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Ramón: Las primeras narraciones (1905-1913)

Ignacio Soldevila Durante





El jovencísimo Ramón Gómez de la Sema y Puig (como firma en algunos de sus artículos) entra en fuego como articulista en El Adelanto, un periódico segoviano, y en La Región Extremeña de Badajoz. Una selección de esas colaboraciones se reúne en el volumen de 1905 que lleva, según relata su autor en Automoribundia, un título impuesto por el propio padre, que pagaba la edición. Empeñado en un título marcial para esa primera colección de artículos, «Entrando en fuego» o «Páginas de un bisoño» son los títulos que para escoger le habría dado al hijo, si hemos de creer a la voluble memoria de Ramón cuarenta y tres años más tarde, cuando narra este episodio. Memoria tan poco fiable que no resulta difícil para el estudioso atento sorprenderle en numerosos fallos. A menudo hay que sospecharlos como resultado de esa constante tendencia a remodelar los recuerdos personales que caracteriza a los escritores fuertemente imaginativos. En la página siguiente de esas mismas memorias, por ejemplo, afirmará, recordando la boda del rey Alfonso XIII en 1906: «Yo admiraba al rey, yo no era de esos españoles que siempre fueron regicidas y en sus manos está -ellos dicen que es tinta- la huella azul de la sangre del rey que mataron». Pues bien, precisamente en ese año de 1906, estaba colaborando en La Región Extremeña, que se subtitulaba periódico republicano de Badajoz, posiblemente gracias a su tío Rubén Landa Coronado, miembro del partido y candidato a las Cortes en 1905, a quien dedica uno de sus primeros trabajos. Y una semana después de la boda, el 9 de junio, aparece su artículo titulado «Un atentado», en el que se burla de las pobres gentes que han ido a entonar un Te Deum de agradecimiento porque el atentado contra el Rey no ha causado milagrosamente víctimas. Y no las ha causado, afirma, apoyándose en la autoridad de Azorín, porque se trataba de un insignificante petardo que no había hecho en el pavimento de madera sino un hoyito en el que no se hubiera podido plantar una mata de claveles y que, de haber explotado bajo el vehículo real, no hubiera causado sino algún desperfecto en la carrocería. Cuando rememora el incidente en Automoribundia, ya vuelve a fallarle la memoria:

«[...] si hubiese sido en la iglesia, como quería el anarquista, me hubiese dejado sin padre y sin hermana...».



Como muestras me parecen suficientes para aconsejar una infinita precaución en el tránsito por las páginas de Automoribundia cuando se va en busca de datos fidedignos.

Entrando en fuego («trabajos literarios» es el subtítulo escolar con que aparecen) es un librito que no llega a medio centenar de páginas, donde se reúnen, entre amplios espacios blancos y generosa tipografía, dieciséis breves textos narrativos con clara intención ensayística, y de orientación simbólica. Las «moralejas» -además de ser transparentes- están fuertemente insinuadas en el texto y todas ellas giran en torno a dramas o pequeñas tragedias de la vida cotidiana que se denuncian como consecuencia de la estructura misma de una sociedad injusta a la que se aspira a reformar revolucionariamente. Muchos años después, en sus estudios sobre la literatura de vanguardia y refiriéndose concretamente al ultraísmo, dirá Ramón que fue un precursor de ese movimiento literario. Quienes han estudiado dedicada y atentamente su obra desde 1909 y sus textos en Prometeo, no pueden sino confirmar la pretensión del autor, y encontrar hasta cierto punto justificado su gesto irónico, desengañado, del que está de vuelta cuando los otros arriban al Mediterráneo. Pero hay que corregir la inexactitud con que utiliza, como argumento único, la existencia del prólogo a Entrando en fuego para demostrar que el «ultra», desde el mismo título, es marca registrada suya. Leyendo el texto transcrito en el prólogo, y que el jovencísimo Ramón ofrece como texto programático que explica la pretensión de su adjunto libro, se ve que es bien cierta su utilización del lema Plus Ultra para el título de un periódico que, con alguna anterioridad a 1905 (si se supone rigurosa la utilización del pretérito), él y «varios amigos no menos optimista [sic] e ilusos tratábamos de fundar». Reproduzcamos el texto:

NUESTRO PROGRAMA

«Somos la juventud española que pide ya su puesto en el combate. Nuestro encabezamiento lo dice todo: Plus ultra! Anhelamos en todos los órdenes el más allá; mientras no encontremos la verdad definitiva, la fórmula absoluta, nuestros labios repetirán constantemente: más allá.

