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Raíces de la literatura aragonesa

Manuel Alvar


Catedrático de Historia de la Lengua de la Universidad Complutense

Imagen de un caballero





Hablar de caracteres de una literatura regional es partir de un apriorismo: la región tiene capacidad para condicionar de algún modo a los hombres que en ella nacen. En el caso de la literatura, como en el de cualquier arte, esta petición de principio exige una comprobación mucho más sutil. Porque no se trata del árbol anclado en el paisaje sobre el cual los soles y las aguas van matizando un verde y no otro, el árbol sobre el cual los vientos -del mismo lado siempre- van perfilando una figura que se tiende en busca de la gravedad más equilibrada, el árbol sobre cuyas arrugas va naciendo -del mismo lado siempre- la frescura de los musgos. El hombre va más allá del árbol, mucho más si se cobija y se desazona bajo la capa del ingenio. Él, más que el árbol, sólo da buenos frutos -y la lección es de Saavedra Fajardo- cuando se trasplanta a otras tierras. Y las tierras sobre las que el ingenio se fecunda son el aprendizaje y las influencias. Por eso el apriori necesita muy largas explicaciones: ¿hasta qué punto cabe hablar de caracteres regionales? Tan pronto como el ingenio cobre vuelo dejará de ser regional. Tanto más universal cuanto más soles lo hayan caldeado, más aguas lo hayan humedecido, más tierras lo hayan sustentado. ¿Cómo -entonces- hablar de caracteres regionales si se ha saludado la universalidad? Porque parece forzado decir que regional es -necesaria, fatalmente- empequeñecedor. Literatura regional, arte regional, lengua regional, no son sino parcelas limitadas de la Literatura, del Arte, de la Lengua, de toda la nación.

En las preocupaciones científicas de nuestro siglo los teóricos alemanes habían tratado de explicar estas aporías. El hombre -endiosado desde el Renacimiento- iba a convertirse -tan sólo- en una figura sin altiveces: hombre. Pero hombre condicionado por dos órdenes de limitaciones: la estirpe y el paisaje. Augusto Sauer y su discípulo José Nadler buscaron en la raza el conjunto de unos contenidos que pasaron después a la literatura. Ahora la literatura no era -sólo- el azar que decide la razón de las creaciones; más allá, trascendiendo el albur de los dados sobre el tapete, hay unas causas fijas (la estirpe y el paisaje) y otras accidentales (los motivos históricos de un momento determinado) que hacen ser las obras de una manera y no de otra. Pero en ellas la razón y no la sinrazón.

Si existe el determinismo del paisaje y de la sangre, los aragoneses se sintieron identificados con él. El célebre cronista don Juan Francisco Andrés de Uztarroz escribió en Huesca la Aprobación que va al frente de El Discreto. No encontró mejor elogio de Gracián que decir:

La cultura de su estilo y la sutileza de sus conceptos se unen con engarce tan relevante, que necesita la atención de sus cuidados reparos para aprovecharse de su doctrina [...], pero ¿quién admirará la singularidad de su idea? Pues tiene por cuna a Bílbilis, patria augusta de Marcial, que también se hereda el ingenio como la naturaleza.


Ese heredar naturaleza e ingenio es lo que lleva a los escritores aragoneses a mantener viva su devoción hacia Marcial: es la voz de la tierra y de la sangre, para hermanarse ante las cosas que se han posado al alcance de la mirada. Será legión la de aragoneses que busquen su identificación con el satírico latino -más allá de la lengua y del tiempo-, pues creerán que sólo ellos pueden dar el tono de los Epigramas, por geografía y por ingenio: razones de más cuenta que cualquiera otra que pudiera aducirse. Y aún parecerá escasa esa legión. El gran historiador fray Jerónimo de San José escribía en 1646 a Uztarroz y le comentaba la Agudeza y Arte de Ingenio; los piropos, por donosos, no parecen aragoneses, pero a la hora de sincerarse estampa estas palabras: «lo que me ha llevado el gusto y admiración con mayor lisonja, han sido las traducciones de nuestro amigo Salinas». Piensa que el canónigo de Huesca podría intentar la traducción de todos los epigramas que decentemente caben en nuestra lengua y apostilla -en su entusiasmo, pero con injusticia- que las obras de Marcial y Prudencio, por tantos y tan excelentes comentadores ilustradas, no deben a un aragonés siquiera un breve escolio. La queja del brillante prosista pronto había de convertirse en sinrazón. Un poeta aragonés -recatado y exquisito, si ambas no son la misma cosa- tentó el empeño en ese núcleo argensolista de tan fuerte personalidad en nuestra historia literaria. Martín Miguel Navarro (1600-1644), en su refugio de Tarazona, se propuso

que Marcial fuese español del todo, y si, como lo intentó en la traducción genuina de algunos epigramas, prosiguiera, ninguno otro lo hubiera conseguido con más ingeniosa puntualidad ni con esponja más casta.


Y, en efecto, ciento veinte epigramas puso en verso castellano para demostrar su devoción. Sin embargo, fue don Manuel Salinas y Lizana quien -como traductor- gozó de la admiración de sus contemporáneos. En 1648 apareció en Huesca la segunda edición de la Agudeza y en ella se incorporaron los epigramas traducidos: desde la propia aprobación de fray Gabriel Hernández o las palabras preliminares del autor hasta el elogio sistemático página tras página: Marcial es primogénito de la agudeza, príncipe de la agudeza, mayorazgo de la agudeza, galante elegante, etc. Conjunción de espíritus que -saltando siglos- aunará a dos poetas a quienes los aragoneses -sin distingos- llaman siempre nuestros. Por eso Gracián, al aducir el epigrama Inscripsit tumulo septem celebrata virorum, no vacila en recurrir a la traducción de Bartolomé Leonardo, Cloe, la séptima vez o al mostrar el artificio sutil del epigrama a Elia recuerda la versión del mismo poeta aragonés: Cuatro dientes te quedaron.

