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Ramón Fernández siempre será Ramón Fernández


René Andioc





Aunque me atrevo a parodiar en este título, con dudoso acierto, el final de la brevísima Carta Marrueca XXV de Cadalso, las siguientes líneas no versan sobre la obra literaria de «Dalmiro», pero sí en cambio parten, como dicho texto dieciochesco, de un problema de tratamiento inadecuado para la persona a quien se da.

Años hace, mientras estaba preparando la edición del epistolario moratiniano, me llamó la atención, o mejor dicho, me sorprendió, una frase de don Leandro en la carta de 18 de octubre de 1817 dirigida a Juan Antonio Melón: «... el Romancero general está ya muy saqueado: Quintana escogió de él lo que le pareció mejor y lo imprimió en un tomo o dos [se refiere a los números XVI y XVIII] que forma parte de aquella colección de poetas que empezó don Ramón Fernández...». Se trata indudablemente de la Colección de poetas castellanos (que no tiene título...) publicada en la Imprenta Real a partir de 1786. A este colector, como es notorio, se le viene identificando con el escolapio secularizado Pedro Estala, amigo de Moratín y, desde finales de 1788 o principios de 1789, catedrático de Humanidades en el Seminario Conciliar de Salamanca, llegando incluso a afirmarse que Estala eligió ese seudónimo por ser el nombre de su barbero. En estas condiciones, pensaba yo entonces, resulta extraño «el que don Leandro no llame al colector por su nombre, sino que parezca por el contrario tener a don Ramón Fernández por un personaje real», entiéndase: distinto de Estala. El caso es que así fue; Ramón Fernández y Pedro Estala fueron dos personas distintas, cuyas actividades editoriales conocemos mejor gracias a un litigio que los enfrentó a finales de la década de los ochenta, y sobre la cual se conserva una interesante documentación en el Archivo Histórico Nacional1. En su tesis doctoral sobre Quintana parece que ya lo intuyó A. Dérozier, pues escribe que su biografiado participó entre 1795 y 1797 en la citada Colección «de Pedro Estala et Ramón Fernández», aunque sin justificar su formulación, la cual se modificó, por considerarse equivocada, en la traducción castellana de su libro; en cambio, a pesar de tener ya noticia F. Aguilar Piñal del referido litigio, según apunta en su magnífica Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, sigue al parecer convencido de que «Ramón Fernández» fue seudónimo de Estala.

El punto de partida del asunto fue el mes de julio de 1780, fecha en que un tal Joseph (a veces llamado Isidro) Fernández de Castro, vecino de Madrid, consiguió licencia para imprimir su traducción de un libro en dos tomos de Louis Dutens, francés pasado a Inglaterra, intitulado Recherches sur l'origine des découvertes attribuées aux modernes, où l'on démontre que nos plus célèbres philosophes ont puisé la plupart de leurs connaissances dans les ouvrages des anciens... (1766); la voluntad de aprovechar también una edición aumentada de la obra original, difícil de encontrar en España, y la extraña obstinación de Castro en querer conservar su propio título contra el parecer de los censores (Restitución a los Antiguos de los descubrimientos atribuidos a los Filósofos modernos...)2 hicieron diferir la impresión, y, al parecer, fracasar finalmente el proyecto a pesar de una nueva aprobación oficial: a partir del 3 de octubre de 1785 desaparece la huella del referido don Joseph, y tal vez deba buscarse la explicación del fenómeno en su letra patológicamente temblorosa. Como quiera que sea, antes de finalizar el mismo mes, concretamente el día 21, aparece nuestro Ramón Fernández firmando con el procurador González Espinosa una solicitud para imprimir a su vez el primer tomo de «la obra intitulada Reflexiones sobre el origen de los descubrimientos de los Modernos, compuesta en inglés por M. Dutens»; sigue idéntica gestión para el tomo segundo, con firmas del solicitante y del procurador Domingo Gómez Serrano. La presencia en un mismo expediente de las peticiones del tal vez difunto Joseph Fernández de Castro y de Ramón Fernández (cuyo título se amolda, adviértase, a lo sugerido por los censores a su antecesor), y el orden de sucesión inmediata de sus respectivos papeles en dicho expediente dejan suponer que se trataba en el segundo caso de la misma traducción que en el primero, y quizá incluso que había un vínculo de parentesco entre los dos solicitantes. A los pocos días de conseguida la censura favorable, el Consejo autorizó la publicación (3 de febrero de 1786).

