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Recuerdos de Kafka

Ricardo Gullón





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Un cuarto de siglo escaso ha necesitado la obra del novelista checo Franz Kafka para ganar a las minorías literarias y artísticas del mundo entero y para conquistar algunas sólidas cabezas de puente en los reductos mayoritarios. Ya están traducidas al español (en Argentina) casi todas sus obras, y ahora se edita en nuestro idioma el libro que le dedicara su íntimo amigo Max Brod,   —216→   a quien debemos la publicación -y la conservación- de novelas que aquél consideraba harto imperfectas para ser impresas.

El libro de Brod no es una biografía -aunque como tal se presente-; tiene carácter fragmentario, parcial y en él faltan datos importantes relativos a la vida y la persona de Kafka. Es, simplemente, lo mejor que pudiera ser: libro de recuerdos, mezclado, vivo y escrito sin artificio, del que surge una imagen del novelista no del todo acorde con la sugerida por la lectura de sus narraciones, cuyo adecuado complemento constituye.

Quizá la más sorprendente corrección propuesta por Brod a la figura de Kafka, conforme van forjándola críticos y lectores, es la que le presenta como hombre hostil a lo misterioso y sin curiosidad por lo acontecido en las zonas oscuras del ser: «Su espíritu no se orientaba hacia el interés por lo enfermizo, extravagante y grotesco, sino hacia lo grande de la naturaleza, hasta lo que cura y remedia, hacia lo sano, ordenado y sencillo...» «Jamás tuvo ni un ápice de interés por los autores del lado nocturno, de la decadencia. Un poderoso impulso lo llevaba a las creaciones vitales sencillas y positivas.» Sencillo y sencillez son palabras que acuden con frecuencia a la pluma de Brod cuando habla de Kafka: «Mi amigo -asevera- me condujo precisamente a la sencillez y a la naturalidad del sentimiento, sacándome paso a paso de un estado espiritual por entonces confuso y viciado.»

¿Cómo conciliar esta tendencia a la sencillez con la palmaria rareza y las singulares revelaciones de sus novelas? La explicación, según el biógrafo, no debe buscarse en una extravagancia que sirva para ocultar otras cosas, sino en las capas profundas de sus textos: «Llegaba con tanto amor y exactitud al fondo de lo particular e inaparente, que salían a relucir cosas hasta entonces insospechadas, que, aunque parecen raras, son, con todo, lisa y llanamente verdaderas.» Brod protesta contra la pretensión surrealista de anexionarse, en calidad de precursor, a Franz Kafka.

Y ¡qué admirable ejemplo de artesano paciente y laborioso! El genio de Kafka está, en buena parte, integrado por su afán de perfección, por su esfuerzo cotidiano, vigilado y a veces roto por una intransigente escrupulosidad. Tenía conciencia de su genio, de la calidad de sus dones, pero al propio tiempo ejercía sobre los textos la más rigurosa y excesiva autocrítica, reprochándose falta de disciplina, grandilocuencia y facilidad. «Hoy sé que más necesita el arte de oficio que el oficio de arte», afirmaba en una carta. Y en el Diario: «Escribir como si fuera una oración.» Esta frase y otra, tomada también de sus notas íntimas: «El mundo enorme   —217→   que tengo en la cabeza», proporcionan las mejores indicaciones acerca de su actitud frente a los problemas de la creación literaria. Respecto al «mundo enorme que tengo en la cabeza», añadía: «¿Cómo liberarme y liberarlo sin provocar desgarramientos? Es mil veces preferible desgarrar que retenerlo y enterrarlo dentro de mí. Lo veo muy claro; para eso estoy aquí.» Su vida quedaba justificada y explicada por la necesidad de dar forma al vasto mundo que desbordaba de su mente, pero la creación sólo podía surgir merced a un esfuerzo de casi religiosa concentración. El acto de escribir se asemejaba por la intensidad y la pasión al acto de comunicar con Dios. Plegaria y poesía naciendo parejamente en el fervor.

Buena parte de la obra de Kafka es reflejo del debate planteado en su alma entre «el anhelo de soledad y el deseo de comunidad». Brod sostiene que «una vida de comunidad y trabajo inteligente (una vida como aquella en la que busca penetrar inútilmente K., el héroe de El castillo) significó para él la meta y el ideal más altos». La interpretación de El castillo, partiendo de que en K. quiso personificar al pueblo judío, no parece desacertada, pero sobre este acierto conviene destacar el hecho de que las situaciones descritas por Kafka van más allá y -superando cualquier particularismo de tiempo o de raza- afectan a la humanidad entera, al peculiar y común destino de cada uno de nosotros. Por eso su obra está adquiriendo tan amplias, sensibles y apasionadas resonancias.





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