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Recuerdos de niñez y de mocedad

Miguel de Unamuno






Primera parte


- I -

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera -y al nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro-, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes, que nací en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864.

Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él, y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos, que animaban las paredes de mi casa. Lo recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, adonde no podíamos entrar siempre que se nos antojara los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo, en que se veía un chiquitito, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés con un francés me colé yo a la sala, y de no recordarlo sino en aquel momento, sentado en su butaca, frente a M. Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje. ¡Vocación de filólogo!

Tal es mi más antiguo recuerdo de familia. El de historia no lo recibí directamente de ella, sino a través del arte. En 1868, cuando cumplía yo mis cuatro años, estalló la Revolución de septiembre, y de su repercusión en Bilbao nada recuerdo directamente. Pero no debió de ser mucho después cuando, en una galería de figuras de cera, llevaron a mi pueblo la representación del fusilamiento de Maximiliano y sus dos generales Miramón y Mejía, ya que el suceso ocurrió en 1867. Hirió mi imaginación la tragedia de Querétaro, representada en figuras de cera, en la forma menos artística del arte, pero en la más infantil, y aún me parece ver al pobre emperador de Méjico de rodillas, con sus largas barbas y vendados los ojos. Lo he recordado varias veces al leer el Miramare, de Carducci, que me lo sé de memoria y lo he traducido en verso castellano.

Mis recuerdos empiezan con los del colegio, como es forzoso en niño de villa nacido y criado entre calles.




- II -

El colegio a que me llevaron no bien había dejado las sayas era uno de los más famosos de la villa. Era colegio y no escuela -no vale confundirlos-, porque las escuelas eran las de de balde, las de la villa, por ejemplo, adonde concurrían los chicos de la calle, los que se escapaban a nadar en los Caños, los que nos motejaban de farolines y llamaban padre y madre a los suyos, y no, como nosotros, papá y mamá.

Fue mi primer maestro, mi maestro de primeras letras, un viejecillo que olía a incienso y alcanfor, cubierto con gorrilla de borla, que le colgaba a un lado de la cabeza, narigudo, con largo levitón de grandes bolsillos -el tamaño de los bolsillos de autoridad-, algodón en los oídos y armado de una larga caña, que le valió el sobrenombre del Pavero. Los pavos éramos nosotros, naturalmente; ¡y tan pavos!...

Repartía cañazos, en sus momentos de justicia, que era una bendición. En un rinconcito de un cuarto oscuro, donde no les diera la luz, tenía la gran colección de cañas, bien secas, curadas y mondas. Cuando se atufaba cerraba los ojos, para ser más justiciero, y pañazo por acá, cañazo por allá, a frente, a diestro y siniestro, al que lo cogía, y luego la paz con todos. Y era ello una verdadera fiesta, porque entonces nos apresurábamos todos a refugiarnos del cañazo metiéndonos debajo de los bancos.

Esto era para el juicio general o colectivo; mas para el juicio individual, para las grandes faltas y para los grandullones tenía guardado un junquillo de Indias, no hueco como la caña, sino bien macizo y que se cimbreaba de lo lindo.

¡Qué cosa más augusta era un castigo público! Nunca me olvidaré del que sufrió Ene.

Ello fue que una mañana llegó acongojada su madre, diciéndole al maestro que el chico era de la mismísima piel del diablo, incorregible, completamente incorregible; que todo se le volvía hacer rabietas, tomar corajinas y pegar a la criada; que ella, su madre, estaba harta de mandarle a la cama sin cenar; que no cedía ni por éstas, y, finalmente, que la noche anterior le había tirado a ella, a su madre, un plato. Y, aunque de esto otro que voy a decir no me acuerdo, supongo que añadiría que con el padre no había que contar, pues con eso de tener que ir a su oficina se sacudía del cuidado de corregir al chico, y luego era un padrazo y lo encontraba todo bien, y más de una vez había dado la razón al muchacho. Esto no lo recuerdo, repito, sino que lo añado; pero a todo historiador debe serle permitido colmar las lagunas de la tradición histórica con suposiciones legítimas, fundadas en las leyes de la verosimilitud.