Cerca de dos años, empero, habían de transcurrir sin que don Ramón pudiese pasar a la fase siguiente de su proyecto; a mediados de diciembre de 1787 estalla en efecto el «affaire» Estala: Fernández presenta una demanda contra éste al Consejo, diciendo que no ha podido imprimir la obra «a causa de que confidencialmte [esto es:en confianza] se la pidió para verla el Pe Pedro Estala, del Colegio de Esculapios de Labapiés; y haviendo pasado a la Imprenta de Benito Cano dhamipte [= dicha mi parte] y visto estarla imprimiendo, como consta del pliego que presenta, le preguntó qe con qué orden lo egecutaba, y expresó que con la del ref[eri]do P[adr]e, quien le ofreció entregar la Lizencia»3. La reacción del Consejo fue rápida y, en ejecución de lo mandado por él el 14 de diciembre, Benito Cano, «Impresor de esta Corte, calle de Jesús y María, barrio de la Merced», de edad de treinta y siete años, declaró efectivamente el 16 ante el alcalde de Casa y Corte Joseph Miguel de Flores, también secretario de la Academia de la Historia, que a principios de aquel mes le había entregado Estala los dos tomos de las Reflexiones con las hojas debidamente rubricadas por la autoridad censoria agregando que se había olvidado la licencia en casa y que un «hombre de caudal conocido en la Corte» y oficial de la Secretaría de la Real Junta de Comercio y Moneda, don Eugenio de la Rúa, estaba dispuesto a costear una edición de mil quinientos ejemplares. Fiándose de la palabra de un sacerdote y de las firmas, procedió Cano a imprimir, y «se hallava en la signatura C» cuando se presentó en su oficina Ramón Fernández, «a quien no conocía, a fin de tratar de que le imprimiese una obra con el título de Principios de Zirugía»4; durante esta entrevista acertó a llegar un dependiente que traía un pliego de pruebas de las Reflexiones para enseñárselas al impresor «para su última corrección», lo cual, «advertido por el don Ramón, conoció ser su obra» y se lo manifestó a Benito Cano. Éste, por consejo del «mecenas» Rúa, resolvió entonces suspender la impresión, negándose también a entregarle a Estala lo ya impreso, «no obstante que en aquella propia noche se lo mandó a pedir», y recogiendo el original, «en cuia portada se dice llamarse el traductor don Thadeo Perals, que es un anagrama puro de Pedro Estala, nombre de dicho sacerdote».

Mandó el Consejo al alcalde Flores que interrogase «extrajudicialmente» al sospechoso, pero muchos quehaceres debía de tener el magistrado ya que al cabo de más de un año, y a pesar de los «repetidos recursos» del demandante, aún no había comparecido el autor de la «impresión subripticia» (sic), el cual por otra parte se hallaba ausente de Madrid. Por fin, el 30 de marzo de 1789 se le tomó la declaración, la cual no llegó a convencer totalmente a Flores. Estala afirma que él es el verdadero traductor de las Reflexiones, que el libro está escrito de su puño y letra «sin que haia alguno qe pueda imitar con tanto primor los caracteres griegos de las notas», añadiéndose a ello que las «muchas y considerables correcciones y variaciones [con relación al texto francés] no pueden ser hechas sino pr el que haia tenido presente el original Inglés, de que no hay en Madrid más exemplar qe el qe posehe» (el libro era en realidad propiedad de su amigo Carlos Gimbernat), y agregaba curiosamente que el que estuviese «en poder de Fern[ánde]z la licencia pª la Impresión» se debía a que «no teniendo de quién valerse pª solicitarla, acudió a Dn Juan Pablo Forner, quien la presentó a Fernández, al qe [Estala] no conocía, pª qe practicase las dilig[enci]as correspond[ien]tes, y que en v[i]r[tu]d de ellas, obtenida la expresada Licencia, no ha querido entregársela para persuadir con este docum[en]to ser el verdadero traductor y poder instruir el recurso». El propio Fernández, quizás después de tener noticia de la declaración de su contrario, manifestó por su parte, y dando más pormenores que en su anterior recurso, que le había pedido a Estala que le indicara un escribiente que le pusiese en limpio la obra para presentarla a censura5, y que el escolapio (o más bien, ex escolapio ya secularizado) se ofreció a hacerlo por sí mismo a cinco reales por cada pliego, más cuatrocientos por trasladar las notas griegas y latinas, habiéndose efectuado el pago «en barias partidas»; que la impresión no se hizo por no haber entonces en Madrid caracteres griegos, «como en caso necesario informarán el administrador y Regente de la Imprenta Real»; mientras se difería la fecha de la impresión, Estala, agregó, le pidió que le prestase el manuscrito «por acerle notable falta a causa de estar aciendo la traducción de una obra qe en muchas partes tenía una estrecha relación con la [otra]». Así pues, cuando menos, la participación de Estala en la obra no parece dudosa. Leamos a este respecto el testimonio autógrafo de Forner que; ocioso es decirlo, fue favorable al amigo Estala, pero que merece una transcripción íntegra por los datos interesantes que suministra:

