Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice



  -188-  
ArribaAbajo

Diversiones amenas

Impasible, detrás de su mostrador, protegido por una fuerte reja de fierro contra posibles intrusiones -pues la cultura relativa que permite hoy, en casi todas partes, la supresión de estas defensas, estaba entonces, por aquellos pagos, apenas en sus albores-, don Manuel Fulánez contemplaba el espectáculo, monótono para él, que cada día lo presenciaba, fastidioso para el transeúnte indiferente, triste, en realidad, de los estragos morales y físicos que puede producir en el hombre, y particularmente en el hombre algo primitivo, el despacho del alcohol, hecho sin más medida que la capacidad tragadora y pagadora del infeliz parroquiano.

Eran sólo las diez de la mañana, y día de trabajo.

-Pero -decía el viejo Cipriano-, ¿por qué será que los llaman días de trabajo? Para mí, los días de fiesta son todos los en que tengo pesos o algún amigo que me convide; y los de trabajo, los pocos en que, a la fuerza, tengo que buscar conchabo, por no tener ya en qué caerme muerto.

Y al hacer su babosa y filosófica declaración, el gaucho, medio se levantó del banco de madera en que estaba, más bien que sentado, aplastado, estiró el brazo hacia la media cuarta de caña, que había empezado a tomar -era la tercer-, y de un trago, la acabó de vaciar.

Era su ración, en las mañanas de los días que llamaba él, de fiesta. Se dejó caer otra vez en el banco, rezongando que «ya le habían echado agua a la caña», y después de un momento de valiente pelea contra el sueño, echó a roncar.

  -189-  

Al rato, entró su gran amigo, don Benjamín, que venía en busca de provisiones para su casa; por un verdadero fenómeno de intuición, lo sintió, y entreabriendo sus ojos velados por la embriaguez, balbuceó con voz impedida:

-Tome algo, don Benjamín -y se volvió a dormir.

Don Benjamín era hombre más juicioso; pero de cuando en cuando, también se dejaba enredar por la tentación: tomaba un inocente vermouth, como para no desairar al prójimo, y que no dijeran que se hacía el virtuoso; después, tomaba otro, para que no anduviera rengueando el primero; y otro, porque el anterior le había dejado un gustito en la boca; y otro más, porque ya se iba; y el siguiente, porque no se había ido, y después, porque quería acabar la botella; y seguía tomando vermouth, hasta no tener más apetito que para bebidas más fuertes, como el ajenjo, la caña o la ginebra, y ya andaba de resbalón seguro.

Cuando, al rato largo, despertó el viejo Cipriano, oyó que su amigo don Benjamín, discreto y de buenos modales, en ayunas, le hablaba al pulpero, en tono muy seco, reprochándole su mala fe, tratándolo como puede tratar al usurero que le ha prestado dinero y se lo viene a reclamar, cualquier caballero. Los ojos le chispeaban, las palabras salían de su boca, sonantes, cortantes y chocantes, irónicas, altaneras, injuriosas, por el tono más que por sí misma, y don Cipriano comprendió que su amigo Benjamín estaba «algo divertido».

-Déme una botella de caña, para llevar -dijo éste a Fulánez-, y no me la rebaje, ¿oye?, que la quiero doble, ¿oye?

Y Fulánez, con la paciencia del pulpero que aguanta tanto más cristianamente las injurias, cuanto más judaicamente las apunta en la libreta, en forma oculta, le trajo lo que pedía. Don Benjamín quiso probar la caña; le tomó -dijo él- olor a vermouth Torino, y después de un breve altercado con el pulpero, desdeñoso, volcó en el patio, desde el umbral de la   -190-   puerta, el contenido de la botella; y se la devolvió al comerciante, diciéndole:

-Lave esta botella y vuélvala a llenar.

Dos italianos recién venidos, que estaban ahí, almorzando con queso del país, galleta y agua, lo miraban con tamaños ojos.

-Está medio divertido, don Benjamín -pensó Cipriano.

-Sírvase algo, Cipriano -le dijo éste.

Y empezaron ambos a convidarse mutuamente, alternando las copas de bitter con las de ajenjo, y las de caña con las de ginebra, y a medida que ingurgitaban mayor cantidad de veneno, la tensión de los nervios se acentuaba; de irónicas, volvíanse provocantes, las palabras, y dirigía don Benjamín a cada uno de los que entraban, alusiones tan hirientes, apodos tan injuriosos, que se conocía que hasta los más mansos quedaban resentidos, y que los cuchillos se estremecían en las vainas.

-Está divertido, don Benjamín -pensó Cipriano.

-¡Mozo!, déme cohetes -gritó aquél.

Y encendiendo un mazo de cohetes de la India, lo tiró sin dar tiempo para nada, en medio de la docena de caballos atados en el palenque, lo que produjo un desbande general, con cortaduras de cabestros y disparadas de ensillados; provocando protestas enérgicas, contra «los borrachos que no se podían divertir sin hacer daño».

-Está bastante divertido, don Benjamín, -siguió pensando Cipriano.

Y don Benjamín, que había oído la palabra borrachos, se empezó a enojar y preguntó con tono acerbo: a quién le parecía que él anduviera borracho.

Y como cayeran sus ojos, torcidos por la ebriedad, en los de un muchacho que lo miraba, más bien con curiosidad que de otro modo, se aproximó a él cuchillo en mano, desafiándolo.

  -191-  

-Está muy divertido - susurró Cipriano.

Pero el joven, aunque bien sintiera que era pura parada de hombre mamado, al verse amenazado, y al oírse tratar de mocoso, se le enderezó, sacó la cuchilla y le pegó al agresor un tajo en la cabeza, cortándole el sombrero, y algo también el cuero.

Al ver correr su sangre, se creyó muerto don Benjamín; soltó el cuchillo y se dejó caer en el suelo, llorando mares.

El viejo Cipriano le sostuvo la cabeza, le vendó mal que mal la pequeña herida, con un pañuelo, que empapó, suspirando, con la caña que le quedaba en el vaso y dijo:

-Está completamente divertido, don Benjamín.



  -192-  
ArribaAbajo

¡Mañana!

Día más, día menos, ¿qué importa?, ¿qué es un día en la vida? Y don Pedro, suavemente amodorrado por esa idea, antes de decidirse a emprender cualquier trabajo, dejaba pasar los días, sin darse cuenta de que al caer, sin ruido, uno encima del otro, pronto forman la semana, y que fenece el mes, sin que se sepa cómo.

La sarna había cundido en su majada, de un modo feroz: y si la dejaba seguir así, sin atajarla con vigor, casi no iba a tener lana y perdería también muchas ovejas; y resolvió empezar una cura seria. Hoy, era tarde ya; había que aprontarlo todo: preparar el remedio, alistar botellas y recipientes, componer algunos lienzos del corral, muchas cosas; ¡mañana!, pues, empezaría; y soltó la majada.

No tenía puntas en la casa, y tuvo don Pedro que ir a la pulpería, a comprar un paquete. En la pulpería, no faltaron conocidos con quienes conversar, y cuando acordó, era ya casi de noche y tuvo que postergar para el día siguiente la compostura de los lienzos. ¡Bah!, un día más o menos, ¡hambre!, lo mismo es, y curaremos pasado mañana.

El día señalado para empezar el trabajo, llovió: fuerza mayor; el día siguiente, los chiqueros estaban hechos un fangal, y no se podía trabajar; se dejó, pues; y como el otro día era un sábado, francamente, no valía la pena de empezar la cura, para interrumpirla el domingo. No se sabe bien lo que ocurrió el lunes, pero algo ha de haber habido, ese día, que imposibilitó el trabajo para el martes, y probablemente para el resto de la semana, o del mes; lo cierto es que llegó la esquila, y que la majada se encontraba en un estado lamentable.

  -193-  

Dio muy poca lana, y fea, tanto que don Pedro tuvo que pensar en deshacerse de una punta de vacas, para pagar el arrendamiento. Un día que platicaba con su vecino y amigo don Próspero, que lo había venido a visitar, tomando mate sobre mate, hablando interminablemente de las dificultades de la vida, llegó un conocido, quien le dio aviso que en una estancia vecina, querían comprar vacas, y que le vendría a él de perilla, la ocasión.

-¡Caramba! -dijo don Pedro-, ya lo creo; mañana mismo, voy allá.

Y fue, efectivamente, el día siguiente. Lo que sí, se halló con que su vecino y amigo don Próspero, que también, sin haberlo dejado entender, tenía vacas para vender, no había sido lerdo, y había ido derechito, al salir de su casa, el día anterior, a ofrecer las de él, y que había cerrado trato; y renegó don Pedro con los amigos que traicionan y se aprovechan, sin dejarle a uno el tiempo de darse vuelta.

Al volver a su casa, encontró un aviso de que hubiera de pagar, en todo el mes, la contribución directa por una casita que tenía en el pueblo, y como, al retirarse, su señora le preguntaba cuándo pensaba ir, le dijo:

-Mañana, si Dios quiere.

-¡Y la Virgen! -agregó piadosamente la señora.

Y es de creer que ni Dios quiso, ni la Virgen, ni tampoco don Pedro, pues pasó el mes, y cuando éste acordó y fue, tuvo que pagar con multa.

Lo bueno es que, apurado para ir a pagar, ya que no era tiempo, había aplazado al día siguiente el campear unos animales recién aquerenciados que se le habían mandado mudar; y en vano los buscó, pues tan lejos estaban ya, que, a la vuelta del pueblo, ni noticias pudo conseguir de ellos.

¡Ah!, ¡don Pedro!, con su eterno ¡mañana!, palabra enervadora, que sólo para cuando llama la muerte debería servir. ¿No ve que hablar de mañana es casi renunciar a vivir?, ¿quién sabe lo que, antes que llegue mañana, nos ha de suceder? Sólo el día de hoy vale para el hombre; mañana no encierra más   -194-   que enigmas; dejemos que los resuelvan los que, mañana, estén de pie.

-Tiene razón, señor; tiene razón; pero, ¿qué quiere?, hago como el Gobierno con esos campos donde estamos. Van como quince años que han plantado estaquitas, para marcar los canales que se deben hacer para evitar las inundaciones, y desde entonces, todos los días, dicen: «mañana», y nunca empiezan a hacerlos.

-¡Sí! y ¿sabe lo que representa este perpetuo mañana? La pérdida, desde muchos años, de lo que habrían producido los treinta millones de ovejas que, en esta parte anegadiza, podrían caber, a más de las pocas que en ella viven mal, si estuviera canalizada...

-Don Pedro, el jagüel está sin agua -vino a avisar un peón.

-Bueno -contestó-; mañana...

-¡Don Pedro!

-¡Caramba!, señor, es cierto... Hoy mismo lo vamos a cavar.



  -195-  
ArribaAbajo

Ramal en construcción

Arterias a la vez y pulpos, que fomentan el progreso en la campaña desierta, y exprimen de ella, hasta hacerla reventar, la misma savia que le dispensan, el ferrocarril del oeste y el del sur han tendido sus rieles, en soberano esfuerzo, el primero hasta los confines de la provincia, el otro hasta el punto predestinado: Bahía Blanca. Han desparramado la población, sacándola en enjambres, de las aglomeraciones ya formadas, sacudiendo y sembrando por la Pampa colonias humanas, para que ahí prosperen y se extiendan.

Han pasado quince, veinte años; las viejas aldeas han crecido; algunas han aprovechado el largo tiempo durante el cual han sido cabezas de línea, para volverse ciudades; otras, apenas han tenido tiempo de despertar de la nada, cuando ya se han quedado asombradas de su propio adelanto; y centenares de puntos geográficos han nacido a la vida, adquiriendo nombres y transformándose en centros de población, pequeños o grandes.

Pero en esto, como en todo, hay hijos y entenados; y la zona intermedia, inmensa, fértil como la que más, ávida de pobladores como de agua una esponja, queda sin vías de comunicación, igualmente alejada de cada una de las dos grandes líneas, que parecen despreciarla, en su marcha adelante, y son, para ella, más pulpos que arterias.

