Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[222]→     —223→  

ArribaAbajo Luis Candelas, el bandido de Madrid

  —[224]→     —225→  

ArribaAbajo- I -

Infancia sentimental y ardida


Si alguna estirpe resulta verdaderamente gloriosa en la historia de la Humanidad es la de los carpinteros. Éste ha sido el único gremio que produjo un dios auténtico y que ha estado a punto de producir un auténtico diablo. Si bien un diablo menor. Un diantre madrileño con faja carmín como el fuego del infierno, sombrero calañés y frío como el aire del Guadarrama.

Es un día del mes de marzo de 1806 y nos hallamos en Madrid, en el taller de un carpintero. La mujer del carpintero acaba de dar a luz un niño. Envuelto entre pañales, el sollozo anuncia al mundo indiferente que un ser nuevo acude a la vida; con signo feliz o desdichado en el arabesco de su ombligo; con un proyecto de existencia a desarrollar, mediocre en la inmensa mayoría de los casos; en ocasiones, con alguna misión extraordinaria que cumplir entre los hombres.

El nacer es el primer acto personal y afirmativo que realizamos. Y, sin embargo, aunque personal, tampoco es ya enteramente nuestro. Porque no nacemos, sino que nos nacen. Nos nacen nuestros padres, sin tomarse el trabajo de consultarnos sobre los deseos que tengamos de aterrizar en el mundo. De aquí que la primera reacción sea de protesta. Lágrimas.

El taller carpintería del maestro Candelas es pequeño, recogido, lleno de luz. Pero no lleno de una luz cualquiera, sino de la luz de la calle del Calvario, luz del barrio del Avapiés, donde todavía yergue su airón una majeza que no tendría rival en el cosmos si no existiese al otro lado de la capital de España, hacia el lado del Parque de Monteleón, otro barrio de no menor prosapia: el de las Maravillas.

En ambos habitan majas y chisperos. En ambos resuenan en los días de toros los cascabeles jocundos de la calesa, y por las noches, idénticas usías con mantilla de blonda y chapín de raso traspasan los umbrales de las bodegas en que se danzan boleros y fandangos. En esto y en todo, el barrio de allá y el de acá rivalizan siempre. Por eso si una manola del Portillo de Embajadores canta aquello de:

  —226→  
Una maja de rumbo
vale por tres
si ha nacido en el barrio del Avapiés.
Dale y repara
que no hay nada en el mundo
como tu cara,

otra desenvuelta princesa del Amaniel responde:


Es la Corte la mapa
de ambas Castillas
y la flor de la Corte
las Maravillas.
Toma piñones,
que me gusta la gracia
con que los comes.

El maestro Candelas se encuentra esta mañana inquieto y nervioso. Nunca tuvo tantos motivos como ahora para sentirse feliz. Desde luego no es por el hecho de tener un hijo más por lo que el hombre se halla preocupado. ¿A qué obedecen, pues, su desasosiego y agitación? Obedecen, sencillamente, a que el buen carpintero es supersticioso, y la comadrona que ha asistido al parto y examinado al niño (sin dejar detalle por investigar) le ha visto debajo de la lengua una marca de nacimiento. Una especie de aspa diminuta, de color de nácar.

La señal, según afirma la comadrona perspicazmente, lo mismo puede ser de buen augurio que de malo. Si lo es de bueno, «a lo mejor el niño va a resultar un santo». Pero si lo es de malo, «lo mejor que podía pasarle era morirse o haber nacido muerto».

Al padre de la criatura le turban tales pronósticos o, por mejor decir, el pronóstico negativo. Pero su naturaleza sana y equilibrada acaba por reaccionar, refrescando sus pensamientos con el rubio surtidor de virutas que con hábiles manos hace saltar de la madera, bajo el ir y venir de la garlopa.

  —227→  

Por lo demás, no tiene motivo para quejarse de nada. Ni a él ni a los suyos les falta salud. El negocio va bien. Abundan los encargos. En su casa no se carece de buena mesa, de ricos vestidos festivales con que, tanto el carpintero como su esposa, lucen (no sin algún estrépito en el cromatismo) los domingos y días de guardar. Tampoco son infrecuentes las imposiciones de onzas de oro, en la hucha de sus ahorros. Ni el tintineo de las piezas de plata en el fondo de larga media que ajustó en tiempos la bien torneada pierna de la señora de Candelas. El matrimonio vive en excelente armonía, gracias a una estratagema que el marido puso en práctica desde el primer momento de casados. Consiste la feliz argucia en obedecer a la esposa en todo, y sin chistar. Si ella grita -porque a veces le salen unos prontos de carácter fonético notablemente agudos-, él guarda silencio. Si ella le ordena una cosa, él la cumple. Y si no la ordena, procura adivinársela para cumplirla también, pues no ha dejado de ocurrir en alguna ocasión que el incumplimiento por parte del marido de un deseo todavía no formulado por la mujer provocase en ésta uno de aquellos arrebatos que al digno carpintero horrorizan por conocerlos de sobra; como el marido experto teme, porque lo ha sufrido, un tifón en el mar de la China.

A la armonía conyugal contribuyen el bienestar económico y la ventura de haber tenido hijos. El mayor de éstos sale al padre. En sus tiernos años, que no pasan de diez, demuestra la misma laboriosidad y cachaza que adornan a su progenitor. El hijo segundo, Manuel, apenas ha tenido tiempo en su breve existencia de definirse en vicios ni virtudes. Y respecto al tercero, que acaba de surgir como magia en la antibelénica mansión de la calle del Calvario, sólo Dios sabe cuál será su destino.

La marca con que llega a la vida lo mismo puede significar, como ha dicho la comadrona, que va a salir un santo o «que va a resultar un demonio».

Lo que, desde luego, puede afirmarse es que no será nunca un hombre mediocre, un infeliz cualquiera. Jamás se dio el caso -según la opinión de las doctas comadres del barrio- de que un hombre con semejante señal en la lengua no diese mucho que hablar en el mundo. Según afirman, una marca así tiene el por todos execrado don Manuel Godoy, ministro universal, amante de la reina y árbitro de España. También dicen que la tiene un excelente varón: el padre Pajarito, predicador callejero, famoso sanador de enfermos incurables y director espiritual de vejetes acaudalados y doncellas de rompe y rasga. Pero también la tuvo un bandido: el Tuerto de la Fuentecilla,   —228→   recientemente ajusticiado en el Campo de Guardias. Y hasta Napoleón. Todo hombre célebre la tiene. Napoleón, emperador de los franceses, sospechoso aliado de España, puesto que es enemigo declarado de nuestra Santa Madre la Iglesia, ostenta en el borde de la lengua un chirlo. Un enorme y satánico chirlo negro, en forma de aspa.

Los pensamientos del buen carpintero se han ido calmando a través de la jornada. Al llegar el anochecer. toma su capa de grana y su sombrero de medio queso y se lanza a la calle.

Es la hora en que su amigo el barbero de la esquina rasguea la vihuela a la puerta de su tienda. Hay una calma luciente suspensa en el aire crepuscular. Un vecino subido a una escalera enciende el pálido farolillo municipal, una de las tres luces que alumbran por la noche la calle del Calvario.

Por este tiempo marceño ya brota el aroma voluptuoso de la primavera en el pezón en flor de Madrid.

La niñez del pequeño Luis transcurre feliz y tranquila, sin otros sobresaltos que los que produce a sus honrados padres el carácter soberbio y precozmente pendenciero del muchacho. En esto sale a la madre. En lo de soberbio y a las veces violento de sus impulsos. Pero el niño es menos melancólico que su madre. Tiene ratos en el día (cuando la edad frisa en los umbrales de la adolescencia), y aun temporadas, en que sus pupilas parecen inundarse con aguas de azabache. Fases taciturnas de la niñez, que denuncian al infante listo, al hombre prematuro. Se conoce entonces que los alfileres de la vida empiezan a picotear en un espíritu hipersensible y que los primeros chascos atacan al hígado. Un hígado todavía normal en sus relaciones cristianas con el prójimo. Mas, en el infante listo, las gotas del resentimiento no tardan en caer. La inteligencia hierve sagaz y silenciosa. Es el momento grave, decisivo. Es el momento en que los adolescentes analizan con profunda acuidad los espectáculos y las personas, las injusticias y los egoísmos. Filo de minuto en la existencia, en que algo cristaliza para siempre. Y surge también para siempre el sumiso o nace el rebelde.

La recia salud fisiológica de Luis le preserva de las introspecciones continuadas. Por eso su carácter empieza a dibujar la silueta del hombre de acción en vez de encajar la fina del intelectual. Luis trabaja en el taller de su padre. Su genio vivo y nervioso le tienen en constante ebullición. Va y viene saltando por la calle, se pega con los chicos por cualquier motivo o sin motivo, y capitanea a los chavales de su barrio   —229→   en las pedreas que sostienen, con los de otro barrio cualquiera, en el vecino campo de las Vistillas.

Un día ocurre un suceso importante en la vida del mozalbete. Acaba de cumplir catorce años y se halla en lo más fragoroso de una pedrea en los altozanos de las Vistillas. Su honda silba en el viento como debió de sonar la honda de Viriato en las Vistillas de la Historia de España. De pronto, un guijarro enemigo viene a herirle en la frente. El golpe le hace tambalearse, vacilar, caer. Brota la sangre de la herida, cubriéndole la cara. Sus amigos acuden a retirarle del campo y a socorrerle. Pero he aquí que apenas comenzada la humanitaria tarea, el pánico se apodera de la hueste y los compañeros dejan a Luis abandonado en el suelo.

¿Qué ha podido ocurrir en las aguerridas filas del Avapiés para cometer tan lamentable acción? Ha ocurrido que un nuevo regimiento de flamasones ha entrado en combate.

(Detengámonos un instante a explicar esto de los flamasones. Del porqué del empleo de la palabreja en labios de los chicos.)

Ya se sabe que los chicos procuran siempre imitar el vocabulario de los grandes. Y hay en Madrid por esta época -y desde hace bastante tiempo- unos seres popularmente conocidos por el nombre de flamasones. El «francmasón» galicista se ha convertido en boca de la plebe celtíbera en flamasón. Con los flamasones se hallan muy a mal los buenos españoles, que constituyen la inmensa mayoría: el pueblo casi en masa, la aristocracia, las tres cuartas partes del Ejército, las dos terceras partes de la burguesía civil y el clero en su totalidad. El resto no está a mal con los flamasones. Pero es porque el resto no lo constituyen los buenos españoles y son flamasones ellos mismos. O liberales y negros, que es peor.

Esta gente negra extravagante y nociva proclama inauditas doctrinas. Quieren que el rey sea rey, y que lo sea de España -si no hay otro remedio- don Fernando VII. Pero opinan que la nación, con todos los españoles que tiene dentro, significa algo, y también debe intervenir en el gobierno del reino por medio de sus representantes. Defienden una cierta cosa absurda que llaman Cortes, y otro cierto artilugio que llaman Constitución. Afirman que sin ambas cosas el rey no debe gobernar. Si gobierna, ellos -los liberales- se oponen. Protestan. Conspiran. Imprimen hojas clandestinas, en prosa y verso. Y si es preciso -que no deja de serlo-, mueren por sus ideales.

  —230→  

Por fortuna, tales ideas las mantienen pocas personas en el país. La mayoría sabe perfectamente (y no serán bastantes todas las malignas teorías de extranjis para conocerlo) que el único que puede mandar en España es el rey. Y que el rey tiene que ser absoluto. Neto. Y además católico, como vocifera muy bien por esas plazas el padre Pajarito, con su pico de oro.

Los flamasones son, pues, gente malvada y viciosa, digna toda ella de bailar en la horca. Así lo dicen las personas mayores -con raras excepciones-, y así lo repiten los chicos, aplicando el mote como cruel afrenta a los adversarios y a los enemigos. Por eso, cada bando guerrero en las riñas y las pedreas lanza ese motejo envenenado de flamasón o negro al bando contrario.

El nuevo regimiento que entra en la pedrea no les inspira miedo a los muchachos del Avapiés por la cantidad de honderos, sino exclusivamente por el caudillo que lo manda. Al coronel sí le tienen respeto. Se trata de una especie de salvaje, de un grandullón vengativo y traidor, que gusta de la sangre y suele emplear la navaja en las contiendas. Su prestigio es tal que cuando él se pone a la cabeza de una tropa, ésta vence inexorablemente. Cada milite a sus órdenes deviene un león cruzado de hiena.

Por eso huyen los secuaces de Luis, presa del pánico, dejando a su jefe herido en el suelo.

El jefe contrario avanza rápido hacia el yaciente con una tempestad de gestos en el rostro y un carrusel de blasfemias en la dentadura. Avanza y llega. Se para.

Luis, que había perdido el sentido, reacciona pronto y clava los ojos en su adversario.

El bárbaro es un jayán fuerte y rudo, de mirar avieso, puños de hierro, siempre dispuestos al ataque, y corazón propincuo al homicidio.

Ante la figura amenazadora, Luis cobra bríos, se levanta. Se yergue. Escucha atento las palabras del otro, que dice gozoso y alborotado:

-Ríndete.

Candelas guarda silencio. Una voz propone desde lejos:

-Si te rindes, no te pegaremos.

La turba apretujante de los chicos estrecha el cerco alrededor de Candelas, quien, alzándose sobre la punta de los pies, mira por encima de la muralla de cabezas al   —231→   grupo de sus compañeros, los cuales, desde lejos, contemplan la escena sin atreverse a aproximarse.

El matón enemigo, con voz burlona y gesto despectivo, dice:

-Estás vencido. Dame la honda y medio real y te dejaremos libre.

-Mejor será desnudarle y tirarle amarrado por el barranco -grita, poseedor de muy buenos hígados, otro chico.

Pero el jefe replica severo:

-Cállate, Bocanegra. Yo sé muy bien lo que hay que hacer.

El joven Luis Candelas, primero absorto, demudado; luego, encendido por lo vergonzoso de la proposición que le acaban de tirar al rostro, experimenta una de esas frías cóleras, lúcidas y reprimidas, que tan terrible habían de hacerle andando los años. Comprende, sagaz, que sólo un gesto de gallardía e indiferencia puede salvarle. Es necesario individualizar la lucha. Es necesario obligar al cabecilla adversario a aceptar un duelo personal.

-Sois muchos -exclama-. Yo estoy solo. Vuestro capitán se aprovecha de esto. Si estuviésemos solos, él y yo, cara a cara, antes de un minuto le habría partido el corazón. La cosa es fuerte, claro.

