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Rafael Altamira y la cuestión del «feísmo» en las letras realistas

Laureano Bonet






ArribaAbajoEl naturalismo, una propuesta temeraria

En La espuma, la novela que A. Palacio Valdés publicara en 1890, tiene lugar una animada tertulia entre gentes de la buena sociedad madrileña del 84. Tras murmurar largamente, y como solía ocurrir por aquellos tiempos, llegó el momento de discutir sobre literatura: «Se dijeron pestes del naturalismo» -informa nuestro narrador-. Así, uno de los contertulios, el aristócrata Cobo Ramírez, comentará tras haber consumido una «cantidad fabulosa» de bizcochos que él en novela «estaba por lo espiritual, lo delicado». Para rematar -ante el asentimiento de la concurrencia- que

No le vinieran a él con esas novelotas pesadas donde le cuentan a uno las veces que un albañil se despereza al levantarse de la cama [...], ni le hablaran de partos y otras porquerías semejantes. En las novelas deben ponerse cosas agradables, puesto que se escriben para agradar1.



Esta escena encierra gran valor documental: hace referencia a la polvareda que se levantaría en España, a comienzos de la década de 1880, en torno a la cuestión del zolaísmo -cuestión qué duda cabe palpitante, según titulara E. Pardo Bazán el libro que dedicó a esa moda literaria-. Justamente el prólogo que Clarín escribió para encabezar tal obra, con fecha de 1883, abunda también en dicho clima polémico que enardecía a periodistas, narradores, contertulios, ateneístas: «El naturalismo -afirmaba- cunde fácilmente en España, como un incendio en un almacén de petróleo, entre la gente aficionada a lecturas arriesgadas»2.

Advierte asimismo Alas en este prólogo (desarrollando, como es bien sabido, una estrategia encaminada a cuestionar las falsas interpretaciones del naturalismo) que la crítica más superficial había supuesto que lo feo, lo repulsivo, lo malsano y escatológico eran signos específicos de ese movimiento literario, caracterización, por cierto, que Émile Zola siempre puso en duda en sus papeles teóricos con mayor o menor eficacia. Tal opinión había efectivamente cundido con gran fuerza entre críticos, lectores e incluso algún novelista -así Juan Valera o Pedro A. de Alarcón-. Rafael Altamira en El realismo y la literatura contemporánea -el juvenil ensayo que constituye el eje de nuestra conferencia- recoge, por ejemplo, unas palabras del periodista Miguel Moya alusivas a que «en punto a naturalismo sólo habíamos dicho hasta ahora los unos que no podían leer a Zola sin náuseas, los otros que [...] les causaba delicia su lectura»3. Pero Clarín -atento lector de los artículos del maestro de Médan- desmiente sin rodeos tal aserto recalcando en su prólogo a Pardo Bazán que

El naturalismo no es [...] la constante repetición de descripciones que tienen por objeto representar ante la fantasía imágenes de cosas feas, viles y miserables. Puede todo lo que hay en el mundo entrar en el trabajo literario, pero no entra nada por el mérito de la fealdad, sino por el valor real de su existencia4.



Declaración ésta que remite derechamente a diversos trabajos teóricos escritos por Zola a finales de la década de 1870 y reunidos poco después en Le roman expérimental (1880) y Documents littéraires (1881). En ellos tratará de desmontar el autor francés la ecuación naturalismo igual a feísmo, declarando con gran contundencia en el primer libro que «Nous [los naturalistas] ne cherchons pas ce qui est répugnant, nous le trouvons; et si nous voulons le cacher, il faut mentir, ou tout au moins rester incomplets»5. Al paso que en Documents littéraires sostendrá que no puede sin más suplantarse la verdad por la «audacia», tal como algunos realistas hacen con excesiva temeridad, dado que

Dans le mouvement naturaliste qui s'opère, on prend trop souvent l'audace pour la vérité. Une note croue n'est pos quand même une note vraie. Il faut au contraire un grand talent pour garder de la mesure et de l'harmonie, lorsqu'on descend à la peinture des classes d'en bas. Ainsi, M. Richepin, qui se pose en réaliste, me paraît être romantique plus encore. Ses gueux sont des gueux de Callot, et non des gueux contemporains, tels qu'on en rencontre dans les coins noirs de Paris. Cela vient de ce qu'il a forcé les ombres et les lumières de ses figures, de ce qu'il ne s'est pos asservi à une analyse patiente de ses modèles.6



