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Usted es dueño, patrón

Don Lisandro era hombre prudente. Sabía lo que era poblar estancias; sabía que cualquier cosa, en el campo, cualquier trabajo cuesta un ojo de la cara y que si empieza uno a voracear, pronto se funde o funde al patrón, si trabaja por cuenta ajena.

Pero también sabía que para plantear un establecimiento, sobre todo en los tiempos actuales, hay que gastar buenos pesos, porque las necesidades son otras que cuando era muchacho, y que un rancho y un pozo bastaban. Por esto es que cuando el señor don Andrés Martín, por recomendación de un amigo, lo tomó de mayordomo y le encargó de poblar las cuatro leguas de campo que tenía en la pampa, no apuntó en la nota de lo que se necesitaba para ponerlas en condición de producir, más que lo absolutamente preciso: animales de las tres especies, en cantidad suficiente para poblar y dejar, al mismo tiempo, holgura para el futuro procreo; materiales de construcción: madera y hierro para casas, ranchos y un galpón; postes y alambre para algunos pequeños potreros indispensables y corrales; material para dos o tres aguadas urgentes; un carro y aperos para el traqueo; útiles y muebles para la primera instalación; en fin, todo lo de absoluta necesidad para empezar y nada más.

El señor don Andrés Martín, negociante en la capital, encontraba asimismo que se le iba mucha plata en un campo que tan poco le había costado, y que, sin tanto trabajo, hubiese podido ya vender con gran utilidad. Con todo, se conformó, y aunque con muecas, compró, pagó y remitió todo lo que se le pedía, y hasta mandó dinero para abonar allá fletes, sueldos, acarreos y mano de obra: ¡la mar!

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Pero desde luego le empezó a parecer que lo mismo que en su casa de comercio, todo lo debía ordenar él.

Sobre todo que ya sólo quedaba la estancia a cuatro leguas de una estación, y que, cualquier día, podía estar allá. Compró y mandó un breack; porque cuatro leguas a caballo, cuando uno nunca ha sido jinete, es penoso, y con el breack apareció él también en la estación. Don Lisandro, avisado por telégrafo, había traído caballos. De tiro, no tenía más que los del carro, pero el hombre hábil se remedia como puede, y don Lisandro era todo un hombre de campo. Por lo demás, modesto, respetuoso y formal; diestro para arreglarlo todo bien y sin bulla, con esa discreta autoridad que tanto sienta al que manda en segundo lugar y es sobre la gente de peso tan efectivo.

A don Andrés, por supuesto, todo le parecía más bien poco lo que, con tanto dinero, se había hecho. Los animales, largados en el campo, poco se ven, y mil vacas esparcidas entre las cortaderas parecen al pueblero que las ha pagado, bien poca cosa, sobre todo cuando hace poco que se han traído, que apenas han tenido tiempo de aquerenciarse; que todavía no ha nacido un ternero y que ni siquiera se puede aún pensar en tener un novillo gordo.

Don Lisandro explicó que el primer año es difícil sacar producto de un campo; que todo es entonces gasto y trabajo, sin provecho inmediato; y el señor Martín bien tuvo que conformarse. Pero volvió a la capital resuelto a tomar con mano firme, aun de lejos, la dirección y el manejo de sus intereses.

Y don Lisandro empezó a recibir tantas cartas, con tantas preguntas y tantas órdenes, que no le alcanzaba el tiempo para contestarlas. Era algo lerdo para escribir. No contenían las cartas, por lo demás, retos verdaderos; pero tampoco nunca aprobación de lo que hiciera. Si llovía mucho y que lo anunciara casi se le hacía sentir en seguida que hubiese podido moderar la lluvia. Si, por el contrario, apretase la sequía, casi parecía extraño al amo que su mayordomo no pudiese hacer llover.

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-Estamos escasos de pasto -decía éste.

-Sería bueno tratar de remediar esa eterna escasez de pasto -contestaba el señor Martín, como si hubiese pedido, mandando pesos, a algún corresponsal, una mercadería que le hiciera falta.

-El jagüel número 3 se ha desmoronado -escribía don Lisandro-. Lo estoy haciendo componer.

-Los jagüeles deberían estar hechos de tal modo que no se desmoronasen, pues así se evitarían muchos gastos -contestaba con severidad don Andrés.

-He tenido que volver a bañar las majadas porque se estaban picando mucho.

-Este segundo baño vendrá a costarme más de lo que va a dar -fue la contestación.

Y después de seguir así un tiempo la correspondencia, don Lisandro no se animó ya a hacer nada, aunque fuese lo más urgente, sin pedirle antes su parecer al patrón.

Pronto lo notó éste y quedó lo más satisfecho. Pensó que don Lisandro, al fin, se había dado cuenta de que él, como era lo más natural, entendía mejor que un simple mayordomo, un pobre gaucho, al fin, lo que se debía hacer y lo que no.

-El patrón es el que paga -decía-, y el patrón tiene que mandar.

Cuando se aproximó el tiempo de la esquila, don Lisandro escribió al señor Martín preguntándole en qué mes pensaba esquilar, para ir preparando todo con anticipación; y don Andrés, anhelando ver por fin un producto de su estancia, se apresuró a contestarle que inmediatamente, y que pidiese lo que necesitaba. Consultado, don Lisandro hubiese aconsejado esperar por lo menos un mes, por el peligro que siempre hay en apurar la esquila de majadas que no tienen galpón, ni siquiera reparo; pero ya había aprendido a conocer al amo y se contentó con manifestar el deseo de que viniese a presenciar, siquiera por algunos días, el trabajo. Así podría salvar mejor lo que le podrían dar de responsabilidad en el asunto.

¡Por supuesto que iba a venir don Andrés!

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Llegó. Había empezado la esquila desde hacía dos días. Era a principios de octubre y no faltaban vecinos que criticaran la ocurrencia de esquilar tan temprano. Pero los vecinos siempre critican. Asimismo, a fuerza de oír repetir que era una imprudencia, le entró a don Andrés algo de inquietud y pidió a don Lisandro, casi imperativamente, su opinión sobre si se debía seguir o suspender el trabajo.

El mayordomo se contentó con decirle que era «según y conforme», y que lo mismo podía venir mal tiempo más tarde como buen tiempo ahora, y que «él era dueño».

No le disgustó del todo a don Andrés la fórmula, y sin pedir más, hizo seguir el trabajo.

En la tarde del tercer día se armó en el horizonte una tormenta. Don Lisandro mandó dejar encerradas las ovejas recién esquiladas, cuando se dejó el trabajo. Pero don Andrés, conmovido por el padecimiento de esos pobres animales que estaban sin comer desde tantas horas, preguntó a don Lisandro por qué no las hacía largar de una vez.

-Patrón -contestó éste-, es que le tengo miedo a esta nube.

-¿Y qué importa esta nube? -replicó don Andrés-. ¿No ve que están muertas de hambre estas ovejas? Hágalas soltar, no más.

-Usted es dueño, patrón -contestó don Lisandro, y llamando al capataz, le dio orden de soltar las ovejas.

En la cara del capataz se pintó cierto asombro, y como vacilase:

-¿Qué hace?, pues, hombre -le gritó don Andrés-. Abra esa puerta.

-Usted es dueño -repitió el capataz, con algo de resignación y de sorna en la voz, y abrió el corral.

Las ovejas salieron, apuradas, y se extendieron a comer.

«Él es dueño, él es dueño», parecía que decían, balando con la boca llena.

Don Andrés estaba también mascullando algo como: «Claro que soy dueño; claro que soy dueño».

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Pero como viniera creciendo mucho la gran nube negra aquella, empezaba poco a poco a pensar en el modo tan peculiar con que don Lisandro, primero, y después el capataz, le habían contestado ambos:

-Usted es dueño, patrón.

Y cuando empezó a tronar y a llover a cántaros, con un viento que se lo llevaba todo por delante, y que al ratito, no más, antes de que las pudiesen atajar, vio disparar las ovejas recién peladas, hasta quién sabe dónde, dejando el tendal de tullidas, se sintió invadir como por una duda de que fuera siempre muy ventajoso el ser dueño.

De vez en cuando, había escrito a don Lisandro -bien se acordaba- que se atuviese siempre «estrictamente», «al pie de la letra», a sus órdenes; y ahora le parecía que quizá había hecho mal, y que no siempre salvaguarda bien sus intereses la sola autoridad del dueño.

Quedó pensativo.

Al día siguiente, pasó con don Lisandro cerca de una de las aguadas y vio que funcionaba mal el molino. Crujía, gritaba, giraba mal, y la bomba casi no sacaba agua.

Iba a hablar; pero se acordó que a un pedido de aceite de don Lisandro había contestado que no mandaba más, porque lo habían gastado muy ligero; y se calló. Don Lisandro tampoco dijo nada. Con el molino se entendía: éste chirriaba, gruñía, y el mayordomo, a media voz, le contestaba:

-Pedile aceite al dueño.

Al pasar por una loma, cerca de la cual había un puesto, don Andrés dijo a don Lisandro:

-Tengo ganas de poner una majada más, aquí.

-Usted es dueño -contestó el mayordomo.

-¿Usted no lo haría, don Lisandro?

-Yo no -contestó éste-, pero usted es dueño.

No insistió don Andrés; pero quedó entre caviloso y rabioso.

Un poco más lejos, al ver muy pastoso un potrero que don Lisandro tenía reservado para cuando separase los novillos, exclamó don Andrés:

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-¡Qué potrero lindo! ¿Por qué no le echa las vacas, don Lisandro?

-Bien, patrón; usted es dueño -contestó el mayordomo.

Y rabió, otra vez, don Andrés; pero quedó callado. No se daba del todo cuenta del por qué no hubiese don Lisandro puesto una majada más en aquella loma, ni echado las vacas al potrero ese tan pastoso; ni tampoco se animaba a preguntarle sus motivos, porque le hubiese parecido que se rebajaba, pero sospechaba que los tendría, y de peso, para opinar con tanta firmeza, aunque agregase ese molesto: «Usted es dueño».

Poco a poco, el temor de comprometer por su ignorancia de las cosas del campo -que ya empezaba, a pesar suyo, a confesarse- los intereses de la estancia, venció su amor propio de dueño; y cuando, al pasar cerca de un pequeño alfalfar, donde se destetaban, sin sufrir, unos terneros, preguntó a don Lisandro por qué no los echaba más bien al campo, éste le contestó:

-Si gusta, patrón; usted es dueño -ya se le fingió enfadado.

-¡Oh! déjese usted, don Lisandro -le dijo-, de su «usted es dueño» que me fastidia. Explíqueme más bien las cosas, hombre, para que las entienda.

Don Lisandro era muy buen hombre y no quiso abusar de su victoria. Explicó a su patrón muchas cosas que éste no sabía, sobre manejo práctico y racional de las haciendas en un campo, y don Andrés, convencido ya de que sus intereses estaban en muy buenas manos, cuando consultaba con don Lisandro sobre algún punto dudoso para él, y que éste le decía: «Usted es dueño»:

-Sí... -contestaba en el acto-, de hacer barbaridades. Bueno, don Lisandro, haga usted como si fuera dueño.



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Cosas de antaño

¿De antaño?... no tan viejas: apenas treinta años. ¡Pero Chivilcoy -y todo, en la República Argentina- ha cambiado y crecido tan rápidamente! A más, en la vida de un hombre -y aunque le parezca poco, cuando mira por atrás-, treinta años es un tirón; y de antaño, pues, bien le podemos decir al Chivilcoy de entonces, pobre pueblito de cuatro calles mal pobladas.

Pueblo glorioso ya, sin embargo, no por haber visto, como tantos otros, su suelo regado por la sangre derramada en alguna batalla célebre, sino por haber inspirado palabras entusiastas y proféticas a Sarmiento, quien, en los campos de oro del trigo colonizador, acariciados por el pampero asombrado, veía, con razón, la más poderosa barrera contra las incursiones del salvaje.