Pero entre hombres no hay más remedio que hablar así, al propio tiempo que se escupe por el colmillo. Y mientras, se saca -aprovechando el efecto de reto tan decisivo- y abre, con ademán calmoso, una hermosa navaja, a poder ser de las que llaman francesas: con cachas de fierro guarnecidas de asta negra, con virola y casquines de metal, y «muelle de golpe seguro»; la punta aguzada y la base de la hoja plana y recia, para apalancar.

Al abrir el arma y hacer cuatro garabatos en el aire con ella, los muchachos retroceden instintivamente. El círculo ensancha en redor un diámetro de respeto de ocho o diez metros. Incluso el mozallón enemigo retrocede un paso.

Luis, conseguido el primer efecto, continúa:

-Los caballeros se baten de frente y no se asesina. Tú con tu chaira y yo con la mía estamos iguales. ¿Qué dirán los tuyos si, habiéndote desafiado de ti para mí, no aceptas el duelo? Te despreciarán por cobarde, y tendrán razón.

Es curiosa la impresión que en estas dos almas, broncas y confusas, producen los conceptos altisonantes de la caballerosidad y del honor. Por fuerza hay que admitir   —232→   que entre estos jovenzuelos prenden aquellos conceptos con tanta reciedumbre como en los pechos hidalgos. Verdad que en la tropa que describimos hay sujetos de muy varia procedencia y calidad. La mayor parte son muchachos del pueblo, aprendices de diversos oficios. Por regla general, sanos de entraña, pero arriscados y brutales. Algunos pertenecen a la clase media y estudian sus primeros latines en los Viejos Estudios de San Isidro o se educan en escuelas regidas por frailes. No faltan tampoco los mocitos vagabundos. Los pícaros de nuestras novelas clásicas, tipos espléndidos que marchan por la vida -por su vida, que ayer y hoy siempre es la misma- entre jirones de una cierta grandeza, formada de independencia y de individualismo heroico, y de las bellaquerías señaladas por los moralistas como estigmas de perversidad. Desde lanzar majuelas con cerbatanas a las narices del currutaco hasta el alivio de faltriqueras y el delito de gran porte, el camino es largo. Pocos ardidos le recorren entero. Al final hay una horca -finibusterre de la galopesca, como dijo Cervantes-, cuya silueta, visible mucho antes de llegar a ella, invita al bravonel de más redaños a la reflexión y al arrepentimiento.

El mozo que se las ha con Candelas pertenece, sin duda, al número de los elegidos entre los crudos. Tiene un cuerpo grande, pesado. Ojos turbios y sombríos, frente estrecha, nariz chata y una pelambrera rubianca, que no trabó nunca conocimiento con otro peine que con el de los dedos de su dueño. Por su espíritu cruel y astuto ha llegado a capitanear la valerosa falange de honderos del barrio del Barquillo. Es el más viejo de todos, y ya ha sido empapelado por la justicia en diversas ocasiones. Conoce la cárcel de Corte y la insigne mansión del Saladero.

Ahora, frente a frente de Luis, y al ver relucir en la mano de éste la navajilla francesa -total, dos palmos de hierro-, retrocede apenas. El hombre es valiente. Pero prefiere, si puede, recatar su valor y no exponerle sino en circunstancias notorias. Por eso mira a sus compañeros y los interroga con la vista. Enseguida nota que las palabras y la actitud de Luis han causado una sensación mágica en todos. Se da cuenta perfecta de que, si no acepta el duelo, su prestigio ante los suyos sufrirá un rudo golpe, quizá irreparable.

  —233→  

Realiza, pues, un esfuerzo, en verdad no muy doloroso. Sonríe de oreja a oreja, como si se le rasgase la cara, y con acento lleno de rencor murmura:

-¡Pues habla!... Prepárate, que allá voy.

Y sacando de la manga un largo y fino cuchillo albaceteño, lo esgrime también en el aire, en todas direcciones, dejándole a lo último quieto y recto, a la altura de la cadera, bien empuñado y con la punta dirigida al ombligo adversario.

El corro, ensanchado considerablemente, deja en su centro a los dos combatientes.

Candelas, de cuerpo ágil y brazo nervudo, permanece inmóvil, alerta los ojos, la fisonomía contraída por una mueca despectiva.

El otro comienza a moverse, agachándose, dando vueltas lentas o rápidas alrededor de Candelas, esperando el momento oportuno para dar el salto. Ambos se han quitado las chaquetas y las han arrollado al brazo, a manera de escudo protector. Un silencio patético, trascendental, socava los espacios aéreos de las Vistillas.

El gigante avanza y retrocede. Mete la pierna izquierda en el terreno del contrario, como hacen los buenos toreros, enardece y desafía. Corre en torno a Luis, que, girando sobre sus talones los ángulos precisos, no le pierde nunca la cara. Por fin, ya un poco fatigado del juego, se acerca más y se descubre, mientras tira con furia algunos golpes bajos.

La lucha entra en la fase definitiva, y el silencio se rompe con los gritos brutales de la canalla. Se refocila el moceril concurso, excitado por el combate.

Las frases irresistibles suenan. Estallan como cohetes de flamenquería y jactancia.

(El biógrafo no tiene más remedio al llegar aquí que apuntar las palabras nada elegantes surtidas por estas bocas y lanzados -los vocablos- como saetas, por la ballesta de la lengua.)

Hay vivos azuzamientos al jayán:

-¡Atízale por bajo!

-Di que no. ¡A la cara, Sastre!...

-¡Píntale un jabeque!

-¡Dale por las tripas!

Las pupilas de Candelas son un compás de maravillosa precisión. Observa, atisba, mide. Calcula, con fría lucidez sobre la emoción contenida, cuáles pueden ser las trayectorias de sangre por donde llegar hasta el vértice enemigo. Vértice que no quiere   —234→   que sea el corazón, sino el rostro. Porque sólo se propone marcar el rostro del jaque con una linda y pequeña rúbrica. A ser posible en la mejilla, desde la comisura del labio hasta el lóbulo de la oreja. Hay un instante en que el matón pelambrero se descuida y queda al descubierto. Luis aprovecha sin vacilar este instante. De un brinco se lanza sobre su adversario, quedando tan pegado el uno al otro, pecho contra pecho, que no cabría entre ellos una lámina de delgada cartulina. Pero el brazo del que ataca sabe moverse lateralmente con rapidez y brío, y antes de que pueda oponérsele la menor acción contraria, la navaja francesa, el filo sutil del acero, abre un surco de sangre en la mejilla derecha del gigantón. Éste brama como una bestia. Da un alarido salvaje. La viveza del dolor le hace soltar el cuchillo, que cae desmayado al suelo.

Candelas pone su pie sobre el arma yaciente, y se queda mirando, impasible y burlón, a la víctima y a sus legiones...

El episodio ha terminado.

Todo lo que ocurre después se desarrolla en breve tiempo y no altera las costumbres de lo que suele acontecer en semejantes casos. El vencido, atendiendo únicamente a su herida, por la que mana la sangre a borbotones, se retira del campo farfullando amenazas y dando traspiés. Sus secuaces le siguen, sin osar una ofensiva sobre el vencedor. Los camaradas de éste, alejados de su jefe en los malos trances de la derrota y la huida, ahora que le ven en pleno éxito, se acercan a él, valientes como jabatos y dispuestos a rematar la victoria con una lluvia general de pedruscos sobre los fugitivos. Pero Luis los contiene.

Todos le felicitan y le abrazan.

-¿Quién es ese energúmeno con quien he reñido? Lo conozco tanto como vosotros, pero ignoro su nombre.

-¡Cómo! ¿No sabes cómo se llama?

-No. No recuerdo... Me parece que le han llamado Sastre.

-Claro. Como que es Francisco Villena. Nada menos que Paco el Sastre.

-¡Ah!

-El mismo. No hace todavía una semana que salió del Saladero. Puedes estar contento. Hasta ahora nadie le había vencido. Desde hoy eres tú el amo, Luisillo. Esta inicial proeza del muchacho, verdadero «paso honroso», por mucho tiempo comentado entre los jóvenes bravíos del bajo pueblo de Madrid, no decide la suerte   —235→   del héroe, porque la suerte de los héroes no la deciden los menudos sucesos de la tierra, sino que se halla «escrita con astros en el azul zafir», antes de que el aliento primigenio de la vida heroica empuje al navío por los mares del triunfo.

El éxito ha sido grande para Luis Candelas. Sin embargo, al volver a su casa, ya de noche, experimenta una pequeña comezón de tristeza. Los impulsos sentimentales, que abundan y alternan en su infancia con los estados de alegría y despreocupación, van modelando el carácter del joven. Afinan, a expensas de lo sentimental, una dimensión de nobleza, jamás ausente a lo largo de su vivir.

Se mira las manos. La sangre que lleva en ellas no es indeleble, como aquélla que tiñó las manos de lady Macbeth, tinta de conciencia, tinta del más terrible calamar que produce la vida: el remordimiento. Pero Luis, bajo el influjo de la onda lírica, se mira las manos y ve en ellas algo de crimen. Comprende entonces el lenguaje de éstas y atiende a lo que le dicen.

Le dicen que no están hechas para ninguna de estas dos cosas: ni para el asesinato ni para el trabajo. A no ser breves y delicados trabajos de birla y escamoteo. Son, pues, manos de ladrón. O de señorito, que tampoco se suelen emplear en aquellos menesteres.



  —[236]→     —237→  

ArribaAbajo- II -

La vocación


Cuando un hombre no tiene la fortuna de nacer en la hora histórica que mejor conviene a su idiosincrasia y condiciones, fracasa. Se pierde. No hace falta tener más que un poco de sentido común para comprender que las aptitudes necesitan para desarrollarse medio apropiado. Ambiente. Elementos nutricios en el ambiente. Hombres de acción, como lo eran los conquistadores españoles de Indias, tuvieron la suerte de vivir en una época feliz, en la que el valor personal se cotizaba por encima de la inteligencia y en que a una forma especial de bandolerismo se le llamaba conquista militar.

Lo que llegaron a ser en su siglo los Hernán Cortés y los Pizarro, ya lo sabemos. Lo que hubieran sido en otra época o en medio de una sociedad que exige otro tipo de coraje, de valor personal, no hay manera de averiguarlo. (Yo he visto un portero de «casa grande» que tiene el mismo rostro que Pizarro, según el retrato que todos conocemos del conquistador. La única diferencia es que, en el grabado, Pizarro ostenta longincua y puntiaguda barba, y el portero de mi cuento usa bigote afeitado y patillas blancas, espumosas.)

Algo de esta doctrina del determinismo histórico sospechaba Luis Candelas desde pequeño. Y lo pensaba precisamente al sentir nacer en él sus aficiones militares. Estas aficiones, que comienza a observar muy pronto, se acallan durante una temporada, en la que su padre, comprendiendo que su hijo no había nacido para las bíblicas tareas del maderamen, le matricula en los Estudios de San Isidro. Los dos o tres cursos que Luis sigue en la vieja institución de la calle de Toledo le dan un pequeño barniz de conocimientos -Matemáticas, Geografía, Ciencias Naturales, Latín- y, sobre todo, una apetencia de ilustración y lectura que procura cultivar siempre. De continuar sus estudios en San Isidro habría terminado el bachillerato y puéstose en ruta de ser abogado, médico, boticario, etc. Pero está de Dios (o del diablo, que también tiene fuero) que Luis Candelas no sea nada de eso. De los Estudios de San Isidro lo expulsan a causa de unas bofetadas aplicadas gentilmente en las hospitalarias mejillas de un dómine de Latín. El amor propio del joven alumno le impide soportar   —238→   con paciencia un castigo humillante que a propósito de no sé cuál pequeña travesura le quiso imponer el profesor: hincarse de rodillas, con los brazos en cruz y con unas jumenticias orejas de cartón en la cabeza. Se negó el estudiante. Intentó zarandearle el catedrático. Revolviose aquél con legítima violencia... Total: expulsión de Candelas de los Estudios de San Isidro.

Al abandonar el bachillerato brota de nuevo la idea de hacerse militar. Acaba de cumplir dieciséis años, y se ilusiona con el proyecto de seguir la carrera de las armas. Amplio cauce para las audacias de su carácter y estímulo cierto del amor que siente por todo cuanto signifique lucha y peligro. ¡Lástima que obstáculos infranqueables se opongan a los bellos deseos del muchacho!

Verdad es que ya no hay Indias que conquistar, Flandes que someter, Italias que oprimir ni moros que destrozar. Pero -fantasea Luis con certero presentimiento, ¿no quedarán por ahí algunas guerras futuras, aunque sean dentro de casa, en las que gozar desafiando a la muerte, ganando cruces y ascensos?

Repitámoslo. ¡Lástima que a los deseos de Luis Candelas se opongan obstáculos infranqueables! De no ser así, quizá le hubiéramos visto pocos años después en la guerra del Norte conquistando laureles, fama, grados. Le hubiéramos visto, acaso, ya general y terminada la guerra, maniobrar en Madrid con los demás jerifes de su misma procedencia y, lleno de ambición política, asaltar las poltronas ministeriales, los cacicatos palaciegos. Como Espartero, como Narváez, como O'Donnell, como otros muchos.

Pero las ilusiones del joven se truecan en cuanto dirige la vista a la realidad. A la realidad de sus posibilidades. Él no puede abrazar la carrera de las armas, porque para ser nombrado cadete es indispensable acreditar ejecutoria de nobleza o ser hijo de oficial o jefe. Él es hijo de artesanos, y no puede hacer otra cosa, si quiere ingresar en el Ejército, que sentar plaza de soldado. La cuestión varía completamente. Luis pensaba en la charretera de oficial, no en la mochila del soldado. Para Luis, ser soldado es casi no ser militar, sino doméstico de militar, de oficial o jefe; obrero de batallas, simple unidad oscura en la brillante masa plural de la tropa.

Claro que en tiempos de guerra puede un simple soldado, si le ayuda la fortuna, elevarse, «con el valor de su brazo», hasta los cielos del generalato, en glorioso rebote. Y hasta (si la fortuna se muestra espléndida) caer en pie, luego de venturosa pirueta, sobre un trono. Sobre los almohadones de una regencia. Pero nadie puede adivinar el   —239→   año 22 acontecimientos que tendrán lugar después del año 30. En suma: tampoco las hadas de la guerra civil le anticipan a Candelas la noticia de los grandes triunfos que los hombres de su temple podrán encontrar más tarde en los vericuetos de las Vascongadas y Navarra.

Desvanecidas sus ilusiones marciales, sin propósito de continuar el oficio de su padre y fracasado en sus primicias estudiantiles, Luis se queda con las manos metidas en los bolsillos, silbando una cancioncilla y sin saber qué hacer. Sus padres, severos e irritados por su conducta, no le dan un céntimo. Pero la vida se despliega como un abanico de naipes en que todas las cartas son triunfos cuando un espíritu travieso, un buen ingenio y un corazón resuelto se los exige al destino. La vida es una casa de juego. Una tafurería, en la que sólo los jugadores de ventaja, los trapaces, ganan siempre. Se imponen por lo pronto y apandan cuanto hay en la mesa, aunque después, al reaccionar, los demás jugadores -enfadándose mucho- tiren al tahúr por el balcón.