Pueblos antiguos de esta zona, primitivos y meritorios baluartes de la civilización contra la barbarie, quedan rezagados, como ciertos modestos veteranos, cubiertos de gloriosas heridas   -196-   y siempre omitidos en la lista de ascensos, donde figuran tantos otros, que no han hecho nada.

¡Paciencia!, que también les ha de llegar el día.

*
* *

Rumores han corrido que iba a sacar, al fin, el ramal tan deseado. El pueblo viejo, entumido ya en sus esperanzas tantas veces defraudadas, se ha conmovido. En sus casas solariegas que, al oír la noticia, ya le han parecido anticuadas, feas y destruidas, las familias fundadoras del pueblo se sienten tironeadas entre el amor innato a las costumbres añejas, con su patriarcal quietud, y el instintivo anhelo del progreso.

Pero, sólo fue rumor: duraron, es cierto, las conversaciones, algunos meses: se inició un amago de especulación en tierras, pero sin mayor resultado que de hacer tratar de loco, por la gente sensata y antiguamente afincada en el pueblo, a un forastero, de nacionalidad dudosa, que, recién venido, se metió a comprar a troche y moche, casi sin reparar en precios, chacras y quintas cercanas al pueblo. El viejo don Lino Villareal, que vino a formar estancia ahí, cuando el pueblo no era más que fortín, aprovechó la bolada y le vendió todas las que tenía al sur del pueblo. Muy buena plata dicen que ha hecho, sacando hasta mil pesos por una quinta de cuatro hectáreas, que se puede decir que la tuvo de balde, hará unos cuarenta y cinco años...

¡Oh!, pero más barata la tuvo el forastero loco, por mil pesos, que don Lino por los cuatro reales que le costó.

Cuando ya habían cesado los rumores y las especulaciones, y que se había vuelto a dormir el pueblo viejo, en el almohadón de su perezosa vida colonial, forrado ahora con la esperanza ya crónica, por lo lejana, del soñado ferrocarril, se llegó a saber, un día, que venían cruzando los campos, desde una importante estación de la línea principal, dos ingenieros y   -197-   varios peones; medían, tomando notas sobre la disposición del terreno, desatando, sin decir nada a nadie, y volviendo a atar, con toda perfección, los alambrados, y seguían su camino, en derechura al pueblo.

La emoción renació; a caballo y en sulky, muchos vecinos fueron a curiosear y a tratar de pispar algo sobre la ubicación probable de la estación: trabajo inútil, pues sacarles a los ingleses un dato que valiese un pito, ni pensarlo.

En seguida, los trabajos empezaron en el punto de arranque del ramal; los kilómetros de terraplén se vinieron estirando por la llanura, elevándose encima de los bajos, cortando las lomas, saltando, en puentes y alcantarillas, las cañadas y los arroyos.

Y los durmientes de algarrobo se iban colocando; y cada día adelantaba algunos centenares de metros la locomotora, arrastrando su largo tren de materiales, despertando de su sueño secular, con su agudo silbato y el trueno de su rodadura, la campaña atónita. A su paso, las majadas y los rodeos se limpiaban de sus animales viejos, vendidos a buen precio, para la manutención de los numerosos peones.

Las estaciones del trayecto se iban edificando, iguales todas, como hermanas mellizas, y la cinta de rieles ya casi alcanzaba al ejido del pueblo, sin que nadie supiera aún dónde vendría a quedar la estación.

Hasta que desembarcó un día el forastero de antes, como apoderado de la compañía, para tratar definitivamente con los dueños de terrenos y levantar las dudas. Pronto se supo que en la famosa quinta vendida por don Lino Villareal, estaría la estación, y éste tuvo el consuelo de saber que si no la hubiese vendido se hubiera hecho la estación en otra parte.

Empezaron los últimos combates entre la codicia encendida de los propietarios y la calculada liberalidad del delegado   -198-   de la compañía. ¡Qué suerte, entonces, la de tener un rancho viejo o algún galpón inservible, justito donde, a la fuerza, debe pasar la vía! Tienen que aflojar los ingleses, y vengan los pesos, por indemnización, y una casa nuevita, señor, en reemplazo de la choza volteada.

Muchos, también, es cierto, sufren perjuicios sin compensación, y no son pocos los que reniegan de la locomotora y de su penacho blanco, bandera de progreso y de civilización. En el pueblo aislado en medio de la Pampa, florecían las empresas de galeras; cuatro o cinco importantes casas de negocio dictaban al cliente la ley y sustentaban numerosas tropas de carros. Ahora, son puros lamentos: los mayorales de galeras tienen que buscar puntos más lejanos, con sus mancarrones flacos, sus coches desvencijados y sus aperos compuestos y recompuestos con tiento, arpillera y cabo de manila; los carreros, pronto los tendrán que seguir, y los comerciantes, ellos, lloran, inconsolables.

Es que se acabaron los tiempos aquellos, en que, estando la estación más cercana a treinta leguas, las mercaderías llegaban por cargamentos de cinco a diez carretas, quedando pronto saqueada la casa por los clientes, ávidos de surtirse a cualquier precio, los estantes medio vacíos y la caja llena. ¡Y cuando algún telegrama del consignatario anunciaba la suba de tal o cual fruto!, cualquier muchacho, dependiente de mostrador, servía entonces para acopiador; y todo el personal de la casa se desparramaba, galopaba por el campo, a comprar lanas o cueros. ¡A ponerse las botas, amigo!

Con la venida del tren, ha llovido boliches que, con un surtido de cuatro pesos, hacen competencia a la casa más fuerte. ¡Natural!, si le falta un sombrero del número 4, ¡zas!, un telegrama a la capital y, el día siguiente, lo tiene, por encomienda. ¡Y los frutos!, cualquier hacendado de mala muerte recibe hoy, de media docena de consignatarios, pedigüeños y sin plata, circulares y ofrecimientos, y tan bien conocen los precios que   -199-   ya es inoficioso tratar de cazarlos sin perros. ¡Vaya con el tren bendito!

Sólo, con los estancieros, cantaba, sin reserva, glorias al ferrocarril, la voz alegre de Juan Cornifieri. Desde doce años, recorría el campo, cambiando pan y tortas por algunos puñados de cerda o algunos cueros de cordero, y alzaba, por si acaso, en su carrito, todos los esqueletos de animales que encontraba, en sus largas cruzadas por la Pampa, emparvándolos en el patio de su casa.

La llegada del tren, del montón mal oliente, clasificado en caracúes, astas y huesos comunes, y listo para ser mandado a la ciudad, ha hecho todo un capitalito.



  -200-  
ArribaAbajo

Partición de herencia

No hay como el olor a carne muerta para atraer desde lejos a todas clases de aves negras; y por pequeña que sea la presa, acuden, presurosas, solitarias o en bandada, silenciosas o gritonas, a tomar posiciones, de donde puedan dejarse caer a pellizcar.

Cuando murió doña Serafina, no faltaron algunas que vinieron a olfatear la presa. La herencia era poca: un rancho, un corral de ovejas, de lienzos de madera, bastante grande y bueno, con los palos correspondientes; los veinte cachivaches del modesto ajuar; una puntita de caballos bichocos, tres lecheras, y, más o menos, mil doscientas ovejas de clase regular.

Pero, por poca que fuese, bien valía la pena de prestar a los herederos el flaco servicio de sembrar entre ellos la discordia.

Con sólo conseguir de uno de ellos un poder en forma, ya se podía armar una de esas embrollitas capaces de disolver, en trampas y gastos de justicia, algo más de la herencia. Y en esto se ocuparon sigilosamente dos o tres de los buenos amigos que, en el pueblito, tenían los hijos de la finada.

Cinco varones y dos mujeres, todos mayores de edad, de poca instrucción, pero de algún sentido común; regularmente unidos entre sí; sin quererse hasta el sacrificio dispuestos a cuartearse unos a otros para salir de un mal paso, y hacerse menos penosas las ásperas sendas de la vida.

De los hermanos, uno era hombre muy formal, trabajador e inteligente, Eufemio, en el cual, aunque no fuera el mayor,   -201-   todos tenían mucha fe y cuyos consejos no hacían dificultad en seguir.

Supo, pues, que a las dos hermanas, las estaban aconsejando mal, insinuándolas que los hermanos las iba a embromar, a quitarlas de su parte todo lo que podrían, y que debían nombrar algún apoderado.

Uno de los hermanos, Juan, el más joven, quien, si, por suerte, no hubiera sido tartamudo, habría salido muy doctor, apoyaba la idea; y cuando el candidato a apoderado, procurador conocido en el pueblito con el apodo de «Gusanillo», había desarrollado sentenciosamente sus argumentos irresistibles, él, con elocuencia espontánea, decía: «¡Por, por, por... por supuesto!», y quedaban muy perplejas las mujeres. Hasta que, una tarde, convinieron en que, el día siguiente, sin falta, iría una de ellas, de un galopito, a firmar el poder; y esta tarde, se volvió Gusanillo a su casa, tarareando alegremente una cancioncita, al compás del galope de su caballo.

Pero, esta misma noche, Eufemio reunió a toda la familia, y con los argumentos poderosos que le dictaba su convicción profunda, basada en un miedo cerval a la justicia, no les dejó duda que si pasaban los pequeños bienes, dejados por la pobre vieja, por las uñas de las aves negras, no le iba a quedar absolutamente nada.

-¿Co, co, co... cómo haremos? - preguntó Juan; y Eufemio le explicó que su idea era de pedirle a don Mariano, hombre recto y bueno, dueño del campo que arrendaba la finada, que se hiciera cargo de la partición, y la hiciera a su gusto, prometiendo todos de acatar lo que mandara.

-Así -dijo- evitamos gastos, discusiones, demoras, y juez por juez, me gusta más un mal conocido que un bueno por conocer.

-Se, se, se... se puede ver -dijo Juan, y remitiendo a otro día de firmar el poder, las hermanas asintieron, sabiendo que don Mariano arreglaría todo lo mejor posible.

  -202-  

Dos días después, don Mariano ató su caballo al palenque de la finada, con la cual, tantas veces, había venido a conversar un rato, escuchando con benévola sonrisa, entre dos mates, los charqueos que la vieja hacía del prójimo.

Enterado ya del asunto por Eufemio, para quien tenía la estima que siempre tiene un estanciero para el que, por sus cualidades, le haría cuenta tener de puestero, había formado su plan.

-Miren, muchachos -les dijo-, ustedes son siete, la herencia no es muy grande. No se metan a pleitear; si no se reparten todo a las buenas, de lo que ha dejado la finada, no les va a quedar ni un peso; de modo que cualquier arreglo vale más que irse ante el juez.

«Hagan una cosa. Contamos la majada y como no se puede cortar en siete trozos, a campo, la volvemos a encerrar. Ponemos en un sombrero los siete nombres y tiramos a la suerte. El que sale primero saca las primeras ovejas que salgan del corral, contadas hasta completar su parte, y así, en seguida.

«Si alguno sale algo más favorecido que otro, será por poca cosa, y no se podrá echarle la culpa a nadie.

«El rancho y el corral están en mi campo; les fijamos precio y cargo con ellos. Los muchachos podrán repartirse los caballos y dejar las lecheras y los cachivaches a sus hermanas, poniendo, por supuesto, a cada cosa su valor, y, si falta un pico de algunos pesos para equilibrar el reparto, se ha de encontrar.

-¿Qué, qué, qué... qué hago yo con mi, mi, mis ovejas? -preguntó Juan.

-Te las compro -le dijo Eufemio, que tenía economías y crédito- si don Mariano me deja en el puesto.

-Te lo iba a ofrecer, muchacho -dijo don Mariano-, y te completaré el capital para darte la majada en sociedad.

Otro hermano también le vendió sus ovejas a Eufemio y el reparto se hizo como había dicho don Mariano, sin más   -203-   perito, sin más abogado, ni procurador, ni juez que él, quedándose cada uno conforme con su lote.

Para festejar tan buen arreglo, Eufemio puso al asador un lindo cordero gordo...

En este momento, llegó el amigo Gusanillo, algo inquieto del silencio de su clienta; lo convidaron, y le contaron alegremente el corte dado al asunto.