En aquellos días fue, nos contaba el viejo Simeón Montes, cuando conoció él a Carpio Caro. Era todo un tipo lindo: hombre alto y fuerte, hábil en todas las faenas del campo, luciendo siempre ricas prendas de plata; un gaucho elegante, hermoso y simpático. Cuando en Chivilcoy se empezó a sembrar trigo, se empleó en la trilla, con su hijo mayor, y las yeguas que tenía: eran pocas, una manada o dos, que cuidaba en un puesto donde vivía con la familia. De año en año, aumentando la producción, Carpio Caro aumentó también el número de sus animales y llegó a tener dos mil yeguas, y a ganarse ampliamente la vida.

Pero tanta yeguada ya necesitaba mucha extensión, y no la podía tener en el puesto, pues se tupía mucho la población, allí; por suerte, el campo era lo que menos faltaba, y pastoreaba su inmensa manada en plena Pampa desierta, llevándola, con   -137-   toda osadía, hasta donde merodeaban continuamente los indios. A éstos no les tenía miedo; era amigo de ellos, casi compañero; hablaba su idioma, les prestaba servicios; más de una vez, les habla servido de lenguaraz, y por sus buenos oficios, había desviado malones a punto de largarse, haciendo dar oportunamente a los indios dos o tres centenares de vacas por los hacendados más expuestos. Nunca tampoco les negaba algunas yeguas, cuando los apuraba el hambre, y todos lo respetaban, llamándolo con sinceridad: «cristiano amigo».

Terminada la trilla, se llevaba despacio las yeguas, cansadas y enflaquecidas, hasta cien leguas y más, en pequeñas jornadas, haciéndoles desflorar los pastos otoñales de la Pampa. Se internaba, hasta llegar donde, hoy, se juntan, en un punto común, rebosando de vida, las tres provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, en la llanura más llana con que se pueda soñar. ¡Qué triste, entonces, y qué solitaria debía de ser!, únicamente animada, a veces, por la disparada rápida de los pocos avestruces, venados y baguales que en ella se buscaban la vida, asustados por algún movimiento inusitado. Allí pasaba el invierno, en una cueva cavada en cualquier parte, esperando que la primavera volviese a hacer engordar las yeguas y a devolverles las fuerzas necesarias para emprender de nuevo el trabajo anual de la trilla del trigo.

Nunca faltaba; y los agricultores de Chivilcoy, una vez sus trigos emparvados, lo esperaban con la misma confianza con que habían esperado el verano y la siega.

Un año, pasaron los días, pasaron los meses, sin que apareciera en el horizonte, creciendo con rapidez, al acercarse galopando, el gran arreo de las yeguas de Carpio Caro. Los colonos tuvieron que ocupar a otros trilladores, y, mal que mal, se hizo el trabajo; pero muchos se perjudicaron por la demora, y, el año siguiente, empezaron a traer algunas trilladoras a vapor.

De Carpio Caro, de su ausencia, de su desaparición, durante algún tiempo, se habló, por supuesto. La familia trató de conseguir noticias, pero todo fue en vano, y ni de él, ni de su hijo,   -138-   ni de sus dos mil yeguas se volvió a saber nada; hasta que todo cayó en el silencio, en el olvido.

Ocho años después, se empezaron a poblar los campos extensos y desiertos, desalojados ya definitivamente por los indios, y el dueño de un gran retazo de Pampa, al recorrerlo, encontró, por casualidad, cerca de una laguna grande, dos esqueletos humanos, cubiertos todavía de ciertas prendas de plata, que hicieron conocer estos restos por los de Carpio Caro y de su hijo.

¿Cómo habían muerto? Nunca se supo. Crimen, no fue: no los habían despojado; algún descuido, quizá; los caballos que disparan y desaparecen; ¿o alguna fiera?, puede ser; ¿la viruela?, ¿un rayo? No se sabe, ni se ha sabido nunca, ni se sabrá jamás. ¡Hay tantos medios de morir!

*
* *

Y Simeón Monte, con la vista fija, como si mirase en el pasado todo lo que había visto desaparecer, agregó:

-Habría quizá comprendido que ya era tiempo que cediesen el paso las yeguas a las trilladoras, lo mismo que había hecho la hoz a la segadora.

¿Y no tuvimos que hacer lo mismo, nosotros, dijo, cuando se extendió el ferrocarril, con nuestras inacabables tropas de treinta y cuarenta carretas tucumanas, que iban en fila, tiradas, cada una, por ocho, diez, veinte bueyes, haciendo rechinar sobre sus ejes las toscas ruedas de madera maciza, formando el cuadro, en las paradas, para rechazar los ataques de los indios?

¿Y con nuestras arrias de centenares de mulas, que bajaban de San Juan y Mendoza, cargadas de lanas y de semilla de alfalfa, para volver, meses después, con mercaderías de todas clases?

Nos contó también, el viejo Simeón, los sustos que, cuando tropero, había pasado, y las pérdidas sufridas, cuando, para   -139-   salvarse de los indios, no había más remedio que de arrear, disparando, las mulas desnudas, dejando tirada toda la carga.

Entre sus historias, hubo una, bastante enredada, de cierta sorpresa y del consiguiente pánico, que tuvo por teatro la travesía de La Carlota a San Luis, en la cual, una tropa, según él, abandonó, para huir, su carga de artículos de almacén y de botica, llegando después otra, que cargó con los restos del saqueo. Nunca pudimos aclarar muy bien qué tropa conducía don Simeón; si la que fue pillada o la que recogió el botín; prefería, al parecer, esquivar las preguntas al respecto; ignoraba los detalles; no sabía si los indios habían sido de la gente de tal o cual cacique, o si sólo, gauchos malos; pero sus ojitos de zorro viejo brillaban tanto que quedaba uno pensando, al oírlo, que el desierto debió de conocer y guardar para sí, curiosas y tremendas historias, a veces.



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Juegos de azar

El muchacho remitió a Fulánez un papelito todo arrugado y borroneado con lápiz, que decía: «Don Manuel, sírvase usted remitirme un kilo yerba, un kilo azúcar, una docena fósforos, cuarto kilo tabaco alemán, del bueno, si hay, un atado papel Duc, un litro vino francés y veinte pesos en efectivo».

-Me gusta esta gente -rezongó don Manuel-; mandan pedir fiado por tres pesos de mercadería, y lo pechan a uno por veinte pesos. ¿Para qué necesitará veinte pesos don Agustín?

Y discretamente lo iba a indagar del muchacho, cuando se acordó que, al día siguiente, que era domingo, había reunión en su casa, y comprendió que los veinte pesos, siendo destinados a ser pedidos por su dueño, y gastados ahí mismo por el que los ganara, ningún interés podía tener en negárselos.

Hizo, pues, despachar lo que pedía don Agustín, y le entregó los veinte pesos al niño, prendidos de la libreta, con un alfiler.

Apenas se había dado vuelta que entró don Benjamín, cuya libreta, ya muy pesada, le daba pocas ganas de seguir sirviéndolo, y cuando, después de haberlo saludado y pedido la copa, para darse una postura, el hombre lo llamó aparte con la frase consagrada: «Me permite una palabra, don Manuel», no pudo éste hacer menos que murmurar: «Pechada, a la fija».

Efectivamente era: el paisano le venía a pedir, por favor, que le prestara diez pesos, porque tenía a la suegra muy enferma, y que la iba a tener que llevar al pueblo para hacerla ver, pues doña Simona la desahuciaba. Se resistió Fulánez y sólo fue después de un largo debate que le aflojó cinco pesos, haciéndole sentir toda la magnitud del sacrificio, la magnificencia de su munificencia, y lo profundo que tenía que ser, desde ya, su agradecimiento.

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-Si estos diablos, para pedir plata, son tremendos -decía entre sí Fulánez-; siempre tienen alguna suegra enferma, o la mujer por morirse, o una criatura que enterrar, cuando le toman el olor a la taba.

Don Benjamín se iba, mientras tanto, con los cinco pesos en el tirador, calculando que si le favorecía la suerte, lo primero que haría sería de saldarle la libreta a Fulánez, para no pisar más en la casa de ese sinvergüenza que, desde tantos años, lo venía explotando.

Y todos los vecinos de por allá, cercanos y lejanos, pequeños hacendados y pobres peones, gauchos jornaleros y nómadas, o puesteros de estancias y mensuales, todos se iban preparando para la fiesta del día siguiente. Carreras debía de haber, como siempre, y no faltarían parejeros improvisados para hacer correr. Pero las carreras no eran más que el pretexto, siendo más bien el objeto verdadero de los preparativos el buen partido de taba, durante el día, y de choclón, a la noche, en que todos se prometían tomar parte.

En lo de Fulánez, no había peligro de sorpresa, como en otras partes: se sabía que él era muy amigo con el comisario. Algunos decían -en todas partes hay malas lenguas- que a éste se le daba parte de la coima.

Lo cierto es que, aunque estuviese presente la comisión, y por tal que no hubiese bochinche, ahí se jugaba con la misma libertad que en cualquier ruleta de pueblo veraniego.

Y los preparativos, por consiguiente, consistían, para todos, en juntar pesos.

Los peones y los puesteros pedían a sus patrones, algún valecito para la esquina, y con los patrones, encontraban pichinchas fáciles los acopiadores de frutos que consentían en dar alguna seña buena por cueros a recibir.

Pobres pesos, ganados sin mucho trabajo, quizá, pero tan escasos, tan necesarios que da lástima verlos condenados al   -142-   matadero, cuando tan bien se podrían emplear en mejorar la precaria vida de la familia.

Bastante gente se juntó en la rueda, cuando el coimero, de su alcancía de lata, sacó las fichas, y las empezó a repartir, en cambio de buenos pesos.

Mozo serio, el coimero; muy ponderado entre el gauchaje, como formal y recto. Con él, nunca había discusiones; no se solía equivocar en las cuentas, y siempre, a cada uno, daba lo que le correspondía. Por lo menos, así lo decían todos, y tan bien lo creían, que su mirada fría y su palabra algo cortante convencían pronto al que dudaba, que él era que no sabía contar.

Tampoco jugaba nunca; ¿por qué habría jugado, si, con la coima, ganaba sin riesgo?, sin contar que, entre los jugadores, estaban unos hermanos de él que siempre se retiraban con el tirador forrado.

Entre la concurrencia estaba don Benjamín, y cuando Fulánez le preguntó por la suegra, no extrañó que le contestase que andaba muy mejorada.

Parados, sentados en el suelo, en cuclillas, todos seguían con ojos ansiosos los movimientos de la taba. Poco a poco, se iban retirando los a quienes la suerte adversa había dejado pelados. Eran los pobres imprudentes que, teniendo poca galleta, se la habían tragado de un bocado: en la rueda quedaban los más ricos, a quienes no podían voltear, así no más, algunas paradas desgraciadas, y los pobres prudentes o suertudos, que sabían manejar sus pesitos para, siquiera, hacerlo durar más tiempo.

Don Benjamín no era de éstos; no era hombre vivo, ni suertudo, y pronto se tuvo que ir al mostrador, donde se le vino a juntar don Agustín, y pronto se empezaron a consolar con algunas copas.

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Y cuando don Agustín se hubo retirado, don Benjamín trató en vano de conseguir de Fulánez otros cinco pesos, para volver a jugar, con la esperanza, siempre, de ganar la cantidad bastante crecida que necesitaba para saldarle de una vez la libreta y no pisar más la casa de ese sinvergüenza que, desde tantos años, lo explotaba.

Fulánez se los negó y don Benjamín entonces, con la tranca, le dijo, con franqueza, por qué los quería, y se lo dijo en los mismos términos que tenía grabados en la cabeza. Pero Fulánez, por tan poca cosa, no se formalizaba, y riéndose, se fue a preparar el billar para el choclón nocturno, el gran recurso para hacer salir los últimos pesos de los tiradores recalcitrantes.



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Acriollado

Bajo los sauces, el asador estaba plantado, frente a la puerta de la cocina de los peones, y éstos -cinco o seis gauchos- en cuclillas, unos, otros parados, con el cuchillo en una mano y un pedazo de carne en la otra, acababan su frugal almuerzo, antes de ir a dormir la siesta.

De repente, los perros, fieles cumplidores de su deber, heroicos, dejaron, sin vacilar, los huesos que estaban royendo y se abalanzaron, ladrando, hacia la tranquera. Un jinete se acercaba despacio, al tranco, después de haber arrollado su tropilla de overos, a corta distancia.

