas, periódicos, manuales, catálogos, de historia, de viajes, de lingüística, de literatura, de economía política, de religión, de sport, de navegación. Y sobre todo ello, en la picota de un olvido despectivo, los nombres de los múltiples Pérez y Martínez, Fernández y Garcías, vociferando en las cubiertas.

Por excepción suelen encontrarse libros estimables, a pesar del sentir de los husmeadores de libros de lance, que los creen a todos de alto mérito por el solo hecho de ser viejos.

De ser viejos y de ser adquiridos por ellos.

El buen husmeador realiza sus hallazgos por el olfato, como los canes.

Hay puestecillos de viejo que huelen a Pereda, como los hay que huelen a logaritmos o a carcoma.

En la Feria de Otoño, del Prado, transcurren bien las horas.

La luz plomiza de las tardes de octubre produce un estado de sensibilidad saudosa, apacible. El clérigo anciano, el estudiantillo, el caballero de capa y hongo, buscadores de libros; los puestos de avellanas y acerolas, las acacias sin hojas y los primeros faroles encendidos componen una nostalgia tibia, promovedora de nobles intimidades pensativas.





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ArribaAbajo «Renovarse o morir»1

La avidez renovadora que impulsa al niño a querer los años que han de llevarle a ser viejo, y al viejo a querer volver a ser el niño que pasó, sin las molestias que también pasaron, y la variación constante que rige esa función armónica de momentos y formas que llamamos moda son manifestaciones de una misma actitud de conciencia, hacia un supremo equilibrio de adaptación, nunca logrado, que, informado en lo antiguo, se resuelve en lo nuevo.

Lo Nuevo.

El motivo de la acción invariable que tiende al fin oscuro del Concepto, de lo Inmóvil, de lo Inmortal. Lo Nuevo, esa última estatua maravillosa y concreta que yace en el bloque inconcreto de mármol. Ese mañana mejor, que se esconde en el enigmático bloque del Tiempo.

Tras él marchamos, por él persistimos, en él damos cita a las mejores excelencias del logro, a las mejores excelencias de la promesa.

El subsuelo, el suelo, el mar, el submar, el aire son violados por nuestro afán de logro, de amplificación de espacio en el minuto, placer, de la distancia sometida a un deseo, a veces, infinito, impaciente, vesánico; vértigo de la velocidad, de la altura, de los espacios y de las fuerzas.

Las máquinas modernas cumplen esta necesidad viajera, que nos lleva a renovar en medios diversos los resortes gastados de la emoción.


El tren

Viajar hoy no tiene encanto -dicen los evocadores de los viajes antiguos. Viajar debía de ser muy hermoso cuando de Madrid a Toledo se tardaban tres días. Prescindiendo de lo pintoresco -porque lo pintoresco no desaparece, se renueva con otro carácter-, los pretéritos carromatos, galeras y sillas de posta tenían menos   —26→   valor estético (como promovedores de sensaciones armónicas) que nuestro actual ferrocarril, el automóvil o el barco.

Visto de lejos, desde ahora nos parece interesante el espectáculo de la silla de posta corriendo con sus briosos caballos por una carretera polvorienta, parando a la puerta de un mesón perdido en la sierra, adonde descienden, con sus atavíos románticos, Manon y Des Grieux, el pálido abate Farlini, un oidor anciano que marcha a Indias y un bizarro capitán de los guardias del rey.

Visto en estampa del siglo XVIII, resulta interesante.

Pero, en realidad, la sucesión de aspectos entonces era más lenta que hoy con el raudo sud-express y el vertiginoso automóvil, y, por consiguiente, menos intensa. Y las impresiones pequeñas del pueblecillo, del paisaje sentido menudamente , debían de resultar más monótonas de lo que nuestra fantasía supone.

Además, los reposos seculares y poemáticos de la tierra -la llanura, la montaña, el rincón campesino donde nos sorprendió una noche desmayada de abril- no son invisibles a la retina moderna.

El tren posee una personalidad extraña.

Es astuto y modesto, serpeando en el horizonte, marchando a ese término a que nosotros sentimos la tentación de marchar.

Es fiero y brujo, halagador del siniestro en la estruendosa vibración de su paso sobre los puentes metálicos y a su entrada en los agujeros de los túneles. Formidable, en su arribo a los andenes de la estación; aullante, ruidoso, estridente, con su pito desgarrador, sus hierros estentóreos; sus nubes de vapor blancas sobre la chimenea y su ojo colérico y rojizo en el frente de la locomotora.

Es sencillo y alegre, en una buena mañana de verano, bordeando una costa.

El tren (tren, palabra sobria y fuerte) no pierde su respeto jamás, porque nunca abandona su posibilidad de tragedia, que brilla más que las demás tragedias en las planas de los diarios.

«Naufragio», «Accidente automovilista», no tienen para nosotros la ilusión de catástrofe que esta otra noticia sencilla y horrible: «Choque de trenes».

Luego, el tren, el tren de lujo, conduce en sus cámaras un extracto penetrante de humanería selecta, intersección de varias trayectorias de vida, coincidentes sólo unas horas,   —27→   para después perderse en sus diversas rutas. En él coinciden el gordo comerciante, siempre atento a sus negocios de bolsa; la muchacha enferma, con su gorra de jockey y su cubrepolvo, de cuerpo flaco, que busca en las alturas un poco de aire puro para su tisis; la pareja entusiasta, en su viaje de novios; el viejecillo rico y neurasténico, que rueda de hotel en hotel como pájaro sin nido, y, sobre todo, ese tremendo gozador, ya apoplético de goces, ciudadano del mundo, que cruza la tierra en una perpetua renovación de estímulos. Producto muy europeo que abunda más de lo que se cree.

Hace una mañana fría y húmeda.

Los cristales empañados del vagón desdibujan, sin desentonar, los caseríos y los campos. El verde finísimo de los prados cambia en extensas zonas sus calidades de color: verde azul, en los términos próximos, y verde claro desvaído en blanco, en los lejanos. La bruma, esa bruma llorosa del norte, llena la atmósfera helada y transparente. El sonido -campanas, voces de gente en las estaciones- se difunde preciso, sin resonancias, en el aire.

Son las siete de la mañana.

En espera del desayuno, embutido en mi gabán, con la gorra calada hasta los ojos, de pie en el pasillo del coche, me entretengo en hacer chocar contra el cristal el humo de mi cigarro: choque de grises.

El ritmo ruidoso del tren compone una frase sin sentido, que repito mentalmente. Intensifico a propósito un leve escalofrío que recorre mi cuerpo.

-¡Brrr! -hermosa mañana para fundirse en este vaho turbio de tenuidades, de ideas impresivas... Aquellos montes lejanos deberían volverse como copas hacia el cielo, como campanas de cristal cenicientas. Pita la máquina. Pitan también, sonarían (¡con qué sonido sordo y extraño!) esas campanas de cristal ceniciento, aquellas colinas volcadas como copas hacia el cielo.

Llegamos.

¿Adónde? A todo fondo se ve un pueblecillo, caídas sus casucas como en un golpe de dados, en mitad de un valle nuboso.

... La torre de la iglesia.

Una chiquilla de pañuelo a la cabeza, inmóvil, sostiene un banderín rojo. Nos miramos: choque de tedios.

El ferrocarril acorta su marcha.

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-¡Hombre! A ver si eso del desayuno se prolonga -al pasar junto al departamento de la señora guapa, aquella señora guapa que vi anoche (enseñando, mientras dormía, un poco de pantorrilla), lanzó un atisbo. Ahora está sentada, muy seria; no enseña nada. Me parece peor que de madrugada, menos guapa. Bueno, es que esta luz de leche (de leche mala) de la mañana no favorece a ninguna mujer.

Paramos.

¿Por qué paramos, si aquí no hay nada, ni nadie, ni casas, ni andén?

-Debe de ser un apeadero -dice en soliloquio un caballero gordo que me pisó anoche-. Estamos tomando agua.

Yo he pasado unas horas en la bestia negra de la locomotora. Y sufrí una conmoción pagana de fervor hacia el Acero, el dios del Walhalla de las montañas de carbón, donde el maquinista y el fogonero eran el Cuadrigario y el Palero formidables conductores de este Pegaso, de esta bestia negra de la locomotora. Veía como dos riendas los dos raíles, que, sin duda, sujetarían allá delante a los otros tres furiosos corceles negros de la carrera furiosa.

El Cuadrigario, alcohólico y grasiento, se asía, en un escorzo clásico, a las palancas de maniobra, mientras el Palero hundía como un tridente su pala en las entrañas de la caldera.

Lumbres exaltadas chispeaban por la mirilla, y como rencores, como remordimientos en la caja de fuegos, gemían los espíritus atormentados de la combustión. Entre los monstruos, yo era sólo una tímida sombra batida por el temblor de la plataforma, la disnea de la caldera y el trallazo silbante de la sirena.

Cruzábamos campos manchegos, a la luna clara de junio, que proyectaba absurdos espectros en el páramo; un fabuloso jinete, cuya lanza llegaba al cielo, y un grotesco aldeano montado en un pollino.

-Señor, señor, voy cautivo en la cárcel de hierro de la máquina, veloz y cautivo, triste y cautivo, progresivo y cautivo, desesperado y cautivo; redimidme, señor -nadie escuchaba.

Sólo yo escuchaba, al compás del estruendo de herrajes y vapores, unas tonantes y burlescas estrofas: «Te inmolarán los fieros Cuadrigario y Palero, te anularán los fieros Cuadrigario y Palero, te matarán los fieros, etcétera, etc.».



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Los pájaros negros

Aquel viejo hombre del mar, Ismael, tenía un concepto noble de la vida.

Uno de esos conceptos aristocráticos que suelen sorprenderse en algunos hombres rudos, alejados de las incómodas ficciones de las esferas intelectuales y mundanas. No en todos los hombres rudos, naturalmente. La mayor parte de los hombres rudos son además torpes y tan vanidosos dentro de su medio como cualquier subsecretario.

Pero el roce habitual con las violencias de la naturaleza parece que matiza el espíritu de indulgencias, mezcla de beatitud y comprensión universalista, especie de mojigatería cosmogónica.

Aquel viejo hombre del agua, sin sotabarba marinera y sin pipa, pero con esos ojos esmerilados característicos de los parientes del mar, reducía en unas cuantas frases hechas, cortas, claras, lentas, toda su sabiduría de las cosas y de los seres.

-Hoy vamos a tener pájaros negros -decía cuando el agüero hacía resonar su fantasía, con el anuncio de menudas o fuertes calamidades: enfermedad, galerna, catástrofes o tristezas-. No volarán ellos menos porque yo no quiera. Si siempre son negros, ¿qué importa que sean unos u otros? -si siempre hay que sufrir (traducción), ¿qué más da la causa?

Para expresar sus estados de alma indefinibles pronunciaba una rara onomatopeya, acompañada de un balanceo de cabeza especial:

-Raco, raco... carlino, carlino, raco, raco.

Los pájaros negros eran bandadas de gaviones oscuros que, en las borrascas, buscaban refugio, internándose en la costa.

Él los miraba siempre con prevención, a pesar de su costumbre de verlos. Fruncía las cejas, los miraba, siguiéndoles atentamente con la vista.

-Malo será el día que venga uno blanco entre ellos -refunfuñaba.

Su concepto elevado de la vida se basaba en la finalidad providencial que la concedía. El esfuerzo, el dolor, el sacrificio, no eran sólo caminos de perfección, en que no creía, sino formas de una misión desconocida para el hombre, cuyo significado se oscurecía en la vana existencia.

Era amigo del contraste. Artista.

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Mostraba en los momentos luctuosos una cara serena y aun satisfecha, y se entretenía ligeramente en las buenas fiestas. Humorista.

En las callujas del pueblo pesquero entonaba con sus pandillas de marinos una canción larga, adormecida y llena de carácter, en las madrugadas en que quedaban de aviso para despertar a los camaradas, que debían levantarse para aparejar y hacerse a la mar.

A mí me gustaba verle avanzar por la vereda serpeante del faro, a la hora altiva del anochecer.

Yo, sentado en un peñasco, y creyéndome importantemente meditador, quisiera que hubiese vestido el típico traje del lobo de mar, que tantas veces hemos visto en la estampa y previsto en la imaginación; pero el hombre más tenía aspecto de minero o de faquín que de viejo lobo de mar de novela.

Mi vista saltaba de un islote cercano a un langostero recortado sobre la bruma del horizonte, a la pequeña bahía del puerto.

Bahía.

Esta palabra resbalante, ignoro por qué, promovía en mi mente raras imágenes, pictóricas, marinas: un puerto de noche, luces reflejadas en el agua, un navío que sale a algo heroico, haciendo sonar su sirena, y voces y músicas en los muelles, como quejidos, como entusiasmos...

Pensaba en un verso magnífico que terminase en una estrofa lánguida y biselada parecida a ésta:

-«En la bahía azul de Río Janeiro».

-Buenas tardes, señorito.

-Hola, amigo.

-Hasta mañana.

-Oye; de eso del tabaco inglés, ¿qué hay?

-Ya lo tengo hablao. Le traeré una libra para probar.

-Con tal de que no sea muy caro.

-No. No es muy caro.

Regreso. El ruido del mar y la mezcla de olores excitantes, fundidos en la oscuridad, me producen ese delirio endeble de las horas confusas:

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«El mar, temor, Luna, perros, peces que brotan del agua y saltan a tierra, nubarrón color sombrilla de aquella que recuerdo, polifonía, tabaco inglés de contrabando, 'bahía azul de Río Janeiro' -¡bello verso!-, nervios, nada, prisa...».