Las palabras antes citadas de Miguel Moya dibujaban con singular nitidez, gracias a su esquematismo, los dos contendientes de esa polémica -en caso de introducirnos ya en el meollo cultural de la Restauración-: por una parte, el bando idealista (piénsese en los ya mencionados Alarcón, Valera, o los críticos Luis Alfonso y Miquel y Badía e incluso el político Cánovas) y, por otra, las huestes mas menguadas, sin la menor duda, compuestas por los defensores del zolaísmo, eso es, Clarín, E. Pardo Bazán, José Yxart, Juan Sardá, Ramón D. Perés o, ciertamente, nuestro Rafael Altamira. Defensores, apologistas o apóstoles -como solía decirse también por aquellas fechas-, si bien con importantísimos matices, e incluso reparos, que los apartan de la línea más estricta, más codificada, del realismo fisiológico o positivista. Yxart sería a ese respecto el crítico español más ortodoxo según el canon zolesco mientras que en Alas la tensión entre el idealismo de prosapia germánica -J. P. Richter, Hegel, Krause, Schopenhauer- y el naturalismo materialista lo enriquecerá por unas lindes líricas, introspectivas, en suma románticas (en su sentido más simbolista y menos decorativista) que lo encaminan ya hacia el modernismo del cambio de siglo7.




ArribaAbajo«Lo feo» y su codificación estética

Probablemente esa fijación por urdir una sinonimia entre el naturalismo y el feísmo -hasta convertirlo en algo parecido a lo que la crítica norteamericana llama hoy el Dirty Realism- esté nutrida por el largo debate durante el siglo XIX sobre el emplazamiento en las bellas artes de lo grotesco, lo repulsivo, lo crudo tras su repudio por la estética neoclásica: lo «monstruoso», o inarmónico, pongo por caso, asomaba en el prólogo que Moratín hijo puso al frente de su traducción del Hamlet, con fecha de 17988. Una discusión que, casi resulta ocioso recordarlo, surge al hilo de diversas experiencias románticas e impregnará tanto el idealismo de cuño hegeliano-krausista como ese otro idealismo adscrito a una mentalidad conservadora-eclesial, fuertemente asentada en los valores propios de las clases medias urbanas. Y discusión que se propaga por todo la Europa occidental, calando muy hondo en las élites hispánicas. Como es bien conocido será en el prólogo a Cromwell (1827) cuando Victor Hugo oficialice el valor estético del feísmo -indicio, subraya el autor, de modernidad o romanticismo, en términos que él hace equivalentes- proponiendo una comunicación sin trabas entre la vida y el arte, dado que «todo lo que está en la Naturaleza está asimismo en el arte», con lo que el reino de los «seres intermedios», «horribles» o «deformes» no podría por consiguiente ser excluido de la literatura a favor de una coherencia abstracta por entero artificial9.

Los discípulos de Hegel, a mediados ya del siglo XIX, reflexionarán también sobre la entidad artística de 'lo feo', sus modulaciones o categorías, su difícil ensambladura en un arte que orbita obsesivamente en torno al concepto tradicional de belleza y todo ello encaminado a rellenar algunas lagunas existentes en la Estética hegeliana. Tema, por cierto, al que Menéndez Pelayo, y en plena discusión naturalista, le dedicaría algunas jugosas páginas en su Historia de las ideas estéticas en España. Tal ocurre, sobre todo, con el profesor de la Universidad de Köenisberg Johann Karl Rosenkranz, autor de una celebrada Estética de lo feo (1853) -monografía que mencionará asimismo Altamira en su Realismo y la literatura contemporánea-, la cual matiza, o rebate, los planteamientos de Hugo vertidos en su Cromwell y hace hincapié en que lo feo no es negación pasiva de la belleza, sino que entra en combate dialéctico con ésta y tiene, pues, su propia significación que el artista ha de descubrir prescindiendo, o depurando, «de todo lo accidental» que lo envuelve. Para esbozar, por último, una ambiciosa tipología que parece anticipar, o suscribir, las principales líneas de desarrollo de las bellas artes a lo largo de estos dos últimos siglos. Así, la deformidad y la desfiguración, subdividiéndose la primera en amorfia, asimetría y desarmonía, al paso que la desfiguración abrazaría lo repugnante y lo caricaturesco. Finalmente como formas culminantes de lo feo apunta Rosenkranz lo criminal, lo espectral y lo satánico, categorías que pueblan el llamado con gran brillantez por él «infierno estético»10.