-¿Quién será? -dijo uno de los peones.

-Algún resero -contestó otro.

-O algún campero que viene a pedir rodeo.

-No debe de ser; anda demasiado paquete.

-Ese es un forastero que pasa, no más.

Y todos los ojos, ávidos, escudriñadores, se apoderaban de su persona, calando, curiosos, con sus miradas agudas, al que llegaba, como para penetrar en el secreto de quién podía ser, de dónde podía venir, de su edad, de su profesión, pero no de su nacionalidad, que no parecía dudosa. Por poco, hubieran tratado de adivinar cuánto dinero traía en el bolsillo y qué ideas encerraba su cabeza, y qué sentimientos su corazón.

El jinete se aproximaba y ya se le podían detallar las facciones. Hombre de treinta años, al parecer, de alta estatura, de anchas espaldas y cintura delgada, airoso, gallardamente sentado en el recado, el cutis bastante tostado, pero no tanto   -145-   que no relucieran en él, en parte, unos reflejos rojizos, y, en la barba, algunos pelos dorados, que lo hicieron, al momento, notar por rubio.

No contradecía la filiación el color de los ojos azules como los hay pocos en la Pampa, y si, por su lado, sondeaban éstos las fisonomías, era sin deslizar la mirada, sino fijándola bien, como un foco de luz radiante y clara, a la vez que benévola.

El ala ancha del sombrero se levantaba -un tanto compadrita-, sobre la frente alta y blanca, descubriendo una nariz aguileña que daba a toda la cara aspecto de muy resuelta decisión.

-Buen gaucho lindo -dijo uno-; ¿de dónde será?

Y realmente que era lindo gaucho el que venía. Todo, en él, anunciaba el hombre de campo formal, que toma a lo serio su oficio, y lo lleva escrito en todos y cada uno de los detalles de su atavío. Garboso era en el vestir, y no desprovisto de cierto lujo, pero sin la menor nota chillona. Usaba chiripá de paño negro y llevaba poncho de color, pero las anchas rayas eran de matices apagados, sin nada que llamase la vista o turbase el ojo.

Las botas de vaqueta eran botas de trabajo, fuertes, y sólidas, que no debían su elegancia más que a la sola forma del pie, sin que ningún bordado estrafalario indicara, como suele suceder, dolorosas pretensiones artísticas. El mismo pañuelo, flotante en el pescuezo, si bien era de género rico, no cantaba su precio con colores a gritos, y el cuchillo de cabo de plata pasado en el tirador, era sencillo y cortador.

Y cuando, después de haber pedido licencia, se apeó, los gauchos que lo seguían estudiando, mientras ataba con cuidado su caballo al palenque, pudieron comprobar que el hombre venía tan bien armado y montado como bien vestido, y que no sólo era gaucho correcto, sino también completo.

El overo, gordo, sin ser pesado, ni tampoco con formas de parejero, demostraba bien ser el caballo ideal de trabajo que   -146-   sueña tener, para lucirse en el rodeo, todo gaucho, y que pocos, en realidad, saben, si no adiestrar, por lo menos conservar en sus buenas condiciones: bien tuzada la crin, en la forma que presentan a menudo los caballos de las antiguas esculturas romanas, lo que hacía más salientes las orejas; la cola larga, sin exageración, y primorosamente peinada; sanito de manos y patas, llevaba en el lomo un recado bien completo, confortable y adecuado, por su composición, a la conservación del caballo y a las necesidades del amo.

El lazo trenzado, el bozal y el rebenque, las riendas y la cincha, todo bien trabajado, fino y fuerte, anunciaban que el hombre sabía como nadie lo que era bueno y lindo; y cuando, sentado en el fogón, contestando a una pregunta, dijo a los peones, ofreciéndoles un cigarro negro, que él mismo fabricaba sus huascas, corrió entre los gauchos un pequeño murmullo de admiración.

Se supo que era mayordomo de una gran estancia lejana, y que iba para dentro, llamado por su patrón, a recibir y poner en marcha una hacienda destinada al establecimiento que manejaba. Como era el hombre de conversación chistosa y entretenida, que no le corría mayor prisa y no le disgustaba dejar descansar un poco la tropilla, y como, por otra parte, el patrón de la estancia no estaba y sólo volvería tarde, el día siguiente, le hicieron fuerza para que se quedara.

Consintió; ayudó a carnear una res y a desollarla, luciendo su habilidad; y se pasaron lindamente las horas, escuchándole cantar, acompañándose con la guitarra, sentidos versos criollos, coplas de amor y de pelea, quejidos contra la suerte y alabanzas de la mujer querida.

-¡Gaucho lindo! -repitió despacio uno de los peones al capataz.

-Sí -dijo éste-, un santiagueño viejo, astuto y desconfiado.

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Pero, ¿será que tiene un pelo en la lengua que no puede decir erre?

Y dirigiéndose al forastero, le dijo:

-Seré cúúrioso. ¿De qué próóvincia es usted? díígame.

-De Suiza -contestó sencillamente el gaucho.

Y para celebrar la Pampa aquerenciadora que se lo había asimilado tan bien, y -fuera de un detalle, de por sí inmutable-, sin que una sola pincelada exagerada o torpe hiciera desmerecer la obra, preludió con la guitarra y cantó, en versos criollos, unas décimas a las nevosas y verdes montañas de su tierra, que, muy joven aún, había dejado, para venir a ver si la Fortuna había emigrado a las llanuras.



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Jirones de Pampa

Allá por los 1880, don Pedro Arce, recomendado a un señor Labat, tendero, que quería poblar ocho leguas de su propiedad, en el sur, se había costeado hasta Buenos Aires, y había recibido de su nuevo patrón instrucciones para comprar dos mil ovejas y quinientas vacas, con que debía instalarse en el campo, cuidándolas al tercio del producto.

Para don Pedro Arce, hombre de mucha familia y de ningún capital, era inesperada ocasión, y después de haber ido a conocer el campo que le destinaban, cosa de unos quince días de galopes, compró la hacienda, conchabó peones y la arreó, llevándose en el carro los trastes y la familia.

Y los años habían pasado: ¡siete!, sin que nunca se decidiera su patrón a emprender el viaje, para venir a ver sus intereses, a pesar de las muchas ganas que, de vez en cuando, escribía tener de hacerlo.

Pero ya una galera pasaba por allí, y esta vez, el anuncio fue formal: se venía, no más. Don Pedro Arce arregló el rancho como para recibir dignamente al dueño del campo, y compró en la pulpería un catre, dos sillas, media docena de platos de loza, tres vasos y varios otros artículos que, aunque siempre lo hubiera pasado perfectamente sin ellos, le parecieron de repente indispensables. Así cunde la civilización creando necesidades.

Y don Juan Labat llegó. Poco sabía andar a caballo, habiendo sido siempre tendero, de profesión, pero don Pedro tenía mancarrones mansos, y todo anduvo pronto muy bien. La novedad, el aire vivificante de la Pampa, tan embriagador siempre, en su propiedad, para los pulmones del dueño; el cansancio producido por los galopes y las recorridas, el apetito   -149-   formidable que se apodera, al aire libre, del pueblero de buena salud, todo le hacía encontrar al señor Labat, blanda la cama, rica la comida, suntuosa la casa; y gozaba, al tratar de contar -cosa todavía imposible para él-, las ocho mil ovejas y las dos mil vacas que ya poblaban el campo, sin haberle dado más trabajo que el de pagar, al principio, algunos miles de pesos, vueltos a cobrar, desde entonces, unas cuantas veces, en lana, novillos y capones.

El único cálculo que entibiaba algo su placer era que la parte que tenía que entregar a don Pedro Arce por su tercio, fuera ya de 500 vacas y 2.000 ovejas, justamente el capital primitivo; y esto, aunque fuera el trato, le hacía cosquillas, porque está bien, ¿no es cierto?, que uno gane algo con su trabajo, pero ganar tanto, ya era por demás. Sobre todo que Arce había tenido su tercera parte de los otros productos. Bien reconocía que vivir en el desierto presenta sus peligros y sus sinsabores; pero esta gente está acostumbrada. A más, el capital de uno está muy arriesgado: supóngase que con él se haya mandado mudar el Pedro Arce, éste; en siete años, no hubiera sido muy extraño: esos gauchos, a veces... Pero Pedro Arce no se había mandado mudar; había cuidado bien y dado buena cuenta... Con todo, 500 vacas y 2.000 ovejas, amigo, es todo un capital.

Otra idea que, aunque atropellara, difícilmente entraba de lleno y con claridad, en la mente del señor Labat, a pesar de haber él recorrido ya bastantes leguas en su campo, era la de la extensión real que representaban las veinte mil hectáreas de que se encontraba dueño. ¡Veinte mil hectáreas!, no se da así no más cuenta cabal de lo que son, quien, en su tierra, hubiera considerado como sueño irrealizable, la posesión de un tablar de repollos.

Sentado, a la tarde, en un banquito de madera, bajo el alero de paja del rancho, saboreando el mate campestre, contemplaba la puesta del sol en sus dominios, con algo, en los ojos, de la mirada conquistadora de Carlos Quinto, y celebraba, en su interior, la magnitud de su inteligencia, atribuyendo a un pensamiento profético todo el origen de su fortuna.

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No se quería acordar, o sencillamente se había olvidado, del trabajo que, en 1876, le había costado a un amigo suyo, simple corredor que sólo quería ganar su comisión, el convencerle que tres mil doscientos pesos fuertes, pagaderos en cuatro cuotas anuales, no eran nada, en el estado próspero de los negocios de su tienda, y que ocho leguas de campo, algún día, representarían un gran valor.

Tentado a veces, otras asustado por el compromiso, al fin cansado de luchar, había aflojado los ochocientos pesos de la primera cuota, remitiendo sólo seis mil francos y una mentira a su comisionista en París, en vez de los diez mil que le había prometido. Y después había luchado, economizado, con la idea no sólo de acabar de pagar el campo, sino también de poblarlo; a los tres años, lo había podido hacer, y esto lo había salvado de la tentación, fatal para muchos, y que no le faltó, en el curso de los años, de volver a vender la tierra, engañados por las apariencias de una soberbia realización.

No se acordaba que después de haber hecho el primer pago, cuando, atrasado en sus vencimientos, recibió de París cartas amargas, había tratado veinte veces, sin resultado, de deshacerse, perdiendo, de lo que él y los demás llamaban su clavo.

Fue entonces que, avergonzado de haberse caído en una trampa, imitó al zorro rabón, aconsejándoles a todos sus amigos de comprar también algún lote.

Pero los amigos se reían, se burlaban de él; le demostraban que era un robo del Gobierno, que las leguas eran sólo de dos mil quinientas hectáreas, en vez de dos mil setecientas que tenían las leguas españolas; que nunca se acabaría con los indios, y al fin, que debían de ser tierras inservibles.

Uno solo, uno, un peluquero que nunca había ido más allá de Morón, se dejó tentar y compró cuatro leguas, colocando así sus ahorros como quien toma un billete de lotería, cerrando los ojos y haciéndose retar en grande por su mujer.

Otro, más rico, quiso también hacer algo, pero en mayor escala, y hombre prudente, comisionó a un hacendado conocido suyo, criollo viejo de la Pampa, conocedor, como ninguno,   -151-   de lo que era campo. Fue éste, con dos peones y una gran tropilla de caballos, recorrió la comarca indicada y volvió completamente desengañado, decía, asegurando que, para él, todo ese territorio no valía nada, que ni en cien años se iba a mejorar tanta puna; que las lagunas eran saladas, que había muchos médanos, que hasta las perdices eran flacas, en fin, que sólo un infeliz se podía meter en ese desierto.

Singular aberración, común, en aquel tiempo, a casi todos los hacendados que, en vez de ser los primeros en aprovechar la única y espléndida oportunidad, dejaron caer esas tierras en manos profanas de especuladores, que, sin haberlas visto jamás, sacaron de ellas, sin trabajo, fortunas enormes, inmerecidas. Por supuesto, se retiró el candidato prudente, ante semejantes informes, y compró cédulas, burlándose más que nunca de su amigo Juan Labat.