La isla misteriosa

Desembarcamos los dos, Sandoval y yo, cierta mañana en la isla de Vernia. En estas primeras luces de la mañana, el islote parecía de lejos un caramelo de fresa. Sandoval (este buen amigo de alma niña y quijotesca), con sus vendas en las pantorrillas flacas, su gorra inglesa muy calada, su alpenstock y su mochila llena de cosas prácticas, iba un poco tartarín.

Yo llevaba un frasco de ron y un revólver para crear y deshacer fantasmas. Ambos habíamos quedado la noche anterior en que «en efecto, la isla de Vernia bien podía ser maravillosa». «Todo el mundo la miraba con recelo, y refería de ella cosas absurdas».

«Él (Sandoval) había podido comprobar que algunas noches, sobre todo las tormentosas, se agitaban luces de diversos colores, en lo alto de la peña Iris, y que una especie de navío oscuro arribaba a su playa».

-¿Acaso un buque fantasma?

-No sé. Pero yo sé muy bien lo que me dijo -afirmó severo, advirtiendo quizá un retozo risueño en mis labios.

Me callé. En sus pupilas fulguraba el enigma.

Aprecié ese choque de alejamiento que producen las miradas paradas de algunos niños, el malestar sugestivo de las miradas del loco.

Decidida la excursión, a la mañana siguiente la emprendimos.

La mañana se presentó lírica, vaporosa, de cambiantes dorados y azules fríos. En la isla sólo existía una especie de caserío, formando una plazuela y una calle, habitado por dos o tres docenas de pescadores. Por el norte cortada a pico, excavada, resonaba furiosamente. Tenía dos playas, una de ellas pequeña, montada por monstruosas agrupaciones de peñascos. De la otra, practicable, se metía en el mar un largo malecón, con una caseta de carabineros en la punta.

Un faro. En un monte, una meseta central, y sobre ella, como una pirámide, el sitio más elevado de la isla: la peña Iris.

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El lugar tenía algo de oasis espiritual; sin curas, ni ermita, ni iglesia, ni nada. Cuando algún extravagante moribundo deseaba la extremaunción, se pedía al puerto próximo, llegando el sacramento dando tumbos en una lancha.

El espectáculo resultaba original.

Los chiquillos isleños corrían jugando delante del viático, y los mayores no ponían esa cara mustia con que significan su respeto las personas del mundo. Del mundo, porque Vernia parecía estar fuera del mundo, y este gesto pagano de sus pobladores resultaba, según el humor de uno, a veces extrahumano en bárbaro, otras, extrahumano en sabio.




De ocho a dos

Desayunados y echando humo por nuestras pipas emprendimos la marcha hacia la torre, como la gente llamaba a un templete medio derruido, de gusto clásico, que se alzaba en la meseta, debajo de la peña Iris.

Al lado del templete había un lago de agua dulce, desabrido, lleno de espadañas y juncos.

La escenografía del lugar impresionaba como un foro dramático. El mar extenso, violento al fondo. El lago, tendido en una siesta fúnebre. El templete huraño, en la desolación de sus pedruscos.

Estas soledades hondas se agrandan por triviales sensaciones físicas; el viento acre del mar y la audacia desdeñosa de los animales sorprendidos en su vida oculta. El lagarto nos mira fijo desde la piedra; el ave vuela despacio sobre nuestras cabezas, sin hacernos caso; desde un árbol, un graznido impertinente sostenido nos distrae primero, después nos molesta, luego nos irrita, por último nos alarma.

El mar, insociable por naturaleza, comunica esta propiedad a los campos costeños, y no sólo empaña su ingenuo carácter bucólico a fuerza de bruma, sino que les da un matiz filosófico ingrato y hostil.

En cambio, es un gran purificador de espíritus preocupados.

Conversando alegremente Sandoval y yo, empezamos a subir la cuesta de la torre a pleno monte. Callamos, porque la subida resultaba cansada, y parece que las cuestas arriba influyen mucho en las efusiones amistosas.

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A las doce llegamos a la cumbre de la isla.

Mi amigo correteaba como un loco, contento y feliz como un rebeco joven que sea contento y feliz, y me comunicaba sus ocurrencias acerca del panorama. Yo tiraba tiros por distraerme.

Como corría demasiado viento en lo alto, decidimos bajar un poco hasta el lago, comiendo en la torre, resguardada de aireaciones incómodas.




De dos a seis

Nada, un poco de siesta.

A eso de las cuatro y media el cielo se encapota; el mar, ancho, golpea en el acantilado. Tiembla la punta cana de la barba de Sandoval.

El viento nordeste me produce, como siempre, un tedio especial, marítimo y sereno. Sereno, clásico, un aburrimiento de sabor griego, como el templete de la isla. Armónico, diferente del aparatoso y seco aburrimiento romántico o del neobizantino con tendencia al sueño.

No hablamos.

Miro al agua. Ambulamos de un sitio a otro.

Sandoval frunce las cejas, olfatea esencias misteriosas, palidece.




De seis a doce

-Querido amigo, no me divierto.

-¿Por qué?

-Porque no me divierto. Usted me ofreció fantasmas, y no me los da. El crepúsculo pasa, y esto no va tomando carácter sobrenatural.

-No toma carácter sobrenatural porque no es la hora.

-¿Pues a qué hora hay que esperar?

-A las doce de la noche.

-¿Y qué ocurrirá a esa hora?

-Pues que el mar se rasgará, se pondrán bambalinas nuevas al cielo y aparecerán los dos torcidos y el gigante de los ojos ciegos, que vendrán por nosotros.

  —34→  

-¿Para qué?

-Para lo que usted quiera; invente usted el episodio.

-Pues para que nos maten.

-Bueno. Se darán las órdenes oportunas.

Mi amigo no era un vesánico, como pudiera creerse. Al menos su comportamiento ordinario no podía ser más normal. Hombre maduro, tranquilo, hogareño, razonador.

Sin embargo...

La seriedad con que decía sus extravagancias, su aspecto sombrío, su lividez, todo me indicaba que sus palabras respondían, no a una simple broma, sino a un delirio sosegado, delirio hondo, de verdadero loco.

La noche se echaba encima.

-Le advierto -me dijo Sandoval- que eso de que nos maten tiene más trascendencia de lo que usted cree. ¡Piénselo bien!

Yo iba a responder que se dejase de quimeras, cuando una duda levísima de que aquel hombre pudiera burlarse de mí, aquel hombre a quien profesaba bien poca estima intelectual, me impulsó a decirle fríamente, mientras daba al aire una bocanada del humo de mi pipa:

-Está bien pensado. Moriremos.

De lo alto de Iris salió en aquel momento, con dirección a la costa, una bandada de pájaros negros.

Me estremecí sin querer. Pensé en mi marino agorero y en la jettatura de los pajarracos.

Teníamos que pasar la noche en la isla. A las nueve cenamos en casa de un patrón conocido. El huésped nos había preparado nuestras camas, pero Sandoval me arrastró a dar un paseo por la playa.

Realmente, la noche era estupenda... Algo de frío.




La alucinación

Las doce menos cuarto, las doce menos diez, las doce menos cinco... Las doce.

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Señores: Yo declaro que jamás he estado más sereno que en aquellos momentos. Todo lo que vi, aun haciéndome sufrir mucho, lo vi perfectamente, con claridad absoluta y conciencia plena. Incluso el desdoblamiento de mi personalidad.

Ello fue así.

Rasgose el mar negro como una gran tela de seda, bajo una luz sorda como de acuario, luz procedente de unas estrellas invisibles, sin duda, escondidas detrás de sí mismas.

Un navío silencioso, arbolando el rómbico estandarte del pirata, pero sin ostentar calavera ninguna, avanzó por la rasgadura, fondeando en nuestra playa.

Los dos torcidos y el gigante de ojos abismados saltaron a tierra. Sandoval y yo (otro Sandoval y otro yo) fueron humildes a su encuentro. Volvieron (volvimos) la cabeza y contemplamos una gran plaza, llena de sol de verano y de gente vestida de trapos de colores chillones que hablaban un idioma desconocido.

Gritos. Alegría.

En mitad de la plaza, se levantaba un tenderete algo parecido a una carnicería, donde un hombre de cara patibularia y repulsiva aguardaba.

Nos dirigió un gesto extranjero y una mirada oblicua, japonesa. Era el verdugo. Un verdugo. Nuestro verdugo...

El gigante y los corcovados nos hicieron una reverencia y desaparecieron. En su lugar quedó un pelotón de soldados al mando de un oficial exquisitamente perfumado. El horrible verdugo tenía en la mano una navajita curva, cuya hoja tendría quince centímetros de larga, todo lo más.

Primero empezaron a discutir el ejecutor y el oficial, en presencia de los condenados, erizados de espanto, espeluznados, el precio de la tarea. El verdugo quería que le diesen cinco duros por cada cabeza. El oficial regateaba; ofrecía seis duros por las dos cabezas. Al fin, ambos se pusieron de acuerdo; se pagarían ocho duros por las dos ejecuciones.

Ya satisfecho aquél sobre su paga, agarró a Sandoval, le derribó al suelo, se le echó encima, y desabrochándole la camisa, le empezó a raspar un poco la garganta. La víctima forcejeaba, pero el verdugo, congestionado, sudoroso, le sujetó bien y le clavó despacio toda la hoja curva.

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Como el arma parece ser que se embotaba en la carne, el hombre, con voz serena y atiplada, gritó:

-Dadme otra navaja, que la mía no corta.

Mi pobre amigo yacía en tierra, convulso, disneico, con la garganta entreabierta, manando borbotones de sangre.

Diéronle otra navaja, y en un momento la cabeza quedó separada del tronco. Entonces oyose un lejano redoble de tambores.

Llegome a mí (al otro) la vez.

Rogó al verdugo que no le hiciese padecer mucho. Éste le dijo que procurase estarse muy quieto y que cerrase los ojos.

-Por amor de Dios, cortadme la cabeza más pronto que lo habéis hecho con mi amigo.

Echose luego en tierra, boca arriba, sobre la sangre del otro ajusticiado, y el operario le puso una rodilla sobre el pecho.

-¡Indulto, indulto! -gritó alguien.

-Vamos, vamos, acabemos pronto -dijo tosiendo el artista.

Pocos minutos después, las dos cabezas, chorreando sangre, pasaron de mano en mano.

Sonó otro lejano redoble de tambores.

-¡Ja, ja!, amigo Sandoval, qué cara ponía usted cuando le atizaron la cuchillada. Yo, después, dormí bien.

-Yo no -me respondió Sandoval, taciturno, pasándose la mano por la frente-. ¡Yo he pasado una noche horrible!




Comentarios

La segunda parte no la recuerdo bien. Regresábamos de la excursión, sin más incidentes que esta pequeña extravagancia de la alucinación, que yo procuraba explicarme simplemente como un fenómeno autosugestivo; pero mi amigo, que seguía hablándome de otros fenómenos experimentados por él, aseguraba que todos estos hechos eran reproducción de otros semejantes ocurridos cerca de nosotros.

  —37→  

Me refirió además una prolija escena fantasmática que presenció entre cuatro y cinco de la madrugada, mientras yo dormía.

Como la anterior, no tenía caracteres de pesadilla y sí de alucinación.

Me habló de una demoníaca fiesta de aparecidos, de danzas de árboles ensabanados y marineros ebrios, que a bordo de una goleta celebraban orgías irreales...

-Todo esto, dentro de lo fantástico, es vulgar; pero la sensación de verdad con que se produce y la aversión que a ese islote tiene la gente justifican nuestra aprensión, por lo menos la mía, y hacen desvariar al cerebro mejor equilibrado.

-Pero entonces -repliqué- esos pescadores que habitan la isla no podrán vivir.

-¿Y está usted seguro de que de veras viven?

-Hombre, yo creo que sí.

-Pues yo tengo mis dudas.

-Bueno, bueno; dejémonos de tonterías y procuremos regresar a casa limpios de supersticiones.

Sandoval encogiose de hombros. Cumplió con su ademán.




Dudas

Verdaderamente, la casualidad tiene bromas pesadas. Tan pesadas, que a veces vacila todo el fardo de sentido común que sostenemos en la lógica, ante el papirotazo del prodigio.

Era el caso que al día siguiente de nuestro inquietante nocturno en la isla misteriosa (nunca con más motivo aplicada la palabra) aparecieron en la playa del pueblo costeño, donde vivíamos, dos cadáveres descabezados, cuya procedencia nadie se explicaba, pues no se tenía noticia de ningún naufragio.

Algunos pensaban que serían víctimas de algún torpedeamiento alemán. La decapitación no era muy extraña, teniendo en cuenta la voracidad de los grandes peces y la ordinaria predilección que sienten por esa parte del cuerpo.

El caso era frecuente.

Ello constituyó el tema de conversación de las gentes durante varios días.

Confieso que el suceso me perturbó bastante.

  —38→  

Ismael, el viejo hombre de mar, explicaba;

Algo malo tenía que suceder. Apenas se puso el sol, arribaron para acá las sotanas...




Recapitulaciones

Nos civilizamos.

Este hotel elegante tiene ya el postín de un gran hotel del extranjero. Nada le falta. Es confortable. Tiene criados tiesos como chambelanes. Tiene una orquesta de tziganes para uso de bailarines y de pequeños filarmónicos. Confituras de valses vieneses. Tongadas, no más, para chicos transatlánticos. Su poquito de bacarrá. Su muchito de cocotería internacional.

Ambiente cosmopolita. Acentos nasales, ídem dentales, ídem laríngeos, ídem estomacales: franceses, ingleses, italianos, españoles.

Estamos en esa hora fuminosa en que las damas distinguidas se cambian de traje por tercera vez. En que los caballeros distinguidos se levantan de la cama. En que la guerra europea deja de cumplir su principal objeto, de distraer nuestra murria, con sus ofensivas y contraofensivas, muertos y heridos, batallas y demás. En que los ricos se aburren. En que los que no lo somos les imitamos, sin duda, por vanidad. En que el orbe nos parece una bagatela.