Y la madre acabaría con unas palabras por el estilo de éstas: «Yo no sé, no sé adónde va a ir a parar pero, de seguro, no a buen sitio...; este chico, si no se corrige, acabará en presidio». Esto dicho delante del chico y para que éste lo oyera. Y el chico en tanto mirando al suelo y con las manos en los bolsillos para tenerlas más calientes y más seguras.

El maestro se encargó del escarmiento.

Me acuerdo de esto como si fuese cosa de ayer mañana. Se dio fin a las tareas un poco antes, se rezó el rosario a carga cerrada, porque todos barruntábamos desusada solemnidad, y muy pronto nos hallamos en la clase de los chiquitos y sentados en largos bancos. El maestro se sentó bajo las borlas ensartadas en varillas de alambre que sirven para aprender a contar. No se oía una mosca. Cuando llamó el maestro al delincuente teníamos todos el alma colgando de un hilo. Ene se adelantó hosco, pero sin derramar una lágrima, atravesando el flecheo de las miradas todas. El maestro nos lo mostró y pronunció, más que dijo, unas palabras que nos llegaron al corazón, porque en estos momentos solemnes de la vida de los hombres y de los pueblos las palabras se pronuncian, no se dicen. Ahí era nada, ¡faltar así a su madre! ¡Y a su propia madre! ¡Tirarle un plato! Algunos lloraban, con un nudo a la garganta; a otros, el nudo les impedía llorar. En seguida lo hizo inclinarse y reclinar la cabeza en su regazo, el del maestro; mandó traer una alpargata y nos ordenó que uno por uno fuéramos desfilando y dándole un alpargatazo en el trasero. Y fuimos desfilando los verdugos y cumpliendo el mandato. Algunos, ¡oh ligereza!, se reían; pero los más graves obraban como reclutas que se ven obligados a fusilar a un compañero. Era, al fin, un semejante, y todos sentíamos que, aunque se debe odiar el pecado, el pecador no merece sino compasión. Hubo amigo del condenado que, pretextando una necesidad urgente e ineludible, huyó a refugiarse, como en un asilo, en el excusado, por no llenar la cruel consigna, y hubo también un tal Ese que le dio el alpargatazo con toda su alma y cerrando bien la boca al dárselo. Y esto nos indignó, porque era una venganza, una cochina venganza, y es infame convertir en venganza el castigo. El supliciado se diría, de seguro, viéndolo por entre las piernas: «¡Ya caerás!». Y así fue, que bien lo pagó más tarde, pues no hay plazo que no llegue ni deuda que no se cumpla. Cuando el castigado levantó la cara, colorada de haber estado donde estuvo, exclamó el maestro, compungido: «¿Veis? ¡Ni una lágrima! ¡Ni una señal de pesar! Este chico es de estuco». Y Ene se fue como había venido, con los ojos secos.

Decididamente, los castigos ejemplares son los que menos sirven de ejemplo, por lo que tienen de teatro.

El colegio estaba en un antiguo caserón, hoy derruido para edificar una nueva casa sobre su solar, al concluir una vieja escalera, que daba a un patio pequeño; escalera de tramos desgastados y carcomidos y de anchas barandas lustrosas y renegridas por el roce de las manos y de las piernas. Porque era una delicia bajar la escalera no a pie y escalón tras escalón, sino montado en la baranda, dejándose deslizar, sin pisar los escalones.

Era el tal colegio una gran buhardilla, con salidas a los tejados, y una ancha estancia, atravesada, a modo de columna cuadrada, por una chimenea. Había una campanilla de cordel para que llamaran los sirvientes y criados al ir a buscarnos y para que arrancáramos o cortáramos el cordel de cuando en cuando.

Aprendíamos allí muchas cosas, pero muchas... Entre ellas, urbanidad. Al entrar, lo primero era detenerse en la puerta y, agarrando a sus dos bordes con sendas manos, soltar el saludo: «Buenos días tenga usté, ¿cómo está usté?», esto canturreándolo, acentuando mucho y alargando la última é, y allí, quieto, hasta recibir en cambio el «Bien, ¿y usté?», a lo cual se decía: «¡Bien para servir a usté!», y se podía ya pasar. Este saludo tradicional evolucionó poco a poco, como lo litúrgico, y lo litúrgico, hasta convertirse en un rápido y enérgico silabeo que sonaba algo así como: tas tas tas tas tas ta-usté...

