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Recuerdos de un hacendado


Godofredo Daireaux



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El mayordomo

Está vendida la estancia. Han venido a recibirse de ella dos hermanos, rubios, jóvenes, con muchas pecas en la cara, polainas en las piernas y gorrita de paño a cuadros en la cabeza.

Ellos son, al mismo tiempo, los dueños y administradores. Hablan español con mucho acento inglés, pero se hacen entender bien, por lo demás, hablan poco.

Al mayordomo viejo, un criollo nacido en ese mismo campo, cuando los indios todavía pegaban a menudo sus malones, y que ha plantado por su mano los sauces más viejos que dan a la casa su sombra, le han declarado que no necesitan sus servicios, y que, ya que se han contado las haciendas e inventariado el material, se puede él retirar con la familia, cuando guste.

No le han negado, hasta le han ofrecido algunos días para buscar su comodidad, y el viejo les ha dado las gracias.

Bien sabía él, hacía tiempo, que la estancia estaba vendida; que el patrón viejo había muerto que estaba medio embarullada la testamentaría y que los hijos no habían podido guardar esta propiedad. Pero, mientras iban desarrollándose con lentitud los mil trámites de ley, allá, en la ciudad, él seguía cuidando los intereses como siempre lo había hecho.

Un sueldito, una habitación pequeña, sus modestos gastos de vida pagados; si necesitaba cien pesos, jamás se los negaba el patrón, sobre todo que las cuentas nunca se arreglaban del todo. ¡Había tanta confianza entre el patrón y él! Él le decía «patrón», porque al fin la estancia era de él; pero habían sido compañeros siempre.

¡Cuántas veces habían ido juntos, cuando muchachos, a los apartes, a las hierras, a los bailes! Juntos habían disparado de   -12-   los indios, en pelo, de noche, cruzando en sus parejeros, como relámpago, cañadones y lomas, huncales y bizcacherales. Habían vueltos junto a campear las haciendas desparramadas y a fortificar el rancho.

En aquel tiempo, no había más mesa que el fogón, con el asador parado, y cada cual, con el cuchillo, sacaba tajada.

Hombre de poca instrucción, sin más ambición que la de dejar al patrón contento, había vivido allí su vida, sin pensar en el porvenir. ¿Y para qué?, el patrón no lo había de dejar en la calle, ¿no es cierto? ¿Entonces?

Y había formado familia, y sus hijos, mozos ya, lo ayudaban en sus trabajos, sin pedir más, como en herencia propia.

Poco a poco, el campo había tomado valor; lo habían cercado; los animales criollos habían desaparecido, algunos años después de los indios. El ferrocarril acercó la estancia a la ciudad, y a cada rato, ahora, el patrón mandaba carneros finos o algún toro que era una flor.

Y el rancho de antaño se había cambiado por un palacete, donde venía a pasar el patrón una temporada en la primavera; otra en la Semana Santa, a cazar; y los muchachos a domar petizos, y los mayores a cansar la caballada.

Días felices aquéllos, cuyo recuerdo se iba perdiendo ya, envuelto en las neblinas del tiempo que corre.

¡Y siempre tan bueno con él, el patrón viejo! Cierto es que cada uno de ellos ahora comía en su casa; pero él tenía un comedor lindo, con su buen aparador y sillas de esterilla. Hasta lujo le habían dado.

¿Y ahora?

Ahora, ¿qué le hemos de hacer? Pasaron los tiempos aquellos. Murió el patrón viejo y se vendió la estancia...

-¿Pero, con qué queda usted?

-Con unos caballitos, señor, de mi marca, y unas vaquitas, hijas de las que siempre sabía regalar a mi señora el patrón viejo, cuando me nacía un hijo. Varias veces, habló de darme en propiedad unas cien cuadras de campo; pero pasó el tiempo; y después, no se habrá acordado...

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A los dos días, ensilló y puso en las varas de un carrito prestado el overo negro, caballo de confianza, viejo compañero de muchos años y muy capaz de comprender todo lo serio de su misión; el picazo en la cadena y el petizo zaino de ladero. En el carro se cargaron dos cajas grandes de madera, unas bolsas de ropa, varios cachivaches y tres sillas, y subió la señora del mayordomo con sus dos hijas solteras.

El hijo mayor manejaba los caballos, y después de dejar a la familia en una casa amiga donde la esperaban, volvería a buscar los trastes.

Él, de saco negro, de bombacha y bota, con el chambergo en la cabellera larga y canosa, rebenque en mano, con su crédito ensillado, esperaba para despedirse, que saliera el carro.

Salieron, al fin. Un apretón de manos al inglés que allí estaba (el otro había salido a revisar su campo); y despacio, al tranquito, se alejó.

Dicen que al pasar el palenque, dejó correr por su mejilla tostada una lágrima.



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Dicha breve

Todo en él era largo: la nariz, el pescuezo, la cabeza, el cuerpo, las piernas y los brazos; hasta el nombre y el apellido también eran regulares, pues se llamaba Saturnino Llaureguiberry; pero como pertenecía a la variedad de los vascos flacos, lo conocían exclusivamente por el nombre de Bacalao, y esto a tal punto que si a alguno se le hubiera ocurrido llamarlo Llaureguiberry, es muy probable que no se hubiera acordado de contestar.

En todo, era anguloso y huesoso, menos en el genio; muy bonachón, capaz de soportar con alegre resignación los titeos más porfiados y las bromas menos delicadas, y de reírse el primero de ellas, con tantas más ganas cuanto menos las había entendido.

Ocupaba un puestito, donde cuidaba una majada que le había dado a interés un compatriota suyo, y ahí, solo en su rancho, sin más compañeros que sus perros y su inseparable pito de barro, de caño largo y de hornillo chico, pasaba la vida sin sobresaltos cocinando él mismo su pucherito, cebando su mate, cuidando su ropa, no sintiendo, probablemente, la necesidad, a los cuarenta y cinco años que por lo menos tenía, de formar familia, ni de complicar su vida tranquila con elementos de afuera.

Los domingos se empaquetaba; se ponía boina nueva, bombachas y camisa limpias, reemplazaba las alpargatas por botas engrasadas, y, completamente afeitado, como lo acostumbran los vascos, iba a dar una vueltita a la pulpería, a charlar con los amigos, tomar unas copas y hacer ese intercambio de pensamientos elevados que distingue las reuniones de campesino. Por lo demás, hablaba el español como un vasco francés que,   -15-   probablemente, era, pues interrogado al respecto, había contestado: «Uí, musiú», todo lo que sabía del idioma de su patria legal.

Y después de este rato de inocente solaz, transformación inconsciente de la misa dominical del villorio nativo, se volvía a sus ovejas, pastor fiel, asiduo, diligente, celoso; y si las dejaba, a veces, al cuidado de algún vecino, era para ir a ganar algunos pesos cavando un jahuel o erigiendo artísticamente una parva de pasto.

Una tarde, al volver del campo y después de haber encerrado la majada en el corral, encontró, sentada en una de las dos cabezas de buey que formaban el juego de asientos del único cuarto del rancho, cerca del fogón, en el cual había dejado cantando sobre las brasas la pava para el mate, una mujer, joven, no mal parecida, vestida pobremente, pero ni más ni menos que la generalidad de los habitantes del campo.

Bacalao no le preguntó de dónde venía, ni a dónde iba, ni ella se lo dijo tampoco. Él le dio las buenas noches, como si todas las tardes, a la misma hora, después de haber desensillado, la hubiera encontrado sentada en su cuarto; ella le pidió permiso para pasar la noche en el rancho, a que accedió buenamente, como que, entre pobres, no hay mucho cumplimiento.

No se excusó mayormente por la falta de comodidades, pensando probablemente -y con razón- que no había de haber dejado ningún palacio para venir, de modo tan singular, a pedirle hospitalidad.

Y la mujer cebó mate, aprontó en la olla la carne, el arroz, una tajada de zapallo y la sal, y echó leña al fogón.

Bien pensaba Bacalao, el día siguiente, que al volver de repuntar la majada, no la encontraría más en la casa, y no dejó de quedar algo sorprendido, pero de ningún modo disgustado, al verla parada debajo de un sauce, delante de una batea y lavándole los trapos, lo mismo que si hubiera sido la dueña de casa.

Pasaron así los meses; el rancho parecía más alegre; algunas aves vagaban por el patio, la ropa lavada lo embanderaba, los   -16-   perros se habían hecho más sociables, y, al ver que en el rancho había quién los atendiera, algunos transeúntes solían pararse en el palenque a pedir un vaso de agua o alguna indicación.

Mejor que nunca, el vasco cuidaba sus ovejas; tenía que suplir el gasto ahora mayor de la casa, y no perdía ocasión de hacer algún trabajo suplementario para aliviar la situación.

Una noche, desató de prisa el mancarrón atado a soga detrás del rancho, saltó en pelo y agarró a todo correr para la casa de doña Simona. Una hora después, volvía con ella; en el cuarto se oían lamentos: la matrona se apeó y entró en él majestuosamente, cerrando sobre sí la puerta y dejando a Bacalao soñar en el patio con los nuevos deberes que le iban a corresponder. Medio azorado el pobre por tanta felicidad, no sabía muy bien si debía renegar de su suerte o bendecir al Cielo. De rato en rato, un grito de dolor llegaba a su oído, y entonces dejaba de mandar al demonio a la mujer esa, que se había metido en su vida sin ser llamada, y al hijo que también iba a venir a duplicar el trastorno, para tenerle compasión a la pobre, y enternecerse a la vez con la idea de su tardía e inesperada paternidad.

Doña Simona abrió por fin la puerta y le anunció que era padre de un varón, agregando:

-Es una monada, y se parece mucho a usted -lo que, a pesar de su modestia nativa, no dejó de gustarle algo al vasco; y, orgulloso, ensilló para ir a visitar a su vecino y amigo don Pedro Belloque, ofrecerle ese nuevo servidor y pedirle de ser su compadre.

Cerca de tres años, vivieron así; él, cuidando sus ovejas, con el chico, muchas veces, sentado por delante; ella, cuidando la casa, cocinando, lavando, sin salir más que para visitar de cuando en cuando a una vecina, cuyo rancho quedaba bastante cerca para ir de a pie.

Una tarde, salió Bacalao a repuntar la majada. Cuando volvió, a las dos, no estaba la mujer; el chiquilín dormía. Pensó que estaba en casa de la vecina y no hizo caso. Volvió al campo, quedándose con la majada hasta encerrarla, y, al   -17-   desensillar, encontró al muchacho dormido en el suelo, con lágrimas a medio secar en las mejillas; lo puso en la cuna que colgaba del techo; buscó, en el rancho y afuera, las huellas de la desaparecida, y por ciertos indicios inequívocos, empezó a sospechar que lo mismo que había venido, lo mismo se había ido.

Pasó la noche, pasaron los días, las semanas y los meses; no supo, ni quiso saber nada de la desconocida que así había cruzado su vida, más bien que brillante meteoro, caprichoso candil, de luz empañada; ni se informó siquiera de lo que hubiera sido fácil indagar, conformándose con vivir como lo había hecho antes, pero no tan solo, ya que tenía un compañerito; aceptando con su jovial indiferencia de siempre las bromas sobre sus pasajeros amores, su paternidad y su viudez, cuidando como madre cariñosa a la pobre criatura que la suerte burlona le había regalado.

Y no era risible, sino conmovedor, el ver a este hombre tan alto, doblado en forma de Z mayúscula hasta la altura del chiquilín, para sonarle las narices.