En la confusión circundante va substituyendo a las revoluciones sangrientas, la revolución de las ideas, de las almas: en esa revolución tomaremos parte desde nuestra modestísima posición de soldados bisoños, en este papel humilde que contendrá nuestros primeros tanteos, nuestros torpes ejercicios.

Desmintamos la opinión que se tiene de la juventud española, y que la supone sin amor al estudio y al trabajo, sin ojos para el ideal demostremos peleando, aunque seamos derrotados, que no hemos muerto en la inacción, que nuestros cadáveres no estaban de espaldas al ideal...».



Dejando de lado que Plus Ultra es una modificación del lema del escudo nacional -Non Plus Ultra-, tradicionalmente atribuido a Hércules, y utilizado frecuentemente en todas las culturas (tal cual o con la variante nec plus ultra) resulta evidente a la lectura de este texto que la voluntad manifiesta del grupo no es ir más allá en un proyecto de vanguardia literaria, estilística, sino tomar las armas en el mismo combate revolucionario de las ideas en el que están empeñados los mejores intelectuales y políticos españoles -un combate no sangriento, que explica en buena parte el respingo de toda la generación en 1909, cuando se fusila a Ferrer por delito de opinión, y la espantada de 1917 ante el carácter cruento de la revolución bolchevique. Basta revisar los nombres que aparecen en los artículos de Ramón en La Región Extremeña para concretar sus admiraciones primeras: Joaquín Costa, el Blasco Ibáñez que se aleja de las tribunas políticas asqueado por la corrupción y el conformismo, Azorín, que se atreve a afirmar que el atentado contra los reyes en el día de la boda era un simple petardo que ha sido exagerado para suscitar las simpatías del pueblo, o los nombres de los escritores del 98 -incluido Azorín- denigrados poco más tarde en Morbideces por sus cómodas claudicaciones del ideal compartido.

Pero ya en esta posterior publicación, a la crítica política se une la de su escritura artificiosa que mimetiza únicamente en lo superficial sus antiguas valentías contra el statu quo. Todavía en su texto programático de 1909 (El concepto de la nueva literatura) subsiste el desprecio hacia la escritura artística, afirmando -apoyándose en una cita de Georges Bernard Shaw- que tener estilo es simplemente tener algo que decir. Claramente abusiva, pues, la utilización de esta proclama para reivindicar un precursorismo del movimiento ultraísta que nadie le puede negar hoy, pero a partir de fechas menos lejanas. La lectura de los relatos simbolistas de Ramón, tan transparentes en sus prédicas, no permite recoger una sola de las características de lo que será su estilo en un próximo futuro. Pero sí es evidente la presencia de algunos gérmenes temáticos que van a frutecer y expandirse en su obra posterior. El interés por las cosas como «rastros» elocuentes del pasado se manifiesta en relatos como «Las llaves de la muerta» y «Los jarrones»; la preocupación por la injusta condición femenina en «La mujer en la Academia» y «Las jóvenes poetisas». Esta preocupación, que va a desarrollarse a partir de su amistad con Carmen de Burgos casi sin interrupción hasta la crisis personal que le aleja de ella, ya es aquí manifiesta, y luego se desarrollará, entre otros, en alguno de los textos dramáticos publicados en Prometeo, particularmente, El laberinto (1910). Este feminismo teórico del jovencísimo Ramón es un claro síntoma, entre otros, de sus inicios revolucionarios. Son frecuentes los artículos en defensa de la mujer y en apoyo del feminismo tanto en la publicación anarquista Tierra y Libertad como en El socialista. En la publicación anarquista se publican en julio de 1907 capítulos de un libro de Anselmo Lorenzo sobre la mujer, y al siguiente año, en enero de 1908, El Socialista transcribe íntegro un texto de la publicación de Filadelfia (USA), titulado «Para la educación del alma socialista», en el que se encuentran afirmaciones tan rotundas como estas: «La mujer no es intelectualmente inferior al hombre».

«Las aptitudes intelectuales de la mujer no son en nada inferiores a las nuestras [...]. El sexo femenino ha sido mantenido durante siglos en un estado de inferioridad y esta es la razón de que la mujer aparezca hoy inferior al hombre en muchas cosas [...]. Son imbéciles los que consideran a la mujer como un instrumento de placer. Las mujeres deben ser las iguales y las compañeras del socialista»1».