Había días de visita, en los cuales salía el pasante y nos quedábamos esperándolo. Tomaba fuera un sombrero, volvía, llamaba a la puerta, iba el maestro a abrirle, y apenas entraba, convertido en visita, con su correspondiente sombrero en la mano, nos poníamos todos en pie y a una voz le espetábamos el saludo. Con una seña de la mano, el pasante nos invitaba a que nos sentáramos y seguía la visita con una gravedad admirable.

¿Y cuando la visita era de verdad?... ¿Cuando venía alguien a visitar la escuela? Entonces, el maestro exhibía, como a un bicho raro, a Vicente, uno de sus favoritos, que comía acíbar, extraño fenómeno, cosa admirable. Y no era la única particularidad del tal Vicente, sino que, además, se le había dislocado el brazo por el hombro tres o cuatro veces, y él como si tal cosa. No sé qué relación guardaría lo de gustarle el acíbar con lo de tener tan dislocable el hombro, pero alguna debería de ser.

Cuando concluía la clase se ahogaba el orden impuesto en una vocinglera fresca, que resonaba vibrante por entre el polvo de la buhardilla. Las voces recobraban libertad. Levantábase una nube de polvo, gritábamos hasta desgañitarnos, tomábamos por asalto al pobre viejecillo, desarmado ya de su caña; algún pequeñuelo trepaba a él, le buscaba gramos de alcanfor o paciencias en los bolsillos, guarecíase otro bajo los amplios faldones de su enorme levitón, mientras cantaban: «¡Don Higinio..., patrocinio... de las almas... que se acogen... a vuestro paternal amor!». Quedaba el pobre viejecillo convertido en un racimo de chicuelos frescos y vivos, oreándose con el aliento de la niñez. Él me enseñó los puntos cardinales y a orientarme por el mundo, cuando nos preguntaba: «¿Por dónde sale el sol?», y nosotros: «¡Por allá!»; y luego, poniendo aquel punto a nuestra derecha y poniéndonos cara al Norte, exclamábamos, señalando con el brazo: «¡Norte!, ¡Sur!, ¡Este!, ¡Oeste!». Él me enseñó las primeras lágrimas del arte; bajo su mano rompió mi mano a trazar aquellos palotes de que vienen estas letras; en aquel colegio me abrí a la vida social.

Viejo, chocho ya, vivía en la aldea de su última mujer -él había venido de una provincia lejana-; un antiguo discípulo suyo lo visitó poco antes de él morirse, lo vio él, viejecillo, lo reconoció, ¡entre tantos como habíamos pasado bajo su caña!, le puso la mano sobre la cabeza, al modo de los antiguos patriarcas bíblicos, y tal vez recordando algún grabado de libros de lectura, le dio luego un beso, buscó en el bolsillo una paciencia y lloró el pobre recordando aquel polvoriento buhardillón, resonante con la bullanga infantil, donde tantas veces había aligerado el peso de sus años el de los chicuelos colgados de sus rodillas, cobijados bajo su levita. Medio Bilbao de entonces pasó su niñez bajo la caña de don Higinio, y Dios no dio a éste hijos de ninguna de sus mujeres. ¡Bendita sea su memoria!






Segunda parte


- III -

No sé si será ilusión retrospectiva esto de creer que el cuarto curso de mi bachillerato fue el más anhelado por mí. Era el curso de la Psicología, y los misterios del espíritu eran ya los que más me atraían; me llamaba, ya desde muy mozo, la Esfinge, en cuyos brazos espero morir.