Apenas cinco años más tarde, vio llegar éste hasta su campo un ramal de ferrocarril que centuplicó su valor; y calculando que ya el jirón de pampa, ayer inculto y desierto, estaba en vísperas de hacerse un verdadero condado, se apresuró -con razón- en rescindir su contrato con Pedro Arce.



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Patriarca

-La bendición, tata.

-Dios te haga bueno, hijo.

-Tata, aquí está un señor que dice que quiere hablar con usted.

El anciano, gaucho alto y fornido, de ancha barba blanca, erguido todavía, en su traje criollo, a pesar de sus 80 años, se levantó de la silla de paja, desde la cual, en el umbral de la puerta principal de la casa, seguía con cariñosos ojos, algo velados ya por el crepúsculo de la noche eterna, cuya hora paulatinamente se acercaba, los infantiles juegos de la cuarta generación de su sangre.

-Pase usted adelante, señor -le dijo al visitante-, y tome usted asiento. Marianito, tráete una silla. Ana, un mate.

Y el forastero, comerciante del Azul, introducido por el hijo menor del anciano, hombre ya de veintiocho años, se acercó, saludó, se sentó, y, ofreciendo al viejo un cigarro, prendió otro y empezó a fumar, callado, pensativo, y como cortado.

Es que la sola vista del patriarca, el aspecto de la modesta morada, repleta de familias, desbordando de muchachos de todas edades, hormigueando de humanidad, le hacían súbitamente parecer como peregrina la idea que había tenido de venirle a proponer al viejo don Ceferino La Cueva de comprarle el campo.

Y no se atrevió a hablarle de lo que, en realidad, lo había traído, comprendiendo que al roble secular no se le cambia de sitio. Se contentó con preguntarle por el precio que iba a pedir por la lana, cuando hubiera esquilado; si tenía cueros para vender, y otras cosas por el estilo, que el viejo le declaró que ya no eran de su incumbencia, sino de la de su hijo menor,   -153-   Anselmo, ahí presente; él era quien hacía de mayordomo y corría con la administración de los bienes de la familia, por ser el que mejor entendía de cuentas, habiendo tenido la suerte de nacer cuando se empezaron a fundar escuelas.

De los otros catorce hijos que le quedaban vivos, algunos se habían desparramado, un poco en todas partes; muchos ocupaban puestos en el mismo campo, cuidando a interés haciendas de su propiedad; otros se habían ido a buscar la vida en las estancias vecinas, de capataces, unos, de mayordomos, dos o tres, y hasta de peones, los que más no habían podido. Al fin, a todos y a cada uno les había proporcionado parte de lo que Dios le había dado, según los tiempos y las circunstancias, soltándolos a todos, a medida que las alas les iban creciendo y ayudándolos siempre, según sus propias fuerzas.

Y seguían ellos haciendo lo mismo con sus propios hijos, numerosa prole que se extendía en los campos adyacentes, con diferentes condiciones de fortuna, de tal modo, que un solo pulpero de los alrededores tenía dadas a personas del mismo apellido «La Cueva», ¡treinta y ocho libretas!

-Y ¿cuántos años hace que está usted en este campo? -preguntó el comerciante.

-Cuarenta, más o menos. En el sesenta, el patrón, en casa del cual me había criado y estaba yo de capataz, y que era hombre de posición, me hizo conseguir del Gobierno esta suerte de estancia, tres cuartos de legua, que valían entonces poca plata, como pajonales que eran y siempre expuestos a algún malón de los indios.

»Tenía bastante familia, y ya que, a pesar de lo poco segura que era entonces la vida, había podido escapar a la muerte, tanto en las guerras civiles que presencié, como en las expediciones contra los indios que me tocó hacer, juré que, sosegado ya, de aquí no salía más.

»Y así fue. Tampoco tenía mayor ambición que criar la familia que Dios me mandara. Me la mandó, señor, numerosa, como usted ve. Cuando murió mi pobre finada -que en paz descanse-, en el 82, teníamos ya treinta y cinco nietos.

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»Los haberes, es cierto, aunque todavía pocos, iban en aumento; las haciendas empezaban a tomar bastante valor, y el campito, refinado, podía soportar otra cosa que las cuatro mil ovejas y las mil vaquitas de antaño. Pero, señor, una familia tan larga come y gasta, y pasaron, hace mucho, los tiempos en que los terneros nacían de las pajas, y en que la carne sobraba.

»Aunque comprendo lo que es el progreso, encuentro que los campos están ya por demás tupidos de gente; y me es difícil no echar de menos el tiempo en que, para hacerse de un lazo bueno o de una cincha blanca, había que andar poco, antes de encontrar algún animal de marca desconocida que se lo proporcionara.

-Pero también, señor, insinuó el visitante, justamente por esa población, es que su campo hoy vale una fortuna. Mire que son dos mil veinticinco hectáreas, que representan, por lo menos, cincuenta pesos cada una.

-No sé, señor, lo que valdrá, ni quiero saberlo. No entiendo de hectáreas, y sólo sé que son mil doscientas cuadras bien pobladas de hacienda, y donde pueden vivir, con sus familias, todos los de mis hijos que así lo quieran. Cuando descanse yo en la tierra, los muchachos se arreglarán. Dicen que será difícil porque son muchos, y que algunos han muerto, que otros andan desparramados; pero, entre mis nietos, no dejará de haber alguno capaz de componer las cosas, y de tratar de que puedan echar raíces algunos, siquiera, de los retoños, en el sitio donde vivió tanto tiempo el árbol viejo.

¡Cuán pocos han sido, en tierra argentina, los árboles así clavados en el suelo, bastante arraigados y firmes para conservar intacta, a través de los años, la cuna familiar, salvándola de la destrucción que, para el gaucho pobre, siempre han traído consigo los vicios, la dejadez, el despilfarro y las trampas!



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Apodos

Mal muchacho no era el amigo Baldomero; bastante buen trabajador; esquilador asiduo, conchabándose por día para trabajos de corral, cada vez que lo podía; experto en el manejo del lazo y jinete cual el mejor.

Hubiera podido, por cierto, tener muchos amigos, pues era de figura simpática, liberal y generoso; pero tenía la maldita costumbre de nunca dar a nadie el nombre o apellido que, por ley o casualidad, le hubiera caído en suerte, y hasta a los animales los designaba por apodos. Esto, por supuesto, lo hacía mirar de rabo de ojo por todos los compañeros: uno, porque ya sabía qué apodo le había metido, otro, porque, sospechando que no podría escapar, le tenía miedo. Con razón; pues, no tratándose de reyes, poco suelen los apodos alabar las cualidades, y más bien, al contrario, tratan de poner de relieve los defectos físicos o morales de la víctima.

Menos trabajo cuesta conocer de qué pierna cojea un hombre, que penetrar en su pensamiento, y fácilmente cree uno que, con señalar la tara que rebaja al prójimo, aumenta el peso de su propio valor; algo se consuela el pobre, el inferior, el ignorante, de su pobreza, de su inferioridad, de su ignorancia, con llamar al rico «Galgo bayo» si es un inglés flaco, o al patrón «el Zapallo» si es gordo, o «el Pelado» al que se ha vuelto calvo.

Pero para Baldomero, cualquiera servía de blanco, pobres y ricos; no perdía ocasión de pegarle a cada cual el mote que, según él, le podía convenir, y cuando, sentado en medio de los   -156-   demás peones, exclamaba: «¡Ché! ¡Susto!, ¡mirá quién viene!»; y que, sin enojarse, conviniendo así, tácitamente, que su fealdad nativa merecía ser castigada con las bromas de Baldomero, Pedro, dándose vuelta para ver, contestaba con sencillez: «Nariz de porongo», todos sabían que en el palenque se apeaba el viejo Cipriano, dotado por la naturaleza, ayudada por el sol y copiosas libaciones, de voluminoso apéndice nasal.

A otro, que en vez de tener una nariz abultada, la tenía delgada y larga, Baldomero lo llamaba: «Picana», y por «Tres pelos» era conocido Epifanio, a quien nunca le había salido barba. Ireneo, que cuando se reía, abría un horno que daba miedo, se llamaba «Pichón de golondrina» y su hermano Lucio, que era bizco, no pudo evitar de ser bautizado «Lechuza».

«Toronja» sirvió para designar un desgraciado a quien la viruela había dejado completamente desfigurado, poniéndole la cara tan abotagada y plagada de costurones, que ni los ojos casi se le veían; varios «chuecos», como fácilmente se comprende, había en este surtido de jinetes natos; ni faltaban, entre tantos hombres de lazo, los «rengos», y sobraban los «mancos». Ya se sabía que «Una vela» era el tuerto Gregorio; que «Guaycurú» era Martín, con su tipo de indio mal desbastado; que «Pelo de invierno» designaba a José, por su costumbre de siempre llevar el poncho puesto.

«Rotoso» merecidamente se le había pegado a Hilario, por el desaseo en que se mantenía, y «el Delicado», al contrario, lo pintaba a Gervasio que siempre andaba bien empilchado, con ribetes de paquetería.

«Maíz frito» lo había llamado Baldomero a un compañero que siempre, por lo listo, parecía andar chisporroteando, y «Palomo» a un muchacho que se enamoraba de cuanta china lo rozaba: «Charabón» le decía a otro, por lo descuajaringado; y «Flauta», «Petizo», «Pata larga», «Bacaray» y mil otros, a todos, a cualquiera, a los del pago y a los forasteros; en voz   -157-   baja, muchas veces, o por detrás del interesado, para que no supiera que ya le había cambiado el nombre, o en voz alta y en medio de las risas, por tal que del recién bautizado no se pudiera temer alguna peligrosa explosión de mal humor, muy natural, por lo demás, pues hieren los apodos.

En varias ocasiones lo pudo comprobar Baldomero. Había estado, una vez, a punto de casarse con una buena moza, hija de un hacendado regularmente acomodado, lo que, para él, hubiera sido, además de lo escogida que era la prenda, un fin feliz a su vida algo nómada de peón por día, y de acarreador de hacienda. Todo estaba arreglado; consentían los padres; la niña no pedía otra cosa; y quién sabe si ya no habrían cambiado, en la propicia penumbra tan paternalmente proporcionada al patio de la casa por el hermoso sauce que ahí estaba, uno que otro beso furtivo, para afianzar mejor las palabras dadas.

Pero Baldomero no había podido resistir el intenso placer de dar a la misma novia un apodo; ya que lo atormentaba esa manía, la hubiera podido dar siquiera el nombre de una flor, de lo que seguramente la niña no se hubiera resentido; no pudo. El apodo, para ser apodo, tiene que ser burlón, un poquito siquiera; y como la joven era de un morocho algo subido, y tenía ciertos airecitos amodorrados, hizo alusión a ella con los compañeros, llamándola «Gata negra». No le faltaban envidiosos al amigo Baldomero, y pronto supo la niña qué apodo le habían dado, y quién se lo había dado; y como no era de genio paciente, le hizo cerrar la puerta paterna.

Baldomero, no por esto se corrigió: necesitó otra lección. Un día que, en la pulpería, había mucha gente, vio a un gaucho forastero muy barbudo, que, a cada rato, escupía; y de modo que éste lo pudiera oír, dijo él a otro, a pesar de no poder tener porra el guanaco, por no tener cola:

-Mira el guanaco porrudo.

  -158-  

El gaucho lo miró bien y le dijo:

-Y usted, ¿cómo se llama?

-A mí -contestó Baldomero-, no me han dado todavía nombre; estoy orejano.

-Por bagual, será -dijo el otro.

Y como Baldomero hacía el gesto de sacar el cuchillo, el otro, rápido como relámpago, hizo relucir el suyo, y cortándolo en la oreja, le dijo:

-Pues ahora, quedaste patria.

Y le quedó desde entonces, al pobre Baldomero, a pesar de no usar señales los baguales, el doble apodo de «Bagual patria».



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Riqueza de pobre

¡Pobre don Santiago! -le decíamos-; haber trabajado tantos años y no tener en propiedad ni siquiera media legua de campo.

