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ArribaAbajoEl militarismo en Alemania

Berlín, octubre 6 de 1880.

Si la doctrina del espiritismo estuviese fundada en hechos incontrovertibles, y si las formas inmateriales que anima esa nueva nigromancia, bajaran a la tierra en la corriente del fluido de las evocaciones, el príncipe de Bismarck no gozaría tranquilamente de sus victorias, porque el alma de Voltaire andaría suelta por el mundo. ¡Y cuidado con los espíritus! En Alemania sobre todo, donde hasta el mismo diablo ha bajado a la tierra para hacer libertina la ciencia, satánico el amor y simbólica y mística la filosofía, Voltaire viniendo del otro mundo, haría travesuras de tal género que ante ellas, serían un idilio las conjuraciones del demonio de Hoellenzwang del antiguo Fausto, en cuyos dibujos cabalísticos y frases tenebrosas, Goethe inspiró su célebre poema. Voltaire, por debajo de un mueble en Babelsberg, haciendo tic tac como un reloj, o asomando la silueta de su mano fina y huesosa en las paredes del castillo, haría temblar de espanto al bravo emperador de la Alemania. Conocedor como nadie de los alrededores de Potsdam, durante el día, como las aves nocturnas, se albergaría entre los maderos carcomidos del viejo molino de la anécdota, o se escondería entre los papagayos   —270→   y macacos de su escritorio rococó de Sans-Souci ; y por la noche, cuando el unificador de la Alemania, mortificado por el insomnio de la ancianidad y de las preocupaciones, tratara de conciliar el sueño, el travieso parroquiano de Federico el Grande, en traje de alma, haría ruido entre las viejas armaduras que decoran el aposento de Babelsberg, rompería la porcelana de Saxe que adorna las paredes y que cubre los muebles, agitaría los viejos gobelinos, y golpearía en los cristales venecianos y alemanes de los armarios.

¿Por qué no ha de ser cierto el espiritismo en Alemania? Después de la India este es el país que está en relación más inmediata con el otro mundo han aparecido profetas hace apenas tres siglos ¡y profetas verdaderos! que dieron leyes, que constituyeron un orden social, y que quemaron hombres y unidades en nombre de una idea. Verdad es que en Francia, el otro día no más, han aparecido vírgenes. Pero la Madona de Lourdes es una heroína de comedia, de magia, mientras que Juan de Leyde fue todo un personaje bíblico. Notemos sin embargo que los Hohenzollern de nuestros días no creen en fantasmas, que no padecen de ideología como los profesores de Heidelberg y de Bonn. Federico el Grande no fue solamente el primer general de su tiempo; fue algo más, fue un hombre de letras distinguidísimo, un Mecenas con grandes cualidades artísticas, y no poco galante a pesar de la disciplina. Basta acercarse a sus bibliotecas, a sus pequeños y misteriosos gabinetes de trabajo en que sólo entraban sus íntimos amigos literarios, para saberlo. En esos armarios están los libros de Saint Real, de Chanhein, la Jerusalem libertada , los cuentos de La Fontaine, Corneille, Scarron y... ¡Boccacio! Este último lleno de señales, acotando tal vez los pasajes   —271→   más plásticos y sabrosos que se gustaban en petit comité y sin más indiscretos, que algún galgo favorito dormido sobre los ricos almohadones de un sillón. Sus salas estaban iluminadas con cuadros de Watteau, ese Molière de la pintura; con grandes relojes de París que la Pompadour le regalaba; y el estilo rococó de Dresden, esa escuela espontánea del Renacimiento en la porcelana, ornamentaba las puertas, los muros y los techos. Fue aquella una corte artista, y para que nada faltara en ella, el rey mismo rendía también un culto fervoroso a las otras dos musas hermanas, porque tocaba la flauta, componía sonatas y había encontrado a Terpsícore en La Barberina. Voltaire fue el pendant de Federico en aquella corte, y con su genio genuinamente francés y agresivo, representó el papel de poeta imperial. Hizo a Horacio, hizo a Virgilio e hizo a Ovidio pero sin verse obligado a cantar en los Tristes los contrastes que le acarrearon sus sátiras y travesuras.

Hoy los príncipes de Alemania no son sino militares; las ocupaciones pasivas de la paz no los seducen. En la mesa del emperador las letras brillan por su ausencia. He estado en tres de los palacios que ocupa habitualmente y he llevado ex profeso la vista a los libros en uso activo, que es el medio infalible para conocer las inclinaciones ordinarias de un espíritu. Pura literatura militar en los armarios; ¡las listas anuales de revista sobre el escritorio en volúmenes separados desde 1862 hasta 1881! ¡El imperio alemán vive siempre más adelantado que el almanaque! En historia, la historia militar de todos los pueblos y de todos los tiempos. En las ciencias, tratados sobre balística, sobre artillería, sobre los fusiles de diferentes sistemas; la ciencia de la guerra moderna en una palabra. Innumerables obras sobre táctica militar   —272→   y cartas geográficas destinadas a la estrategia. Por adornos, balas cónicas de cañón; vasos con bajos relieves representando desfiles de guerreros; banderas de sus regimientos, favoritos; ¡cuadros de las últimas batallas! ¡Y no exagero! Los que hayan entrado alguna vez al palacio imperial de Berlín, habrán visto en el vestíbulo una pieza de artillería, y los que visiten el vestíbulo de Babelsberg encontrarán dos piezas de artillería de diez, montadas soberbiamente, ¡regalo de Krupp en el cumpleaños del emperador!

Yo amo la Alemania porque no puedo olvidar que ella ha completado en la Reforma, la revolución más grande de los tiempos modernos, más trascendental y más eficaz que la revolución francesa, porque la posteridad la ha acatado sin someterla al examen crítico y filosófico. Amo ese pueblo que ha profundizado con Niebuhr la historia antigua, con Bunsen la tradición religiosa, con Humboldt la ciencia, en un libro en que el saber y la erudición han tomado todos los colores fascinadores del poema para manifestarse. ¿Quién puede olvidar el espíritu vulgarizador y propagandista de la Alemania en el otro siglo? Madame de Staël descorrió ante la Francia el velo tras del cual estaba ese pueblo que había interpretado todas las literaturas y bebido en todas las fuentes. La Francia creía tener el más alto representante de la crítica en La Harpe, pero el grupo de Lessing lo oscureció para siempre. Fue la Alemania quien reveló el teatro de Shakespeare a la Europa; la que primero comprendió y estudió a Cervantes y el teatro español del siglo XVII. Ha sido siempre ella la que ha atacado, la primera, el misterio que encerraban los viejos pueblos del Oriente. El primer filólogo de nuestros tiempos, Max-Müller, es alemán, y debemos recordar con satisfacción que Buenos Aires   —273→   hospeda desde hace años a Burmeister cuyo renombre es incontestable en toda Europa.

¡Pero los reyes!... No pretendo hacer una tirada democrática y declamatoria, contra los príncipes. Hay reyes que pasan inadvertidos y esos son los mejores. Pero los reyes y los emperadores que gobiernan como los príncipes de Alemania, y que mandan militarmente, no pueden sernos simpáticos a los que hemos tenido la suerte de beber el espíritu nuevo en los libros que enseñan el buen gobierno de las naciones. Hay en Alemania dos entidades capitales que no pueden confundirse en una sola para fulminar el ataque. La primera, la forman los príncipes o los nobles, la segunda la forma el pueblo. La primera ha organizado el imperio militar en la época propicia de las victorias; el éxito es una razón suprema. La segunda incuba los gérmenes de la más grande y más profunda revolución que haya experimentado jamás un pueblo. De una parte hay una familia de príncipes sobrios, autoritarios y altaneros, con una nobleza fiel que tiene sus mismas aspiraciones, sus mismos sentimientos, y que reconoce iguales destinos. De la otra parte, hay un pueblo varonil, intrépido, ilustrado, y naturalmente, revolucionario. Ese pueblo, por más que pretendan lo contrario los comerciantes de Hamburgo, los banqueros de Frankfort y los industriales de Leipzig, aborrece a sus príncipes, y se da perfecta cuenta de los motivos de su odio. Ese pueblo fermenta en Heidelberg, en Bonn, en Berlín mismo; comienza por ser estudiante y termina por tener representantes que se llaman Lepsius, Virchow, Strauss y Müller. Ese pueblo tiene cerrados los labios y ligadas las manos. En el parlamento no se atreve a atacar frente a frente al príncipe de Bismarck como lo haría Northcote en Inglaterra con Gladstone. En   —274→   la prensa, no bien abre las alas, la autoridad se las cierra. Y citaré hechos para demostrar ambas afirmaciones. En el Reichstag, el canciller del imperio más de una vez ha impuesto silencio con tono furibundo a los diputados radicales, y no transcurre un mes sin que se cuenten, cuatro o seis supresiones de diarios y periódicos. Yo mismo he tenido ocasión de juzgar los hechos prácticos. Se me había extraviado en viaje, el libro de Grenville Murray, Los alemanes en Alemania , un libro imparcial, más festivo que crítico, y con un fondo de justicia serena que constituye su mérito verdadero. Quise obtenerlo en Berlín y lo pedí en la librería del bibliófilo Asher, la primera, en el ramo de la ciudad. Encontré todas las obras del mismo autor, ¡pero la que buscaba era libro prohibido! ¡Los que duden del hecho repitan la tentativa!

Cualquiera que sea la fuerza formidable de la Alemania, su actual estado político no será duradero. Antes de medio siglo, si el imperio no opera la revolución pacífica, el pueblo operará la revolución armada. La Rusia puede perpetuar el zarismo, porque es un país sumamente extenso cuya población no ha alcanzado todavía, por la educación, todas las fuerzas morales que inician y realizan los sacudimientos populares. Pero la Alemania esta constituida de manera distinta; su población densísima cuenta en cada ciudad y en cada villa con un sinnúmero de espíritus cultivadísimos que se rebelan y protestan, con toda la conciencia del hombre libre, contra las cargas que les impone el rango de nación de primer orden. Ese pueblo que paga enormes impuestos y que está obligado sin excepción, a abandonar su trabajo, a postergar o cortar sus estudios por el servicio militar, conspira o emigra. Y todos los años los puertos de Bélgica son testigos de la fuga de miles de jóvenes conscriptos,   —275→   que van hacia aquel lado del océano a buscar la libertad del trabajo y la quietud del hogar en las libres campañas del Canadá y de los Estados de la Unión.

Cuenta Grenville Murray que alguien se preocupaba un día delante de Bismarck, del número considerable de soldados que había perdido la Alemania en sus últimas campañas. El príncipe contestó con cinismo inconsciente: «Eso es nada en comparación de los que nos arrebata la emigración». He ahí la crítica más elocuente y definitiva del sistema, hecha por su mismo autor.