Evacuando la cita que V.S. se ha servido comunicarme relativa al verdadero Traductor de la obra de Mr. Dutens sobre el Origen de los Descubrimientos atribuidos a los Modernos, debo decir: que haviendo yo tenido estrecha comunicación con Dn Pedro Estala (que entonces era Clérigo de las Escuelas Pías en el Colegio del Avapiés y actualmente es Catedrático de Humanidades en el Seminario Conciliar de Salamanca), le vi ocupado infinitas veces en hacer la traducción de la referida obra de Mr. Dutens, la qual emprendió por consejo mío; que esta Traducción la hizo primeramente sobre la obra francesa, que es la más común y conocida; pero sabiendo que la obra se escribió originalmente en Inglés, porque el Autor lo era, ajustó después dicho Dn Pedro Estala su traducción castellana al texto Inglés, que vi sobre su mesa innumerables veces, sobre lo qual podrá deponer Dn Carlos Gimbernat, hijo de Dn Antonio Gimbernat, Cirujano de la Reyna N.S., que fue (según oí por entonces) el que le prestó dicho exemplar Inglés de la referida obra; que constando ésta de innumerables citas Griegas, consultamos varias veces dicho Estala y yo sobre la inteligencia de algunas dellas, como también sobre el sentido de muchos lugares del texto que necesitan profundo conocimiento en las materias filosóficas para dar en su verdadera y genuina inteligencia; que concluida la traducción y examinada y cotejada por mí con los originales (para lo qual la tuve en mi poder todo el tiempo que quise), tratamos dicho Estala y yo de venderla a Dn Gabriel Gómez, Mercader de Libros que vive en la calle de Carretas junto al Correo; y para hacer los ajustes concurrieron dichos Estala y Gómez a mi casa, donde en presencia y con intervención de Dn Pasqual Arbuxech, mi compañero de quarto, se trató el negocio, y no se efectuó; que de resultas, y teniendo dicho Estala formada una especie de compañía con Dn Ramón Fernández, Vecino de esta Corte, para la reimpresión de nuestros buenos Poetas, supe se havía valido déste para efectuar la impresión de la expresada Traducción, por ser d[ic]ho Fernández el que agenciaba y costeaba las reimpresiones de los Poetas, en cuyos prólogos, correcciones, adiciones y variantes trabajaba Dn Pedro Estala, para lo qual le sumministró algunos Códices el Sor Dn Eugenio Llaguno, y yo le proporcioné también varios M.S. [= manuscritos] relativos a Bartolomé de Argensola y a Fernando de Herrera; que en quanto a los pactos y condiciones particulares que intervinieron entre Estala y Fernández, no puedo deponer cosa alguna, por quanto se hicieron sin intervención ni noticia mía; pero desto podrán tal vez dar alguna luz Dn Juan Antonio Melón, presbítero (que vive en la casa de Verdes Montenegro, plazuela del Carmen) y Dn Leandro Moratín, Secretario del Conde de Cabarrús (que vive en su compañía), los quales concurrían freqüentemente al quarto de Dn Pedro Estala, y se hallan bien informados de todo lo que pasó en este asunto. Que es todo lo que en conciencia puedo y debo declarar sobre este particular, y por constarme todo de ciencia y conocimiento cierto lo firmo y juro en Madrid, a 13 de Febrero de 1790.