Me parece muy probable que la misoginia de Ramón, ya rampante en su primera novela «grande» (La viuda blanca y negra) -una misoginia perfectamente compatible con sus abundantes aventuras donjuanescas, de las que presume repetidas veces en Automoribundia- se haya acentuado con su ruptura definitiva con Carmen de Burgos, ocurrida en la época del estreno de Los medios seres (1929). Las circunstancias, que Ramón, con mezcla de cinismo y de vergüenza, medio encubre al llamar a Carmen por el curioso seudónimo de «la mujer de cera» y a su hija, con la que apenas veladamente confiesa haber tenido una tempestuosa relación, como «la hija de la mujer de cera», las recuerda igualmente en Automoribundia.

Hay otros temas caracterizadores de esta primera época y que no sobrevivirán más allá de su crisis, como el de la preocupación por el isomorfismo de las relaciones entre señores y pueblo por una parte, y por otra las de muchos hombres del pueblo entre sí, incapaces de comprender que sólo solidariamente podrán salir de su condición miserable, y no imitando en su egoísmo pisoteador la ambición escaladora de los burgueses. Véase el relato «Esclavo de esclavos», cuyo tema se va a repetir en «Sangre sacrosanta», aparecido en La Región Extremeña.

Los comentarios sociales que aparecen en La Región Extremeña desde marzo de 1905 hasta diciembre de 1907 parten de la misma tendencia a inspirarse en una anécdota de la vida cotidiana protagonizada personalmente o presenciada como testigo, o a tomar pie en algún acontecimiento político nacional o internacional, en el estreno de una obra teatral reciente, en encuentros o mítines de revolucionarios o de anticlericales, y en tragedias de la vida obrera causadas por la explotación de empresarios y negociantes sin escrúpulos. Construye de ese modo también nuevos y esquemáticos relatos de intención claramente acusadora de la indiferencia de la Monarquía y de las clases altas dominantes ante la miseria y la indigencia del pueblo, y de la explotación a la que éstos viven sometidos. Así, uno de los tres textos aparecidos en éste periódico en 1905 que se reproducen en Entrando en fuego -el titulado «Simbólicas»- posiblemente basado en una anécdota real -y en la que «en la calle de los Reyes, entre el Palacio de Justicia y la Universidad, casi frente a la morada de una aristócrata» cuatro «pícaros estudiantes», símbolos de la inteligencia y promesa de futuro, recogen a una pobre mujer caída en el suelo, que se defiende de los que cree que, como de costumbre, vienen a vejarla y maltratarla, asegurando que no es el alcohol, sino la debilidad por no haber comido, y el peso del haz de leña que ha recogido para calentarse, lo que ha acabado por derribarla. O «Sangre sacrosanta» (7 de julio de 1905), que narra un trágico y sangriento episodio entre pastores miserables que, sin inteligencia suficiente, se hacen daño entre sí en lugar de rebelarse contra la explotación abusiva del amo. O «La de los ojos azules» (25 de abril de 1906), sobre una bella mendiga a la que nadie socorre y que tiene que embadurnarse la cara de tiznes y ocultar sus ojos, y disimular su belleza para atraer la caridad de los transeúntes. Igualmente interesante como preanuncio de lo que será su teatro pocos años después es «De sangre azul», subtitulada «tragedia» (19 dic. 1906). Ya aquí, como luego, dominan las acotaciones creadoras de atmósfera sobre las voces de los personajes: en este caso, dos muchachas, víctima tímida e inocente una de la crueldad refinada de la otra, y ésta de «la artificiosa educación que encubre su carácter, cuya «nobleza natural» está «doblegada por la educación».