En la edad media la nobleza alemana estaba en armas contra el rey. En nuestro tiempo la nobleza es la aliada más firme de los príncipes. La carrera militar en el imperio es hoy el monopolio, casi exclusivo, de los nobles. Basta ver un grupo de oficiales en las calles o en los teatros de Berlín para asegurar, sin temor de equivocarse, que todos pertenecen a familias de la aristocracia. El plebeyo estudia o trabaja en los ramos distintos del comercio y de la industria. El estudiante por lo mismo, es uno de los elementos de oposición más recalcitrante contra el sistema militar. Es audaz, aventurero y revolucionario, con muchos caracteres del viejo estudiante de la tradición y con algunos de sus rasgos externos, como el traje, por ejemplo, y su gorra que consiste, de ordinario, en un birrete de colores imposibles, rosado, amarillo o verde claro, suspendido en la extremidad de un jopo fugitivo. El estudiante conspira siempre, si no en la acción inmediata de los hechos, en la propaganda, en la tesis, en el club y hasta en las tabernas. Del elemento letrado que constituye esta verdadera clase social en Alemania, sale el enemigo de la nobleza militar. Nada de más antagónico entre sí que un casco, con su punta metálica   —276→   tentadora de los rayos, y el casquete microscópico del estudiante de Berlín.

La imagen del perro y del gato que representa la antipatía de dos razas, no es más elocuente que estos dos emblemas del odio entre dos órdenes sociales. De los primeros salen los grandes generales que ocupan los altos y delicados puestos del Estado Mayor, y que desempeñan a la vez como Moltke, diez o doce cargos militares, centralizando de la manera más completa la dirección suprema del ejército. De entre los segundos salen los espíritus que sorprenden al mundo con la solidez y la profundidad de su genio. Estos dos elementos comienzan por divorciarse desde que toman su rumbo en la vida, ¡y llegan a detestarse desde sus posiciones recíprocas en la sociedad! El día que choquen con fuerzas iguales, no será difícil prever a quien corresponderá la victoria. La Alemania será grande y unida ese día por las ideas, no por las armas. Estará soldada por los vínculos que engendra la libertad de la prensa y de la palabra, y la Prusia dejará de ser el puño que aprieta los fragmentos de un todo sin cohesión, pronto a dividirse en el acto en que se abra la mano fuerte que lo liga.

Los adoradores del imperio militar sonríen tranquilamente cuando se les apunta las pequeñas heridas que amenazan ser grandes llagas en el cuerpo del imperio alemán. No pocos atribuyen a francesismo las observaciones que se les hace, y los otros no se dan ni la pena de meditarlas. Pero para estudiar a la Alemania política de nuestros días, no es necesario salir de Alemania. En ella misma encontramos los dos elementos antagónicos que han de librar tarde o temprano una lucha inevitable. Ningún pueblo por otra parte se encuentra más educado que este en las revoluciones. Los   —277→   primeros síntomas del socialismo germinaron eu las ciudades alemanas; Juan de Leyde y los anabaptistas, según lo observa Murray con aguda penetración, fueron los primeros sectarios. ¿Para qué recordar las profundas conmociones parciales que produjo la Reforma y el espíritu de la revolución? Ese mismo pueblo de Berlín amedrentó un día a su idolatrado emperador Guillermo, cuando todavía no era rey haciéndolo emigrar a Inglaterra, precisamente porque hasta las primeras tentativas del régimen autoritario y personal que debía implantar después de la muerte de Federico Guillermo IV.

El Imperio Alemán ha triunfado de la Austria y de la Francia; ha restablecido al Norte el viejo régimen militar de otros tiempos. Es la primera potencia del continente en nuestros días, pero le falta triunfar de la Alemania, y mientras que no triunfe por la libertad absoluta, por la libre discusión, por el desarme paulatino, por la disminución del impuesto, por la abolición de los privilegios militares, por el respeto y la sumisión a los hombres de saber, y por las garantías dadas al pueblo que despierten en él el amor espontáneo a la patria, será un edificio levantado sobre arena. Ni las formidables fortificaciones de Metz, ni un millón de soldados, ni los adelantos de sus célebres armeros, ni las combinaciones de Bismarck, ni el genio guerrero de Moltke, impedirán su caída y su restauración. Es un hecho fatal. Cuando los sucesos históricos no reconocen otro fundamento que el genio de un hambre, el problema, resuelto por algún tiempo, se complica y se presenta de nuevo, en el acto que el héroe desaparece. Sólo la práctica diaria y la enseñanza constante de la libertad, producen hechos definitivos y normales en los pueblos. Por eso es que la Inglaterra no necesita, ni ha necesitado   —278→   nunca de un Bismarck que la gobierne, de un Moltke que ejerza la dirección militar y omnímoda de sus ejércitos. Bismarck existe por sí mismo. Mr. Gladstone no se concibe sin Mr. Disraeli, ni Mr. Disraeli sin Mr. Gladstone. La ancianidad y la muerte retirará a estos combatientes de la escena, y otros los remplazarán con más o menos genio tal vez, pero el país no se inquietará, porque cuenta con la eternidad del culto que engendra el sistema, y no con los sacerdotes que lo sirven. La Alemania no puede decir lo mismo7.

Hace cerca de un mes que viajo por ella observando fríamente los hechos. Todos los encantos que tiene este país dulce y poético están obscurecidos para mí por el militarismo. He estado en Heidelberg, en Frankfort, en Leipzig, en Dresden, en Hamburgo, en Berlín y en Postdam. En todas partes casernas y soldados. Los números de los cuerpos suspendidos en los hombros de los conscriptos pueden dar una idea de la suma colosal del ejército; ¡he alcanzado a ver el 242, en un uniforme de infantería; 83 en uno de caballería; 61 en otro de artillería; 37 en un soldado de ingenieros! En Berlín, ahora dos noches, se daba Flick y Flock , un baile pantomima que obtiene gran éxito, cada vez que se representa. En uno de los palcos principales, al lado de los príncipes de la casa imperial, conté sesenta oficiales poco más o menos, todos en un grupo. En la platea doble número; en la galería pelotones de soldados. ¡La tercera parte de la concurrencia vestía uniforme y el teatro estaba lleno!

La Alemania no es, sin embargo, un pueblo guerrero. La familia es dulce y bondadosa como en ninguna parte. El hogar es pacífico y verdaderamente adorable por la armonía que reina entre los hijos y los padres. La madre de esos granaderos gallardos   —279→   e imponentes que infunden respeto en las filas y admiración por su belleza varonil fuera de ellas, no es una madre griega que pone el arma en las manos del hijo, que le enseña los cánticos de guerra desde niño, que previene en fin su naturaleza para el espíritu militar. Por el contrario, es suave y meditativa; tierna, débil como debe ser el ideal de la mujer. No tiene las inclinaciones al lujo de las francesas, ni esa dureza inevitable que suele plegar el rostro de las inglesas. Se comprende a Margarita cuando se trata a una de esas dulces mujeres de las márgenes del Rhin. ¿Y acaso los hombres tienen una naturaleza distinta? Yo sólo comparo la ternura y los extremos del cariño y la amistad de las familias de Alemania, con el que distingue a las nuestras. Desde que se pone el pie en el umbral de una de esas casas patriarcales se aspira el perfume de la felicidad.

La fiereza proverbial de este pueblo es obra de los que lo gobiernan y no calidad de los gobernados. Si el pueblo alemán amara la guerra y el servicio militar, la emigración no acusaría lo contrario con la cifra elocuente que alcanza anualmente. Las madres y los padres son los primeros en fomentar en el hijo las inclinaciones al destierro. Tal vez el prusiano sea el único que pueda llamarse soldado en toda la extensión de la palabra. Los bávaros viven alejados de su rey y del emperador. El rey Luis II está muy cerca de ellos, pero es un mito, un ente misterioso e incomprensible a quien no se le conoce amigo de ningún sexo, sino Wagner que disfruta exclusivamente de la sociedad de este ser singular. El emperador está muy lejos para que la Baviera se preocupe de él. Lo mismo sucede en Wurtemberg y en Sajonia, donde el pueblo lamenta tener que jurar por Guillermo y no por sus reyes anulados.   —280→  

No hay un vínculo espontáneo que reúna en un sólo sentimiento las aspiraciones de los pueblos que forman la Confederación, y de ahí, el horror que inspira el casco, y las evasiones periódicas de los llamados al servicio militar.

Parecería, que, tal vez, la última guerra con la Francia hubiera cavado un hondo abismo en el comercio de las ideas entre ambos pueblos. El antagonismo de la masa popular existe como es natural, y no es necesario demostrar que la cuenta entre las dos naciones espera todavía su saldo. Pero la Alemania no cesa un sólo día de asimilarse todo lo que su rival produce en la esfera de las ideas, lo serio y lo ligero, lo bueno y lo mediocre, lo sano y lo enfermo. La política literaria del Canciller no es tan absoluta en estas materias como las del tribunal literario de Inglaterra. Desde el Almanaque de las Cocottes , hasta el vaudeville y el romance más desvergonzado, pasan fácilmente por la frontera y se exhiben en las vidrieras de los libreros de Berlín con el indispensable vient de paraître. Se me ha asegurado, yo no lo afirmo, que hay pocos mercados en el extranjero iguales a Berlín para Nana .

En cambio, puedo asegurar que la demanda de estos libros proviene, en gran parte, del número considerable de extranjeros que viaja por las capitales, y tal vez de los militares que en todas partes tienen buen estómago para digerir estos manjares. Sin embargo es necesario reconocer que en cuanto a moralidad, el ejército del Imperio es un modelo. Las menores faltas del soldado y del oficial se castigan severamente, y los últimos comprenden de tal manera la solidaridad de sus intereses con los deberes de su empleo, que podría decirse sin cometer un error que son impecables con relación a la ordenanza.

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El militarismo erigido en sistema de gobierno, como en Alemania, es incompatible con el pretendido gobierno constitucional y parlamentario del Imperio. Si antes, los nobles se alzaron contra los reyes, representando los dos elementos antagónicos del tiempo, mañana, el pueblo, más sabio y más digno que ellos, usará de sus derechos y acabará con la plaga que lo oprime.

La Alemania tiene que ser libre y pacífica, porque su pueblo ha nacido de la revolución y se ha educado en el trabajo. Ese día habrá realizado el gran problema de la Unión que el príncipe de Bismarck ha creído resuelto por el sólo hecho de poner una corona Imperial en la cabeza del rey de Prusia.



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ArribaAbajoEl paso por Alemania

Hamburgo, octubre 7 de 1880.