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Vacas al corte

Cundió la noticia de que don Filemón Urquiola, para aliviar el campo, quería vender quinientas vacas al corte, de las dos mil que tenía; y como las vacas para cría eran algo buscadas, porque iban poblándose muchos campos afuera, don Filemón no tardó en recibir la visita de varios interesados. Su rodeo, sin ser de lo mejor, era algo mestizo; tenía buena novillada, buena proporción de vaquillonas y vacas de vientre; los terneros nacidos en la primavera ya tenían sus seis meses; sólo, pues, quedaba saber el precio y las condiciones de pago.

A don Filemón, como a cualquiera, le gustaba conversar, y cuando veía acercarse al palenque algún jinete desconocido, se apresuraba en convidarlo a pasar para las casas. Y mientras iba y venía el mate, servido por un par de ojos negros que parecían tomar el más vivo interés en lo que se decía, se cambiaban preguntas y contestaciones sobre esto, aquello y lo otro, dando rodeos y vueltas el forastero, como para evitar de hablar de las vacas, lo único que le importaba, y dejándolo, por su parte, don Filemón, enredarse en charlas sin rumbo, cortadas de silencios molestos, hasta que cansado de tantas partidas, ya largaba el otro:

-¿Será cierto, don Filemón, que quiere vender vacas?

-Hombre, según. Hice la conversación; pero no tengo muchas ganas, sabe. Está subiendo mucho la hacienda.

-No crea, don Filemón. Muchos son los que quieren vender, y no es tan fácil encontrar comprador.

-Pues a mí, señor, me han venido a ver una punta, y supongo que con alguno ha de cuajar, a menos que hayan venido sólo a tomar mate.

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-¿Pedirá mucho, don Filemón?

-No, señor. Diez y ocho pesos.

-... ¿A rebenque? -preguntó el forastero haciéndose el inocente.

-Pues no, y con cría -contestó, sonriéndose, don Filemón.

-¿Y cuántas son las que vende?

-Quinientas, a cortar de las dos mil del rodeo, con diez por ciento de novillos garantidos, libre de entecadas, y los terneros del mes, por muertos -y agregó como quien no quiere la cosa: -plata al contado -sabiendo que para muchos, ese era el escollo.

Tanteadas para conseguir plazos; ofrecimientos de cambiar ovejas por vacas; combinaciones ingeniosas para evitar de dar seña, de todo le habían metido por los ojos, pero el viejo no era lerdo, y mientras esperaba la contestación del forastero, el par de ojos negros reflejaba intensa ansiedad.

Con algún trabajo, todo se arregló, previa vista del rodeo, y a recibir a los diez días; y como, del precio, sólo había tenido que rebajar don Filemón, peso y medio, en vez de los dos que hubiera consentido en ceder, le pudo decir a su mujer, refregándose las manos:

-A éste le hice pagar la yerba.

El día siguiente, don Filemón hizo parar rodeo, aprovechando los vecinos para sacar las ajenas, y pudo ver el comprador, que si cortaba con tino, el negocio no le podía salir malo.

Firmó el boleto, pagó la seña, y notó que el par de ojos negros estaba muy risueño.

A los diez días, vino a recibir la hacienda, con bastantes peones, para evitar que, en la recogida, por uno de esos descuidos involuntarios que al más honrado le suceden, quedasen olvidados entre las pajas, justamente los mejores novillos y las vaquillonas más mestizas.

Y cuando, despertado por la bulla que metían en el campo, los perros con sus aullidos y los peones con sus gritos, se apresuró el sol a saltar de la cama, envuelto todavía en los violetos jirones de su colcha de nubes deshechas, y asomó la cara en el   -20-   horizonte, por todos lados, vio surgir de los pajonales y de los huecos, trozos de hacienda que corrían a juntarse en el rodeo, trotando las vacas, galopando, mugiendo, balando, corneándose, dando de cabezazos a los perros, trepándose unas encima de otros, parándose a veces un toro, para hacer volar con fiereza la tierra por el aire; llegando por fin todas, en largas filas, al rodeo, donde se mezclan, remolinean un rato, y poco a poco se sosiegan, juntándose por familias, buscando cada cual su sitio acostumbrado, esperando, tranquilas, bajo la custodia de los jinetes, lo que disponga el patrón.

Al comprador le gusta mucho la novillada, medio amontonada en una orilla del rodeo; pero también le gustan las vaquillonas de aquellas otra, y vacila. ¿Dónde cortará? Por su parte, don Filemón está algo inquieto: ¿le sacará los novillos más grandes o las mejores vaquillonas? Y acaban por resolver, ambos de común acuerdo, de remover despacio el rodeo y de mezclar los animales, antes de cortar.

El comprador, de repente, levanta en silencio el rebenque, para que sus peones lo sigan, y abre con ellos en la hacienda, al tranco largo, un surco que corta del rodeo, más o menos, el trozo convenido de quinientas cabezas.

El surco se ensancha, las vacas caminan: las enderezan al viento, donde queda parado el señuelo, y al grito de: «¡Vaca! ¡Fuera buey!», cien veces repetido, las apuran de golpe para que no puedan tener ya tiempo de volverse al rodeo.

El comprador y el vendedor envuelven la hacienda cortada en la misma ojeada escudriñadora. Corte lindo para cría, piensa el primero: muchas vacas y vaquillonas lindas; y como ya son de él, cada minuto que pasa se las hace parecer mejores. Don Filemón también se serenó; cierto es que se le van algunas buenas vaquillonas y uno que otro novillo grande, pero se consuela pensando que va a recibir buenos pesos, que le quedan novillos para el matadero; y después de una vueltita al rodeo, que despacio, a paso lento, se va desgranando por el campo, queda del todo conforme.

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En un momento, se desternera la punta cortada; se sacan dos animales ajenos, una lechera de la patrona, un buey, un novillito rengo, y ¡a contar! y se forma la gente, se corta y se aleja el señuelo, al viento simpre, y por un embudo de jinetes, pasan de a una, de a dos, de a cinco, deshilándose despacio a veces, y otras, a todo correr, las vacas y los toros, los novillos y los terneros, las rosillas y las coloradas, las blancas y las negras, las moras y las overas saludándose cada cincuenta con un grito y una tarja.

«¡Cincuenta en la negra!...» Se acabó. Queda la hacienda bajo el cuidado de los peones del comprador, que la van marchando despacio, atajando la punta delantera, hasta pasar la tranquera del alambrado.

El comprador se fue para las casas con don Filemón, a quien entregó los pesos; y cuando se retiró, notó en el par de ojos negros tanta alegría, al mirar a un buen mozo que parecía ser de la familia, y una sonrisita tan llena de inconsciente gratitud, al mirarlo a él, que comprendió que con la venta de las vacas, no sólo el viejo aliviaba el campo, sino que también adquiría los medios de apurar la felicidad de una simpática pareja; y sintió de veras no haber tenido que tratar el precio con la enamorada niña, pues ella, seguramente, le hubiera soltado las vacas, aun por doce pesos.



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Gorro blanco

Mucho gauchaje se había juntado, en la pulpería de don Manuel Fulánez, aquel día, y todos se entretenían, jugando a la taba o al choclón, corriendo carreras y mamándose como cabras. El pulpero, que no había pedido policía ni dado a las autoridades del pueblito aviso de la reunión, había tenido la precaución de exigir que cada uno le remitiese, al llegar, el cuchillo, para evitar que algún zafarrancho repentino le valiese una buena y bien merecida multa.

Y con esto, les había dado rienda suelta, a que se divirtiesen a su gusto, pensando que sería más que casualidad que les viniese a sorprender alguna de las escasas comisiones encargadas de recorrer el extenso partido.

Es que había contado sin Gorro Blanco, recién incorporado a la policía de la localidad, y de quien todavía no había oído hablar; si no, no se atreve.

Gorro Blanco no era más que un oficial de la policía rural, como hay o podría haber muchos, nacido y criado en el campo, sabiendo más o menos leer y escribir, conocedor de todos los trabajos rurales, lícitos y clandestinos, y de todas las mañas del gaucho.

Incansable galopador, sufrido, paciente, sin miedo, de mucha sangre fría y de una fuerza muscular bastante para darle en sí mismo la mayor confianza, no hacía más proezas, al fin y al cabo, que de cumplir con su deber.

Pero cumplía con él de cabo a rabo, ligero, fuerte y bien, sin miramientos personales, sin tergiversación, sin demora, sin más cálculo que obedecer a la ley y hacerla respetar.

No había para él partido político, ni pobres, ni ricos, y lo mismo hubiera prendido al estanciero poderoso, por haber   -23-   cortado un alambrado para dar paso a su break lujoso, que a un vago, por haber carneado de noche, o al pulpero, por haberle comprado el cuero.

Un bruto, decían muchos; una gran cosa, decían los vecinos en general.

No solía andar con los milicos de las comisiones que mandaba. Les daba cita a tal hora, tal día, en tal parte, y tampoco faltaban ellos a la cita, pues, desde el primer día, le habían tomado un olor a paliza, capaz de hacer adivinar la hora al más dormilón, y de dar patas de acero al mancarrón más bichoco.

La sola vista de su rebenque les infundía, a los pobres soldados, un apego insólito a todas las virtudes: ¡adiós!, repetidas copas que turban la vista, convites que tapan el horizonte, mientras desaparece el fugitivo; ¡adiós!, amores furtivos, que, en las noches obscuras, propias a las carneadas subreptucias, desaciertan la vigilancia; ¡adiós!, bailecitos improvisados, en los ranchos, y siestas prolongadas, en las frescas ramadas de las estancias.

Con el gesto de Temístocles, rechazando los presentes de Artáxerces, atenuado sólo por una ojeadita de sentimiento, tienen ahora que desairar al compañero de otros tiempos, que, generosamente, ofrece algún maneador ancho, largo y fuerte de los muchos que tiene, sin ser hacendado, o para la familia, un cuarto de carne de vaca, demasiado gorda para ser propia.

Infeliz que se atreva, el policía, a no denunciarlo, pues Gorro Blanco no admite amistades entre su gente y el paisanaje, considerando con razón que pronto se volverían complicidad.

Mientras las milicias se venían al sitio, de antemano fijado, al tranco o al galope, según la hora señalada, pues no debían llegar ni antes ni después, Gorro Blanco, vestido de particular, de sombrero gacho, cabizbajo, recorría el campo, sin llamar en nada la atención; vigilaba, miraba, escuchaba, poniéndose su gorra de vasco blanca, su distintivo predilecto, sólo en las grandes ocasiones, y para hacerse conocer de sus ayudantes.

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A las dos en punto, ese día, se apearon en el palenque de la Colorada, de don Manuel Fulánez, un sargento y un soldado de policía, en el mismo momento en que se iba a correr la carrera principal.

Entre la concurrencia, había uno de esos vagos temibles, conocidos por gauchos malos, que, imbuidos en la idea que la gloria consiste en pelear a cualquiera, y especialmente a la policía, no desperdician ocasión de provocarla, a ver si la hacen reventar o disparar.

De facón en la cintura -pues a él no se había animado Fulánez a pedirle las armas-, arrogante, lo primero que hizo fue convidar al sargento y al soldado a que tomasen la copa.

¡Cómo no que la iban tomar!, con Gorro Blanco mirándolos, recostado en el mostrador. Todavía andaba de chambergo, pero, no por eso dejaba de ser, para ellos, el terrible Gorro Blanco, y con una rigidez, al parecer estoica, insistieron en su negativa.