Con otra presa había soñado el pícaro, que con una costilla de cordero, y la encontró algo desabrida, a pesar de la cantidad de ajos que, entre dientes, iba mascando.



  -204-  
ArribaAbajo

Intrusos

Sebastián Aguirre había nacido en la Pampa, al sur, no muy lejos de Chascomús, muchos años antes de que el pueblo fuera puesto en comunicación con la capital, por el ferrocarril. El campo, en estas alturas, era entonces poco poblado, las estancias extensas y mal delimitadas; muchas tierras -la mayor parte- pertenecían al Gobierno, y éste las vendía o las arrendaba con facilidades de pago a los que las pedían; pero muchos, todavía despreciaban estos campos del sur, anegadizos que eran en muchas partes, poco seguros, expuestos siempre a las incursiones de los indios, pudiendo allí, el gaucho, entregado a sí mismo, vivir a sus anchas, errante, haragán, vicioso y peleador, en medio de una abundancia extrema de lo único que necesitase: carne, sebo y cuero.

Y en la choza paterna, edificada en campo fiscal, hirviendo, bajo su techo de paja, de la prole de sus viejos, anual y patriarcalmente aumentada, había aprendido Sebastián, desde chico, a vivir de lo ajeno, en campo ajeno.

Consideraba la pampa como bien propio y también las vacas que en ella andaban; y las aprovechaba a su modo, voraceando con ellas, como con cosas sin valor, ya que no las podía vender, pero indispensables para la vida.

Cuando cundió la población y que todos los campos de las cercanías llegaron a tener dueños, se empezó a disolver la familia, buscando cada uno de sus miembros el medio de seguir viviendo como había acostumbrado: y Sebastián se fue hasta los cañadones inmensos formados por los derrames del Azul, del Chapaleofú, de los Huesos y de tantos otros arroyos, que buscando, sin encontrarla, su salida hacia el mar, se juntan y   -205-   se mezclan, y ahí quedan, remolineando como trozos de hacienda entrados a la vez, por varias tranqueras, en un mismo corral, cubriendo con sus aguas estancadas, durante varios meses, área tan fértil y tan extensa que podría vivir en ella media nación.

Pero la llegada del ferrocarril y la venida de miles y miles de inmigrantes hicieron que toda la tierra tomase valor, y que hasta los cañadones se volvieran objeto de codicia para los que, aunque viviendo en la ciudad, no ignoran que del campo viene la riqueza, y conocen al dedillo las oficinas enlaberintadas, en zaguanes y corredores, misteriosos escondrijos donde se elaboran las combinaciones enriquecedoras. Sin mayor trabajo, llenan éstos los trámites exigidos por la ley, amparados por amistades de alquiler, y, sin más gasto que algunas propinas oportunas y unos cuantos papeles sellados, borroneados de mala prosa, brotan, a veces, de las obscuras bóvedas del avenegrismo habilidoso, los aristocráticos millonarios del porvenir.

Y tuvo Sebastián que mandarse mudar del rinconcito donde, durante algunos años, había dejado deslizarse su vida de suave holgazanería, únicamente ocupado en criar a su vez, toda una nidada de gauchitos, enseñándoles lo que él mismo sabía: jinetear, enlazar, carnear, esquilar, y cuidar la hacienda paterna de tal modo que aumentase a la vez por los medios lícitos que proporciona la naturaleza y por los ilícitos que, a escondidas, facilita la Fortuna.

Y se fue. ¡Oh!, ni por un momento le entró en la mente la idea peregrina de arrendar un retazo de campo para seguir, ahí mismo, cuidando, con toda tranquilidad, su pequeño rebaño. Sus instintos de independencia, la convicción innata de que la llanura toda más pertenece al que libremente la recorre que al que tiene la pretensión de poseerla, le impidieron solicitar alguna locación fija o un puesto a interés; y armó viaje para fuera, llevándose la familia, la hacienda y los   -206-   trastes, hasta que, muy lejos, y después de innumerables jornadas de indolente ganduleo pastoril por la llanura solitaria, volvió a encontrar otro campo fiscal. Cuatro leguas eran, de buena tierra, con buenas aguadas, cañadas fértiles y lomas que, aunque todavía de pastos muy duros, prometían un porvenir halagüeño. Era la reserva de toda una vasta comarca recién entregada a la ganadería, y había sido realmente previsor el Gobierno, al elegir tan bien el sitio donde, más tarde, se levantaría seguramente algún próspero centro de población, rodeado de quintas floridas y de chacras bien cultivadas.

En esa reserva -como bien se sabía que, antes de muchos años, no se formaría pueblo- se habían amontonado los pobladores, como vizcachas en la loma, y nuevos ranchos, cada día, surgían del suelo. Sebastián ahí levantó también el suyo. Las pequeñas majadas de esa gente se mixturaban a cada rato; eran tantas, que no se podían extender, ni, por consiguiente, prosperar; pero -consecuencia legítima de su situación irregular- el recurso de casi todos estos pobladores sin campo propio, ni esperanzas de tenerlo jamás, más era la hacienda de los vecinos ya establecidos en las estancias linderas que sus propios animales, y se habían vuelto plaga para los hacendados de buena ley, para aquellos que, antes de poblarla, habían sabido conquistar la tierra, en las oficinas del Gobierno.

Y como presentaran repetidas quejas vecinos expectables, el ministro de Gobierno resolvió tomar contra los intrusos que así se habían apoderado de estas tierras fiscales, tan previsoramente reservadas para ejido del futuro pueblo, medidas eficaces.

Hubiera podido, por cierto, consagrar los derechos de los ocupantes, repartir entre ellos, en equitativo prorrateo, las cuatro leguas que habían poblado, moralizando de golpe, con radicarlas en el suelo, treinta familias de vagos; pero no le pareció esto bastante radical: prefirió decretar la venta del campo y el desalojo por la fuerza, haciendo que, a las buenas   -207-   o a las malas, tuvieran que volver a desparramarse a todos vientos, estos intrusos perjudiciales, con sus familias numerosas y sus pequeños rebaños; y, entre ellos, Sebastián Aguirre, fiel a su destino de gaucho nómada, se fue a meter en una lonja angosta, sobrante de un campo vecino, donde con la resignación de siempre, esperaría que lo echaran otra vez.

Pronto se supo que las cuatro leguas de buen campo, tan previsoramente reservadas, en otros tiempos, para ejido del futuro pueblo, y libres ya de todo intruso, según afirmaban los partes de la policía, habían pasado a ser propiedad personal del enérgico ministro de Gobierno.



  -208-  
ArribaAbajo

Mañas

Don Nicolás Santillán tenía una especialidad singular: todos los animales de su propiedad salían mañeros. El hombre no era mal gaucho, al parecer; sabía domar, enlazar, desollar un animal, como cualquier otro, pero sería perseguido sin duda por la suerte, pues no sólo nunca podía conseguir un caballo sin maña, sino que hasta las mismas ovejas se le volvían resabiadas; y de sus hijos mejor es no hablar, pues eran los peores de la marca; sin contar que, desde chicos, empezaban a ser, ellos también, maestros para formar animales mañeros.

Don Nicolás tenía, por supuesto, su buena tropilla de caballos; pero con una yegua madrina tan terrible para caminar maneada, que siempre, por la mañana, cuando iban de viaje, la tenía el amo que ir a campear lejos. Y raras veces, en estos casos, andaba todavía con ella cierto lobuno que, desde que lo habían asustado los muchachos con un cuero que arrastraban, no perdía ocasión de mandarse mudar solo, para la querencia.

De los demás, el que no era empacador, disparaba; uno había aprendido a sacarse el bozal, cuando estaba en el palenque, y a mandarse mudar, cuando estaba ensillado, lo que ya le costaba a don Nicolás dos recados completos; tropezadores algunos, espantadizos otros, cortándose de la tropilla varios, cuando iban arreados, cada uno tenía su maña.

Santillán era domador atrevido; no había potro que lo asustara y, por esto mismo, era brutal con ellos, y nunca los amansaba bien. Hay que ser un poco miedoso para amansar lindo, porque el que tiene recelo a los animales, en vez de irles en contra, les busca la vuelta. Tiene que andar con paciencia,   -209-   para evitar los golpes; y el potro, tratado con suavidad, no cría mañas. Con don Nicolás, el que, aunque caballo ya hecho, no corcoveaba, al salir, o no se boleaba, coceaba al que se acercaba, o se revolcaba, para no dejarse ensillar, y más de uno, cansado en primer galope, había quedado deshecho para siempre.

Es que don Nicolás Santillán no había nacido para educador; no tenía paciencia, lo que primero se requiere.

Brutal, a veces, hasta el exceso, abusaba del rebenque; pegaba como loco y en cualquier parte, en la cabeza, lo mismo que en la grupa; y esto, sin motivo, casi siempre. Después, de repente, le entraba, por unos cuantos días, una mansedumbre tal que dejaba de castigar las peores faltas, de modo que el animal creía haber cambiado de amo, y aprovechaba la oportunidad para conservar las mañas que le habían hecho adquirir los rebencazos, y criar con esmero las que no le habían atajado.

Con el mismo sistema educaba a sus hijos y manejaba a los peones, de modo que, en la casa, eran a cual más mañero, hasta los mismos perros que nunca sabían, cuando se los llamaba, si debían venir o mandarse mudar, por no ser los chirlos, en la casa, resultado legítimo de algún delito, sino de mero capricho.

Para encerrar en los chiqueros la majada, cuando la quería repasar, le costaba siempre tanto trabajo a Santillán, que, las más de las veces, se acobardaba y dejaba que la sarna anduviera no más, haciendo de las suyas. Es que, en un corral que siempre tiene fallas, donde los listones quebrados no se cambian, sino que se tiende, para tapar el agujero, alguna huasca, pronto las ovejas dan con la tecla y cuando pasó una, pronto pasa la majada; y se vuelven a mixturar las apartadas con las otras, y se deshace solo el trabajo ya por acabar, y se manda todo al diablo, naturalmente.

Hay vacas que es un gusto llevarlas al rodeo; un grito en el campo, y paran la oreja, todas; otro grito, y se levantan las que están echadas, mirando ya para donde deben ir. Cuando   -210-   se acercan los jinetes, todas empiezan a trotar; se juntan, se dirigen al sitio acostumbrado. Allí descansan y se quedan, tranquilas sin porfiar para el campo, cortándose el señuelo, al primer grito de «¡fuera buey!» y cualquier trabajo se hace con facilidad y bien.

La haciendita de Santillán, ella, parecía hija de Mandinga. No había primavera, a pesar de estar desde muchos años ya en el campo que arrendaba, que no se le fueran algunas vacas para la querencia vieja, y eso únicamente porque, al traerlas, las había cuidado mal, dejando irse algunos animales que nunca después se habían podido entablar. Para traerlas al rodeo, era todo un trabajo; parecía que si bien los gritos las hacían disparar, era para el lado opuesto; y se cansaban los caballos galopando y los perros ladrando, para sacar de las pajas a las vacas empacadas.

El señuelo, de repente, disparaba para el campo o se volvía, con todo lo apartado, al rodeo, al cual, por otra parte, era cosa difícil tenerlo parado solamente una hora; para esto hubiera necesitado cada vaca un peón.

-¡Vaya, vaya, con las mañeras! -se quejaba don Nicolás, pero no hacía nada para remediar el mal, y dejaba el trabajo sin poderlo acabar.

Tenía lecheras, Santillán, ¿cómo no?, pero para conseguir un vaso de leche, había que lidiar fuerte. Casi siempre, amanecía la madre con las ubres secas; y tranquilamente dormido en el palenque, estaba el ternero, con la trompeta sacada y la panza llena.

Y la señora de don Nicolás, que era la que ordeñaba, a pesar de su buen cuidado, muchas veces, había rodado por el suelo, con banquito, jarro y balde, renegando con la mañera que coceaba como mula; otras sabían a las mil maravillas detener la leche, quedando como si no la hubieran tenido, y los dedos más baqueanos no les podían sacar ni para llenar una taza.