Para mayor desgracia (según los moralistas elegiacos), el hijo del honrado menestral de la calle del Calvario ha salido pinturero, calavera, amigo de las juergas, el trasnoche, las damas y el alcohol. Toda la lira. Las amistades que en los bellos lugares de sus frecuentaciones traba son, naturalmente, con personas de gustos parecidos a los suyos; con ternes varones de la majeza, para los cuales no hay dificultades de orden económico mientras existan dineros en el mundo y ellos posean cinco de dos como cinco soles en cada mano. Una feliz casualidad le hace conocer a un simpático sujeto, gallardo él, bien provisto generalmente de fondos, maestro en el arte de la cleptomancia, fértil inventor de añagazas para extraer dinero de donde lo haya, aunque sea de los antros plutónicos. Atiende por Mariano Balseiro. Balseiro y Candelas intiman enseguida. Por Balseiro conoce también al flébil, y delicado como una señorita, espadista Antonio Cusó (y a su hermano Ramón), quien posee una cara pasmada y unas tales dotes suasorias que, cuando al arribo de una galera o mensajería se acerca a cualquier rústico para proponerle un negocio, el forastero lo acepta, inmediatamente, entregándole cuanto dinero lleve encima. Así va fraternizando Luis con los cavayeros más ilustres de la villa y corte. Incluso con aquel bárbaro analfabeto de Francisco Villena, Paco el Sastre, que tan brava muestra ostenta en la cara de la acometividad de su antiguo adversario. Los dos jóvenes hacen ahora las paces, ante una jarra de buen vino manchego.

  —240→  

Los primeros asuntillos en que, incitado por sus amigos, interviene despiertan en él la verdadera vocación. Eclosionan los instintos todos de su alma al calor del delito, como eclosionan las yemas florales en el estadio germinal. Y decide en su fuero interno, y ya sin la menor duda, que los caminos de la honradez, a más de ser con frecuencia de interminable longitud hasta el alcance del bienestar, resultan áridos y aburridos. En efecto, cuando el éxito y el oro llaman a la puerta del que los conquistó con su honorable esfuerzo, la juventud ha pasado ya. Frecuentemente, quien sale a abrir la cancela a aquellos probos visitantes es un anciano decrépito, con la segur al hombro. ¿Para qué sirven entonces laureles y talegas? Quizá sólo para precipitar el descenso a la huesa. No. Es menester gozar. Abrasar la juventud en todas las llamas. Lograr deprisa, sin dilación, dineros, que son, como sabe todo el mundo, el camino único del goce. Y del amor. Y de la gloria.

Porque lo comprenden así, viven regaladamente los nuevos camaradas. Todos ellos tienen hermosas queridas. Algunos alternan con sujetos de posición, que ignoran o fingen ignorar el origen de las onzas de oro derrochadas por sus cofrades en libertinajes y francachelas. Por las noches brillan más que el fuego de los candiles en las cuchipandas y fiestas de bolero. Las mozas de rumbo se los disputan. Y las duquesas y las marquesas también.

Pronto Candelas se hace la figura indispensable en los cenáculos de la bribia y de la majeza.

A los diecisiete años, edad en que da principio a su carrera triunfal, la estampa del doncel se les entra corazón adentro a muchas damas del Avapiés y de varios kilómetros a la redonda, sin que -confesémoslo paladinamente- el galán deje de explotar esas admiraciones. Su primer amor -Consuelo, peinadora, veinte abriles, ojos garzos- le produce dos mil reales (los ahorros de la amada) y una sortija de oro con diamantes. Su segundo amor -doña Margarita, viuda, rentista, otoñal, de ojeras febriles- le produce bastante más en metálico y obsequios. Pero como ella se obstina en casarse con él, resuelve (por delicadeza) abandonarla. Por esta ruta de los amores pingües podría Candelas haber marchado maravillosamente, sin enredos con el Código, ni tiquismiquis con la justicia. Pero ya hemos dicho que gusta con preferencia de la vida de lucha y de peligros. Y, por otra parte, en el fondo, se trata de un romántico. Un romántico sin el uniforme de romántico, que por ahora empieza la moda parisiense a imponer en   —241→   España, sino con otro ropaje mucho más bizarro: chaquetilla azul turquí, pantalón de mahón, faja corinto y sombrero calañés tirado sobre las cejas. Todavía Candelas no alterna, como hará luego, el traje popular con el señorial y romántico.

El año 1823 muere su padre.

El carpintero deja algunos ahorros. Su mujer, en vista de que ninguno de los hijos quiere continuar el oficio del padre, cierra el taller. De los dos hijos mayores, el uno, que es sastre, se ha casado y establecido en Zaragoza, y el otro ejerce un modesto empleo en la hacienda de un labrador rico de Torrejón de Velasco.

La preocupación de la madre la constituye Luis. Disgustada por la vida que lleva, gestiona para él algún destino fuera de Madrid. La ocasión es oportuna, pues muy recientes fechorías realizadas por sus compadres, y en las que él ha intervenido, impulsan al todavía aprendiz de bandolero a salir de Madrid. Alicante, La Coruña y Santander reciben sucesivamente en sus fielatos a un nuevo agente del Fisco. Salario pequeño, aislamiento grande, servicio monótono. Tan monótono le resulta a Luis como el sol de Alicante la bruma de La Coruña o la lluvia persistente de Santander. Además, los compañeros del servicio son gente zafia, grosera, incompatible con la finura instintiva y la relativa ilustración del madrileño.

Tal es una de las cosas que le empujan a tomar una posición anómala en la sociedad. Dada su clase social, el trato con gentes cultivadas y pulcras le está vedado y, en cambio, la camaradería con las personas de su condición repugna a su inteligencia y a sus gustos selectos. El pueblo, en general, mediocre, sucio y trabajador, no tiene contacto con el señorío y sus costumbres. En cambio, ciertos individuos del pueblo, pertenecientes a los oficios de la flamenquería en sus diferentes ramas, encuentran fácil acogida entre las alegres comparsas del señoritismo. Son oficios que dan dinero y celebridad. El torero y el chalán, el tahúr de fortuna y hasta el bandido generoso se mezclan sin dificultad en la España de l os años que corren con la flor y nata de los dandys y de los lyones.

La estancia de Santander transcurre con un tedio que le habría conducido fatalmente al suicidio, si la fiebre de hombre de acción, que le abrasa, no aniquilase en su espíritu todo germen de misantropía.

En Santander conoce esos ensueños característicos de humo de pipa que produce el mar. Frecuenta las tabernas del puerto y los lugares solitarios de la costa desde los   —242→   que todo aventurero español sueña con América. Pero no con la América de hoy, vulgar y civilizada, sino con la «América fragante de Cristóbal Colón». Con el indio, el palo, el pillaje, la usurpación y el despotismo, nueva resonancia del espíritu de Cortés y de Pizarro, o más bien de Alvarado y Lope de Aguirre, en el corazón del parigual.

Los marinos de crespa sotabarba y humeante pipa cuentan -como siempre- sus deliciosas mentiras en los tabernáculos del puerto. Dicen que en Guanajuato hay unas raras aves de extraño plumaje que, en vez de huevos, ponen piedras preciosas. Afirman que las fuentes de algunas ciudades del Ecuador manan leche, en vez de agua. La cual leche en invierno sale caliente y en verano fría. Estos marinos, en medio de sus fantasías, exhiben realidades magníficas: un tabaco de La Habana que, cocido con cierto líquido de adormideras, embriaga, poblando la imaginación de escenas voluptuosas. Un ungüento mexicano que, aplicado al periné de viejos caducos o de jóvenes inservibles, los reanima hasta un punto difícil de concebir... Cuando arriba un barco de América, las tabernas marítimas de Santander se ahúman con penetrantes aromas. Las monedas rubias cantan sobre las mesas como sirenas de metal mientras los nautas juegan. (Y aman, en los burdeles, sobre colchas rameadas.) Naipe en mano, blasfeman los contramaestres. Los grumetes entornan los párpados, evocando la tibia caricia del sexo mulato.

Poco le falta a Luis para saltar a uno de estos bordos que parten hacia las tierras de ultramar y correr su aventura. Pero le detienen dos cosas: la consideración de que América exige hoy aventureros de condiciones distintas a las suyas y el amor de una mujer.

Incansable ejemplar donjuanesco, Candelas necesita siempre de la intriga amorosa. Lo pide su médula, lo exige, aunque hasta ahora en mucho menor grado, su sentimentalismo. El espectáculo de la mujer enamorada, tierna o bravía, le es tan preciso a su espíritu como lo fue el espectáculo del yermo o la calavera simbólica al penitente de la Tebaida. Psicológicamente examinado, Candelas, como amador, pertenece más a la categoría Casanova que a la categoría Mañara. De Mañara le falta el remordimiento postrero y la redención. De Casanova quizá le sobra ese puro cinismo con que el italiano usufructúa el amor de la mujer y se ríe de la espiritualidad femenina.

En Santander conquista a la esposa de un honrado comerciólogo. En vez de meterse en un navío, rumbo a América, como en algunas ocasiones pensó, prefiere saltar a bordo del tálamo nupcial del comerciante. Barco de más suaves movimientos, sin duda, que los de los que navegan sobre la panza del océano.

  —243→  

La mujer es linda, picaresca, apetitosa.

El marido, enfrascado en los asuntos de su comercio -en los cuales la suerte solícita le brinda con el cuerno de la abundancia-, no se percata de nada. No se da cuenta de las mañas con que el perverso mozalbete le roba el afecto de su mujer. Ni de las «conversaciones criminales» que en su propio domicilio sostiene con ella.

La dama, que, aunque nacida a orillas del Cantábrico, posee para el amor un temperamento veneciano, adora a Luis y vive con él una pequeña novela. Ya le ha encerrado dos veces en ese clásico armario en que Boccaccio oculta a los amantes cuando llegan de improviso los maridos. Ya le ha hecho entrar y salir varias noches por el balcón de su cuarto. Ya le ha dicho, anegada en lágrimas y con voz entrecortada: «Huyamos, amor mío; lejos, muy lejos; donde la sociedad y sus convencionalismos no estorban a nuestra pasión». En fin, ha tocado todos los resortes emocionales de la coquetería y del romanticismo.

El galán se cansa pronto de este juego.

Piensa, incluso, para ponerle término, en marcharse de veras a América, cuando un suceso inesperado le pone en trance de apresurar lo que ya deseaba ardientemente y no se atrevía a resolver sin demora prudencial: regresar a Madrid.

El suceso inesperado consiste en un formidable escándalo que ocurre una mañana a la salida de misa. Su amante, en un arrebato de cólera por un episodio de celos sin importancia, le abofetea en presencia de numeroso público.

La consecuencia de tal acontecimiento es una reprimenda del superior de la oficina de contribuciones, jefe del Resguardo, que afea con duras palabras la conducta del subordinado. Se le castiga trasladándole a un destino en un mísero puertecillo de la costa. Candelas se rebela contra sus jefes, insulta al superior del Fisco y presenta la dimisión.

Decididamente, no tiene carácter para ejercer ninguna profesión normal y oscura. Ni tampoco brillante, si ha de desenvolverse dentro de las normas soporíferas de lo cotidiano provincial, con disciplina, jefes y reglamentos. De aquí en adelante no obedecerá a más jefes que al monarca absoluto que alienta debajo de su piel. Y en cuanto a preceptos o reglamentos, él se dictará a sí mismo los que le vengan en gana, vasallo exclusivo del zarismo de su voluntad.

A los pocos días toma el camino de Madrid.

  —244→  

El viaje a Madrid deviene rico en reflexiones y propósitos. La galera acelerada que tarda doce días en salvar la distancia que hay entre Santander y la capital de España le ayuda con sus vaivenes y monotonía a perderse en los laberintos del imaginismo.

El trayecto entre Santander y Valladolid se refleja en su pantalla mental como otro trayecto regresivo de su vida interna. El que va desde el momento mismo en que imagina hasta los primeros recuerdos de la infancia. Un retroceso de sensaciones, ideas y acontecimientos. Pocas cosas le satisfacen del pasado. Incompatible desde niño con su familia, sin medios materiales para infundir en empresas efectivas los anhelos de su espíritu, se vio durante mucho tiempo sometido a toda clase de presiones desagradables. Sólo los últimos tiempos han sido «originales», genuinos, «suyos», independientes... Hay, pues, que imponer el propio gusto por encima de todo. Si su vocación anárquica y amoral le empuja por senderos peligrosos, no importa. Mejor. Su existencia ganará en intensidad emotiva lo que pierda en vulgaridad rutinaria.

Al entrar el carromato renqueante y ruidoso por las puertas de la ciudad de Ávila el alma de Luis Candelas se fluidifica, se idealiza. El trayecto hasta Madrid ya no puede ser regresivo, sino progresivo y estimulador de acción viva. La ciudad de la Doctora le contagia con el delirio místico y fundacionista que santa Teresa dejó suspenso en la atmósfera. Ávila luce bajo el más fino y alto cielo de Castilla. Con su dedal y su aguja, aquella mujer, casera de conventos y esposa divinamente doméstica del Señor, no hizo otra cosa que coser y coser. Bordar y bordar. Hiló nubes, camisillas de los ángeles. Tejió cendales infinitos, colocándolos como doseles de iglesia sobre los espacios aéreos de Ávila. Un día se clavó Teresa una aguja en el corazón y le brotó la gota de sangre del verso. Juan de la Cruz aplicó sus labios a la purpúrea herida y halló la sangre dulce y el corazón rumoroso.

Ningún héroe, ni santo, ni artista puede pasar por Ávila, bajo aquel dosel, entre aquellas piedras, impunemente. Allí está la salvación, pero a través del pecado, que es en esencia el motor de todas las vidas, de las buenas y de las malas. De las buenas, porque venciendo la bondad y dominando la concupiscencia, se encuentra el espíritu -también tejiendo camisillas de ángeles- en vía libre, flechado a las más heroicas sublimaciones: la pureza y la gracia. De las malas, porque, arrastrando al pecador a la perdición, multiplica los goces del mundo para estos infelices que no pueden nunca alcanzar aquellos dones sobrenaturales.