Estudié la Psicología, Lógica y Ética con el para mí inolvidable presbítero don Félix Azcuénaga, alegría de los chicos, que iban a besarle la mano para recibir en cambio caramelos. El texto era una cuartilla compendiadísima -y, según he podido ver después, detestable-, modelo de sequedad y de poco jugo, uno de esos mezquinos remediavagos que se hacen para sacar del examen a los alumnos. Algunas fórmulas, tan precisas como falsas, es lo único que recuerdo del librillo, y de las explicaciones de don Félix, ni jota, porque nos las largaba como un recitado, y tan de prisa y en voz tan baja, que nadie se daba cuenta de ellas, ni él se cuidaba de que nos la diéramos. De sus cosas, no de sus palabras ni de sus explicaciones, es de lo que guardábamos perdurable memoria cuantos pasamos por su cátedra, y yo, de mis noches de vela leyendo a Balmes y a Donoso Cortés.

Marcaba don Félix una página del librillo e íbamos luego subiendo por orden, uno tras otro, a la plataforma a recitarle casi al oído la lección, que nos la tomaba con el libro abierto. Como era tuerto, subían de ordinario los que no se sabían la lección por el lado en que no veía, y cuando más a sus anchas estaba uno leyéndole el libro en sus propias narices, cerrábalo don Félix, se volvía y, si el alumno no sabía proseguir, sacaba una llave y, exclamando: «¡Ah, pícaro!», le daba con ella un cosquetazo en la cabeza.

Eran curiosísimas las instituciones pedagógicas que creó. Había la de los campechanos, la de los esbirros y, en sus últimos años de profesorado, la procesión de Jatabe.

Aquellos que en los primeros días de curso se distinguían más por su desatención y turbulencia era nombrados «campechanos». ¿Había desorden general y no podía don Félix determinar quiénes fueran los revoltosos? Pues lo pagaban los campechanos, o delataban a los cabezas del motín.

Era oficio de los «esbirros» castigar las faltas leves de los demás dándoles un capirotazo en la cabeza, a riesgo de recibirlo ellos si no cumplían bien su cometido.

Y la procesión de Jatabe -pueblecillo de Vizcaya- se componía de veintiún individuos. Cuando había tumulto general abría don Félix al azar el cuadernillo en que llevaba la lista, llena toda ella de notas en forma de escopetas, sables, etcétera, y desde aquel nombre que cayera por acaso bajo su único ojo contaba veintiuno, que eran expulsados de clase con una o más faltas. Y como a fin de curso resultábamos todos plagados de ellas, don Félix las suprimía.

Era un espíritu infantil aquel buen cura. Se divertía con la clase, y lo que nosotros llamábamos pomposamente sus injusticias no eran sino caprichos. En sus últimos años creo que aquellos nuestros jaleos le eran gratos y dulces. Nos quería mucho; quería a los niños con ese cariño tan intenso como blando que al llegar a cierta edad se desarrolla en los solteros. ¡Cómo debía de gozar al hallarse en aquella pajarera y sentir el rebullicio de sus chicos!

El aula era un aula triste. Tenía unas ventanas con enrejado de alambre que daban a un patio que nos separaba del jardín, y como éste se elevaba en declive, el aula era sombría. Desde sus duros bancos, encerrados en aquella jaula, a través de aquellas enrejadas ventanas que le daban aspecto de ratoneras, mientras la voz cuchicheante y chilloncita de don Félix se filtraba y perdía en el triste aire, contemplaba yo el sol que irradiaba en el follaje del jardín, dejando vagar mi vista por los soleados eucaliptus o contemplando las ventanas del convento de la Cruz, aquel otro encierro tan soleado por fuera. La clase era por la tarde.

Y era una de las clases más animadas cuando llegaban las discusiones silogísticas y las conferencias de los alumnos. La jaula se animaba entonces y se despertaban los pájaros. Empezaba el «es así que...» y el «luego». ¡Quién de nosotros volviera a bailar el interés sencillo que poníamos en aquellas discusiones! El seco y duro mecanismo de la silogística parecía animarse mientras seguíamos nosotros con infantil interés el «¡niego la mayor!» o el «¡niego la menor!».

