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Quince ensayos

Hugo Rodríguez Alcalá



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ArribaAbajoA manera de prólogo: «un ensayista paraguayo»

Por Justo Pastor Benítez1


Antes de cumplir los dieciocho años, Hugo Rodríguez-Alcalá vistió el uniforme verde-olivo y partió para la guerra del Chaco. Frutos de la vida de campamento fueron dos libros de versos: Estampas de la Guerra (1939) y A la sombra del pórtico (1942). Sus Horas líricas, libro de redacción anterior a la de los nombrados, obtuvo el premio del Ministerio de Educación (1939). Hacía también periodismo en aquellos años y llegaba a la redacción de El Diario con unas cuartillas temblorosas. La forma de sus versos era de puro estilo peninsular, trovas, sonetos, romances, a veces con un dejo de romanticismo. Se ajustaba mucho a las reglas. Sólo veinte años después logró libertarse de esas formas tradicionales y escribir poesías cristalinas, casi etéreas, a la manera de Juan Ramón Jiménez o de Antonio Machado.

Hacia 1940 integraba en Asunción un grupo lírico, de donde surgieron auténticos valores como Hérib Campos Cervera, Augusto Roa Bastos y Julio Correa, a los cuales se agruparon en una bohemia limpia y sin estupefacientes, Vicente Lamas y José Concepción Ortiz. El grupo se reunía ocasionalmente en la librería del escritor Hipólito Sánchez Quell y, por su obra, tuvo la trascendencia de la generación de Crónica (1916) pero fue más fecundo. Marca la afirmación de nuestro parnaso. Y con el aporte de Elvio Romero, Carlos Villagra, Rubén Bareiro Saguier, Bilbao Zubizarreta y otros, se ha despejado «la incógnita» del Paraguay. Para escapar de la neblina espiritual que se insinuaba, Hugo Rodríguez-Alcalá emprendió el vuelo buscando una rama para sus cantos y aire libre, como lo hicieron Campos Cervera, Roa Bastos y Elvio Romero. Se marchó a los Estados Unidos, donde sistematizó sus conocimientos y se doctoró, por segunda vez, en Filosofía y Letras, por la Universidad de Wisconsin. Hoy es titular de una cátedra de literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Washington. El ambiente norteamericano, donde permanece hace unos veinte años, no ha deformado su contextura hispánica en tierra guaraní. Es un scholar sin aire de dómine. Sigue escribiendo en castizo español, asomado siempre hacia el panorama hispanoamericano.

Desde su iluminado mirador difunde los valores de su raza y de su pueblo, haciendo conocer al Paraguay. No es su labor poética lo que ocupa mi comento, sino el ensayista que ha surgido. El ensayo ha sido un género poco cultivado en el Paraguay, cuyos escritores prefieren la historia, la biografía y algunos la novela, con buen éxito como Augusto Roa Bastos y Casaccia Bibolini. La filosofía como disciplina ha tenido también pocos cultivadores, fuera de Ignacio Pane, Manuel Riquelme y los dos Ayala. Ahora tiene promesas en la Facultad de Humanidades. Vale decir que hoy el país se halla empeñado en la espina dorsal de toda cultura, como es la filosofía, escapando de la declamación, de la hojarasca, del conocimiento sin método y sin sistema.

El ensayo, de carácter filosófico, tiene ahora su expresión en Hugo Rodríguez-Alcalá y Osvaldo Chaves. Ese mismo ensayo suele proyectarse a lo social, a lo literario, a lo político, como un enjuiciamiento que no tiene la sistematización de una tesis pero que tampoco cae en la vaguedad del comentario. Es género aparte. Rodríguez-Alcalá cultiva el ensayo, en dos ramas: la filosofía y la crítica literaria. Así se revela en los estudios sobre «Existencia y destino humano en Ortega y Gasset y Jean-Paul Sartre», que es un análisis del existencialismo; en su apreciación sobre los trabajos filosóficos de José Ferrater Mora; y los capítulos sobre «Carlos L. Bécker y el relativismo histórico» y «Eliseo Vivas y su crítica del naturalismo norteamericano», además de sus numerosos trabajos sobre el pensamiento de Alejandro Korn y de Francisco Romero.