  —245→  

Como, hasta cierto punto -y con las oportunas licencias-, todo bandido es héroe, en su calidad de héroe, de héroe futuro, Luis experimenta esas maravillosas contrastaciones ideales que produce Ávila. Mas como él no se halla capacitado para interpretar con hondura teológica el sentido de la concupiscencia y de la contrición, ni saborear el encanto que ha de tener para todo arrepentido el paso de la primera a la segunda -que es como pasar de las tinieblas a la luz-, se queda quieto e inmóvil per saecula en aquélla. Es decir, se encuentra a sí mismo. El toque de ultralucidez avileño le descubre su peculiar perfil de concupiscente. Y, a renglón seguido, su propio formato lírico de rebelde, de ser antisocial, de ladrón, en suma. De bandolero, de malhechor.

Otra lección notable que le da la ciudad elocuentísima es la que pudiéramos llamar empresaria y fundacionista. La gran santa fundadora no permite que nadie que posea orejas atentas pase por su lado sin advertirle de la obligación en que se halla de fundar algo en esta vida. Algo, cosas, materias o esencias. Fundar, organizar, emprender. Candelas escucha la voz inmortal, y se propone obedecerla. Él también fundará, organizará, emprenderá. Mas como no le es dado fundar empresas de piedad, las fundará impías, de esas que a la larga pueden disculparse y hasta justificarse si redundan en beneficio de alguien: el propio fundador, especialmente.

De par en par parece abrir sus puertas la villa del oso y el madroño al ex agente del Fisco. Madrid ha nacido para Luis Candelas y Luis Candelas para Madrid. Tan profundamente experimenta el joven esta sensación, que al oír un volteo general de campanas a su llegada, cree, alucinado, que es por él y para celebrar su regreso por lo que suenan. Sufre, no hay que decirlo, un pequeño error. Vibran los metales eclesiásticos, ostentan colgaduras los balcones y se refocila el pueblo en señal de júbilo por un decreto que acaba de publicarse, según el cual no serán admitidos en los cargos públicos ni podrán permanecer en los que actualmente desempeñan los individuos que no presenten, en el término de una semana, certificado de buena conducta expedido por el párroco de cada circunscripción. Los párrocos no dan estos certificados más que a los que juran fidelidad al rey absoluto y acreditan hallarse al corriente en sus deberes para con la Iglesia. Si n presentar la papeleta de comunión, ningún covachuelista puede ponerse sus manguitos. Sin que un clérigo responda de la moralidad y de las opiniones absolutistas de un juez, éste no puede manejar la famosa balanza.

  —246→  

Por lo visto, salvo el lapso de los tres «mal llamados años», las cosas no han cambiado nada en materia política. Siguen absolutistas y liberales persiguiéndose y matándose. Aquéllos, con todas las ventajas de su parte. Éstos, con todos los inconvenientes. Motines, palos, asesinatos, arrastre por las calles. Los absolutistas -«serviles» y «feotas», en el vocabulario liberal- tienen, como suele decirse, la sartén por el mango; así es que los pobrecitos liberales andan huidos de un lado para otro, y sin saber qué hacer. Pero, en fin, procuran lo que pueden: conspirar, trabajar en las logias masónicas y morir asesinados con harta frecuencia por los agentes secretos de las sociedades de la fe y las «caenas».

Luis recuerda muchos episodios de estas luchas. Él ha visto en su infancia cómo los liberales lograban imponerse algunas veces, algunas temporadas. Entonces, ingenuos y retóricos, se lanzaban a la calle desafiando a los «feotas» y a los voluntarios realistas. Luis gustaba mezclarse entre los grupos que solían formarse en la Puerta del Sol, frente al Lorencini y, sobre todo, en la carrera de San Jerónimo, frente al café de La Fontana de Oro, donde los más exaltados, subid os a las mesas, llevando una cinta verde en el sombrero con el lema «Constitución o Muerte», pronunciaban fogosos discursos. Se daban vivas y mueras. Se entonaban canciones subversivas como el Trágala, perro («Tú, que no quieres Constitución», etc.) y el himno de Riego. Canciones a las que, a su turno, respondían los partidarios del sistema despótico con otras coplas no menos ardientes: por ejemplo la Pitita.

El tono pasional, torvo, nostálgico de pasadas grandezas monárquicas e inquisitoriales hacen de esta briosa Pitita exponente sempiterno del espíritu cavernario de ciertos españoles. Copiémosla íntegra:


Españoles, aliados,
clamemos Religión.
¡Viva el Rey! ¡Viva la paz!
Viva la paz y la buena unión.
Pitita bonita,
con el pío, pío, pon.
¡Viva Fernando
y la Inquisición!

  —247→  

Aunque Candelas supone que ya no va a salir de Madrid en mucho tiempo, se equivoca. El mecanismo de sus impulsos y sus amoríos le moviliza a su antojo. Ahora es el matrimonio el que le sale al paso.

Candelas se casa.

El acontecimiento ocurre pocos días antes o después del carnaval de 1827. La fecha exacta es imposible fijarla. No consta ni en los escasos fragmentos que se conocen del proceso ni en los demás papeles relativos al personaje. Sin embargo, sabemos que contrae matrimonio con una buena chica, de más edad que él, llamada oscura y modestamente Manuela Sánchez.

La boda se celebra -es de suponer que con todo rumbo- en la parroquia de San Cayetano.

En el breve plazo de tres meses conoce el galán a la muchacha, transcurre el noviazgo y se casa. Un brote tan extraño y repentino en la trayectoria del hombre lanzado ya en la vida mangante y aventurera no tiene otra explicación que la del humor caprichudo y propicio a tomar direcciones absurdas del que en tantas ocasiones dio prueba. Se casa y se va a Zamora con su mujer. En Zamora realiza la última experiencia de ciudadanía correcta, con un fracaso tan pleno que, apenas se hunden en la recámara de su biografía un verano y un otoño, el tedio se apodera del novel marido y... abandona a su mujer. En el corto espacio de esos meses, recorre y ensaya el ciclo completo del matrimonio, que consta, como todos sabemos, de dos sectores: uno, el semicírculo ascendente de la luna de miel y -luego- durante más o menos tiempo la mutualidad afectiva, hecha en base de «armonía de contrarios»; y, otro, el semicírculo descendente, en el que se desliza o despeña -salvo excepciones- el amor legal; hasta parar en el nadir de la tragedia mansa, con separación de los protagonistas o sin ella.

Candelas, pues, casadito y en Zamora, se aburre. Lo cual no quiere decir que en Zamora y soltero no se hubiera aburrido también. Porque es fama que en Zamora -entiéndase: en Zamora de 1827- nieva todo el año.

Manuela Sánchez no vuelve a surgir en el historial de Luis. Viene a ser en la vida de éste algo así como esas maletas que se quedan olvidadas en una estación de tránsito, en un apeadero. El que las pierde no vuelve por ellas. Nadie las reclama y acaban abandonadas en los depósitos de las estaciones, hasta que alguien las hurta o las compra en pública subasta.

  —248→  

La mujer se queda en Zamora. El marido vuelve a la Puerta del Sol. Aquí le tenemos nuevamente serio, muy majo, muy apersonado, dando grandes chupadas a un veguero y sin fijarse en nada más que en un algo que en función de su fantasmagoría adquiere enorme importancia.

El abanico de naipes a que ya hemos aludido en otra ocasión. El abanico de naipes en que todas las cartas son triunfos se despliega para él y alrededor de él, en redondo, por la Puerta del Sol.



  —249→  

ArribaAbajo- III -

Los puñales del bandido. Una taberna


Con motivo del robo de unas chucherías, pertenecientes a un tal señor de Goicorrotea y Azurmendi, los polizontes atrapan a Paco el Sastre, a Antonio Cusó y, por primera vez, a Luis Candelas. El nombre de Luis Candelas Cagigal es inscrito en el registro de la Superintendencia de Policía del Reino sin ceremonia alguna. Falta notable, que de seguro no habrían cometido las dignas gentes de la oficina policíaca si hubieran sospechado qué clase de personaje se les entraba por las puertas y por entre los legajos de sus anaqueles.

La inscripción debió haberse hecho con letras de oro sobre mármol blanco, laureles cruzados y alguna leyenda latina, por ejemplo: dignas est intrare (digno es de entrar), aunque no se aclarase más el concepto, especificando si es que era digno de entrar en la mansión policíaca en calidad de una cosa o de otra diferente.

En fin, el hecho es que la inscripción verificola un protervo escribano jorobeta, de negro colmillo ganchudo y formidables antiparras al humo. Tomó el tal sarnoso curialucho -digno de figurar en la quevedesca fauna de los escribanos- una larga pluma de ave; hundiola en la entraña de un descomunal tintero, lleno de líquido del color de la sangre de su señoría, es decir, negro, y con elegante rasgueo de pendolista escribió sobre una hoja de papel de oficio:

Fijación Número 427
Nombre y apellidos del sujeto..........Luis Candelas Cagigal.
Apodos o remoquetes que usa..........Se ignora.
Naturaleza..........Madrid.
Edad..........Veintiún años.
Estado..........Casado.
Profesión u oficio..........Cesante en el ramo de contribuciones.
Clasificación..........Ladrón (espadista y tomador del dos, en el proceso).
  —250→  
..........
Condenas sufridas..........
Estancias en cárceles u hospitales..........»
..........»
..........»

Señas personales
Estatura..........Regular.
Pelo..........Negro (sin redecilla).
Ojos..........Al pelo.
Nariz..........Regular.
Boca..........Grande y prominente de mandíbula. Dientes iguales y blancos.

Otras señas particulares
No usa bigote ni patilla, y es de color del rostro, quebrado, aunque de complexión recia y bien formado en todas sus partes.

Nada tiene de raro que, dada la precisión de las señas personales en las fichas policíacas, le fuese muy difícil a la policía reencontrar a los inscritos en sus registros, si los delincuentes tenían la suerte de evadirse. Por esta razón transcurrió bastante tiempo hasta que volvieron a capturar al recién fichado, una vez que éste se fuga de la cárcel, inaugurando el largo y magnífico capítulo de sus repetidas evasiones. Paco el Sastre y Antonio Cusó también se escapan.

A poco de salir por el portillo falso de la cárcel del Saladero, Luis Candelas se entera del fallecimiento de su madre, ocurrido mientras él se hallaba en chirona. La herencia materna hace llegar a sus manos la cantidad de 62.000 reales, dinero que emplea en instalarse elegantemente.

Alquila un piso principal en la calle de Tudescos. Toma a su servicio un criado -Román-, el cual le cree, como las demás personas que empiezan a conocerlo bajo su nuevo aspecto, un caballero rico, recién llegado de América, en pos de unos asuntos relativos a su hacienda, que se tramitan en Madrid. Compra muebles, utensilios, ropas lujosas, y se manda imprimir tarjetas, en las que campea el siguiente nombre: LUIS ÁLVAREZ DE COBOS. Y debajo, letra menuda: Hacendista en el Perú.

  —251→  

El piso alquilado, alhajado con buen gusto, pequeño, coquetón, propio de un joven rico y soltero, que viene a la capital a gestionar negocios y a divertirse razonablemente, posee la inapreciable ventaja de comunicar, por una escalera interior, con un lóbrego y estrecho patio, común a otra casa vecina, cuya salida se abre al infecto callejón de Tudescos. Esta otra casa, cuyos pisos se hallan habitados por mujeres de vida alegre, supone un maravilloso escape para el señor Álvarez de Cobos, cuando por el azar de sus negocios (y no en el Perú) lo necesite, que no dejará de necesitarlo. No hay que olvidar que Luis ha nacido un poco transformista y, por tanto, le conviene mucho poder salir y entrar en su vivienda disfrazado de diversos modos, reservando la puerta del callejón para cuando viste de tales diversos modos, y siempre, en cambio, la de su casa, en la calle Angosta de los Tudescos, para cuando luce el atuendo de caballero. ¡Hay que ver entonces al señor Álvarez de Cobos con su junquillo en la mano, todo peripuesto y currutaco, guante gris y cadenilla de oro para el lente, y la cabeza muy alta, como, sin duda, corresponde a su principal alcurnia!

En cuanto a su personalidad de majo, ya veremos cuál es el plan de vida en que la desenvuelve. En cuanto a su personalidad de señorito, sigue el mismo plan de usos y costumbres que sus congéneres de la capital de España.

Un escritor de la época describe aquellas señoriles prácticas consuetudinarias con pintoresco juego y movimiento.

Helo aquí:

«El currutaco, pisaverde, lyon, dandy o pollo -que con todos estos nombres se viene designando a través del siglo a nuestros jóvenes elegantes y presumidos-, se levanta tarde. A las diez o las once, después de que el criado le haya servido el desayuno en el lecho. Salta de la cama -se medio viste a la negligée: pantuflas, robe de chambre y el bonnet- y dedica una o dos horas al aseo delicado y escrupuloso de su persona y a vestirse. Una vez vestido, se lanza a la calle: Montera, Puerta del Sol, carrera de San Jerónimo. En estos lugares encuentra a sus amigos, saluda a las bellas, flanea, sonríe, se mueve, discute. Charla de todo, sin entender de nada: de teatros, de política, de toros, de amor. Si tiene ganas de hacer ejercicio y hace buen día, monta a caballo -bota a la ecuyère, el chaquet y le fouet-. A las cuatro, a comer. Unas veces en casa; lo más frecuentemente, en la fonda. Luego, la jornada de soirée -habit noir; o bien frac azul,   —252→   pantalón de color mahón o perla, y surtout marrón o capa-. Hace visitas, asiste a la ópera o a la Comedia, o al café o al baile. Por último, se acuesta y, ¡buenas noches! Este caballerito no lee, no estudia, no produce, no trabaja. Se limita a gastar despreocupadamente el dinero que para él atesoraron sus padres y sus abuelos. Este caballerito tiene una querida «de circunstancias», un caballo inglés, un tilbury francés y un criado gallego o asturiano, que le sirve de recadero en sus conquistas, ayuda a la cocinera a preparar sabrosos manjares y le presenta las ropas perfumadas y en una bandeja».

Con los 62.000 reales de la herencia materna no habría podido el joven sostener un tren de vida semejante más o menos al descrito si un travieso ingenio y un natural industrioso no proveyesen a menudo sus faltriqueras.

Pero para colmarlas hasta la boca de dineros, le sobran a él facultades. Extraordinarias aptitudes de ladrón.

Puede afirmarse que es el primer talento original que en esta rama de la actividad humana produce España en el siglo XIX.

Él modificó la técnica del robo. Dotado de rápida y sutil inventiva, supo practicarlo con fantasía y destreza, dándole ese toque especial, ese cachet que siempre pone en su obra el verdadero artista. Transformó la forma anticua da de los atracos, cometiéndolos en pleno día y en medio de los parajes más concurridos, e introdujo en el robo a domicilio importantes mejoras. Jamás empleó con sus víctimas más violencia que la estrictamente necesaria y evitó en absoluto la efusión de sangre. Fue el inventor del timo moderno. En los innumerables golpes que llevó a cabo, sobre todo en el período de mayor actividad de su vida, 1827-1837, jamás necesitó quebrantar miembros ajenos, acogotar criadas, ni complicar, con torpes abusos o superfluas fracturas de muebles u objetos, su modus operandi.