De ordinario llevábamos escrita la argumentación, la serie de silogismos que nos había hecho el maestro o el pasante. Se escribía un silogismo..., aquí negará la mayor..., pues pruebo la menor; en este segundo negará la menor..., ¡pues pruebo la mayor! Y así, el resto. Llegábamos a clase con nuestro papel, soltábamos el primer silogismo, negaba el contrincante la menor y no la mayor, como habíamos supuesto, y como, por la rabia que eso nos daba, no podíamos decir: «¡Eso no vale!, ¡así no juego!», tenía que acudir don Félix en nuestra ayuda. Por mi parte, sé que mi astucia polemística consistía en negar aquella de las dos premisas que me parecía más indudable, poniendo así en aprieto al adversario, y algunas veces negaba las dos, que era el golpe maestro. Y recuerdo también que entre mi vecino de banco, Andrés, y yo inventamos no sé qué silogismo invencible, valedero para todas las cuestiones, desarrollando de tal modo el instinto rebelde a todo dogma.

Más solemnes eran las conferencias. Don Félix nos las encargaba con días de anticipación; cogíamos una obra algo extensa y nos aprendíamos la conferencia de memoria. Cuando ésta gustaba a don Félix, hacía traer una libra de dulces para el conferenciante, más dulces que al paladar al espíritu.

Había en aquel curso cierta rivalidad infantil mal disimulada entre un amigo mío y yo. Íbamos los dos tras el único sobresaliente que se decía daba don Félix. Tocole su conferencia, y aún recuerdo con qué ansiosa atención la escuché. No equivocó una palabra. Recibió dulces y me dio a gustar de ellos, no sé si para darme envidia. Gusto fue que me azuzó los celos, y aquella noche, con el excitante amargor de aquellos dulces en mi espíritu, me ejercité a repetir mi conferencia, leyendo sobre el libro tres o cuatro veces un párrafo y recitándolo luego de memoria mirando al cielo. Por desgracia, me fijaba demasiado en las ideas. Preparaba mi conferencia, que había de versar acerca de la divinidad de Jesucristo, estudiando sin descanso un libro que hallé en casa.

¡Qué día aquel en que, en medio de la expectación de la clase, subí a la plataforma! Cuando podemos revivir un día de éstos es cuando nos creemos imperecederos. El corazón me latía con fuerza mientras tomaba tiempo, impaciente por soltar mi retahíla. Empecé: «Hace diecinueve siglos...». Era una entrada sencilla y solemne. Seguí con mi sermón, entrando en calor según devanaba de mi mollera el hilo de aquel recitado; hablaba en tono oratorio de Cristo y de la cristiandad, de la sangre de los mártires, de los milagros -«el mayor milagro sería convertir al mundo sin milagros»-, llegué a la muerte de Jesús, cité, o, mejor dicho, recité aquello de Rousseau de que si Sócrates murió como un sabio, Jesucristo murió como un Dios; terminé; un murmullo de aprobación se siguió a mi esfuerzo, pues todos conocían la lucha entablada. Don Félix, que se había dormido o poco menos durante mi sermón, no recuerdo lo que dijo, me despidió, sacó su cuadernillo, apuntó algo y no hubo dulces. Me retiré suspenso entre el gozo y el recelo. Y no tuve sobresaliente en Psicología, Lógica y Ética, aquel sobresaliente que habría sido el primero de mi bachillerato.

Pero aquel curso fue el curso que mayor revolución causó en mi espíritu, no por su labor oficial, sino por mis horas de vela, por las noches, leyendo a Balmes y Donoso. Don Félix nos quería mucho para fatigarnos con el estudio. Su edad y su carácter hacían que se contentara con darnos cuatro ligeras nociones escolásticas.

En la época de este cuarto curso, a mis catorce años, cumpliose en mí, por lecturas en noches de vela y por la obra de la Congregación de San Luis Gonzaga, la labor de la crisis primera del espíritu, de la entrada del alma en su pubertad. Y voy a ver si consigo hallar palabras apropiadas y sencillas para contaros aquella brisa de la mañana de mi espíritu. ¡Feliz quien logra resucitar en su memoria la candorosa expresión de sus años de romanticismo! Aquellos días en que me empeñaba en llorar sin motivo, en que me creía presa de un misticismo prematuro, en que gozaba de rodillas en prolongar la molestia de ellas, en que me iba a los Caños con Ossian en el bolsillo para repetir sus lamentaciones al Morven, a Riño y a los hijos de Fingal, aplicándolo yo al viejo Aitor y a Lecobide, las fantásticas creaciones del inconciente romanticismo vascongado.