-¡Qué media legua!, ¿adónde van? ni una cuadra siquiera; ni donde caerme muerto. Pero no me quejo; la vida me ha sido suave.

-¿Suave?, así, no más.

-¡Oh!, como lo entenderán muchos, es claro que no; y si tuviese tantos ponchos como de veces he sentido no tener uno más, por el frío o por el agua, podría poner una tienda que ni la de don Eusebio. Pero, con todo, también he tenido muchos goces que no a cualquiera tocan, en la tierra: y muchas veces pienso que de mí podría estar envidioso con mucha razón el mismísimo patrón.

-Cuéntenos, don Santiago.

-¡Oh!, no es cuento. Se pueden contar hechos; pero no, ¿cómo diré?, ilusiones. Asimismo, las ilusiones, mientras duran, pueden parecerle a uno realidad; y tal ha sido mi caso.

«Mi padre era mayordomo, o capataz, lo que ustedes quieran, del padre de mi patrón. Mi madre era cocinera y ama de llaves, como quien dice dueña de casa. Yo nací en esta misma estancia y siempre he vivido en ella. Mis hermanos también en ella se criaron, pero se tuvieron poco a poco que desparramar y andan, o anduvieron -los que ya se han muerto- un poco en todas partes. Yo no. Aquí nací, aquí me crié y aquí sigo viviendo, con un solo y único deseo: el que esto dure tanto como yo. No será difícil; ya soy viejo.

»Y puedo, si no decir, pensar y hasta casi creer que esta estancia es mía. Durante los treinta años que pasé en ella con mi padre, criatura, niño, peoncito de mano, peón de campo,   -160-   capataz, he visto llegar acá unas diez veces, en todo, al padre de mi patrón. Es que también era todo un viaje venir de la ciudad. ¡Figúrense, a veinte leguas del Azul!, ¡de 1846 a 1876!

»Con galera o con tropilla, era un viaje lo más difícil y bastante expuesto. Nosotros aquí, siempre estábamos esperando a los indios, y más de una vez tuvimos que pelear con ellos. Desde el 70, ya era más fácil, por el tren que entonces llegó al Azul; pero, asimismo, era poco el gusto y bastante el trabajo para llegar. A más de esto, el padre del patrón ya era viejo y poco le agradaba viajar, ¿para ver qué? Unos campos casi desiertos, muy poco poblados de hacienda, por el perpetuo temor a los indios. El señor tenía otras estancias al norte, más lindas y seguras, donde iba a veranear con la familia; y a nosotros, como de lástima, nos visitaba a cada muerte de obispo.

»Cuando venía, era todo un batifondo. Avisaba siempre un mes antes, para darnos tiempo de arreglar un poco el rancho, blanquear su pieza, comprar lo que podría hacer falta, etc.; y en todo se quedaba con nosotros tres días.

»La verdad es que esos tres días contaban en nuestra vida como tres años, por lo menos. Mire, ¡venirse el patrón!, ya con la sola noticia, todos se volvían locos. No atinaba nadie a ordenar tanto preparativo, y como nadie sabía escribir bastante en la estancia para hacer una lista de apuntes y que la casa de negocio más cercana quedaba a cinco leguas y era bastante mal surtida, cualquier pedido se volvía todo un asunto. A mí me tocaba hacer los mandados; y en esas ocasiones, iba y venía veinte veces, recorriendo las cinco leguas, con la memoria hasta el tope, a la ida, y las maletas desbordando, a la vuelta. Cuando no se había olvidado algo mamá, había sido mi padre, y, por supuesto, yo también, por el camino, dejaba volar una punta de pedidos. ¡El trabajo, señor!

»Había en la estancia, siempre, una tropilla de doce caballos de tiro, gordos, a grano, nada más que para las repentinas llegadas del patrón viejo. Sólo se ataban de vez en cuando en el breack, para que no se olvidasen y no estuviesen por demás gordos cuando se presentase la ocasión; y desde que se tenía   -161-   noticia de la venida del patrón, entonces, todos los días, se movía la tropilla, atando unos cuantos y amansándolos, se puede decir, hasta el momento de ponerse en viaje. Pero también, que hubiese llovido o que estuviese seco el camino, el patrón sabía que saliendo del Azul por la mañana, llegaría todavía con sol a la estancia.

»Lo demás, en realidad, importaba menos, pues si hubiera tenido que sufrir algún chasco durante el viaje, todo, al llegar, le hubiese parecido malo en el establecimiento; mientras que así, el primer día que pasaba entre cosas, animales y gente de la estancia, todo lo veía en buen estado y podía suponer que, lo mismo que el carruaje y los de tiro, andaba bien el resto.

»No siempre era así. Ha habido momentos en que no había en todo el campo más animales en buen estado que ellos, los caballos de la volanta; pero siempre cuando vino era en la primavera o en el otoño, y todo entonces andaba bien, o por lo menos regular.

»Recorría el campo con mi padre o conmigo; hacía parar rodeo; a veces, contaba parte de los animales, calculaba la cantidad de gordos que se podrían vender, y ¡abur!

»Desde el 76, hasta hoy, otros treinta años, han cambiado bastante las cosas, y de capataz he pasado a mayordomo. Recibo órdenes a menudo; tengo que recibir tropas de los campos de afuera, y hacerlas descansar aquí antes de despacharlas para las invernadas de adentro. Por suerte, a mi patrón no le ha dado todavía por meter arado en todas partes. Tiene muchos campos y le gusta más la hacienda que el cultivo. Mandó sembrar bastante alfalfa, pero siempre es pasto, y fuera de que así los animales engordan más, no hay mayor cambio.

»He conocido esos mismos campos, en tiempo de su majestuosa soledad, cubiertos de pasto puna y de hermosas cortaderas y me gustaban así; hoy los veo verdes como alfombra; y tampoco me disgusta. He cuidado en ellos haciendas bravas, y me gustaba porque era joven y guapo; hoy son haciendas mansas y las prefiero tales, porque ya soy viejo y medio pesado. Antes   -162-   he peleado con los indios, hoy lidio con los gringos que me manda el patrón, y no sé con cuál me quedo.

»Pero, con todo, sigo gozando de la vida; admirando lo que siempre admiré y otras cosas más que antes no había. No poseo nada, ni campo, ni hacienda; pero mías son la salida y la puesta de sol en el horizonte, y su buen calor durante el día, y la sombra de los árboles que he visto plantar y que he visto crecer. Para mí -no para el patrón que nunca viene- son los hermosos reflejos de los mil colores del rodeo de la mirazón; para mí balan las ovejas, al volver al corral, en la melancolía de la oración; para mí cantan en el monte los pájaros silvestres, al despertarse, por la mañana, al ponerse, por la noche; en la alfalfa cubierta de flores, para mí revolotean por millones las mariposas de oro. Para mí humea, por la mañana, la tierra negra surcada por el arado bajo el esfuerzo del buey de lánguidos ojos.

»Del trigo sacará el patrón mucho dinero; por él conseguirá muchos otros goces, -se entiende, allá, en la ciudad-; pero no como yo, el de haberlo visto brotar, crecer y madurar.

»De su bien, les aseguro que, sin que lo sepa, he tomado y sigo tomando la mejor parte. El más rico de nosotros, soy yo.

»No se lo vayan a decir; me podría criar envidia y quizá para vengarse me quitaría la dicha única que hoy ambiciono, la de morir aquí.»



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Recién llegado

Allá, del otro lado del charco, ha oído hablar mucho de las estancias del Plata, de las propiedades de varias leguas de extensión, de los rebaños inmensos, de las pampas fértiles y casi desiertas; y su imaginación de diez y ocho años se ha alborotado; y también él ha soñado con conquistar la América.

Sabe que un miembro de su familia, primo lejano o tío dudoso, está, desde muchos años, en Buenos Aires y que vive en el campo, criando hacienda. Hace muchos años que ha dejado de escribir, pero tiene forzosamente que haber hecho fortuna, pues -en aquellos países-, es sabido que todos hacen fortuna, especialmente los tíos, y con una carta de recomendación de su padre para este casi desconocido, toma pasaje para Buenos Aires.

El muchacho es despejado; chapurrando el idioma como puede, indagando por los diarios y por el consulado de su tierra, pronto consigue averiguar el paradero de su pariente y ponerse al habla con él, hasta saber que lo espera en la estancia -pues es cierto que tiene estancia-, y conseguir los medios y las indicaciones para ir y llegar a ella.

Quince horas de tren, un día entero de galera, ocho leguas a caballo: es un viaje mucho más complicado que los treinta días del vapor, pero a los diez y ocho años, todo lo nuevo gusta, y el aire, el movimiento, las peripecias y hasta los percances, todo embriaga y se resume en un apetito feroz.

Puede ser que el hombre maduro que, por primera vez, viaja por la Pampa, por curiosidad o en busca del pan cotidiano,   -164-   la encuentre monótona, triste, polvorosa, fea, pero la juventud todo lo ve lleno de alegría, y su movilidad pronto se adapta al medio, cualquiera que sea, donde la coloque la casualidad.

Para ella, todo es pradera, y el porvenir pura esperanza; y sólo le parecen reales, en el desierto más árido, el espejismo y sus ilusiones. ¡Quince horas de tren!, un paseo: dormir, comer, cantar, mirar el paisaje, y se acabó... ¡ya!, ¡tan pronto! Y viene la galera. Apretado adentro o colgado del pescante, mareado o quemado por el sol, o cortado por el viento, pero ¡qué viaje lindo!, nada más que porque es viaje. Ya se familiariza el muchacho con muchas cosas que van a ser parte de su vida. Ayuda al Mayoral a agarrar caballos; primero, los asusta, porque no sabe; no los ataja, los persigue; los espantan los ademanes con que los quiere detener, pero pronto aprende y hace como los demás. También aprende a comer galleta, lo que nunca le había sucedido, y a chupar con bombilla, en un puesto hospitalario, un gran tarro de café. Lo miran todos, admirados primero, sonrientes en seguida, por su ignorancia de las cosas del país. Él sigue, no del todo imposible, pues bien se ve que se burlan un poco de él; pero cree que es por las morisquetas que hace al quemarse, o porque no lo creían capaz de tomárselo todo. ¡Qué no va a poder!

Puede, no más, y todito se lo traga, aunque encuentre que es mucho café, de un tirón.

Después, ve que cada uno solamente toma algunos sorbos con la bombilla y pasa el tarro al vecino, pero ya es tarde para componer la plancha. También, ¿quién iba a suponer?

Las ocho leguas para llegar a la estancia, desde la posta, son un poco penosas para él que ni dos veces en su vida ha andado a caballo; pero el animal a quien lo confían es mansísimo y de buen galope, y, siguiendo la tropilla, acompañado por un peón, con quien trata de conversar, en su media lengua, las   -165-   recorrerá sin sufrir demasiado. La emoción del primer galope pronto se volverá orgullo; al verse tan jinete, y sólo cuando hayan pasado una hora o dos, y que empiecen a hacerse sentir las inevitables quemaduras de la carne, blanda aún, meneada sin cesar en los duros bastos del recado, se marchitarán las dos últimas leguas, con el caballo ya medio pesado, dando tropiezos que avivan el dolor, y con el cuerpo deshecho por el cansancio; pero hay que llegar, y se llegará, no más, a la estancia, sobre la cual le ha dado detalles su compañero de viaje.

Sabe ya el muchacho que su pariente es hombre muy bueno, pero muy delicado para el trabajo, muy madrugador y activo; que la estancia se compone de cuatro leguas, en las cuales pacen como seis mil ovejas, tres mil vacas y quinientas yeguas; y con estos datos y otros más, no puede menos que combinar, en su cabeza, a pesar de la realidad que tiene, por todas partes, a la vista, un cuento de las mil y unas noches sobre la fortuna prodigiosa y las riquezas de su tío, primo o no sabe qué.