Se comprueba a la lectura de este manojo de artículos, ensayos y relatos de intención social que Gómez de la Serna no inicia su andadura atípicamente como narrador «puro» sino muy dentro del espíritu de su generación -la de Ortega, Pérez de Ayala, Azaña, Madariaga- como «intelectual humanitario» que así es como se autodesigna en uno de ellos (28 de julio de 1905). Como tal manifiesta su desprecio por los maestros universitarios a los que está sometido por sus estudios (24 oct. 1907), se detiene en el examen de lo que llama las «llagas sociales», que se manifiesta enemigo del casticismo, del parlamentarismo de fachada. Él hará, antes que Pérez de Ayala, una burlesca comparación entre política y toros. En otro lugar dirá, en sintonía con su amigo Eugenio Noel, que la corrida le produce cada día más «vergüenza recóndita»; ve a la Monarquía y a su aristocrática corte como una colección de fríos maniquíes incapaces de alegría y de libertad, llegando a manifestar compasión por la aburrida persona del joven rey, al que ve como un desgraciado (anticipa así el tema de su obra teatral La corona de hierro, de 1911); no cree en la justicia de los tribunales, se escandaliza de la explotación de los débiles, y, aun manifestando asombro y piedad frente a los resignados, prefiere y aplaude a los raros explotados que, como Damián Pérez, mozo de cuerda, anda a sus rudas ocupaciones gritando contra la injusticia con audacia, irrespetuosidad y franqueza; como abanderado del feminismo escribe la tragedia arriba citada, o un artículo sobre «La trata de blancas» (14 enero 1907) en el que proclama la necesidad de «radicalismos audaces» como «la única solución a estos problemas supremos», o para reprobar en otro un texto autobiográfico de Blanco Fombona en el que presume de haber abandonado a una chiquilla después de haberla seducido y golpeado «sin ropas, sin un céntimo, a medianoche, en un hotel de provincia, a leguas de su madre y de su casa» (7 nov. 1907) o para denunciar la apertura en la calle del Carmen de un salón limpiabotas en el que sirven mujeres. Lamenta ahí no ser un nuevo Prometeo por la fuerza, con algo de Atila por la valentía, de Napoleón por la astucia y la pericia y de Dantón para liberarlas de sus plateadas cadenas; y es tal su feminismo que llega a encontrar alguna justificación al colonialismo en Marruecos por la idea que él se hace de la miserable condición de la mujer en los países musulmanes; aplaude en febrero de 1907 el retorno de Maura porque precisamente prefiere a los tímidos pasos de un liberalismo sedicente, la radicalización del absolutismo que únicamente, y por reacción, radicalizará a los liberales hacia la revolución, lo que le lleva a anunciar que la dictadura en Portugal, con sus excesos tiránicos, fomenta y condensa «la materia primera de la melinita, ingrediente necesario para los momentos decisivos. El gobierno exacerbará, hasta incendiarla, la estopa propicia» (30 nov. 1907). No es de extrañar que desde Lisboa su tía Doña Carolina Coronado escribiera conminando a la familia a meter en cintura al joven Ramón, que sólo se asusta porque el escepticismo y la repulsión ante las costumbres y las cosas de España llevan a los mejores a abandonar la acción política. Se distancia de Valle-Inclán, aunque admira, como él, la furia de los carlistas de antaño, porque no puede ver en el partido carlista sino un burdo acomodo de mediocres desclasados con intereses mezquinos, y aplaude a los jóvenes pintores que exponen en el Círculo de Bellas Artes en enero de 1907 por su rebelión y su antiacademicismo. Sus ataques al militarismo y a los «héroes» son manifiestos en su caricatura de la figura bravucona de Guillermo II de Prusia (13-8-1907), donde ya apunta su deseo de hacer un drama, a la manera de Rostand en L'Aiglon, sobre «estos reyes modernos que sueñan una épica en su sosiego y que hacen ridículos gestos trágicos e impotentes», que luego desembocará en la ya mencionada pieza teatral La corona de hierro. Del mismo orden es un diálogo a tres voces contra la conferencia de Paz convocada por el Zar de Rusia. En ese texto se proclama el fin de las guerras no por «la voluntad de los de arriba sino por la transformación de los de abajo, del esclavo que es el que la sostiene», cita a Voltaire en su afirmación de sinonimia entre soldado y ladrón, y situándose anticipatoriamente en el futuro, como el personaje de Sur la Pierre Manche, de Anatole France, afirma que la conferencia no servirá para nada. Se escandaliza de la religión como explotación de las «medrosidades en los pobres timoratos» y del contraste entre las magnificencias de los nuevos templos y la miseria que a sus puertas mendiga. Es tan manifiesta, por otro lado, su profesión agnóstica en artículos como éste o como en «Sensaciones autumnales» (3 oct. 1907) que pone en evidencia la inconsistente pretensión de hagiógrafos como Camón Aznar cuando afirman, a pesar de su conocimiento indudable de la obra, que Ramón no podía haber vuelto a la fe en los años cuarenta «porque nunca la perdió».