Cuando vuelva al Rhin hablaré de los románticos castillos que desde lo alto de las montañas miran pasar melancólicamente las aguas correntosas entre Maguncia y Colonia. Ese es el Rhin burgrave; el Rhin amado de los poetas franceses; el Rhin de las leyendas. Todo es dulce en aquellas márgenes. Las faldas de las montañas se visten como el Himeto de viñas doradas. ¡Hasta las nieves de la Loreley y del Rheinfels son tibias! Sus pueblos, que según la expresión ingenua y primitiva de un rústico, parecen ropas blancas tendidas sobre sus márgenes, se destacan agrupados todos, en torno de la flecha, decidida de sus pequeños templos, cuyas campanas hacen repercutir su eco en el seno de los valles.

Cuando hablo del Rhin, hablo también de sus arrabales, del Neckar que pasa por los umbrales de Heidelberg la docta, la Salamanca de los alemanes, la madre de todos esos filósofos a lo Hegel, que han hecho suyo a Descartes y que viven en los limbos científicos, mientras los reyes y los emperadores ensayan sus cañones en las campiñas de Coblenza. Hablo de Frankfurt, la vieja villa libre del centro, convertida en el París del Rhin por el   —284→   lujo prusiano de Wiesbaden, de Ems y de Düsseldorf donde Cornélius, Schadow y Bendemann, los grandes pintores alemanes de este siglo, han dado a las artes el brillo que Weimar dio a las letras en los tiempos de Goethe y de su grupo.

Cuando se entra en Heidelberg por el Anlage, lo primero que llama la atención son los bulliciosos estudiantes, con sus pipas trepadas hasta la altura de sus lentes y con sus casquetes llamativos. Semejan bandadas de cardenales de copetes amarillos y colorados, por el bullicio que producen y por el número en que invaden las calles y las tabernas. A primera vista, todos nos parecen hermanos; no hay entre ellos esa diversidad de tipos que presenta el estudiante parisiense. Se diría que están vestidos por el mismo sastre, calzados por el mismo zapatero y servidos por el mismo fabricante de gorras. Todos son rubios, invariablemente lampiños, con los ojos pequeñitos e infantiles, el rostro como alumbrado por detrás de la epidermis, los cabellos levantados a la desesperada sobre una frente alta y despejada. ¿Cómo encontrarles algo parecido entre nosotros?... Imaginaos a Wilde, sin barbas, sin ese dejo salteño tan antialemán con que habla, suprimido su sombrero monumental por un birrete liliputiense de color celeste, y tendréis algo aproximado a ese bohemio soñador e ideólogo, que comienza por ser socialista y que termina por vivir en los espacios del subjetivo y del objetivo como Neander.

Allá, sobre el camino que lleva al Castillo , que los franceses hicieron saltar convirtiéndolo en la ruina más imponente de la Alemania, se domina todo ese vasto y verde valle del Rhin que han pintado Mme. de Staël y Víctor Hugo, con colores tan deslumbradores. Heidelberg y sus alrededores tienen todo el sello de la edad media. En la ciudad se extienden esas calles sombrías y tortuosas como   —285→   las de la vetusta Nuremberg, formadas por edificios de base angosta, de ventanas voladizas, de puertas bajas y de techos en forma, de apagadores que protegen y cubren los muros de las inclemencias del invierno. En las campiñas, el panorama ofrece las últimas colinas del viejo Palatinado rhiniano, vestidas de pinos sombríos, en cuyos troncos se envuelve la yedra y a cuyos pies brotan abundantemente los helechos; y allá a la distancia, en el llano raso del valle, se ve el Rhin que se desenvuelve como una cinta, besando el umbral de las innumerables aldeas vecinas. Todo es dulce en esta tierra que no azotan los vientos rudos del norte y que está lejos de las agrias y arenosas planicies del Mecklemburgo. El vino no mancha el cristal de los frascos que lo contienen como los vinos capitosos del Portugal. La mujer es el tipo en que Goethe entrevió el cielo cuando concibió a Margarita. Ese mismo estudiante bullicioso y pendenciero que sale de las aulas con el rostro cubierto de costurones, tiene una sensibilidad tan exquisita, que tiembla como una flor, si escucha un aire caliente y meridional de la música italiana; ama las partituras de Glück, y las frases obscuras y complicadas del Alcestes le son tan familiares como a nosotros los coros guerreros del Trovador. Los he observado atentamente en las tabernas de Heidelberg y en el Palmen-Garten de Frankfurt, con su vaso lleno de la cristalina cerveza de Munich, la nariz al viento y la cabeza levantada como la de un mirlo que aprende a cantar, escuchar esa música hegeliana en la que nosotros tropezamos muchas veces antes de morder un aire y hacérnoslo familiar. Hasta en los valses en que el genio fácil de los italianos encuentra siempre rimas abundantes, los Strauss, desde el viejo Strauss hasta los hijos, hacen   —286→   ciencia y sorprenden el tema entre un acompañamiento sesudo que es todo un comentario.

Anoche no más, Eduardo Strauss con su orquesta ejecutaba el Bitte Schön, un alegro de notas cristalinas que arranca como un madrigal, pero que en medio del tema los violines bajan y se extravían en un episodio completamente extraño a la inspiración conceptuosa de la pieza. Es entonces cuando la atención se reconcentra, mientras la espuma de la cerveza se desvanece en el vaso y el fuego de las pipas se extingue. Es entonces cuando los alemanes se sumergen en una abstracción extática, de la cual no los arrancaría el estampido de un cañonazo. Entre nosotros despiertan burlas de incredulidad las anécdotas de estos soñadores. Hegel importunado por su sastre, enmedio de la concepción delicada de un problema, toma de sus manos un pantalón y trata de ponérselo; se saca sólo una pierna del que tiene puesto y olvida sacarse la otra; al ponerse la primera pierna del nuevo, encuentra con asombro que el sastre ha hecho tres piernas al pantalón y corta la que le queda de más. Neander en medio de su meditación deja caer un día su mano sobre la página de un libro; cuando quiso dar vuelta la hoja para continuar la lectura, preguntó quién se permitía poner la mano sobre su libro. Y para contar algo curioso diré, que casi siempre después de terminada cada pieza de concierto, los oyentes aseguran que los mozos , aprovechándose de su distracción les han bebido la cerveza.

En los pueblos meridionales, el arte fue siempre religiosa o política. Desde Fidias hasta Miguel Ángel, el cincel constituyó algo más que un oficio. En Alemania el arte ha sido siempre un culto y en ninguna parte se mantiene más pura la de sus inspiraciones. Se ha observado por los mismos franceses, por los mismos italianos, que   —287→   la decadencia artística cunde en París y amenaza a Roma y a Florencia; y alguien cuyo nombre se me escapa en este momento, ha llamado a nuestro siglo el siglo del arte tapicero . Hay algo de verdad en este apodo amargo contra el bourgeois que vive dominado por el furor de aglomerar tejidos sucios y desvaídos sobre sus paredes, por el solo mérito de los años que cuentan. Aún en el bronce cunde la decadencia; el bronce viejo, casi siempre caro y apócrifo está en boga absoluta. Y como el campo literario y artístico es campo común para todos los espíritus que lo recorren, ya la escultura moderna ha producido al marmolero, hijo bastardo del escultor, y a los pintores dio Nanas, la Venus loreta del nuevo Olimpo. ¡Y la porcelana! ¡Oh, la porcelana! ¡Las fábricas de Bohemia y de Saxe no dan ya abasto para envajillar -perdón por el verbo- los vestíbulos de las Villas de la aristocracia, bourgeoise ! Sólo en Alemania el arte se remonta a las esferas vaporosas del éxtasis y produce una escuela que, a mi juicio, está destinada a desaparecer por exceso de idealismo, como la escuela francesa nueva está condenada a malograse8 por exceso de materia. Dresde no ha aumentado su pinacoteca y ha hecho bien; pero Berlín que ha necesitado rivalizar con los frescos del Louvre y de Versalles, ha hecho trepar a los techos y a las paredes de su gran museo y de la Galería Nacional una pléyade de artistas que han reproducido la comitiva de los héroes mitológicos del Norte: a Herta, a Odín y a Balder y a Hulda, la Ceres, el Júpiter, el Apolo y la deidad de las virtudes domésticas. ¡Exceptuemos al valiente y fuerte Kaulbach que ha acometido en una de las pinturas murales de la escalera monumental del Nuevo Museo , la grande escena de la Reforma, cuadro audaz y revolucionario, en donde asoman las cabezas de Lutero, Melanchton, Zuinglio y Calvino   —288→   al lado de las de Huss, Wielef y Savonarola, representantes de la emancipación religiosa; las de los hugonotes representando la acción en los hechos; las de Copérnico, Galileo, Kepler, Newton y Colón en la ciencia; las de Leonardo de Vinci, Dürer, Holbein en las artes; las de Gutenberg y sus discípulos en la propaganda; las de Shakespeare, Cervantes, Hütten y Petrarca en la batalla literaria!

Sólo el paisaje triunfa en la pintura moderna. Pero el paisaje es también la decadencia. Es a la pintura lo que la música ligera a las composiciones de los grandes maestros. Los ingleses lo han monopolizado y los alemanes les disputan el monopolio, pero mantienen en él la tendencia idealista. Gabriel Max que lo anima con el lúgubre poema de sus amores, es monótono y excéntrico; espía los momentos menos frecuentes de la naturaleza, para pintar sus crepúsculos extraordinarios, sus marianas nebulosas, sus días obscuros, y siempre, en todos ellos, su novia muerta, pálida como una sombra, recordando el espectro de Atala en la galería del Louvre. Sin embargo, la Alemania moderna tiene razón en estar orgullosa del artista.