-Camarero, tráete el orbe.

-No puede ser, señorito. No le tenemos.

-Pues que le traigan.

(Conviene no pedirle con mucha insistencia, porque en estos sitios a lo mejor lo sirven. Cuestión de precio.)

Da qué sé yo pensar en el proletariado, cuando se está entre personas de lujo. ¿Si me notarán que soy izquierdista? -pensamos.

Pero, quia.

Aquí todos somos alguien. Todos tenemos la cara desdeñosa y el gesto cansado del hombre de mundo. Dinero fresco en el bolsillo (si no no se viene), y a flor de labio todos esos formulismos que nos permiten conversar y relacionarnos con el ricacho y la aventurera, lo mismo que con el torero o el político de fama.

La terraza está animada. Mesitas de laca, sillones de mimbre, personas apacibles. Los tziganes tocan un vals lento. Con sus fracs rojos, los músicos parecen menos   —39→   músicos, más posiblemente lacayos, más a nivel de la concurrencia beocia que les escucha. Aun en lo frívolo, en lo superficial, cerca de las gentes de posición abundan los detalles de servilismo. Es lógico.

El sexteto está bien así, colorado, académico, tocando una cosa muy vacía y muy llena. Muy llena de vacío (¡oh!), sensual, lánguida, tonta, como una de esas jovencitas de la aristocracia de que nos habla Montecristo.

El contrabajo, gordo y calvo, tiene cara de asco.

El violinista se contonea, dándole excesiva importancia a su papel de rascador humilde.

El pianista (primer premio del Conservatorio de París) se permite un alboroto de melenas que le caen por la cara en los acordes fuertes. Es un chico rubio, joven, fofo, de poca ortografía.

Viendo las melenas del uno, las violinadas del otro y el caparazón bermejo de todos, hay que preguntarse:

-Pero estos músicos, ¿qué se han creído? Me incomodo.

Desde que vi en una camisería el retrato de Kubelick lleno de pelos largos y con el cacharrito debajo del brazo, les he tomado tirria a todos los seres melódicos y a sus atributos, incluyendo la boina de Wagner, las patillas de Chopin y la chalina de Verdi.

Hasta ese aire de soñador sombrío que le dan a Beethoven en postales y grabados me parece ridículo.

Estas estampas son muy del gusto del público. El periódico habla de la ofensiva de Foch.

Los alemanes perecen de hambre. Miles de prisioneros, miles de cañones capturados, ametralladoras, tanques. Arden las ciudades. Se hunden los navíos. Krupp recuenta su oro sobre una pirámide de calaveras.

El fuego devora, el aire asfixia, el agua asesina.

Este mismo fuego que arde en mi cigarro, esta misma agua inocente del mar, este mismo aire tan claro, tan lírico, de esta tarde tibia, que entona mi piel con su tacto, que inunda mis pupilas de luz.

  —40→  

La misma agua, el mismo fuego, el mismo aire. Me siento civilizado.

Imposible.

El aire llevará la vida en su oxígeno, la armónica caricia del sonido a los oídos civilizados, la luz y la fragancia vegetal de la semilla generadora y los maduros frutos; pero el veneno, la explosión destructora, la muerte, no. El mar sostendrá en su superficie las carabelas ilusas y fraternas que lleven a su bordo la mercancía sagrada del trabajo y el amor, el trigo y el libro, la risa y la fe; pero el pez trágico que oculto en sus aguas lance el hierro criminal que despedaza y mata, no. El fuego arderá sumiso en el hogar, o en la caldera de la locomotora, o en la llama simbólica de la lámpara; pero en el noble edificio artístico, en el lienzo glorioso, hoguera sangrienta del odio, que aniquila y destruye, no.

No. La guerra no existe. Es una quimera absurda que hemos inventado. Una perversa alucinación.

Casi entorné los párpados, un poco desvanecido de sueño y de ensueño, cuando una fuerte trepidación nos sobresaltó a todos.

Por el horizonte avanzaba una escuadrilla de aeroplanos. Eran aviones de guerra, trepidantes, poderosos.

Abiertos de alas, como unas aves fantásticas, muy bellas y muy tristes.

Los aviones, los fúnebres pájaros mecánicos, me traían en su vuelo un amargo despertar borroso envuelto en el recuerdo de una frase:

-¡Pájaros negros, pajarracos!





  —41→  

ArribaAbajo Paréntesis

Se me ocurre ahora remitirme al título de este libro. Experimento la necesidad, después de leer el mosaico, la ensambladura, el revoltijo de mis cuartillas, de justificarlas un poco, ya que las palabras obligan, y yo sé a lo que obligan estas dos palabras: Divagaciones. Desdén.

Obligan a no obligar, pues en su amplitud caben todos los excesos de la amiga literatura, con tal de que lleve bien el aire frívolo y de que al enseñar los dientes ría con malicia.

Este libro, de divagaciones tiene algo: la incoherencia argumental de casi todos los trabajos que le integran y los saltos más o menos mortales que se dan entre párrafo y párrafo, muy parecidos a las desordenadas piruetas con que suele entre tenerse la imaginación cuando divaga.

De desdenes no sé. El desdén es posible que asome por cualquier parte.

Si no asoma es porque la amargura le ha detenido en su camino, refiriéndole alguna de esas cosas que no aparecen escritas en los renglones, pero que surgen sin querer entre la falsa literatura de las líneas.

Amargura.

Lo que quisiera desechar del volumen y del autor. Lo que es inevitable que posea a poco color de vida que refleje, ya que sin aquélla muy pocos hombres se verían tentados a mojar su pluma en la tinta.

El artista excelso o humilde es un ave esclava que vive en una jaula. Ve el aire, la luz, la descuidada libertad de los otros seres, y en su noble «ansia de espacio y sed de cielo» se lanza a la atmósfera entrañable de la libertad y de la vida; pero tropieza con los barrotes de hierro de su cárcel, y se desploma herido en el sucio tablero del suelo.

Luego, perece o se resigna.

Si se resigna, charla demasiado alto para aturdir su cabeza. Hay que perdonarle si desafina ligeramente, si con el esfuerzo inútil de sus voces salpica de su garganta un poco de sangre.

  —42→  

Detrás de todos los afanes el desdén aguarda; la adaptación es forzosa cuando se ha avanzado mucho en el camino de la experiencia.

Y menos mal si no llega tarde.

Las impresiones de muy diferentes momentos llueven en estas hojas, a plena sinceridad, prenda de honradez en el arte y en todo.

No se le debe conceder importancia a la turbia unidad de género si resulta clara la unidad de especie.

Cerremos el paréntesis de este quizá innecesario prólogo a destiempo y adelante. Optimismo, serenidad, armonía, no os vayáis muy lejos.



  —43→  

ArribaAbajo Yorick

Un Hamlet cualquiera podría también exclamar mañana con la calavera de este Yorick en la mano:

-¿Príncipe o bufón?

Este Yorick es un hombre vulgar, débil, algo verde, afeitado y vestido de luto, que entra y sale, va y viene, mira y habla, aquí y allá, entre éstos y aquéllos, más contento cuanto más anónimamente puede perderse en la vida anónima.

Que es príncipe, su vanidad lo asegura.

Que es bufón, lo acredita la actitud fría con que hizo los funerales de sus mejores deseos.

El humorismo, aun cubierto de hielo, es una bufonada filosófica. Y la filosofía es para el hombre -habla Latía- lo que el bisoñé para el calvo: una manera de ocultar a los ojos de los demás el gran vacío que en él dejó de llenar la naturaleza madrastra.

Debajo de las costillas unos llevan el corazón; otros, un hoyo. En el cerebro, prostíbulo de ideas, las hetairas nos brindan un hogar falso, una caricia falsa, un goce falso. Pero aceptamos sus teorías, porque el otro hogar, el de debajo de las costillas, está vacío, es un hoyo.

Así, este Yorick es un hombre vulgar, que mira y habla, va y viene, entra y sale... Luchar. Vencer.

¿A quién? ¿Adónde? ¿Y para qué?

Todas las mañanas, al tirarse del lecho, deja caer sus entusiasmos por ese embudo que mete su punta en el barril sin fondo del descontento.

Bruñidos los vidrios de la ventana por la claridad de agosto o empañados por el vaho de enero, su vista se pierde en la misma oscuridad. Todos los términos son pobres; todos los hallazgos, míseros; todos los apartes, bellos, breves.

¿Es ambicioso, impotente, desengañado?

Huyamos de los motes.

Es él, y no puede ser otro.

  —44→  

Hubo un día de esos decisivos, que todos los hombres tienen en su historia. De esos momentos cumbre de los que se parte para el Norte o para el Sur, sin regreso y sin remedio. De esos días en que el Destino se tira al alto como una moneda a cara y cruz.

Yorick jugó cara y salió cruz. Si hubiese jugado cruz, habría salido cara. Yorick entonces emprendió su ruta, siguió su rumbo, y a su paso por el camino contempló muchas cosas, hoscas, crudas, burlescas, lastimosas.

No eran nada. No parecían nada. Eran, simplemente, la vida. De la interferencia gloriosa que hubo en su alma aquel día -pubertad, pasión-, apenas quedó una cicatriz, un temblor de llanto cuyo timbre suena ya a recuerdo, a volar de pañuelo que despide desde lejos.

La vejez del hombre joven es la más terrible de todas. Juventud pálida en que para morir es todavía pronto, y para ser feliz es ya muy tarde.

El opio del libro alivió su fastidio y le abrió miradores egregios a que asomarse para contemplar los decorados de papel.

Pero pronto el fuego prendió en las decoraciones, y sólo quedaron cenizas irónicas. Entonces Yorick se sintió bicho, y como bicho quiso actuar: comamos, bebamos, gocemos -se dijo-, y comió y bebió y gozó.

Hasta que un día al cocinero estúpido se le ocurrió envenenar la comida. Desde entonces Yorick es dispéptico.

De seguir en el plan que iba, habría terminado en la misantropía. Pero de una parte que nunca dejan de sonar en absoluto las orquestas del entusiasmo, y de otra que consideró a la misantropía como gesto fuera de moda, y a él no le gusta desentonar nunca, juzgó que lo mejor era buscarse un aparte para sus preocupaciones, sin salirse de la formación común.

Sus apartes no los hace como un respingo de vanidad pobre. Ni pretende hacer callar a todos para que le oigan. Ni cree que tiene nada que decir, ni nada que solicitar. Busca el aislamiento, en medio del bullicio, para escuchar un poco sus vocecillas íntimas.

Y descansa de su propia voluntad en la voluntad de todos, en la voluntad de grupo. Al lado de los hombres que existen sin saber hacia dónde caen ellos mismos. Pero, a distancia, eso sí, de las hechuras de Maese Vulgus, que sabe de la hembra por la piel, de la ciudad por los servicios municipales y de su alma por sus estertores somnolientos.



  —45→  

ArribaAbajo Algeherit


Prólogo

Y Algeherit (cuyo nombre significa «hijo del Destino»), joven potente, bello y virgen de las malicias del mundo, se detuvo un momento en el bosque.

Y sintiendo hambre, cogió algunas frutas de las muchas que pendían de los árboles, y comió.

Y sintiendo sed, inclinose sobre las puras aguas de un cristalino arroyo, y bebió. Y experimentando un fuerte ardor juvenil, se acercó a una pastorcilla que por allí cuidaba sus ganados, y la poseyó.

Después, sintiendo un dulce cansancio, tendiose a la sombra de un corpulento árbol, y se quedó dormido.

Y así, Algeherit fue feliz por primera y única vez en su vida.

Cuando despertó, pensó que debía dirigirse a la ciudad, y alegre, esperanzado y medio desnudo, tomó el camino de ella.

En esto vio venir en dirección contraria a la suya a un viejo mendigo. Y el viejo mendigo sonreía de una manera enigmática.

Al llegar a su lado, el viejo mendigo de la sonrisa enigmática le dijo:

-Hermano, socorredme.

Algeherit le respondió:

-¿En qué puedo socorreros?

Y el anciano dijo:

-Hermano, dadme dinero.

Algeherit, que ignoraba el significado de muchas palabras, preguntó:

-¿Qué cosa es dinero? ¿Qué cosa es hermano?

El viejo le respondió:

  —46→  

-Dinero es aquello con que se compra lo que se vende y lo que nos pone en camino de adquirir lo que no se vende. Y como dijo un alto ingenio, si no da la felicidad, es lo único que nos compensa de no ser felices. Hermano es como nos llamamos los hombres unos a otros; por ejemplo, yo os llamo hermano pidiéndoos dinero, y vos, negándomelo, me llamáis hermano.

-¿Y para qué tenéis necesidad de dinero?

-Porque vengo de los hombres y voy a los hombres.

-Si tenéis hambre y sed -dijo Algeherit-, aquí en el bosque encontraréis frutas y cristalinos arroyos que aplaquen vuestra necesidad. Y aun si tuviereis otras necesidades ardientes -continuó sonriendo-, también podréis satisfacerlas en el bosque.

-Vengo de la ciudad, noble joven. Mi hambre ya no se aplaca con frutas; necesito carnes llameadas y sangrientas. Mi sed ya no se aplaca con agua; necesito vino. Mis ardores ya no se satisfacen con las ninfas del bosque; necesito amores impuros -y al decir esto, acariciaba con sus pardos ojos el cuerpo blanco de Algeherit-. Noble joven, vengo de la ciudad.

-A ella voy. Decid, ¿es allí la vida tan hermosa como dicen?

El mendigo, con su eterna sonrisa enigmática, dijo:

-Id y lo veréis.

Y luego volvió a repetir:

-Hermano, dadme dinero.

Y Algeherit le respondió:

-Hermano, no lo tengo.