Este «intelectual humanitario» alía el «modernismo ideológico de la nueva juventud, quintaesenciadamente positivista» con el utopismo post-romántico y rousseauniano de los viejos republicanos y de los ácratas, de los que se distanciará apenas dos años después en sus artículos de Prometeo («Ya no pertenecemos -¿por qué hablaré yo en plural?- a aquella juventud que gritaba: "¡Viva la República!"») y que reflejan la agresividad manifiesta de los socialistas contra el republicanismo tradicional. Y toda su obra literaria de estos años, de la que más tarde va a abominar, se caracteriza por esa tendencia ensayística propia de los jóvenes de su época a hacer literatura de ideas. Cuando la intención social no está manifiesta en sus textos de Morbideces, lo está en alegorías tan transparentes que no dejan resquicios para la ambigüedad interpretativa. De toda esta primera creación literaria destacan los relatos que son, por cierto, mayoría, dedicados a temas femeninos y amorosos, y que darán igualmente lugar al primer relato extenso -El Ruso (1913)- y a la primera «novela grande», La viuda blanca y negra (1917-18).

En Morbideces aparecen cinco relatos breves escritos en los años de 1905 a 1907, si hemos de fiarnos a la actitud distanciada que el ensayista del texto titular adopta frente a ellos, calificándolos de «cuentos sentimentales, escritos cuando aún creía tener corazón». La distanciación resulta ser doble, puesto que Ramón ha recurrido en este volumen al subterfugio de atribuir la obra a un amigo que le ha regalado el manuscrito que él se limita a publicar prefaciándolo. Los cinco relatos están muy en la línea de los publicados en La Región Extremeña, aunque, como se verá en su lectura, vienen sazonados con el acíbar de un desencanto cínico que no aparecía en los anteriores relatos, y que pone en entredicho, o cuando menos atenúa, la supuesta distanciación del narrador respecto de sus cinco narraciones. Es cierto, como afirma en la introducción al apéndice de Morbideces, que algunos de sus personajes son románticamente inverosímiles para un cínico desencantado -«no sabía aún que el espíritu de una prostituta es sólo una blasfemia vulgar, ni que una boca llagada se queja y escupe en vez de discursear y florecer...»-, aludiendo a los comportamientos de la protagonista de «El ciego y la hetaira» y al de «El apestado». Pero la actitud dominante de los narradores de los cinco relatos, y de sus protagonistas, es de total desencanto, de cínica dimisión ante lo irredimible de la condición humana. Y quizá lo que mejor resume dicho talante sean el comentario del narrador de «El apestado» y la réplica final de éste. Ante la revelación de la tragedia de su amigo, concluye el primero constatando la absurdidad de la existencia: «Créeme. Si yo encontrara el punto que pedía Pascal para mover el universo, ahora mismo, apalancándole con mi bastón, le lanzaría en el abismo con sus sarcasmos y sus embrollos». Y la respuesta del apestado: «Gracias, buen amigo, pero ese punto no existe, y si existiera, estaría ya custodiado por una policía internacional, insobornable». Es interesante anotar, de nuevo, que los cinco relatos, como la mayoría de los publicados por Ramón, están dedicados a compañeros de su generación, dato muy poco concorde con su posterior encaracolamiento, y que confirma una vez más cómo los jóvenes escritores siempre aparecen arracimados en la palestra literaria, incluso los menos sociables.

Por no haber sido recogido hasta ahora en libro, examinemos con algún detenimiento los tres relatos publicados en Revista Crítica y en Los cuentistas.

«La hija fea» (Revista Crítica, 6, marzo 1909, pp. 116-118) el más breve de los tres, revela a la vez dos características de Ramón: su curiosidad cuasi voyeurista ante las mujeres, y su imaginación para fantasear sobre los datos de la experiencia. Ideológicamente, hay que subrayar cómo se desarrolla aquí su juvenil disposición feminista arriba aludida, que tanto contrasta con la misoginia que luego se irá desarrollando en él y que, por desconocimiento de ésta época, se suele dar como invariante de su temperamento y de su ideología.

Relata en pretérito la impresión que durante tiempo le ha causado una vecina de la casa fronteriza, ya mandada mudar y substituida por dos viejas descritas, por contraste, con muy poca simpatía. Curiosamente, son las mismas viejas que parecen haber inspirado la primera parte de un relato contrastado de inspiración claramente azoriniana -«Ciudades y pueblos» (La Región Extremeña, 19 abril 1905) aquí reproducido, y en el que, por comparación con otras viejas de pueblo, se presentan bajo una luz favorable. Sorprende, comparándolo con los relatos de 1905 a 1908, el superior dominio del idioma narrativo por parte de Ramón, que era absolutamente impropio y vacilante en la mayor parte de sus colaboraciones periodísticas, y cabe preguntarse hasta qué extremo estos textos no son el resultado de la supervisión de Carmen de Burgos, su maternal egeria, que (además de haber estimulado en él -como habíamos insinuado más arriba- esas preocupaciones feministas) por su mayor experiencia literaria habría sabido subrayar sus deficiencias y ayudarle a superarlas. Hipótesis no descabellada si se acepta que en literatura no existe genialidad innata, sino artesanía pacientemente adquirida que, en ocasiones, alcanza a desarrollarse metamórficamente, como ocurrirá con la obra de Ramón. Sin duda dejó éste atrás en poco tiempo a su maternal amante y maestra, pagándole además con la usual y difícilmente evitable ingratitud, sólo muchos años después «restaurada» en los recuerdos que le dedica en Automoribundia. En este relato no sólo empieza a despegarse de la torpeza de sus primeros artículos sino a apuntar audacias equivalentes -aunque menos abundantes- a las que proliferan en El libro mudo, texto que no debía someterse a las reglas de género, como los cuentos. Sobre todo conviene subrayar ese esbozo de fluido de conciencia con el que el narrador intenta transcribir las «divagaciones» de la mujer.