Y mientras tanto, los toritos y vaquillonas amansados en el tambo, habían aprendido a colocarse en el maizal por entre   -211-   los alambres y destrozaban las plantas antes que madurase el grano.

-Pero, ¿dónde habrán aprendido estas mañas? -clamaba Santillán, al ver que, por otro lado, los cerdos habían agujereado la troja y se comían el maíz, y que los peones se robaban todos los huevos, y que las gallinas destrozaban los cuatro repollos que constituían la huerta.

Y muy sosegado, sentado en la cocina, llenando el mate por la trigésima vez, repetía:

-Pero, ¿dónde habrán aprendido esas mañas?



  -212-  
ArribaAbajo

Vuelta al pago

En 1880, una vez asegurada la conquista de toda la Pampa, con miles de leguas libres de indios y desiertas, no había pretexto ya, para un joven sano, guapo y de atávico resabio de andariego, de quedar, toda la vida, encerrado entre sus cañadones nativos, de los derrames del Gualichú, sin ir a conocer mundo. Así lo entendió Antonio Mesquita, y con la venia paterna, se fue a buscar fortuna por aquellos campos recién abiertos a la población y al trabajo, del Azul al Río Negro. Con su tropilla por delante, armado de un recado completo y de buenas huascas, de un sombrero nuevo y de una muda de ropa, se fue, como tantos otros, a cincuenta, a cien leguas y más, conchabándose de peón de campo, trabajando por día en los rodeos, de mensual, a veces, buscando quién le diera alguna majada a interés o cualquier otra colocación ventajosa. Y se quedó así, muchos años, ganándose regularmente la vida, hasta que habiendo sabido que el viejo estaba muy enfermo, pidió licencia al patrón con quien entonces trabajaba, y se fue a hacer un viaje a la querencia vieja.

Cerca de quince años habían pasado desde que había salido de ella; ¡quince años!, todo un trozo de vida; y galopaba, tragándose las leguas, y pensando en lo que iba a encontrar por sus pagos. ¡Cuántos cambios iba a ver!, no lo iban a conocer, por cierto, lampiño que era, cuando se fue; barbudo, ahora, como cabrón. ¡Qué cosa!, y cómo pasa el tiempo, ¡quince años!, y le parecía ayer. Más sueño parece, a veces, el recuerdo de lo que realmente ha sido que la frágil esperanza de lo que quizá nunca será.

De vez en cuando, había tenido noticias de la familia; sus hermanos y hermanas se habían desparramado, casi todos, por   -213-   estos mundos de Dios. Sabía que ninguno había hecho fortuna, pero si pocos eran los que tenían hacienda, todos, por lo menos, tenían hijos, y bastantes.

Los padres, ellos, habían quedado acompañados por dos o tres de esas familias, así brotadas, y no les había faltado ayuda. Por lo que era de él, venía tan pobre como se había ido, con sus caballos, su recado y su lazo por todo haber, lo mismo que al salir, sin haber juntado un peso ni formado familia, y sin haberse acordado siquiera, en quince años, de venir una vez a visitar el rancho paterno.

Iba galopando, cuando su caballo, dando un paso en falso, casi rodó en un charco, y lo salpicó todo.

-Me desconocen los cañadones -dijo, y vio que ya había dejado atrás la región arenosa de la Pampa, para entrar en la que, a cada paso, le iba a hacer acordar los risueños momentos de la niñez y de la juventud.

El invierno había sido llovedor, y el sol todavía no tenía bastante fuerza para haber secado los cañadones; así mismo, empezaba a bajar el agua, dejando marcado lo que había sido su orilla, con una orla de resaca, y asomaban, en el suelo empapado, las puntitas verdes del pasto nuevo que tan bien hace purgar las ovejas y apesta los corderos.

¡Ah! ¡Gualichú bien nombrado!, que no pierde ocasión de salir de su cauce para desparramarse en la llanura, cambiando la verde pradera en cenagoso criadero de plagas.

Iba Antonio Mesquita, acercándose a la querencia, pisando agua, chapaleando con regocijo íntimo -¡hacía tanto tiempo que sólo andaba por campos arenosos!- entre los duraznillales de triste follaje gris y ralo. De la tropilla que arreaba, sólo la yegua madrina y dos caballos eran de los que había llevado, al salir del lado de sus padres, y pocos relinchos cambiaron con las manadas del pago, por series, en su mayor parte, desconocidas; así sucede, que las vueltas, después de muy largas ausencias, despiertan siempre más curiosidad que cariño entre los que así se vuelven a ver, y que, por poco, parece intruso el que llega.

  -214-  

Pocos montes nuevos habían surgido; se comprende: ¿quién va a poblar en esos campos anegadizos? Una que otra zanja insignificante, perdida entre esta masa de agua, indicaba, por lo impetuoso de su corriente, las ganas que tienen de ser desagotados, y lo que podría producir el espíritu de asociación, con alguna iniciativa inteligente, en vez de la ruina, hija de la dejadez y de la mezquindad de gobiernos y particulares.

Los chajaes bulliciosos, de elegante cabecita copetuda y de cuerpo abultado; las garzas y las cigüeñas, imponentes, en su andar acompasado; los patos de mil clases, los gansos y los majestuosos cisnes, reinaban tranquilos en ese dominio que sólo les disputaban los mosquitos insoportables. No eran, pensó Antonio, los mismos reyes que cuando él se había ido, pero eran de la misma dinastía.

Algunos cambios, asimismo, pudo notar el viajero; las majadas que, cuando se fue, eran todas merinas, se habían vuelto Lincoln; en muchas partes, se ordeñaba vacas por centenares; en las lomas, había mucha tierra arada y por todas partes, parvas grandes de alfalfa. Se cruzó, en el camino, con unos gauchos que arreaban una tropilla y, junto con ellos, pasó un puente; ¡un puente, qué lujo!, y fijándose en los gauchos aquellos, notó que a pesar de llevar el lazo en el anca, no tenían ya el garbo peculiar de la raza; algo, en la facha, como de gringo tenían, y más bien que jinetes, eran hombres a caballo. ¡Y cómo no!, si ya no lidia más esa gente que con hacienda mansa.

Cuando llegó al rancho paterno, le ladraron fuerte los perros, como a cualquier forastero; muchos niños había, que tampoco sabían quién era, antes de darle la bendición de bienvenida. El viejo había muerto, y, dos días antes, lo habían llevado; la casa toda y sus habitantes estaban sumidos en profundo luto, y Antonio también se vistió de negro.

Pero a los pocos días, se sintió demás en ese hogar que le era como ajeno, y poco tardó en despedirse y en armar viaje, otra vez, para los campos de afuera, donde el horizonte le parecía más despejado y la vida menos oprimida.



  -215-  
ArribaAbajo

Autoridades rurales

En un rincón perdido de la Pampa lejana, sin agua mejor, sin más montes que en cualquier otra parte, y nada más que por un capricho del dueño del campo, se ha formado un pueblo. ¿Pueblo?, denominación algo pretenciosa para una aglomeración de media docena de casas o ranchos, colocados sin orden, alrededor de una cuadra pelada, titulada Plaza.

Pueblo es, no lo duden, o, por lo menos, algún día lo será. Por ahora viven bien felices sus habitantes. Para fomentar la formación de su pueblo, que su imaginación impaciente sueña ya ciudad, el dueño ha regalado a cada uno de los seis primeros pobladores un solar de veinticinco metros de frente por cincuenta de fondo, con la única condición de edificar en él una casa de dos piezas. Y ya están instalados en sus casas esos seis favorecidos, gozando de la inesperada suerte de vivir en casa propia, edificada en terreno propio.

¡Qué casa!, ¡qué terreno!, ¡un rancho de barro, en mil doscientos cincuenta metros cuadrados! Pero, para el pobre, es la dicha; y se encuentra tan rico, cuando contempla los treinta repollos que ha conseguido en su propiedad, y que crecen lozanos, como el mismo patrón de la estancia, cuando viene a pasar balance y cuenta sus treinta mil ovejas, repartidas en diez y seis leguas de campo.

En ese embrión de pueblo, no hay municipalidad, no hay juez de paz, no hay comisario de policía, no hay tampoco recaudador de rentas; no hay cura, porque no hay iglesia; y el maestro de escuela, un pobre viejo haraposo, muy dedicado a estudios comparativos de las varias clases de bebidas que despacha   -216-   el boliche vecino, y que junta, cada día, durante dos horas a ocho muchachos, en una pieza prestada, para enseñarles las primeras letras, no tiene ni el más remoto aspecto de autoridad, a pesar del alto valor en que estima su ciencia.

No habiendo autoridades especiales, no existen tampoco escribientes, secretarios, empleados, y no habiendo juzgado, no nació todavía la plaga de las aves negras, que saben suscitar cuestiones y pleitos entre los vecinos, entre éstos y el fisco, entre las mismas autoridades, entre la luna y el sol.

¡Pueblo feliz!, pero, lo mismo que todas las felicidades sin sombra, esto no puede durar mucho. El dueño del pueblo ha vendido algunos solares más; el número de casas fue aumentando; no son ya sólo ranchos de barro, los que se van edificando: un horno de ladrillos se estableció y provee material. Las calles se han delineado, todas de ángulo recto, según la ley inmutable, dictada en el siglo décimo sexto, por el rey de España, y algunas casas tratan ya de distinguirse por su frente de relativo lujo.

Los terrenos van tomando cierto valor; la población acude. Las casas de negocio se multiplican; la competencia nace, trayendo consigo amagos de discordia: se acabó la edad de oro.

Casi al mismo tiempo que, ocurriéndosele que debería ser su pueblo, cabeza de partido, empezó el dueño a empeñarse con el Gobierno provincial para conseguir su objeto, a uno de los comerciantes le pareció que el título de juez de paz daría a su casa una superioridad indiscutible sobre las demás, y como el Gobierno, al atender esos pedidos, pensó en aprovechar la coyuntura para dar colocación a algunos amigos sin empleo y, por consiguiente, fastidiosos y cargosos, en pocos meses cayó sobre el pueblito toda una manga de funcionarios.

Un intendente municipal, que no tenía en la localidad terreno alguno, empezó por obligar a los vecinos, propietarios de solares en la plaza, a cercarlos y a ponerles vereda, lo que les hizo gastar cinco veces el valor primitivo del terreno. Subieron   -217-   mucho los ladrillos, porque el plazo era corto y perentorio, y pronto se supo, sin que nadie se admirara, que el señor intendente era socio con los horneros.

Fue nombrado juez de paz, el negociante que lo había solicitado, y administró la justicia, basándose, para fallar, no en los códigos que adornaban su mesa de trabajo, sino en la costumbre que podían tener las partes de sacar sus gastos de su almacén o de algún otro.

Vino un recaudador que empezó por revisar las patentes, hasta entonces paternalmente avaluadas, según la importancia total del negocio, y, la ley en mano, dejó caer un granizo de multas sobre los bolicheros, por haber tenido en sus estantes, sin pagar patente separada de zapatería, cigarrería, ferretería, ropería, sombrerería y confitería, media docena de botines, veinte kilos de tabaco, cuatro paquetes de puntas, seis pantalones, ocho sombreros y diez cartuchos de caramelos.

Y siguiéndose las plagas, como las de Egipto, llegó un comisario de policía que se hizo pagar mensualidades por las casas de negocio, para mantener, decía, a su personal; apaleó a los pobres, sacándoles multas, por cualquier delito imaginario, dejándose poner en los ojos una venda de pesos, para no ver las casas de juego, y tomando parte en los negocios de una carnicería que compraba muy pocos animales, en proporción de los muchos que despachaba.

Bien pronto crecieron los quehaceres del intendente, del juez, del comisario y del recaudador, y necesitaron secretarios, escribientes, empleados de todas clases; y para pagar los sueldos de tanta gente, todos dieron cancha a su imaginación administrativa, para crear impuestos, no bastando ya las multas para tener las cosas en un pie serio, ordenado y seguro.

Y las autoridades de la ciudad, cabeza de distrito, ponderaron la prosperidad del pueblo nuevo.