Irritado el gaucho, después de insistir, él también, un momento, reculó, dándose cancha, y sacó el facón, amenazando a los milicos, insultándolos, tratándolos de cobardes y otras cosas, poniéndolos «como trapo de cocina» decía doña Ciriaca, la mujer del pulpero, al contar el hecho, el día siguiente; hasta que, sin saber cómo, él ni nadie, se encontró frente a frente con un hombre de bigote, algo petiso, morrudo, de gorra de vasco blanca, el poncho de vicuña en el brazo, y bien enroscada en la mano la lonja de un rebenque de cabo de fierro.

-¡Dése preso! -dijo el hombre.

El gaucho lo miró con sorpresa.

-¡Tire el facón! -ordenó Gorro Blanco.

Y en su voz, en su mirada había tanta autoridad, que casi, casi obedece el matrero. Pero la imagen de su fama de gaucho malo empañada pasó por sus ojos y, rápido, alargó un puntazo al oficial. El cabo de fierro del rebenque detuvo la mano, y la muñeca, casi quebrada, dejó caer el puñal.

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El soldado alzó el arma, el sargento le pasó las esposas al gaucho, y media hora después, la larga comitiva de los jugadores que iban a pagar la multa, con el pulpero a la cabeza, desfilaba al galopito, seguida por el preso, a quien iba acompañando Gorro Blanco.

Pronto se hicieron legendarias las apariciones de Gorro Blanco. Era el cuco de los malhechores. Los matreros preferían dejarle el campo libre, y se mandaban mudar más afuera; pues era su pesadilla el dichoso gorro ese, y no podía uno, decían, estar carneando una ajena, en noche obscura, o arreando hacienda... extraviada, sin verlo surgir del suelo como alumbrando.

Estaba uno entregando cueros en la pulpería, donde no había más que un forastero, comiendo nueces. ¡Zas!, de repente, el forastero asomaba la cara en el depósito, de gorra blanca, y revisaba las señales. Ya no era vida.

Y los vecinos cantaban glorias de Gorro Blanco; pues, durante meses, no hubo casi robos, ni hubo muertes. Pero, bien decían que era un bruto. ¿No se le metió entre ceja y ceja, en unas elecciones que hubo, que no haría más que conservar el orden, dejando que cada cual votase a su antojo? Naturalmente, lo despacharon. ¿Y qué más iban a hacer?



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El pecado favorito

Cuando don Augusto Bouret vino a tomar posesión de sus dos suertes de estancia, adquiridas del Gobierno, convino con don Pedro Agüero, en testimonio de simpatía, que, en vez de pedirle campo, como a los demás intrusos, le completaría la majada, como para hacer sociedad.

Don Pedro, cordobés aporteñado, cuyo rancho ocupaba, desde hacía veinte años, la mejor loma del campo, apreció, como lo merecía, la excepción hecha a su favor, que le permitía quedar en la querencia, donde había vivido tantos años, con la finada su mujer, y donde dejaba correr despacio los días, cuidando, con sus dos hijos, las pocas ovejas que le había dejado lo que él llamaba la mala suerte.

Por su lado, don Augusto, extranjero, nuevo en el oficio, sacaba de sus conversaciones con don Pedro, mil pequeños secretos de la vida del campo, aprendiendo a conocer las vivezas instintivas de los animales para defraudar la vigilancia del hombre, y los medios criollos de contrarrestarlas; el modo de hacer tal o cual trabajo, de salir airoso en sus tratos y de evitar las trampas, frecuentes en los negocios de hacienda.

Se estableció la estancia, dejando independiente, aunque a poca distancia, el rancho de don Pedro, y todo andaba a las mil maravillas, sin que nada viniese a confirmar los augurios de los vecinos que habían anunciado tempestades, para cuando don Pedro, decían, «tomase su primera tranca».

Y, ¿cómo creer semejante cosa? si todo, en su conducta, era de tanta corrección que no podía haber, aseguraba don Augusto, otro gaucho en la Pampa, mejor educado, ni más instruido.

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-Sí, sí -contestaban los vecinos-, cuando no está ebrio. Instruido y educado, lo es.

Y con cierto misterio, susurraban:

-Dicen que, en Córdoba, ha estudiado para fraile.

Hospitalario y generoso con cualquier paisano que le viniera a pedir un servicio, don Pedro inspiraba a todos cierto respeto como hombre bueno y de bien, que era incapaz hasta de comer una oveja ajena extraviada en su majada. Su relativa superioridad, por benévola que fuese, no dejaba de dar lugar a cierta envidia, pronto disimulada con los ayes de lástima que todos concedían a los arrebatos locos de vicio que, de vez en cuando, venían a empañar sus excelentes cualidades.

-Usted verá, usted verá. ¡Es una lástima!

El tiempo pasaba; don Pedro seguía cumpliendo regularmente con sus obligaciones; y cuando, por la mañana, después de haber atado en el palenque su caballo, bien rasqueteado y con la crin cuidadosamente tusada, se venía -caminando, al parecer, ligero, pero a pasitos tan cortos y menudos que su apuro era más ficticio que real- a saludar al patrón, con afectuosa humildad, su cara, de facciones distinguidas, realzadas por un cuadro de pelo negro ondulado y de barba toda rizada, recordaba esos hermosos tipos semíticos, cuya sumisa gravedad deja traslucir en los ojos, a la vez serios y risueños, algo como cierto desprecio burlón para la humanidad en general y para el interlocutor en particular.

Su seriedad atenta, cuando le hablaba el amo, su política aprobación habitual de las ideas del patrón, sólo restringida, a veces, por el sacramental y prudente: «Usted es dueño», que tan hondamente significa lo que quiere decir; los consejos, dados en forma de mera y modesta indicación, como quien no quiere la cosa, y con ese tacto peculiar del subalterno que no quiere parece saber algo mejor que el superior; su comedimiento en ofrecerse para cualquier trabajo, todos sus modales hacían de este cordobés, barnizado sin acabar de pulir, un lunar entre el paisanaje porteño que le rodeaba, más activo, pero más rudo.

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Es cierto que su ayuda era algo platónica, y cuando, viendo al patrón con una herramienta cualquiera en la mano, se le acercaba, diciendo: «Preste, patrón», y se la quitaba con gesto resoluto -como si fuera deshonra para él dejar un momento que el patrón se cansara en trabajar, en su presencia-, era generalmente puro ademán; ¡pero lo hacía tan bien y con tanta sinceridad aparente!

Seguramente, cuando joven, había sobresalido en todos los trabajos de campo; hoy, se contentaba con dar indicaciones a los muchachos para lo que era domar, o enlazar, o cualquier otro trabajo pesado; pero para un trabajo delicado, tenía fama merecida de hombre hábil, y si algún estanciero vecino quería que se le adiestrase un caballo para la silla de la señora, o se le amansase un petizo para los chicos, no buscaba sino a Pedro Agüero.

Tampoco había peligro de que Mandinga se llevase al padrillo hecho potro por él, cuando le había dibujado con la punta del cuchillo, en la faz interna de la cola, la señal de la Santa Cruz.

Fatalista, como los árabes a quienes parecía, perdonaba a la suerte sus errores, pero no por esto dejaba de tratar de evitarlos, y como su mayor superstición era que todo trabajo hecho un sábado tenía que salir bien, poco a poco, llegaba a no trabajar más que el sábado... cuando no llovía, o que lo permitía el estado de la luna.

Y por el conjunto de sus cualidades y de sus defectos, resultaba, para don Augusto, entre muy útil y casi inservible.

... Hasta que un día de viento norte muy feo, se oyeron en el puesto gritos desaforados, vociferaciones, insultos soeces: «a ese gringo que se le había venido a meter aquí, quién sabe con qué derecho»; y sonó un tiro de revólver, que fue a herir en el brazo al hijo mayor, quien había querido pedir al padre que se moderase.

Y, siguiendo la farra, volvió a la pulpería, donde, con un tono chocante que contrastaba con su finura habitual, convidó a los concurrentes, hablando, con altanería sin par, de   -29-   medir con cualquier facón su «capadora» y de castigar a rebencazos a esos cobardes, que lo miraban como zonzos, sin atreverse a decirle nada.

Y ¿por qué no le decían nada?, ¡porque bien sabían que él era gaucho!

-¡Soy gaucho! -repetía-, ¡soy gaucho!

Lo que menos era, el pobre; pero no sólo lo sabían inofensivo, sino que pocos eran, en la vecindad, los que no habían tenido ocasión de ir a buscarlo a su casa, encontrándolo siempre dispuesto a venir, a cualquier hora, a cristianar a un recién nacido, en peligro de muerte, o a rezar, en un velorio, las preces de los difuntos.

Al rato, le dio por cantar, y compró una guitarra; con ella, se fue para su casa, y de allí, mandó a su hijo menor a buscar otro porrón de ginebra.

Cuando volvió el chiquilín, le salió al encuentro, bamboleándose, emponchado, y desafinando a raja y cincha con la guitarra y con la voz; el mancarrón, un viejo servidor bichoco, se asustó y volteó al muchacho; don Pedro no vaciló, sacó la cuchilla, y degolló al caballo.

La vista de tanta sangre lo calmó; arrojó lejos de sí el arma; la guitarra fue a dar violentamente contra el suelo, hendida, estertorosa, y don Pedro, dejándose caer en la cama, se durmió profundamente.

¡Pobre don Pedro Agüero!



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La libreta

La pulpería de don Juan Antonio Martínez, poéticamente denominada por su dueño: «La Nueva Esperanza», quizá en homenaje a anteriores descalabros, era la más acreditada de todas las casas de negocio brotadas a veinte leguas alrededor.

Muchos eran los bolicheros, y bastantes también los comerciantes de regular capital, que se habían gastado las uñas en la infecunda tarea de hacerle competencia. Don Juan Antonio, regordetón y risueño, hijo de las costas cantábricas, se reía de esos inútiles esfuerzos, conteniendo con admirable diplomacia a los clientes buenos que hubieran podido tener veleidades de saldar definitivamente sus cuentas, y dejando irse sin un gesto, a los clientes dudosos a quienes La Verde de Espinosa, o La Blanca; de Lissagaray, o La Colorada de Fulánez ofrecían libreta...

¡Tener libreta!, es decir, cuenta abierta en la casa de negocio; poder -sin dar un peso en efectivo, durante todo el año, de esquila a esquila- sacar de la casa todo lo necesario a la manutención de la familia y a la administración del rebaño: comestibles y maderas, vacios, ropa, calzado, remedios, muebles y utensilios, y el antisárnico para curar las ovejas, y las tijeras para esquilarlas, o las herramientas para mover la tierra, y los aperos y monturas, todo, en fin; y también, de cuando en cuando, poder girar contra la casa un valecito por algunos pesos: para sueldo de algún peón conchabado en un momento de apuro, o para algún viaje al pueblito y hasta platita para satisfacer los caprichos de la patrona, loca siempre por comprar al mercachifle, napolitano o turco ambulante, despreciado y odiado más que temido competidor de la casa   -31-   establecida, algún cachivache de lata niquelada, o cinco metros de género estrambótico.

¡Si lo viniera a saber don Juan Antonio!... ¡Vaya!, venirle a pedir plata prestada para gastarla con mercachifles: capaz de cerrar la libreta y de dejarlos plantados; y, entonces, ¿cómo esquilamos? Pues, en tiempo de la esquila, la pulpería es el banco que adelanta dinero para todos los gastos.