En ninguna parte de Europa la tendencia al arte fantástico es tan marcada como en Alemania. Si ella ha invadido la pintura y la música no ha dejado de contagiar el teatro en todas sus manifestaciones. Las mejores comedias de magia se representan en Alemania: Las Píldoras del Diablo, La Pata de Cabra, El Cuerno Encantado, con la más torpe y vulgar combinación de decoraciones Un muchacho argentino descubriría al maquinista a través de los cambios de escena, sorprendería al imbécil que produce un relámpago con el soplete, vería la bala de cañón que rueda sobre la plancha de cobre para producir la detonación del trueno   —289→   que retumba a la distancia, y reiría a carcajadas de la farsa. Es necesario ver el Oberon de Weber, en el teatro de Dresde, para conocer a las hadas y al diablo, arreglando los negocios particulares de los súbditos del rey de Sajonia. Prescindamos de la música a pesar del teatro, porque jamás he visto sobre la escena de teatro alguno una compañía más torpe que aquella; pero, atentos, sin perder un detalle, observemos ese escenario que cambia, desaparece, se transforma y se modifica, como el círculo movible que arroja sobre la tela el foco de una cámara obscura, y veremos cómo hasta en eso los alemanes aman las quiméricas e imposibles. Si os dijera que el mar, en uno de los actos, produce mas monstruos marinos que el Aquarium de Brighton, no lo creeríais; el sol sale sobre sus horizontes dilatados e ilumina de púrpura sus ondas; la tempestad estalla y las espumas de las olas embravecidas baten las rocas; las naves zozobran, y los náufragos arriban nadando a la playa; la tarde se pone bajo la luz de un crepúsculo soberbio; llena la noche, la luna riela sobre las aguas y las estrellas titilan en los cielos; del seno del mar brotan ninfas cuyos trajes se miran al través del líquido elemento; saltan cocodrilos y brincan sapos y ranas monstruosos, y para que no falte lo grotesco en aquella escena que parece extraída de una de las evocaciones de Fausto, una tropa de langostas de mar baila sobre las tablas una verdadera ronda oceánica.

Y delante de este cuadro, un público deslumbrado, a quien parece que le hubieran hecho fumar una enorme pipa de haschisch cuyo depósito estuviese en la escena. Y no se crea que es un público compuesto, de mujeres y niños como es el nuestro en esa clase de espectáculos.

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Por el contrario, personajes de una gravedad recomendable, y militares imponentes con el pecho constelado de medallas, miran absortos aquel poema simbólico en que un anillo encantado crea más prodigios que la lámpara maravillosa de Aladino.

Cuando pasé por Leipzig yo no estaba preparado para comprender el móvil de estas inclinaciones singulares. Pero al bajar al Auerbachs Keller, el sótano en que Goethe compuso los más tenebrosas del Fausto, comprendí cuán cierta debía ser la anécdota según la cual los sirvientes aseguraban que el poeta trataba de noche mano a mano con el diablo. Figuráos, en una calle angosta y tortuosa, un buraco con pretensiones de puerta que conduce a un antro dividido en dos cuartos por un pasaje estrecho y misterioso. Desde que se pone el pie en el primer escalón, una arpa que parece tocada en el fondo de la tierra, o modula una obertura incomprensible, o al verse arañada violentamente por la rubia Safo que la pulsa, exhala el Valse de Bouc , inmensa bacanal según Emile Pagés, que hubiera hecho palidecer de espanto a Musard, y que hubiera arrojado a Brididi en la más horrible desesperación. Entremos al antro: en cada sala hay seis muchachas sajonas, lindas todas como las hadas de Noël, que rascan las arpas con entusiasmo y ponen el grito en el techo. No os podéis imaginar nada más limpio que aquel verdadero Keller; brilla el mantel sobre las mesas y relucen los cubiertos en los platos, mientras que el bouc , encerrado en el enorme barril tradicional, ¡corre como el Janto amenazando inundar aquella cueva! ¡El diablo por todas partes! En los muros unos viejos frescos del siglo XVI que representan la tradición del Fausto. El diablo ha estado tres   —291→   veces en aquel antro; una vez de caballero andante como Don Quijote, otra de estudiante de Heidelberg en vacaciones, y la tercera de judío vendedor de librejos raros, impresos por Gutenberg y llenos de máximas contra los exorcismos. Están marcados sus pasos y se conservan los anteojos que dejó olvidados cuando estuvo de israelita. ¡Qué horror!

En las paredes el evocador de Mefistóleles ha dejado todos sus recuerdos, y como si no fueran ellos bastantes, los de sus queridas. Allí está su retrato; un rizo de sus hermosos cabellos, que tenían tantas apasionadas; los borradores del poema y la pluma y el tintero con que los escribió; el enorme bocoy en cuyo espiche se incendió la copa del diablo cuando brindó con los soldados fingiéndose su camarada. La concurrencia bebía cerveza de Baviera y comía mariscos. Nuestra comitiva hizo lo mismo, y esa noche me acosté en los brazos de Satanás.

Allí acuden los estudiantes y no pocas veces los judíos que en Leipzig cuentan una buena suma de la población. El estudiante, como en todas partes canta y bebe. El judío observa y trafica; unas veces vuelve de la feria donde ha hecho sus usuras y ha guardado sus thalers dentro del bolsillo sin fondo de sus levitas longitudinales; otras veces viene a buscar a un pobre escolar a quien puede comprarle todavía la última casaca y el último libro que le queda. Es de verlos por grupos, con sus barbas luengas, sus mechas rizadas sobre las sienes, las caras magras y los ojos vidriosos y apagados al mismo tiempo y vestidos de negro casi siempre. Del paño de sus ropas el uso gastado la frisa, y la trama de la tela se ha cubierto una capa grasienta e impermeable, que parece hule en los faldones y cuero en el cuello. Se congregan por grupos en las callejuelas de Leipzig y de   —292→   Frankfurt, hacen su bolsa en ellas siempre flemáticos y abatidos, desconfiados y disimulados. El oro los empuja, los lleva, los atrae, los hace vivir la vida intranquila y terrible de la codicia, y a pesar de su humildad, de su pobreza, de su miseria, ellos son los que llegan primero a la riqueza. De sus faltriqueras corre el Pactolo, y sólo así se explica, que la Sinagoga nueva de Berlín sobrepase a la Alhambra en riqueza y magnificencia, ¡aunque la higiene no sea capítulo observado por sus ministros!

La fisonomía de las ciudades de Alemania es completamente diversa en todas ellas. Se observa a través del mismo idioma, un pueblo distinto, inclinaciones diferentes y gustos opuestos. En Frankfurt vive el banquero; es planta legítima de la antigua ciudad libre que ha hospeda a los Rothschild todavía. En Heldeberg y en Bonn los profesores y los estudiantes monopolizan con las truchas el derecho de habitación. En Leipzig, la librería ha formado el más gran taller de la Europa, y digo el más grande, porque Leipzig edita en todos los idiomas y reproduce todos los libros. Los alemanes tienen calidades sobresalientes de asimilación. En los depósitos de Tauchnitz puede encontrarse toda la literatura, la ciencia y la historia de Inglaterra. En Cassel, Teodoro Kay absorbe todo lo que los libreros franceses producen al año. Los autores extranjeros protestan contra esta competencia barata que los editores alemanes hacen en el continente, usurpándoles la propiedad literaria, y aún creo, que el abuso ha sido materia muchas veces de enérgicas reclamaciones diplomáticas. ¡Inútiles protestas! ¡Hasta la Amalia de Mármol es buena presa de la tipografía alemana, y la América Poética de Gutiérrez ha sido publicada   —293→   por una Anita X... que se titula audazmente autora de esa colección!

Los alemanes tienen las primeras bibliotecas del continente. La de Dresde por ejemplo, que pasa de 600.000 volúmenes, es de primer orden. Basta decir que la República Argentina dispone en ella de un armario entero, para formarse una idea de la manera cómo estarán representadas las otras naciones. Verdad es que hay en ella libros de autores argentinos cuyos nombres me guardaré bien de pronunciar, que pueden haber salvado nuestro crédito literario gracias a que la indiferencia los ha respetado, según lo indica el polvo abundante de sus lomos. Pensad que hay poetas de la media caña ; de aquellos que escribieron en el periodo benedictino que media entre la caída de Rosas y la sanción de la Constitución nacional, ¡y podréis, si sois maliciosos, adivinar a los héroes de ese parnaso bizantino!

Podéis imaginaros qué impresión curiosa recibiría al treparme sobre la escalera que me proporcionaba el empleado diciéndome: «hay poetas de su tierra en esa fila». Pensé que iba a encontrarme con el nombre de Echevarría, de los dos Gutiérrez, Juan María y Ricardo... y ¿por qué no con el de los muchachos jóvenes que comienzan, como Navarro Viola?

¡Horror! Allí estaban don Pedro, don Juan y don Diego, con sus odas al Gorro de la libertad , su Pirata a lo Espronceda y su Silva a Petronita en el día de su cumpleaños con un ramo de claveles... Me desplomé de la escalera como empujado por la musa y me acordé de que yo también había hecho versos y merecido los honores de ser puesto en música en la canción de la letra más guaranga y popular que cantan los Tenorios en las noches del Carnaval. ¡Qué ignominia! ¿Si estaría yo también en la biblioteca de Dresde?

Después de ver la galería de Dresde, ¡todas las   —294→   otras galerías de la Alemania hacen pensar en ella! ¿Quién no ha perdido una hora delante de la Madona de San Sixto? ¿Quién no ha tenido la tentación criminal de tomar un compás y de hacer un círculo para sacar en él esos dos bambinos que, reclinados sobre el marco de la tela contemplan con sus ojos atentos a la virgen que se adelanta en un cielo de querubines ¿Qué puede hacer el arte nuevo que pinta a Rolla entre las telas desordenadas de un lecho, para levantarse al nivel de las creaciones de ese hijo profano del arte que, si trasladaba sus queridas al lienzo, las purificaba al menos en el ideal y las transformaba en la forma? Me vienen a la memoria los versos de la Melancolía de Gautier, que leíamos ha poco con un amigo de gusto selecto en Buenos Aires. El poeta francés en su tiempo creía profano a Rafael, y lo creía con razón porque no contaba con la nueva escuela artística y literaria, que debían levantar en su tiempo los hijos del romanticismo. Recordaba toda esa mística tribu de Dürer, que hoy he podido admirar; a Santa Inés, a Santa Úrsula, a Santa Catalina, con la mirada en el cielo y la palma en las manos, según la frase correcta y respetuosa del más audaz colorista de las formas; y comprendía que si era remota la relación artística del hijo meridional del arte que pintaba sus vírgenes bajo el cielo celeste con las del místico maestro de Nürnberg, no había vínculo bastante fuerte que pudiera reunir las creaciones profanas de Rafael, de Corregio y de Batoni, con las heroínas de orgía de los sectarios de M. Zola. ¡Hasta las carnes rosadas y abundantes de Rubens serían puras al lado de las mujeres de la Escuela Desnuda!