Dn Juan Pablo Forner                


En primer lugar, pues, queda resuelto el problema del supuesto seudónimo tomado por Estala: la colección de don Ramón Fernández procede de una asociación entre el erudito Estala y el «financiador» Fernández, que aportaba los fondos como también lo hizo el ya citado Eugenio de la Rúa no sólo para las Reflexiones sino para distintas publicaciones. Sólo el precioso testimonio de Forner, por cierto bastante comedido, permite comprender que quien firmaba en este caso como editor era el que costeaba la edición, y no el que la preparaba; por ello se tienen que manejar con precaución a este respecto los documentos oficiales: los relativos al tomo IX, por ejemplo, el de las poesías de Góngora (no las «oscuras», sino las «menores» y «delicadas», según el censor López de Ayala), afirman, con aparente lógica, que quien las ha «arreglado y escogido» es Fernández...; pero por otra parte conviene tener también presente que no todos los volúmenes de dicha colección los compuso Estala: a Quintana se le deben, según Dérozier, el XIV (1795), el XVI (1796) y el XVIII (1797), de manera que, todo bien mirado, nuestros antepasados no anduvieron totalmente equivocados al aplicarle, como Moratín y otros, la denominación global y más cómoda de Colección de don Ramón Fernández.

Por lo que hace a las Reflexiones, creo que es lícito dudar que las hayan traducido íntegras tanto Estala como Fernández: al testimonio de Forner -aunque se abriguen algunas reservas acerca de su objetividad- se le deben añadir el anterior intento de Fernández de Castro, la ortografía caprichosa de don Ramón (si bien era entonces defecto común, no se llegaba a escribir, como hace él, «qe dándome» por «quedándome»...); pero se advertirá también que Forner contradice a veces a su amigo recordando que en aquellas fechas tenía éste formada con Fernández una asociación para publicar una futura Colección de poetas castellanos, es decir, que contra lo declarado por Estala, los dos contrincantes se conocían antes de 1786, y confesando además implícita pero claramente que no medió entre ellos para la consecución de la licencia de impresión («supe que se había valido déste...).

Por otra parte, no pienso que Pedro Estala fuese tan polifacético como para redactar también, o cuando menos, traducir, tratados de medicina, si bien más tarde, en 1802, quiso imprimir un compendio de la Historia natural de Buffon; Aguilar Piñal incluye en su Bibliografía... a un tal Ramón Fernández que fue profesor de cirugía y publicó, además de un Tratado de phtisis, cuyo original escribió un médico francés, unos Principios de Cirugía en general que indudablemente, según el prólogo y la dedicatoria a la Condesa Duquesa de Benavente, eran obra «original» suya («... compuestos por don Ramón Fernández»); este Fernández, pues, y el de Estala fueron una sola y misma persona: en el acta levantada por el escribano Manuel Candenas tras la declaración de Benito Cano ante el alcalde, en diciembre de 1787, consta que el litigio entre Estala y Fernández estalló el día en que éste, como hemos visto, se entrevistó con Cano para encargarle la impresión de un libro de idéntico título; la solicitud dirigida por Fernández al Consejo, no mencionada por Aguilar, se custodia en el Archivo Histórico Nacional (Consejos, 5553/102), y lleva la firma del «mecenas» de Estala.

De manera que no hubo más que un Ramón Fernández, y no tres, y éste fue a la vez autor del tratado de cirujía y editor de los poetas castellanos, de lo cual, naturalmente, repito que no se debe inferir que también fuese colector de las poesías que publicaba, pues si prestamos fe al propio Forner, él costeó las ediciones y Estala cuidó de la mayoría de los tomos de la colección; pero tampoco se sigue de ello que fuese Estala quien preparó la edición de todas las obras que se publicaron con nombre de Fernández, pues la firma de éste es la única que se pone al pie de las peticiones de licencia de impresión de varias obras que hasta ahora se vienen atribuyendo a Estala creo que debido a la equivocada identificación de éste con el anterior: El reo convicto delante de Dios (1795); El espíritu de la amistad de las buenas almas, su autor D. Ramón Fernández (1785); Poesías de Francisco de Figueroa (1785)6, publicadas con anterioridad a la Colección. Aquel mismo año quiso Forner reeditar la «paráfrasis» de las odas de Anacreonte por Quevedo, que no figuraría en la futura Colección. Por último, tal vez no se deba descartar la posibilidad de que la leyenda del barbero cuyo nombre dicen sirvió de seudónimo a Estala proceda de la profesión de Fernández, pues el barbero solía ser auxiliar del cirujano.