¡No tengan ese cuidado! Don Juan Antonio Martínez, puede ser que se haga el enojado; pero no es tan tonto como para cerrar una libreta segura, en medio del año, cuando ya le deben mucho y que se viene acercando justamente la esquila; pues sería lindo que, por una nimiedad, permitiese que viniera otro a quedarse con el diente y con la lana, teniendo él, después, que correr detrás de su plata. No; él sabe que hay que dejarle soga al redomón, para que no corte, y que, si el nudo es bueno, la huasca fuerte y el poste seguro, no hay peligro.

Y el palenque de don Juan Antonio es seguro, pues es el de la necesidad. La soga es la libreta.

*
* *

En el patio interior de la pulpería se ha parado un carrito; lo maneja el hijo mayor de misia Tomasa, buen muchacho, quien, hace poco, ha dejado sus estudios en la escuela del pueblito; ha aprendido a leer y ya puede escribir -orgullo de sus padres- unas cartas que, por lo claro, parecen una conversación por gestos. Algo se ha olvidado del lazo, pero pronto lo volverá a conocer.

Don Juan Antonio se precipita; a gritos, llama a los dependientes; pide un banco, un cajón, para que se bajen del carrito misia Tomasa, una señora muy gorda, y dos de sus hijas: Ceferina, en toda la flor de sus diez y siete años, cuyos morenos encantos no sufren de la ausencia de corsé, siéndoles,   -32-   sí, fatales, el corte tosco del vestido de percal muy relavado, las medias mal estiradas en los botines a la crimea, enormes y sin lustrar, y el pañuelo de algodón floreado que le tapa toda la cabeza, dejando apenas pasar el relampagueo de sus ojos; y Concepción, una niña de trece años, pintona, como dicen entre dientes, allá en un rincón, dos viejos gauchos mirones.

Trabajoso, el desembarco de doña Tomasa, mientras los perros que han venido con ella, empeñan con los de la pulpería una conversación a rezongos y ladridos roncos, precursores de cercanas luchas.

Don Juan Antonio, con amable sonrisa, remite a misia Tomasa una libreta nueva, que lleva, para no desperdiciar nada, su propio precio en el primer renglón, y al haber, una bonita cantidad de pesos: sobrante del importe de la lana que compró él y ya realizó.

Y empieza el delicado trabajo de volver a atar suavemente la soga al bozal, sin hacer corcovear al cliente.

-¿A cómo me vende el azúcar? -pregunta, antes de todo, doña Tomasa, instalada en una silla, cerca del mostrador.

-Se lo pondremos a 0,45 el kilo, este año, señora. Hacemos este nuevo sacrificio para nuestros clientes.

Y aunque parezca mentira, es un sacrificio; pero, en trampa sin cebo, no se caza pajarito.

Y después de conquistada así la buena voluntad de doña Tomasa, hace bajar de los estantes los artículos que pide, y otros muchos que no necesita; le llena los ojos con el relumbrón de las piezas de percal y de los pañuelos de seda, la abomba con incesante palabreo, y le hace rebajas, y, galante, le regala un abanico japonés de diez centavos, y otro a Ceferina, y a Concepción un paquetito de caramelos, y apunta, apunta, apunta.

Ahora, cada dos o tres días, vendrá el muchacho, con las maletas, a buscar las mil cosas que, para comer y vestirse, necesita la familia.

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El marido de doña Tomasa no dejará de venir, él también, de vez en cuando, a jugar un partido y convidar a los amigos; y en la duda de cuántas copas son, siempre se apuntan algunas más, y la libreta se va llenando de garabatos, de manchas sangrientas, y de sumas cada vez más abultadas.

Cada mes, es cierto, el carro de la pulpería pasa por el rancho, a alzar los cueros o la cerda, y también se apuntan en la libreta; pero don Juan Antonio apunta entonces lo menos posible; y como el muchacho, aunque diga, no revisa nada, los cueros resultan casi todos de epidemia o pelados.

De modo que la libreta tan bien se hincha que, por poco que pinte mal el año, le empieza a entrar recelo al mismo pulpero. El cliente, él, no se asusta por tan poca cosa.

Por su parte, los competidores ofrecen al esposo de doña Tomasa precios altos por la lana; y don Juan Antonio, para no perder un parroquiano que, al fin, no está todavía fundido del todo, y para asegurar su crédito, no vacila en comprarla a cualquier precio.

Queda, asimismo, una cola que sólo se podrá liquidar con la venta hipotética de novillos o capones que, quizás, engorden; y cuando, poco a poco, la libreta se haya comido, después de lo gordo, los animales al corte; después del rédito, el capital, entonces llegará el momento oportuno del ahorcamiento final; pues, siempre se debe degollar con tiempo la oveja moribunda, para que siquiera el cuero resulte un poco mejor.

Y al cliente arruinado que le venga a decir humildemente:

-¿Podremos seguir con la libretita, patrón? -contestará don Juan Antonio Martínez:

-Amigo, vea; ¿por qué no lo ve a Fulánez?



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Funeraria

-¡Ave María! -gritó desde el palenque el muchacho; y antes que don Agustín hubiera tenido tiempo de espantar los perros y de invitarlo a apearse-: Don Agustín -le dijo-, manda decir mi tío si usted puede venir hasta casa, para hacer un cajón.

-¿Un cajón?, ¿para qué?

-Para el finado Patricio.

-¡Cómo!, ¿murió Patricio?

-¡Sí, señor!

-¿Y de qué?

-Lo mató Suárez.

-¡Hombre!, ¿y cómo fue la cosa? Bajate pues, hombre, y mientras me visto, me cuentas.

El caso era muy sencillo. Patricio era un mestizo inglés, compadrón y chocante como él solo, cuando estaba mamado, cosa que le sucedía, en término medio, cinco días por semana. En su calidad de compositor de los dos parejeros de la pulpería, era admitido detrás del mostrador, y ahí se daba mucho tono con los clientes, doctoreando de conocedor en caballos y de carrerista, sin admitir réplica.

Más de una vez, había suscitado camorras, y sacado el revólver o hecho relucir la cuchilla; pero no había pasado de compadradas de que nadie había hecho caso.

Este día, estaba entre la concurrencia un gauchito, bajo de estatura, delgado, casi lampiño, de ojos chiquitos; con una de estas caras que nadie piensa en mirar, que, instintivamente, se disimulan detrás de espaldas más altas, y cuya vista inspira al que, por casualidad, las ve, la misma repulsión que   -35-   la de una víbora, con la misma intuición de destrucción necesaria, aunque sea con asco.

Se llamaba Suárez; era hijo de una vieja puestera del pago, mala, ella también, como la hiel, y todos le tenían... recelo, por lo menos.

Se armó lo de siempre, entre él y Patricio, y después de un cambio de palabras algo fuertes, saltó el inglés enfadado por encima del mostrador, rebenque en mano; pero antes que hubiera puesto el pie en el suelo, quedó tendido de espaldas en el mostrador, pataleando en medio de las copas volcadas, con una herida bárbara en el costado.

Suárez limpió el cuchillo en el umbral, y conservándolo en la mano, con la mirada circular, torva, humildemente desafiadora de la fiera acorralada, se retiró hasta el palenque, montó a caballo, y pronto se perdió en el pajonal, sin que nadie hiciera un gesto para detenerlo.

Cuando llegó don Agustín con el muchacho, el alcalde estaba allí, conversando con el dueño de la pulpería, cerca del catre donde descansaba el cadáver de Patricio.

Lo único que quedaba hacer era preparar todo para velarlo y llevarlo, el día siguiente, al pueblo -catorce leguas de caminos deshechos y pantanosos, donde se daría cuenta a la autoridad, se haría reconocer el cuerpo y se le daría sepultura.

Primero, se necesitaba un cajón. Don Agustín se puso a disposición del pulpero: no era, a decir la verdad, carpintero de oficio, pero tenía cierta afición y era bastante baqueano para enderezar a martillazos los clavos torcidos y enmohecidos que nunca faltan en una casa de negocio, serruchar medio derecho tablas de cajones vacíos y de barricas, y pegarlas juntas, sin ofenderse por demás los dedos.

Bien se hubiera podido -y algunos viejos habían emitido la indicación- envolver al difunto en un cuero de potro y llevarlo así, a la moda antigua, de cuando una tabla era un lujo, y que había que hacer seis leguas para pedir un serrucho prestado. Pero nadie los escuchó; ¿para qué?, si había de todo en la casa, y el pulpero indicó a don Agustín un montón   -36-   de cajones vacíos, autorizándolo con una liberalidad que hacía honor a sus sentimientos de caridad cristiana, a tomar todo lo que necesitase.

Una hora después, apenas, de haberle don Agustín tomado medida de su último traje, se encontraba Patricio descansando en un féretro artísticamente trabajado; dando la casualidad que en el sitio de los pies, se pudiera leer: «Bitter de los Vascos», mientras se juntaba en la cabecera, un letrero de coñac con uno de ajenjo, y derramada en los costados y en todas partes, la lista completa de las bebidas con que suele ponerse alegre la gente de campo: vermouth francés y vermouth Cinzano, ginebra, Whisky, anís de Carabanchel, aguardiente de uva y algunas otras. Ningún honor fúnebre le podía haber sido rendido con más exquisito tacto al finado Patricio.

Lo velaron muchos vecinos, atraídos por la curiosidad y por las ganas de oír los detalles del suceso; fumaron una gran cantidad de cigarros, se tomaron bastantes copas; dicen que se arreglaron dos carreras para el domingo siguiente, y no hay duda que, si el dueño de casa lo hubiera permitido, hubiera sollozado la guitarra algún canto más o menos fúnebre.

Al amanecer, se ató un carrito con tres buenos caballos, se cargó en él el pintoresco ataúd, y se marcharon, en medio del silencio de la concurrencia, más atontada por una noche sin sueño que respetuosa de la muerte, don Agustín, sentado en el carro, y el viejo don Anselmo, a caballo, para cuartear, en caso de apuro.

Y en las brumas matutinas, fue extinguiéndose, poco a poco, el rumor vago, salpicado de notas claras, producido por el sonido de las ruedas en el eje, los tumbos del carro en los huecos de las huellas, el trote de los caballos en los charcos de agua y la conversación a gritos de los dos viajeros, con la cual trataban de contrarrestar la emoción involuntaria que les infundía la presencia algo solemne del mudo compañero, a pesar de la sobreexcitación causada por la agitación del viaje y por la copiosa mañana tomada antes de salir.

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Ocho horas después, llegaban frente a la policía del pueblito, y bajaban ambos del carro; pues el viejo Anselmo, en las seis paradas que habían hecho, en los boliches del camino, para dar resuello a los caballos y contar el suceso, con amplios detalles, se habían tragado tantos anises con ginebra, que don Agustín, algo bastante punteado también, le había hecho atar el mancarrón a la par de un ladero y ofrecido un asiento en el carro.

Y cuando hubieron entregado al oficial de guardia el parte del alcalde, y recibido la orden de bajar el difunto, vieron, atónitos, que la puerta del carro, desprovista de sus clavijas, colgaba, avergonzada, de las bisagras, y que el muerto había desaparecido.

-¡Ahijuna!, ¡se nos fue! -exclamó Anselmo.

Pero don Agustín, que era hombre formal, lo hizo trepar otra vez en el carro, a su lado, y sobre la marcha, sin decir nada a nadie, agarró por donde habían venido, registrando cuidadosamente el camino recorrido, hasta que, a una legua, más o menos, del pueblito, encontró al pobre Patricio, que esperaba tranquilo, con el cajón boca abajo, en un charco, que lo viniesen a buscar.