El instrumental que siempre manejó es sucinto; para las operaciones domiciliarias, la palanqueta, la ganzúa, el mango (la poderosa), el berbiquí y la sierra de cadena. La linterna y la cuerda. Nada más. Para las operaciones en despoblado, el cachorrillo o la escopeta, el cuchillo y un par de pistolas. El arma blanca y las pistolas -de fabricación nacional- las llevaba también en la comisión de los robos urbanos. Pero no con intenciones de quirúrgico empleo, sino únicamente como elemento dialéctico de persuasión.

  —253→  

Pero, aunque no las utilizase jamás, Candelas amaba, con pasión muy disculpable, las armas blancas.

En su casa tiene Luis Candelas una panoplia.

En la panoplia sólo puñales.

Posee una bella colección de puñales. Algunos de gran valor artístico y material. Entre otros, brilla un lindo puñalito japonés de empuñadura labrada en marfil, figurando un ibis, cuya hoja fina y buida se estremece como un diapasón cuando amenaza (perpendicularmente) el pecho desnudo de una mujer. (Candelas ha hecho la experiencia.) Se estremece. Y canta y empalidece y vibra de gozo por herir. Luis llama a este tímido y pequeño objeto con un nombre muy japonesco: Hebra de sol. Otro puñal se apoda «Fiésole» y es una daga de Florencia, de gavilán rizado, con un ojo en el pomo: una esmeralda, y un rubí irradiante en la cara anterior de la empuñadura, en forma de estrella de mar. Perteneció a una marquesa Aldobrandini, que lo utilizó para transir a tres amantes consecutivos, ensartando en la daga los tres corazones aborrecibles; el corazón de un paje de cabello rizado; el corazón de un capitán, cuyos ojos eran de color verde esmeralda, y el corazón de un cardenal romano, cuya púrpura sacra obligó a la noble renacentista al tercer simbolismo: el del rubí. Otro puñal, también italiano, del siglo XVIII, completamente negro, se caracteriza porque no pesa nada. Absolutamente nada. Y se queda en el aire en la posición en que se le coloque.

Por las noches, este puñal se transforma en cuervo y sale por las ventanas a cumplir su misión, asiluetándose en inmovilidad trágica y ridícula sobre el redondel de la luna. Luis le ha puesto una interrogación blanca en el puño. Otros muchos puñales raros y exquisitos hay en la panoplia. Entre ellos, no falta, naturalmente, el basto y eficaz puñalón albaceteño, que es el que esgrimen los «buenos» de la serranía de Ronda. El que lleva en su acero grabada la tan vulgar y conocida pero saludable advertencia: «Si esta víbora te pica, no envíes por ungüento a la botica».

Mas el puñal que el bandido prefiere y porta comúnmente -su puñal de diario- es un sencillo cabritero de medio palmo, con las iniciales L. C. grabadas en plata. Las   —254→   guardas del arma son reducidas y de hueso negro. El ladrón, que le ama tiernamente, le apellida «guapo» y «guapete» y «guapín».

Recién instalado de nuevo en Madrid, Candelas, fardado a lo castizo, marcha en busca de sus amigos Mariano y Antonio. Se dirige a una taberna de la calle Imperial, sitio frecuentado por toda la banda y en la que suelen planearse excelentes combinaciones. A esta taberna acuden, cuando no arrecia demasiado el peligro de la policía, los dos compadres, Mariano Balseiro y Antonio Cusó. Amén de Juan Mérida, Pablo Maestre, y el otro Cusó, Ramón, hermano de Antonio. No faltan -a su debido tiempo- a las reuniones que allí se celebran dos o tres mujeres afectas en diversos grados y maneras a los individuos de la cuadrilla: Josefa, la de Mariano, zaina y pomposa, grande y movediza, hembra real, como dicen los expertos en femeninas anatomías. Va otra, Colasa, la de los brillantes, que tiene un puesto. Que tiene un puesto de casquería y desperdicios en la plazuela de la Cebada. Va otra, la Rosaria -tout simplement-, cuya distinción consiste en ser ama de los ojos tenebrosos y zumbones más rasgados de Europa; el pelo de color de trigo la sube en crespo arrebato occipucio arriba, como el espeso matorral trepa por la montaña. Va también doña Escofieta. Pero a esta pobre virgen sexagenaria, llena de gritos histéricos, no la hace caso nadie. En el fondo de la taberna, amparada por el generoso corazón del tabernero, la ruinosa estantigua suele yantar sus migas en caldo y apurar su vasito de vino, recordando los buenos tiempos en que, hija de familia acomodada, lucía en los saraos de la clase media y era novia de un teniente que mataron en el Rosellón. Doña Escofieta ama en silencio a Antonio Cusó por guapo y por distinguido, y porque se parece en no sé qué a su sombra novial desaparecida... Claro que la digna señora, habitante en el mundo iluso de su propia párvula fantasía, nada sabe de los oficios y la clase de gente que se reúne en la trastienda de la taberna.

El dueño de la taberna es el Cuclillo, hombre ya viejo que cursó con aprovechamiento todas las asignaturas de la carrera gallofa y acabó tomando su borla de doctor -porque no le quedase cosa que tomar en este mundo- en la Universidad de París. Así como suena. A París le llevaron los vientos de su mala fortuna y allí lo quisieron obsequiar los jueces con el presente de una interminable cadena. Pero el azar   —255→   acudió en su ayuda y hubo de romper, al mismo tiempo que una de sus piernas, uno de los eslabones férreos que le ceñían el pie. El Cuclillo se retiró a su patria con la dote de una mujer que le quiso por esposo (a pesar de su cojera y de su jeta negra y bizca) y puso el establecimiento de la calle Imperial. Hoy se halla el hombre muy tranquilo, con su taberna, sin su tabernera, que murió (y en paz descanse), y su tabernerita: chicuela muy linda, hija suya, una gozquecilla con cara de pascuas.

Son asiduos parroquianos de la taberna del Cuclillo personas de muy varia condición y jerarquía. Malos y buenos. O, mejor dicho, malos y regulares. Aquéllos ya los conocemos. Podemos dejarlos completamente definidos diciendo que son los individuos que secretean, porque a ello tienen derecho, en la trastienda. Éstos quedan bien puestos en la regularidad de su honradez diciendo que son individuos que no secretean, porque carecen de derecho para hacerlo, en la trastienda. No es floja la diferencia, señores, aunque no lo parezca. Tratantes y ordinarios de las vecinas Cavas, chalanes, aguadores, mozos de cordel, etcétera, forman entre la categoría de los regulares la copiosa clientela del despacho de vinos de la calle Imperial.

Pero Cuclillo no limita sus amistades al círculo de su parroquia. Cultiva también excelentes relaciones con personas pertenecientes a otras clases sociales. Pues, perspicaz como siempre ha sido el tabernero, no ignora que sin buenas aldabas todo el tinglado de sus negocios, en particular los de la trastienda, que son los que le enriquecen, se vendrían al suelo con terribles consecuencias y quebrantos.

Por eso conoce y trata al señor delegado de Policía del distrito y frecuenta con intimidad a dos oficiales de la Delegación. En varias ocasiones ha celebrado interesantes conferencias con el secretario del propio superintendente general. Y no deja de fomentar el cordialísimo afecto que le une desde hace muchos años con el señor Lobo, relator de la Audiencia territorial de Madrid.

A todos estos cariñosos, comprensivos y bien probados amigos visita el Cuclillo con frecuencia. Los mima, los adula, los persuade. Todos ellos, en justa correspondencia, le tienden la mano, sonrientes. Y él, en todas las cordiales manos abiertas, unta el noble sudor de su reconocimiento.

Pieza esencial en la maquinaria de sus amistades lo es un platero israelita que posee oscura covacha de compra y venta de alhajas en el callejón del Infierno, al lado de la plaza Mayor.

  —256→  

Jacob es hombre ducho en su oficio. Monta y desmonta piedras preciosas, con tan rara habilidad que nadie conocería en una montura recién salida de sus manos la joya poco antes arrancada de otra montura diferente. Mercader serio y discreto, no se mete nunca en averiguaciones sobre la procedencia de los objetos en que comercia. Él se limita a comprar barato y a vender caro. A través del vidrio sucio y verdoso del escaparate se le ve -barbita en punta, largo narigón, el ojo minúsculo y vivaz- amasando, día por día, hora por hora, una gran fortuna. Y con la fortuna, quizá, los venideros blasones de ennoblecidos descendientes. Uno de los muchos sigilosos visitantes del comercio de Jacob es el perilustre Cuclillo, amigo y mediero entre el dueño de la platería y los proveedores de la casa.

Cuando Luis Candelas llega hoy a la taberna de la calle Imperial, ya el anochecido acaba de pintar a brochazos de cristalidad los tejados de Madrid.

De tejas al suelo, Madrid -la villa de Madrid-, mal alumbrado por los puntos de luz de sus escasos reverberos de aceite, encallejona cuestas abajo o cuestas arriba semitinieblas y pulmonías recién fabricadas por el Guadarrama.

Es la hora de rezar el rosario.

En las calles céntricas, en la Puerta del Sol y sus alrededores, todavía circula bastante gente. Pero a medida que nos alejamos del centro, las rúas, las plazas, las barriadas enteras se hunden en silenciosas quietudes provincianas.

Es la hora en que los comercios se cierran.

En los recodos, en los quicios de las puertas, en los bancos públicos, las parejas amorosas cuchichean. Como hace frío, los amantes acurrucan a sus mozas bajo la capa, ocultando promesas y caricias en el embudo sentimental de la recia pañosa . Es la hora del amor embozado.

En casi ninguna casa de Madrid hay portero. Cada inquilino tiene, pues, que atender a la guarda de su propio hogar de la mejor manera posible. Antes de cenar se cierran rigurosamente las puertas de los pisos con doble llave y cerrojo. A lo que los pusilánimes añaden la tranca o barra de hierro, cruzando la puerta de quicio a quicio, y una cadena detrás de la madera de los balcones. Si alguien llama a la puerta, se   —257→   mira bien por el ventanillo antes de abrir, se le pregunta al visitante lo que desea y, si no es familiar o amigo de la casa o no se le conoce, no se le abre, venga a lo que venga. Sin embargo...

Es la hora de los robos domiciliarios.

Los portales ciérranse en invierno a las diez, y a las once en verano, y ya no se abren hasta el día siguiente, salvo visita de médico o grave caso de sacerdote y Santos Óleos. En estos trances, los que quieren entrar en la casa golpean furiosos los pesados aldabones, alarmando a todos los vecinos. Las pocas personas que se retiran después de cerrados los portales van provistas de sus correspondientes enormes llaves.

Los cafés se cierran a las diez de la noche.

Sólo en el del Príncipe se reúnen y trasnochan un poco los aficionados a las letras, literatos y artistas, entre los que se cuentan como asiduos jóvenes escritores que disfrutan ya de alguna nombradía: Escosura, Pezuela, Espronceda, Vega.

Es la hora de los dramas fatídicos y de las odas de guirlache.

Perduran todavía las rondas de alcaldes de casa y corte, seguidos de alguaciles, aunque ya éstos no usan farolillos ni espadas. Los delitos de sangre no abundan. En cambio, son frecuentes los robos y atracos. En fin, si según dice cierta aleluya, refiriéndose a los peligros de Madrid, «son en la noche fatales para todos los mortales», hemos de creer que alude principalmente al riesgo en que ponen al trasnochador la profusión de garitos y la audacia y el descoco de las busconas. A más de los probables bautizos de agua sucia y aun de cosas peores con que suelen obsequiar al transeúnte inadvertidamente y desde cualquier balcón las criadas, sin gritar siquiera el famoso: «¡Agua va!», de pretéritos tiempos. El hecho de que tal práctica se halle rigurosamente prohibida por el corregidor no empiece para que se siga realizando, con desagradable pertinacia, sobre todo en los barrios populares.

Candelas entra en la taberna del Cuclillo, y sin detenerse se cuela de rondón en las habitaciones interiores.

Sentados en sendos taburetes, ante una mesa de pintado pino, sobre la que alza la majestad de sus graciosas elipses de vidrio un porrón de gran tamaño mediado de vino tinto, se hallan dos hombres: Balseiro y Cusó, el mayor.

  —258→  

-Hola.

-Hola, Luis.

Breve silencio, que aprovecha Antonio Cusó para aproximar a la mesa otro taburete y que se siente el recién llegado.

-Parece que traes mal humor.

-No muy bueno, efectivamente. Ese animal de Paco el Sastre ha echado por tierra una combinación que traía entre manos. Esta noche os pensaba haber hablado de ella.

-Ese Sastre tiene muy mala sombra -rezonga Balseiro. -¿Es que se ha chivao algo del negocio de la Lonja?

El rostro de Luis se contrae como una esponja de hiel. El ceño duro. La palabra, lenta, retorcida en amenaza. Descarga luego un puñetazo en la mesa, brutal, verdadero puñetazo de bandido, y dice:

-¡Eso no! Si se hubiese atrevido a tanto le arranco la lengua y os la traigo aquí para ciscarnos en ella.

Bien sabe Luis el lenguaje que es necesario emplear entre sus camaradas cuando las circunstancias lo aconsejan, aunque ellos sean, como Balseiro y Cusó, de lo más selecto de la banda. En efecto, Mariano y Antonio no ofrecen por sus rostros ni por sus modales la menor sospecha de la bronca profesión a que se dedican, ni siquiera la ordinariez, generalmente inevitable, de la clase social a que pertenecen. Balseiro es alto, fuerte, de fisonomía inteligente y no carece de natural distinción, en particular en el trato con las damas. Antonio es un jovencito blondo y esbelto como una danzarina. Ojos azules, fríos, de apache. Ojos en cuyas aguas tranquilas naufragó para siempre en la primera travesía el frágil navichuelo de la virtud. En el fondo de su alma, Antonio es tan cruel y sanguinario como el Sastre. Pero contiene sus impulsos por cálculo y por el temor y respeto que a él, como a todos, la voluntad de Luis le inspira. Luis no tolera el delito de sangre. Por eso, los bandoleros que le acatan por capitán y maestro, a saber: Balseiro, los Cusó y Paco el Sastre, y luego: Leandro Postigo; Juan Mérida; José Sánchez, el de Peso; Ignacio García, el Ignacito; Pablo Luengo, el Mañas, y Pablo Maestre , ninguno de ellos -claros varones de Castilla y de Andalucía- se atrevería nunca a ejecutar ni a proponer siquiera en los asuntos de la cofradía el más insignificante asesinato.