Primera parte

La historia de Algeherit, el bueno



- I -

En la ciudad


Cuando Algeherit entró en la ciudad y le vieron descalzo y medio desnudo, los hombres le insultaban, las mujeres reían y los muchachos le corrían y le tiraban piedras.

  —47→  

Así, en vez de zapatos para sus pies, y vestidos para sus desnudeces, sólo le dieron insultos y pedradas.

Para evitar esto entró en casa de un mercader y le pidió una túnica y unos zapatos. El mercader le dijo:

-Dame dinero.

Y al ver que Algeherit no lo tenía, quiso echarle de su comercio. Entonces Algeherit, aprovechándose de un descuido del comerciante, le robó unas vestiduras y unos chapines, y salió, vistiéndose enseguida.

Al verse solo, ya pasadas las doce primeras horas del día, sintió deseos de comer y quiso hacerlo. Pero en la ciudad las frutas no penden de los árboles. Acercose a un hombre y le dijo:

-Yo quiero tener dinero.

Y el hombre, que era un hebreo joven de muy buen ver, le respondió:

-Gánalo.

-¿Y cómo hay que ganarlo? -murmuró Algeherit.

-Ven aquí y lo verás -le dijo el judío.

Y le llevó a un sitio donde se hallaba reunida mucha gente.




- II -

El pan y el palo


El sitio adonde fueron era una gran plaza donde muchos hombres cargados con fardos iban de un lado a otro, con grandes muestras de pesadumbre y de cansancio. Otros, sentados detrás de unas mesitas llenas de monedas de oro y plata, compraban y vendían las mercancías que los primeros llevaban a cuestas. Tenían mejor semblante y mayor gusto en su apariencia y atavío.

Y finalmente, paseaban otros hombres, los menos, muy satisfechos y dignos, ostentando lujosas túnicas de pedrería y raso, que no hacían nada, y que de todos recibían dinero y plácemes con muchos extremos de solicitud y respeto.

-He aquí cómo ganarás tu pan -dijo el israelita a su amigo-. Trabajarás como esos mozos agobiados que ves, y con tu mezquino salario ganarás tu pan. Sufrirás ignorancia, servidumbre, malos tratos y, como ellos, te esforzarás mucho y ganarás poco.

  —48→  

-Yo no quiero ser de éstos -dijo Algeherit-. Seré como aquéllos que están sentados detrás de aquellas mesitas, que sin esforzarse demasiado obtienen más provecho.

-Tendrás que hacer lo que ellos hacen. Éstos viven a costa del sudor de los cargadores de fardos, y aunque son menos en número, los dominan por el oro y por la energía. Se fatigan menos, pero aprovechan más. Necesitarás luchar con ahínco para ser de los suyos, y ser hipócrita, frío, intencionado...

-No -dijo Algeherit-, yo no quiero engañar ni hacer mal a nadie. Me dedicaré, pues, a la industria a que se dedican los hombres de los lujosos vestidos, que al parecer no debe de ser muy cansada, según sus actitudes.

-Entonces explotarás a todos los demás, si sabes, que, ¡ay!, es lo difícil -dijo melancólico el judío-, y serás poderoso robando a tus semejantes. Y si no tienes habilidad para hacerlo, te pudrirás en un calabozo.

-¿Y cómo siendo muchos más los oprimidos no se rebelan contra los poderosos?

-Porque has de saber que éstos están defendidos por ciertos artificios que se llaman leyes, que a su vez componen cierto complicado artefacto llamado Derecho, cuyo prestigio convence a los crédulos, y cuando no los convenciera, hay autoridades, y látigos, y cárceles, y patíbulos e instituciones armadas que les harían entrar en razón.

-¿Qué cosa son instituciones armadas?

-Son grupos de individuos que se adiestran en la forma de matar a otros grupos de gentes con prontitud y método.

-¿Son verdugos?

-No. Son soldados. También existen verdugos; pero éstos no llevan botones dorados ni tienen tanto prestigio.

-Luego no hay otro medio que cargar fardos.

-No hay otro medio.

Algeherit, dando un gran suspiro, comenzó a trabajar.

Y desde entonces comió. Mal, pero comió. Y aprendió a maldecir y a llorar.




- III -

Idilio


Cierto día, Algeherit sintió un malestar extraño e impertinente parecido a una fiebre.

  —49→  

Y viendo pasar a su lado a una hermosa y principal doncella, se percató de que lo que sentía era amor, y así, con la ingenuidad que todavía le quedaba, dirigiose a la hermosa muchacha y la dijo:

-Hermosa joven, yo os amo.

La joven, al ver el atrevimiento de un miserable cargador de fardos, irritose y preguntole:

-¿Quién sois vos?

-Soy un joven que os ama.

-¿Y qué podréis ofrecer para que os acepte, a mí, a la hija del muy poderoso señor Alí-Farandí de Almaramendía, dueño de cien tesoros y de diez mil esclavos?

-Puedo ofreceros, admirable doncella, amor. ¿No basta?

La joven entonces no pudo reprimir su indignación, y acertando a pasar por allí otras doncellas principales, entre todas se rieron y mofaron de Algeherit, al que encontraron ridículo y miserable, y el cual, todo lleno de vergüenza y con fusión, retirose prontamente.

Así Algeherit, en vez de amor, halló burlas y desprecios.

Pero como al corazón no se le manda, Algeherit, que había experimentado la funesta sed de amar, buscó una mujer de su igual y la dijo también:

-Yo os amo.

-Pues uníos a mí -contestole ella.

Y cuando, después de muchas fórmulas y ceremonias con que los hombres de la ciudad complican lo que los canes resuelven sencillamente, se unieron ambos, Algeherit exclamó:

-Ya tengo esposa.

Y ésta murmuró:

- Ya tengo esposo.

Lo que ninguno de los dos pudo decir es:

-Ya tengo amor.

Con lo que Algeherit empezó a desconsolarse y a comprender que se le habían aumentado sobre las espaldas el número de fardos.

A poco, el dinero de un gran señor comenzó a hacer mella en el corazón de la mujer, que era gallarda y nada huraña, y en el alma de Algeherit floreció la amargura y en su frente también.

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Volvió a suspirar nuestro mancebo y a maldecir, y, cogiendo unas cuantas monedas, se compró una mujer por un rato, convenciéndose de que en el amor, como en cualquier mercadería, todo es cuestión de precio.




- IV -

Laureles. Victorias


Aunque ya muy desconfiado de su fortuna, Algeherit tuvo ambiciones.

Y sufriendo por la suerte de sus compañeros de carga, quiso redimirlos y redimirse.

Con lo que les convocó a una gran reunión, y subiéndose a lo alto de una escalinata, les habló así:

-Hermanos, os hablo en nombre de la justicia.

Pero todos ellos sonrieron y se fueron dispersando.

Entonces el amigo de marras vino en auxilio de Algeherit, y le instó a que sustituyese aquellas palabras por estas otras:

-Miserables, os hablo en nombre de vuestro odio.

Algeherit dijo:

-Miserables, os hablo en nombre de vuestro odio.

La multitud, enseguida, volvió a juntarse y a escucharle con interés.

Algeherit, desde este momento, se hizo el jefe de todos los oprimidos. Éstos le respetaban. Los magnates le temían y quisieron comprarle.

Pero él, que aún creía en el mito de la justicia, rehusó dignamente.

A poco, los poderosos, que apreciaron en el apóstol un hombre de peligro para su seguridad, le tendieron un lazo en el que cayó.

Protestaron algunos de sus amigos; pero una buena función de bayonetas les hizo callar.

Algeherit (cuyo nombre significa «hijo del Destino») fue preso, sometido a tortura y, por último, arrojado a un inmundo calabozo, donde pasó luengos años de su vida sin que nadie se acordase de él.

(Aquí termina la primera parte, con la Historia de Algeherit, el bueno.)





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Segunda parte

Historia de Algeherit, el malo



- I -

Rendición


Al cabo de mucho tiempo, Algeherit salió de la prisión.

Y así como su cuerpo se había transformado, haciéndose débil y caduco, su espíritu transformose también, haciéndose egoísta y cruel.

De su experiencia pasada, extrajo estas tres normas de conducta, que en adelante no abandonó:

a) Sacrificarlo todo en beneficio propio;

b) No creer, fundamentalmente, en la honradez de nadie; y,

c) Devolver mal por bien.

Y sus primeras palabras fueron de adulación para el poderoso. Y sus primeros hechos, para proteger la concupiscencia ajena. Y sus primeras monedas, para el préstamo usurario.

Con lo que el poderoso le colmó de honores, el concupiscente le compró su confianza, y el préstamo usurario le multiplicó el capital.

Con grupos de lindas jovencitas hizo magníficos lotes, que distribuyó entre las casas alegres de la ciudad, actuando de intermediario y amigo cerca de los ancianos ricos y libidinosos que necesitaban carne de placer.

Y montó industrias de azar en los barrios trabajadores y ahorrativos del burgo. Los agricultores, los comerciantes, los empleados dejaban en el tapete verde de una mesa sus economías, mirando estúpidamente dar vueltas a una rueda llena de números, o colocar unos naipes al lado de otros, para averiguar qué jugadores iban a ser saqueados antes.

Compró fincas, traficó con crédito ajeno, explotó el trabajo de los desdichados, y se hizo rico.

... Entonces, creyó llegado el momento de intervenir en los asuntos del Estado. La cautela y el éxito con que había seguido sus negocios le permitieron poder ostentar en el pecho un cintajo de color, y ante las gentes, otro cintajo invisible, pero apreciable, llamado Honor.

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Y comprendiendo que éste es también un producto cotizable, le puso en circulación.

Embaucando a los necios que le llevaron a los más altos puestos de la Administración y de la Política.

Donde se encontró con que todos eran compadres. Utilizó los procedimientos usuales en sus nuevos asuntos, y a poco se vio ensalzado, envidiado y poderoso.

Y si bien en voz baja algunos le llamaban canalla, en voz alta le apellidaban ilustre. Y si no le amaban, le temían; lo que es mejor y más práctico.

En ocasiones (pocas) sentía frío en el cerebro; pero el alcohol y las fiestas disipaban sus nubes. Su antigua esposa estaba ahora llena de dignidades, presidiendo sociedades benéficas, exacerbando el dolor de los caídos con su ostentación y sus joyas.

Y quiso el Destino que una de sus mancebas fuese hija de aquella dama principal que en un tiempo desdeñó su amor.

La cual dama se daba ahora por muy satisfecha de la buena colocación de su hija. Y, en fin, Algeherit llegó a ser el árbitro y señor de la ciudad, con lo que arribó al límite de sus aspiraciones, convencido de que la conciencia es un espejismo patológico que sólo padecen los hambrientos.

A pesar de lo cual, no fue dichoso, porque eso no lo puede ser nadie en la tierra, en virtud de un paternal designio del Altísimo.




- II -

Traspiés


Bien marchaba el gran Algeherit en su vida; pero un rasgo de generosidad que tuvo le perdió.

(Que así la Providencia castiga a los malos, protegiendo el triunfo de los peores.)

Y fue que hubo de perdonar de la muerte, graciosamente, a un agitador de gran fama, que revolvía a las muchedumbres, como él las revolvió años atrás.

Pero este agitador era de mejor índole que la suya (quiere decir, más perverso que él lo fuera), y fraguó una revolución en contra del tirano.

Revolución que tenía por objeto, como todas, derribar a un amo y fabricar otro. Porque mientras haya un esclavo, habrá un amo, y mientras haya un hombre, habrá un esclavo.

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Porque para eso se usa esa zarandaja que llamamos corazón.

Las turbas se lanzaron a las calles, matando gente, incendiando casas y rabiando y chillando, bajo el ridículo pretexto de que no tenían qué comer.

Lo que parece algo absurdo, ya que las personas que no se alimentan se mueren, y eso se encuentran.

Pero la filosofía es patrimonio de los mentecatos. De ahí el buen sentido de un pueblo que protesta, aun cuando no haya nada de que protestar.

Visto el mal cariz que tomaba la cosa, el grande hombre huyó como una liebre, disfrazado de mendigo, con rumbo a otra ciudad, donde pondría nuevamente en juego sus mejores mañas, evitando tropezones y trampas.

Y al salir al campo una buena mañana, ni alegre ni triste, Algeherit se hizo este par de reflexiones:

Primera: Es mejor ser malo que bueno;

Segunda: Pero ni siendo bueno, ni siendo malo, se consigue siquiera un pedazo de felicidad.

Y suspirando y maldiciendo, siguió su camino.






Epílogo

Sonriendo de una manera enigmática caminaba Algeherit, cuando vio venir en dirección contraria a la suya a un hermoso mancebo, medio desnudo, a quien pidió una limosna.

El joven le habló, y ambos departieron brevemente.

El joven iba a la ciudad, lleno de esperanzas e ilusiones, y le preguntó al viejo si la vida en ella era tan hermosa como decían.

A lo que Algeherit respondió:

-Id allí y lo veréis.

Y como éste dijese:

-Hermano, dadme dinero.

El mancebo contestole:

-Hermano, no lo tengo.

Con lo que Algeherit (cuyo nombre significa «hijo del Destino») despidiose y fuese murmurando:

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-Vengo de los hombres, y voy a los hombres.

... Y al contemplar, en el vecino bosque, a una pastorcilla que apacentaba sus ganados, un arroyo cristalino que se deslizaba serenamente y unas bellotas desprendidas de un árbol, comprendió el sentido de la existencia, y sonrió, pensando lo lamentablemente que el hombre pierde la vida.

(Aquí termina la segunda y última parte, con la Historia de Algeherit, el malo.)