Se sale del museo de Dresde como de un panteón en que estuvieran enterrados los héroes con sus trofeos. Por todas partes después es necesario   —295→   adormecer el recuerdo, para no encontrar la mediocridad. La escuela alegórica, en Alemania que ha hecho ensayos en los últimos tiempos, es tan deplorable como la escuela naturalista, para valerme del nombre con que se le conoce. Creen sus panegiristas encontrar un académico escrupuloso en cada crítico, y pretenden que la desvergüenza puede producir una revolución. Creen los otros que el arte necesita purificarse y pintar la fábula, lo imposible. Así el arte es en el primer término canalla y en el segundo puramente simple y tonto. Entre tanto, la histórica, la gran creación esencialmente moderna, ha perdido y pierde cada vez más sus representantes. Ese eterno manantial inagotable de los hechos que en ninguna parte es más fecundo que en Europa, parece haberse agotado, porque no hay brazos bastante fuertes para golpear en la roca y abrir la fuente. En Berlín se ve alguna que otra tela de gran mérito que ya tiene medio siglo. En las nuevas, nada sino las batallas últimas que carecen aún de los golpes felices y brillantemente charlatanescos que han dado celebridad a los cuadros de Vernet. El capital no se ha aumentado mucho, en Francia, después de Gêrome y de las tentativas aisladas que se olvidan, en el acto, ¡que se vuelven a mirar las grandes y singulares inspiraciones de Delacroix, de Delaroche y de Gérard! Pasamos por la época do los pigmeos, ha dicho el otro día Aureliano Seboll. ¡Y tiene razón!

Estoy en Hamburgo y hablo de arte. ¡Qué anomalía! Tanto valdría hacerlo en Cardiff dentro de una mina de carbón, después de haber salido de Londres y de haber pasado un día en la galería de Vernon.

¡Hamburgo! ¡Pero ese es nuestro amado y protector puerto del norte! Para qué pensar en arte,   —296→   para qué recordar a Dresde, el triste Dresde, que es una ciudad muerta, en la que uno bosteza después de salir del Zwinger? ¿A qué nombrar a Heidelberg, a Bonn, a Frankfurt mismo, sobre cuya existencia hay mucha gente entre nosotros que podría dudar? ¿Qué nos importa Berlín, el Berlín imperial, con su Unter den Linden, sus gallardos oficiales, sus revistas militares, sus baterías de cañones, su puerta de Brandeburgo coronada por la victoria de Shadow? ¡Hablemos de Hamburgo, la villa burguesa por excelencia de la Alemania, la Liverpool y la Glasgow del continente, que perdió todas sus antigüedades en un incendio pero que ha ganado cuatrocientas mil almas con el comercio colonial! Es también una ciudad libre; se gobierna a sí misma; tiene su senado, su cámara y los tendrá mientras el príncipe de Bismarck no las quiera suprimir, para anexarla como un simple barrio comercial de Berlín. Esta es la ciudad que nos compra nuestras lanas y nuestros cueros, y donde los argentinos somos conocidos por nuestros nobles productos. Aquí debían venir a sus viajes de recreo nuestros estancieros y buenos padres de familia que van a aburrirse lamentablemente en Covent Garden, o a bailar inconvenientemente a París.

Hamburgo es una hermosa y enorme ciudad tendida sobre el Elbe que está al habla con todas las naciones del mundo como los grandes puertos continentales de la Francia y de la Inglaterra. No ha tenido reyes como Dresde que hayan fundado para ella monumentos donde se consagra el culto de lo bello. No ha vivido como Munich viendo de cuando en cuando atravesar misteriosamente por sus parques al excéntrico rey de los bávaros. Pero vive envuelta en las grandes empresas, tiene una bolsa a la que asisten seis mil comerciantes diariamente, y un puerto donde se juntan los audaces navegantes   —297→   del Norte que bajan a Holanda y a Bélgica y a sus orillas, para cambiar sus productos por los que vienen de las zonas meridionales de la Europa y de las dos Américas.

Aquí termina mi travesía por Alemania; mañana entraré a los antiguos dominios del rey de España para ver la tierra flamenca donde guerrearon tanto tiempo los soldados españoles del siglo XVII. Bajaré en Rotterdam y Amsterdam y volveré al Rhin pasando por Amberes y Bruselas.

¡Ahasverus marcha!... Y Ahasverus no parará un sólo día, hasta volver a Buenos Aires.



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ArribaAbajoLa Catedral de Colonia

Colonia, 15 y 16 de octubre de 1880.

Cuando los griegos terminaron el Partenón y sobre sus sencillas y grandiosas columnas, vieron levantarse aquella magnífica epopeya del relieve cuyo conjunto se adelanta como movido por el aliento soberano de Homero, ¡cuan lejos estaban de pensar que el arte, despertando de entre los escombros y las ruinas de sus hijos del Lacio, en la penumbra de los primeros siglos cristianos, había de convertir en la miniatura del orden gótico los pórticos majestuosos de los templos y el pedestal de sus estatuas colosales!

La suprema elegancia de la sencillez llegó a su apogeo cuando de las alturas de Atenas, bajo el cielo azul de la Grecia, se podía divisar aquella ciudad como labrada por los hijos de Fidias, entre las entrañas de mármol de la tierra. Del fondo de la edad media nació la ojiva sombría, angosta y puntiaguda, recordando su contagio bastardo con el pesado y raquítico arco normando, que poco a poco transformó su cuerpo macizo en la complicada y ligera filigrana de los godos. Delante del templo de Marte y de Venus se concibe el Olimpo, se adivina la blanca sombra de la sacerdotisa iluminada por su lámpara de cobre, destacándose sobre   —300→   las losas que reflejan las hojas gallardas y correctas del chapitel corintio. Entre la corte mística y numerosa que se agrupa bajo los arcos de las catedrales góticas, entre los intersticios innumerables de sus torrecillas, parece siempre que se viera asomar la cabeza deforme de Cuasimodo. Aquél es el arte libre y profano que comprendió toda la majestad de las líneas rectas en la corona de la columna dórica, y toda la gracia de la línea curva en el chapitel jónico; éste es el are ortodoxo que trasladó el frontispicio de los misales del siglo XIII a la portada de sus basílicas. Aquel brotó en la blanca carne del mármol; éste ha nacido entre la piedra oscura y arcillosa que ennegrecen las nieblas del norte, convirtiendo las construcciones góticas en espectros sombríos y colosales. Así, Westminster, Winchester, Nôtre-Dame y la catedral de Colonia -cuya consagración festejan doscientas mil almas en este momento- necesitan, para ostentar su grandiosa majestad, de los días nebulosos del otoño y del invierno. El sol no consigue por más brillante que sea, animar sus puertas agobiadas por el peso de sus relieves innumerables. El humo de Londres y las neblinas de París o del Rhin, las envuelven en una atmósfera densa y gris, a través de la cual se destacan, con no sé qué gravedad melancólica, sus torres colosales, derramando sus molduras hacia la base, como un cirio gigantesco sobre cuyo tronco la cera derretida hubiera bordado agrupaciones caprichosas.

La ruina del arte gótico, como la ha llamado Taine, no se conserva si no vela al pie de sus cimientos la cuadrilla del arquitecto: sus puertas, sus pilastras, sus estatuas diminutas, sus nervaduras, los arbotantes graníticos que sostienen toda esa mole de piedra, cavada, tallada, esculpida como la cáscara de una nuez, están en perpetua restauración.   —301→   El místico concurso de santos y de obispos incrustados sobre la ojiva en series innumerables, representa casi siempre una hecatombe; la piedra carcomida por el tiempo, lento y perenne demoledor, ha borrado la fisonomía de los héroes; las multitudes populares los han decapitado en sus furores histéricos, y la mano piadosa del restaurador tiene todos los días que velar por ese encaje que se desmorona eternamente. Los templos griegos recibían la luz por el cuadro elegante de sus puertas, es a cuyo umbral se llegaba por las graderías que los hacen surgir del nivel del suelo con una gallardía incomparable. El templo gótico tiene sus puertas en el mismo plano, la luz penetra en sus naves al través de las rosas y de las ojivas de sus cristales, unidos como fragmentos de mosaico entre venas de estaño, que representan, en su conjunto, todas las escenas del martirologio cristiano, para cuya reproducción Munich no tiene rival. Aquellos cuadros translúcidos animan figuras lineales y duras, en las que los anticuarios han educado un gusto artificial, y nuestro siglo, que en materia de arte retrocede a la edad media, restaura con una exactitud de imitación digna de los artífices chinos, los cristales de las ventanas del siglo XV y XVI.

Hoy, de siete siglos, uno de esos espectros góticos, cuyo origen se liga casi con la leyenda, ha recibido la piedra que ha venido a coronar el crecimiento constante de sus setecientos años. La catedral de Colonia comenzó a construirse mucho antes que el Dante hubiese descifrado todos los misterios religiosos y simbólicos del cristianismo, y ha terminado cuando la verdad no ha triunfado todavía de todos los errores que se predican bajo sus bóvedas ojivales. Su terminación ha sido consagrada, por un emperador guerrero, que, rompiendo la tradición de Constantino y de Carlomagno,   —302→   ha considerado que la alianza del monarca y de los obispos en la consagración de la obra terminada, era de poca importancia en un país en el que, como en todos los demás, la iglesia pretende levantar un poder extranjero dentro del radio de la patria. Cosa curiosa. La catedral de Colonia, templo católico, con su obispo destronado por rebelde y contumaz, ha sido terminada e inaugurada por Guillermo I, rey de Prusia y emperador de Alemania, que ha cooperado a la conclusión de la obra con una decisión entusiasta. Los ultramontamos han pedido en vano, antes de la celebración de la fiesta, la restauración de sus obispos. Ante la negativa imperial que remitía su solicitud a Berlín, se han abstenido de cooperar y de concurrir a ella, y han llegado a la ceremonia con manifestaciones hostiles, pero hasta este momento, su ausencia no ha dejado ni un vacío, ni un pequeño trecho siquiera en las calles y plazas de Colonia, y aun los balcones, las puertas y los tejados de la ciudad rhiniana, fueron espacio reducido para contener el desborde de todos los pueblos alemanes de ambas márgenes del Rhin.

A las diez de la mañana, la muchedumbre que llenaba la plaza del Domo, formaba un triple muro alrededor de las tribunas que se habían levantado para las familias patricias de Colonia. Era imposible transitar por las calles inmediatas. La policía, a pesar de toda la severidad prusiana que la distingue, no podía luchar con las avalanchas del pueblo que se lanzaba sobre sus agentes, ávido de curiosidad por presenciar la ceremonia, y sobre todo, por ver a sus príncipes y al cortejo numeroso de reyes y soberanos con que la comitiva imperial debía concurrir a la fiesta. Se temía desórdenes, y aun se había anunciado que la de los católicos respondía a una plaza perfectamente preparado con el objeto de pifiar   —303→   públicamente a los principales promotores de la fiesta. Pero nada de esto sucedió. Como en toda aglomeración de multitudes, hubo verdaderas batallas y luchas, atropellos y accidentes de todo género, pero el sitio de la ceremonia había sido prudentemente circundado por la línea de las tribunas, y a ellas no entraban sino aquellos con cuya cooperación se contaba.