Esas discusiones sobre la legitimidad estética de lo sórdido y lo deforme conforman a su vez un reguero de ideación intermitente que cruza por sucesivos textos krausistas: ideación que repudia por entero tal legitimidad (piénsese sobre todo en Francisco Giner) y que sólo, a la altura de 1879, Manuel de la Revilla aceptaría no sin matices en «El naturalismo en el arte» -ensayo con cierta presencia también en Altamira-: pero Revilla es ya un krauso-positivista si nos atenemos a la afortunada calificación de Adolfo Posada11. La resistencia del krausismo en sus primeras, y más puras, etapas por asumir la entonces revolucionaria aportación del feísmo anida, sin la menor duda, en el hermanamiento establecido entre lo bello y lo bueno o, dicho de otra manera, en la conjunción entre el arte y la vida hasta culminar en el maridaje de la perfección estética con la pureza ética: ecos de ese inicial armonismo alcanzarán gran vigor en Giner, transparentándose más tarde en U. González Serrano y, ciertamente, en Clarín, con las apasionantes peculiaridades que ello ocasionaría -reiterémoslo- en su escritura realista. Había formulado a ese respecto Krause en su Estética que «Lo Bello es también bueno, esto es, como algo esencial que debe realizarse en la vida y, en consecuencia, del destino humano»12. Y otro tanto dirá Giner casi treinta y cinco años más tarde, en 1871:

La vida toda nos aparece como una obra artística, desde que la concebimos y realizamos, no en el informe y confuso laberinto de contrarios accidentes entre los cuales, desorientado el hombre, pierde [...] el dominio de sí propio.13



Precisamente en dicho laberinto florece lo malsano, lo caótico, y ese será el tema medular del zolaísmo encaminado, sobre todo, a narrar las mutilaciones que tal entorno laberíntico crea en el alma y en el cuerpo del hombre: introduciéndose en las entrañas de ese entorno pues -como bien ha recordado Philippe Hamon- el escritor realista parece siempre atrapado por el mito de Asmodeo: levanta techos, espía, desnuda, descifra, taladra14... Una realidad oscura, caótica, que parecen rehuir tanto Giner como otros intelectuales situados en coordenadas ideológicas bien distintas -pensemos en un Juan Valera, prototipo de «idealista clásico», según lo califica Menéndez Pelayo15. Y realidad repleta que perturbaciones que trocean el orden armónico indispensable, cree Giner, por construir la vida como obra de arte y el arte nutrido por ese existir mesurado. En efecto, el término «perturbación» o, a su vez, voces como «anomalía», «accidente», «desarmonía» representan para don Francisco el peligro siempre latente de lo feo o lo deforme y, como tal peligro, debiera ser excluido de toda obra artística. Así lo propone en sus «Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna» -ensayo con cierta presencia también en Altamira-, donde declara con prosa en ocasiones un tanto prolija que «deber» de la literatura es

mostrar la realidad exterior, extirpando los accidentes perturbadores que contiene para nuestra contemplación [...]. Ofrécenos a veces la vida momentos tan bellos que ante su plenitud aparecen casi nulos nuestros medios de expresión, siempre [...] vencidos tan pronto como [...] pretendemos en vano luchar con la naturaleza y aplicar aquellos medios a su imitación pobre y descolorida. Pero esta inferioridad [...] desaparece desde el punto que consideramos la multitud de desarmonías que empañan, a nuestros ojos, su hermosura y aspiramos a reconstruir sus formas, abreviadas y purificadas por la [...] imaginación creadora. Así el arte hace asequible a todos el goce de las infinitas bellezas que pasan, veladas por el accidente y desatendidas para la contemplación vulgar. Por otra parte, si la belleza fuese puramente el título de las cosas para convertirse en asunto estético, lo feo, lo repugnante, lo deforme podría ser representado artísticamente, esto es, representado como bello, lo cual es contradictorio.16