La moda de Marcial se había inaugurado. Fray Jerónimo de San José, que levantó sus quejas, pondría las manos en la obra para no embarcar a los demás y quedar en tierra:

Hago versiones de himnos sagrados latinos y de epigramas de Marcial para adiestrar prontitud y agudeza.


Bartolomé Leonardo, Salinas, fray Jerónimo de San José, Miguel Martín Navarro, Gracián. Larga nómina de escritores aragoneses que en Marcial encontraron las raíces de su genio. Pero no queda agotada en la edad de oro: aún habría que añadir el nombre de Jerónimo de Cáncer

legítimo descendiente de Marcial, por línea directa: cepa aragonesa de la sátira ingeniosa y a veces tan picante, que le valió la enemistad de poetastros y literatos mediocres que, sahumados por otros tales, no se avenían a ser fustigados por Cáncer en epigramas deliciosos.


Y siguiendo hacia adelante, habría que pensar en las sátiras de Braulio Foz, de corte marcialesco, en la agudeza de Eusebio Blasco y, sobre todo, en las traducciones -que para acallar añoranzas- hizo Juan Blas de Ubide.

Si Marcial era aragonés y nuestro, sin asomo de polémica, no ocurrió lo mismo con Prudencio, esa otra raíz por la que se quiso entroncar la región con los hontanares latinos. Ambrosio de Morales suscitó por vez primera que el poeta de los mártires hubiera nacido en Calahorra y no en Zaragoza, afirmación que pasó al padre Mariana. El 15 de agosto de 1602, Lupercio Leonardo escribió al jesuita para que rectificara y devolviera a Zaragoza la cuna de quien la cantó con tan emocionados acentos. Mariana aceptó las razones, pero no las consideró definitivas; cortésmente fue rebatido por Bartolomé Leonardo, y, después, por el propio Lupercio. Las cosas quedaron sin solución definitiva, pero aquellas cartas cruzadas revelan por las dos partes mucho saber, mucha cortesía y un sincero deseo de alcanzar la verdad.

Fue un aragonés, Vicente Blasco de Lanuza, quien escribió el Peristefanon (Zaragoza, 1623) o corona de los santos aragoneses, siguiendo las huellas de Prudencio, y fue otro aragonés, Luis Díez de Aux, quien tomó sobre sus hombros la pesada tarea de traducir al poeta latino y la realizó con tal maestría que el cronista Francisco de Sayas, en su Discurso sobre la poesía aragonesa, pudo escribir:

Tradujo las Coronas de Prudencio con increíble puntualidad y dulzura, tan ajustado al espíritu de su dueño, que se pudo decir volvió a hablar la lengua de su patria por boca de Luis Díez de Aux.


Diez de Aux había acertado en su traducción sin escatimar esfuerzo. Pero le parecía poco y aún prometía:

no pararé hasta hacer otro tanto en los demás himnos que en el mesmo libro quedan atesorados, para gastar en esto lo que me quedare de vida.


El poeta tenía 57 años cuando hizo su traducción, los mismos que Prudencio al componerlos y no sabemos que cumpliera sus propósitos. Nos quedan los tres himnos y la dedicatoria a Zaragoza en un soneto con estrambote, no exento de dignidad y decoro.

Diez de Aux ha traducido tres himnos: el segundo (in honorem passionis Laurentii beatissimi martyris), el cuarto (in honorem sanctorum decem et acto martyrum Caesaraugustanorum) y el quinto (passio sancti Vicenti martyris). Los versos del primero son puestos en endecasílabos blancos, con lo que la nerviosa y concentrada expresión latina adquiere una noble y remansada solemnidad, con frecuencia, el poeta tiene necesidad de amplificar los versos demasiado cortos del original para conseguir la expresión buscada: breves palabras que -a veces- pueden parecer inútiles pero que están en el poema cumpliendo una misión de rotundidad y gravedad. Sin embargo, difícilmente podría lograrse mayor justeza en el parangón. Bástenos comparar los ocho primeros versos:



   Antigua madre de los falsos templos,
Roma, que estás ya a Cristo dedicada,
y, vencedora de los dioses vanos,
triunfas con Laurencio, tu caudillo.

   Venciste reales y soberbias frentes,
con duro freno sujetaste el mundo
y agora las idólatras cervices
pones debajo el yugo de tu Imperio.


Las cuadernas -fielmente respetadas- mantienen una expresión justa y cerrada. Los aciertos son muchos y, si al hablar de las monedas de César, logra acuñar unos versos perfectos cuando enumera la caterva de miserables con que el santo se rodea, la exactitud de la expresión va concorde con el más directo realismo. Todo puesto al servicio de una fe inquebrantable y un sentido ético conservado a machamartillo. Cierto que Prudencio dio estos alientos, pero Díez de Aux los conservó y les aumentó el brío.