Prosperidad será; ¡pero cuán más felices eran los habitantes!, antes de conocer las ventajas de ser administrados, gobernados,   -218-   estrujados, despojados y violentados por esos forasteros hambrientos, atorrantes politiqueros, mandados por el Gobierno provincial para llenarse los bolsillos, en perjuicio de la gente productora, terribles bacilos, destructores del progreso.

Si, todavía, se tuviera el consuelo de pensar que, gracias a los grandes odios que nacen generalmente de las pequeñas pasiones políticas, se comerán entre sí; pero no, pues nunca falta un acuerdo que los salve de la muerte. Y, aun suponiendo que desaparecieran algunos, no han de faltar otros, para tomar su sitio en el festín.



  -219-  
ArribaAbajo

En viaje

Fortunato Lucero, hijo de un capataz de campo y de la cocinera de los peones, se había criado en la estancia, gateando entre las patas de los caballos, con los demás cachorros, con quienes compartía los rebencazos paternos y los fondos de olla, huesos de puchero y sopa de arroz enfriada, entregados por la madre, para que les dieran, entre todos, una limpia preliminar. Y sin haber dejado nunca el establecimiento, a los treinta años, era el capataz de más confianza que tenía el patrón, para salir a los apartes o traer alguna hacienda; pero nunca había subido en un tren, ni se le ocurría que jamás le pudiese esto suceder.

Lo había visto pasar a menudo; y, desde tres años que existía la estación, en el campo lindero, una que otra vez, había llegado a curiosear y ver de cerca al monstruo, pero no le entraban mayores deseos de entregarle el bulto. Le tenía más fe a su tropilla de picazos.

Y hete aquí que una tarde, el mayordomo, en vez de darle las órdenes en la forma acostumbrada, le lee un telegrama del patrón, ordenando que, por el primer tren, fuera a la estación Angélica, donde encontraría caballos, para ir a recibir una hacienda, y traerla.

El mayordomo explicó a Fortunato que tenía que embarcarse a las siete de la mañana, y que a las tres estaría en su destino. Le dio plata para el viaje, y lo dejó sumido en la secreta e infantil emoción que hacía nacer en él la idea de ir, por primera vez, por ferrocarril, en vez de ir por tierra, como solía decir.

Nadie, por supuesto, lo supo nunca; pero Fortunato durmió mal, esa noche, entre sueños intrincados, en que su tropilla,   -220-   ora era perseguida por el tren, ora lo arreaba, hasta que después de haber ensillado él la locomotora con su recado, se sintió arrebatado con velocidad infernal, en medio de vapores espesos y de ruidos de trueno, hacia campos desconocidos, donde se encontró con una chinita lo más atenta, que le decía llamarse Angélica.

Y a las siete, subió en el vagón, con su recado bien acomodado, entregándose, con recelosa resignación, a su suerte. Pronto vio que el diablo no era tan negro como a sí mismo se lo había pintado. La mañana era fresca; el tren iba ligero, haciendo desfilar con rapidez, bajo sus ojos, los campos de su pago, que conocía palmo a palmo, y algunos trozos de las haciendas vecinas de la estancia, tantas veces revisadas.

Miraba por las ventanillas, con esa atención, rápidamente escudriñadora, del hombre acostumbrado a extender la vista en dilatados horizontes, anotando sin pensar, en su memoria, por ese solo instinto que da el desierto, y comparando entre sí, los mínimos detalles de los campos que atravesaba: la posición y la forma de un rancho, de un monte, de una laguna.

Se estremeció, al cruzar el tren, con fragor, un cañadón, y se admiró que hubieran hecho semejante puente de fierro para pasar un poco de agua, que no alcanzaba a la rodilla de un caballo.

Con extrañeza, veía el alambre del telégrafo bajar y subir continuamente, entre los postes que lo sostenían. ¡Y estos postes!, ¿de dónde los habrían traído?, pues en esta parte de la pampa, por donde cruzaba el tren, no había montes. ¡Qué torcidos eran!, parecía que los hubieran elegido adrede para la risa. Unos, doblando la cabeza, fingían hacer estupendos esfuerzos para sostener sus dos aisladores y los cuatro hilos; otros, ondulados de los pies a la cabeza, se retorcían, como de dolor; ¿sería por las quemaduras de que eran cubiertos?, algunos parecían bailar, o quizá tratarían de sacar los pies del agua, en que los habían plantado; éstos daban vuelta para arriba al pescuezo, como para mirar al ave de rapiña asentada en su punta, carancho o gavilán, chimango o águila. Y   -221-   ni la vaca que en ellos se refregaba, ni las críticas de Fortunato atajaban, en su marcha de relámpago, las noticias, buenas o malas, importantes o nimias, comerciales o políticas, que, por el hilo, sin cesar, silenciosamente vuelan.

El sol, mientras tanto, subía y empezaba a calentar de veras el techo del vagón, los herrajes y la vía, cuya reverberación, a su vez, calentaba el piso del coche; de modo que ya se viajaba como pan a medio cocer, en un horno ambulante.

Y Fortunato encontraba que no era nada el calor del sol, en el rodeo, comparado con el que se sentía en esa caja, llena de viajeros, de humo, de olores y de una tierra tan espesa que había que cerrar las ventanillas y ahogarse por falta de aire, para no ahogarse con ella.

Quiso echar un sueñito. Pero, vaya, con ese calor, no se puede dormir, y volvió a mirar el campo, aburrido, y con muchas ganas de tomar un mate.

En este momento, unos italianos que iban a hacer la cosecha en el norte, sacaron de las lingheras, salame, pan, cebollas y vino. Fortunato, gaucho imprevisor, que viajaba sin una galleta, siquiera, acostumbrado a encontrar, siempre y en todas partes, el trozo de carne que necesitaba para conservar el vigor nervioso y la elegante delgadez de su sobrio cuerpo de jinete, dejó, a pesar suyo, deslizarse sobre las apetitosas vituallas, una mirada de envidia.

Y los italianos, al verlo tan marchito y tan desprovisto de todo, contentos, por otra parte, de tener un pretexto para entablar relaciones amistosas con gente del país, como deseosos de hacerse perdonar por el gaucho, a quien bien comprenden que, por pacífica y humilde que sea su invasión, lo van despojando, poco a poco, del beneficio de la vida de abundancia y de pereza pastoril que hasta hoy ha llevado, fraternalmente, ofrecieron de comer al paisano.

Fortunato, que se hubiera dejado morir de hambre, antes de pedirles un bocado, aceptó sin cumplimiento, y dejó a los italianos convencidos de que si el gaucho es sufrido y sabe   -222-   pasarlo sin comer, también, cuando se ofrece, le sabe pegar fuerte.

Y las horas pasaban, monótonas, rodando el tren por la solitaria llanura, cruzando campos bajos que verdean, cañadones que relumbran, pajonales que esperan el arado, trigales dorados que esperan la segadora, alfalfares de esmeralda, muestras de la Pampa del porvenir, y médanos áridos, recuerdos de la Pampa prehistórica.

Se seguían las estaciones, iguales, de construcción uniforme, con sus nombres de santos, de guerreros de la Independencia, de generales de fronteras, de estadistas y de politiqueros, de sabios, de literatos y de personales nacionales y extranjeros, de ingleses promotores de la línea, de antiguos propietarios y de efímeros especuladores, de vencedores y de vencidos de las luchas políticas, de astrónomos célebres que han pasado su vida contando estrellas, y de modestos estancieros que pasaron la suya contando ovejas, de hombres que no han sido más que ricos, y de hombres que no han sido más que útiles, con apellidos ásperos de caciques indios, o con graciosos nombres de niñas cristianas.

Entre las estaciones, algunas habían prosperado de modo inaudito, viéndose en pocos años rodeadas de una verdadera ciudad; otras habían quedado estaciones no más, y la suerte ciega, muchas veces, había permitido que creciera hasta volverse pueblo, justamente la estación que llevaba el apellido de un hombre chiquitito, dejando chiquitita, la estación coronada de algún nombre glorioso.

De repente silbó fuerte la locomotora, y el tren casi se paró, echando bufidos como mancarrón asustado.

-¿Habrá visto algún tigre? -y el amigo Fortunato, apretando el sombrero con la mano, se estira por la ventanilla, para ver lo que pasa.

Pasa que la vía no está todavía alambrada, que los vecinos cuidan mal, y que a una vaca flaca que se estaba calentando los huesos en la misma vía, la alzó el miriñaque de   -223-   la locomotora y la volcó en la zanja, hecha una bolsa de huesos.

-¡Pobre vieja! -dijo Fortunato; y viendo que cuatro yeguas, ahora, iban trotando entre los rieles, como arreadas por la máquina, sin que se les ocurriese bajar del terraplén, se agitaba el hombre, se desesperaba, gritándoles que no fueran zonzas, hasta que también cayó una víctima del apuro humano.

Y medio kilómetro más allá, fue toda una majada de ovejas, que empezó a disparar, siguiéndose locamente, deshilándose por delante del tren, en forma de arco, hasta que la locomotora la cortó por lo más delgado, matando media docena.

Pero ya pronto iba a llegar Fortunado a Angélica, y le faltaban ganas y tiempo para protestar contra las crueldades de esta huella sin pantanos, tan recta y corta, que va buscando poblaciones viejas, y sembrando por el camino tantas otras nuevas. Sobre todo que estaba muy ocupado en mirar a un muchacho que, a todo correr y castigando el caballo, no podía igualar la marcha del tren, a pesar de haber sido ya aminorada, y calculó con asombro, que, en ocho horas, había hecho, sin reventar mancarrones, alrededor de treinta leguas. Tuvo que confesar, riéndose, a sus nuevos amigos, los italianos, que el ferrocarril es una linda invención, y que los gringos que viajan en él no son mala gente.



  -224-  
ArribaAbajo

El rubio

No era el Rubio un gaucho cualquiera, sino que parecía marcar una especie de transición entre el gauchaje verdadero, de melena y barba cerrada, de chiripá y de poncho, hábil enlazador y gran jinete, y el paisano de chacra, criado en las orillas del pueblo, del cual ha tomado los vicios algo refinados ya, sin haber adquirido la destreza peculiar y la resistencia del verdadero hombre de campo.

Sabía enlazar y sabía pialar; era bastante de a caballo, había aprendido a esquilar y entendía de cuidar hacienda, pero todo lo hacía de aficionado y sólo cuando lo apremiaban necesidades urgentes, pues muy poco le gustaban los trabajos fuertes, peligrosos y cansadores.

Buen mozo, de linda presencia, debía su apodo al bigote rubio que sólo guardaba sin afeitar y cuyo color tan diferente del de sus hermanos hubiera podido hacer sospechar alguna inadvertencia casual de su madre Dorotea, si no hubiera sido de notoriedad pública que las inadvertencias de dicha señora habían sido demasiado frecuentes para ser casuales.

En el puesto materno -pues doña Dorotea, viuda... naturalmente, había sabido conservar, como herencia o recuerdo de los diferentes compañeros de su agitada juventud, una majada de ovejas- tenía siempre la tumba y un rincón para tender el recado; pero no le bastaba esto para vestirse como lo deseaba, asistir a las carreras, jugar, tomar, frecuentar los bailecitos orilleros y llevar, por fin, una vida de puros placeres, y tenía que apelar a otras fuentes de recursos: sus dones físicos y su falta de vergüenza.

Era muy gastador y tiraba lo poco que trabajando ganaba lo mismo que lo que le daba el juego o lo que le provenía   -225-   de ciertas operaciones nocturnas, de las cuales participaba con sus hermanos, mejores gauchos que él pero menos vivos para deshacerse ventajosamente de lo robado. El que sabe tirar los pesos pronto cría fama de generoso y fácilmente se hace de muchos amigos y más aún -si también es buen mozo-, de muchas amigas. El Rubio se había vuelto el gran conquistador de corazones, en las chacras y quintas del pueblito y, a pesar de los celos que entre sus víctimas despertaba su conducta, de los odios y rencores que sus infidelidades entre ellas suscitaban, se daba maña el hombre para conseguir, hasta de las más resentidas, sonantes auxilios que le servían para aumentar el número de sus esclavas, mofándose de las amenazas de padres y maridos engañados. Recibía de una, daba a la otra, sacando así tributo de conquistas realizadas para emprender otras.