Manuel de la Revilla ofrecería, al contrario, una visión considerablemente más rica en contraluces sobre el papel que lo repulsivo, o lo inquietante, puede jugar en la literatura, y ello en los umbrales ya de la década de 1880: y visión que se asienta en un perceptible formalismo poco común entonces entre nosotros. En el ya mencionado ensayo «El naturalismo en el arte» -bien conocido por Altamira; vuelvo a insistir- aceptará la legitimidad de lo feo en el arte, no alejándose en rigor de las formulaciones de Giner pero, a mi juicio, hilando mucho más fino. Para él la «fantasía» ejerce un proceso de idealización artística de los modelos extraídos de la realidad: tal proceso, que se va objetivando poco a poco en forma de obra literaria, supera con creces el simple remedo de la naturaleza. El trabajo del escritor, la «ejecución» de formas es -subraya- elemento que no puede desdeñarse, con lo que nuestro crítico pone mayor énfasis en la poiesis que en la mimesis o, mejor dicho, profundizando en ésta, sitúa en primer plano los ingredientes más sustanciales en la reconstrucción de la realidad por parte del artista literario, nada pasivo ni ante el modelo ni, por supuesto, en su ejecución creadora. Y será cabalmente dicho proceso, quehacer o ejecución lo que transfigura 'lo deforme', hasta conseguir que éste nos emocione, nos atrape y no sintamos, ya, el asco que experimentaríamos en la vida cotidiana. En suma -reitera Revilla con insólito rigor-, esa emoción transfigurada de la fealdad es posible porque la belleza no reside en el modelo, o «lo representado», sino «en la manera de representarlo»17.

Poco después de estas reflexiones firmadas por Revilla -en pleno debate, ya, sobre el naturalismo-, diversos críticos de adscripción ahora conservadora terciarán también sobre 'lo feo' y su emplazamiento en las artes plásticas o literarias: y ello supeditándose siempre a los valores de las clases medias urbanas, valores todos ellos de larga tradición eclesial cristalizados en los conceptos de verum, bonum y pulchrum18. Los más perspicaces arremeten contra lo que entienden como groserías o destemplanzas de la fórmula zolaesca pero guardándose mucho en postular un idealismo sin fisuras y trazando, al contrario, un recetario realista con el que las rugosidades más ásperas de la vida pudieran quedar limadas por el buen gusto, el decoro, la salud moral o, acaso el humor (un humor bienintencionado, irónico, a lo sumo un tanto sarcástico, mas por lo general «optimista», como diría Max Aub, e inspirado por el clásico realismo español: es, por cierto, muy llamativa esa nostalgia por las fórmulas apicaradas que todos estos críticos suelen exhibir en sus escritos19).

Este realismo 'sano' e 'inocente' cuaja a su vez en un notabilísimo paradigma pictórico, muy del gusto de estos ideólogos conservadores: Bartolomé Esteban Murillo. Así ocurre con J. M. Asensio quien, en 1881, declara que «ninguno [como el pintor de Sevilla] ha trasladado al lienzo figuras más ideales con mayor realidad, con verdad más hermosa: ninguno ha producido de tan armónica manera la belleza moral junto con la belleza plástica», ráfaga léxica que patentiza el antes sugerido argumento escolástico de que la idealización constituye la luminosidad embellecedora de la verdad20. Otro tanto sostendrá en 1886 Luis Alfonso, al calor una vez más de la disputa sobre el zolaísmo: «Murillo une en estrecho [...] consorcio la Idealidad y el Realismo, los cuales pugnan hoy por divorciarse, visto que les han obligado a aborrecerse»21. Un año después J. M. de Pereda sintetizaría muy bien ese cruce casi oximorónico entre lo ideal y lo real, a propósito ahora de La papallona: comenta así en carta a Albert Savine que en dicha novela «sabe fundir [Oller] con maravilloso arte lo más real que comporta el idealismo y la mayor porción de idealidad que se concibe en la realidad»22. Y es por cierto una obra del mismo Pereda, Pedro Sánchez, la que concitará en Francisco Miquel y Badía un elogio basado nuevamente en los valores morales de la burguesía:

Pedro Sánchez es una novela naturalista que recomendamos a nuestros lectores. No por ser naturalista una novela se ha de deducir que falte a todas las prescripciones de la moral, del decoro y del buen gusto.23



Pero en dicha reseña aporta también Miquel y Badía su veredicto en el debate sobre el naturalismo, por la esquina ahora del feísmo. Esgrimiendo una vez más un símil pictórico dará a conocer su disconformidad en «condenar a destrucción perpetua el pasmoso cuadro de Valdés Leal [El triunfo de la muerte], que está en el Hospital de la Caridad en Sevilla, lienzo [...] en el cual aquel artista [...] se entretuvo en pintar con tremenda verdad los cadáveres descompuestos, pasto de gusanos, del obispo y del caballero [...]. No rechazamos, por lo mismo, que cuando fuere indispensable se pinte y se describa lo asqueroso y lo repugnante y mucho menos pretendemos que cuando haya de aparecer en escena un pordiosero o un ser embrutecido se le vista con paños de comedia»24. (Es muy significativo que el adyacente tremendo aparezca también en alguna página antinaturalista de Valera, mucho más hostil con el zolaísmo y aludiendo en particular a diversos aspectos de la nueva estética del asco: medio siglo después manejará ya el vocablo 'tremendismo' a propósito del Pascual Duarte...)25.




ArribaAbajoRafael Altamira y el cuestionamiento del idealismo

Todas estas formulaciones reaparecerán en los artículos de Rafael Altamira que componen «El realismo y la literatura contemporánea», publicados en La Ilustración Ibérica, entre abril de 1886 y octubre del mismo año. Más aún: el entonces jovencísimo historiador alicantino -contaba veinte años de edad- hace referencia a alguno de los trabajos antes mencionados, especialmente los ensayos de Giner y Revilla. Diversos críticos han puesto de relieve la enorme importancia de este trabajo de Altamira, entre ellos Sergio Beser y J. C. Mainer, mientras otros -Y. Lissorgues o J. M. González Herrán- han manejado para sus investigaciones abundantes datos e ideas contenidos en él26. Podríamos definirlo como un estudio muy de una mentalidad liberal de finales del XIX, y en cuyas páginas, además de las numerosísimas citas reflejadoras del debate hispánico sobre el naturalismo -artículos, opúsculos, monografías, etc.- bulle también una táctica encaminada a precisar las bases doctrinarias que pudieran esclarecer un debate, dice Altamira, repleto de banal retoricismo, penosas imprecisiones y conceptos distorsionados en exceso27.

Tal estrategia de carácter didáctico se inspira abiertamente en el prólogo de L. Alas a La cuestión palpitante donde las sucesivas negaciones de lo que no es el naturalismo tienen a posta mucha mayor contundencia que las afirmaciones, tal como ya apunté arriba. Pero el ejemplo clariniano es bien visible además en el afán del joven crítico por polemizar mediante una pluma venenosa que, en ocasiones, llega también a zaherir al adversario: la huella tan inconfundible del palique, una modalidad crítica, incluso moral, que siempre admiraría el historiador alicantino28. Cierto es que, en alguna página, esa extrema juventud de Altamira se manifiesta en ciertos altibajos estilísticos o cavilaciones a medio cuajar: así lo dejará entrever siete años más tarde en Mi primera campaña (con título por cierto tan clariniano) donde confiesa que

mis ideas han sufrido variación bastante para que no me sea posible reimprimir aquel trabajo sin grandes rectificaciones; antes bien, habría de hacerlo nuevo, cosa que no me halaga por el pronto [...].29