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Lo criollo

Don Victoriano Ortiz, al tranco sosegado de su crédito, penetró con don José, el resero, en el rodeo de sus vacas -unas mil cabezas-, parado en una lona medanosa, y caminaron ambos, despacio, entre el oleaje de grupas y de astas, tratando el resero de no pisarse en sus cálculos y de darse buena cuenta del estado de los animales y de su valor, y Ortiz, de remover delante él los novillos más grandes y gordos.

-¿Qué le parece, don José, la novillada?, van tres años que no vende; se puede cortar de a puntas.

-Sí, cierto -contestó el resero-. Hay bastante novillada grande; pero es muy criolla.

-¿Le parece?

Y quedó Ortiz todo desconsolado, como quien pierde la ilusión de un gran esfuerzo inútil, al acordarse que había podido conservar, hacía tres años, en su rodeo, durante unos meses, un torito mestizo, de la estancia vecina, creyendo asegurado así el refinamiento rápido de su hacienda.

Barrosas y chorreadas, hoscas y bayas, overas y yaguanés, con astas largas y amenazadoras, en sus cabezas grandes; las ancas estrechas y salientes; puro pecho, poco cuarto, y con unas patas largas que más les hubieran hecho ganar un premio en las carreras que en una exposición rural, las vacas del amigo Ortiz eran, como él, de pura sangre criolla.

Pero lo que puede, para el hombre, ser un mérito relativo, no lo es para los animales, y los reseros de hoy ya no tienen más ojos que para las mestizas. Si Ortiz no vendía novillos desde tres años, y si de los que llevó don José, no sacó más que un precio irrisorio, es que lo criollo ya no tiene aceptación. ¿Qué le vamos a hacer?

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Pero él difícilmente podía entender esa moda, como decía, y seguía resistiéndose a invertir plata en esos toritos ingleses que todos ponderaban, y que, por fin, no le parecían tan buenos.

Lo mismo con las ovejas. Tenía una gran majada de criollas, altas, delgadas, con una lana más fiera que la peluca de Mandinga, y esto sólo en el lomo; y a los que le indicaban la necesidad de mejorar su rebaño, contestaba que las ovejas criollas eran las únicas en que tenía fe; que ellas no sabían lo que era sarna, ni lombriz, ni mancura, ni nada; que eran sanas y fuertes, que criaban lindamente sus corderos, y que no quería saber nada de linca ni de rambullé.

-Demasiado se me van mestizando con las mixturas -decía; aunque más miedo todavía tenían los vecinos a la majada de él, siempre llena de carneros, en toda estación; y ¡qué carneros!, tan emprendedores, e indómitos como fieras.

-Criollos lindos -decía don Victoriano.

El animal criollo es el que, de un estado doméstico anterior, va retrocediendo al estado silvestre; el criollo, por otro lado, es el hombre que se va acercando al refinamiento: se encuentran ambos por el camino, y mientras no sean mayores las necesidades del último, quedan juntos y se acompañan, en ese estado de transición. El criollo se contenta con conservar la propiedad de sus animales; observa sus mañas, sus costumbres y les opone su vigilante astucia, salvando su dominio por medios primitivos de coerción. Todavía no piensa en mejorar su propia condición; ¿cómo pensaría en mejorar la de su hacienda?, ella vive y se multiplica; ¿qué más quiere?, también está apropiada a lo poco que le pide y se contenta con vivir de ella.

La ambición de enriquecerse no ha nacido todavía en él; ni trata de producir más de lo que necesita, ni menos, de conservar lo que le podría sobrar.

Fácilmente se comprende que con semejante ideal, nunca se hubiera acordado Ortiz de comprar campo. Primero había andado vagando por tierras sin dueño conocido, o en   -40-   campos del estado, y sólo cuando aumentaron sus intereses y se empezó a poblar la campaña, pensó en arrendar. Bien veía que, por todas partes, se formaban estancias, grandes y pequeñas, y la mayor parte, de propiedad de extranjeros; poco acostumbrado a ver que el pesebre y la rasqueta sólo servían para el caballo importado, y que la intemperie y el campo pelado no bastaban para el criollo, no se le ocurría que pudiera, él, nacido acá, aspirar algún día a ser también dueño de algún retazo del suelo patrio y a radicarse en él.

Se dejó estar, pues, durante mucho tiempo, hasta que bien aconsejado por su amigo don José, el resero, logró un campito a precio regular.

Con la inesperada posesión de la tierra, cambiaron sus ideas.

No tener ya que pensar en el pago del arrendamiento, esa terrible pesadilla anual, ni en la próxima mudanza, ese trastorno periódico que, muchas veces, es la ruina, que siempre es un atraso, esto basta para que se borren de la mente del criollo los vestigios del instinto nómada, heredado de sus antepasados.

Y pronto, aunque ya viejo, dejó Ortiz de ser el criollo empedernido que siempre había sido. Fue vendiendo poco a poco las barrosas y yaguanés; y los toros mestizos de buena cría anduvieron haciendo la ley en el rodeo, mientras que las ovejas criollas, cruzadas con buenos carneros, daban crías que quizás hubieran renegado de sus madres, por ordinarias, si hubieran sido gente.

Hubo, por cierto, desconsuelos pasajeros; la tierra había quedado pampa, y los mestizos son delicados. El pasto puna, que basta para mantener ovejas y vacas criollas, enferma a aquéllas; pero después de maldecir, en más de una ocasión, las mestizaciones, y de insistir, a veces, en que «no hay como los animales criollos», Ortiz tuvo por fin que aplaudir a sus hijos haciendo el oficio de gringos y siguiendo a pie el arado que hace mestizala tierra, y arraiga en ella al hombre.

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Fue por aquel entonces, cuando el resero don José vino, un día, muy paquete, a visitar a la familia de Ortiz, con el solemne objeto de pedir, para su hijo, la mano de la joven Zulema. Y como el viejo Ortiz, muy halagado por el pedido, por previsto que fuese, le preguntaba al resero, con aire socarrón, si no tenía recelo de que le saliera muy criolla la hacienda, don José, galante, contestó que, tratándose de flores, cambiaba de especie la cosa, y que hay violetas del país y rosas criollas que pueden competir con las mejores flores importadas.



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El gaucho

-¿Por dónde andará todavía ese hijo de perra? -gruñó don Ramón, apenas salido de su cuarto, después de la siesta; y mientras el capataz le contestaba por un: «¿Quién sabe?», poco comprometedor, doña Baldomera, la cocinera, se apresuró a decirle:

-Señor, salió a repuntar los carneros.

Refunfuñó don Ramón, pero quedó medio apaciguado por la piadosa mentira de la vieja; y ésta volvió a su cocina, añadiendo entre dientes:

-Si la madre fue perra, lástima que no seas el padre; los dos hubieran hecho buena yunta.

Y mientras tanto, el Guacho, por una hora, encontraba la vida buena y digna de ser vivida; su caballo escondido en la hondonada de un médano, estaba él en acecho, con su fiel compañero, Baraja, un perro sin abolengo conocido, lo mismo que él, mirando ambos, sin moverse y sin respirar, la boca redonda de una cueva misteriosa, tratando de percibir cualquier ruido que de ella saliera. En la cueva había desaparecido un zorrino, perseguido por Baraja, y no era esa, presa de dejarla, así nomás.

Pero pasaban las horas y el zorrino no se movía; el sol había bajado, y tampoco era cosa de arriesgar una paliza. Saltó a caballo el muchacho, y dando vueltas entre las lomas, de modo que siempre le tapasen el bulto, apareció de repente a pie, tirando el mancarrón del cabestro, y arreando despacio los carneros, como después de haberles pastoreado con la mayor vigilancia.

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Lo retó, furioso, por supuesto, don Ramón, por no haber estado en las casas, cuando lo había necesitado; pero, como lo hubiera retado lo mismo por no haber estado en el campo, si lo hubiera encontrado en las casas, no había más que aguantar y sufrir la tormenta, como la sabía hacer el muchacho, con toda paciencia, aunque viniera con granizo.

Un día que el Guacho, muy niño todavía, había cazado en una laguna cuatro patitos recién nacidos y los ofrecía a un vecino:

-Si tuvieran madre -le dijo éste-, bien te los compraría, muchacho; pero así, solos, se los comerán los gatos o las comadrejas.

Y el niño pensó que si él también tuviera madre, quizá recibiría menos palos y oiría más a menudo palabras de cariño, como esas que, de lástima, le solía decir, a veces, doña Baldomera, la vieja cocinera.

Pero, aunque tratado como esclavo por el que se decía su tutor, poco se solía quejar, sufrido, como era, contentándose con buscar alivio a sus males en las escapadas, que con su fiel Baraja, podía hacer, entre los médanos, el monte o los pajonales, aprovechando para ello algún descuido del tirano.

No siéndole permitido conversar con nadie, ni jugar con ningún muchacho, se había acercado a los animales; con Baraja, conversaba de veras; le contaba sus penas y le explicaba sus proyectos, y era de ver en los ojos del perro, y en los movimientos de su cola, como todo lo entendía perfectamente.

Juntando sus instintos y sus aptitudes, habían conseguido conocer las costumbres, mañas y modos de vivir de cuanto bicho existe en la Pampa, de tal modo que aquel al cual habían echado los puntos, difícilmente les escapaba.

Ni al zorro, entonces, le lucían sus vivezas, ni al tero, sus gritos, ni al avestruz, sus dengues, ni al venado su ligereza; ni con su desliz silencioso, ni con sus erguimientos enojados   -44-   se salvaba la víbora, ni la perdiz, con su más completo arrasamiento. Bien podía la nutria echarse a nado, la vizcacha entrar en su cueva, disparar el peludo o volar el cisne, todo era presa segura de las piernas ágiles, las diestras manos, el ojo certero del Guacho. Su observación penetrante, su destreza infalible, su intrepidez, su paciencia a toda prueba, su energía indomable, su gran fuerza física, su sangre fría superior a toda sorpresa, su resolución rápida, inmediatamente puesta en acción, hubieran hecho de él, dirigidas por mano paterna, o sólo cultivadas por el amor materno, todo un hombre. Bien lo decían sus grandes y hermosos ojos, donde también hubieran tenido su sitio la ternura y la bondad, si las crueldades de la vida no las hubieran ahuyentado para siempre.

Sucedió que una tarde, se dejó estar con Baraja, en el campo, algo más que de costumbre: cautivado probablemente por las idas y venidas de toda una familia de cuises, que soñaba de tomar vivos; y cuando volvió a la estancia, de noche casi cerrada, se encontró, en el palenque, con su verdugo esperándolo; y ni las suplicaciones del muchacho, ni las preces de doña Baldomera, ni las miradas de humilde reprobación del capataz, impidieron la tormenta de resolverse en los hombros del Guacho, en brutal lluvia de rebencazos. Baraja, primero, suplicó también con los ojos; pero pronto, gruñó, enseñó los dientes, y al fin, se abalanzó y mordió en el brazo a don Ramón. Lo mordió poco, casi respetuosamente, como quien se ve obligado por las circunstancias, a llamar al orden a un superior.