- IV -

Cuando al llegar a cierta edad, las ideas han adquirido en nosotros contornos definidos y sus matices se han fijado en colores, cuando el pensamiento, robustecido su osamenta, presenta esqueleto más duro, aunque más quebradizo que en su infancia, cuando en la mente crecen vigorosas unas cuantas doctrinas entre ideas muertas, entonces es muy difícil representarse los albores de la propia razón.

La juventud de la inteligencia se asemeja a la juventud del mundo. Toda forma es más caótica, pero más flexible; el horno hierve en ideas, la labor es complicada y rápida, y para cada ser que nace mueren muchos, agostados en flor. Para cada idea que crece lozana en nuestro seso, que extiende sus ramas y nos da sombra y fruto, ¡cuántas abortadas! ¡Cuántas atrofiadas! Pero ni éstas se pierden.

Enamorábame de lo último que leía, estimando hoy verdadero lo que ayer absurdo; consumíame un ansia devoradora de esclarecer los eternos problemas; sentíame peloteado de unas ideas en otras, y este continuo vaivén, en vez de engendrar en mí un escepticismo desolador, me daba cada vez más fe en la inteligencia humana y más esperanza de alcanzar alguna vez un rayo de la Verdad. En vez de llegar, como muchos llegan, a decirme: «Nada puede saberse de cierto», llegué a que todos tienen razón y es lástima grande que no logremos entendemos.

¡Qué efecto, Dios mío, cuando allá, en el cuarto de mi bachillerato, leía a Balines y Donoso, únicos escritores de filosofía que encontré en la biblioteca de mi padre! Por Balmes me enteré de que había un Kant, un Descartes, un Hegel. Apenas entendía yo palabra de su Filosofía fundamental -esa obra tan endeble entre las endebles obras balmesianas-, y, sin embargo, con un ahínco grande, el ahínco mismo que, aplicado después a la gimnasia, regeneró mi cuerpo, me empeñé en leerla entera, y la leí. Me dormía a las veces con el libro bajo los ojos; otras veces, cansado, aburrido, me entretenía en pellizcar los mocos de la vela y en amontonarlos junto a la mecha para que volvieran a consumirse, mientras se consumía la vitalidad de mi mente a la caza de ideas que se me escapaban.

Todo aquello de la razón pura del viejo Kant, de sus formas a priori las fórmulas que Fichte saca de su A = A, la doctrina de Hegel acerca de la identidad entre el ser puro y la pura nada, cosas eran que producían vértigo a mi alma tierna y sin balancín todavía para sostenerse a aquellas alturas en la maroma metafísica. El mismo vértigo me hacía asirme de ella y me entercaba en penetrar el sentido oculto, creyendo que todo lo oscuro era profundo, por ser lo más profundo lo inexpresable.

Me gustaba más la filosofía, la poesía de lo abstracto, que no la poesía de lo concreto. Sólo para descanso leía un tomito de poesías del mismo Balmes, otro de autores mejicanos, románticos y llorones, y la ruda y áspera Araucana.

La discusión de Balmes fue lo que empezó a abrirme los ojos. El espíritu del publicista catalán, una especie de escocés de quinta mano, tenía no poco de infantil; simplificaba todo lo que criticaba, ganando la discusión en claridad cuando perdía en exactitud la exposición de las doctrinas criticadas.

Me he convencido más tarde de que quien no tenga de los grandes filósofos kantianos otra idea que la que de ellos nos da Balmes no los conoce. Balmes mismo no los conocía apenas, sino de referencias y por extractos y muy mal digeridos.