Como es bien sabido el joven Altamira se debatía en la década de los ochenta entre la idealidad krausista y un cientifismo de cepa positivista: la convivencia intelectual con Giner es muy valorada por nuestro autor en la Breve autobiografía que dio a conocer en 1968 Vicente Ramos e, igualmente, no debiéramos olvidar una carta a José Enrique Rodó -con fecha 8 de junio de 1900- donde hace patente también su veneración por don Francisco30. Por otro lado, la rigurosidad científica se esparce por todas las páginas de El realismo y la literatura contemporánea con una constante apelación a los trabajos teóricos de Zola (a quien admiraba profundamente, según confiesa)31 y un enfoque del métier crítico en todo momento meticuloso, que irá más tarde acentuándose conforme el autor vaya madurando: en 1893 se referirá Clarín a Altamira, y a propósito de Mi primera campaña, como «uno de nuestros críticos científicos», críticos «preparados con lecturas serias», si bien pondere una vez más las hondas raíces krausistas, especialmente ginerinas, del joven autor32.

A ese respecto la presente colección de artículos se encamina hacia el positivismo, vale reiterarlo, en detrimento del espíritu krausista, espíritu -sugiere con gran cautela Altamira- que acaso haya podido perturbar el debate español sobre Émile Zola y el movimiento o tendencia, que no escuela, naturalista33. Podríamos hablar, pues, en el presente ensayo de una cierta tensión entre los planteamientos krausistas (¿ginerinos?) y las propuestas fisiológicas de Zola, aunque tal tensión sea más bien subterránea y sin cuajar en nombres o etiquetas... Nuestro crítico cuestiona por ejemplo el empeño del idealismo por modificar los «estados reales» de los seres humanos, «porque son imperfectos» orientándose pues a «depurar la realidad», con lo que la individuación orgánica desaparece en detrimento de simbolizaciones en exceso genéricas: tal sería «el Canon del más puro Idealismo»34. Por el contrario, especifica Altamira, frente a esa mirada un tanto fantasmal, o neblinosa, de la realidad se impone un ejercicio mimético en el novelista que haga suyo (convierta en materia literaria) el mundo, la vida, la sociedad. Acción vorazmente duplicadora que, en el plano estilístico, se revela en este ensayo con una isotopía de voces visuales como imagen, copia, reflejo, pintura, dibujo o agrupaciones léxicas del fuste de: «Zola no pinta toda la sociedad», «en esa pintura realista», «pintar lo que es», «exacto color de la realidad», «[el realismo] pinta costumbres y caracteres», «reproducir toda la naturaleza», «exacta expresión de lo que es», «pintar lugares hediondos», etc.35

Hoy, qué duda cabe, el realismo entendido como praxis mimética -según postulara Altamira- resulta una categoría estética más que discutible o, acaso, engañosa: la «ilusión referencial», según el clásico rótulo de Michael Riffaterre... El discurso narrativo con voluntad referencial no alcanza a ser para nuestro crítico un «simulacro de realidad» (dicho sea ahora con la expresión de George J. Becker)36, con lo que no atiende a las ricas ambivalencias existentes entre la verdad y la verosimilitud, ni se decanta, acto seguido, a favor de ésta y de su singular fuerza sugeridora, tal como ya entonces avistaran un L. Alas o un Juan Sardá (sin desdeñar, por supuesto, el agudísimo anticipo de Manuel de la Revilla, según hemos podido atisbar antes37). Ahora bien, ese enfoque verista le permite al autor alicantino abrir una apasionante reflexión sobre lo sórdido, lo crudo y su emplazamiento en la literatura realista al tiempo, una vez más, que la refutación de los paralelos en exceso mecánicos urdidos por cierta crítica entre el feísmo y el naturalismo. Así, frente a lo dicho por Cánovas en 1883 -sosteniendo a ultranza tales paralelos- sostendrá que

El realismo no se limita a lo deforme, ni a lo enfermo, ni permanece constantemente en los abismos del vicio (como verbigracia el romántico Sue). Pinta costumbres y caracteres, ¿qué de extraño si en esa pintura hay toques negros, cuando tanto malo existe en la sociedad y en el hombre? ¡Ah! Todavía no saben muchos donde está la llaga, y qué es lo que debe horrorizamos [...]. El señor Cánovas no ha leído sin duda el parrafito de Edmundo de Goncourt en su novela Los hermanos Zemganno donde dice que no está el realismo en la pintura de lo bajo y lo asqueroso... y creo que Goncourt no es autoridad que hay que echar en saco roto.38