Los gauchos tenían para sus proezas verdadera admiración y escuchaban con envidia las que narraba, aumentadas con cien mentiras o adornadas con excitantes invenciones.

Consiguió estar, por un tiempo, quizá por ocultas influencias femeninas, de capataz en una estancia, y fueron, para el vecindario, entretenida función y gracioso espectáculo, las intrigas y los celos de tres o cuatro mujeres empleadas en el establecimiento y casadas todas, para apropiarse tan hermosa prenda, a despecho de sus deberes matrimoniales.

Y aseguraban las malas lenguas, y él las dejaba decir, que ninguna se hubiera debido quejar, ya que a ninguna había despreciado. Pero las malas lenguas traen a menudo desgracias, y uno de los peones de la estancia, que fue o se creyó víctima de las hazañas del Rubio, se la juró.

El Rubio era más gritón que peleador, y más bien para darse corte que por otra cosa llevaba facón en el cinto cuando iba a las carreras o alguna reunión; pero hasta el más cobarde suele, por amor propio, contestar a un desafío, y aunque, muchas veces, de pura parada, salga a relucir una daga, sucede que, sin querer, se vuelve serio el juego y corre sangre. Así sucedió cuando dieron por topar los dos contrarios.   -226-   El Rubio pronto vio que no era por broma que el otro sacaba el cuchillo, y aunque el pretexto fuera una repentina disputa de taba, se dio cuenta de que el verdadero motivo era otro, y peleó con todo el valor, no sólo del gallo desafiado, sino también del miedoso que no puede huir. Tampoco, por lo demás, era manco y consiguió herir tan bien a su adversario que le causó la muerte.

Fugó; pero le tenía ganas un oficial de policía, por otras competencias amorosas -pues si suelen ayudar ciertas simpatías, también suelen desbaratarlo todo-, y no descansó éste hasta dar con él en la cárcel; y a pesar de los empeños que hubo para componerlo, pues semejante sujeto no podía menos que tener protectores, tuvo el Rubio que quedar tres años sin hacer hablar de sí.

¡Tres años!, hubiera sido como para morirse de fastidio, si no le hubiera dado -pues, tampoco era tonto- por aprender, durante ese tiempo, a leer y a escribir.

Y salió de la cárcel el Rubio, si no hecho otro hombre, por lo menos con una arma más que poner al servicio de sus vicios y ambiciones. Lo mismo que antes, se mostró gran conquistador, derrochador y jugador, pronto a desafiar, bochinchero y turbulento, pero, al mismo tiempo, su pequeña ciencia le daba cierto aplomo que pronto se volvió prestigio, y de tal modo creció el círculo de sus admiradores, que se hizo, para ellos, todo un caudillo.

Lo distinguió el ojo certero del juez de paz. Gobernar es elegir; y cuando ya se iba haciendo el Rubio insoportable para todos los que no eran secuaces suyos, amenazando, desafiando, imponiéndose más que si hubiera sido autoridad, lo juzgó ya el juez apto para desempeñar puestos de confianza e hizo que coronase el Gobierno su ya hermosa carrera con las funciones de comisario de policía.



  -227-  
ArribaAbajo

Transformaciones

Cuando Liborio Peralta hubo oído todo lo que contaba su amigo Antonio Mesquita, de los cambios con que, después de quince años, había topado en sus antiguos pagos, le dieron las ganas de ir, él también, a pasar unos cuantos días en la querencia vieja, para ver si era cierto lo que decía el compañero.

Hacía también muchos años que faltaba de los campos del Bragado, donde había nacido y pasado su juventud, y bien se figuraba que si, por el Gualichú, todo había cambiado tanto, igual debía de ser por las costas del Saladillo.

Lo que sí, antes de decidirse a armar viaje, esperó todavía un tiempo, dejando, hoy por un pretexto, mañana por otro, pasar semanas y meses. Es que el amigo Liborio no se había ido afuera, solamente a buscar fortuna; dejaba tras sí, al mandarse mudar, al trote largo de su tropilla, a otro gaucho mal herido, después de una pelea, en un boliche; y, aunque bien supusiera que, después de tantos años, nadie se iba a acordar de él quedaba algo irresoluto, entre las ganas de ir y el recelo de ser molestado, sobre todo que nunca había podido averiguar si el herido había muerto o no.

Pero ya, después de dos años de vacilaciones, alentado por lo que todos le decían, que no podía haber peligro ni siquiera de que lo conocieran, se marchó. Era un viaje como de cien leguas el que tenía que hacer, pero no tenía por qué andar de prisa; viajó despacio, conchabándose por día, donde encontraba algún trabajo a su gusto, y, poco a poco, se fue acercando a la querencia.

No hubiera creído el hombre que le produjera emoción alguna el pisar otra vez, después de su larga ausencia, los sitios en que había aprendido a vivir.

  -228-  

Así fue, sin embargo.

Todo, por supuesto, había cambiado en grande. Cuando se había ido, en 1880, no pasaba el tren todavía del Bragado, que era un pueblito, no más. La campaña era todavía bastante desierta, con puros campos grandes y poca hacienda; ahora, por todos lados, había montes, alambrados, caminos. El ferrocarril cruzaba por donde no se había conocido antes un rancho siquiera, y en cada estación había un pueblito formándose, con galpones llenos de maíz y trigo, y un movimiento loco.

Liborio, al principio, cada vez que se encontraba con alguna tropa de carros o con algún transeúnte, temía ser conocido; pero pronto vio que casi todos los que por ahí andaban eran extranjeros que no lo podían haber visto nunca. Hasta pasó cerca de él una comisión de policía; pero, si eran del pago los milicos que la componían, habían sido criaturas cuando él se había ido, y lo dejaron pasar, indiferentes. Lo que le llamó la atención fue lo bien que estaban equipados y armados; esto ya no tenía nada que ver con los policianos agauchados de antaño.

Se dejó llegar a una casa de negocio que, en otros tiempos, había conocido boliche, y fue entonces cuando se pudo dar cuenta de los cambios que habían sufrido, no sólo las cosas, sino también la gente. Era día de trabajo, pero, asimismo, había en la casa mucho movimiento y bastante gente. Mientras Peralta almorzaba con sardinas y nueces, consideraba con cierta admiración el ambiente nuevo que lo rodeaba y en el cual se sentía medio perdido.

Afuera, en los campos desiertos aún, donde viviera boleando, changueando y matrereando, tantos años, todo era todavía como en los de su nacimiento, cuando los había dejado y reinaba todavía, inconmovible, el boliche angosto, obscuro y sucio, de paredes de barro y techo de zinc, con el mostrador protegido por una gran reja de fierro, detrás de la cual andaba el personal de la pulpería, al reparo de las arremetidas de borrachos y gauchos malos. Lo que vela ahora era una amplia   -229-   casa de material, anchos mostradores, accesibles a cualquiera; con piso de tabla, como en una sala, y vidrieras por todas partes, llenas de una porción de cosas que nunca había visto Peralta, ni suponía que pudieran servir de algo.

En los estantes, había pocos ponchos y chiripaes, y al ver a los parroquianos que entraban en la casa, se comprendía fácilmente que debían de ser estos artículos ya pasados de moda. Los clientes, casi todos, eran italianos, con uno que otro español, y venían a hacer sus compras, acompañados de sus mujeres, las cuales se daban un tono bárbaro, pero con modales toscos de gente sin cultura, enriquecida de golpe.

Todos hablaban a gritos, y aunque no fuera en cristiano, el pulpero los entendía muy bien, pues era de la misma nación.

Por lo demás, sus conversaciones pronto parecieron algo insulsas a Liborio. Muy poco hablaban de animales, de rodeos y de majadas, de yeguas perdidas y de marcas, o más bien dicho, nada; pues todo era hablar de trigo, de siembra, de cosecha, de negocios; parecía que ni se sabía ya casi lo que eran carreras.

Lo que compraban tampoco nada tenía que ver con lo que acostumbran consumir los gauchos. Tomaban ellos las copas, pero siempre eran de vino, vino francés, o carlón, o barbera, o aun de Mendoza, pero puro vino, y vino tinto, siempre, como para ponerse bien coloradas las mejillas, la nariz y las orejas. Y con esto una porción de cosas que nunca antes se hubieran vendido: compraban más pan que galleta, y más camas cameras, buenas y confortables, que catres. Pocas coronas y pocos estribos pedían al mozo, pero sí bolsas a millares, y arados, y máquinas agrícolas, y más palas de puntear vendía el pulpero que cuchillos y facones.

Liborio se admiraba de ver tan pacíficos, hombres tan fuertes y tan fornidos, y le entraba hacia ellos como un desprecio cada vez más profundo. Se congratulaba de haber dejado esos pagos, invadidos ahora por tanto gringo. ¿Qué habría hecho él con quedarse entre esa gente? ¿De qué le habrían servido, con ellos, sus habilidades criollas? Casi era como si le hubiesen   -230-   quitado la patria; pues había tenido, a ratos, la idea de quedarse en éstos sus pagos y de buscarse la vida en ellos; y ahora se encontraba como desterrado, en medio de otras costumbres, de otros modos de vivir y de pensar.

Vio que para seguir ahí, hubiera tenido que aprender demasiadas cosas, y lo mismo que su compañero, Antonio Mesquita, optó por volver a los campos desiertos de la Pampa, donde la vida se reduce a tan pocas necesidades que también casi huelgan las obligaciones.

No para todos es la bota de potro, ni tampoco para todos tienen atractivos los progresos de la civilización.



  -231-  
ArribaAbajo

Protección eficaz

El día que su patrón, hombre influyente en la política local, procurador y agente judicial, amigo del juez de paz y quién sabe qué en la Guardia nacional, le aseguró que sería muy fácil hacerle conseguir en arrendamiento un buen lote de campo de estancia, de los del Gobierno, con derecho a compra, don Manuel Fernández pensó haber realizado el sueño dorado de su vida, larga ya, de empeñosos esfuerzos, y de trabajo rudo y asiduo.

Honrado y robusto hijo de Galicia, venido al país cuando apenas tenía veinte años, de ninguna instrucción y de poca viveza natural, pero lleno de buena voluntad, se había internado en la campaña, fijándose en el Azul, pueblo fronterizo, entonces, pero importante ya, y lleno de recursos y de porvenir.

A su humilde suerte había ligado la suerte más humilde todavía de una china de por allá, y formado una familia algo numerosa, a la cual había conseguido inculcar el amor al trabajo.

No vaciló en aceptar la oferta del que consideraba como su desinteresado protector y que, en su ignorancia, creía ser a la vez que un verdadero hombre de estado, un gran doctor, un distinguido militar, y un hombre de bien.

Puso su firma -lo que, para él, era el más penoso de los trabajos- al pie de un documento que debía, según dijo el otro, asegurar, para más tarde, la propiedad; y se fue con su mujer y sus hijos a establecerse en tres leguas de campo, algo lejanas, poblándolas a fuerza de años, de privaciones y de trabajo, con bastante hacienda, que sus hijos lo ayudaban a cuidar, haciéndose hombres y diestros en todas las faenas de la ganadería criolla.

  -232-  

El anhelo del padre, el pensamiento de todos sus momentos, la única ambición de su vida, la que sola lo impulsaba a seguir con tesón su constante trabajo, y a sostener con su voluntad la de sus hijos, a soportar valientemente cualquier privación y a permitir que la soportasen los suyos, era la compra definitiva de ese pedazo de suelo.

¿Y qué más podría ser?

Sólo la posesión del suelo poblado por él y los suyos podría asegurar el porvenir de la familia; las haciendas peligran, mueren, dejan la ruina, muchas veces, al que no posee la tierra y tiene que pagar el pasto, que lo coman sus animales con provecho para él, o que sólo lo abonen con sus huesos para el propietario.

Llegó, a los diez años, el momento deseado y, con vender una parte de su hacienda, se puso en condiciones de adquirir del Gobierno, en propiedad definitiva, el campo que ocupaba, compra a la cual la ley de entonces le daba derecho como primer poblador y arrendatario que siempre había cumplido religiosamente con su obligación.