Pero así como en pésimas traducciones de traducciones a las veces en tercero y cuarto grados, que de Aristóteles corrían en la Edad Media quedó de su genio el suficiente reflejo para promover y agitar escuelas y vivificar pensamientos, así de Hegel, por ejemplo, de Balmes, llegaba a mí un eco apagado y lejano de la portentosa sinfonía de su gran poema metafísico. Balmes no me dio de él sino la cáscara, peladuras de ésta, pero de ellas brotó pulpa.

Estudiaba yo entonces, a la vez que Psicología, Geometría, y las fórmulas matemáticas del escritor catalán me encantaban; tomaba por comprensión del fenómeno lo que era exactitud de fórmula, sin comprender todavía que es locura querer encerrar en ecuaciones la infinita complejidad del mundo vivo.

¡Qué maremágnum armó en mi mente toda aquella discusión acerca de la naturaleza del tiempo, del espacio, de la causa y de la sustancia!

Cuando leí que Newton consideraba el espacio como la inmensidad de Dios, esta hermosa metáfora -¡benditas sean ellas!- pareció dilatarme el pecho del alma haciéndome respirar el aire que llena la inmensidad divina y contemplar el cielo que la refleja.

Las Cartas a un escéptico y El protestantismo comparado con el catolicismo excitaban menos mi actividad por ser más accesibles, pero causaban mis delicias.

¡Y qué de discusiones con mis amigos acerca del principio primero y el fin último de las cosas, ya de paseo, por el Campo del Volantín, a lo largo del río, ya dando vueltas y más vueltas en la severa plaza Nueva, pobre, geométrica, escueta, qué de ensueños míos no ha recibido! En primavera, las magnolias que se alzaban -después las han derribado- en derredor del estanque en que estaban las ranas de metal vomitando chorros de agua daban sus grandes y perfumadas flores marfileñas, embalsamaban la plaza toda, y bandadas de pajarillos gorjeaban embriagándose en aquel perfume, Y yo, dando vueltas a sus soportales, gorjeaba mis metafísicas embriagado con el perfume del misterio.

Compré un cuadernillo de a real, y en él empecé a desarrollar un nueva sistema filosófico, muy simétrico, muy erizado de fórmulas, y todo lo laberíntico, cabalístico y embrollado que se me alcanzaba. Y resultaba, sin embargo, claro, demasiado claro. Es lo que me sucede todavía; cuanto más oscura y cabalística quiero hacer una cosa, más clara me resulta; nunca revelo mejor mi pensamiento que cuando quiero velarlo.

¡Y todavía por entonces no había escrito un verso! A lo cual se debe, sin duda, que haya más tarde casi abandonado la metafísica por la poesía, que me parece más honda metafísica.

Durante las noches, cuando, después de estudiada mi lección, me sumergía en Balmes, pasaban por mi mente en tropel larvas y esbozos de ideas, en confusión abigarrada, y hasta que me dormía zumbaban en mi mente fórmulas huecas y vestiduras de ideas.

El Ensayo sobre el liberalismo de Donoso, me producía en algunos pasajes escolofríos en el espíritu. La marcha oratoria de su discurso, la pompa hojarascosa de su estilo, lo extremoso y en el fondo lúgubre -si fueran originales- de aquellas doctrinas espantaban el sueño de mis ojos. Aquellos reflejos del pensamiento paradójico de De Maistre, su maestro, lo de la razón humana ama del absurdo, aquellas frases bajo las que representa el pecado original, aquella pintura del linaje humano que en un barco zozobrante desciende por el tormentoso río de los tiempos, invocando y execrando, maldiciendo y bendiciendo aquellas exposiciones del satanismo inocente y pueril del buen Proudhon, todo ello, ¡qué efecto no haría en una mente que empezaba a abrir su cáliz a la luz de la verdad!

Aquellos libros que por acaso había en la biblioteca de casa fueron el fermento primero de mi espíritu. También estaba allí El Evangelio en triunfo, de Olavide, pero jamás pude leerlo completo: tanto cansancio me producían sus páginas.

De mi curso de Geometría, coetáneo con el de Filosofía, recuerdo poco. Lo que nos aprendíamos mejor era lo más difícil, sobre todo aquella demostración del volumen de una pirámide truncada, de bases paralelas.

Mi cuerpo iba debilitándose.







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