ArribaAbajoLos límites de la estética del asco

Y en otra entrega de su estudio recalca Altamira (inspirándose sobre todo en Zola, Alas y U. González Serrano) que la querencia realista por literaturizar estados morbosos, repulsivos, no encierra el simple afán de épater le bourgeois sino, bien al contrario, un criticismo siempre alerta, rico en afanes moralizadores -en el sentido más estrictamente civil de ese término-. En efecto, el empeño naturalista por analizar el carácter humano inserto en unas muy particulares «circunstancias» físicas o sociales aviva en el escritor una «cierta predilección por los casos [...] raros y enfermos», estudiando por ello con gran avidez «todo lo defectuoso, lo malo, lo imperfecto», y ello tanto en un orden fisiológico como moral, político o social. Mas, añade nuestro autor,

No se crea que esto es indicio de inmoralidad, sino imposición del mismo espíritu crítico, de demolición, que cree [...] que conviene sacar a la superficie todo lo negativo de la vida, como stimulus para buscar y procurar lo bueno que falta, la renovación perfeccionada, la constante lucha por el Progreso en todos los órdenes.



De ahí -prosigue Altamira- que «ese pesimismo que no contentos con asignárselo a Zola, lo señalan algunos como nota dominante de la escuela [naturalista]. No hay que negar que la impresión que dejan las novelas de Zola, consideradas en conjunto, es algo pesimista [...], aunque en esto tenga gran influjo el estado de ánimo del lector, que lleva en sí el pesimismo, según dice Clarín». Ahora bien, reconoce el crítico alicantino, una «sensación dolorosa», sombría, «producida por la vista de tanta miseria humana» es «lo que queda, luego de leer a Zola». Para acto seguido matizar (en el pasaje más brillante de esta página) que tal pesimismo no es doctrinariamente rígido, totalizador, sino encaminado ante todo a sacudir la conciencia de los lectores: sería así un pesimismo activo -puntualiza-, acogiéndose ahora a uno de los planteamientos más perspicaces de U. González Serrano, observador nada benévolo del naturalismo pero, a la par, lo suficientemente sagaz por descubrir sus vetas ideológicas más válidas.

En efecto, concluye ya Altamira, ese nuevo realismo de carácter zolaesco puede, qué duda cabe, acentuar al máximo la crudeza de detalles, mostrando abiertamente la llaga al enfermo para, así, curarse -según la máxima de Claude Bernard que el maestro de Médan hace suya-. No se trataría, por consiguiente, de simple pornografismo, o afán escatológico sin más, sino fruto del campo de acción acotado por los autores modernos, cuyo espíritu crítico está siempre alerta y aspira a «moralizar», o incluso «curar» por medio de la plena conciencia de los lectores, eso es, los ciudadanos emplazados cara a cara los desajustes de la sociedad, si la interposición de velos suavizadores (los ya mencionados decoro y buen gusto): así, la verdad, por desalentadora que sea, provocaría ya un primer atisbo de curación39.

Pero había sido, en rigor, en una previa entrega de este ensayo -fechada el 2 de octubre del 86- cuando Altamira acote con gran detalle su visión de lo sórdido o escatológico en la narrativa naturalista. Ello, una vez más, con abierto afán polémico y, a la vez, esbozando prudentemente los límites que esa estética del asco debiera suscribir en el doble plano de la escritura y de la recepción del texto por parte de los lectores. Advierte, así, haciéndose eco de una principalísima creencia idealista (Giner, Valera, Luis Alfonso), que «muchos críticos del naturalismo» aducen el «contrasentido» que encierra «usar lo feo» en las bellas artes: ¿cómo se podría, pues -agrega-, subsanar la aparente incongruencia de insertar la fealdad en la belleza, cuando tal belleza «envuelve el concepto de perfección»40?