Fue entonces que supo que, si bien la propiedad estaba segura, lo era no para él, sino para el que aparecía como verdadero poblador; para su generoso patrón, de quien había reconocido formalmente los derechos, aunque sin saberlo, por el documento firmado.

La tierra había tomado, mientras tanto, mucho valor; el tren se venía acercando al Azul; empezaba la especulación. Gracias al certificado de población real otorgada por el juey de paz, el hábil protector pudo sacar con la mayor facilidad las escrituras en regla.

Fernández todavía conservó la esperanza que, vendiendo casi toda la hacienda, podría quizás comprar el campo a su feliz dueño. Pronto vio que, ni con todo lo que tenía, alcanzaría a pagar el precio que éste pedía. Y se contentó con seguir trabajando, pagando desde entonces un arrendamiento matador por lo que siempre había considerado como recompensa   -233-   merecida de su trabajo, sin que nadie lo hubiese desengañado.

Pero la desesperación había entrado, con ese golpe, en su alma sencilla.

El subterfugio inicuo le quitaba a traición la posesión real de esa tierra fecundada por sus rebaños, regada, cada día, con su propio sudor y el de sus hijos, y le indignaba ver que todavía se le pretendía exigir agradecimiento por haberle facilitado la ocupación de ese campo durante tantos años, a precio tan reducido; como si fuera servicio el dejarle creer a uno que el niño que cría es suyo, y arrancárselo, una vez que el cariño, con que nos domina lo que nos ha costado penas y trabajo, se ha vuelto incurable.

Para él, este suelo era realmente la patria de adopción que lo consolaba de haber dejado para siempre la tierra natal; arraigado ya de veras, pensaba pasar tranquilo ahí los últimos días de su vida, y dejar a sus hijos, criados en ella, hechos hombres en la ruda tarea de amoldarla por su trabajo a su nueva misión de nodriza, esa tierra querida.

No supo resistir y murió, inconsolable; con razón, pues la misma borrasca que lo volteó, pronto hizo zozobrar, con toda su tripulación tan gentil y guapa, en los escollos de la dejadez y del vicio, la pobre navecilla familiar que tan bien creía haber dirigido...

Los arrendamientos subidos devoraron la hacienda, comercialmente mal manejada por manos inexpertas, y esa justicia, legal y malvada, que rige a los pobres, acabó su destrucción.

Pocos años después se cambiaba esa conversación, en una pulpería establecida en el mismo campo:

-¿Quién es ese gaucho que toma tanta caña?

-¿Es Romualdo Fernández, el hijo mayor de este gallego viejo, del Azul...

-¡Ah! sí; me acuerdo. Pobre, ¡qué lástima! Un muchacho a quien conocí tan trabajador y tan bueno.

-Así es, amigo.

-¿Y la madre?, ¿qué se hizo?

-Anda por allí, de cocinera en el Azul.



  -234-  
ArribaAbajo

Buen peón

Una noche, pidió licencia el hombre para desensillar, y el día siguiente, pronto ya para la marcha, preguntó al patrón si no tendría algún trabajito para él, explicándole que era nativo de la provincia de Córdoba, que se había venido disgustado con la familia, y que buscaba colocación.

-¿Qué es lo que sabe hacer? -le preguntó el patrón.

-Un poco de todo, señor; entiendo bastante de campo y algo también de agricultura.

-¿Cuánto quiere ganar?

-Lo que usted disponga, señor. Usted verá mi trabajo.

Y Ciriaco se había quedado en la estancia, sin mayor compromiso, sin sueldo fijo, sin saber si lo guardarían o no.

El primer día, lo ocuparon en desgranar maíz con una máquina de mano, ayudado por un muchacho, y a la tarde pudo ver el patrón que jamás ningún peón le había llenado tantas bolsas en el día. Y sin embargo, el hombre no parecía muy fuerte; era más bien bajo, delgado, menudito; no metía ruido ni con la lengua, ni con los pies, y si caminaba ligero, era sin demostrar apuro y como resbalando.

Al poco tiempo, no había necesidad de decirle lo que tenía que hacer. El establecimiento era modesto, de pequeña área, pero bien montado en animales de precio y en rebaños finos. La hacienda vacuna no formaba rodeo muy numeroso, pero, entre las vacas, había muchas lecheras, y se aprovechaba la leche en fabricar quesos.

De modo que no faltaba que hacer para el hombre empeñoso. No había capataz, y el mismo patrón manejaba todo de por sí, dando sus órdenes a cada peón.

  -235-  

Ciriaco vio que en la manada había unos potros en edad de ser amansados y, con asentimiento del patrón, domó él mismo algunos para andar; amansó uno para la silla de la señora, y una yunta para la volanta: todo sin bulla, como en momentos perdidos, y bien, sin tropiezo, sin accidente, sin cortar una huasca, se puede decir, y saliendo todos los animales sin una lastimadura, sin mañas, y tan mansos que parecían agradecidos de que los hubieran tratado con buen modo.

Ciriaco no dejaba tiempo a la sarna de invadir las ovejas, ni ocasión a los malvados de dar sus golpes en la estancia.

Sin ser del pago, no sólo ya conocía del campo cada mata de pasto y cada charco de agua, sino el nombre, apellido y filiación de cuanto bicho dañino había en la vecindad, sus mañas, sus costumbres, el número y el pelo de sus caballos; y, cosa rara, cada vez que alguno había querido pegar malón, había topado, en el momento de desatar el alambrado, o de hacerlo franquear por el caballo, con perros de la estancia, que, amenazándole de cerca las pantorrillas y esquivando los tajos, le habían ladrado hasta que, de entre la obscuridad de la noche, los llamase una voz tranquila, algo irónica, con un despreciativo: «¡Dejalo, hijo!»

Pronto la conocieron todos, esta voz, por ser la de Ciriaco, aunque nunca se dejase ver, y empezó a criar fama de brujo. Aseguraban algunos que los postes del alambrado para él se volvían gente y lo tenían al corriente de todo lo que pasaba en el campo.

Tampoco faltaba, por supuesto, quien, en la misma estancia, lo llamara espía, hipócrita, y otras cosas. Es verdad que el patrón le tenía mucha fe y no dejaba de consultarlo, en muchos casos. Pero, ¿cómo hubiera sido de otro modo, si ese hombre todo lo sabía o lo adivinaba?

En un aparte, ningún animal, por peludo que fuera, escapaba a su ojo certero, y conocía la madre de cada ternero y el ternero de cada vaca. Apenas aparecía un bulto en el horizonte que ya lo tenía filiado: vaca, yegua, caballo solo o   -236-   montado, y el color del animal y quién era el jinete, y de dónde venía, y a dónde iba.

No necesitaba mirar los dientes del animal para decir su edad, ni manosear un capón para saber si era gordo. Le bastaba una ojeada para saber de cuántas ovejas se componía una majada; y esto, que la viese extendida en el campo, muy suelta en pastos ralos, o muy tupida en un trebolar, o bien encerrada en el corral, echada o parada.

También sabía decir, en un momento y a ciencia cierta, cuántos animales se podían sacar de ella para tropa, y de cuántos kilos saldría ésta, por cabeza, en término medio.

Lo mismo, en un rodeo, las vacas parecían haberle divulgado de antemano, sus secretos: cuántas eran, cuántas vacas viejas y cuántas vaquillonas, y cuántos novillos, y cuántas había de preñadas, entre aquéllas, y qué peso darían éstos; y si faltaba algún animal, era como si hubiera encargado a los demás de avisarle a Ciriaco, tanta era la prontitud con que notaba su ausencia.

Cuando dos o tres gauchos no atinaban en cortar del rodeo algún animal porfiado y lo estropeaban a golpes, sin poderlo sacar, se acercaba él despacio, con su caballo mansito, despachaba a dos de los peones a otra tarea, y con el que quedaba, sin mayores gritos ni rebencazos, sin más aparato que una voluntad enérgica, dominaba al bruto, y como por persuasión, lo llevaba hasta el señuelo. Sabía que la pericia del hombre de campo consiste en vencer sin violencia resistencias violentas, y que, más que su fuerza, debe lucir su astucia y su paciencia.

Aunque, ni con viento pampero, supiera errar el tiro, no era de aquellos que, porque porfía un poco un animal, al momento desprenden la presilla y con grandes gestos, para llamar la atención sobre su destreza, arrollan el lazo o revolean las tres hermanas.

Era como manía, en ese hombre, hacerlo todo sin cascabel. No era mayordomo, no, ni siquiera capataz; y, sin embargo, todos le obedecían y el mismo patrón seguía sus indicaciones,   -237-   hechas humildemente, pero siempre tan justas. Mandarlo a él era inútil.

-Ciriaco, el toro quebró un palo, ayer tarde, en el potrero uno; sería bueno componerlo o cambiarlo.

-Ya está, patrón.

-¡Ya!, y ¿cuándo lo hizo?

-Esta madrugada, señor; fuimos con José.

-¡Ah!, bien. ¡Diga!, murió la ternera esa, entecada, ¿sabe? Mándela cuerear.

-Ya lo mandé a Maximito, patrón. Pronto traerá el cuero.

Y así todo; y no sólo esto: el honor y la fama de su patrón eran para él tan sagrados como los propios, tan bien que no vaciló, una vez que había oído cuentos que no le gustaban, en salir de su reserva, y sin decir nada a nadie, en cantarle la cartilla a un vecino, de tal modo que éste, para siempre, se acordó que en boca cerrada no entran moscas.

Aunque fuera hombre de pocos amigos, muchos de afuera lo venían a consultar, pues entendía como nadie de remedios caseros para curar los animales enfermos.

Entre los que así venían, don Fermín era el más asiduo. No le faltaba pretexto para largarse a conversar con Ciriaco, recibir sus consejos y también darle los de él, que tampoco eran malos.

-Eres muy bueno -le decía-, amigo Ciriaco; y pocos hombres he conocido tan buenos como tú. Pero de bueno ya vas rayano a zonzo. Aquí, te estás dejando explotar; y, sin embargo, tu patrón también será bueno; pero, como no le pides nada, nada te da, y sigues trabajando sin saber ni cuánto ganas, ni si sólo ganas algo.

»Así nunca vas a adelantar; y toda la vida quedarás un pobre gaucho, lo mismo que si fueras un haragán; es preciso hacerse valer, amigo; trabajar no es todo, y también se necesita en este mundo: SABER TRABAJAR.



  -238-  
ArribaAbajo

Saber trabajar

Y don Fermín, él, había sabido trabajar. Peón de confianza en un establecimiento de regular extensión, había llegado a desempeñar las funciones de capataz, sin tener el título de tal. Pero si el sueldo no era más que el de cualquier otro peón, había sabido conseguir de su patrón ciertas ventajas que le podían facilitar la tarea de ir levantándose, poco a poco, hacia el ideal soñado: dejar de ser, toda la vida, el gaucho pobre y despreciado, cuyas condiciones tristes cantan en sus versos los poetas, sin poderlas mejorar; cuyos vicios -hijos de la ignorancia en la cual lo han tenido sumido, a pesar de su viveza natural, los que han manejado los destinos del pueblo- sirven de pretexto para mantenerlo en humilde sujeción; cuyas reconocidas cualidades de voluntaria fidelidad al amo, de resistencia sufrida, de noble arrojo, de vigor, de destreza, de amor al suelo patrio, son el inagotable tema de mil obras literarias, sin haber sugerido jamás a los gobernantes la idea práctica de hacer con él el verdadero núcleo de una nación valiosa y valiente; cuya suerte, en fin, corre pareja con la del caballo criollo, su compañero, siempre alabado y maltratado, siempre ponderado y mal comido.

Don Fermín había nacido con la idea, poco común entre los gauchos, de mejorar su suerte por el buen manejo de sus fuerzas y de la platita que podría producir su trabajo. Por cierto, en sus aspiraciones, no podía ser muy ambicioso; pero siquiera soñaba con poseer en propiedad, algo más que un sombrero grasiento, un poncho roto y un chiripá descolorido; quería llegar a tener algunos animales que llevasen su marca; algunas ovejas que le diesen su lana, y también algunas lecheras.