La familia imperial, desde el emperador hasta el último de los nietos, se había hospedado en Brühl. A las diez y media se hicieron sentir en las calles inmediatas a la basílica, gritos y voces numerosas que saludaban la entrada de la comitiva a la ciudad. El cortejo penetró en la catedral por la puerta principal, y asistió al tedéum que se celebraba. Sobre la misma plaza y enmedio de las dos grandes tribunas, se había construido un pabellón enorme donde los soberanos de Alemania debían suscribirse el acta de la terminación del templo. El frente estaba destinado a las diferentes autoridades municipales y a las corporaciones civiles de la ciudad.

A las once, las puertas que dan sobre el Domhof se abrieron y la comitiva apareció. Mi curiosidad era provocada más por el pueblo que por los monarcas. La fisonomía del rey Guillermo, del príncipe imperial, del príncipe Federico Carlos, nos es conocida por sus retratos, y en Alemania es imposible dar un paso sin verlos en yeso, en bronce en cera y hasta en madera. Pero ese pueblo no parecía satisfecho con los retratos y buscaba a todo trance el medio de mirar los originales. Los reyes se ven siempre como cosas raras; tienen mucho de teatral, y la plebe de todas partes del mundo sabe que el verlos no es una ganga que se presenta todos los días. El rey Guillermo apareció con la emperatriz Augusta del brazo. Él, un anciano de aspecto adusto, rígido, como un viejo granadero   —304→   de Federico, da a conocer que ha sido un lindo hombre en su tiempo. Ella, que según las malas lenguas de los colonenses frisa en los setenta, representa treinta y cinco, a la distancia. Esta dama, empeñada en reproducir a la princesa de los Ursinos, en la corte de Alemania, parece tener los secretos de la eterna juventud, y, según las mismas malas lenguas, posee tesoros y medios milagrosos en su boudoir con que sale casi siempre vencedora en sus luchas con las injurias del tiempo y de los años. Así, he oído decir en Colonia, que la emperatriz de Alemania de no tiene otro cutis que una antigua cubierta de albayalde que se fijado permanentemente en su rostro. Sobre ella, como sobre un muro, el arte imita todos los frescos imaginables. Un día las rosas animan aquella máscara que no puede sonreír de temor de una factura, otro día la palidez conviene a aquel rostro sobre el cual hace tiempo que ha dejado de circular la sangre. La murmuración va aún lejos; se dice que el busto de la emperatriz es de cera y que la banda anaranjada que corresponde a las familias reales de Alemania, lo cubre directamente de las miradas de los curiosos, realzando las formas del artificio.

A todas estas malas lenguas alemanas que murmuran de la belleza respetable de Augusta, se les podría recordar el soneto célebre de Argensola. El hecho es que en la Corte y entre la nobleza misma, la emperatriz no goza de la simpatía de que goza el emperador; y como un extranjero, con una pregunta discreta, puede explorar las opiniones y los sentimientos y a mí me ha sido fácil averiguar que la Prusia no quemaría un cartucho para hacer una salva a su soberana. En cambio, es difícil encontrar hombres más gallardos que los príncipes de la familia imperial; y aunque Bismarck haya dicho que la princesa Victoria de Inglaterra ha contribuido   —305→   a degenerar la raza de los Hohenzollern, los prusianos tienen que reconocer que su futura emperatriz cualesquiera que sean las extravagancias inglesas que la distinguen, es una bella mujer y una madre virtuosa, mientras que el príncipe imperial, si puede enorgullecerse de su rara belleza física, no puede rivalizar con las virtudes domésticas de su consorte.

La Confederación Alemana, con excepción del rey de Baviera, estaba representada en la inauguración de la catedral por todos los soberanos de los estados que la componen. Ninguna nación de Europa tiene más reyes, más príncipes, que el imperio alemán, donde cada uno de los grandes soberanos y de los señores de los pequeños estados, ejercen todavía el gobierno de sus provincias con los mismos títulos con que lo practicaban en los tiempos pasados.

El imperio había convocado además a todos los grandes dignatarios de la Prusia y sólo faltaba el príncipe de Bismarck, cuya ausencia no se me ha explicado satisfactoriamente. Alrededor de la Corte se agrupaba un sinnúmero de oficiales y jefes de todos los cuerpos del ejército, entre ellos Moltke, a quien el pueblo aclamó con tanto entusiasmo como a su emperador. Sencillamente vestido, con aquella cara de vieja que lo caracteriza y lo hace parecer insignificante, si se prescinde de su hermosa cabeza, preparada de una manera admirable para abarcar íntegramente el complicado mecanismo del ejército. A un lado, un sinnúmero de militares vestidos con un lujo deslumbrante; los coraceros de blanco, con sus cascos dorados y relucientes; los húsares de todos los colores, verdes, granates y azules, ostentando sus uniformes pintorescos y extravagantes; los ulanos, los célebres ulanos de 1870-71, ágiles y elásticos, con sus trajes calzados   —306→   como un guante; los oficiales de línea, con sus cascos terminados en lanzas como pararrayos, y mezclados entre la muchedumbre, un sinnúmero de soldados, tan elegantes como sus oficiales y tan buenos mozos como el príncipe imperial.

Cuando el emperador y la emperatriz con todo el cortejo imperial y real, ocuparon el pabellón que se les había preparado en la plaza de la Catedral, toda la concurrencia de las tribunas, que no bajaría de cinco mil almas en ese momento, prorrumpió en hochs repetidos que atronaron los aires. Guillermo rigurosamente vestido en uniforme, saludó militarmente a sus súbditos y tomó asiento en su trono. El gobernador de la ciudad de Colonia dio lectura del acta levantada con motivo de la conclusión de los trabajadores del templo, y enseguida ella fue firmada por todos los monarcas y príncipes, desde el emperador hasta el último de los soberanos que habían concurrido.

El acto de las Armas despertó entre los concurrentes de las tribunas una curiosidad singular. Todos llevaron sus anteojos a la mesa sobre la que el rey Guillermo debía poner su rúbrica. Este se sacó tranquilamente los guantes, los puso a un lado y tomó la pluma. Yo observaba al público en ese momento. Un murmullo de comentarios llegaba a mis oídos: uno comunicaba a otro más alejado del buen sitio, el momento solemne en que la firma iba a ser puesta; las señoras devoraban con los ojos la escena; alguien que estaba a mi lado en ese momento, pretendiendo adivinar en tal movimiento de la mano del emperador las letras que formaba, repetía en voz baja la palabra que se escribía en ese instante a una cuadra de distancia. En fin, el último rasgo de pluma fue hecho, y uno de los grandes momentos de la ceremonia había pasado. Firmaron enseguida el príncipe imperial y la emperatriz y después   —307→   todos los otros príncipes y reyes de la comitiva. Cuando el acta quedó suscrita por todos, el emperador se adelantó y leyó un discurso que fue saludado con vivas muestras de entusiasmo. El acta fue puesta en manos de las autoridades de la ciudad y un delegado de ellas subió a la cúspide de la torre, donde se había dispuesto una urna en la que debía depositarse el documento que certificaba la inauguración de aquella obra del arte ojival, en cuya construcción se han empleado más de siete siglos.

Cuando se puso la última firma y el pliego fue enrollado por el burgomaestre, todas las miradas se dirigieron al águila que dominaba el frontispicio de la tribuna. La impaciencia que suele dar alas a la imaginación, hizo creer a más de uno que el pájaro se desprendía de lo alto y que tendía el vuelo. La concurrencia con un candor ingenuo no pestañeaba esperando el momento solemne, pero el águila parecía resuelta a no abandonar su cómoda posición. El intervalo que medió entre la terminación del acta y su conducción a la torre, se prolongaba indefinidamente, y cuando todos esperábamos ver elevarse a la mensajera imperial, una bandera blanca agitada repetidas veces en la altura, anunció que el documento histórico había arribado al pináculo, conducido por un valiente, que, en vez de volar como Ícaro, había escalado los quinientos y tantos pies del edificio, sirviéndose de sus piernas. Las esperanzas de ver remontar al águila imperial se desvanecieron.

El estandarte imperial y la bandera roja y blanca de Colonia fueron enarbolados en las dos torres; y los fuertes de la ciudad saludaron la terminación de la ceremonia con una salva de ciento un cañonazos, que atronaban los aires, y unían sus detonaciones a los gritos de júbilo del pueblo y al   —308→   grave eco de la campana que sonaba en la torre repicando acompasadamente. La familia imperial y los diferentes soberanos que la acompañaban, tomaron de nuevo sus carruajes entre un océano de cabezas humanas. La comitiva se dirigió a Brühl, donde debía tener lugar el banquete de estilo, y el pueblo quedó entregado al más completo regocijo.

Por la noche la ciudad fue profusamente iluminada. El puente colosal que une a Colonia con Deutz, alumbraba desde sus altas columnas, con dos grandes lámparas eléctricas, el domo que domina majestuosamente la llanura en que se levanta la capital de la baja Alemania. Una noche espléndida de luna inundaba la escena con sus resplandores, y producía un extraño contraste con la iluminación a gas y con los grandes fuegos de Bengala que coronaban las hermosas y típicas torres del Hotel de Ville y de la Iglesia de San Martín. El pueblo recorría las calles con músicas y cantos, y las plazas eran estrechas para contener a la muchedumbre que se aglomeraba en ellas. Banderas de todas las naciones, exceptuada la bandera francesa, guirnaldas de flores, estrellas de luz y faroles venecianos, adornaban el frente de los edificios. Una que otra casa, muy rara por cierto, perteneciente a algún católico recalcitrante, representaba, con sus puertas y sus balcones herméticamente cerrados la protesta de los descontentos.

Pero en cambio, el entusiasmo era tanto, que las muchas manifestaciones de los clericales se perdían en la indiferencia clerical. El gran monumento al rey Guillermo III que domina el centro de una de las plazas principales, era otro de los puntos de reunión popular, y como en el actual imperio alemán se levantan estatuas a los personajes vivos como en tiempo de Augusto, los monumentos del rey Guillermo y del príncipe de   —309→   Bismarck, que habían sido coronados ambos con guirnaldas de roble, se levantaban también enmedio de la muchedumbre, demostrando al pueblo que sus soberanos y sus señores han hecho todo lo que es necesario para su gloria, hasta la obra de la posteridad.