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ArribaAbajoEl doctor Infausto

(Cuento infantil)



- I -

Parece ser que a causa de algunas diferencias surgidas en el Paraíso entre las parejas Fausto-Margarita y Romeo-Julieta, motivadas, según malas lenguas, por chismecillos de mujeres y celillos de hombres, el Sumo Hacedor, para castigar a los perturbadores amantes de Weimar, ordenoles encarnar de nuevo y volver a la tierra.

Y Fausto y Margarita, juvenilmente animosos, tornaron al mundo, creyendo poder reanudar en él su antigua vida de amor y de poesía.




- II -

Bien pronto advirtieron que se habían equivocado. La reprise no tuvo éxito.

Comenzaron los resquemores, las rencillas, las protestas.

-La verdad -decía Margarita- que, bien mirado, Fausto no tiene nada de particular...

-El caso es -murmuraba Fausto- que Margarita, quitándola sus trenzas rubias y un no sé qué, que ilumina su rostro, vale bien poco.

En una palabra, a los pocos meses de excursión terrena, ambos se aburrían concienzudamente.

-Ella -pensaba él- es una niña cursi, llena de romanticismo, que se las echa de ingenua.

-Él -pensaba ella- es un fatuo que presume con las mujeres, y se las da de conquistador. Se engoma los bigotes y se riza el pelo, para parecer más guapo.

Los disgustos, cayendo a granel sobre los infelices, agriaron sus caracteres, hasta tal punto que Margarita, despechada, se dedicó a la propaganda feminista, y Fausto, enfurecido, entregose con ardor a las especulaciones filosóficas.

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Los altos problemas metafísicos absorbieron sus horas, empleando su inteligencia en la solución de tales misterios, cuyo sentido conocía de antemano, si no por las luces harto insuficientes de su razón, por los divinos luminares de la fe, sobre cuya verdad sabía de sobra a qué atenerse.

Él jugaba a la filosofía para pasar el rato, ni más ni menos que otros muchos, y a poco, el nombre del Doctor Infausto, con que amargamente ironizó el suyo verdadero, se hizo glorioso en el mundo culto, y el joven filósofo se vio honrado con toda clase de condecoraciones y diplomas, nacionales y extranjeros.




- III -

Pero a pesar de todo no conseguía lo que antes consiguió, y el hombre decaía a ojos vistos.

Los médicos le pusieron el mote de neurasténica, y le aconsejaron que tomase hipofosfitos y duchas tibias.

Cierto día, a la hora del véspero, paseando a solas por un hermoso bosque, daba al aire sus melancólicos despechos:

-¡Necio de mí! -exclamaba- que dejé perder mi dicha por un ridículo lío de mujeres... ¡de mujeres!... Las eternas perturbadoras de la tranquilidad masculina, lo mismo en la tierra que en el cielo. ¿Quién me metería en una cuestión de faldas, en una necia disputa entre Margarita y Julieta? Es verdad que esa Julieta tiene muchos humos... Y que Romeo intervino prontamente insultante y grosero. Pero yo soy un impulsivo. Debí callarme. Sí, debí callarme. Mi castigo es justo. ¡Ah!, bien justo y bien cruel. ¡Vivir! Rodar a la fuerza por el mundo con la carga del odio a cuestas, ser joven, muy joven, y tener que esperar a la muerte muchos años..., ¡qué suplicio!

»Si yo pudiera envejecer de repente... ¡Si yo pudiera transformarme al instante en un viejo decrépito y moribundo!

Por el cerebro del Doctor Infausto cruzó una idea terrible. Acaso por serlo iluminose su rostro con una deliciosa sonrisa.

-¿Por qué no intentarlo? -murmuró-. Pero no... no. ¡Qué locura! Un capricho momentáneo pagado al precio de la condenación eterna... ¡Sin embargo, la condenación eterna algunas veces falla! La vez pasada falló. ¿Por qué no había de ocurrir ahora lo mismo?

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Atrevámonos. No seamos cobardes. La hora es propicia, el lugar solitario, nadie verá... Invoquemos: «Amigo Mefistófeles...».

Oyose un silbido extraño.

Sonaron campanas a lo lejos y aullidos de perros. Nublose el cielo, extendiéndose por el ambiente un fuerte olor de azufre.

Infausto, sobrecogido, aguardó.

Por la senda del bosque avanzaba un elegante y apuesto caballero. Al llegar a Infausto, sonriendo, le alargó la mano.

-Querido Doctor.

-Amigo Mefistófeles.




- IV -

No puede negarse que el diablo es un guapo mozo. Aquel día iba verdaderamente seductor.

Vestía una capa corta de color de fuego, airosamente terciada sobre el pecho. El calzón de raso negro, la media fina de seda ajustada a la torneada pierna, las hebillas de oro de sus chapines de terciopelo, el ondulante sombrero con la blanca pluma flotante al viento, todo, en fin, el gallardo conjunto de su figura y atavío, le daban el aspecto «chic» de un diablo «bien».

Se comprende que con tales dotes inspire serios temores a la humanidad.

En el rostro agudo y sarcástico resplandecía desde luego la delicada espiritualidad del personaje.

Declaro asimismo que las imputaciones que le han hecho otros autores acerca de la forma de garra de sus manos y del rabo que le cuelga son totalmente inexactas. Carece de rabo, o a lo menos en la ocasión a que nos referimos no se le veía por ninguna parte, y respecto a las manos, eran distinguidísimas. Manos dignas de un retrato de Van-Dick.

En el dedo anular de la izquierda ostentaba un magnífico rubí de color de sangre, y en la pierna derecha, a manera de ajorca, un áspid enroscado de color de esmeralda.

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A juzgar por la exquisita fragancia que despedía su persona, el Malo usaba perfumes caros. Frente a frente, los dos antiguos amigos comenzaron a charlar.

-Aquí me tienes, amigo mío, para lo que gustes mandarme -dijo Satán con su sonrisa burlona.

-Gracias -murmuró Infausto con cierto respeto-. ¿Qué me quieres?

-Quiero... quiero... que me adivines -exclamó resuelto el buen Doctor.

-Nada más fácil. Ése es mi oficio. Adivinar los deseos de los hombres y ponerles delante las ocasiones de satisfacerles. Veamos. Tú, querido Doctor, estás harto de Margarita, ¿no es eso?

-Sí.

-A ella le pasa lo mismo con respecto a ti, pero lo disimula mejor. Por algo es mujer; tú reniegas de la vida, a la que encuentras insoportable, mientras, desprovista de goces egoístas, no tenga más objeto que un esfuerzo molesto y redentor.

-Es verdad.

-Tú deseas envejecer y morir antes, para esperar descansado a la diestra de Dios Padre el fin inevitable de la especie, en tanto tus hermanos en la tierra luchan y sufren.

-Eso es.

-En una palabra: tú solicitas de mí que te indulte de la vida, donde padeces mucho a causa de ese odio inmenso que alimentas dentro de tu pecho... Tú, además -continuó el Bajísimo socarronamente-, pretendes engañarme solicitando de mi enemigo un perdón que tienes descartado, cuando yo, en pago de mis servicios, reclame tu alma.

-No, eso no. Yo te juro...

-¡No jures! Al diablo no se le engaña. A pesar de todo, y para que veas que te aprecio de veras, acepto. ¡Veremos quién se sale con la suya!

-¡Bah, lo que es eso!

-¡Calla! Te haré viejo, viejísimo, y mañana, si te parece a esta misma hora, morirás; ¿quieres?

-¡Oh!, sí, sí...

-Perfectamente. Entonces besa este anillo en señal de conformidad.

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El Doctor Infausto lo besó, emocionado; Mefistófeles desapareció, oyéndose como un eco su despedida:

Adiós, querido Doctor. Adiós.

-Por entre las nubes se mostraron los últimos rayos de sol.




- V -

Cuando el Doctor Infausto penetró en su casa, Margarita había desaparecido. Nadie le supo dar razón de ella.

Al pasar delante de un espejo, contemplose con sorpresa y terror. Por vez primera se preguntó inquieto:

-¿Si habré hecho una tontería?

Su cuerpo era el de un anciano de vejez incalculable; espesas barbas blancas le llegaban a la cintura, y bajo las cejas brillaban las lucecillas de los ojos como dos llamas próximas a extinguirse.

El Doctor Infausto, sintiéndose enfermo e incapaz de sostenerse sobre las piernas, flacas como alambres, acostose en su lecho y esperó.

Pasaron lentas las horas, muy lentas.

Al amanecer cantó un gallo. Luego otro. Luego otro. Después alborotaron cantarinas las campanas de una iglesia. El sol rubio del mediodía acarició su vieja cabeza, venerable y pálida... A eso de las cinco escuchó en la calle risas de chiquillos.

A eso de las seis escuchó en la estancia de al lado sollozar de personas.

No serían aún las siete cuando una débil ráfaga de aire, penetrando silenciosa por la ventana, rumoreó a su oído:

-Llegó tu hora, vamos.

Cerráronse sus párpados. Después se sintió muerto. Después... nada.




- VI -

A no mucha distancia de las fronteras de la vida existe un bello paraje solitario y vacío, adonde van a parar las almas, en espera de su destino definitivo.

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En este paraje rigen para las almas las leyes de la gravitación moral que, en lugar de actuar sobre masas y fuerzas como en el mundo físico, actúan sobre el espíritu ya libre del pesado ropaje de la materia, imponiéndole direcciones opuestas, según la mayor o menor densidad de sus culpas.

Las almas buenas, aligeradas de peso, ascienden verticalmente hacia la región inefable, mientras las almas perversas e infortunadas ruedan verticalmente también hacia los oscuros antros infernales.

Al llegar el alma del Doctor Infausto a esta especie de sala de espera, no desconocida para él, dos seres incorpóreos, dos fantasmas, avanzaron a su encuentro.

Del fantasma primero, que poco a poco iba tomando forma y clareándose, como si dijéramos, salía una voz dramática, burlesca.

Era la voz de Mefistófeles.

Del fantasma segundo, casi desvanecido en una niebla sobrenatural, salía otra voz lírica, ensoñadora, de contralto paradisíaca.

Era la voz de Margarita. Mefistófeles habló bruscamente.

-Ea, Doctor, liquidemos pronto nuestras cuentas. Venga tu alma.

-¿Mi alma?

-Sí, tu alma -respondió Margarita con suavidad.

-No -dijo Infausto, que, aunque un poco aterrorizado por la escena, la esperaba y preparaba su respuesta-; mi alma, arrepentida de sus terribles pecados y vuelta en este momento hacia su Dios, implora su perdón, humildemente.

El diablo hizo un gesto de desdén.

-¡Hipócrita! -rezongó.

-¡Hipócrita! -repuso Margarita.

-Dios -siguió el Doctor con acento menos seguro, porque iba advirtiendo que una extraña pesantez le invadía- me salvará ahora como me salvó siendo Fausto, como te acaba de salvar a ti, Margarita.

Ésta respondiole con tristeza:

-Dios te salvó siendo Fausto, porque pecaste por amor a mí, por amor a la vida, a la juventud, a la gloria, porque Dios perdona siempre a los que caen en el mal por haber amado mucho. O a los que como yo, en mi última estancia en la tierra, se   —61→   sacrifican y resignan a una vida dolorosa que les disgusta y les hiere. Pero Dios no puede perdonar a los que cayeron como tú, desdichado, por el odio, y en nombre de su odio...

-En nombre del odio -exclamó lleno de gozo Satanás- sólo triunfo yo. Ven conmigo, Doctor maldito.

Infausto no se puso lívido, porque las almas no acostumbran hacerlo; pero debatiose en una lucha espantosa, obstinada, suplicante, ineficaz.

-Dios mío, Dios mío -exclamaba rabioso-, perdóname por piedad, perdóname...

Nada le valió. Todo fue inútil.

Con un «rumor de besos y batir de alas» la figura de Margarita desvaneciose en el azul del cielo.

Mefistófeles, echando llamas por los ojos, riendo a carcajadas, envolvió en su capa de color de fuego al condenado, y el alma del Doctor Infausto hundiose estrepitosamente en los infiernos.





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ArribaAbajoMaese Vulgus

Aunque no nos ha hecho nada, nos molesta. ¿A quiénes? A unos cuantos. A los que nos creemos con un especial privilegio para no ser ni tan calvos como él, ni tan barrigudos, ni tan ponderados.

Es posible que nos engañemos -todo es posible-, y que presumiendo -¿quién no presume de algo?- ser mastines del rebaño, seamos simples ovejillas sin trasquilar. Pero esto, como cuestión que compete al negociado de la vanidad, debemos dejarlo a un lado. No habiendo certificados de aptitud para el ingreso en las diversas jerarquías, todos tenemos derecho a colocarnos en el grupo que se nos antoje.

Con las gafas aristorias puestas sobre las narices, no cabe duda de que Maese Vulgus es sencillamente grotesco.

Se le ve venir desde lejos, agrandándose, diversificándose, filtrándose por todas partes, subiendo y bajando, perorando o silencioso, haciendo como que piensa. Éste es su estado más engañador, pues como dijo France -¿lo dijo France?- resulta peligrosa la semejanza que existe entre un hombre en actitud de pensar y otro que piensa verdaderamente.

Maese Vulgus, al detall en trozos, se llama público, o gente, o patulea, o caterva, como más nos disguste. Al peso, en bruto, en grande, se denomina Vulgus, maese o excelencia. Es la más alta representación del Pérez ideal.

Es, como he dicho antes, obeso y calvo. Los párpados caen sobre sus ojos somnolientos de un vago color de charca, sus orejas se abren enormes como abanicos a ambos lados del rostro, inútilmente, porque lleva taponados los conductos auditivos con algodón en rama. El belfo le cae, la nariz se levanta, los mofletes se acuestan. Usa bigote recortado, tres dientes de oro, pluma estilográfica, un solitario en el dedo meñique, cuya uña se deja crecer, chaleco soñador de pura fantasía, hongo y cédula.