Altamira contesta a esta pregunta rehuyendo cualquier postura abstracta -hacia la que se inclina espontáneamente la mentalidad idealista- para resaltar, al contrario, que en «el mundo» no existe ni la «belleza absoluta» ni la fealdad completa: el «concepto de perfección» es, por tanto, una categoría ilusoria, dado que toda realidad contiene forzosamente «un rincón de fealdad»: mutilaciones, desarmonías, lacras... Y asimismo, añade, «no hay objetos por entero feos, sino feos en un aspecto, por lo general aquél con que se ofrece a la vida». Por ello, el artista debiera estudiar ese «algo real» que constituye la fealdad perceptible siempre «en la vida en que nos movemos», compenetrándose «de su modo» para, acto seguido, «expresarlo, decirlo en frases, consiguiendo así el triunfo artístico de la expresión exacta»41.

Parece, pues, rebrotar aquí la tesis de Victor Hugo sobre la incontenible vecindad entre el arte y la vida: tesis que retomarían los naturalistas a través de un cedazo ahora cientificista, como bien recuerda Altamira (¿no confesó Zola que los naturalistas eran, en sus propias palabras, «enfants plus o moins révoltés du romantisme»42?). Ahora bien, concluye nuestro crítico -y llegamos al punto más alto de su reflexión- la literatura es ante todo un ejercicio compartido entre el escritor y su público. Si el nuevo realismo aspira a reeducar la sociedad -como insiste el autor de Germinal- esas descripciones de los intersticios más oscuros, más perturbadores de la existencia no pueden ser abolidas por la censura, o situadas en «departamentos privados», pero sí que el novelista debiera trabajar con cierta cautela la presentación en sus relatos de una tal temática: prudencia es, al respecto, voz que Altamira reitera en esta página y sería utilísimo, creo yo, comprobar cómo dicha cautela orienta siempre su propia narrativa, por ejemplo los Cuentos de Levante (María de los Ángeles Ayala ha hecho referencia al énfasis del autor por una «enseñanza deleitosa» y probablemente reaparezca aquí una de las lecciones más nobles del krausismo43). Como señala, en fin, el crítico alicantino,

si se quiere que la masa de los lectores crezca constantemente, formando la mayoría ilustrada, es preciso comenzar por tener mucha prudencia, por desechar modas y pruritos, por salir de una vez de ese círculo fatal compuesto por adulterios y concubinatos, desplegando cada autor, en su esfera de acción, el libre vuelo de sus facultades. Una Nana es obra que se acepta luego de escrita, pero cuya creación no se debe aconsejar. Y lo mismo en este orden de inmoralidad que en todos, la más exquisita prudencia debe guiar al autor, puesto que escribe para el público todo.44






ArribaLa verdad lo purifica todo

Margaret Atwood ha dicho recientemente que «La literatura es siempre una elaboración que cocina los materiales crudos que le ofrece la realidad»45. A los hispanistas aquí reunidos, barbados y maduros ya, nos resultan muy familiares estas palabras de la novelista canadiense, casi con seguridad ignorando que alguien -un narrador del siglo XIX llamado Galdós- reflexionó ya en las últimas páginas de Fortunata y Jacinta sobre la conveniencia, o no, de que la «vulgaridad de la vida pudiese convertirse en materia estética». Para concluir, en son de paz, que «la fruta cruda bien madura es cosa muy buena, y que también lo son las compotas, si el repostero sabe lo que trae entre manos»46.

Pues bien, no permaneció insensible Altamira ante esta cuestión, núcleo nada desdeñable en la polémica sobre el naturalismo -visto justamente por algunos como la cocina sórdida de la literatura-: su dictamen, según hemos visto, podría situarse en unas coordenadas alejadas tanto de la abstracción idealista (el arte que suaviza el «tumulto» de la vida, al decir de Valera)47 como de un culto excesivo en favor del feísmo, según se atribuía a Zola por mucho que éste lo negara, aun cuando bien cierto es que lo repulsivo asoma con gran frecuencia en sus novelas48... Y dictamen que puede resumirse así: la realidad impone siempre sus lecciones y el escritor debiera, por supuesto, transfigurarlas prudentemente en materia artística mas no rehuyendo el malestar que ello pueda provocar en los lectores pues «la verité, comme le feu, purifie tout». Tal lema -acuñado por el autor de Nana49- constituye uno de los avisos al nuevo combate literario que un jovencísimo Rafael Altamira asume a comienzos de 1886: en puridad, su primerísima campaña literaria, como él mismo evocaría seis años más tarde.





 
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