Como la mayoría de los jóvenes hispanoamericanos, ha estudiado y sentido la influencia de Unamuno y Ortega y Gasset, tan dispares y aun contrapuestos en la interpretación del mundo y de la vida. Unamuno, inquietante y profundo en sus paradojas; Ortega, con su razón vital, su filosofía del «Yo soy yo y mi circunstancia», su objetividad de espectador y su estilo que ha dado nuevos matices al resonante español. Rodríguez-Alcalá no es un discípulo fiel ni un acólito de Don Miguel ni de Don Pepe, como dicen los peninsulares. Ha buscado manantiales en tierra americana. Ha ido a abrevar en dos filósofos argentinos, Alejandro Korn y Francisco Romero.

Antes de enunciar su propia convicción se fijó en la vida edificante del maestro Korn, médico doblado en filósofo; en su demoledora crítica del positivismo entonces vigente, en el contenido de su doctrina. Para encontrar en filosofía un par de Alejandro Korn habría que ir a Vaz Ferreira. Korn creó una cátedra que es escuela, trabajó por la renovación del pensamiento filosófico y dejó un continuador en Francisco Romero. Una síntesis del largo y paciente estudio de la obra de Korn se encuentra en el ensayo de Rodríguez-Alcalá «Razón y sentimiento en Alejandro Korn» en que verifica un dualismo en la actitud del filósofo, en forma de escepticismo irónico en cuanto a religión y metafísica en la prosa, y de fe ardorosa en los versos del maestro. La filosofía de Korn se concentra en el título de su obra más famosa: «La libertad creadora». Su pensamiento fue cónsono con su existencia. Vivió, predicó y defendió sus convicciones y afrontó la muerte con una serenidad socrática.

Los ensayos de Rodríguez-Alcalá adquieren mayor consistencia al ocuparse de su maestro preferido: Misión y pensamiento de Francisco Romero (México, 1959). En su análisis constata que la doctrina romeriana se halla constituida por las nociones de estructura, trascendencia y valor. Romero representa en el continente la corriente filosófica de Max Scheler, Dilthey y otros, que ha venido a sustituir, diríamos a transbordar, el positivismo, en sus diversos aspectos de materialismo, evolucionismo e interpretación mecánica de acuerdo con las conclusiones de la ciencia. Bergson ya había formulado su crítica del mecanicismo y estructurado la teoría de la evolución creadora; se había ya señalado también que el evolucionismo reposaba por su lado en un concepto metafísico como es la persistencia de la fuerza.

En el fondo se trataba de un renacimiento de la metafísica. Son las llamadas ciencias del espíritu en contraposición a las ciencias físico-naturales que culminaron en el siglo XIX. La filosofía de Romero tiene similitudes con la de Ortega y Gasset, renovador del pensamiento filosófico hispanoamericano, pero se separa de ella con su concepto de conciencia intencional y la diferenciación de individuo y persona. Romero, como Korn, es un implacable crítico del positivismo, escuela que tantas rutas abrió a la cultura hispanoamericana y la libertó del escolasticismo, además de crear la sociología como ciencia de interpretación de la sociedad. Romero ha influido mucho en la formación de estudiosos paraguayos como Hérib Campos Cervera, Hugo Rodríguez-Alcalá y Osvaldo Chaves.

Entre los ensayos críticos de Rodríguez-Alcalá descuellan el consagrado al lírico Alejandro Guanes, cuya biografía traza con emoción; el penetrante estudio que dedica a Hérib Campos Cervera, el poeta de la muerte como lo llama, vindicador de la poesía en español en nuestro país, cantor del hachero y del sembrador, y humanista él de vida sufriente; se destacan también el análisis que hace de la obra en prosa y en verso de Augusto Roa Bastos, novelista consagrado, y el estudio sobre el vibrante luchador y aedo Elvio Romero. Como examen literario resalta el consagrado al novelista y sociólogo Francisco Ayala, que difunde cultura por toda América, con su formación moderna, limpia de prejuicios.