  —259→  

Es que todos recuerdan lo que el capitán ha dicho siempre. El capitán ha dicho siempre -¡atención!- que él jamás dará la mano a ningún bandido. Y claro es, el concepto de «bandido», desde el punto de vista ya tan sutil y quintaesenciado en que puede considerarle un perito en la materia, indiscutible, como Candelas, comienza en los límites mismos en que se produce el asesino. Para un ladrón, «bandido» lo es sólo el asesino. (El asesino y, naturalmente, el policía y el juez.) Tal es la razón de que el jefe de esta gallarda tropa no le conceda al Sastre el honor de darle la mano.

Continúa hablando Luis:

-El Sastre, que, como sabéis, trabaja también al servicio del Ángel Exterminador, ha dado mulé el otro día a un caballero catalán que paraba en la Fonda de los Leones. El caballero traía instrucciones y dinero para el Grande Oriente.

-Se enteraron los del Ángel y...

-Lo mandaron asesinar.

-¿Estás seguro de que ha sido el Sastre?

-Segurísimo. Subió a la habitación en que dormía el catalán y le clavó la faca en mitad del pecho.

-¡Eso no es proceder!...

-¡Mala faena es ésa!

-En fin, Dios le haya perdonado -suspira Candelas conmiserativamente.

-¿A quién, Luis? -pregunta Balseiro, que no ha comprendido bien.

-¿A quién ha de ser, muchacho? Al que se pudre; al catalán. ¡Maldito Sastre!

-Si continúan así los del Ángel y los de otras sociedades absolutistas, no va a quedar en España un liberal para un remedio -lamenta, convencido, Balseiro.

-La protección descarada de la policía y del Gobierno asegura a esa canalla la impunidad.

-Pero tampoco está bien que se deje sin castigo a los enemigos del rey y de nuestra Santa Madre Iglesia -exclama Antonio, muy lastimado en sus sentimientos, con su voz flautinesca de doncella.

-Calla, «feota» -protesta Mariano-. Por cima del rey se hallan las luces del siglo. Y la Constitución del Estado, que garantiza los derechos de la soberanía del pueblo. ¿Estamos? Porque las luces del siglo y el principio de la libertad...

  —260→  

-Bueno. Basta ya, señores -interrumpe con sorna mal contenida Candelas, cuya ideología política se encontraba dominada por elegante y filosófico eclecticismo-. ¿Se puede saber qué nos importan a nosotros el rey ni la libertad? O, ¿es que venimos aquí para echar discursos como si estuviésemos en La Fontana de Oro o en Lorencini? ¿Acaso tú, Balseiro, eres Alcalá Galiano, y tú, Cusó, Calatrava? Nosotros a lo nuestro. Y lo nuestro es el rey, sí, señores, no digo que no; pero retratado en onzas de oro. Y la libertad, sí, señores, tampoco lo niego; pero la de nuestras manos y la de nuestros pies, que harto necesitados estamos de ellos para realizar con provecho nuestro cometido. ¿He dicho algo?

-Has estao bueno, Luis. Pero, dinos, ¿por qué te irrita tanto que el Sastre se haya cargao a ese catalán?

-Casi nada. Pues veréis. Habéis de saber que ese individuo catalán nos convenía muchísimo. Porque ese individuo era primo del amante de la condesa de Villalanzas, la cual tiene un tío cura. A este tío cura hace tiempo que un laca yo de don Tadeo Calomarde le ha prometido una mitra, pues el lacayo es hombre de influencia cerca del primer secretario del ministro. Y como el lacayo quiere doscientas onzas por el favor de la mitra -de las cuales cincuenta serían para él, setenta para el secretario y el resto para don Tadeo-, el cura, deseoso de ser obispo, le pidió el dinero a su sobrina la condesa. Pero ésta no se lo pudo dar, porque no lo tiene. Entonces el cura la amenazó con mostrar al marido, el señor conde, ciertas cartas reveladoras de los trapicheos de la señora. Al oír la amenaza del cura parece ser que a la condesa la dio un soponcio. Y luego, ya repuesta, le dijo todo lo que pasaba a su amante, y cómo el sacerdote pedía por las cartas comprometedoras doscientas onzas. El amante (del cual yo soy amigo), que tampoco dispone de un real, se puso furioso y todo indignado me habló del asunto. Una feliz casualidad le hizo saber la noticia de la llegada a Madrid de su primo el catalán, trayendo mucho dinero para los masones. Se le ocurrió un asalto a la bolsa del pariente, en caso de que por las buenas no quisiese éste prestarle aquella cantidad, cosa que, en efecto, aconteció. Acepté encantado la combinación y expuse a mi amigo un sencillo plan para el secuestro del mensajero, que nosotros, con ayuda del primo, habríamos llevado a término. Ya veis si el negocio era bonito.

-Muy bonito, Luis. Pero vas a hacer el favor de explicárnoslo otra vez. Porque yo, la verdad, me he hecho un lío con el cura, la condesa, la mitra y el Grande Oriente.

  —261→  

-Refresca el gaznate y calla, Mariano -aconsejó Antonio, que tampoco ha entendido una palabra, pero que no quiere pasar por torpe a los ojos de Candelas. Los tres hombres, echándose sucesivamente el porrón a la cara, beben.

El caldillo valdepeñero calma un poco la sed de venganza que en los tres barbianes ha encendido la conducta de Paco el Sastre.

Luis prosigue:

-Le advertí al Sastre que no tocase a ese hombre. Pero los del Ángel ya se lo habían señalado y él no ha querido desobedecerlos. Y es tan bruto que ni siquiera olió dónde estaban los cuartos.

-Pues ¿qué se ha hecho de ellos?

-«Decomiso». Se ha incautado la justicia de todo el dinero. Más de diez mil duros traía el catalán.

Al oír la cifra palidecen de rabia los compadres.

-¡Maldita sea! ¡Malos mengues les coman el alma!

-¡En botica se gasten los jayeres!

-En fin, amigos, como no nos salga mejor el golpe de la Lonja, vamos a pasar una Nochebuena detestable.

-Para lo de la Lonja ya está trabajando Postigo desde el Saladero.

-Pero, ¿han cogido a Postigo?

-Sí, hombre. El martes los echaron el guante a él y al Ignacio. Habían preparado entre ellos una chapuza y cuando menos lo esperaban..., al saco.

Candelas queda un momento pensativo.

Extrae del bolsillo de la chaqueta una hermosa petaca de piel de Rusia y reparte un habano a cada uno de sus amigos. Enciende él otro y deja otro más encima de la mesa, destinado al Cuclillo.

-Siento lo de Ignacio y lo de Postigo. Pero ya sabéis todos lo que os tengo dicho. No me gustan esos golpes menudos y precipitados. Hay que planear bien las cosas. Y luego realizarlas en grande. ¿A qué fecha estamos, a 25 o a 26?

-A viernes, 26 de noviembre.

-Gracias... Lo de noviembre ya lo sabía.

-No hay de qué.

-Pregunto la fecha para hacer un cálculo exacto. De modo que viernes, 26... Bueno, pues el día 7 de diciembre a esta misma hora nos veremos aquí. ¿Convenido?

  —262→  

-Convenido.

-Avisad también a Juanito Mérida y a Maestre. Entre tanto, no olvidemos ninguno las consignas. Si nos vemos por ahí, no conocernos, no hablarnos...

-Salvo que nos veamos en casa del tío Lucas o en el bolero de Lola.

-O en el patio de caballos de la plaza...

-¡Hombre, claro! Entonces, sí.

-Oye, y, ¿qué se va a hacer de lo de Postigo y del Ignacio?

-Lo que otras veces. Dejadlo de mi cuenta. Yo hablaré al amigo Lobo y antes de una semana se verán libres. Si no, tocaríamos la tecla del marquesito de San Telmo.

-O la de Lola la Naranjera, que sigue siendo la niña mimada de nuestro don Fernando Narizotas.

-Y de Alagón, el duque de Migas Calientes, según le dicen, por lo mucho que gusta de recoger las que sobran de la mesa real.

-Y del conde de la Puebla del Maestre. Y de...

-Y de nadie que no sea quien yo sé y sabemos todos -termina Candelas, guiñando un ojo picarescamente-. Lola juega con los señorones, con el rey y con todo el que se tercia y se embobalicona con ella para dejarse desplumar. Pero su «cuyo», al que ella quiere, es Frasco, el mejor banderillero de la cuadrilla de Juan León. Lo cual es decir el mejor banderillero que pisa la arena.

-Verdad.

-Por el Frasco está más chalá que el loro de doña Escofieta.

-Y el Frasco no va más que a sacarla los cuartos.

-Hace bien. Que los hombres como él no se encuentran por ahí, a la vuelta de cada esquina. Hasta los clavos de la falúa real, que eran de oro, pasaron a manos de Frasco cuando la Lola y el rey Napias paseaban en la falúa por la canal de Manzanares.

-Y tiene mucho quinqué para tañar a la gente gorda. No hace mas que entornar los clisos mirándole a un usía y ¡zas!, ya cayó el marqués; enseña un poco de pierna, que la tiene, ¡cavayeros, cómo la tiene!, y ¡zas!, ya cayó un fúcar; se desabrocha el corpiño, dejando ver un tanto así de...

-¡Vaya! Límpiate los morros y no te entusiasmes. Que las pinturas se han hecho pa colgarlas de la pared. ¿Cuándo has visto a Lola la última vez? Porque te advierto   —263→   que ahora no hay quien la vea. Como no se trata más que con príncipes y ministros, a los demás nos desprecia.

-Mentira -exclama vivamente Balseiro, dirigiendo una mirada de reproche a Casó-, Lolilla es la misma siempre. En cuanto nos ve a cualquiera de nosotros se la van los ojos detrás. Su protección no nos ha faltado nunca. ¿No es verdad, Luis?

-Cierto.

-Ni tampoco ha perdido su afición por las alegrías y las diversiones del pueblo. La última vez que la vi iba hacia el Campo de Guardias a ver ahorcar. Sentada en su calesín, como una reina en su trono. Me vio y me dijo adiós con la mano. Periquito San Telmo, a caballo, marchaba a su vera.

-¿Y por qué no la diste escolta tú también, majo?

-Por no dar que hablar. Y porque estaba de a pie. Tanto es así, que ni siquiera pensé haber ido al espectáculo. Pero de pronto oí gritar al pregonero del ómnibus: «A dos reales al patíbulo», y me dije, digo: «Pues voy a llegarme». Salté al coche, y llegué al Campo de Guardias tan ricamente.

La charla se suspende con la aparición del señor Cuclillo, que coge de la mesa el habano y se lo guarda, dando las gracias. Cada cual toma entonces su capa y sombrero para marcharse.

Cuclillo, con su invariable aire reservado y taciturno, se acerca a Luis, y sin pronunciar palabra pone en su mano dos papeles muy doblados.

Uno es un billete de amor.

Otro, un aviso lacónico y misterioso. El primero, perfumado, dice así:

«Mialma: que nome fal te sesta noche. De jalo todo que estaré so lita. Ago cuenta con que bendrás. Ay cena hopípara.

Tuya quete adora, Lola».

Y el segundo:

«Me dice D. Alonso que le llevará el jueves a La pata de cabra, que dan en la Cruz. Tienen asientos de lunetas, fila 9, números 6 y 8. Usted puede observarle despacio. Discreción. R.».



  —[264]→     —265→  

ArribaAbajo- IV -

Lola y Paca


Aparte de la labor secundaria de atracos y hurtos al por menor, que generalmente realizan los personajes subalternos de la banda, Balseiro, Antonio y el Sastre ejecutan, bajo la dirección del caudillo, dos operaciones importantes al finalizar el año 28. El escalo a la Lonja del Ginovés y el asalto a la silla de postas en que viajaban el embajador extraordinario de Francia, monsieur de Colincourt, y su esposa.

Desde el punto de vista estético, el escalo a la Lonja del Ginovés -calle de Carretas- tiene más importancia. Presenta una estilización en la fantasía de las formas y un amor y cuidado en los remates de la obra que ponen en muy alto lugar el talento del artista que la concibió y la técnica refinada de los operarios.

Imaginemos estos cuatro elementos: una chimenea, una camisa de mujer, una caja de caudales y una esposa celosa. La esposa de un pequeño banquero celosa por el incurable donjuanismo de éste.

Con tales ingredientes, parcos, heterogéneos, ¿qué otro que no sea Luis Candelas es capaz de destripar el antro de acero de una caja fuerte, donde se guardaban fajos de billetes del Real Banco de San Fernando y montones de oro y plata?

Sin embargo, el truco no es complicado. La empresa se corona sin el menor contratiempo.

Examinamos sucintamente los hechos.

Hay, desde luego, una criada del Ginovés a la que ha sido necesario captar de antemano. La criada tiene un novio muy simpático, que se hace llamar Serafín -en realidad Antonio Cusó-, de quien recibe las oportunas instrucciones. Un día la señora sorprende en el despacho de su marido, debajo de unos libros, una cajita y en la cajita una coquetona camisilla, de mujer, amén de la correspondiente factura del camisero, dirigida al Ginovés.

Los celos brotan entre lágrimas y suspiros de tal modo copiosos que requieren el frasquito de sales y las cariñosas palabras de consuelo de la doncella. Esta doncella, que no es otra que la novia de Serafín, calma a su señora y la disuade de los propósitos   —266→   vengativos que la ofendida proyecta. La aconseja que espere y se arme de razón. Es preciso, para confundir al culpable con cargos fehacientes, acumular pruebas, presentar documentos irrebatibles. Pero, ¿dónde están esos documentos, esas pruebas? Indudablemente -insinúa la doncella- en algún lugar que el señor considera seguro y libre de las pesquisas de la señora. Acaso en la caja de caudales. Quizá en ésta se hallen las pruebas abrumadoras del crimen: cartas, retratos, tiernos regalos, flores marchitas... La celosa no vacila. Es necesario registrar la caja de caudales. Rápidamente traza su plan. Substraerá a su marido las llaves de la caja, averiguará con astucia la clave de cierre y, durante la primera ausencia nocturna del esposo -hombre dado a cierta partidita de tresillo nocheriega en casa de un amigo-, ama y criada verificarán el oportuno registro.

La anhelada ocasión llega pronto. Con temblorosa mano abre la dama el presunto nicho sentimental de sus ilusiones. Abre, mira, inquiere, alza los ojos, y... da un grito. «¡Jesús me valga!» -dice, y no menos que como herida por un rayo (es la costumbre) cae al suelo-. ¿Qué ha visto la cuitada en el fondo de la caja fuerte? En el fondo de la caja fuerte no ha visto nada. Pero, al levantar los ojos y fijarlos al azar en el espejo de una cornucopia, ve con terror reproducida en la superficie del vidrio una máscara. Un rostro cubierto por un antifaz. Al mismo tiempo estalla en el aire una horrible blasfemia. Se trata de un enmascarado recién aparecido por la amplia chimenea tudesca de la habitación.