Disfruta espiritualmente de una paz vegetal, sabe de las mujeres y de los libros por el lomo, y como es culto, tararea musiquillas de un pariente de Beethoven.

Habla. Además suele poseer un mote y un diploma.

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Sin mote y sin diploma es menos Vulgus, aunque sea funcionario probo, o chambelán del comercio.

El mote va generalmente precedido de una pequeña mentirilla previa, eminente, brillante, bizarro, laureado, ilustre.

El diploma, notable cartulina, suele comenzar así, sobre poco más o menos:

«Su Majestad el Rey (q. D. g.), y en su nombre el Excmo. Sr. Ministro de tal o cual cosa,

Por cuanto (nombre, apellidos, méritos, lisonjas, etc.),

Por tanto2 (etc., etc.), expido a su favor el presente (lo que sea), en (localidad) a (día) de (mes) de (año)».

Luego, varias firmas: la del interesado, las de sus cómplices.

Ya en posesión de todas estas cosas, más bien casado que soltero, se dedica a persistir en el mundo, a manejar opiniones, intereses, a definir, a comentar.

Le ciega la soberbia y abandona su misión.

(Su misión es dejarse sacar el dinero modestamente sin chistar y actuar en el plano inferior que le corresponde.)

Las más nobles cuestiones se prostituyen al contacto de Maese Vulgus, arrastradas por esas inutilidades desagradables que se llaman cultura pública y vulgarización científica. No comprende nada. Inspira lástima.

Maese Vulgus, español, se nutre de frases hechas. Dice: «Entiendo yo», habla de «renovación», y se lamenta de que «la tarde del desastre de Cavite el pueblo de Madrid fuese a los toros».

Maese Vulgus aplaude esas comedias importantes en que el autor se siente dómine y discursea sobre cualquier problema social, sembrando de ingeniosidades el diálogo que los cómicos subrayan para que nos enteremos mejor de su trascendencia.

Gusta de las estolideces menudas de las piececillas jocosas. Fue germanófilo y cree en Maura. Tiene una mala fe, una maldad desinteresada (que diría Baroja); se complace en la canalladita, y se envuelve en la patriótica socarronería del españolismo clásico.

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Maese Vulgus es ese hombre oscuro que circula por las plazas de provincia, que conversa con el clérigo y el cacique bajo los soportales, y mira de reojo al forastero y palo del telégrafo.

Es ese hombre de salón que balsa y toma té y asoma por los palcos de los teatros su cara opaca y su pechera bruñida. Que encierra en un tríptico bien comprado y mal vendido la mezquindad de su existencia: el automóvil, la querida y el acta.

Es ese hombre modesto que se traga el fondo del diario a que está suscrito, y bate palmas a lo aparatoso y vacuo, y bate pies a lo selecto y hondo. Que adula al de arriba y pisa al de abajo.

Es Sansón Carrasco, antes de ser Caballero de los Espejos, Tartarín en la forma y un poco Yago en el fondo de su corazón.

Maese Vulgus, ciudadano del mundo, súbdito de Wilson, en el que cree a pies juntillas, es ubicuo. Si queréis conocerle, no tenéis más que salir a la calle y mirar a cualquiera: ése es.

Pero sin Vulgus, sin maeses depositarios de tesoros de ignorancia, de equilibrio, de sana mediocridad y sano buen sentido, nuestras vueltas de noria alrededor del sol serían imposibles.

Necesitamos a Maese Vulgus. Pero es repugnante.

¡Qué conflicto, Dios mío!



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ArribaAbajoMotivos de días de guerra


Negativo

En este salón de baile, sin baile, de la Legación de Bélgica en Zuranno (una ciudad que no existe, de la Costa Azul) brillaba entre el resplandor de las luces el resplandor fausto de la última noticia de la guerra, llegada de París:

«París, 5, 4:10 tarde.

Los alemanes han sido batidos en toda la línea del sector belga, al norte del Mosa. Se han cogido 700 cañones de grueso calibre, haciéndose multitud de prisioneros. G. E.»3.

Un mapa prolijo del campo de operaciones, colocado en un caballete lleno de banderitas tricolores, indicaba la línea de avance.

Ante él, el coronel Mr. Lowell, del ejército británico, que convalecía sus heroicos agujeros bajo el cielo de Zuranno, conversaba con el lírico y saudoso Carmelo Moscado, poeta y cónsul de su país (Chile) en aquella población.

Las melenas, pringosas de brillantina, de Moscado fulgían al contacto eléctrico, y su monóculo, pendiente en la cinta de seda o calado en la órbita, relampagueaba distinguidamente.

Este Carmelo Moscado, tristón y chinesco, mixto de indio moluche y de colonizador éuscaro, seguía con interés los comentarios militares del coronel, que con su firme dedo tieso señalaba los puntos de avance.

Mientras, septiembre palidecía en los estores de los balcones, fundiéndose con la desvaída violencia del alumbrado de dos grandes arañas de cristal, suavizada por pantallas de seda roja. El sobrio decorado Imperio llameaba discreto -oro , damasco amarillo.

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La fiesta terminaba ya. Su objeto, cumplido. Se habían repartido los «carnets» de identidad a las enfermeras, que marchaban al frente italiano. Agrupadas con sus uniformes blancos, la cruz roja en los brazaletes y en los gorros ceñidos a las cabecitas inquietas, tenían ese donaire particular de la mujer que oculta, con seriedad de circunstancias, el encanto de una nueva coquetería.

Había muchachas de pocos años ostentando orgullosas sobre sus pechitos combados la medalla de esmalte y el lazo azul de la insignia sanitaria. Matronas recias, severas en la creyente importancia de su misión. Las miradas de todas coincidían en una interferencia de gracia, unción femenina de salud, en los futuros cuerpos heridos.

Uniformes y fracs, revuelos de frases, sonadas en diversos idiomas. En el salón siguiente -saleta oriental de tapices-, se veía al señor encargado de Negocios de Bélgica discutir y manotear. Dentro del frac, cruzado por una banda, muy alto, muy del gado, de cabeza minúscula y patillas rubias, semejaba una lubina dentro de un estuche. El japonés Tsai-Ye reía apretando las mandíbulas y entornando los ojos. El capitán de berssaglieri, príncipe de Vanutti, polarizaba a un grupo de damas que parecían esperar de él el principio de una romanza.

Y abrumado bajo el trofeo policromo de las banderas aliadas, sobre la tarima del sexteto, un hombre, sanguíneo, grueso, tipo de francés del sur, encendía un cigarrillo. La comitiva que rodeaba al señor encargado pasó al salón de baile, diose más luz, encendiéndose las bujías eléctricas de los entrepaños.

Saturaba el salón cierta etérea sensualidad, enlineada en las elipses de las palmeras, en el trapo de las guirnaldas, enarcadas sobre las puertas, ceñidas a las columnas, resuelta en la impresión de color del abigarrado gentío elegante.

Los criados, de calzón corto y librea bordada en plata, separaban las sillas esparcidas, y los músicos subieron a su estrado, como si hubiese de comenzar un minué sacrílego, en esta fiesta que no lograba temple de melancolía a pesar de su carácter triste y benéfico.

El personaje de tipo sanguíneo de francés del sur, después de avizorar ansiosamente entre el grupo que seguía al señor diplomático, desarrugó el entrecejo. Su flirt -Alicia Le Gosby- apareció.

Alicia Le Gosby, esposa del famoso escultor parisién Arístides Le Gosby, era su último y vehemente caso de amor.

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Alicia era una figura equívoca, decadente. Usaba un peinado casi masculino, de flequillo cortado encima de los ojos, como un apretado casquete de fuego. Los ojos, entre los párpados molestamente inmóviles, dormían en sus cristales el punto muerto, miedoso, de la pupila.

El rostro pomular de esta mujer -boca grande, pintada de bermellón, piel morena clara- recordaba esas facies lindas y crueles de los apaches casi niños que existen en las bandas criminales de París.

No era muy alta. Cuerpo flexuoso, serpeado, de caderas pequeñas y senos iniciados. Pierna larga, manos nerviosas. Tipo de estilo. Belleza selecta, morbosa, belleza artificial, un poco canalla, muy de nuestro tiempo y de nuestros nervios. A lo Mistinguett, a lo Collet Willy.

Los museos guardan retratos donde existen aislados estos detalles, que se reunían en la señora de Le Gosby.

La mirada ausente de la Dama de negro de Whistler. La venenosa boca de risa de Gioconda. La mano violenta y delgada de las damas de Contado Witz.

Alicia Le Gosby vestía un traje ajustado de crespón negro.

Las hebillas de sus zapatos eran de brillantes. De brillantes también, la cinta de terciopelo que ceñía su cintura.

-¡Ah! ¿Pero no la conoce usted? -preguntaba el caballero sanguíneo al melancólico Carmelo Moscado.

-No. Y tengo verdaderos deseos de tratarla. Es una mujer excepcional, ¿no? A su esposo sí le conozco. Me fue presentado en París, en el estudio de Olimpio Fulgossi. Además, observe usted: él lleva la misma distinción que yo -dijo señalando con orgullo el botón de las Palmas Académicas, que ostentaba en el ojal de su frac, distinción que en su chaquet extravagante lucía también el escultor Le Gosby.

-Pues, mejor ocasión... Precisamente, aquí viene Alicia.

(Aprovechó la oportunidad para entrar en conversación con ella, que avanzaba sola hacia los dos hombres.)

-Alicia -dijo antes de saludarla, presentando-, el ilustre poeta Carmelo Moscado, agregado a la Legación de Chile, antiguo admirador de usted...

  —70→  

-Fervoroso devoto de su belleza -agregó dulzón el cónsul, haciendo una profunda reverencia y besando la mano de la dama.

-Gracias, señor. Soy su admiradora, su amiga...

Pavoneose el rimador envanecido, y calose fríamente su monóculo.

-¿No ha terminado todavía la opereta? -murmuró luego, frívola, casi al oído del caballero francés del sur. Sin hacer caso de Moscado, Alicia y el otro se alejaron muy juntos, riente ella, él hosco y gesticulador.

Carmelo, que encontró muy poco diplomática tan rápida huida, acercose al compacto grupo que rodeaba al noble belga, de aspecto de lubina, que terminaba en aquel instante una copiosa arenga, de la que pudo oír las últimas palabras:

-Ideales de justicia y de confraternidad universal, por lo que todos peleamos al lado de la invicta Francia. Señores, ¡vivan los aliados!

Batiéronse palmas. Palmas tibias de personas decentes.

Ya iban a empezar los primeros compases de una música bélica; pero, a una señal, la música permaneció muda, haciéndose un gran silencio.

La señora encargada de Negocios de Bélgica, seguida de un criado que llevaba en las manas un gran álbum abierto, iba ofreciendo a todos los concurrentes, con su mejor sonrisa, una pluma, para que se inscribiesen en la suscripción abierta a favor de los heridos y enfermos del ejército italiano.

Al llegar el turno al caballero francés del sur, éste escribió: «10.000 francos. Mauricio Bouvard de Chamerot».

No había terminado de poner su nombre, cuando las notas aceleradas y entusiastas de la Marsellesa estallaron en el aire.

M. Bouvard de Chamerot se puso muy pálido. Alicia, observándole, disimuló una expresión malévola.




Más negativo

En Zuranno, las noches vibran mucho. Tienen esa fiebre que a la noche da el mar y esa fragancia de carne de la semilla humana, yodada, galante.

La teología de las noches españolas desaparece en las lomas mediterráneas, disuelta en fuegos de paganía, y las estrellas son como orígenes de piedras preciosas, astros de opio y de café-concert.

  —71→  

Bouvard, de smoking, con un bleu en la solapa y el sombrero blando torcido sobre la ceja, salía del pabellón de recreos del casino y se dirigía al bar americano.

-¡Eh! Mauricio -sonó una voz detrás de él.

Volvió la cabeza.

Era Bassiello, el veneciano agitado de los tics, su camarada, su tremendo e íntimo camarada. Venía del brazo de la rubia Olga, la polaca, la mejor atractiva de aquella mala estación de verano deslucida por la guerra.

¿Adónde vais?

Bassiello señaló con su bastón la cristalería iluminada del casino.

-Hemos hecho una alianza contra la rueda -dijo Olga.

-¿Contra boche?

-No. A boche -murmuró Bassiello-. Es nuestro juego... ¿No es el tuyo también? -exclamó imperceptiblemente burlón.

Bouvard le miró con fijeza.

-Sí, a veces...

-Si no te marchas, luego te buscaré en el bar. Tomaremos un whisky y hablaremos. Tenemos que hablar.

-¿Pero seriamente? Seriamente.

-Está bien. Hasta luego. Se despidieron sin mirarse.

Mauricio, apretando el paso, dio marcha a sus pensamientos desolados, sobre los cuales flotaba con su aire de jovenzuelo canalla la figura de Alicia Le Gosby.

El bar americano estaba desanimado. En la terraza había hasta una docena de personas. Algunas muchachas aburridas y pintadas.

Mauricio se dejó caer en un sillón de mimbre, echándose sobre los ojos el sombrero. Le era intolerable la luz cruda de los arcos voltaicos.

Se encontraba deprimido, sombrío. El disgusto se percibía bajo su lengua como una pastilla amarga, en la punta de sus dedos un poco temblones, en el sudor leve que le rociaba la frente.

Él, que jamás admitió más ritmos en su alma que los que nacían de su propia voluntad de energético, de hombre de acción, de sentimientos castrados de vehemencia,   —72→   por su amoralidad defensiva, se vio tornado, endemoniado, sacudido por la obsesión femenina de Alicia.

Reflexionó.

Alicia, ¿qué representaba para él?