En todos esos ensayos campea la generosidad así como el afán de dar a conocer en escenarios más amplios los valores paraguayos, en contraste con la anormal situación política agitada, que impide trabajar con la suficiente tranquilidad espiritual, circunstancia que obliga a varios escritores a vivir fuera del país.

Como todo espíritu altruista, Rodríguez-Alcalá tiene su mensaje; por su pluma se expresa una promoción lírica y fecunda, cuya labor analiza en el opúsculo «Sobre la poesía paraguaya de los últimos veinte años», Nueva York 1959.

En plena granación, cuando avanza el otoño, ha vuelto a sus momentos líricos, manantial que suele resurgir a borbotones en las almas fértiles. Sus poesías de hoy son más refinadas en la emoción; transparentes, como en el manojo de Abril que cruza el mundo... (1960). Sirva de ejemplo de lo dicho la titulada




Luces en la colina


Fuera, luces en la colina:
puntos blancos, rojizos y amarillos.
Con la lluvia de otoño que ha dejado
al pasar, un silencio cristalino,
hay un sosiego milagroso
que inunda el corazón, al fin tranquilo.

Dentro, las dos rosas rosadas
en el florero exiguo,
y las manzanas rojas en la fuente
y el cuadro y el reloj
¡Todo tan íntimo!

Lejos quedó el rumor de voces agrias
y de ocultos suplicios.
Como esas luces diminutas
que en la colina clavan dulces brillos,
los minutos de paz están ardiendo
sobre mi corazón, al fin tranquilo.



Río de Janeiro

Febrero, 1961




ArribaAbajoAdvertencia preliminar

El lector se preguntará por qué el autor elige un título algo extraño para este libro: en efecto el título hace que se codeen Borges y Roa, López y Mitre... Esto está bien. Los dos primeros, Borges y Roa, son escritores, los más brillantes de sus respectivas patrias en lo que va del siglo. Los otros dos, López y Mitre, políticos y presidentes que comandaron, ha más de un siglo, ejércitos enemigos.

Pero ¿Pancho Villa y Don Segundo? Pancho Villa, mexicano de carne y hueso, es personaje histórico, al paso que Don Segundo Sombra es personaje de ficción y, según más de un crítico miope, apenas el fantasma de un gaucho. (Lo cual, claro está -me refiero al héroe güiraldino-, es un craso error).

¿A qué se debe que el Norte y el Sur, esto es, que Martín Luis Guzmán, gran escritor de México, «creador» digamos, de Pancho Villa y autor «fingido» de las Memorias de este, se dé la mano con Güiraldes, creador de Don Segundo?

La respuesta podría ser muy pormenorizada. No quisiera darla entera aquí, en esta breve advertencia. Mejor reducir la justificación del encuentro de Villa y de Sombra indicando lo siguiente: Villa, según Guzmán, fue maestro literario de su creador; Don Segundo, por su parte, lo fue de Güiraldes. Este, se recordará, declarose discípulo literario de su inmortal criatura.

Güiraldes dice haber sido alumno de su héroe; Guzmán declara ante Enmanuel Carballo -como se verá si se lee el ensayo correspondiente:- «Villa era un fabuloso conversador; yo, público entusiasta. Su lenguaje campesino, viejo de siglos, daba la impresión de estar recién acuñado: se advertían en él los cantos, los relieves, las efigies...». Por eso se tuvo por discípulo literario del campesino Doroteo Arango, convertido por obra y gracia de la Revolución en el General Pancho Villa.

¿Y por qué Doña Bárbara y Don Segundo? Pues que lo averigüe el lector, a quien no se le exige ser un adivino...

Asunción, julio de 1987

H. R. A.





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