El enmascarado, con ayuda de la doncella, procede a amarrar y amordazar concienzudamente a la señora, la cual sale de un vértigo para caer en otro. Luego roba cuanto hay en la caja de caudales.

Terminada la operación, con feliz éxito, y en un dos por tres, la doméstica y Balseiro, que es el máscara fantasmal, desaparecen por la mina practicada en la chimenea, descendiendo a los profundos. Los profundos comunican con la cueva de un almacén de curtidos de la calle de Atocha. En él les esperó un pluto rubio y galán, como un príncipe de hadas, Serafín, o sea Antonio Cusó.

Del almacén de curtidos a la rúa la salida es fácil, porque nadie duerme en el establecimiento y de las fuertes cerraduras se han sacado previamente exactos moldes de cera. Cuando familiares y criados acuden en auxilio de la infeliz caída y medio asfixiada señora, los ladrones se encuentran lejos, muy lejos.

  —267→  

¡Ah, precauciones exquisitas de banqueros, celosos en la firme guarda de vuestra fortuna! ¿De qué valen esos celos, hijos de la finanza y del lucro, al lado de los otros, los celos hijos del amor humano? Nada valen. Poco importan. ¡Nunca vencen! La psicología vence a la mecánica, y un corazón es siempre más sólido que una cerradura. De nada le han servido al señor Ginovés, dueño de la Lonja, las cadenas y cerrojos con que hermetiza las puertas de su domicilio. Ni la requisa minuciosa que todas las noches verifica antes de salir, mirando rincones, habitaciones excusadas y escondites, práctica saludable que hubiera hecho imposible la estancia en la casa de ninguna persona ajena a ella; razón por la cual les fue preciso a los bandidos realizar el escalo, en vez de esperar el momento del golpe ocultos en cualquier lugar misterioso y favorable del piso.

Una chimenea convenientemente escalada. Una camisilla coquetona de mujer. Una caja de caudales bien provista. Unos celos. He aquí cuatro elementos dispares que confluyen a un mismo fin triunfal cuando un especulador de genio -de fantasía- los maneja.

En el asalto a la silla de postas del embajador interviene personalmente Candelas. El lance ocurre casi a las puertas de Madrid, en el vecino pueblo de Las Rozas. Los criados de su excelencia y una pareja de provinciales a caballo, que dan escolta al carruaje, son ahuyentados a tiros por los ladrones fugitivos en los espacios de la anchurosa campiña y dispersos, como se esparcen al viento (por un breve soplo) las alígeras aspas de un vilán.

El botín no es grande.

El diplomático lleva en la valija documentos de extraordinario interés y en su cartera particular poco dinero.

Los papeles son de verdadera importancia. No le conviene a España de ninguna manera que se pierdan. Candelas comprende cuáles son sus deberes de patriota en este caso, y obra en consecuencia. Una linda amiga suya, la prima donna Salvini, le sirve de oportuna intermediaria entre él y los altos poderes del Estado. La Salvini es precisamente una de sus recientes conquistas. La ha frecuentado en su camerino del teatro del Príncipe, adonde don Luis Álvarez de Cobos, en las temporadas de ópera, suele concurrir con asiduidad, pues gusta de las piernas de las bailarinas y de las dulces melodías del bel canto. La prima donna ignora, naturalmente, que el   —268→   rico caballero indiano Álvarez de Cobas y Luis Candelas, cuyo nombre ya empieza a alborotar en Madrid, sean una misma persona. Una pequeña y bien urdida historia de encuentro casual de los documentos diplomáticos hace que la Salvini los tome sin sospecha alguna de manos de Luis y los transmita a las de su amigo el secretario del Despacho de Estado. Con este motivo la artista obtiene un éxito personal de intrigante y al señor Álvarez de Cobos se le otorga una condecoración. La del Mérito Agrícola.

La que peor librada sale de todos estos acontecimientos es la cincuentona y fofa embajadora, madame de Colincourt.

En efecto, los salteadores no han olvidado en su latrocinio la espléndida peluca rubia de la embajadora. La hermosa peluca de finos cabellos de color de fuego. Madame de Colincourt la había puesto con cuidadoso esmero envuelta en papel de seda, debajo del sombrero de tres picos de su marido. Los ladrones cargaron con ella, con el tricornio y hasta con el papel de seda.

Por cierto que, con el cabello fulgurante de la peluca, Paquita le ha hecho unos tirabuzones a su muñeca. Y con el galón purpúreo del tricornio ha ribeteado el manto de raso de la Virgen. Una imagen de la Virgen de la Paloma, en quien la buena moza tiene puesta su más fervorosa devoción.

Al robo de la Lonja no le siguen las gratas consecuencias que eran de esperar. Dos milites de la compañía de Candelas, Pablo Luengo, el Mañas, y José Sánchez, el del Peso, se apoderan de la mayor parte del dinero cogido (unos 13.000 duros) y huyen a Portugal. Estos dos indignos camaradas, ordinarios y broncos, que eran de lo más soez y torpe de la partida, abusan de un descuido de Antonio Cusó, que era el depositario de los fondos, y le roban. Cien años de perdón tienen. Pero seguramente lo alcanzarán de la Divina Providencia sin haberse arrepentido. Tales son los ternes.

Cuando los restantes de la banda se reúnen en la mansarda de Paco el Sastre, para repartirse los beneficios de ambas proezas, el escalo y el asalto, comprueban que tocan a muy poco.

  —269→  

Apenas le corresponden cien duros a cada miembro. Excepto el Sastre, que por su intervención de mayor trabajo y responsabilidad en la cuestión del asalto cobra ciento cincuenta, y Balseiro, que por su plus de lugarteniente cobra doscientos. Luis, por su parte, se embolsa doscientos ochenta y tantos.

-Mal va la cosa, muchachos.

-Mal va. Pero a mal tiempo, buena cara.

-Con tal de que esos canallas de Mañas y el del Peso no nos hayan denunciado a la policía...

-Mucho me lo temo -dice Balseiro-. Ayer me dijo Josefilla que en casa del tío Lucas habían rondado anoche algunos de la Secreta.

Y Cuclillo me avisa -manifiesta Candelas- que el delegado de su barrio ha recibido órdenes apremiantes para movilizar, en persecución mía, a todos sus esbirros.

-Cuidado, Luis.

-Lo tendré. Y tenedlo vosotros también. Lo mejor es suspender los negocios por algún tiempo. Hasta que amaine el temporal.

Los ocho hombres reunidos: Candelas, Balseiro, el Sastre, Leandro Postigo, Antonio y Ramón Cusó, Juan Mérida e Ignacio guardan silencio.

Falta en el grupo Pablo Maestre, que se halla en la cárcel de Guadalajara, y el Mañas y el del Peso, que luego de su fea traición al fraterno concurso, hanse internado sosegadamente en el vecino reino de Lusitania.

Paco el Sastre coge una guitarra que hay, muy fachendosa, con su gran lazo de los colores nacionales, colgada en la pared y rasguea unos motivos. Postigo, el torvo y barbudo malagueño Leandro Postigo, saca de una alacena vasos y botellas. Sin desarrugar el filosófico entrecejo ni pronunciar palabra, Juan Mérida comienza a dar palmas y pataditas en el suelo, a compás del instrumento.

Y, por último, Mariano Balseiro, que parece, por la expresión de su jeta, el más desesperado de todos, se arranca por tarantas.

Al día siguiente son detenidos Candelas y Balseiro.

A Luis Candelas se le conduce con mucho cuidado a la cárcel de Corte, y a Mariano Balseiro, con grandes precauciones, a la cárcel del Saladero.

  —270→  

Pero he aquí que al pobrecito Luis, apenas le colocan en su ergástula, le acometen unas violentísimas fiebres, tan altas como sólo pudieran producirlas el cólera morbo asiático (azote el más temido por el pueblo de Madrid) o... cierta droga que algunos gallofos conocen bien, y que puesta bajo el sobaco levanta magníficas calenturas, capaces de desconcertar al mejor médico del mundo. Llevan, pues, al enfermo al hospital. Mas la fiebre no cesa de ninguna manera; antes parece que aumenta de tal modo que al tercer día combustiona enteramente el físico del enfermo y éste se evapora. Se esfuma. Se larga del hospital como espíritu puro que no tiene cuerpo o como sutilísimo vapor.

A su vez, Balseiro se escapa también del Saladero.

Pero la desaparición de Balseiro de la prisión del Saladero ya es más difícil de explicar.

Porque el famoso lugarteniente no da muestras en su pacífico retiro de sufrir dolencias de consunción o fuego, que pudieran acertar a volatilizarle. Y, sin embargo, se evade. A no ser que el aprendizaje de trasgo que hizo en la chimenea, durante el suceso de la Lonja, le hubiese dotado de mágicas facultades duendísticas, y ahora, como «un fantasma» de esos que diz que se filtran por las paredes, haya podido extravasar -tan telendo- los muros del presillo.

Lola y Paca.

No «una morena y una rubia», sino las dos morenas. Las dos arriscadas. Las dos chisperas. Las dos garbosas. Las dos estatuarias.

No hay dificultad en que Lola naciese de la espuma, como Afrodita. De la espuma, copos de la albahaca matritense, de que también nacieron la Gachona, la Ugalde, la Primorosa, y las no menos madrileñas, aunque adoptivas, la Tirana y la Caramba.

(La Caramba: aquella María Antonia Fernández supo prender con tal fuerza en todos los labios madrileños su inmortal tonadilla que al poco tiempo hubo de prohibir el corregidor, por medio de un bando, que se cantase en público.)

La tonadilla era ésta (y júzguese de la razón posible que asistía al corregidor):

  —271→  
Un señorito,
muy petimetre,
se entró en mi casa
cierta mañana.
Y así me dijo al primer envite:
-Oiga usted, ¿quiere usted ser mi maja?
Yo le respondí con mi sonete,
con mi canto, mi baile y soflama:
-¡Qué chusco es usted, señorito!
Usted quiere... ¡Caramba! ¡Caramba!
¡Que si quieres, quieres, ea!
¡Vaya, vaya, vaya!
Me volvió a decir, muy tierno y fino:
-María Antonia, no seas tan tirana.
Mira, niña, que te amo y te adoro,
y tendrás las pesetas a manta.
Yo le respondí con mi sonete
con mi canto, mi baile y mi soflama:
-¡Qué porfiado es usted, señorito!
Usted quiere... ¡Caramba! ¡Caramba!

Y sobre todas ellas, brillando a mil codos de altura sobre la más jarifa, casi tocando con la peina en la cúpula de la gloria, la Cayetana. La duquesa de Alba, María del Pilar, Teresa, CAYETANA...

Lola la Naranjera y Paca viven en la calle del Ave María.

Paca, en el piso bajo de una casa que tiene al lado una botica, cuya gran bola encarnada en el escaparate es de las primeras que se exhiben en Madrid.

La Naranjera es inquilina del piso principal. Pero casi nunca habita en él. Prefiere hacerlo en el cuarto elegante y galante que su regio admirador la ha puesto en la plaza del Biombo, no lejos de Palacio, y al lado de una tienda de corsés y manteletas, por la que se entra a una logia masónica.

  —272→  

Lola hace algunos meses que tuvo el capricho de amar a Candelas. Nada trascendió a su amiga Paquita, y ello fue gran fortuna para ambas. El carácter resuelto y bravo de las dos mozas habría promovido una catástrofe.

Luis, espíritu escéptico, si los hay -que, claro que los hay-, ha dado un corte definitivo a aquel amorío peligroso, y ahora a quien el hombre quiere es a Paca o Paquita, que de las dos maneras la nombran sus amistades. La quiere con ponderación y medida, con sensualidad alegre, enérgica y sabia, otorgada solamente cuando a su capricho de sultán le viene en gana.

La mujer fatal, o el bello ángel de amor, como dicen los poetas del Parnasillo, no se le ha cruzado todavía en su camino.

Ya le acecha, sin embargo, en recodo trascendental y futuro de su biografía.

La buena de Paca, mucho menos escéptica que su cuyo, le adora. Le quiere con delirio. Le quiere como sólo ha querido antes que a Luis a dos o tres hombres en su vida. Como sólo volverá a querer, después que a Luis, a otros tres o cuatro.

Paca -lo mismo que Lola-, ya lo hemos dicho, es una mujer típica, en belleza y elegancia, de cierto sector, por desgracia no tan numeroso como nos quieren hacer creer los costumbristas del Manzanares, de la clase popular de Madrid. Una moza -como las llaman- de rompe y rasga.

La moza o chula de rompe y rasga posee, en efecto (cuando no se olvida de ellos), notables y variados encantos.

Desde ancestrales auroras aprendió a plantarse con gallardo aplomo sobre el suelo. Los pies en escuadra. El busto, ligeramente avanzado. La airosa cabeza, altiva, un poco echada hacia atrás. El rictus desdeñoso en el labio. Los ojos, anchos, oscuros, encandilados, desafiantes y zumbones. Una mano abierta y apoyada en la cadera. El talle, esbelto, cimbreño. La otra mano, suelta. Volante, ágil, parlanchina, expresiva. Ágil, rápida esta mano derecha. Con exceso aspaventera. Y tan solícita para soplar un guantazo (sic) en el rostro del pisaverde audaz como para deslizar misericordiosa una limosna en la palma de un mendigo.

La mano y el pie son el orgullo de la mujer madrileña. Con razón. Con modestia incluso. Tienen, sin duda, aquellas lindas extremidades un valor psicológico indiscutible en las hijas de Madrid. El pie, por la elocuencia de sus tacones y sus movimientos impacientes. Por la delicadeza con que lo cuidan y lo calzan y lo exhiben   —273→   sus poseedoras. La mano, por su característica dinámica sentimental, a veces contundente. Y voluptuosa.

De increíble calificó a un pie dieciochesco y cortesano el caballero Casanova, hombre ducho en la valoración de toda clase de parcelas femeninas. Y Goya hubo de pintar el gozquecillo pie de la duquesa de Alba no más que porque aquel increíble del Caballero se creyese.

Si Madrid posee escuela peculiar de coquetería, a la moza de rompe y rasga se debe. A su plante y respingo. De ella ha aprendido siempre, suavizando asperezas, perfeccionando detalles, la preciosa, la mundana, la usía y la señorita.

El instante en que empieza a puntualizarse esta escuela de coquetería coincide exacta, cronológicamente, con la aparición de nuestro barroco en arquitectura.