Don Ramón dejó de castigar al chico, sacó el revólver y apuntó al perro; pero pensó quizá que no podía ser esto, para él, un simple caso irreflexivo de defensa propia, sino que debía a semejante desacato de su autoridad suprema la reparación de una ejecución en forma, y con calma aparente, se fue a su cuarto, tomó una escopeta, la cargó y descerrajó contra el pobre Baraja los dos tiros, yéndose el perro a morir por allí, entre los yuyos de la quinta.

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El muchacho lo siguió, besó con lágrimas su cabeza de amigo fiel, y volvió a las casas, envueltas ya en las tinieblas de la noche y en un silencio tan denso que parecía protesta contra la mala acción cometida. Don Ramón le mandó se quedase de plantón, toda la noche, al pie de su cama.

Cuando amaneció, el Guacho, protegido contra sus posibles perseguidores, por toda la astucia que le podía inspirar su ciencia profunda de las artimañas propias de los bichos de la llanura, había desaparecido, llevándose uno de los mejores caballos de la estancia; y el capataz encontró a don Ramón, muerto en su lecho, degollado.

A su llamada, vino doña Baldomera; y la vieja mujer, en presencia de ese cadáver, sacudida por tantas emociones, enjugándose los ojos con el delantal, sólo pudo murmurar, sollozando:

-¡Pobre Guacho!



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El alcalde

Una de las preocupaciones mayores del juez de paz del partido «Sargento Cabral» era de encontrar y de conservar alcaldes para los nueve cuarteles de su jurisdicción. Ser alcalde, es un honor, no hay duda; pero también es un hueso pelado que no da para puchero; y pocos eran los vecinos bastante valientes, tontos, vanidosos o abnegados para aceptar el puesto, o para no tirarlo como ascua, cuando en un descuido se lo habían dejado colar.

El juez de paz tiene mil modos de sacar provecho de su posición oficial; el comandante militar consigue con facilidad, peones, de ojito, para su estancia; al comisario, siempre se le queda pegado en el fondo del cajón, una que otra multa olvidada en los apuntes oficiales; el secretario de la Municipalidad no deja de percibir su comisioncita para apurar el despacho de alguna guía; para el médico amigo del juez de paz, hay visitas obligatorias y bien remuneradas; y el recaudador de rentas, si es vivo, sabe crear pretextos para cobrar multas de las cuales le toca la mitad.

Pero el alcalde, ¿de dónde sacaría sebo? Vive en el campo, lejos del foco luminoso que irradia sus favores sobre los felices mortales acurrucados en rededor de él; tiene que atender sus propios intereses o los que le han sido confiados. De poquísima instrucción, apenas le alcanzan los medios para verificar una señal o una marca, y descifrar los hieroglíficos certificados de venta de hacienda, en los cuales tiene que poner su visto bueno; y si, a veces, podría ser muy capaz de apropiarse una vaca ajena, no tiene ni la más remota noción de cómo se puede, por medio del papel y de la pluma, trampear al prójimo.

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Sí, sí; es un puesto honorífico el de alcalde; pero a más de las pocas utilidades que proporciona al titular, lo hace candidato a sufrir eventualidades que, por honoríficas que sean, suelen ser poco sabrosas.

De repente llega del pueblo una comisión que le entrega un imponente oficio, mandándole se constituya inmediatamente en el domicilio de Fulano de Tal (un bandido de siete suelas que vive entre los juncales y capaz de matar al propio padre), para intimarle orden de prisión; tiene el alcalde, si quiere cumplir con su deber, que dejar sin acabar el pacífico trabajo que estaba haciendo, para ir a correr el riesgo de que le sacuda el otro algún balazo o un buen pinchazo.

Hay alcaldes que, sin vacilar, ensillan y van; y los que, también sin vacilar, se quedan en su casa, y ya que el juez no se sirvió acompañarla, mandan a la comisión a arrostrar sola a la fiera.

De los primeros era don Dionisio Sayago, hombre reposado, de edad algo más que madura, hacendado, de buena raza criolla, quien fue una vez, así, con tres milicos y un sargento, a prender a un cuatrero famoso que se había refugiado en su cuartel. Al llegar al rancho, lo vieron muy sí señor, parado en la puerta, y tomando mate, con el parejero ensillado en el palenque, listo para la disparada.

Don Dionisio, sin bajarse, y dejando a retaguardia a sus acompañantes, le dio la voz de preso. La contestación fue breve y expresiva: el gaucho alzó un trabuco, que tenía a mano, cargado hasta la boca, y como manga de piedra con trueno, silbaron las balas y los recortes, en una detonación formidable. Cuando se disipó el humo, se veían desde el rancho, cinco grupas de caballos huyendo a todo correr, y el bandido, con una sonrisa sarcástica, se golpeaba la boca.

Uno de los jinetes, entonces, sujetó de golpe, y dándose vuelta, se acercó otra vez al palenque.

Don Dionisio había sentido, al oír la risa del criminal, una nube de vergüenza invadirle el rostro, y se volvía, solo, resuelto, sereno, a cumplir con su deber.

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Se apeó con toda tranquilidad, ató su caballo, se aproximó al rancho, sin decir palabra, y cuando estuvo a cinco pasos del gaucho, que, atónito de tanta audacia, había dejado caer el trabuco descargado, para empuñar el facón, don Dionisio sacó ligero del cinto el revólver, y apuntándolo, le dijo con calma:

-Tire las armas, amigo, y dése preso.

El cuatrero cedió, abochornado, al instinto de la propia conservación, y quedó temblando de rabia, pero paralizado. Quiso, no hay duda, atropellar al atrevido; tuvo, por cierto, la idea de abalanzársele; de darle vuelta rápida por un lado y de herirlo; calculó también la distancia que lo separaba del parejero salvador; se acordó con sentimiento del trabuco yacente, inútil, en el suelo; casi dio un paso adelante, al comparar su ligereza y su fuerza con la pesadez y la relativa debilidad de ese hombre ya casi viejo; pero se quedó inmóvil, como clavado en el suelo, pálido, febriciento, avergonzado de verse tan cobarde que ni se atrevía a mover la mano, siquiera para secarse el sudor de la frente; casi rugió, casi lloró. Vio cerrarse las puertas de la cárcel; oyó las risas... quiso moverse, erizado.

-¡Una! -dijo don Dionisio.

Y se sobresaltó el gaucho, como si hubiera oído hablar la misma boquita del revólver, redonda, negra, reluciente, que guiada por un ojo agrandado de todo el esfuerzo de mantener cerrado el otro, y con agudeza de visión duplicada por la ceguera del compañero, espiaba cualquier gesto, cualquier movimiento que hubiese tentado hacer.

No hizo ninguno.

-¡Dos! -dijo la voz: y todo lo que le permitió la parálisis de que era presa, fue de abrir la mano para dejar caer el facón: ¡Malvado, cobarde, flojo!

Seguido siempre por la enervante amenaza de la boquita redonda, muda elocuente, tuvo que marchar, reculando, hasta el palenque, montar en el caballo de don Dionisio, mientras éste saltaba en el parejero, y llegar, así conducido, al   -49-   puesto del alcalde, donde encontraron a los milicos rodeando el fogón y floreándose con contar, entre dos mates, con todos los detalles, por supuesto, la pelea tremenda, en la cual, a pesar de la bravura por ellos desplegada para salvarlo, don Dionisio había seguramente encontrado su fin.

-¡Pobre don Dionisio! -empezaba uno, cuando el alcalde lo interrumpió:

-¡Sargento! -dijo-, asegure a este preso; y mande uno de sus hombres a alzar el facón y el trabuco que el señor ha dejado olvidados en el patio.

Luego, corrigió:

-Pueden ir dos, si uno les parece poco.



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Pesquisa

-¡Patrón!, en ninguna parte se puede encontrar la colorada, y el ternero ha vuelto solo, como de lo de don Ignacio; para mí, han aprovechado la siesta y nos han pegado malón.

-¡Oh! ¿habrán sido capaces? Sería como un asesinato. Que carneen una vaca cualquiera, un novillo, se comprende; ¡pero elegir una lechera, y ésa, sobre todo, que demasiado saben ellos cómo la queremos aquí, tan mansa, tan buena! Y a más, sería sólo para hacer daño, pues estaba flaca la vaca.

-Cierto, señor. Pero así es esa gente.

-¡Caramba!... ¿y qué les hago?

-Patrón, la comisión está en Los Galpones. ¿Por qué no lo ve al oficial? Quizá podrían hacer algo.

-¿Está? ¡Lindo, entonces! Hágame ensillar el zaino.

Y media hora después, don Luis Casalla llegaba a la estancia de Los Galpones, donde encontró una comisión que hacía su recorrida mensual en los establecimientos del partido. Cuando llegó, el oficial, vestido de particular, tomaba el último mate de manos del sargento, esperando que el ayudante acabara de ensillarle el caballo.

El estanciero no era para el oficial un desconocido; éste siempre había sido muy bien recibido en el establecimiento, en sus recorridas, y nunca había faltado en la estancia algún mancarrón ajeno para sus milicos, cuando llegaban con los caballos cansados. Don Luis le contó el caso.

Era algo tarde ya, y el oficial le manifestó que, a pesar de su buena voluntad, no podía ir allá derecho.

-Pero no importa -le dijo-. Vuelva usted a su casa para no darles sospechas, y, a la madrugadita, nos viene a buscar   -51-   a La Barrancosa, donde haremos noche. El puesto queda cerca y los agarramos sin perros.

Así fue; y aunque las noches, en esa estación, sean cortas, don Luis Casalla se apeaba en el palenque de La Barrancosa, antes que los gallos hubieran acabado de modular la primera copla del estridente cántico con el cual suelen despertar al sol.

En su parecer era, con todo, mucho, el tiempo perdido, y mucho más le hubiera gustado poder, el día anterior, aunque hubiera sido de noche, caer como bomba sobre la cueva de esos malhechores, encerrarlos en su madriguera, machos, hembras y cría, y buscar en los alrededores los rastros del delito... del crimen, pensaba él, pues el amor que todos, en su casa -mujer, niños y servidores-, profesaban a esa lechera, casi la elevaban al rango de miembro de la familia.

Casi iba, sin quererlo, hasta juntar en su mente las ideas de madriguera, de bichos dañinos y de incendio; pero más que todo, renegaba, entre sí, con el maldito: «¡Mañana!», al cual, sin embargo, se sabía demasiado atener, él también, cuando se trataba de intereses ajenos.

La comisión se alistó, y, poco después, salían los cuatro, dirigiéndose al galopito hacia un rancho bajo, que en la luz tenue de la madrugada, casi no se podía distinguir entre los juncales.

Cuando todavía estaban a unas diez cuadras del puesto, oyeron el ruido de un carro que se alejaba ligero, chapaleando sus caballos entre los charcos de agua que todavía quedaban, restos de la última crecida, en las partes más bajas de las cañadas, y al cabo de un rato, vieron destacarse en una loma, ya alumbrada por los primeros rayos del sol naciente, la silueta de un hombre alto, parado en el carro, acompañando con el cuerpo las sacudidas del vehículo, como acompañan los marineros, afirmados en sus fuertes y flexibles piernas, el continuo vaivén del navío.

-¡Diablos! -dijo el oficial-. ¿Quién será éste?

-Es Valentín, el panadero de San Antonio -contestó don Luis.

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-Malo, ¡con estos panaderos y mercachifles! Son para nosotros, como los teros para el cazador, y como compran los cueros robados, tienen que ayudar a tapar los robos.

Y dándose vuelta, le dijo al sargento:

-Mira, Zamudio: pégale una al picaso, a ver si alcanzas el carro; lo revisas, y si tiene algún cuero, te lo traes a lo de Ignacio, con carrero y todo.