Prudencio ha sido vertido con ejemplaridad por otro poeta aragonés. Nada se ha perdido de su espíritu sino que se ha ido engrandeciendo como por un tornavoz. Unamuno ha intentado continuar el espíritu del gran poeta cristiano glosando versos del Peristephanon de la Apotheosis. Si aduzco aquí su testimonio es porque la identificación regional -lejos de discusiones provincianas- hace ser aragonés a Prudencio, por su personalidad y por las personalidades afines:


Aragoneses del gremio de Constantino,
el de nuestra primera Santa Teresa,
la de San Paulino;
españoles de carne y hueso y de huesa,
españoles de Gracián y Goya,
¡ay duquesa Cayetana!
¡Carne que sueña aún en la hoya
podrida eternidad la gana
[...]
¿Qué es Prudencio tu psicomaquia
sino una tauromaquia
a lo divino?
Corre la sangre del mártir, del moro o del toro
igual destino.
[...]
Suena el clarín; de los sepulcros abiertos
levántanse los muertos
y entre ellos tú, castizo aragonés,
ibérico cantor de truculencias,
que adivinastes a San Pedro Arbués,
nuestras guerras civiles sin clemencias.


Marcial y Prudencio son los nombres que llenan la historia literaria del Aragón romano. A su lado poco importan otros poetas latinos nacidos en la región (Marco Unico, Liciano o Liciniano) y, luego, los cristianos: Marco Máximo de Zaragoza, san Braulio, Tajón y Valderedo. Pero con todo esto el prestigio latino se había asegurado. Cuando Francisco de Sayas escribe su Discurso considera a todos ellos aragoneses y no olvida sus nombres. Otra vuelta al determinismo y la literatura acaba enriquecida: antes de que Aragón naciera como reino el espíritu de esos hombres ya vivía; importa poco el vehículo en que se expresen, el alma de Aragón está en quienes escribieron en latín cuando Roma vivía o aunque fueran godos. Por eso serán literatura aragonesa aquellos otros versos que -en el Renacimiento- dieron decoro a la región utilizando la lengua de Roma.

*  *  *

Difícilmente podríamos entender la historia aragonesa si no acertáramos a valorar lo que significó la presencia árabe para el arte y para la literatura. Son parcelas de la historia grande que no podemos ignorar pero que no son igualmente fáciles de ver, porque si la maravilla que son las torres mudéjares no se puede ocultar, quedan miles y miles de páginas que, escritas en árabe o en aljamía morisca, siguen siendo inaccesibles. O, en el mejor de los casos, muy poco difundidas.

En 1966, Fernando de la Granja publicó unos materiales muy importantes que -como tantas veces ocurre con los materiales importantes- apenas si fueron comentados. Las páginas dedicadas a Aragón son singularmente valiosas. Hay en ellas la visión legendaria de las ciudades, los temas de fondo novelesco, válidos para todos los hombres y para todos los pueblos, los hechos -reales, imaginarios- que pasan a ser motivos de tradicionalidad... Bien merece la pena que nos detengamos en todos ello antes de considerar la literatura morisca.

Luego veremos cómo la literatura francesa poetizó la visión arraigada -demasiado arraigada- de Zaragoza. Los árabes vieron también en un desasimiento de duras contingencias a la ciudad:

Dicen que en Zaragoza no se da el caso de que entren culebras, ni pueden éstas vivir en la ciudad. Los habitantes afirman que hay un talismán contra las culebras, y otros que Zaragoza está construida en su mayor parte con un mármol traído a la ciudad, que es un mármol blanco, de una variedad de sal gema, y que las culebras no pueden entrar en los sitios en que hay esta clase de sal.


Islas en las que no viven los animales dañinos son bien conocidas: Alfonso el Sabio habló de Creta, los viejos cronistas de las Afortunadas. Zaragoza -por obra de Al-‘Udrí- convertida en ciudad de fortuna. Pero la Marca Superior es mucho más que una descripción geográfica: como en las gestas medievales, se van enlazando en ella los episodios caballerescos con los épicos. Y, en ese trasfondo que es la historia, los relatos van cobrando vida ejemplar. Ya que no otra cosa, permítaseme aducir los motivos, que no deberán continuar siendo olvidados en nuestra historia literaria: Ta‘laba ibn ‘Ubayd se enfrentó -y derrotó- a Sulayman ibn Yaqzan, pero se descuidó y las tropas dispersas de su enemigo se revolvieron y lo apresaron. ¿No es la historia de Golpejera? El trueque de ropas entre ‘Amrus y Sabrit ¿no recuerda la evasión de Fernán González? La muerte de ‘Amil de los Banu Salama ¿no encierra un eco de Fuenteobejuna y aun palabras que podrían ser versos de romances? La matanza de ‘Abd Allah ibn Jalaf y sus ocho hijos por un yerno suyo ¿no evoca la de los infantes de Lara? La historia de Mutarrif ibn Musa y Faliskita, ¿no puede relacionarse con la campana de Huesca o los Abencerrajes? Otras veces el relato parece tener caracteres épicos, como en la muerte alevosa de Matruh, en las guerras entre ‘Amir ibn Kulayb y Muda ibn Musa, en la vesania -tan bellamente contada- de un miembro de la familia Salama o en la historia de Jalaf ibn Rasid. Por último -y tampoco serían extraños a la epopeya-, relatos como los de la historia de Lubb ibn Musa, remotamente parecida a la de Absalón, o el del enamoramiento de una esclava por el apuesto prisionero darían un tinte de emoción o ternura a tantas narraciones con que se enriquece algo que iba a ser una descripción geográfica. Muchas veces, al considerar estos relatos, pienso en una obra importante de la literatura morisca: El libro de las batallas, relatos caballerescos aljamiados en los que encontramos reunidos muchos de los elementos que acabo de describir, y en sus páginas rasgos aragoneses: ad, goyo, piedes, aprés, coda, enta, puyar, etc.