El 16 tuvo lugar un gran cortejo histórico. Si con motivo de una ceremonia patriótica se hubiese invitado a tomar parte a las principales familias de Buenos Aires, desde los graves padres de familia hasta las alegres muchachas de dieciocho años, nadie habría aceptado la invitación entre nosotros, excepción hecha de tres o cuatro tontos que se habrían extasiado ante la perspectiva de vestirse teatralmente. En Colonia, los nombres patricios se han disputado el honor de representar un papel en el cortejo del 16 de octubre. Un lujo excepcional se había empleado en la confección de los trajes, y sobre todo, lo que llamaba alegremente la atención era la exactitud con que estaban interpretadas las distintas épocas históricas. Me hacía sonreír el ingenuo candor con que algunas señoras y caballeros desempeñaban sus papeles. En Bruselas, con motivo de las últimas fiestas en que celebraron los cincuenta años de independencia de la Bélgica, no fue posible reducir a ninguna de las familias principales a jugar un papel en la procesión histórica. Fue necesario reclutar comparsas en las calles y en los teatros, y delegar en ellas el honor de desempeñar las grandes figuras del cortejo. En Colonia, desde la madrugada, los pajes estaban vestidos con los blasones de sus señores; los cetreros recorrían las calles con halcones embalsamados, y seguidos por la cuadrilla de monteros que conducían a su turno los perros d'élite de la comitiva de caza; los heraldos vestían sus grandes corazas y andaban sofocados bajo el peso formidable   —310→   de sus cascos; los antiguos ciudadanos de Colonia con sus trajes del siglo XIII, en vez de provocar la risa, como habría sucedido entre nosotros, la admiración de todos los espectadores. Reinas, princesas y grandes damas vestidas con riquísimas telas antiguas, cabalgando en hermosos bridones, se reunían en las calles y se incorporaban, poco a poco, a la gran procesión. En ella estaban representados los antiguos señores de Colonia, sus magistrados municipales de la época en que fue una ciudad libre, y los del tiempo en que fue la capital de la liga anseática; la burguesía, el clero, las clases obreras, y el pueblo, repartido entre los diferentes gremios sociales. Y por último, para que nada en la historia local de la ciudad, la época presente, representada por diputaciones del ejército alemán compuestas de soldados prusianos, wutemburgueses, bávaros, sajones, etc., y por dos piezas de artillería moderna, ¡la suprema razón de los pueblos!

El cortejo desfiló delante de la comitiva imperial, precedido por un cuerpo numeroso de heraldos que anunciaron su entrada en la gran plaza del Domo, y siguió por las calles principales de la ciudad enmedio de músicas militares, cuyos aires a su vez los himnos que ha cantado Colonia en sus distintas épocas históricas. En el centro de la procesión, custodiada por el arzobispo de Colonia y por el emperador Federico Barbarroja, era conducida la urna dorada que, según la tradición, encierra los restos de los tres reyes magos tomados por esto emperador en el asalto de Milán a mediados del siglo once. Conrado de Hochstaden, el fundador de la catedral, tipo histórico y sumamente popular en Colonia, era representado por un caballero que a pesar de sus cuarenta años cumplidos, experimentaba la satisfacción de un niño al   —311→   verse convertido en aquel hijo famoso del siglo XIII; y por último, la Germanía perfectamente interpretada por una matrona patricia, sobre su carro triunfal y empuñando los colores imperiales, llamaba a su alrededor a todos los grupos de aquel cortejo destinado a representar la reconstrucción del gran imperio del norte y la unión de la Alemania.

La fiesta ha sido una verdadera novedad, y la excitación y la curiosidad que ha despertado en toda la Europa son la prueba más evidente de su importancia. Colonia tiene razón de estar orgullosa de su imponente basílica, rival de la catedral de Milán y la de Burgos en armonía y elegancia. Sus autoridades católicas no han sido restablecidas; de modo que la terminación de la obra ha sido festejada por judíos y protestantes, por el imperio y por todos los reyes de la Alemania, no como un monumento religioso, sino como un triunfo del arte. Por eso es que los grandes ingenieros que se han sucedido los unos a los otros en la labor constante del templo, los muertos y los vivos, han sido objeto en estos días de grandes manifestaciones, y los primeros poetas alemanes han celebrado el renombre de los viejos maestros del siglo XIII y la gloria de Ahlert, de Zwirner y de Voigtel, que en este siglo han conseguido colocar la última piedra de la magnífica catedral gótica.

Escribo a escape y apenas tendré tiempo para tomar el tren y llegar a Saint Goar esta noche. Estoy postrado de cansancio: hace hoy 28 días que ando vagando por la Alemania, como el oso del poema de Heine, y necesito descansar de mis peregrinaciones. Vuelvo al Rhin, donde he dejado tanto recuerdo cariñoso y tan dulces como buenos amigos.



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ArribaAbajoPolítica Europea

París, 31 octubre de 1880.

Ahora cien años la Europa estaba en plena revolución. Hoy, en el último quinto del siglo XIX, el espíritu revolucionario vuelve a hacer una nueva tentativa. H. Taine ha rasgado el velo que cubría la tradición fantástica de la Revolución Francesa. Los fanáticos no lo han creído; los convencidos han dicho que su libro es una mala acción. Jamás la Francia dio a luz un libro más sano ni más trascendental. Si la revolución la inflama de nuevo, el libro de Taine será un ejemplo vivo que le mostrará el camino que debe seguir para no caer como antes en el desorden y en el fanatismo políticos.

Los síntomas revolucionarios se manifiestan en todas partes. Ni la Inglaterra se salvará esta vez de la tempestad. Irlanda hierve ya como un volcán, y la política liberal trata, en vano, de amordazar a los agitadores. La comuna debate en Francia sus principios y proclama sus delirios a la luz del día. Pero la Francia es una nación singular, única y curiosa. Está rica como nunca, y por sus campañas y ciudades diríase que corre el Pactolo. Hasta la fabulosa contribución de guerra de 1871, constituye una California para los tenedores de sus   —314→   títulos. Decididamente el príncipe de Bismarck hizo un mal cálculo. Entretanto, la Alemania está fuerte, pero el pueblo está pobre. En todo el vasto imperio del norte no hay un pedazo de tierra como el mediodía de la Francia. El aumento de la riqueza pública en este país inquieta al canciller. Francia puede mantener un millón de hombres sobre las armas. Es un lujo que paga con su eterno buen humor. El ejército prusiano agota el sudor del pueblo y su conservación es un arduo problema. Se reproduce la extraña leyenda mitológica del gigante que se alimenta con su propia sangre. Austria está pobre y decrépita. Se lacera para conservar el antiguo renombre de su imperio. Rusia lucha con el nihilismo, y toda la tremenda policía del Zar no alcanza a sofocar el germen de esa extraña plaga, de la amenaza. Italia está purificada por la libertad, y no naufragará en la revolución.

La revolución está en el corazón de toda la Europa. Tiene que estallar para producir el equilibrio definitivo que sigue a todo cataclismo. No vendrá con teas vengadoras como ahora cien años, pero vendrá. Todas las naciones la observan; unas la combaten tenazmente, la sofocan, las oprimen; otras piensan sólo en encauzarla, y éstas son las más prudentes porque comprenden que ella es inevitable. Y al lado de la revolución que cada nación de Europa lleva en su seno, la guerra exterior se cierne como un presagio, y el predominio europeo es un ideal para cada potencia que lo pretende. Nuestros violentos sentimientos políticos son un idilio al lado de la gran tormenta que se forma en el viejo mundo. Nuestros pueblos son pueblos felices, porque todavía no han sido presa de las arduas cuestiones sociales que carcomen a las grandes ciudades de la Europa y a sus campañas. El progreso   —315→   material, engendra aquí la barbarie, al mismo tiempo que la civilización. Del seno de los grandes centros industriales y manufactureros, surgen verdaderos monstruos que atentan contra el orden social, delirando con las formas más amenazantes del fanatismo. Nosotros no conocemos el socialismo porque las ideas sobre la propiedad son en nuestro país claras y netas. Aquí son oscuras e indefinidas para muchos, y un problema para todos. Es necesario leer las extravagancias insensatas de Félix Pyat y examinar las tendencias disolventes de los agitadores irlandeses, y para hacerse una idea de lo que es la anarquía social. ¡No se concibe nada más brutal ni más absurdo! Y esto se nota hasta en Inglaterra y en Francia, donde la libertad es hay un culto y donde predicar el desorden es un delito, porque en ninguna otra nación de la Europa el derecho de hablar y de escribir es más respetado que en estos dos países.

En el mes de julio yo anunciaba las dificultades en que se vería envuelta la Inglaterra con motivo de la victoria electoral de los liberales. Observé la alianza ilógica y heterogénea que el partido whig había realizado con las fracciones independientes del parlamento. Noté, en fin, los sacrificios, de opiniones y principios propios, que Mr. Gladstone se había visto obligado a hacer para vencer al gabinete tory . He tenido la suerte de acertar, lo que no es poco, para el que pretende adelantarse al porvenir; y la satisfacción de ver una profecía realizada me anima a hacer otra. No pasaran muchos meses sin que Beaconsfield vuelva al ministerio y Mr. Gladstone a la oposición. Desde luego, el gabinete whig ha faltado abiertamente a su programa. Ha provocado la tempestad interior y no ha sabido conjurar los conflictos del exterior. El tratado de Berlín había devuelto a la Inglaterra su vieja preponderancia   —316→   en el continente. Fue un triunfo diplomático capital de lord Beaconsfield. La Rusia satisfizo todas sus exigencias; la Turquía abandonó su actitud inquietante. Los negocios políticos y militares de la India recibieron el impulso enérgico de un espíritu valiente que conocía el pueblo que gobernaba, parecía que la Inglaterra volvía por sus tradiciones. Hasta su poder militar en el continente fue motivo de grandes alarmas para la Alemania, la Austria y la Rusia. Disraeli demostró que la Inglaterra podía poner un ejército de 600.000 hombres en Europa y que ese número se extendería sin dificultad. Sus escuadras, sus medios de transporte, exhibieron al coloso en Portsmouth y en los otros puertos del Reino Unido. El tratado de Berlín fue la prueba de su grandeza y del espíritu de justicia que la anima; la Rusia cedió, y la Alemania y la Austria, aunque interesadas vivamente en la cuestión, representaron el papel de coadyuvantes y dejaron hacer según su gusto al representante indomable de la Gran Bretaña.