-Está medio lerdo el picaso -contestó Zamudio.

Y fuera que el picaso no hubiera comido bien en La Barrancosa, fuera que las ganas con que andaba el sargento no tuvieran espuelas, lo cierto es que el carro había tenido tiempo de llegar a la casa de negocio y de ser desensillado, antes que Zamudio, llenando, con todo, su cometido, lo revisase en el patio, por mera forma, después de tomar la mañana, amablemente ofrecida por el pulpero.

Mientras tanto, el oficial, tomando la delantera, se presentaba en el rancho, la diestra arrogantemente asentada en el cabo plateado del rebenque, y, después de un «Ave María» medio seco, se apeaba con don Luis y el milico, entre media docena de perros que los miraban de rabo de ojo, erizando el pelo y enseñando colmillos amenazadores, a pesar de los gritos de: «¡Fuera, fuera!» que les dirigían todos los miembros de la familia, mujeres viejas y jóvenes, muchachos y niños, y de los rebencazos que hacía el ademán de sacudirles el respetable patriarcal jefe de toda esa chusma.

-¿Don Ignacio Ramírez? -preguntó el oficial.

-Para servir a usted -contestó el viejo con una mirada tan inocente, un semblante tan humilde, una voz tan suave, que le hubieran podido dar, con toda confianza y antes de oírlo más, o la santa comunión, por impecable, o cien palos, por cachafaz.

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-Abrame ese cuarto -dijo el oficial.

-Pase usted adelante, señor. Y usted, don Luis, ¿qué hace? -y don Ignacio abrió la puerta, detrás de la cual colgaba un cuarto de carne de vaca.

-¿De dónde sacó esa carne?

Una de mis vaquitas, señor, que he carneado hace unos días. Somos tanta familia; los capones no hacen cuenta.

-Esta es carne de ayer -dijo el oficial-. ¿Dónde está el cuero?

-Ya lo vendí, señor. Somos pobres, y no podemos esperar que suban los precios.

-¿Y la cabeza, dónde está?

-Por allá, señor; se tiró. ¿Quién sabe?... ¡con esos muchachos! ¡Manuelito! ¡Felipe! ¿Dónde está la cabeza de la vaca que carneamos el otro día?

Los muchachos se acercaron. Descalzos, vestidos con una camisita toda rota y unos pantalones cortos, atados por un solo tirador y dos botones, la melena enredada como berenjenal, fijaron en el padre la mirada, a la vez atrevida y humilde, muy serios, mientras el oficial repetía la pregunta con una pequeña variación.

-¿Dónde está la cabeza de la lechera que mataron ayer?

El viejo no enmendó la pregunta para no turbar en la memoria de los muchachos la lección de antemano dictada, y el mayorcito de ellos contestó:

-Felipe me tiró con ella, y yo entonces la tiré en el jahüel.

-¡Caramba! -dijo el padre; y agregó, ya seguro del éxito final-: Miren, señores: yo creo que están sospechando de mí, algo; hacen mal, no soy ningún ladrón. La casa está a su disposición y la pueden registrar.

Y, levantando los colchones de un catre, abriendo un baúl viejo, colocado en un rincón, hizo con énfasis todos los ademanes   -54-   de exagerada franqueza del hombre que sabe que ya no le pueden pillar.

Al rato, viendo inútil la pesquisa, se retiraron el oficial, don Luis y el soldado, cuando justamente volvía Zamudio, con el ojo chispeante, el buche lleno, y bien lastrado con una tajada de un suculento queso de chancho. Declaró al superior que no había visto nada sospechoso; y don Luis -agradeciendo, pidiendo disculpa, y rabiando- se fue para su casa.

Con todo, Ignacio Ramírez pensó que el susto había sido grande, que, sin Valentín, quedaban mal, y que, con don Luis, era mejor no meterse.



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El parejero

En el patio de la pulpería, atado a una estaca cortita, el hocico hundido en la trompeta, cubierto con una funda de arpillera que lo protege mal que mal del sol, durante el día, y de la helada, durante la noche, la cabeza agachada, dormita el parejero, dando el conjunto de su persona la idea de un aburrimiento profundo.

Estirándose, bostezando, sale de su cuarto el compositor y, con pereza, trae la ración del parejero. Este es el hijo mimado de la casa; y, lo mismo que ama de leche en casa rica, el compositor que lo cuida no deja, por supuesto, de atribuirse también su parte de privilegios.

El caballo no es ningún animal en condiciones extraordinarias; pero pertenece a Fulánez, el pulpero, y sirve de cebo para organizar carreras en la casa y fomentar reuniones.

-Es mi socio -dice Fulánez, con una guiñada; y como gana o pierde la carrera, según queda arreglado de antemano con el compositor, éste ya pasa de socio, y fácilmente se comprende que nadie le va a mezquinar un atado de cigarrillos, de los buenos, o un vaso de vino.

Es cierto que también tiene que varear al parejero, a horas fijas, especialmente en la madrugada, y con tino. Componer un parejero es oficio de haragán, pero de haragán que entienda el oficio.

Para Fulánez, el parejero es una regular fuente de beneficios, y sabe que, de cualquier modo, todo el dinero que traigan a la reunión los paisanos ha de caer al cajón.

Pero lo que a uno lo mantiene, al otro lo empacha: y para don Braulio Vivar, modesto hacendado de por allá, el parejero fue fuente de ruina.

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A pesar de ser buen criollo, don Braulio poco se acordaba de hacer correr mancarrones, cuando, un domingo que había reunión en lo de Fulánez, sin pensar, se puso medio alegre.

Había mucha gente gauchaje, bastante, pero también una punta de extranjeros, con sus hijos, nacidos éstos en el país, los más endiablados para correr. Mientras los padres, agricultores italianos en su mayor parte, quedaban pegados al mostrador, dándole de puñetazo, chupando vino a litros, pitando sus cigarros Cavour, hablando a quien más fuerte, y chapurrando no se sabe si el español o el idioma materno, los muchachos, ellos, iban buscando a quien les corriera, aunque fuera por dos pesos.

Y no faltaba algún gaucho, que más por el honor que por la plata, voltease el recado y se pusiera la vincha en la frente, aceptando el desafío.

Se iban siguiendo las carreras que daba gusto.

-¡Tres cuadras! ¡dos cuadras! ¡una ochenta! Le corro. -¡Dos pesos! -¡Pago! -¡Déme cinco kilos! -¡A mano! -Bueno, ¡vamos!

¡E iban!, ¡qué diablos!, y empezaban las partidas, fastidiosas, enervantes, al tranco, a medio galope, a todo correr, que ya creían todos que se venían; ¡y las vivezas para cansar al contrario, y las miradas de reojo para calarle la ligereza!, como si se hubiera tratado de un gran caballo y de diez mil pesos.

De repente, se siente un tropel. «¡Cancha! ¡se vienen! ¡se vienen!» Y el alma en suspenso, todo el cuerpo sacudido por un movimiento maquinal, como si estuviera montado en su caballo favorito y castigándolo cadenciosamente, un gaucho repetía nervioso, sin resollar:

-¡Picazo, picazo, picazo, picazo!

A pesar de lo cual, pasó primero el doradillo, diez varas antes que el picazo, y el gaucho se calmó como leche retirada del fuego, alcanzando sólo a decir, al rato largo:

-¡Pero vea que lo ha ganado fiero!

Ahora, manaban los parejeros. Todos ofrecían correr, y todos, al oírlos, no tenían más que un caballo de carro, un   -57-   caballo bichoco, o muy gordo, o muy flaco, como quien dice: «No me tengan miedo, mi cuchillo no corta»; o bien: «Mi mujer es fea, no me la lleven».

Don Braulio se dejó tentar. El caballo en que había venido era nuevo, guapo, vivaracho; lo prestó a un muchacho conocido para que corriese por dos pesos, para probarlo. Ganó.

Corrió otra, por cinco pesos. La ganó.

Don Braulio volvió a su casa hecho otro hombre, y, con regalar a la patrona los siete pesos, también algo la entusiasmó.

En vez de soltar el zaino, lo ató a la soga y le dio pasto, y desde el día siguiente, empezó a enseñarle a comer grano, cosa que ignoraban por completo, hasta entonces, todos sus caballos, y a hacerlo varear a la madrugada por Braulito.

Desde aquel día, también, las ovejas quedaron algunas veces encerradas muy tarde en el corral, y las apretó fuerte la sarna. Las vacas que, antes, daban poco trabajo, ya casi no dieron ninguno; pero el zaino empezó a ser cuidado en forma, y como verdadero parejero, tanto que fue criando fama.

Lo supo un vasco, carrerista de profesión, que vivía de pegarles fuerte a los incautos, con alguno de sus cinco parejeros mestizos, cuidados de modo a no aparentar lo que valían. Y se dejó llegar a la pulpería, donde don Braulio ahora pasaba sus días perorando.

El vasco no la emprendió con él haciéndose el chiquito, sino al contrario, alabando sus propios caballos, pinchando el amor propio del criollo, hablando de correr por cinco mil pesos para enseñarles a los argentinos, decía, lo que era cuidar parejeros. Tanto que a don Braulio, se le entraron las ganas de darle a ese gringo una lección, haciendo con él carrera por dos mil pesos, aunque tuvo para juntarlos que comprometerse, si perdía, a entregar vacas a elección, al precio de quince pesos.

Las vacas de don Braulio, a elección, bien valían veintidós; pero él no dudaba por un momento de la victoria del zaino.

Perdió, aunque por muy poco, y tuvo que entregar la flor de su hacienda, quedando perplejo de si haría el gusto a la   -58-   patrona, fastidiada con las carreras, con liquidar el famoso parejero.

Por consejo del compositor que había tomado a su servicio, consintió, antes, en hacer otra prueba. Hizo carrera otra vez con el vasco, por quinientos pesos; pero jugó de afuera, con todo sigilo, contra su propio caballo, por más de dos mil, lo que fue fácil, pues muchos conservaban su confianza al zaino.

El mismo compositor debía montar y perder la carrera, de cualquier modo que fuese. Pero, ¡vaya! sucedió que, al correr, el entusiasmo se apoderó de él; el amor propio se lo llevó por delante; no se acordó del compromiso, sino de la vergüenza de perder otra vez; y castigó, castigó tan bien que lo batió al vasco, pero de lo lindo, dejando del mismo galope, al pobre don Braulio triunfante y furioso, renegando con las carreras, echando al demonio a los parejeros y a los compositores, empeñado hasta los ojos, y, sin embargo, con un cierto dejo a satisfacción criolla.



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Ropa de abrigo

Tiritando de frío, saltó del mancarrón el muchacho, con su botella en una mano y el pañuelo de algodón en la otra; pasó la rienda por la punta del poste, y, sacando el miserable cuerito de carnero que le servía de recado, entró con él en la pulpería, de miedo que se lo robasen.

Tenía los pies desnudos; la cabeza envuelta en un pañuelo descolorido, un sombrero todo deformado y agujereado, y en las espaldas, un ponchito miserable; una camisita rota y sucia y un pantalón corto completaban el ajuar, capaz de dar frío con su sola vista.

Colocó la botella en el mostrador, y recostándose en él, llamó con fiereza:

-¡Mozo!

Y repasaba con la mirada los estantes llenos de frazadas de algodón y de lana, de ponchos vistosos, de capas de paño azul y negro, de bombachas, pantalones y sacos de todas calidades, tamaños y colores.