La pragmática de 1566 asestó un golpe mortal a la tradición morisca. Francisco Núñez Muley intentó salvar con súplicas a una cultura condenada y aún defendió las escrituras en arábigo. Sin embargo -en todas partes-, la pragmática se cumplió. Y los libros eran escondidos para salvarlos de la destrucción. De vez en cuando la aparición de unos manuscritos en caracteres árabes conmueve el pequeño mundo de la investigación. Hace muy pocos años, por 1966, al tirar una pared en Calanda salieron a la luz unos cuantos libros aljamiados -un Corán, unos tratados jurídicos-; hace muchos más, en Morés -orillas del Jalón-, el topónimo cobraba vida al alumbrar un nuevo libro de moros: el Poema de Yúçuf sin disputa la obra poética más antigua que los moriscos nos han dejado, siendo a la vez la de mayor empeño, la más valiosa, la obra capital de toda la literatura aljamiada. El manuscrito A, de los dos en que se conserva la historia de José, pertenece al siglo XIV y su lengua es aragonesa, no corrompida por castellanismos. En él se perpetúan los usos del mester de clerecía, sin muchos vuelos para la imaginación, dada su fidelidad a multitud de fuentes que ha constituido la leyenda (Génesis, Corán, Cab, Leyendas de los Profetas de Talabí y Kisai, Firdusi, Jami, etc.). Sin embargo, la emoción es, una y otra vez, contrapunto del relato. La exposición histórica no padece quiebra: es un retazo bien sabido de la vida de José, pero -en un momento- la voz del niño prorrumpe desgarradora contra la crueldad de los hermanos: ha sido golpeado y teme su desamparo,


non querás que finque sin padre y sin madre,
y non querás que muera desemparado de fanbre;
dadme agua de fuente o de río o de mare.


Difícilmente en toda nuestra literatura se habrá oído un lamento más desconsolado que el del último verso: «dadme agua de fuente o de río o de mare». Mientras -en el quebranto- las heridas enfebrecen, la garganta y la lengua, seca, no puede humedecer los labios. Ternura en la oración de José en la tumba de su madre y capacidad para mudar -a través de estados del alma la realidad de las circunstancias:


Andaron toda la noche fasta a otra día,
enlurbóseles el mundo e un gran viento corría


(estr. 52.)                



el día era nublo y él lo aclariaba,
maguer que yera escuro, él bien lo blanqueaba,
e non pasó por escura que no l' fezies alborada


(estr. 59.)                


Otras veces la eficacia está en el prodigio de la belleza. Zalifa, la reina, crió a José como hijo, pero luego se enamoró de él sin ser correspondida. Tramó un ardid para atraerlo: un pintor los representó abrazándose y con tal verismo que -al contemplar la pintura- José quedaría inducido al amor. Las dueñas murmuraban de la insensatez de su señora, pero al mostrarles el retrato, mientras mondaban naranjas


Que por las toronjas la sangre iba andando.
Zalima, cuando lo veya, toda se fue alegrando,
diziéndoles: «¿Qué feches, locas de sin cordura?
¡Que por vuestos senos la sangre iba andando!»


(estr. 93.)                


Y un abismo separa a lo vivo de lo pintado. Zalifa quedó absuelta de su pecado de amor. Al comparar estos sencillos -y eficacísimos- versos con el relato ricamente difuso de la General Estoria o con el Corán (XX, 31) la belleza lograda por el morisco aragonés supera con mucho a sus fuentes.

No puedo entretenerme en los escritos en prosa: aragoneses son otros relatos bíblicos, la historia de Dulcarnain, el Libro de los fechos maravillosos, fragmentos de las Mil y una noches, traducciones de alguna Sura coránica o relatos caballerescos, como la Historia de Paris y Viana. Debo llegar al fin de esta literatura aljamiada: estamos en los albores del siglo XVII, un peregrino del Pueyo de Monzón va a La Meca y escribe unas coplas coetáneas del Canto de las Lunas, de Mahomad Rabadán, morisco de Rueda de Jalón: a veces el dolor hace prorrumpir en emocionados balbuceos a estos hombres desgarrados por el amor a su fe.

*  *  *

Cada uno de los reinos cristianos -al rehacer su destino de cara al Islam- va dando fisonomía distinta a su andanza histórica: León intenta la continuidad del imperio visigótico; Castilla, avanza hacia el sur para lograr la unidad de las tierras fragmentadas; Aragón, conforma su vida de cara a Europa. Tres formas del quehacer hispánico que irán asegurándose lentamente o se extinguirán en el camino de la unidad.

Cuando Ramiro I convoca el Concilio de Jaca, Aragón era, más que la Castilla de Fernán González, un pequeño rincón. Ni una sola ciudad poseía. De ahí la pretensión regia: convertir una villa en civitas. El año 1063 verá nacer la primera ciudad aragonesa en territorio libre, pero la verá nacer bajo la tutela de Austindo, metropolitano de Auch, que preside a los franceses, Eraclio de Bigorra y Esteban de Oloron y a las representaciones aragonesas de Jaca y Roda, de Cataluña (obispo de Urgel), de Castilla (obispo de Calahorra) y de la mozarabía (obispo de Zaragoza). Allí -eternizada en piedra y bronce- la voluntad del rey en una catedral de tres naves, con bóveda de piedra; ocho campanas en la torre y, por remate, un chapitel de piedra; es la Seo, que todavía dura, como sus iglesias hermanas de Saint Benoît-sur-Loire o Saint Hilaire de Poitiers. Por entonces (1062) aparece Elka, el juglar más antiguo de nuestra historia literaria, que es testigo en un documento de San Pedro de Huesca, y, más tarde, otros dos juglares de nombre francés: Poncius, iocularis regis (1122), y don Brun, iuglar (post. 1137). Elka y Poncio, anteriores a Palla, el santiagués de 1136.