En abril, en el número 7 de la misma Revista Crítica aparece «Santa María la Blanca», relato de mayor extensión y que parece igualmente autobiográfico, reflejándose en él a la vez los comienzos de su intimidad con Carmen de Burgos (en el relato, Concha) y la mezcla de ingenuidad y de cinismo con que Ramón parece haberse enfrentado siempre a su turbulenta vida sentimental. De la que acabaría saliendo, madrileño hasta en eso, como gato escaldado aunque, a diferencia del proverbial felino, siguió arriesgándose en tales aguas una y otra vez. El protagonista es trasunto de Ramón, un Ramón que ya ha tenido relaciones con una novia de Oviedo (a ella hay alusiones e incluso un fragmento epistolar en sus colaboraciones a La Región Extremeña en 1907), ha vivido tormentosos escarceos con la primita Cristina (a ella se refiere probablemente su posterior y muy erótico relato La tormenta) y tiene o ha tenido también relaciones con una costurerita, que en el relato se presenta como una «novia blanca» y de la que el narrador, al confesar su existencia a la mujer amada, no duda en decir que es «la novia accidental con que esperamos a la decisiva»... Pero la presenta, no cabe asegurar hasta qué punto sinceramente, como amor platónico, candoroso, por lo que la ha bautizado con el nombre de «Santa María la Blanca». El relato, más ágil que el anterior, calibra perfectamente la narración, los diálogos, los paréntesis del narrador que en ellos empieza inscribiendo en primera persona, sus pensamientos paralelos y ajenos a la escena de visita ante otras personas delante de las que debe simular su ya adquirida intimidad con la dueña de la casa, y que acaban siendo verdaderas acotaciones del diálogo. Termina éste por dominar el relato, contemporáneo -no se olvide- de sus textos teatrales, el género al que entonces se está dedicando con mayor fervor, y que le causará los primeros disgustos y desilusiones con Benavente.

Enteramente distinto por la estructura, aunque relacionado temáticamente con los anteriores, es el texto «Las muertas» aparecido en Los cuentistas (n.º 15, 1910) y que a pesar de su título, no será luego recogido en 1935 en su libro misceláneo y monotemático Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, posiblemente por su tono bastante saturado de modernismo decadentista, frente al desenfadado que domina -aparentemente- el libro de 1935. En «Las muertas» se relatan las historias de cinco jóvenes de las que el narrador afirma guardar recuerdos extraños, historias precedidas por una breve introducción ensayística sobre las muertas jóvenes, procedentes de la literatura como de las bellas artes o de los recuerdos familiares. Pero de las que va a hablar es precisamente de las «extrañas» porque, como él afirma, sólo escribe de las cosas extrañas. Desde el punto de vista intertextual, además de las referencias aludidas en la introducción ensayística, conviene recordar el Drama del palacio deshabitado, publicado el año antes en Prometeo, y en el que básicamente se vehicula la idea de que no pueden morir enteramente quienes no han vivido plenamente. Esta frustración vital, producto de convenciones religiosas o sociales en unos casos los del drama -o de muerte prematura- los cinco casos aquí recogidos subyace la argumentación y la organización del relato. Pero es que además, y como ya venimos muchos insistiendo en torno a la figura de Gómez de la Serna en estos últimos diez años -aunque el precursor en esta línea sea el ensayo del siempre luminoso y certero Pedro Salinas en su libro Literatura española del siglo XX- aflora aquí, como en todos los textos de aquellos años, la prematura obsesión del autor por la muerte, obsesión que le acompaña, indefectiblemente, durante el resto de su vida, y sin la cual no se puede calar realmente en su obra ni siquiera en la faceta tradicionalmente recogida de su retrato como «humorista», ante la cual él mismo se mostró sorprendido cuando se la vio atribuir y darla como la más característica de su obra (véase el capítulo XXIII de su Automoribundia).