¿Les tendría envidia a los que tenían bastantes pesitos para vestirse de los pies a la cabeza con tanta cosa de lujo? ¿Soñaría él en tener, algún día, un sombrero nuevo, un par de botas, medias de color, un chiripá grueso y un poncho de paño con forro de bayeta, elegante, abrochado sobre un saco de rico casimir?

En los ojos, no se le veía pintada más que indiferencia, al recorrer los estantes.

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¿Para qué pensar en lo que no se puede conseguir?

El mozo, mientras tanto, muy ocupado en despachar copas de caña y de ginebra a media docena de reseros que acababan de hacer irrupción en la pulpería, no se apuraba en venir a despacharlo.

-¡Mozo! -volvió a gritar más fuerte el muchacho, golpeando el mostrador con una pieza de dos centavos.

Se dieron vuelta para mirarlo los gauchos y sonrieron.

Bien emponchados venían, como gente que viaja, la cabeza envuelta en pañuelos, unos de seda, otros de algodón; algunos con botas, los más con alpargatas, y zapateando de cuando en cuando, para quitarse el frío.

Un vecino de por ahí, paisano viejo, los acompañaba; llevaba -recuerdo de algún viaje al pueblo, seguramente, o regalo de su patrón- un sobretodo, ropa muy extraña en aquellos parajes. Muy cansado, el sobretodo, muy usado, con botones de diferentes parroquias; el género, antiguamente negro, al parecer, había de haber sido, después, verdoso, para lograr, al fin, su color actual: amarillento. En partes, llevaba remiendos de otros géneros, de colores más o menos aproximados al primitivo. El viejo tenía la cara risueña, y por la barba, muy blanca después de haber sido negra, en los mismos años muy lejanos, que el sobretodo también era negro, probablemente, se conocía que juntos habían envejecido y cambiado de color.

El muchacho era conocido suyo: lo saludó afectuosamente, y como había convidado con la copa a todos los reseros, agregó:

-¡Servite algo, muchacho!

Este lo miró un rato, medio serio, y repasando otra vez con la vista los repletos estantes de la tienda, dijo:

-¡Mozo, a ver una tricota!

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-Qué tricota, ni qué tricota -contestó éste-: ¿tienes plata?

-¡Si me convidó el señor! -y todos se echaron a reír por la gracia del chicuelo.

¡Y qué bien le hubiera venido la dichosa tricota para guarecer sus pobres huesitos de la mordedura del pampero!

Le despacharon algunos centavos de aceite, media libra de yerba y media de azúcar: arregló todo en el pañuelo, se lo ató en la cintura y volvió a saltar en el petizo, alegre y sin tiritar ya, pues el sol de agosto, ya de regular fuerza, había derretido la helada, y con sus rayos le calentaba las espaldas, como la mejor ropa de abrigo.



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Campos anegadizos

-Mire, don Tomás, van ocho años que he poblado aquí, y le puedo asegurar que sólo dos o tres crecidas muy pequeñas y pasajeras he visto, que no han causado ningún daño, porque, como se ve, hay lomas bastantes para, en un caso, salvar las haciendas, no digo de todo el campo, sino también las de todos los vecinos.

-¡But! -dijo el inglés; -¿si el arroyo se desborda?

-¿No le digo que, cuando esto sucede, sólo alcanza a llenar lagunitas y cañadas que están a lo largo de él, donde usted ve juncos, y nada más? Aquí, donde estamos, nunca llega.

El inglés tenía sus dudas, pues en muchas partes del campo que visitaba, con intención de arrendarlo, veía retazos cubiertos con duraznillo y otras plantas que indican con claridad terrenos anegadizos. Es cierto que eran retazos pequeños, en proporción; a más, en toda la llanura en que galopaban y que se extendía entre la costa del arroyuelo y la larga y alta loma que hacía resplandecer en el horizonte sus faldas de color verde obscuro, un pasto tupido, alto, delgado, algo duro, pero entreverado con otros más tiernos, y muy florido, ondeaba como trigal, bajo el soplo suave del vientito otoñal.

Siguieron su carrera, silenciosos, durante un rato largo, surcando con el pie de sus cabalgaduras ese mar de pasto, hasta que se pararon de repente al ver disparar por delante de ellos, como gamas, y sin que se quedase atrás un solo animal, una majada de ovejas gordas y en magnífico estado.

-¿Qué le parece, don Tomás?, ¿serán campos lindos o no, los en que se crían así los animales?

El inglés no contestó; miraba las ovejas que ya iban retozando lejos; sus ojos se habían alegrado; no quedaba en ellos   -63-   rastro de duda; la convicción había entrado en su alma y, satisfecho con su inspección, aseguró el campo.

*
* *

De las lomas altas, trebolares y cardales sin mezcla, que ocupaba en distrito muy cercano a la ciudad, trajo, con la ayuda de sus hijos, mocitos ya, las seis mil ovejas de muy linda clase, en las cuales, después de veinte años de América, algunos de penoso trabajo, había podido concentrar lo más claro de sus ahorros, y que ya no cabían en el campito, superior pero estrecho, que ocupaba, y por el cual empezábase a exigir arrendamiento subido.

Por delante habían ido las yeguas, los caballos y trescientas vacas, con otra gente que debía, al llegar, edificar de prisa un rancho para que la familia, que venía en el carro, acompañando las ovejas, encontrase siquiera, al llegar, un techo para dormir.

Después de largos días de marcha paciente, llegaron al arroyo, cuyas aguas se deslizaban alegremente, entre las pequeñas barrancas, ancho de seis metros, hondo de uno. Sus riberas verdes y pastosas alegraban la vista, y las ovejas saboreaban las mil flores de estos pastos nuevos para ellas. Y don Tomás dijo a su mujer, muy ocupada en espumar el último puchero ambulante de la larga jornada:

-La primera mudanza que hagamos será a campo propio. Puede ser que tengamos que ir lejos, pero será la última, pues aunque tenga, para comprar un retazo de campo, que vender la mitad de las ovejas, o más, así lo haré, porque esas mudanzas son fastidiosas. Aquí nos ha de ir bien: el campo es un poco bajo, pero son buenos pastos. Unos cuantos años buenos, y ¡abur!

Y después de almorzar, pasaron el arroyo las seis mil ovejas, en un vado de poca hondura, tomando posesión de sus nuevos dominios.

  -64-  

Era en marzo; placentera estación. Se hizo rápidamente la instalación; los corrales, rancho, galpón, cocina, en quince días estaban parados; las ovejas, repartidas sólo en dos trozos provisoriamente, alegres y gordas, gozaban de la vida y empezaban a parir.

Una noche llegó un resero, conocido viejo de don Tomás, que quiso comprarle a buen precio todo lo que, de sus majadas, conviniese arrear para grasería.

Echó don Tomás el grito al cielo:

-¡Vender ovejas! ¡ahora! ¡cuando están ya por parir! ¡no me tiente!

-Mire, don Tomás, la plata no necesita pasto; el invierno ya se viene; ¿quién sabe cómo le irá aquí con tanta hacienda? Alivie sus majadas y llénese los bolsillos.

Don Tomás no quiso saber nada. ¡Mire, quién! ¡hacer mermar la parición! ni aunque le pagasen -como casi era el caso- el cordero por nacer con la oveja gorda.

*
* *

Un día, llovió mucho; duró toda la noche y el día siguiente. El arroyo, ancho de veinte metros, hondo de tres, corría con mucha fuerza, cubría sus barranquitas, llenando las lagunitas y las cañadas a lo largo de él, donde se veían juncos. Los retazos donde había duraznillos estaban todos tapados por una capa de agua de algunos centímetros. Esto no hubiera sido nada y era previsto; pero entre el pasto tupido, se sentía, al pisar, que la tierra quedaba empapada. No era agua; no era barro; sólo se conocía que el suelo ya no podía tragar más.

Las ovejas perdían rápidamente su aspecto hermoso de hacienda gorda y sana; ningún resero ya las hubiera pensado en arrear.

  -65-  

Sin que nadie lo pidiera, vino más lluvia. Principió el mes de abril con un temporal deshecho que duró tres días, cayendo el agua, ora despacio, ora a chorros, como si no fuese a tener tiempo de volcarse toda sobre la tierra ahogada; y cuando cesó el temporal y que el pampero sopló, limpiando el cielo, pero impotente para secar todo, el sol radiante de otoño alumbró un espectáculo tan majestuosamente triste que parecía que sus rayos alegres hubieran debido, por decencia, caer en él, enlutados.

Del arroyuelo a la loma, no se veía más, afuera del agua, sino los ranchos y los corrales de don Tomás. Era como un islote, sin pasto, en el cual quedaban, pisando en barro espeso, alrededor de tres mil ovejas, comiéndose la lana unas a otras, casi flacas, ya tristes, apenas con fuerza para balar, esperando la muerte, sin recurso.

Las yeguas y las vacas andaban entre el agua, desparramadas, buscando y encontrando todavía algo que pellizcar, y el resto de las ovejas habían llegado, cuidadas por uno de los muchachos, hasta la loma, que hubiera sido la salvación, si, ocupada ya por majadas y hacienda de la vecindad, hubiese tenido área y pasto suficientes para tantos animales.

De lo alto de la loma, perfilada en la llanura como angosto y largo tajamar, se dominaba, en todo su espléndido horror, la terrible inundación: techos de ranchos, islotes atestados de animales, montes aislados por las aguas y reflejándose en ellas, como admirados de encontrar a sus pies su imagen. Algunos animales desparramados por el agua, buscaban que comer; también se veía uno que otro jinete, cruzando el cañadón con precaución, al tranco, y las piernas encogidas; o, si muchacho, al galope, y corriendo como entre aureola de agua y trueno de palmoteos, salpicando, con ruido infernal, todo, alrededor suyo y a sí mismo, y a los perros que lo siguen, a veces nadando, a veces corriendo; y, a lo lejos, un carro, cuyo lento rodar retumba, lo mismo que el chapaleo de sus caballos, triste mil veces, en los repetidos ecos de sonoridad tan estrepitosa y, a la vez, tan melancólica, de ese desierto   -66-   de agua, hace levantar con algazara, inmensas bandadas de pájaros acuáticos que saludan con gritos de alegría la conquista de su nuevo imperio, y se mofan del hombre, intruso.

En mayo, volvió a llover.

Para no perderlo todo, había dispuesto don Tomás ir degollando y cuereando sus ovejas, amontonadas en sus corrales, sin poder salir, y durante días y días, sonó el filo de las cuchillas sobre las chairas, y siguió la obra.

Dos meses después de haber llegado a esos pagos con sus seis mil ovejas gordas, quedaba con cuatrocientas ovejas flacas, salvadas, quién sabe cómo, en la loma alta, con ciento cincuenta vacas y algunos caballos.

-La mudanza está hecha, mujer -dijo una noche-. But, para tener campo propio, sólo en el cementerio.

... No es, este, cuento de ayer: era en 1877. Han vuelto, varias veces, desde entonces, a ser poblados con otras haciendas y con otra gente, los mismos campos; y con más haciendas, y con más gente, después de cada crecida.

Las aguas se llevan las haciendas, la gente queda arruinada; la voz pública reclama obras de desagüe, del Gobierno que sigue cobrando, impasible, la contribución, calculada sobre el aumento paulatino del valor de los campos, que consigo trae el progreso natural... ¡oh! ¡cuánto!... del país; y la Tierra sigue dando vuelta.



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