¿Era el amor blanco de la querida sencilla, el capricho amplificado por el deseo, la mujer de goce que presentimos dominadora de nuestro sexo, la mujer que sirve como motivo de reacciones entusiastas?

No. Él sabía que no. Demasiado viejo, demasiado vivido, para cualquiera de esas cosas.

Alicia penetró en él brutamente, secamente. Apareciole con una extraña sensación de inminencia, como una punzada aguda en el cerebro.

La vida externa se oscureció, humosa, lejana, y los apetitos carnales se transformaron. Necesitaba el dolor de ella, el martirio por ella, el delito o la cobardía por ella, las negaciones más excitantes, sorprendidas ahora en su espíritu, a la luz nueva del mediodía de la pasión. Pretendía velocidades insensatas para sus delirios y para sus regresos a la libertad del cariño sin vicio, bien oxigenado.

Su centración íntima en ella le exasperaba, le agotaba en deliciosas imposibilidades de pecado. Inventó lujurias increíbles. La evocó en complicidad de todas las miserias, gozándose en dignidades de Don Juan, o en toda clase de indignas humillaciones, feliz bajo el escarnio de la risa de su ídolo de carne.

Recelaba pánicos absurdos a la simple idea de que la mujer que lo mediatizó no estuviese dentro de la Alicia que conocía.

Que la que suponía no fuese.

Se alteraban, se desdibujaban sus impulsos en un laberinto de aberraciones. Hubiera querido ser marido ultrajado, ofendido sin piedad, suplicador ineficaz de fidelidades, sin piedad burladas. Convertirla en hija suya, para temerla como hembra, capaz de conducirle hasta el incesto. Destrozada a picotazos de águila -que él acariciaría con su mano enguantada-, de pico largo, encarnizado, menudo, y transfigurada en imagen religiosa, en una mística Santísima Virgen Prostituta. Se sentía vacío, vacío, vacío:

-Mozo, un ajenjo.

Alicia, ahora, le promovía a simulaciones objetivas, raras.

  —73→  

Era la luna que diese una voltereta y se deshiciese en serpentinas.

La sílaba li, de su nombre A-li-cia, era como una naranja cortada de un solo golpe con un cuchillo.

Las demás mujeres se le antojaban prestatarias de ella. Llevaban medias libiales de gasa, porque ella las usó primero que nadie; el pecho terminaba en dos botones enrojecidos, porque ella los quiso así, amasándolos con sus dedos; los ojos se los rasgó ella cierta vez que ideó hacerlos sexos de las órbitas...

Su posesión no le interesaba. Su posesión era imposible. Inaccesible.

Después de su posesión había de enrabiarse más, sabiendo inconseguible lo que a pesar de ella había de permanecer inédito.

Desde que la conoció -medio año antes, cuando ella danzaba bailes exóticos en París-, sólo en dos entrevistas peligró el peligro de su desunión. Ella quiso. Él no quiso. Ahora, sí, querría, iría a ella a abrasarse, a aniquilarse si era preciso, volaría con ella a su quinta de Auteuil, para donde partiría en breve el matrimonio.

Pero, París... ¿No corría él un riesgo inmenso yendo a París?

Mauricio ensombreciose más, enredándose en otro desagradable orden de ideas.

-Mozo, otro ajenjo.

Ya muy tarde apareció Bassiello, agitando en todas direcciones los músculos de su cara.

Se sentó muy contento al lado de Mauricio y, dándole unas palmadas en el muslo, dijo:

-Me han dicho que te vas a París. Aún no tengo nada decidido.

-¡Ah! ¿Pero es que de veras piensas decidirte?

-Hombre...

-No creo que seas tan imbécil. Y aunque un hombre enamorado sea capaz de cualquier necedad, yo supongo que tú no habrás perdido del todo la cabeza.

-Pues quizá la haya perdido más de lo que tú te piensas. Esa mujer me tiene enfermo, me arrastra, me llevará a París, o a cualquier parte. Donde se le antoje.

-Estoy en el deber de expresarte mis temores. Ya casi los conoces. Sin embargo, te veo inquieto, intranquilo, y debo repetírtelos. Esa mujer es peligrosa para ti, como   —74→   lo sería para mí, no por lo que puedan subyugarnos como mujeres, sino por lo que puedan intervenir en nuestros asuntos.

-¡Nuestros asuntos!

-Sí. Nuestros asuntos. Nuestros asuntos en días de guerra -murmuró Bassiello fríamente- tienen su nombre: inteligencia con el enemigo, y una pena, la de muerte.

-Calla...

-No nos oye nadie. El servicio de contraespionaje y de investigación está perfectamente montado. Hombres, mujeres, personajes, aventureras, grandes damas, artistas, etcétera, están aplicados a ese servicio. ¡La guerra ha dejado cesantes a muchas gentes, y éstas buscan su compensación sirviendo a su patria! Esa mujer, cuando se llamaba Safo y era bailarina, no vivía ciertamente con el lujo que hoy vive. Su marido, que nada saca con sus esculturas, se limita a vivir a costa de ella. Es su pretexto, su buen hombre. ¿Cómo te explicas su boato, la rareza de sus repentinos viajes, su género de vida? ¡Ah! Si no estuvieras alucinado, bien advertirías la emboscada que se te prepara. ¡Tú eres un pez gordo al que es necesario atrapar!

-Tus suspicacias te llevan muy lejos. Si eso fuese cierto, no habría inconveniente en atraparnos aquí mismo, sin necesidad de combinaciones ni de emboscadas.

-Te equivocas. Aquí, los alemanes tienen media ciudad en el bolsillo. Les sería imposible echarnos mano. Además, España está muy cerca.

-Fantasías. Además, ¿quién te ha dicho a ti ni siquiera que se nos vigila? ¿Quién puede sospechar de nosotros, y por qué?

-Yo siempre vivo sobre aviso. A veces, creo que todo marcha a pedir de boca; pero otras, me acuerdo de Dubois, de Almereyda, de Bolo, y siento inquietud, te lo confieso.

Los dos amigos guardaron silencio.

-¿Quieres que vayamos a dar un paseo? Hace una noche soberbia.

-Vamos.

La playa les hizo confidenciales.

Mauricio hizo un capítulo literario de sus amores. Después comentó con orgullo su vida, esfuerzo y audacia, pretendiendo, al fin, disculpar -buen francés en el fondo- sus últimas claudicaciones patrióticas.

  —75→  

-No tengo más remordimiento que el empleo que se da al dinero del suizo, la campaña derrotista; pero te juro que al comprarse el periódico, no suponía yo el alcance que tendrían nuestros manejos.

-Eras demasiado cándido -pronunció irónico Bassiello.

-Mi vida pasada me daba derecho a la osadía, al desprecio de todos los escrúpulos; yo, que pasé de tonelero en Marsella a comisionista de joyas; de comisionista, a director de Correos en Colombia; de director de Correos, a contrabandista e n México; de contrabandista, a banquero; de banquero quebrado, a director de un periódico de París, creí poder especular con todo lo humano sin inquietar mi conciencia. Confieso que ahora he sufrido un error.

-¡Pobre amigo! Defectos de educación. Por mi parte, ni ahora ni nunca me creeré equivocado, a no ser que me vea colgado de una cuerda, única equivocación que admito. Para mí, la patria no existe. Me importan igual los italianos que los chinos. A mí, nadie me preguntó de qué tierra era en los días malos. Teniendo dinero, siempre fui de la patria de Dios; no teniéndole, de la patria del Diablo. A nadie debo nada, luché con las armas que tuve a mano... ¿Quién tiene derecho a exigirme nada? Hoy vivo bien, y pienso cada vez vivir mejor, sea como sea. Soy nietzscheano. Eso es todo.

-Eres un pirata. Tienes el alma vieja de los viejos piratas de tu tierra.

-Siento no serlo de veras para encerrarte en la barra de mi barco e impedirte ese viaje estúpido.

-Descuida. Aunque me cogieran, tú estás seguro. Yo no hablaría de ti, y aunque hablase, nada hay que pueda probar tu culpabilidad.

-Lo sé, y por eso te dejo ir sin pegarte un tiro -dijo con naturalidad el italiano-. Pero me irrita que te haga caer en el lazo una golfa vulgar.

Mauricio cogió cariñosamente del brazo a Bassiello. Amanecía.

Al pasar frente a la terraza del bar americano vieron al cónsul melenudo Carmelo Moscado llorando, entre dos horizontales y tres camareros, una hermosa borrachera cosmopolita, ayudada por medio gramo de morfina.

Era su momento zamacueco, no más.

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Positivo

La ville lumière estaba a oscuras.

Yacía en la fatiga de la catástrofe próxima, en la ceniza de la piedra, en el perplejo inquirir de las personas entusiastas o pusilánimes.

La gruesa Bertha hacía sus truenos secos, y a deshora la alarma aguda de la sirena despertaba a la ciudad, obligándola a descender a sus cuevas o a las estaciones del metro, donde a veces se libraban verdaderos combates por la conquista del lugar seguro donde proteger el pellejo, o por el simple asalto de partidas de apaches que aprovechaban las circunstancias.

Los contados faroles de las calles, envueltos en una neblina azul, invisible desde el aire alto, fantasmatizaban. Las moles embozadas de los edificios, sin una sola luz, tomaban movimiento. Se alzaban, se agachaban, torcían la joroba o los ángulos de sus siluetas.

Llovizna. Muchos perros.

Perros en todas partes. Los perros que aparecen, sin saber de dónde, en las ciudades angustiadas.

Perros que no ladran, que no husmean y que corren siempre, siempre. ¡Aquella alegría bizantina del París de los primeros años del siglo!

¡Aquella suntuosidad urbana de los Campos Elíseos; de la Avenida del Bois, con sus palacios enlujados por la niebla, que nos hablaban de banqueros y rajahs, de millonarios norteamericanos, de príncipes rusos y de extraordinarias mujeres de escena!

¡Aquel Maxim's, aquella Feria, aquel Bal Tabarin. Aquellas cocottes inauditas de artificio modeladas en laca y champaña!

¡Aquel literario y jovial Faubourg Montmartre!...

¡Todo aquel ilusorio universal, hincado en las vértebras del mundo por el alfiler de oro del maravilloso París, se había hundido en el estanque trémulo, legamoso, de la guerra! Y un odio crispado, espeso, agolpaba en el pecho de todo hombre delicado hacia el Bárbaro, hacia el Torpe, incitándole a arrebatar y tremolar al viento las banderas caídas alrededor del túmulo de Bonaparte.

Tremolar al viento homicida que arreciaba «del lado del férreo Berlín».

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A este taciturno París trajo sus huesos M. Bouvard de Chamerot, imantado por el matrimonio Le Gosby, que ocupó inmediatamente su villa de campo en el cercano Auteuil.

El escultor Arístides preparaba un tríptico en mármol y bronce que representaba el Honor, la Justicia y la Patria.

«¿Esta noche quiere usted? Pues venga. Le espero.- Alicia».

Mauricio no experimentó esa sensación que, según dicen en las novelas, se experimenta en la espera de la primera cita con la mujer deseada. Al contrario, esperaba el desengaño después de ella. Si no fuese más que «eso», todas las mujeres serían iguales. Todas. Pero con ésta, «eso» era sólo el punto de partida de una confusa serie de episodios raros -tormento, desesperada dicha- que él presentía en la piel como llamada de timbres lejanos.

Era extraño. Desde que puso el pie en París se encontraba perfectamente tranquilo, seguro.

Su vida permanecía, a los ojos de los demás, tan diáfana como siempre, tan opaca como siempre, en el fondo.

Sus amigos, sus criados le recibieron con el agrado o el respeto habitual.

En el periódico, comprado con el dinero del suizo Holmann, detrás del que se escondía un banquero alemán, y dirigido por el senador Maucourt, se le hizo un recibimiento mediano, buena señal de amistad en la sombra.

Fuese a vivir a un hotel, cerrando su magnífico piso de la rue Royale.

Aquella tarde del día de la cita durmió mucho. Se despertó a las diez de la noche. El reloj de su gabinete estaba parado a las siete. Acicalose lentamente, perfumose, vistiose por sí mismo, pensando, al calzarse los zapatos y al abrocharse la ropa, en ese ridículo momento impertinente de descalzarse y de desabrocharse... Menos mal que... Sonrió. Encendió un cigarrillo.

Le sobresaltó un ligero ruido, de esos que se producen porque sí, y socaban luego más el silencio. Miedo de nada, nerviosismo.

Daría cualquier cosa en este instante por no ir.

No era posible. Le fastidiaría mañana el haber desistido. Después de todo...

(La puerta del jardín. La doncella de confianza que le esperaba. El marido despreocupado, cínico. Alicia, sí, Alicia -irritose de repente.)

  —78→  

¡Qué estupidez, Dios mío! ¡Qué bien, Dios mío, qué bien! Cerró la puerta.

Salió.

Hacía rato que los agentes de policía se habían colocado en sus puestos alrededor y en el jardín de la quinta, a la que llegaron como sombras, vestidos de oscuro sobre bicicletas negras, deslizándose por la carretera enfangada con ese celo cariñoso, con esa ligereza que suelen poner en las empresas de odio los hombres perseguidores de hombres. Un automóvil celular esperaba cerca.

La policía francesa gusta del vaudeville. Por otra parte, se hizo precisa la trampa para evitar el escándalo y la propagación del suceso, evitando dar pábulo a las alarmas de muchos ciudadanos, que ya protestaban de la fiebre antiderrotista, parecida en rigor y suspicacia a la de los tribunales revolucionarios de la época del Terror.

En tal momento (no en la época del Terror, sino en aquellos minutos de cita galante), Mauricio, después de atravesar el pequeño parque, subía la escalinata de la puerta del hotel.

En tal momento empezaba a bajar el telón de la muerte del hombre -tipo aventurero de antes de la guerra- desde las alturas del escenario francés, que algunos miopes creyeron sólo escenario de teatrillo de variétés a lo Moulin Rouge.