El aluvión de gentes francesas llegó en oleadas: la primera grande, a la conquista de Zaragoza (1118); la segunda, por 1130. El eco de cruzada había venido a remover historias legendarias. De la mano llegaba el mundo épico de Roncesvalles y esa Zaragoza que ahora -ya- se puede asir. Poco después, por 1140, las licencias poéticas emplazarán a la ciudad en un otero («Sarraguce, ki est en une muntaigne», Chanson de Roland, v. 6), la rodearon de peñascos azules para poder descansar («son un perron de marbre bloi se culched», v. 12), hicieron que el Ebro lleve aguas profundas y maravillosas («L'ewe de Sebre et lur est desvant, / Mult est parfunde, merveilluse et curant», vv. 2.465-2.466). Primera transmutación poética de una ciudad española en la literatura de Europa. Pero si la literatura ya estaba allí con sus realidades inciertas, los hombres habían posado sus puntas para la lucha: junto a Zaragoza, el lugar al que los moros llamaron Mezimeeger, será Deus illu vult y, hasta hoy, Juslibol a 5,5 kilómetros de la ciudad, con el grito de guerra de los combatientes en la Primera Cruzada.

Típicamente aragonesa es la historia de La Campana de Huesca. Sin embargo, también hay que vincularla de algún modo al mediodía de Francia. San Ponce de Torneras fue el centro artístico más antiguo del Alto Languedoc y de la advocación del santo salieron los Poncios aragoneses, todos posteriores a la venida de los franceses a Zaragoza. En el monasterio tomó su hábito Ramiro II de Aragón y a él volvió los ojos en la andadura épica que paso a comentar. El último de los cantares de gesta descubierto es -precisamente- el de La Campana de Huesca; buscando motivos históricos para justificar la leyenda tal vez se pueden fundamentar los datos que siguen: al morir Alfonso I, en Fraga (1137), dejaba su reino a las órdenes militares, pero los aragoneses no aceptaron el testamento y proclamaban rey a Ramiro II, elegido obispo de Barbastro; tampoco lo acataron los navarros, que erigían a García Ramírez; Castilla ocupaba Zaragoza y la cedía al navarro. Asediado por dentro y por fuera, Ramiro -en 1135- debió tratar de la boda de alguna de sus hijas nonnatas con Ramón Berenguer IV de Barcelona. Extraña hipótesis que confirman los hechos posteriores: en 1135 se vuelve a titular rey, en enero de 1136 se casa, en octubre del mismo año tiene una hija, doña Petronila, que se desposaría con el conde barcelonés... La intervención de Ramón Berenguer -cuñado de Alfonso VII- parece cierta: Zaragoza es devuelta en 1136, Castilla rompe con Navarra, concordia de Barcelona y Aragón... En ese año 1136 debió ocurrir la historia: según los Anales Toledanos, fueron muertas las potestades en Huesca y, en efecto, los documentos históricos confirman que -fines de 1135, comienzos de 1136- hubo una sustitución completa en los mandos oscenses. El capricho no puede jugar en la coincidencia: por octubre de 1135 debió cumplirse la confabulación de los nobles; en agosto de 1136 la paz se había restablecido: antes de la última de estas fechas tendría lugar la ejecución de las potestades de Huesca a que aluden los Anales Toledanos. Hasta aquí la historia de los documentos. La Crónica de San Juan de la Peña recoge así los hechos legendarios: proclamado rey don Ramiro, fue generoso con sus nobles, que interpretaron la generosidad como blandura. Banderías y calamidades fueron su resultado:

Et por dar remedio al su Regno embio un mensagero al su monesterio de Sant Ponz de Tomeras, con letras al su maestro, clamado Forçado que era seydo, porque ys costumbre et regla de monges negros que a todo nouicio que era en la Orden dan un monge de los ancianos por maestro.


El grant sabio de Forzado, para no traslucir su pensamiento, llamó al mensajero, lo llevó a un huerto de coles y, leyendo la carta, fue arrancando las mayores, dejando tan sólo las chicas. «Vete -dijo el emisario- al mi señor el Rey et dile lo que has visto, que no te do otra respuesta». Ramiro meditó y dijo que para hacer buenas coles carne hace falta; por eso convocó a sus nobles para celebrar Cortes en Huesca, pues pretendía hacer una campana que sonara por todo el reino; maestros franceses la fundirían. Los nobles acudieron haciendo mofa, pero el rey había dispuesto todo: fue llamando a su cámara a los ricos hombres para que -uno a uno- le diesen consejo y, conforme entraban, los hacía descabezar. Doce murieron antes de la comida y los otros lograron huir.

Cierto que la vinculación de esta historia con el Midi es muy tenue y fundamentada en motivos externos. He aducido ya un antecedente árabe y aún habría que pensar en la tradición clásica que arranca en Heródoto, pasa por Tito Livio y llega a Valerio Máximo. No deja de ser sumamente curioso que siglos después -y con referencia a Aragón- volvamos a encontrar una historia semejante. Antonio de Lalaing, señor de Montigny, acompañó a Felipe el Hermoso en su primer viaje a España (1501) y escribió la crónica del mismo.

He aquí el testimonio de una épica muy distinta de la castellana. Con su relación con el gran ciclo francés o con historias que algo tienen que ver con el Midi. Y, como trasfondo, ecos de sabor árabe, que confirmarían otro de los aspectos peculiares de la región.

Muchos años después la influencia francesa se hace patente. En 1416 un notario zaragozano, harto de copiar protocolos, incluye entre ellos el siguiente poema:



Ay, señora, ¿fasta cuando
andaré por vos penando?