Llega, por fin, y, casi con asombro, ve que la estancia es un gran rancho, de paredes de barro, con techo de paja, rodeado de otros ranchos más chicos o más grandes, cocina, galpones o gallinero, pero de la misma hechura. Lo recibe, en el palenque, campechanamente, un casi campesino de su tierra, avivado por su prolongada americanización, quien -rodeado de su mujer, muy trigueña, y de numerosa prole-, cordialmente, lo abraza, dándose a conocer, en el idioma materno, algo olvidado, por el pariente buscado; gozoso, en el fondo, de que los de allá, emburguesados, un poco, y algo engreídos, hayan tenido que acordarse de él para pedir su protección; contento también de poder tener a su servicio, para ayudarle en sus faenas, un muchacho bien dispuesto, de confianza y... sin sueldo.

El joven, recién llegado, no deja de admirarse de que el dueño de tan inmensa propiedad sea casi tan sencillo, en su   -166-   modo de ser, de vestir y de vivir, como cualquier pastor de su tierra. Pensaba encontrar un palacete y da con un rancho; creía hallar a todo un señor y se encuentra con un campesino. Extraña más aún esa pobreza de vida al ver, a la tarde, volver al corral una interminable majada que, para él, europeo, representa riquezas sin cuento, y, el día siguiente, al ver rodeadas las vacas, a millares; pero pronto comprenderá que todo, en este mundo, es relativo; que lo que mucho abunda poco vale, y también que para gozarla con seguridad, aun en América, hay que edificar primero su fortuna en los sólidos cimientos de la economía y del trabajo.



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Elección pacífica

En lo más fuerte de la trilla, se había embriagado el maquinista; pero don Pedro Guetestán no era de los que se ahogan en una palangana.

Criador experto, comerciante hábil, agricultor perspicaz, para fomentar el progreso del pueblito, se había improvisado, con asentimiento tácito de la población y del gobierno provincial, jefe de policía, juez de paz y comandante militar, y poco le costó improvisarse también maquinista. Y en medio de la densa nube de polvillo que lo enceguecía y del ruido ensordecedor de la trilladora, dirigiendo y haciendo, manejando a sus hombres y a su máquina, pensaba, más que en las pilas de trigo que iban subiendo, en las elecciones, que tenía, el día siguiente, que organizar, como juez, vigilar, como comisario, y ganar, como fiel amigo del que se trataba de hacer elegir senador, a las barbas del gobernador.

Eran las once y media, y acababa de interrumpir el trabajo para el almuerzo de los peones, cuando lo vinieron a avisar que en la fonda de Stirloni, del otro lado de la vía, había llegado de la capital provincial toda una comitiva para presenciar las elecciones, y que querían verlo.

Inquieto, olfateando a contrarios, se fue de un galopito, sin pasar siquiera por su casa a lavarse la cara, hasta la fonda indicada.

Stirloni, atareado, andaba del mostrador a la cocina, de la cocina al patio, con toda la apariencia de un hombre que tiene la fortuna segura, pero que la tiene que merecer por su trabajo, y glorioso, hinchado, todo colorado, le sopló al oído a don Pedro:

-¡El sobrino del gobernador!

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No preguntó más don Pedro; ya sabía a qué atenerse, pues era justamente el mismo sobrino este, el candidato de su tío para el sillón vacante. Se hizo anunciar. En el patio estaban ocho hombres, unos de saco, otros emponchados, muestras genuinas del público especial de todas las elecciones de campana.

El sobrino del gobernador, hombre muy fino y perfectamente educado, estaba en su pieza con un amigo. Hizo entrar al visitante.

-¿Don Pedro Guetestán? -preguntó-; ¿juez de paz?

-Para servir a ustedes -contestó don Pedro -con tono bonachón-. Dispensarán el traje; estoy de trilla, teniendo que hacer de maquinista, y ni tuve tiempo de irme a mudar.

-No importa, señor, no importa. Me presentaré: Enrique de la Pizarra; el señor gobernador es mi tío; y permítame usted presentarle a un amigo, don Eleuterio Martínez, secretario del ministro de Gobierno.

-Tanto gusto, señores -contestó don Pedro-. Dispongan ustedes de mí; estoy a su disposición: aunque -agregó- hoy tengo mucho que hacer con esa trilla, y no la puedo dejar.

-Pero, ¿y las elecciones de mañana?

-No sé nada, señor; los conjueces me han de mandar avisar cuando quieran organizar la mesa en el juzgado. Yo no tengo más que hacer que entregarles los registros, y después de la elección, remitirlos a los escrutadores que deben juntar en la Carolina.

-¿Usted conoce a los conjueces?

-Poco, señor, de nombre no más.

-¿No es pariente suyo ese Juan Guetestán que figura en la lista? ¿Su señor padre, creo?

-No, señor; mi padre es extranjero. Mi hermano era; pero murió.

-¡Ah!, ¡cuánto siento! Pues mire; le voy a ser franco. Tengo de mi tío orden terminante de ganar las elecciones o anularlas. Para ello, tenemos aquí algunos mausers y gente buena. Pero mejor es que usted trate de evitar bochinches, y nos mande los conjueces para que nos arreglemos.

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-Señor, creo que todo andará como lo desean; mañana veremos qué clase de gente viene a votar. Lo que más quiero yo también es que no se altere el orden, y pueden contar conmigo.

Se retiró don Pedro, y una guiñada de los dos amigos significó claramente:

-¡Un infeliz, hombre! Lo tenemos seguro.

El día siguiente, por la mañana, reunidos en la orilla opuesta del pueblito, cerca de trescientos gauchos esperaban las órdenes de su verdadero caudillo, don Pedro Guetestán, y éste le mandó decir al sobrino del gobernador que había mucha gente reunida, pero toda contraria, al parecer; que la situación, siendo muy peligrosa, le aconsejaba quedarse en la fonda, y que sería de buena política mandase preparar un asado con cuero, allá mismo, para entretener a la gente lejos del juzgado, si no había elección, e impedir que hubiera desórdenes; que él iba, por la forma, a instalar la mesa, como era su deber.

-¡Qué no haya elecciones!, más bien, si es así, dígale -exclamó don Enrique, algo emocionado, al oír el mensaje-. ¡Qué no haya elecciones!

Y mandó preparar en la orilla del pueblo cercano a la fonda, un asado con cuero, que Stirloni, por su orden, hizo acompañar con dos cajones de cohetes y varias damajuanas de vino.

Empezó el regocijo popular; estallaron los cohetes; el vino desapareció a los gritos de: «¡Viva de la Pizarra!» Y a las cuatro de la tarde, pudo don Enrique contemplar con gozo, de la azotea de la fonda, de donde no había salido, los trescientos gauchos que, de a grupitos, se habían venido pasando desde el otro lado de la vía, reunidos alrededor de los restos de su asado con cuero, aclamándolo. Saboreó la suave fruta de la popularidad y mandó a Stirloni que les llevase más vino; Stirloni obedeció, restregándose las manos.

A las cuatro y cuarto, apareció don Pedro en la azotea y, sencillamente, le anunció al sobrino del gobernador que las elecciones habían tenido lugar sin el menor incidente.

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-Cómo, ¿qué ha habido elección?, y ¿dónde han votado? ¿Quién votó?

-Estos hombres -dijo don Pedro, señalando con un gesto de la cabeza a sus gauchos- son electores. Han votado en la mesa instalada en el juzgado.

-¿Y a favor de quién?

-Debo decirle que creo que su candidato era el señor Corfenú.

-¡Caiga el cielo!, ¿y los registros?

-Los hago custodiar, señor, en el juzgado.

Don Enrique se sintió fumado, sin remedio; de buenas ganas, hubiera hecho prender por su gente a ese hombre que, con aire inocente, lo miraba como esperando órdenes: pero no se atrevió. Y cuenta la historia que los registros, bien resguardados de las casualidades del viaje, llegaron a la Carolina en perfecto estado, fueron discutidos y al fin aceptados, pues eran un modelo de corrección y de limpieza, con listas primorosas de nombres y apellidos, sin un borrón, demostrando una elección lo más tranquila, sin disturbios, sin tiros, sin derrame de sangre, un ejemplo para el país entero, pues nunca el Pueblo Libre había expresado su Soberana Voluntad con tanta dignidad y tanta calma, apenas turbada por el entusiasmo bien natural que le había causado su afición al asado con cuero, bien regado, de arriba.

Dicen también que a Stirloni la comitiva le ha quedado debiendo, desde entonces, unos doscientos pesos; pero estos son percances de la guerra.



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Sueño realizado

Desde el temporal del 80, que casi le cuesta la pérdida de todas las vacas, don Juan Valverde no había tenido más que una ambición: la de poder llegar de algún modo a alambrar sus dos suertes de estancia. Pero para cercar legua y media de campo, o sean doscientas cuadras lineales, calculaba que un alambrado medio decente le vendría a costar como quince mil pesos, y juntarse con esta cantidad le parecía tan imposible como impedir que le invadieran el campo mientras estuviera abierto las haciendas de los vecinos.

¡Estas invasiones! ¡Quién pudiera librarse de una vez de semejante fastidio! Se lo pasaba renegando. Un día era la manada de su vecino y compadre don Anacleto que, en un descuido, venía a aprovechar el agua de las bebederas de su jagüel; otro, eran las lecheras de un puestero de «La María» que llegaban hasta la quinta de la estancia y se le metían en el maizal. A cada rato, y por todos lados, había mixturas de majadas con los linderos; era imposible reservar un retazo de campo para cualquier necesidad, pues no faltaba alguna punta de hacienda ajena que se lo viniera a desflorar. Sin contar que, a más de tener que echar del campo las haciendas de los vecinos, también tenía que vigilar de cerca la propia para que no se fueran algunos animales a otros rodeos, donde no siempre se podían volver a encontrar.

Trabajo ingrato, por lo demás, cuyo resultado era cansar caballos, sin poder llegar a tener otra cosa que novillos para invernada apenas, y nunca para matadero. ¡Claro!, animales siempre repuntados y corridos, que nunca pueden comer a su gusto y descansados, ni pueden aprovechar el pasto que es de ellos.

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¡Cuándo podría alambrar su campo don Juan Valverde!

Sucedió que hubo, seguiditos, dos años de pura prosperidad: una parición de las vacas como no se había visto desde mucho tiempo; otro tanto, en los mismos dos años en las majadas, lográndose sin esfuerzo casi todos los corderos; con unos pastizales que daba gusto y donde engordaron a más no poder novillos y capones; y a más de esto, alza general en los frutos, la lana por las nubes, los cueros a buenos precios y los animales gordos muy buscados.

-Don Juan Valverde se encontró con una buena cantidad disponible, y aunque no le alcanzara del todo, pensó que bastaba, siquiera, para empezar.

Para aprender a nadar, no hay como tirarse al agua; y solicitó del Banco de la Provincia lo que le faltaba. Se lo dieron sin mayor dificultad, y aunque poco le gustara empeñarse así, no vaciló en realizar el sueño dorado de toda su vida de estanciero: alambrar su campo. ¡Alambrar!, ¡al fin! Poder tener seguros, en el campo de su propiedad, sus animales; poderlos tener seguros y solos, sin mantener gratuitamente los de los vecinos; poder recorrer su campo por todos lados sin encontrar más gente ni más hacienda que la de la estancia; no tener, una o dos veces por día, que repuntar de las orillas al centro todas las vacas para que no se extravíen, con gran daño, por supuesto, de su quietud y de su engorde.

¡Con qué alegría se entregó don Juan a la ardua tarea de calcular lo que necesitaba de material para el alambrado! En su vida había hecho tantas operaciones de aritmética, pero fue con gusto que las hizo a pesar de lo trabajoso, y cuando hubo fijado definitivamente el número de postes y de varillas, de torniquetes y de rollos de alambre que necesitaba y también las tranqueras y su sitio, hizo revisar sus cálculos por don Juan Antonio el pulpero, y se fue para la capital a comprar todo, sin mezquinar y sin mirar atrás.

No hay duda que va a ser duro pagar tanta plata; que habrá que privarse de muchas cosas y no perder ocasión de vender animales gordos o cueros o cualquier otra cosa con que   -173-   se puedan hacer pesos. Habrá momentos difíciles y dolores de cabeza; habrá que hacer esfuerzos hasta entonces desconocidos para aumentar el producto de la estancia; quizá haya, si viene malo el año, que vender alguna majada o alguna punta de vacas al corte; pero no importa, don Juan a todo está dispuesto para quitarse de encima, ya de una vez, esa perpetua inquietud del campo abierto, tan abierto para las invasiones e infiltraciones de afuera, como para los inesperados deslices y las misteriosas desapariciones de hacienda.