  -239-  

Su prolijidad en cuidar los animales finos, le había valido la simpatía de su patrón, y una vez parado el crédito, no se le había echado a dormir. Pero no quería que el patrón fuese solo en aprovechar su trabajo.

Sabía que, por bueno que sea un hombre, raras veces se adelanta a hacer prosperar a un inferior, a pesar de su mérito, y que si el mérito debe ser modesto, no debe serlo tanto que pueda creer, el que lo aprovecha, que ignora su propio valor.

Sin levantar nunca pretensiones que le hubieran podido resultar contraproducentes, Fermín no perdía ocasión de hacerse valer discretamente.

Sabiendo que «el que no llora no mama», algo siempre pedía al patrón, y como lo que pedía, nunca era gran cosa, siempre lo conseguía. Pero siempre pedía cosas de provecho futuro, que si valen poco de por sí, valdrán con el tiempo, por lo que puedan atraer o producir.

El establecimiento necesitaba huascas y había que cortar un cuero. Fermín pedía permiso para sacar un maneador. «Tome, tome», decía el patrón, y el maneador salía tan ancho y tan largo que de él, Fermín podía, con el tiempo, sacar un surtido completo de huascas de todas clases.

En la hierra, nunca dejaba de hacerse regalar un potrillo; un potrillo, ¿qué es para un estanciero?, y le chantaba la marca con la idea que, algún día, sería un lindo caballo, de valor, cuidándolo bien. Y cuando, habiendo formado tropilla, pidió al patrón una yegua para madrina, la consiguió preñada del padrillo fino que él tan amorosamente cuidaba.

El patrón necesitó un puestero para una majada, y de tal modo se manejó Fermín, que se la hizo dar a un interés moderado, estableciendo en el puesto a su madre y a sus hermanitos, en edad ya de cuidar la majada, bajo su vigilancia.

La majada no era muy grande, ni de muy buena calidad, ni muy fuerte el interés; pero el puesto estaba en la orilla del campo, y con el pretexto de que los muchachos no sabían, siempre estaban pastoreando las ovejas en el campo del vecino, dándoles así mucha extensión.

  -240-  

Siendo Fermín el encargado de cuidar los carneros y de repartirlos entre los puesteros, elegía de antemano los mejores y los mandaba para su majada. Su parición, así, siempre superaba a la de los demás puestos, y su rebaño mejoraba rápidamente.

Animales gordos para vender, tenía siempre también, porque de la estancia mandaba carne al puesto y no necesitaban carnear.

Las lecheritas de su mamá no tenían toro; pero eran tan pocas que el patrón cerró los ojos, y los mestizitos que nacieron de ellas eran lindos animales.

Si los caballos de la estancia siempre estaban gordos, es que Fermín los cuidaba mucho, y con dejar comer maíz a dos o tres de los de él, en el pesebre, a la par de ellos, no les causaba gran perjuicio.

No era él hombre de reuniones y carreras, pero lo solicitaba don Juan Antonio, cada vez que en su pulpería se organizaba una partida algo seria y se necesitaba coimero; y no podía despreciar los buenos pesitos que siempre dejaba el oficio.

Tampoco impedían sus ocupaciones en la estancia, que, durante la esquila, pudiera atar la lana del establecimiento, trabajo que también le valía bastante dinero.

Y poco a poco, aprovechando las migas que él mismo hacía así caer de la mesa de otros más ricos que él, y haciéndolas fructificar, llegó a poder realizar su sueño: dejar de ser un gaucho pobre, para trabajar por cuenta propia.



  -241-  
ArribaAbajo

Piedras que ruedan

Desde los tiempos de Rosas estaba aquerenciada la familia de Morales en la costa del Salado. Al abuelo -por quién sabe qué servicios de subido rojo federal- le habían prometido la propiedad de una suerte de estancia, en los mismos pagos donde poblara. Y poniendo término con esa esperanza a los azares de la vagabunda peregrinación que, de generación en generación, había hecho subir paulatinamente del sur al norte a su familia de nómadas atávicos, se había clavado allí.

¡Voluntarias las lomas del Salado!, en las cercanías de Chascomús, donde, ni en tiempo de sequía, dejan de engordar las ovejas, con la sola brusquilla reseca del trébol quebrajeado; donde, con la menor agüita, vuelven a brotar, en una noche, las semillas desparramadas de los pastos, cubriendo en seguida de verde alfombra la tierra desnuda.

Nunca vino, por supuesto, la propiedad prometida. De todas esas solicitudes de paisanos, pobladores natos del desierto, hábilmente manejadas por uñas expertas, en las oficinas de la capital, iban formándose sin ruido los latifundios acaparadores. Pero, recelosos todavía de llamar sobre al indiscreta atención, dejaban gozar en paz y con toda tranquilidad, de su ocupación precaria del suelo, a los que, creyéndose siempre en vísperas de poseer esos campos que les debían su incipiente civilización, no venían a ser más, en ellos, que meritorios intrusos, fáciles de desalojar.

Y en esa quieta pasividad, rodeada de relativa abundancia, suficiente para llenar sin esfuerzo las necesidades rudimentarias de su vida rústica, vivió, muchos años, muy desahogada, la familia de Morales. Campo casi sin límite, lomas fértiles y de pasto tierno, cañadones siempre verdes en tiempo de sequía,   -242-   lagunas en que nadaba la yeguada, pastizadas donde desaparecían las vacas; carne gorda siempre para comer, y cueros para comprar yerba y sal, tabaco y caña, ropa y aperos; era la vida con que, durante siglos, hubiesen soñado sus antepasados, desde sus toldos miserables, si hubieran sabido imaginar algún paraíso.

Murió el abuelo, sin haber conseguido una pulgada de tierra, y siguieron los hijos en el mismo sitio, durante unos pocos años, más apretados por los vecinos, cada día más numerosos, y con la hacienda más oprimida y menos próspera. Hasta que les pidieron el campo.

El ferrocarril ya iba a llegar a Chascomús; la tierra demasiado valía para dejarla en manos de intrusos, cuando por ella se podía conseguir muy regular arrendamiento. Se desbandaron los Morales, repartiéndose las haciendas y saliendo, cada cual por su lado, a buscarse la vida.

El principal núcleo de la familia, la madre, las hijas, los menores, con el hijo mayor de jefe, salió, cruzando el Salado y yéndose para el sur, hasta los extensos cañadones aun muy despoblados, donde se derraman en grandes crecidas, el Chapaleofú, Los Huesos y otros arroyos sin salida. Campos desiertos, inmensos pajales anegadizos, refugio de todas las alimañas dañinas que engendra la Pampa, desde el tigre hasta el matrero; campos tristes, de desolación y de ruina, donde no podía adelantar la familia ni moral, ni materialmente.

La naturaleza y sus aspectos influyen profundamente en la mente humana: cuidar las mansas ovejas en la loma verdante inspira ideas de paz bucólica y de patriarcal tranquilidad al gaucho más bravío; lidiar, al contrario, en los pajonales, con el ganado arisco; rozarse, a cada rato, con pura gente de avería; disputar a la inundación, durante meses, las haciendas amenazadas de muerte, flacas, hambrientas, acaba por exacerbar al hombre más sufrido y más paciente. Los Morales volvieron, allí, rápidamente, a la vida azarosa de sus antepasados. Cuidar bien la hacienda, en semejantes campos, es obra casi imposible, de mucho, empeño y de poco resultado. La pulpería   -243-   y sus tentaciones son de mayor atractivo, y más fácil parece ganar el dinero en las carreras, a los naipes o a la taba, que chapoteando el agua de los cañadones para campear animales extraviados o juntar yeguas dispersas.

El pajonal, por otro lado, es el gran cómplice de cualquier delito; pues si ayuda poco para que aumenten los rodeos y rebaños, presta al cuatrero, para perpetrar con impunidad sus misteriosas hazañas, los mil recovecos de sus matas espesas y altas, innumerables como las olas del mar, agitadas como ellas por el viento perenne; laberinto donde la ocasión tentadora y la imposibilidad del castigo impelen a apropiarse el animal ajeno al gaucho más... distraído.

Cuando les salieron, allí también, los dueños a pedir el campo, se fueron los Morales, más pobres, mucho más, que cuando llegaran de Chascomús; y no solamente más pobres, sino también agriados contra los que se apoderan del suelo sin dar a todos su parte, como si no debiese cada uno de los que en ella nacieron, poder establecerse en la Pampa y dejar pacer en ella sus haciendas a su antojo.

Podía ser que más lejos, muy lejos de allí, hubiese campos desocupados, campos sin dueño, donde se podrían quedar para siempre. Marcharon, arreando por delante sus animales, hasta donde, en tiempos no muy lejanos, estuvieron los toldos de los primeros poseedores de la llanura, sus antepasados.

Casi se habían vuelto ya, lo mismo que ellos, nómadas y vagabundos, obligados, lo mismo que ellos, a cambiar eternamente de querencia, y si no por las mismas armas, por los mismos enemigos, mirándolo bien, que cuando eran indios.

Volvían poco a poco hacia la cuna; cristianos ahora -bien poco- arreando, sin lanza, hacienda mansa y de su propiedad, en vez de hacienda arisca arrebatada en malón; arreados ellos mismos por la olada de civilización que no habiéndoselos asimilado, los rechazaba, menos brutalmente que en otros tiempos, pero no menos eficazmente.

  -244-  

Pasaron una temporada de relativa quietud en las sierras de Olavarría; después otra en los médanos de Trenque Lauquen; y después en la Pampa, entre los montes de Victorica. Entre las sierras, entre los médanos, entre los montes, les había parecido siempre más seguro el refugio; pero, al cabo de pocos años, en las sierras, en los médanos o en los montes, surgían siempre agrimensores; se estiraban alambrados; aparecían dueños, arrendatarios y oficios del juez que de nuevo los echaban.

A pesar de todo, los Morales habían visto aumentar un poco más sus vacas, pues les había ido algo mejor, por la mucha extensión y el mejor campo, que en los cañadones de la primera etapa, y cuando se internaron más aún en la Pampa, en busca de las aguadas por allá escasas y de campo regular, tenían un arreo de más de mil vacas y de doscientos yeguarizos. Las ovejas se les habían acabado, hacía tiempo, con las mudanzas, el consumo, el mal cuidado, los cañadones húmedos y la lombriz. Pero con vacas únicamente y yeguarizos, se sentían más a sus anchas, gauchos que eran, de padre en hijo, y seguían siendo. Acostumbrados a recorrer siempre mucho campo, todavía no podían entender que se pudiesen contentar algunos con menos de una legua siquiera; oían hablar, desde un tiempo, de hectáreas, y, mal que mal, se iban dando cuenta de lo que eran esas áreas nuevas, pues poco a poco, y hasta donde mismo habían llegado, perseguidos paulatinamente por la población siempre creciente, traída por los mil ramales nuevos de los ferrocarriles, se iban dando remates de pueblos, con sus solares, chacras y quintas, repartiéndose la tierra en lotes tan pequeños, que ni con alfalfa sus dueños hubiesen podido criar diez vacas en ellos.

Pronto tuvieron que ir todavía más lejos y bien pronto vieron que toda la tierra ahora tenía dueño; ¡hasta las mismas cordilleras!, ¡hasta los campos áridos y sin agua!, ¡hasta los tembladerales!

  -245-  

Los Morales, desanimados ya de tanto andar y de ver que, de seguir así, pronto estarían en la frontera, sin haber logrado llegar al sitio soñado de la tranquilidad, después de haber desparramado por toda la Pampa numerosos miembros de la familia, se decidieron a hacer ley mismo que todos hacían: vender mucha hacienda para comprar poco campo. Y pronto pudieron, alrededor del modesto fogón, encendido, quizá, sobre las mismas cenizas de las tolderías ancestrales, y donde cuecen ahora más locro que carne asada -objeto ya de lujo, en la reducida chacra-, filosofar a su gusto sobre lo que, andando, cambian las cosas, en este mundo.




 
 
FIN
 
 





Arriba
Anterior Indice