Ay, señora de valor,
quitadme desta dolor
que sufro por vuesta amor
de cada día llorando.

Yo no puedo ya pensar
que os podríades enuyar
con mi fazer así andar,
como loco, voces dando.

Ea, señora de beldad,
haber de mi piedad,
que vos juro por verdad
que mi fin se va cercando.


La lengua está teñida de aragonesismos. La geografía lo es también. Pero nos interesan otras cosas: el zéjel pertenece a los amaneramientos del amor cortés y, por su cronología, refuerza la vinculación aragonesa al mundo poético de los trovadores: se recuerda a Aimeri de Sarlat en el señora de valor, se realza a la mujer según la lírica de Provenza, hay una sombra de Beltrán de Born en el señora de beldat, se reitera el inacabable tópico de la súplica de piedad... En todos estos amaneramientos, se explican el dolor inacabable, la crueldad de la Belle Dame sans Merci y el plañidero lamentarse del poeta. Y, además, la locura de amor desatada en la muerte que, bélicamente, se dispone para el último asalto. Todo ello anticipándose a los poetas castellanos, que habrían de incidir sobre las mismas pisadas. Y con una voz antigua de suave belleza.

Las relaciones de Aragón con Occitania fueron muchas y asiduas. No extraña, pues, que abunden las referencias a gentes y tierras. Pero si, en verdad, poco adelantamos con muchísimos de tales testimonios, nos quedan otros ejemplos en los que la emoción -para bien o para mal- deja una causa de recuerdos. Bertrán de Born vitupera a Alfonso II en unos versos muchas veces recordados; por su parte, Guillém de Berguedá llena de cumplidos a los reinos peninsulares y, en su elogio, Aragón está caracterizado por la amabilidad de sus gentes, pero merece la pena volver nuestros ojos a otros hechos.

Martín de Riquer dedicó un excelente estudio a dos trovadores aragoneses en lengua provenzal: Pedro de Monzón y Tomás Périz de Foces. Del primero apenas si se sabe que vivía a finales del siglo XII e ignoramos la naturaleza de sus versos; sin embargo, cuando Leonor de Inglaterra -camino de sus bodas de Alfonso VIII de Castilla- posó en Pueivert (1170), se celebró una fiesta ridiculizada por Peire D'Albernha: uno de los poetas de que se hace mofa es Pedro de Monzón. Poco es lo que puede deducir de los versos, pero bastante si pensamos que gracias a ellos se identifica el primer poeta aragonés en lengua vulgar. Aragonés fue un trovador del que poseemos noticias muy precisas, tanto desde la historia cuanto desde la literatura. Me refiero a Tomás Périz de Foces, personaje bien conocido de la época de Jaime II (1291-1327), Alonso IV (1299-1336) y, sobre todo, Pedro IV (1319-1387). Sus versos pertenecen al grupo de los trovadores que en 1324 intenta dar nueva vida a la poesía provenzal con la Sobregaya companhia dels set trobadors de Tolosa. Joan de Castelnou, en un sirventés fechado en 1339-1343, dedica un elogio al poeta como profeso en la orden del leal amor, De Périz de Foces se conservan dos composiciones de carácter muy distinto: una política (tratando de mover la clemencia de Pedro IV hacia Jaime III de Mallorca) y otra amorosa; ambas escritas en perfecto provenzal y con conocimiento de algún trabajo trovadoresco, como el Compedi de la conexença dels vicis que poden esdevenir en los dictatz del Gay Saber, del propio Joan de Castelnou. Como muestra de su estilo me permito traducir: «Así como pierde a la vez tiempo y juventud el vasallo que -en su buena fe- no logra la esperada recompensa después de haber servido mucho tiempo a su señor; así me ha pasado contigo, Amor, pues -tras confiarme en ti- he perdido el tiempo que te dediqué. De tal modo que no puedo amar a otra mujer, pues hasta tal extremo tengo puestos en ti mi corazón y mi esperanza».

Este contacto y comercio de los provenzales, albernos y lemosinos mejoró las noticias del Arte, según el juicio del cronista Francisco de Sayas, aunque llevó a los excesos que señala Zurita:

en lugar de las armas y ejercicios de guerra, que eran los ordinarios pasatiempos de los príncipes pasados, sucedieron las trovas y poesía vulgar y el arte della, que llamaban la gaya ciencia, de la cual se comenzaron a instituir escuelas públicas. Y lo que en tiempos pasados había sido un muy honesto ejercicio... vino a envilecerse en tanto grado que todos parecían juglares.


Sin embargo y a pesar de todos los deseos, la decadencia literaria del siglo XIV era inevitable para la poesía en provenzal. Si en la propia Occitania había sido herida de muerte, ya no extraña que las Cortes de Aragón y Cataluña ofrezcan un espectáculo análogo.

Aún hubo otra influencia provenzal, bien que mucho más difusa. Del siglo XIII es la bellísima Razón de amor, en la que se han descubierto elementos de la tradición trovadoresca, como el quis’ cantar de fin amor, que recuerda a Bernart de Ventadorn y, tal vez, algunos otros rasgos que pudieran rastrearse: ecos de albada en la nostálgica despedida de los enamorados de las mayas o cantos primaverales o de las pastorelas. Pero este poema es mucho más que todo esto: su lirismo ha hecho pensar en el paralelismo gallego portugués, en las canciones de amigo que inauguran las jarchas o en villancicos que serían luego tradición castellana. Cierto que ya es mucho lo que el desconocido Lope de Moros nos dejó en la bella descripción del locus amoenus y en el encanto del diálogo, pero no menos cierto es que la obrilla tiene una enrevesada complejidad: seguida de los Denuestos del agua y el vino, todos los investigadores, al ocuparse de ella, han intentado explicarla. Desde Morel-Fatio, su primer editor, que no veía sino dos partes independientes tardíamente soldadas, hasta A. Jacob, que la convierte en un repertorio de elementos cristianos (el manzano es la crucifixión, el agua mana del árbol de la vida, el calor es el dolor del pecado, el jardín el paraíso, el agua refrigerante el bautismo, etc.). Y en medio, Giuseppe Petraglione, Carolina Michaëlis de Vasconcellos, Menéndez Pidal y Leo Spitzer: escenas de amor en las que se combinan el puro y el sensual, sintiendo la acuciante necesidad de conciliar los contrarios como en tantos textos medievales.