En «Las muertas», si por algún rasgo se puede relacionar a una de esas fantasmales figuras femeninas con algún amorío juvenil -María Asunción, por ejemplo, parece tener algo que ver con la novia de Oviedo o con alguna muchacha allí conocida- lo cierto es que las otras son más fruto de la imaginación del narrador que de la memoria personal. De hecho, hay una figura fugaz que sólo aparece como «la de al lado»: la vecina de tumba de María Asunción. La historia de Rosarito -la de la esmeralda- la ha oído el narrador de la boca de una vieja mujer que visita regularmente la casa familiar -posiblemente ha sido niñera de la casa cuando su madre era niña- y a la que él, de pequeño, le gustaba oírsela contar una y otra vez. En este caso el narrador no solo fantasea una reunión con el fantasma, sino que a partir de la historia recordada acaba por «ver», como era, a la joven Rosarito, incluso en detalles físicos que quiere o que rehúsa ver, como es el caso de los senos y el sexo. Estas alusiones y algunas otras que la lectura irá revelando al lector, hoy apenas llamativas, conviene situarlas en esos años madrileños de comienzos de siglo para restituirles toda la desfachatez y descaro que implicaban. Sin haber repasado esa Revista Crítica en la que apareció, me hace suponer que fue, en cierto modo, un precedente de la colección que se suele considerar como la primera revista de relatos pornográficos, La hoja de parra, y en la que Ramón colaboraría también desde 1911 con ensayos y relatos igualmente provocadores para la época. Si nos atenemos al fulgurante éxito de ésta última revista, lanzada por Gómez Hidalgo y Lezama (sólo a la cuarta tirada del primer número llegaron ejemplares a provincias), y que llegó a pagar la para entonces fabulosa suma de cien pesetas por una colaboración, no es arriesgado imaginar que esa válvula de escape fue consentida -como tantas otras- para aliviar presiones en otros lugares más sensibles de la actualidad político-social, a pesar del escándalo de la jerarquía eclesiástica. Hoy puede sorprender al lector de manuales la presencia, entre los colaboradores de esa revista sicalíptica, de gentes hoy tan poco relacionables con semejantes realidades «hirsutas» como el melifluo Gregorio Martínez Sierra (su cuento erótico, ¿habrá que atribuírselo también a la sufrida María Lejarreta?), el respetable José Ortega Munilla o el mismísimo paladín de las esencias hispánicas, Ramiro de Maeztu. Pero se unían, al parecer, lo útil y lo agradable en esa sorprendente caída primisecular de hojas de parra. En este relato de «Las muertas», muy en la vena de la literatura decadente, se mezclan, un paso más lejos que en la Sonata de Otoño valle-inclanesca, el erotismo y la muerte, en una combinación muy de su época en todas las artes. El mismo Ramón, al evocar a las mujeres muertas en la introducción, dice que le recordaban «aquella palidez, aquella nostalgia mezclada de languor (la revista imprime "Canguor" inventándose un artista imaginario) a lo Romero de Torres». La presencia de la estética pre-rafaelista, a través de los textos de John Ruskin (no muy posterior a este relato es su introducción a la obra del teorizador inglés) y de la pintura de Gabriel-Dante Rosetti, apuntan ya en este temprano texto, pero de una manera contrastada, en negativo, que para la época debió de ser rabiosamente picante, al imaginar cómo debían de ser -y no ser- las zonas íntimas del cuerpo de Rosarito. No hay que descartar que esta evocación aproveche también del curioso idilio entre Ramón y la rubia, tímida y evanescente Antoñita, bailarina de la Ópera, a cuyos fosos prohibidos tiene acceso por su amistad con Fernando Calleja, futuro editor, y sobrino del concesionario del Teatro Real (Automoribundia: 209-210).