Ya trató también con el alambrador, un vasco conocido y de confianza que trabaja bien, ligero y a precios acomodados. Los postes han llegado; están ya repartidos en los puestos de la orilla del campo, donde forman torres espesas y bajas que momentáneamente modifican el paisaje, haciendo de cada puesto, cuando lo miran de lejos, como un castillo medioeval.

Empiezan a plantar los postes: una hilera larga de ellos ya corta justamente un camino que cruza el campo, una de las cosas que más rabia le da a don Juan Valverde; y todos los días viene de un galopito a ver alargarse la línea de los centinelas de madera que van colocando los peones. Todavía no tienen armas; todavía pasan entre ellos los carros, las volantas, los arreos y los jinetes; pero la sonrisa burlona con que antes seguían éstos su camino, cuando veían al dueño del campo, todo colorado de furor, ha cambiado de sitio y vaga ahora, no siempre muy discreta, en los labios de don Juan.

Ya no castiga, apurado, como antes, y, refunfuñando, el caballo, para correr a los animales del vecino, cuando le vienen a comer el pasto; hasta los deja, casi con fruición, refregarse las paletas contra los postes, pensando, con una sonrisa, en la cara que, mañana o pasado, pondrán ellos y los transeúntes, al ver que ya no se pasa por acá, que los alambres están estirados y que basta esta red liviana para atajar y dejar campo afuera todo lo que, durante tantos años, le ha causado tantos disgustos.

En poco tiempo más, ya quedó cercado todo el campo, colocadas las tranqueras, y don Juan pasa ahora largos momentos   -174-   de regocijo, tomando mate en uno de sus puestos, cercano al camino suprimido, estudiando de rabo de ojo las fisonomías de los que llegan allí y rabian, a su vez, al encontrarse con el alambrado nuevo que les cierra el paso y los obliga a dar una vuelta de todos los diablos.

Ahora también, en todas partes, como no está nada recargado el campo, y hasta en las mismas orillas, puede comprobar don Juan que el pasto crece como nunca lo ha podido hacer, por las entradas de los vecinos. Sus vacas comen con toda tranquilidad, desflorando donde mejor les parece, de día y de noche, recogidas apenas una vez por semana, para parar rodeo. Con la abundancia de pasto, con la quietud, engordan ahora de veras, y pronto quedará pago y repago el alambrado con el mismo aumento de producto de la estancia.



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Mayordomos modelos

¡Qué buen mayordomo era ese don Eliseo que, tanto tiempo, estuvo en la estancia! ¿Mayordomo? La verdad es que, por el sueldo tan exiguo, más bien era un simple capataz, encargado, sí, de la estancia cuando no estaba el patrón, pero con tan pocas prerrogativas que difícilmente las hubiera podido lucir.

No por esto disminuía, para él, su responsabilidad, y cuidaba de los intereses como si hubiesen sido suyos, quizá más. Era un gaucho humilde, pero de mucha vergüenza y su solo anhelo era de nunca merecer una reprensión.

Por lo demás, parecía hacerlo todo, más por amor a sus patrones que por otra cosa; sentía que lo apreciaban y le bastaba esto para que considerase como sagradas sus obligaciones hacia ellos. En su misma ausencia, sólo de ellos se acordaba y de su bienestar; pues no se contentaba con vigilar la hacienda y el campo, madrugando para ello y haciendo madrugar a la gente, como era debido, sino que también se ocupaba en cosas que había tenido que aprender solo para poderlas hacer, pues, en general, las desprecian los paisanos.

Hombre de campo en toda la acepción de la palabra, enlazador y jinete sin igual, siempre había cuidado hacienda, y nada más. Pero pensó, y con razón, que a todo un mayordomo no le debe bastar que las vacas y los caballos estén gordos, sino que también debe hacer placentera, para el amor, la vida en la estancia.

Y por esto, había empezado a criar en grande gallinas, patos y pavos, y era su gloria poder mandar a su patrón, cuando estaba en la ciudad, algún ave gorda, de las que ni con plata   -176-   se encuentran en el pueblo. Durante el invierno, amansaba, él mismo y de manera especial para que no se asustaran con los vestidos, caballos de silla para la señora y sus hijas, y para los chiquilines tenía siempre de reserva una punta de petizos mansos, capaces de resistir las tremendas correrías de las vacaciones.

Las frutas del monte también eran objeto de su especial vigilancia. ¡Cuidado con tocarlas!, y bien sabían los peones que si de día era imposible colarse en el monte, de noche era peor y muy expuesto a recibir unos balines de trabuco que, para esto no más, se puede decir, guardaba don Eliseo, siempre colgado en la pared de su cuarto.

Por nada las hubiera tocado él, pero tampoco permitía que otro que el patrón las aprovechara. Pensaba que con la carne, galleta, yerba y sal que el patrón les daba para la manutención, se debían conformar todos, y si, de vez en cuando, dejaba que se hiciese una tortilla de huevos, es que tanto abundaban que, realmente, no se podían remitir todos a la ciudad.

Los peones bien lo trataban un poco, entre ellos, de mezquino, pero, con todo, lo respetaban, pues sabían que no era en provecho propio; y tampoco era hombre de soportar mucho titeo. Poco personal, por lo demás, ocupaba siempre, pensando que menos son los peones, más trabajan. Era enemigo de ese aparato, tan común, en ciertos establecimientos, de mantener una punta de haraganes que, todo el día, se lo pasan haciéndose los muy atareados y que, al fin y al cabo, no hacen nada.

Poca gente había en el patio con él, y menos en la cocina, fuera de las horas de descanso, y las pocas visitas que, por un motivo u otro, caían al palenque, hubieran podido creer que no había más, en la estancia, que la cocinera y el quintero, cuando no estaba el patrón en ella con la familia.

Saltaba a la vista la diferencia que hay, de mayordomo a mayordomo, al que llegaba a la estancia manejada por don Eliseo, después de haber estado en la que regenteaba don Guillermo   -177-   Esmit, un extranjero todo colorado, alto, rubio, fornido, violento, gritón, comilón y como esponja para el whisky. ¡Ese sí que sabía manejar una estancia a la moderna, aplicar todos los adelantos de la época y estar al día, siempre, con el progreso! No salía máquina nueva que no la probase, y los galpones estaban llenos de sembradoras que no habían sembrado más que media hectárea, pero ¡con qué perfección!, y de segadoras que se habían archivado casi al recibirlas, porque había salido otra mucho mejor, y de bombas enmohecidas que esperaban su colocación, y norias pasadas de moda antes de haber servido, y aparatos de todas clases y aperos de todas formas.

Por los patios, barridos con esmero, por los galpones, edificados a todo costo, por los pesebres, poblados de animales más caros aún que finos, por el jardín y el parque, por la huerta de frutales y por el monte andaban, de un lado para otro, mensuales lentos y bien comidos, engrasando perezosamente huascas, unos; otros estaqueando, a tironcitos y a golpecitos, cueros vacunos; o llevando, con simulación de tremendos esfuerzos, una carretillada de pasto seco, o rasqueteando tan suavemente un caballo que no se sabía si era por miedo de lastimarlo o de cansarse, sin contar los que, entre las sombras del monte, echados sobre el pasto, no tenían más ocupación, para asentar el mate, que de comerse las mejores frutas, antes que, siquiera, estuviesen pintonas.

A don Guillermo, todos lo ponderan por lo bueno que es; no es como don Eliseo, no, ¡tan delicado!, y los vecinos que aprovechan su campo, y los peones que están en su casa como a pesebre, no tienen boca para alabarlo. Y él tampoco pierde ocasión para ensalzar ingenuamente sus peculiares y nativas condiciones del mando y las cualidades de toda su gente, tan cumplidora que no hay otra, según él, igual, en la República. Pero también es que la sabe manejar...

Una mañana, a las nueve, vino a visitarle don Eliseo, quien tenía orden de comprarle algunos toros. Todavía estaba durmiendo; el whisky había sido más fuerte, la noche anterior; y   -178-   cuando, media hora después, apareció, le largó don Eliseo esta reflexión:

-Pues, señor, si me levantara yo a estas horas, mis peones estarían todavía tomando mate en la cocina.

Compasivo, le preguntó don Guillermo.

-¡Oh! ¿Usted entonces tener personal malo? -y sin dar tiempo a que le contestara don Eliseo, agregó-: Yo tener muy buena, muy buena.

Y llamó, con benévolo énfasis.

-¡Luis! Decir a Pedro traer caballos para que Antonio atar sulky y Juan acompañar a mí.



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Policía patriarcal

El comisario Soriano tenía aviso de que, a las seis de la tarde, estarían en la orilla de las quintas del pueblo el sargento y su milico, con los tres presos que debían traer de la alcaidía del cuartel séptimo del partido; y a las cinco y media, mandó ensillar su malacara para ir a recibirlos. Gordo, panzudo, en mangas de camisa, por el calor que hacía, con un gran sombrero de paja, pero con la diestra majestuosamente apoyada en su rebenque de cabo de plata, iba, seguido de un soldado armado con carabina, al trotecito, primero, por las calles de la población, al galope, después, una vez en las quintas.

Cuando llegó al punto de cita convenido, encontró, empantanado en el camino, un carro con tres extranjeros, un inglés y dos italianos, que parecían esperar con toda paciencia que los sacasen del mal paso, pero sin hacer, ellos, un esfuerzo para salir de él. Les preguntó qué hacían ahí.

-Esperando, señor - contestó el inglés.

-¿Esperando qué?

-A los compañeros.

-¿Dónde están?

-Allá, señor, en la pulpería del Tropezón.

-¿Y quiénes son sus compañeros?

-Un sargento y un vigilante, señor.

-¿Qué dice?... Y ustedes, ¿quiénes son?

-Somos los presos, señor. ¿Usted será el señor comisario? Bien decía yo que hacían mal en irse. Pero dijeron que nos tenían confianza, que bien pensaban que no los haríamos quedar mal, y se fueron.

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-¿Y cuánto tiempo hace?

-Dijeron que ya volvían; pero debe de haber como tres horas que aquí estamos esperándolos.

-¡Buenos gringos zonzos! -murmuró el comisario- ¿Y no pensaron en irse? -exclamó.

-Primero, estos dos medio querían; pero yo les dije que no, y que no permitía que se fueran, y se sosegaron.

-¡Pues, amigo! -volvió a murmurar el comisario-. Se ven cosas que son casos. ¡Fermín!, andate hasta el Tropezón y traete a esos dos bribones, ligero.

El soldado se fue hasta la pulpería y pronto trajo al sargento y al otro, en estado más bien lamentable.

El comisario se había apeado en lo seco, y, recostado en el malacara, se acariciaba la pera, rezongando con rabia, entre dientes. Tronaba, antes de llover.

Amonestó furiosamente a los dos culpables, les meneó unos cuantos rebencazos, que más lo cansaron que lo que les dolieron, agitado, sudando mares, y por fin mandó que entre el soldado que consigo había traído y los tres presos, los estaquearan a cada uno en una rueda del carro, después de desatar los caballos. Tuvieron, para ello, que quitarse todos el calzado y las medias, pues el barro era algo hondo, y una vez bien amarrados los pobres, volvió solo al pueblo Soriano, dejando a Fermín de guardia y ordenando que se dejaran así hasta que volviese él, lo que sería a la madrugada.

Cuando, volvió, como a la siete de la mañana y con sol alto, ya, parecían, realmente, los dos milicos, haber pasado atados toda la noche, pues así los encontró; pero la verdad era que se lo habían pasado mateando con los demás, alrededor del fogón.

Los hizo desatar el buen comisario, dando por purgado el delito, pero abochornándolos con una reprensión erizada de dichos criollos, entre sabrosos y picantes, haciéndoles ver lo vergonzoso que era que las autoridades patrias tuvieran que   -181-   apelar a los mismos presos... y extranjeros, éstos, para castigar a sus propios agentes.

-La verdad -murmuraban, cabizbajos, los milicos.