*  *  *

Aragón abre sus ventanas a Italia. La expansión dará sus frutos -largos frutos- en los que las relaciones no se interrumpirán. En 1297, el Papa Bonifacio VIII concedió a Jaime II la investidura de las islas de Córcega y de Cerdeña, pero sólo en 1323 se decide la conquista, no terminada hasta la rendición de Alguer y de Sássari en 1420 y la pacificación posterior a la batalla de Macomer (1478). El gótico aragonés se encontrará en Santo Domingo, de Cáller; en las crucerías de Santa María de Belén, en Sássari; en la parroquia de Serramanna; en la catedral de Alguer; en la basílica de San Gabino, de Porto Torres; en la parroquia de Thiesi. El dialecto se continuará en alguna palabra; uno de los más grandes poetas sardos se llamará Arnal de Bolea, para que no quepa duda de su filiación, y el impresor Canyelles dará a la estampa (Cáller, 1574) un libro que podría haber salido de las prensas de Huesca o de Zaragoza: Aulelit Prudentij Clementis Poetae christiani vetustissimi Carmina.

En contrapartida, en el frontón de la portada del palacio de los Luna se esculpe -y la admiración todavía dura- la entrada triunfal de Alonso V en Nápoles. Y allí, rodeando a l gran rey, que nunca volvería a Aragón, están -sí- los poetas latinos del Humanismo, pero -también- otros en lengua vulgar que pudieron competir con los italianos. En la Corte napolitana se debieron coleccionar los cancioneros de Estúñiga, de Palacio y los de las Bibliotecas Casanatense y Marcina, dependientes del primero.

La compilación inicial viene a ser para la Corona de Aragón lo que el Cancionero de Baena para Castilla: poetas aragoneses, catalanes y castellanos dan el pulso de lo que significó -culturalmente hablando- la historia aragonesa en Italia y la vida social de un momento en que, íntimamente, se encuentran dos culturas diferentes. Los poemas que en el Cancionero de Estúñiga se recogen son más líricos que los del de Baena; en ocasiones, los acentos épicos obtienen muy nobles resonancias y la poesía se identifica con la tierra en la que se vive. El abundante Carvajal escribió serranillas en las que el paisaje de Italia se convierte en una bella evocación literaria. Una de ellas dice:


Pasando por la Toscana,
entre Sena et Florencia,
vi dama gentil, galana,
digna de grand reverencia.


Cara tenía de romana,
tocadura portoguesa,
el aire de castellana,
vestida como senesa, etc.


Si esta serranilla es una pura visión delectable, otra -Acerca de Roma- tiene el realismo estilizado de las de Santillana.

En un cancionero copiado hacia 1463 hay numerosas composiciones de dos poetas aragoneses, Diego de Urriés y Pedro de Santa Fe. La personalidad literaria del primero cobra singular relieve si aceptamos la tesis de Aubrun de que Urríes es autor de buena parte de los poemas anónimos que se incluyen en el Cancionero de Herberay des Essarts. La compilación es obra de un señor de la Corte de Navarra, amigo de Urriés -o de Urríes mismo- y de Diego de Sevilla, durante su estancia en Nápoles y a su regreso. Lo notable de este cancionero es el carácter fuertemente autobiográfico que posee: un poeta ha mezclado sus propios versos con los fragmentos preferidos de sus otros contemporáneos y ha añadido un cancionero anterior, de tiempos de Juan II de Castilla. Si Hugo de Urríes es el autor de tanto poema anónimo, documentado -sólo- en este Cancionero, tendríamos en él a una figura singular que, sin proponerse hacer literatura, nos logra rodear de cierto hálito poético con el sencillo amor a su esposa. Como dice Aubrun:

Le lecteur se laisse prendre a un charme que n'a point voulu no prévu l'auteur: le charme d'une simple histoire d'amour dans un paysage d'enluminure du XVI siècle.


Dieciséis canciones de Pedro de Santa Fe se copian en el Cancionero de Herberay y cuarenta y siete en el de Palacio; ellas le asignan un puesto decisivo en la evolución poética española:

Con Santillana, Mena, Rodríguez de la Cámara es maestro y modelo de la nueva generación de poetas que aparece hacia 1450. Su formación mediterránea ayuda a crear en la letras españolas un nuevo equilibrio en el que la tradición catalano-provenzal compensa a la tradición gallega y francesa.


Santa Fe fija en castellano los temas que habían de durar hasta mediado el siglo XVI y que reordeno según los propios poemas: el amor hace perder el sentido que se recupera al salir de él, la ausencia acongoja al enamorado pero no logra hacerle olvidar, la separación cierne sobre el enamorado las sombras de la muerte y es porque ella misma, el amor hace ser retraído y maltrata a quien cae en sus brazos. Santa Fe es una poeta con fuerza expresiva: la obtiene en el mundo que -como cota a caballero- le rodea. A veces logra versos espléndidos, como éstos, inspirados en el mundo bélico:


Amor desque no te vi
va mi plazer pie a tierra
y dolor y triste guerra
a caballo es contra mí.