¿Cuál fue, pues, el desenlace de la contienda entre los dos confesados traductores de Louis Dutens? Quien resolvió hacer las paces -sin renunciar por cierto a la mitad del producto eventual de la edición- fue Estala, dándoselo a conocer a su contrario en los siguientes términos:

Mi Señor Dn Ramón; para evitar litigios y contextaciones jurídicas qe tanto repugnan a mi genio, me parece que debemos concluir amistosamente el asunto sobre la traducción qe hize del Dutens; para lo qual cedo por mi parte y desde luego desisto de toda instancia y querella, apartándome del asunto absolutamte en qualquier estado que se halle. En esta inteligencia, podrá Vm. acudir al Juez a quien pertenezca, y mostrándole esta mi carta, que quiero tenga la misma fuerza que si fuese declaración hecha ante Juez con todas las formalidades de derecho, puede Vm. pedir se le entregue el manuscrito y los pliegos impresos para que procedamos o a la impresión o a la venta del manuscrito en beneficio de ambos y a partes iguales, según quedamos de acuerdo.

Con este motivo me repito a la obediencia de Vm., deseando se conserve entre nosotros la mejor armonía, y qe mande a su seguro servidor y cap[ell]án Q.B.S.M.

Pedro Estala

Madrid, 15 de Septiembre de 1790


Sôr Dn Ramón Fernández                


El 20 de octubre, el sucesor del ya difunto alcalde Flores, Benito Clemente, asesorado por el escribano Candenas, pidió confirmación a las dos partes de lo declarado en la carta anterior. Estala, «in verbo sacerdotis tacto pectore, y el segundo por Dios y a una cruz», ratificaron lo escrito, firmando y expresando... «ser mayores de edad». El 19 de enero del año siguiente de 91 se le entregaron a Fernández los ya desembargados «dos tomos en 4º a la rústica manuscritos 1º y 2º» y la certificación de la licencia, para que pudiese proseguir la impresión de la malhadada obra.

Finalmente, fueron publicadas las Reflexiones por Benito Cano en 1792. Pero curiosamente, la portada reza que fueron «Traducidas al castellano por Don Juan Antonio Romero», nuevo índice éste de lo que es de fiar ese tipo de declaraciones; porque el tal Romero, según carta de Pedro Estala a Juan Pablo Forner datable en diciembre de 1792, fue simplemente un paisano del listo don Pedro que costeó la edición7. En cambio, la «Advertencia del traductor»,que en buena lógica debió de haber redactado el propio ex escolapio, rectifica lo antes declarado equivocadamente por éste y su amigo Forner -e incluso Castro-, afirmando ya que la obra se trasladó «primeramente del original Francés en que la compuso Mr. Dutens»; y prosigue: «pero habiendo venido a mis manos la versión en Inglés que de ella hizo el mismo Autor, corregida y añadida considerablemente, arreglé mi traducción a ésta, añadiendo todo lo que no se halla en la edición Francesa». Y efectivamente, si las Recherches... se publicaron en París en 1766 por la viuda de Duchesne, también aparecieron en Londres tres años más tarde «translated from the French», con «additions communicated by the Author» bajo el título: An Inquiry into the Origins of the Discoveries attributed to the Moderns... Tanta fue la fama de este libro, eco ya lejano de la famosa Polémica de los Antiguos y Modernos de finales del XVII y principios del siguiente, que los italianos ganaron por la mano a los españoles publicando al menos dos traducciones, una en Nápoles y otra, al parecer mejor, en Venecia, según el periódico madrileño La Espigadera de 17908.





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