*
* *

Soriano, desde su juventud, había sido siempre muy metido en la política de su provincia, siempre del lado del palo, nunca del de la escoba; y joven aún había sido nombrado comisario. Entendía que el objeto principal, único, de su cargo era sostener al Gobierno, cualquiera que fuese el partido imperante, consiguiéndole votos por todos los medios a su alcance; y estos medios eran numerosos. No por esto pensaba que debiera descuidar sus intereses personales y tampoco los dejaba abandonados.

Cuando los nombraron, el pueblito era de reciente formación, y no le podía dar el Gobierno más que treinta pesos mensuales, lo que ni para comer, una vez al día, le alcanzaría; pero le había dicho el ministro:

-Cuando produzca algo la comisaría, tendrá usted sesenta.

Había, pues, que hacer producir algo a la comisaría. La instaló en un rincón del depósito de la única casa de negocio que existiera en la localidad, gratuitamente, por supuesto, viviendo ahí con sus dos vigilantes, los cuales establecieron un cuartel y la prisión de delincuentes en la sala de billar.

Existía también en el pueblo una fonda. Soriano mandó llamar al fondero y, sin más ni más, lo multó en diez pesos, por haber despachado bebidas. El fondero se resistió a pagar; Soriano lo hizo prender y encerrar. A las dos horas, consintió el hombre en abonar los diez; pero se le exigió, entonces, por desacato, veinticinco. Al anochecer, aflojó.

Ya tenía Soriano, con esto, templada la guitarra, y no le faltaron ocasiones, del mismo estilo, para cobrar otras multas que pronto le hicieron conseguir, con el aprecio de sus jefes,   -182-   los sesenta prometidos. Su calabozo, una pieza cualquiera, obscura, tuvo puertas secretas de salida para los que, sin hacerse de rogar, o, a veces, a planazos, sabían el precio de su libertad. Es cierto que no todos tienen plata disponible, pero no todo con plata se paga, en este mundo; cada cual tiene sus medios de desempeñarse, sus aptitudes o sus habilidades. El estanciero rico, el comerciante bien pueden abonar al comisario una pequeña suscripción mensual, para que cuide, con mayor celo, de sus intereses; y el que, de mezquino, no quiere contribuir, tampoco se puede quejar de que los cuatreros le peguen malones; y si lleva, alguno de los damnificados, al comisario, para que vea por sus propios ojos, las panzas y las cabezas de las vacas que, de noche, le han carneado, se quedará éste pensativo, pero calladito, adivinando ya de dónde ese diablo de Fulano ha sacado, para mandárselo, un costillar tan gordo.

¡Cuidadito!, el carnicero que se atreviese a traer a su corral animales mal habidos. Soriano revisaba las guías y las mismas vacas con tanta prolijidad que ni una sola robada hubiera podido pasar... sin pagarle su tributo.

Mientras no hubo juez de paz, era él el árbitro único en esos casos y, siendo muy poca la población, hacía modestamente su negocito, sin grandes ganancias ni tampoco grandes riesgos. Cuando se hubo organizado ya la Municipalidad, fue más difícil, porque había más ojos, indiscretos, algunos, y más manos, codiciosas todas, para vigilar, en provecho propio, y atropellas también cualquier fuente turbia de utilidades. Pero los lobos entre sí no se comen; más cuenta les hace juntarse y, juntos, hacen grandes obras.

Con una policía voluntariamente ciega, un cuatrero puede, impunemente, carnear vacas ajenas, y hasta llevarse algunos animales, pero con una policía cómplice y un juez que otorga con su firma guías falseadas, el comisario, el juez y el cuatrero tienen segura la fortuna.

Soriano conoció días de prosperidad. Lejos estaba el tiempo de los treinta pesos por mes, para lidiar, desamparado, contra   -183-   gauchos alzados y cuatreros peligrosos, imbuidos de los principios heroicos de Juan Moreira y de Martín Fierro; ya no sacaban del tirador el cuchillo, amansados y civilizados por Soriano, sino pesos; y a cada cual su parte. Así, no hay peleas, no corre sangre, no hay escándalos, ni partidas derrotadas, y las elecciones andan a las mil maravillas.

A veces, sucede que se alza la opinión, sospechando muchas cosas de las que tan bien se tapan; los hacendados se quejan, gritan y hasta se ligan para que algún periodista se atreva a cantar la verdad a las autoridades. Y surge entonces el Liberal del Norte o el Independiente del Sud, o la Verdad del Oeste, impreso, con tipos rezagados, en papel de almacén, escrito en estilo vehemente e incorrecto, pero audaz en sus afirmaciones y demasiado gritón para no llamar la atención de quienes corresponda sobre los frecuentes robos impunes; tanto que, en vísperas de elecciones, se vuelve casi peligroso. Y sucede que, una noche de verano, cerca del periodista tranquilamente sentado en la vereda, a tomar el fresco con algunos amigos, pasa corriendo un hombre quien lo deja muerto de una puñalada.

Desaparece en la sombra el criminal -un gaucho cualquiera-; finge la policía ponerse en movimiento; se alborota el juzgado, y después de muchas indagaciones, informes y partes, queda todo en la nada y sigue el juego.

Por un tiempo, se dejarán descansar las haciendas, y hasta se llegará a prender a dos o tres de los comparsas más humildes, para salvar siquiera las apariencias. Pero hay que vivir, y tanto en el pueblo como en toda la campaña, los juegos de azar, prohibidos por la ley, darán al comisario, sin que necesite repartirlas con otros, amplias y opulentas coimas que le permitirán esperar tiempos mejores.



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Desastre

Cuando llueve, lo mejor es dejar llover, primero porque es lo más fácil y también porque, generalmente, la lluvia es una bendición de Dios para la campaña; pero sucede que se vuelve plaga cuando dura demasiado, inundando el campo, penetrándolo todo de humedad, traspasando el piso de las habitaciones, calando las ropas y el mueblaje, sin que pueda ni dormir en seco la familia, porque el techo del rancho, cansado de tanto sufrir, está lleno de goteras.

-¡Quién fuera pato! -rezonga la señora, chapaleando agua, en el patio, para llegar del rancho a la cocina.

-Verdad es que es mucho lavar - contesta el marido, al ponerse el poncho de paño, pesado todavía del agua de los días anteriores.

Y, bajo la lluvia que sigue, se va hasta el corral, a ver cómo han amanecido las ovejas.

Las vacas y las yeguas aguantan sin morir, y los hombres, sin aflojar -en la ruda tarea de sujetarlas-, los mayores diluvios, por tal que no sean de agua muy fría. Las ovejas sufren más; pasan largas horas, encerradas, esperando, hambrientas, bajo el húmedo peso de su lana empapada, que un descanso del temporal permita al amo abrirles las puertas y dejarlas comer, apuradas, durante un rato, atajándolas, para que no se desparramen: no se pueden echar en el inmundo fango del corral y se lo pasan, paradas, en el barro hediondo, encogidas y dando las espaldas al viento, o remolineando sin descanso. Por otra parte, cuidarlas a rodeo, en noches de lluvias con viento, sería exponerse a perderlas: y mejor es todavía tenerlas seguras.

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Así pensaba don Benjamín; y don Benjamín era hombre de mucho conocimiento en todo lo que se refería a trabajos de campo. Estimaba que en caso de temporal deshecho, el corral es el mejor peón, y que, aunque sufriesen hambre las ovejas, era preferible dejarlas encerradas, aun de día, que exponerse a no poderlas sujetar, una vez en el campo.

Y fiel a estos principios, es que tenía la majada encerrada, el segundo día de cierto temporal furioso con viento sur, capaz, con sus cacheteos glaciales, de llevárselo todo por delante.

Don Benjamín, el día anterior, había largado la majada desde más de una hora, cuando principió a caer esa agua fría como la nieve; las ovejas, azotadas por el viento, empezaron a disparar y se apuró él en echarlas otra vez al corral. Le costó mucho trabajo; no querían volver; no querían enfrentar ese viento que les helaba la sangre, ni los latigazos del agua que les castigaba el hocico, como con puntas de acero.

Don Benjamín, sin llamar a sus dos hijos, muchachitos todavía, que no hubiesen podido resistir el frío aquel, llenó, sólo con sus perros, la ruda tarea de asegurar la majada.

Raras veces dura mucho un mal agudo, y la naturaleza parece saber calcular, en sus más terribles enojos, la fuerza de resistencia de sus víctimas. Aquella vez, andaría descomunalmente rabiosa o habría perdido la medida, pues el viento quedó fijo en el sur, trayendo agua helada, durante tres días y tres noches; arreando, sin dejarlos descansar una hora, y llevándolos hasta ocho y diez leguas de la querencia, los yeguarizos y vacunos, y matando, a millares, los que habían quedado encerrados y los que, embolsándose en algún alambrado, no habían podido seguir caminando.

¿Quién no comprenderá que don Benjamín, el segundo día, teniendo la majada bien encerrada, aburrido de quedarse en la inacción, inquieto de la suerte que habían podido correr sus caballos, sus yeguas y sus vaquitas, se dispusiera a desafiar la intemperie para ir siquiera hasta la esquina, a saber algo, recoger datos, oír hablar de lo sucedido a éste, o aquél, a Fulano y a Mengano?

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Bien emponchado, la cabeza envuelta en un pañuelo que le tapaba casi toda la cara, ensilló y fue. ¡Qué viento, señor; y qué frío!, el agua parecía cortarle el cutis a uno. ¡La suerte que la pulpería estaba cerca!

Había poca gente; capataces de estancias, hacendados que habían venido en sus mejores caballos, siguiendo sus animales arreados por el fantástico látigo del temporal, y que habían tenido que detenerse, porque los mancarrones ya se habían enfermado, con el frío, y desmoralizado los hombres. Todos estaban contestes en que las ovejas habían sufrido poco, pero que el desparramo y la mortandad de animales mayores sería cosa nunca vista. Don Benjamín, fatalista, pensó que no había más que esperar con resignación que terminara el temporal para entrar a campear sus lecheras, bendiciendo la suerte, por haber salvado siquiera la majada. Y tomó la mañana.

Ahí, no se sentía el viento; ni entraba el agua; hasta reinaba una temperatura regular, sino del todo confortable, por lo menos, llevadera, por comparación. Y don Benjamín, ablandado por este bienestar relativo, siguió tomando la mañana... hasta las cinco de la tarde.

Al volver a su casa, un poco antes de la oración, con la vista turbada por el alcohol, por las ráfagas del viento y los remolinos de la lluvia, divisó algunas ovejas que iban, mancas, balando, apuradas y como tratando de alcanzar a las compañeras; conoció con inquietud que eran de la señal de su majada.

Galopó en la dirección del viento, y al rato pudo ver, cruzando el cañadón y yendo hacia el arroyo, en larga chorrera, sus ovejas, que, azotadas por la tempestad, casi corrían, como si tuvieran prisa de encontrarse con la muerte.

Desesperado, las quiso detener, trató de atajarlas; no pudo.

Debilitado por la bebida, enceguecido por la lluvia, helado por el viento, ronco a fuerza de gritar, en vano trataba de atravesarse a las ovejas, que iban hechas torrente, entre el agua del cañadón crecido, sordas, ciegas, ahogándose ya. Vino la noche: y con lágrimas de rabia impotente en los ojos, don   -187-   Benjamín enderezó para su casa, donde encontró, sumida en la desolación, a su pobre mujer.

Y ella le explicó lo que había sucedido: la majada arrinconada por el viento en un costado del corral; un poste podrido que cae, un lienzo viejo que cede bajo el peso y, por el portillo abierto, ¡el desfile paulatino de la majada!

A los balidos, corrió ella, con los niños y los perros; y pudo impedir que salieran unas trescientas ovejas, que son las que quedan. Han luchado para atajar la majada, haciendo frente a pie, en el barro, al viento áspero que muerde, al agua cruel, que, de fría, quema y hiela a la vez.

Horas han pasado así, consiguiendo apenas hacer remolinear las ovejas, pero sin poderlas volver a encerrar; hasta que las criaturas no pudieron más, se acobardaron los perros y que ella, desbordada, tuvo que dejar correr la oleada llevada por el temporal hacia el cañadón, hacia la perdición.



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