Alicia, cogida de la mano de su amante y conduciéndole entre tinieblas hacia su alcoba, enterraba un modelo anticuado de trepador. Muy pronto dejarían de usarse esos hombres, como dejaron de usarse los relojes con tapa.

En la alcoba, alumbrada por una pequeña lámpara colocada sobre la mesa de noche, destacaba el lecho coquetón, amplio -batista color hueso, sedas-, perfumado, ungido con la gracia de los secretos viles.

Lecho de cortesana.

Sobre él caía suavemente un cono de luz, apenumbrándose el resto de la habitación en una transparencia aérea.

Mauricio estaba muy indiferente.

Estas sorpresas de la indiferencia son indignantes. Empezaba a estropearse el primer rato, ilusamente esperado, cortándose en frialdad y silencio, silencio que habría caído en el ridículo a no ser por cierta resonancia de precauciones que les rodeaba.

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Ella dejó caer su peinador hombros abajo; sentose en la cama, y oprimiendo, sin ser advertida, el botón de un timbre, ofreció sus labios al amante, que hubo de acumular sobre ella unas caricias, unos besos. Tomó sus pechos, rozándolos con los labios, con la punta de la lengua...

En el cercano pabellón de jacintos, el timbrazo puso en movimiento a una especie de duende, que esperaba la señal para transmitirla al señor comisario encargado del servicio.

Este duende era un duende patriótico: el esposo de Alicia (la antigua bailarina Safo), el laureado escultor Arístides Le Gosby.

... Matrimonio de artistas.

Quince minutos después, el caballero Bouvard de Chamerot, sin sombrero, descolorido, entontecido, con la camisa desabrochada, subía al coche celular.

Cerca de París, de repente, empezaron a sentirse trepidaciones en el aire. Restalló el angustioso pitar de la sirena y unos bocinazos roncos de algunos puntos de vigilancia.

-¡El alerta, el alerta! -oyose gritar.

-¡El alerta! -dijo una voz lúgubre, lejanamente.

Golpearon muchas puertas al cerrarse, y brillaron relámpagos instantáneos en las cristalerías de las casas cercanas.

Las trepidaciones de los aparatos se hacían más ruidosas a cada momento. Los focos de los proyectares eléctricos cruzaban las tinieblas del espacio en todas direcciones a la busca de la escuadrilla de incursión; mientras, los aviones de defensa del campo de París se hicieron al aire, rumoreando como abejorros.

El combate se trabó pronto.

Desde tierra se veían, como en una función de pirotecnia, las bengalas de señales de los aparatos franceses. Los alemanes hacían sus señales con silbatos, que dejaban detrás de sus notas agudas una estela de ruido hervoroso, de chorro de agua hirviente. Luego, después de un silencio o de una combinación de silbidos casi musical, se escuchaba una detonación larga, sorda, a veces en serie, repetidas o espaciadas.

Eran bombas dejadas caer sobre distintos sitios de la ciudad.

Las ametralladoras disparaban sin descanso, como carracas afónicas.

La tragedia ignorada de las alturas brillaba como un relámpago rápido, cuando un aparato encendía sus luces o cuando un avión incendiado caía como estrella vencida.

  —80→  

Frío húmedo.

-Alicia, has hecho mal en salir sin ponerte un chal -le dijo Arístides cariñosamente.

-No tengo frío.

-Pues le hace, hija mía.

El matrimonio regresaba por el parque, hacia el chalet, después de la entrega del detenido.

Caminaban en silencio.

Para desvirtuarle, el marido se puso a silbar una canción.

-Calla -murmuró la mujer con acento indefinible. Cogiole de la mano, y apoyando mimosamente su linda cabecita de golfillo afeminado sobre el hombro, le dijo unas palabras al oído.

Él inmutose. Sonrió luego:

-¿Esta noche?

-Sí, sí. Esta noche...

Alicia estremeciose dichosamente. Aceleraron el paso.

El detenido fue conducido a la prisión de la Santé, donde un capitán, en veces de juez, le tomó declaraciones y empezó el sumario.

Después fue recluido en un calabozo muy alegre, con vistas a un jardín. Había una cama, un tocador, una mesa, una butaca y dos sillas.

Mauricio, después de algunas horas de reposo tranquilo, encontrose bien y con la sangre todo lo fría que era de desear.

Los periódicos hablaron poco del asunto. No convenía dar mucho aire a estas cosas.

«Ha sido detenido -decía lacónicamente un diario burgués-, en la casa de recreo de su amante, el señor Bouvard de Chamerot, persona muy conocida en la alta sociedad de París. Se le acusa de inteligencia con el enemigo».

Otro periódico popular añadía otros detalles de poca importancia: el nombre del juez instructor, capitán Laulanié, algunos pormenores de la vida del preso, etc.

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Un periódico de la extrema derecha (los de la extrema izquierda estaban muy apagados) quiso hinchar el asunto, novelándole, relatando fantásticamente la historia del aventurero, entrando en información; pero, a los pocos días, calló absolutamente. Así todos los demás periódicos.

En silencio cambiose casi toda la redacción de cierto importante diario, nutrido con dinero alemán, encarcelados el director y otros sospechosos y procesado un alto personaje político.

Así, en silencio desde hacía meses, se iban tragando el presidio y la muerte centenares de personas en París, millares de personas en toda Francia.

Con razón unos, con poca razón otros, desaparecían muchos ciudadanos de todas clases sociales.

Un comerciante, cuyo comercio se cerraba repentinamente, deportándose su familia a otra ciudad lejana. Un ingeniero que no lograba regresar de su viaje. Un simple obrero, un noble de provincias... Todos se esfumaban en idéntico misterio.

El tiempo de los tenebrosos procedimientos judiciales había vuelto a la nación más libre del mundo. Es verdad que, gracias a ellos, se llevaba a cabo una gran labor de depuración patriótica.

Entre tanto, las gentes tenían miedo.

El miedo sereno de los seres inteligentes que, por reflexión, puede convertirse en patriótico heroísmo en los momentos difíciles.

Todas las mañanas, en los fosos de Vincennes, se fusilaba gente.

Al amanecer de una mañana -a las siete menos diez-, Mauricio Bouvard fue pasado por las armas.

Estaba muy amarillo.

Recordando un detalle de Bolo, él también se puso un pañuelo extendido sobre el pecho, encargándole como favor particular a Laulanié que, cuando fuese ejecutado, se lo entregase a Alicia.

Este gesto romántico entusiasmó al bizarro Laulanié, que muy peripuesto cumplió el encargo, entregándole a la señora de Le Gosby el trapo agujereado y lleno de sangre.

  —82→  

La dama anotó este detalle en su cuadernito de memorias y, aunque se lo propuso, no pudo ponerse melancólica. El horror en ella tenía un camino sensual.

La tristeza no la sacudía nunca por causas especiales, sino sin causa. Cuando Arístides lo supo, le pareció una estupidez bella.

-¡Oh! -dijo.





  —83→  

ArribaAbajoVarios peligros

La democracia es una gran cosa. Sin ella no se podrían dar gritos. Dar gritos es una cosa todavía más grande que la democracia. Sin ellos nos sentiríamos esclavos, aunque tuviésemos libertad; gritando, aunque no la tengamos, nos sentimos libres.

Pero la democracia, según los estetas insignes, no es bella, no es elegante.

La uniformidad, el anónimo, el férreo colectivismo, que a todos iguala, borra los fueros del individuo y anula el valor de las mentalidades originales y de los trajes de etiqueta.

Antes, un noble que se levantaba de mal humor ordenaba apalear a su lacayo, y enseguida, por natural reacción del bondadoso espíritu humano, se ponía contento como unas pascuas.

Ventajas, dos: que el noble se tornaba alegre; y que el lacayo se empapaba de la realidad de su misión: servir y recibir palos.

Antes, el color y la calidad de las casacas se basaban en algo serio, trascendental, jerárquico.

Sólo los grandes podían llevar casacas moradas de terciopelo bordadas de oro. Los caballeros no podían pasar del verde, azul o amarillo, de la tela de moaré o raso y de las aplicaciones de plata. Los hidalgos sólo estaban autorizados a la ropilla negra, y los villanos, a quienes se les hacía el favor de no dejarles en cueros, tenían un buen derecho a usar juboncillos y calzas.

Ventajas, dos: Que los de abajo, deslumbrados por el oro de los de arriba, los acataban sin rechistar, como a casta superior; y que la casaca de primera clase significaba algo. Tenía valor por sí. La bofetada que surgía de una mano escondida entre encajes, unida a un brazo forrado de terciopelo y oro, no era una bofetada. Era una advertencia o un consejo, contundente si queréis, pero no más que un consejo.

De aquí derivaba la saludable disciplina que reinaba en sociedad. Los espíritus refinados (y no podían serlo más que los bien nacidos, porque ellos solos disponían   —84→   del tiempo y del tedio indispensables, las otras almas dormían aún) nutríanse de exquisitos convencionalismos plenos de dignidad y de buen gusto.

¡Arte, moral, derecho, costumbres, todo divinamente lógico y perfecto! Hoy, por desgracia, no ocurre esto.

Si a un criado se le hinchan las narices de soportar a un señorito tiránico, corre éste el riesgo de que también se le hinchen las suyas, sin que una ley grosera conceda la debida supremacía a las narices elevadas.

Un frac puede usarlo cualquiera disponiendo de 300 pesetas, y en muchas ocasiones sin disponer de ellas.

Con lo cual ocurre que el criado, sin dejar de serlo, sueña con igualdades imposibles, y el frac pierde su prestigio en el cuerpo plebeyo de un comisionista de vinos. En el orden espiritual, el conflicto se agrava.

El espíritu de los aristos, en las democracias modernas, adquiere una tensión excesiva, que muchas veces hace estallar la caldera donde las demás almas cuecen humildemente, igualitarias y sin protesta.

Los aristos se rebelan, anarquizan, se hacen nietzscheanos y, como no se recurra a los golpes, llegan hasta sostener de palabra y obra grandes tonterías. «Nosotros -afirman- estamos más allá del Bien y del Mal».

Haremos mal en creer que esto es una necedad. Ellos se basan en poderosos motivos.

«Tienden hacia un mundo armónico, informado por el ideal». Son artistas, príncipes del pensamiento, de la acción o del poder.

Si no tienen dinero, todo esto no les sirve de nada, y se agotan persiguiendo el mendrugo, como cada hijo de vecino...

Pero, ¿y si le tienen? ¿Y si le logran?

Entonces es cuando surge el peligro aristorio de la democracia. La moral se resquebraja -la cuerda se rompe siempre por lo más flojo-, y los superhombres forman su aparte, ensayan su gesto, y las muchedumbres, imitativas, deshacen el equilibrio logrado a tan dura costa.

A primera vista, el hombre que pone frases encima de unas cuartillas, o que ostenta una corona en su tarjeta, o que charla desde un escaño, no pasa de ser un pobre diablo que juega a cualquier vanidad más o menos inútil.

  —85→  

Pero cuando ésta se convierte en productiva, los pobres diablos pasan a ser amos, y su influencia a dominar al vulgo.

El intelectualismo posee una gran virulencia, y su ejemplo es profundamente inmoralizador.

En Roma (¡ah!, la Historia), la decadencia comenzó en los versos, siguió en los perfumes y acabó en las medulas romanas.

Hoy, que pretendemos habernos despojado de cadenas, seguimos el mismo ciclo, existiendo ya quien, como César, se ufana de poseer todos los vicios en nombre de su grandeza.

¿Ustedes conciben estos horrores en una sociedad bien regida, como, por ejemplo, la de Felipe II, todo pureza, beatitud y disciplina?

Como los esposos engañados que no tienen la suficiente elevación de alma para consentir, los superhombres de nuestros días no tienen abnegación suficiente para disiparse en la mediocridad democrática del ambiente común.

Dicen que la democracia huele mal.

También esto es peligroso. No puede decirse. No debe decirse.

¿En qué régimen, en qué sistema podríamos todos, mejor que en éste, darnos el gustazo de chillar a voz en cuello tantas hipocresías, para mejor guardar en silencio tantas verdades?



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ArribaAbajo«Pensativo, el codo en el bufete, la mano en la mejilla...»

Amamos lo impersonal y lo inconcreto.

El balbuceo del labio y la ambigüedad del precepto, el ritmo del manantial oculto y el eco de las pisadas del pasajero invisible.

Los estados de ausencia, las delectaciones conjuntas donde actúan los detalles, mezclados en la impresión indefinible, sin nombre y sin fecha.

La línea permanente de la estatua, el desnudo, y la impermanencia del capricho, que corrige y formula, distingue y estiliza.

Amamos todo lo que nos liberta de las patrias y de los relojes.

El péndulo, la tiranía del péndulo, la sujeción al tiempo, es lo que ha colmado al mundo de espectros y de miserias.

La felicidad le escamotea en el ensueño, que es como la forma aguda de la renunciación.

(El anuncio luminoso, turbando el reposo inmortal, expresa una velocidad desagradable en la costumbre de nuestra retina.)

Hoy, la gran ciudad se concreta ofensiva, entre la impresión de los letreros eléctricos, que se encienden y se apagan con rapidez, y la majestad del edificio que alza sus respetos de piedra en volúmenes de tiempo.

De aquí nuestras frecuentes fugas al paisaje y nuestros tedios sobre la mesa, donde aguardan revistas y libros, que son como anuncios lumínicos de la Duda, damisela de la doble belleza y señora también muy dada al minuto.

¡La Duda engendradora de la Tinta e impulsora de Ashaverus, el judío errante del pensamiento!

(El caballero del entrecejo peludo.)




 
 
FIN DE
DIVAGACIONES. DESDÉN
 
 


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