En el estado actual de las investigaciones, no se conoce ningún otro relato de Ramón hasta la aparición de El ruso, primera narración que, por su extensión, podemos designar como novela corta: han pasado, pues, tres años dedicados a otras formas de prosa narrativa recogidas en Prometeo y luego en los volúmenes de Ex-Votos y Tapices. En El ruso se sirve Gómez de la Serna de su estancia en París entre 1909 y 1911, motivada, según nos afirmará en Automoribundia, en una vieja promesa de su padre. Pero que casualmente se cumple en los momentos críticos que siguen a la Semana Trágica y Francisco Ferrer ha sido encarcelado como predicador de la acracia y supuesto instigador del amotinamiento popular en Barcelona. El padre, alto funcionario, no podía ignorar la decisión del Gobierno de actuar «ejemplarmente» para atajar los progresos de la ideología extremista. Los artículos de Manuel Cigés Aparicio sobre el caso Ferrer le han forzado por entonces a huir a París. Y en esa circunstancia es cuando el puesto de «secretario de la junta de pensiones en París» es atribuido a Ramón, que -notoria casualidad- va a instalarse en el mismo Hotel de Suez que Cigés. A las secretas actividades en París de Cigés, miembro del partido socialista desde noviembre de 1909, aludirá en sus memorias Ramón tomando prudentes distancias de las que ya sabemos hasta qué punto hay que desconfiar. Lo cierto es que frecuentan para sus comidas un figón en el que se reúnen todos los exiliados rusos que complotan contra el zarismo. También al recordarlo en Automoribundia resulta «casualidad» que frecuentara ese lugar su joven tío Andrés García de la Barga (un año mayor que él, conocido por el seudónimo de Corpus Barga) y que como Cigés Aparicio andaba metido en tremendos complots de lectores de L'Humanité. De ese lugar y de las actividades políticas en las que, por curiosidad amorosa según dice, se mezcla el narrador de la novelita, hace la materia de ésta que resulta ser, por los escenarios, las actitudes y el hilvanado de los episodios, un texto muy al estilo de Baroja, a quien, por cierto, también encuentra Ramón en Paris. Apenas hacía un año que en Morbideces había juzgado la manera barojiana de narrar con notorio distanciamiento, aunque, comparativamente, es de todos los «prohombrillos» (como él los llama) del 98 quien menos mal parado sale de su examen. En su Automoribundia vuelve a recordar al Baroja encontrado en París de manera poco misericordiosa, como un pesado que les «daba la cena» cada vez que él y su primo se lo encontraban, y que se empeñaba en «ensombrecer la vida» con «su monserga de la ciencia». En esas memorias no dice nada del idilio con una rusa exiliada que es el fundamento de esta novelita, pero sí del nada platónico iniciado en los jardines del Luxemburgo con una divorciada, Magda, que durará hasta el término de su estancia en Paris, sin que parezca haber sido obstaculizado por la larga aparición de su amante Carmen de Burgos, con la que hará excursiones a Londres y a Italia, que recorren de norte a sur. La versión de El ruso que recomiendo es la que apareció como número 10 de la colección El Libro Popular el 11 de marzo de 1913, y no la recortada luego para ser incluida complementariamente a El dueño del átomo en 1926. En esta versión deja reducido el prolongado idilio a un solo encuentro, desdibujando y quitando profundidad al relato original. No se trata, en este caso, de suprimir fragmentos molestos para un Ramón alejado de sus preocupaciones anteriores, como ocurrirá en otros casos, sino simplemente -es nuestra opinión- una mutilación cuya explicación es simplemente editorial: encontrar un relato con un determinado número de páginas para completar un volumen que, sin ellas, quedaría corto. Parece esta desenfadada actitud bastante desmitificadora respecto del sacrosanto respeto por la obra literaria que a los hombres de letras se les supone, pero no por ello es menos cierta. Tenemos el testimonio del propio Ramón que, respecto de la primera versión publicada de El Doctor inverosímil al siguiente año, recuerda haber recortado su original para reducirlo a las sesenta páginas de 18 por 11 cm, que rigurosamente debían tener los relatos publicados en la colección La novela de bolsillo. Tanto por éstas como por otras veleidades teóricas sobre lo que puede o no puede ser una novela corta, o simplemente una novela, a lo largo de la fecunda y quebradiza trayectoria literaria de Ramón, resultan imposibles, a nuestro entender, los esfuerzos que algunos estudiosos han hecho por encontrar una «poética» para la novela corta ramoniana a la que se puedan adscribir textos tan dispares como El ruso y El Doctor inverosímil (por citar dos tan vecinos en la composición) o cualquiera de las «falsas novelas» y cualquiera de las «novelas superhistóricas», por citar textos alejados unos veinte años entre sí. Una vez superada la etapa juvenil, y llegado Ramón a la primera madurez, bajo la lona de su obra completa caben los más variados números de un espectáculo circense cuyo único lazo lemático -muy postmoderno, por cierto- podría ser: «Cualquier cosa, menos aburrir al personal».





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