La majeza, desde sus formas de mayor elegancia hasta sus últimas y soeces degeneraciones del flamenquismo hipertrófico, pertenece estéticamente al innumerable repertorio del barroco.

A principios de 1829 es de nuevo detenido Candelas. Pesadas sus culpas en la balanza de Themis, la Audiencia territorial de Madrid le castiga a la pena de catorce años en el presidio de Ceuta.

Y un día de los idus de marzo sale Luis de la corte con destino a África, en cuerda de galeotes.



  —[274]→     —275→  

ArribaAbajo- V -

«Díscolo e incorregible en la carrera del vicio»


La diligencia de Ciudad Real no puede tardar. Debe pasar por San Martín de Valdeiglesias, camino de Madrid, a las seis de la tarde, y ya han transcurrido treinta minutos de esa hora, según comprueba Luis en su magnífica repetición o saboneta de oro.

Cualquiera que hubiese visto a este peripuesto galán la noche anterior quedaría extrañado de la enorme transformación que en breve espacio había experimentado. Anoche él era en la ruta de Toledo. Ahora está en el zaguán del parador de las mensajerías de San Martín de Valdeiglesias, en la ruta de Madrid. Medio desnudo anoche, sudoroso, rodeado de guardias provinciales de a caballo, atraillado con otros recios varones, en cuerda de galeotes, rumbo al Fijo de Ceuta. Esta tarde (no más que doce o catorce horas después) se halla convertido en un monarca, sentado en el trono de un taburete, delante de una reina botella y de un príncipe vaso.

Exhibe Luis un traje nuevo de irreprochable corte, digno de las tijeras superbas del sastre Utrilla -Angosta de los Peligros, 11-, el mejor de Madrid; redingote azul con botones dorados, pantalón de gamuza, bota alta con espolines, capote gris -un poco largo el capote, sin duda por descuido del sastre- y cachucha a cuadros, de viaje. A su lado yace un pequeño maletín de cuero con broche de plata.

El hombre se halla satisfecho, tranquilo, con cara de pascuas. Recuerda los incidentes de la jornada anterior, y no puede menos de sonreírse a sí mismo con fingida modestia.

¿Dónde estaría en estos momentos si su resolución y su genio no le hubiesen salvado? Una cuerda de presos no se rompe así como así. Ni se salta por ella, como saltan las niñas por cima de la comba. Pero tampoco una cuerda, por muy reciamente que amarre los codos y por muchos guardianes que custodien a los cautivos, es otra cosa que cáñamo y esparto urdido por hombres; algo que otros hombres pueden, por consiguiente, desurdir; y que si alguien anuda con fuerza, alguien también puede cortar con desesperación.

  —276→  

No fueron mazapán los hierros que atenazaron las manos de aquel Ginés de Pasamonte de feliz memoria. Y ya sabemos la inmortal lección de salto y fuga que dio en Sierra Morena. Se dirá que si el bravo Ginesillo de Parapilla se deslizó de la cadena galeotesca fue gracias a la protección de Don Quijote. Pero esto es falso. Ginesillo se habría escapado exactamente igual sin la intervención del caballero manchego. Era hombre de sutil naturaleza fugitiva, y a estos seres -por la condición imponderable de sus espíritus- no hay quien los ate. Mejor dicho: hay quien los ate. Pero ellos mismos se desatan lindamente cuando quieren, con gentil travesura, en un abrir y cerrar de ojos. Maese Ginés, antes de toparse en el capítulo de un libro con el alcabalero Miguel, galeote también, aunque sin hierros, se había fugado de las galeras de Su Majestad cuatro veces. Candelas, más modesto y, sobre todo, más joven ahora (en 1829, tiene Candelas veintitrés años) que Ginés cuando apareció en Sierra Morena, no lo ha verificado sino tres. Una menos que el pícaro del parche en el ojo y el mono adivino. Tres veces se ha fugado, cual hubo de reconocer el señor juez que en el proceso le condenó a catorce años de presidio en el Hacho ceutí: «No podría creerse -dijo el señor magistrado con su pintoresco léxico judicial- que hubiera un hombre tan díscolo, ingenioso e incorregible en la carrera del vicio como Candelas.

»Desde la edad de diecinueve años se le ve a menudo, aunque por breve tiempo, es verdad, en las cárceles públicas; prófugo de ellas o en cadenas de presidiarios, de las que por artes diabólicas se fuga constantemente. Así se observa que desde la fecha de cada una de las seis deserciones que hasta el momento resulta haber hecho, ya de la cárcel del Saladero, ya del hospital de esta corte, ya del presidio de la misma, ora de los tránsitos a su destino, hasta la de sus reincidencias en delitos de robo, apenas deja transcurrir el tiempo indispensable para trasladarse al sitio donde los realiza, desde el punto en que se verificaron aquéllas».

Nada tiene de particular que recordando estas cosas sonría el atildado mancebo, mientras apura de un trago un vaso de buen vino en el zaguán del parador de San Martín de Valdeiglesias. Por su cerebro desfilan, con alegre centelleo, todas las escenas de su reciente inhibición. De su última escapatoria del frágil hilillo de forzados en que se le conducía.

Recuerda cómo, al llegar al pueblo de Camperos, en cuya cárcel habían decidido los guardianes hacer noche, se le ocurrió a él, a Candelas, la idea de regresar a Madrid.   —277→   El medio de realizarlo no era fácil. Pero apretándose un poco la cabeza con ambas manos, enseguida brotó de ella, a manera de líquida inspiración, la gota de genio indispensable.

Miró a su alrededor, estudiando con rápida ojeada el lugar en que se encontraba. El lugar era un vasto aposento, con una puerta cerrada por fuera por un enorme cerrojo y con una ventana abierta, sin vidrios ni maderas, que caía sobre un patio, en el que montaban la guardia dos números de provinciales, arma al brazo.

Los presos, atados, acurrucados unos contra otros, medio dormían tiritando de frío en el suelo, procurando darse calor con sus cuerpos y ánimos a sus cerebros (también entumecidos) con tonificantes blasfemias dichas entre dientes.

En un ángulo de la habitación había un rubio montón de paja, que desde luego llamó la atención a Luis.

En aquel montón de paja estaba el mejor combustible para la gota de genio que, recién destilada y al punto convertida en chispa, tenía que salvarle con sus resplandores de oro, de libertad bermeja. Sin detenerse a pensarlo más, extrajo del bolsillo de su destrozado calzón una pajuela, encendiola rápidamente, y antes de que nadie pudiera evitarlo, la tiró en medio del montón de paja.

El incendio prendió instantáneo en aquel hacinamiento de resecos folículos gramíneos, y alzó su fuego odorante en dilatadas lenguas salpinjosas.

Gritaron los presos. Alborotáronse los guardias. Pugnaron aquéllos por soltarse, lanzando aullidos y vociferaciones terribles. Corrieron éstos sin saber adónde. Decidieron los unos esbirros ponerse a salvo y alejarse de lo que ya era brasero espantoso. Y los otros, los esbirros menos esbirriados, acudieron a desligar a los cautivos, para que no pereciesen entre las llamas.

Éste fue el momento que esperaba y que aprovechó Luis.

Más veloz que la más veloz lengua salpinjosa de los resecos y folículos gramíneos, ganó de un brinco la ventana. Saltó al patio. Escaló sin dificultades la tapia que lo circundaba. Cayó precisamente sobre el chacó que cubría la cabeza de un provincial azorado, cuya carabina no le sirvió para nada sino para dejársela arrebatar por el fugitivo, quien raudo como el huracán, y contundente como un martillo, aplicó -de paso- un soberbio culatazo sobre el débil chacó que cubría la cabeza del provincial -santo y seña indiscutiblemente oportuno en aquel trance- y, con más   —278→   piernas que un gamo de El Pardo cuando lo persiguen monteros, echó a correr a campo traviesa.

Al amanecer se hallaba a muchos kilómetros de Camperos.

Gozoso por encontrarse libre, sano y salvo, pero con la camisa y los calzones hechos pedazos, muy fatigado y con más hambre que nunca. Meditó sobre su situación y comprendió que le era preciso ingeniar sin tardanza el medio de hallar alguna ropa y algunas monedas, pues de lo contrario no tardaría en inspirar sospechas a cualquier pasajero o campesino que le viese por aquellos contornos, ser denunciado a las autoridades y nuevamente preso.

Sin embargo, el cansancio era tan grande que decidió lo primero recuperar sus fuerzas, para lo cual necesitaba dormir. Durmió, pues. Una encina le sirvió un profundo sueño de ocho horas -la ración socialista- en la bandeja de bronce de su sombra.

Cuando despertó, notose tan elástico y fresco de músculos y tan jovial de espíritu que entonó un salmo en acción de gracias al santo patrón de los ladrones, que, como nadie ignora, es San Dimas. Y ya despejado y dueño de sí merced al sueño reparador, púsose a estudiar el mapa geográfico-personal que le ofrecía su situación. Sus ojos napoleónicos recorrieron el terreno en todas direcciones. Miró, vio y sonrió. Escuchó también. Muy cerca del sitio donde se hallaba sonaban las esquilas de un rebaño de ovejas apacentadas por un pastorcillo.

Delante de sí, a unos doscientos metros, corría un caudaloso arroyo, que se perdía a lo lejos, bordeando un pueblo. A la derecha había un pequeño bosque sobre un terreno bastante abrupto y accidentado, lleno de barrancos y pedruscos. A la izquierda, en la margen siniestra del río, se alzaba la robusta fábrica de un molino.

La molinera, una mujer joven, rozagante, sostenía sobre las fuertes columnas de sus piernas enorme panza, al parecer muy próxima a desalojar su filial contenido. La buena mujer estaba echando unas migajas de pan a sus gallinas.

En esto, una recia voz varonil -sin duda la del molinero- gritó dentro:

-Rosa, ven. Ayúdame a vaciar este saco.

Obedeció la mujer y desapareció, bamboleando su vientre, por la puerta del molino. No necesitó Luis más elementos para decidirse con la rapidez del rayo a poner en práctica el plan que se le había ocurrido.

  —279→  

Dejando la carabina en el suelo y fingiendo una cojera que, al parecer, le obligaba caminar a duras penas, se dirigió al pastorcillo de las ovejas. Y en cuanto estuvo a su vera, con voz quejumbrosa, le dijo:

-Oye, amiguito, haz el favor de llegarte al pueblo y decir al médico que venga corriendo. ¡Yo no puedo ir con mi pata coja! Dile que la señora Rosa, la del molino, está dando a luz y que se muere a chorros. ¡Ve deprisa, muchacho! Yo cuidaré de tu ganado mientras vuelves.

El chico quedósele mirando, extrañado, pero sin desconfianza.

-¿La señora Rosa, la del molino? -preguntó abriendo sus grandes ojos claros y bobalicones.

-Sí, la señora Rosa. La mujer de mi hermano. Anda, corre, por Dios, y tráete al médico enseguida.

El muchacho, totalmente convencido por el acento de aquel hombre que tan bien informado estaba de los asuntos del molinero y la molinera, y que se decía hermano de ellos, no se paró en más consideraciones, y echó a correr camino del pueblo en busca del físico del lugar.

Así que le vio desaparecer, Luis marchó hacia el sitio donde había dejado la carabina, empuñola de nuevo con fuerza y a paso ligero dirigiose a un paraje estratégico por donde necesariamente tenía que pasar el galeno. Allí esperó, oculto detrás de un árbol.

Eran las tres de la tarde y el joven bandolero aguardaba al borde del camino, oteando el horizonte. Al poco rato apareció un jinete en la línea última del foro, a galope tendido. Luis no dudó de que aquel jinete era el doctor. Dejole llegar hasta cerca del sitio en que permanecía oculto, y cuando le tuvo a veinte pasos salió de su escondite, plantose en medio de la ruta y con ademán brusco y grito imperativo -de auténtico y entusiasta salteador de camino- le dio el alto, poniéndole al pecho el cañón de la carabina.

El médico, sorprendido, detuvo el caballo. Por fortuna para Candelas, el buen doctor era un verdadero dandy, un joven currutaco a quien no faltaba detalle en su indumento ni en su bolsa. La rapidez del asalto le impidió hacer uso de las pistolas que llevaba en el arzón, y es posible que aunque hubiera tenido tiempo de ello no lo hubiese hecho, pues el boquirrubio no tenía trazas de ser ningún tigre de Hircania.

  —280→  

Más bien parecía un tímido gachón de palomar de aldea. Así, pues, no hizo resistencia cuando Luis le ordenó que le siguiese hasta el vecino bosque. Una vez allí, obligole a descender del caballo y a despojarse de sus ropas y joyas, las cuales fueron pasando, una a una, a la juncal persona del bandido. Después, trabole Luis fuertemente los brazos, a la espalda, ligole los pies y púsole en la boca una pelota hecha con pedazos de su propia andrajosa camisa. Por último, le hizo rodar al fondo de un barranco y.. asunto concluido. Cogió el maletín (maletín de instrumental quirúrgico que portaba el doctor), tocose con su coquetona cachucha a cuadros blancos y negros, se puso sobre los hombros el fuerte capote gris y, montando a caballo de un brinco, tomó al galope el camino de las mensajerías de Valdeiglesias.

En la faltriquera de su víctima encontró un par de onzas de oro y algunas monedas de plata. Esto era lo suficiente para entrar con cierta holgura en la capital y, sobre todo, para solventar, mediante oportunas dádivas, los pequeños incidentes que su falta de pasaporte y de carta de seguridad pudiera ocasionarle. Poco antes de llegar a San Martín abandonó el caballo, dejándolo amarrado a un árbol en un lugar desviado de la carretera.

He aquí cómo, en el breve espacio de unas horas, la situación del joven había cambiado radicalmente. La noche anterior, se encontraba preso, aterido, desnudo y sin un cuarto. Ahora se encuentra libre, descansado, bien vestido y con dinero abundante. Sólo le falta satisfacer su hambre, y ello es cosa de fácil realización en el parador de las mensajerías, mientras llega la diligencia. Así lo hace. Y ya repuesto y tan orgulloso de sí mismo como debe estarlo todo el que lleva a feliz término una alta empresa, se repantiga en el taburete, enciende un habano y se dispone, para entretener el tiempo de la espera, a flechar con «atisbos psicológicos» a los tres o cuatro viajeros que, como él, aguardan el vehículo que ha de conducirlos a Madrid.

Es en este momento cuando Luis ha sacado su magnífica repetición de oro y ha mirado la hora: las seis y media.

Son las seis y media de la tarde de un día frío y turbio de últimos de marzo de 1829. Empieza a anochecer. Un mozo enciende los dos únicos candiles que alumbran el vasto zaguán del parador.