Otras veces la cetrería presta alas a su vuelo altanero:



En la cort de amor puyé
y puyando he caído,
y caí como perdido,
perdiendo seso cobré.

Cobrando quíseme alcanzar,
alzóme él su señuelo;
señé, mas cansó mi vuelo
colé sin res alcanzar.


La presencia de Alonso V en Nápoles estuvo nimbada por una aureola de triunfo clásico. Incluso antes de su entrada en la ciudad el testimonio de los escritores instauró al héroe en el marco de los elegidos: aforismos, conducta, gestos, iban cobrando el bulto de un bajorrelieve o de una medalla. Bástenos un testimonio -por singular y noble- digno de ser esculpido. Lo escribe Gracián:

Con sólo olvidarse por breve rato de su majestad, el magnánimo don Alonso, apeándose del caballo para socorrer a un villano, conquistó las guarnecidas murallas de Gaeta, que a fuerza de bombardas no mellara en muchos días. Entró primero en los corazones, y luego con triunfo en la ciudad.


Pero tales ejemplos no son otra cosa que variantes del panegírico con el que algunos tratadistas habían confundido a la propia poesía y el panegírico -referido a un monarca- no podría independizarse de la epopeya. Ahora bien, sobre unas tierras en las que la tradición latina había reverdecido con esplendor y donde la alabanza de los contemporáneos estaba impregnada de sabiduría clásica (Horacio elogia a Augusto, Tácito a Agrícola, Marcial, Plinio y Sidonio participan en la idea de celebrar a los contemporáneos), no extraña que el monarca aragonés buscara prestigiarse en latín. No en vano sobre aquellas mismas tierras se proyectaba la sombra de los Hohenstaufen, que «al ceñirse la corona siciliana [...] se sintieron más ligados a la literatura latina y había que hacer olvidar las palabras con que el Panormita injuriaba a los españoles de su tiempo que -dicen- consideraban ignominia dedicarse al estudio de los libros». Por eso el prestigio del latín iba a dar honor y decoro a unas gentes que eran despreciadas por los italianos; el propio Panormita escribiría De dictis et factis Alphonsi regis; Michele Riccio, De regibus Hispaniae; Lorenzo Valla, De rebus a Ferdinando Aragoniae rege gestis; Maríneo Siculo, De laudibus Hispaniae, de Aragoniae regibus, De rebus Hispaniae memorabilius, etcétera. Como blasfemaría la plebe italiana, es que «Dios se había hecho español».

El establecimiento de los aragoneses en Nápoles tuvo trascendencia decisiva para nuestra historia cultural. Como un Jano bifronte, Alonso V miraba hacia aquellos dos mundos que parecían insolidarios: la antigüedad clásica y la realidad actual. Su pretensión fue la de un hombre renacentista: que su tiempo pudiera vivir con la gloria de Roma. Por eso codiciará mejorar su latín, acrecentar la sabiduría clásica de sus gentes y, si se tercia, llegará a salvar a los Médicis por un códice de Tito Livio. Pero la otra faz estaba viva también: eran los hombres que le habían seguido, que le habían permitido repetir los triunfos imperiales, que -allí - permanecían fieles. Y estos hombres hablaban una lengua que ya no era latín, sentían una poesía que estaba muy lejos de la latina, sus poemas eran inalienablemente suyos. La fusión de los mundos no se lograba; cada uno tenía su propia e intransferible realidad y en la anécdota del rey y sus cortesanos descubrimos esa intención de fundirlos a través del conocimiento: «Vate, vate a estudiar».

Aragón, desde su política mediterránea, ayudó a crear nuestro Humanismo y a conformar nuestro Renacimiento. Pero -al amparo de las delicias italianas- hubo sosiego para compilar cancioneros españoles: en catalán y, sobre todo, en castellano. Rica familia poética la de los cancioneros italianos de nuestra poesía del siglo XV. Y allí nombres aragoneses que -como Hugo de Urríes- dan el tono hogareño, de fidelidad -y felicidad- conyugal a una limpia poesía. También queda un arraigado sentido de fe, cuando la fe se empezaba a cuartear y de religiosidad íntima. Años después, en la iglesia de Santa María la Nueva, un español se cubría con una lápida de renuncia y desengaño, pero también de amor y gratitud a la tierra que para siempre le acogía. Todo un símbolo:


Fui el que no soy,
soy el que no fui;
serás el que yo soy.
España me dio la cuna,
Italia, suerte y ventura,
y aquí es mi sepultura.


*  *  *

He intentado sentar las bases de una literatura. Espejo fiel en el que se proyecta el espíritu de sus hombres. Lo que importa es acertar con aquello que sirve para individualizarnos y nos hizo ser en la Historia. He querido encontrar esos principios de la diferenciación, porque Joaquín Costa pensaba que las diferencias, cuando están sustentadas por unos principios espirituales, hacen que «la tierra sea algo más que una factoría y que un mercado donde se compra y se vende».

He querido ver qué rasgos podíamos encontrar en un largo y remoto periodo y los resultados han sido generosos: Aragón se muestra como una región abierta; su personalidad no se forjó ni casual ni apresuradamente. Muchos siglos y muchos avatares fueron moldeando la arcilla hasta llegar a nuestra situación de hoy. Poseemos -más que en otras partes- universalidad en nuestra cultura, no localismo, resultado de empobrecimiento histórico, sino la proyección de nuestro ser en panoramas más amplios que la propia realidad.





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