Hoy la cuestión de Oriente que Mr. Gladstone prometió contrariando absolutamente la política tory , es un acceso difícil de operar. La Inglaterra representa en ella un papel que no tiene nada de satisfacción. Anteayer en un gran banquete político que ha tenido lugar en Taunton, el marqués de Salisbury ha dicho más, refiriéndose a la demostración naval, ha declarado que ella ha puesto en ridículo a la Inglaterra, sin obtener hasta ahora ningún resultado. En efecto, las potencias y especialmente la Inglaterra, han estado siendo la mofa del Sultán y de los albaneses. La entrega de Dulcigno al Montenegro se posterga todos los días, y la formidable escuadra con que se exige esa entrega permanece impasible como un fantasma delante de los turcos y de los albanos, ricos en   —317→   mañas y en astucias como Ulises. Las declaraciones de Francia, Alemania y Austria han quitado por otra parte, toda su eficacia a la demostración naval. Estas tres naciones están apenas representadas en la flota combinada, y han declarado que no entrarán, por ningún motivo, en las vías de hecho. La Italia guarda reserva sobre su actitud. La Rusia, como es natural está interesadísima en disparar el primer cañonazo; y la Inglaterra con diez naves, de primer orden, representa en definitiva, según la cáustica expresión de un diario conservador, el papel poco honorable de gendarme de las naciones de Europa.

Pero el pueblo es sabio, es noble allí, y sabe volver sobre sus errores. El gabinete liberal pasa en estos momentos, por todo género de angustias. La opinión pública ha comprendido su ineficacia y en favor de los vencidos. Si la reina disolviera todas las fortunas whigs , derramadas en los círculos electorales, no evitarían que Mr. Gladstone sufriese una derrota estruendosa. Desde junio hasta la fecha, todas las elecciones parciales que han tenido lugar para integrar el parlamento, han sido ganadas por el partido conservador. El partido liberal está abatido y desanimado. La alianza facticia que celebró con los homes rules , ha sido rota públicamente, con motivo de los sucesos que se desarrollan en Irlanda en estos momentos. Ha predominado, como era natural, el espíritu inglés, altamente conservador, aunque los whigs ocupen el gobierno. La liga agraria a cuyo frente se encuentra Parnell, miembro del parlamento, ha producido ya todo género de escándalos, desde el motín popular hasta el asesinato. Esa Irlanda es la pesadilla de un siglo que agita a los grandes hombres de estado ingleses. La liga agraria es un motín, nada más que   —318→   un motín, contra el gobierno, contra la nación, y contra las instituciones británicas. Si se cree lo que pregonan las declaraciones irlandesas y algunos diarios socialistas de Francia que, por el hecho de predicar el desorden social, se consideran hermanos de causa, diríase que el despotismo y la crueldad de los señores de Irlanda, sostenidos por el gobierno, pesa como una maldición sobre los desgraciados ocupantes de la tierra. Es necesario darse cuenta de lo que son los ocupantes de las pequeñas fracciones de terreno en Irlanda, y aun más, de los especuladores políticos que explotan su ignorancia, y que dirigen sus odios y pasiones.

En relación a lo que producen la Inglaterra y la Escocia, la producción de la Irlanda es mínima. Como en todos los países en que el suelo alimenta a sus hijos, la Irlanda le exige en muchas partes lo que la tierra no puede darle. De aquí el hambre y la miseria en muchos de los condados. La miseria engendra el desorden social en todos los pueblos; y la sabiduría de las instituciones inglesas no es bastante para evitarlo. En Francia, la propiedad, a pesar de las protestas de los energúmenos del comunismo, constituye la dicha, la felicidad y la satisfacción de la familia, porque la tierra es opima. Por eso el francés no emigra; la Francia se basta para todos sus hijos. En Irlanda, la absurda pretensión de los agitadores de ocupar y hacer producir una tierra rebelde y mezquina, dividida hasta lo infinito, les inspira el odio contra el usurpador. Pero es que la tierra, en manos del pobre, no sólo no produce allí nada, sino que no basta ni aun para salvar de la miseria a la familia que la ocupa. Y a medida que este estado se prolonga, la situación se hace cada vez más crítica. El ocupante de la tierra se dice su dueño único, porque pretende que es él quién ha transformado el suelo   —319→   del estado natural y primitivo en que lo recibió poniéndolo en condiciones de producir. La verdad es todo lo contrario; el pequeño agricultor ha agotado las fuerzas de la naturaleza en el área reducida que labra. Pretende ser propietario y falta lo elemental, la propiedad. Porque la propiedad no es la lonja, árida, arcillosa, diminuta, de tierra fatigada y flaca, que no tiene fuerza para reventar la simiente en su seno. La propiedad no existe sin la producción que mantiene a su señor y enriquece, con su excedente, la comarca. Entretanto, los irlandeses que podrían encontrar en los jornales el medio de subsistir, se resisten enérgicamente a cambiar su absurdo derecho de propietarios, por la evidente felicidad, que les promete el pago exacto de un salario, cuatro veces más crecido que la pretendida renta con que creen contar. La tierra en mano de los capitales puede ser puesta en benéficas condiciones para la producción, y en esa transformación saludable, todos encontrarían la subsistencia, y la felicidad. Pero es en vano. Los especuladores políticos y los declamadores de que la Irlanda tiene el privilegio exclusivo de surtir a la Gran Bretaña, echan fuego a la hoguera. La ignorancia asesina, la astucia explota, y se predica la guerra civil por un clero que parece brotado de la España de Felipe II. Hace pocas semanas que la revolución ha sido abiertamente proclamada en New Ross por los mansos ministros católicos, que, según la frase de un diario, representan a Satanás en el escándalo de Irlanda. ¡Cuántas tormentas puede sembrar, en la ignorancia popular, esa cruzada negra lanzada en las grandes cuestionas sociales que agitan a los pueblos!

La pintura que se hace en Inglaterra del paisano irlandés y del bajo pueblo de las ciudades de Irlanda, no es injusta, ni responde al viejo antagonismo   —820→   que existió antes entre ingleses e irlandeses. El catolicismo ha hecho su obra en Irlanda; el hombre del pueblo y de las campañas es ignorante, brutal, vicioso y holgazán. Hacen sonreír las arengas de Mr. Parnell, de Mr. Healy y de Mr. Redpath, sobre las condiciones de las víctimas del furor oficial . Bajo el ministerio de lord Beaconsfield, los agitadores, que especulan con la ignorancia y las pasiones brutales de un pueblo, no habrían preparado la tempestad sin encontrarse comprometidos en ella, como ha pasado con estos remedos de O'Connell. Mr. Parnell, como un personaje bíblico, se hace escoltar hasta las estaciones por puebladas de agricultores. Mountmorres es asesinado; se pone a precio la cabeza del asesino, pero éste desaparece, como en el seno de un abismo, entre la muchedumbre revolucionaria que lo esconde y lo salva de la justicia. Tengamos presente, nosotros los argentinos, este pequeño escándalo, para que los severos jueces que nos juzgan algunas veces con la autoridad del extranjero, no invoquen como modelo infalible la justicia europea. Nuestras campañas están hoy mucho más tranquilas que ciertos condados de Irlanda; y si todas las naciones de Europa no tuvieran otra cosa que lamentar que el estado político bajo el cual viven, más o menos despótico, más o menos militar, el continente podría descansar de las alarmas continuas que producen en él las profundas conmociones sociales que lo amenazan.

En Alemania la cuestión social y la cuestión política no son menos alarmantes. Existen en las poblaciones de las grandes ciudades elementos de propaganda revolucionaria. El impuesto acosa al pueblo. El gobierno lo ha comprendido y las más halagadoras promesas anuncian una reducción de 14 millones de marcos en el presupuesto de 1881. Desgraciadamente para el Imperio del   —321→   norte, la reducción se opera tomando por base los gastos ordinarios. Pero el príncipe de Bismarck esquilma a su pueblo con los gastos extraordinarios que reclama una nación inmensa, sujeta al más fastuoso rango militar. Nación pobre, la Alemania es fuerte merced a los grandes sacrificios que hace; el pauperismo existe en Silesia, y las comarcas prusianas del norte suelen ser rebeldes a la agricultura, que las pone anualmente a contribución para armar y alimentar al gigante. El socialismo trabaja allí con más justicia y con mayor razón que en Francia. El estado de sitio declarado en Berlín contra los socialistas, se ha extendido a otros pueblos y ciudades de la Confederación, para los cuales la autonomía y la libertad dependen de las resoluciones del Canciller. En Hamburgo, Altona, Wandsbeck, Pinueberg y Lauenbourg, la policía prusiana suprimía el habeas corpus para los sectarios. Este es el primer paso con que se prepara la anexión marítima y comercial de Hamburgo a la Prusia. Dentro de poco tiempo la gran ciudad libre del norte será un barrio de Berlín.

Entretanto, el pueblo alemán no se resigna a la inacción. No renuncia a la propaganda revolucionaria. La prensa, oficial y gubernista, con La Gaceta de la Alemania del Norte a la cabeza, denuncia, ataca y fulmina a la oposición; pero la oposición, desalojada de la prensa por las leyes de la era bismarkiana, acude al libro. Suprimido el libro recurre a la palabra hablada, a la propaganda oral que deja huellas profundas en el espíritu de los discípulos, sin dejar rastro a los espías de la autoridad. Se expulsa a los propagandistas, pero surgen otros que continúan su obra. Se les castiga, pero el martirio político no los arredra. Tenaces y consecuentes, continúan la propaganda llenos de fe en el porvenir. El libro de Boissier La   —322→   oposición bajo los Césares, es hoy de una actualidad singular en Alemania. La parodia de régimen constitucional con que en vano se disfraza el imperio del estado de sitio, levanta en todas partes el espíritu revolucionario. La actitud pacificadora y remisa que la Alemania ha observado en los sucesos de Oriente, da claramente a conocer, que su ánimo no es otro que conservar sus conquistas de 1870-71, sin buscar nuevos lances y aventuras en Europa.

Pero, ¿será esto posible? El engrandecimiento prodigioso de la Francia la alarma con profunda razón. Las convulsiones sociales que se pronuncian en su propio seno, la obligan a vivir siempre vigilante. La cuestión religiosa que se encuentra también a la orden del día contribuye a producir en ella la anarquía popular, que es la peor de las plagas que pueden invadir una nación, cuya política exterior ofrece tantos peligros y dificultades.

Bismarck, comprendiendo los grandes problemas que el Imperio necesita resolver para consolidarse, ha buscado y ha obtenido la unión con la Austria. Siguiendo el viejo sistema de las alianzas que le ha permitido aprovechar a sus coligados y sacrificarlos después para deshacerse de amigos sospechosos, ha impuesto en Viena su política continental. La Austria le sirvió en 1864 para ultimar a Dinamarca. En 1866 le fue fácil vencer a la Austria buscando la cooperación de Italia. Obtuvo en 1870-71 la complicidad de la Austria para batir a la Francia, y hoy no gozaría de reposo de la victoria, si no contase con una nueva alianza. Si se atraviesa la frontera alemana para entrar en Francia por Nancy, diríase que la guerra es imposible. He visto a Metz. Metz no es una ciudad fortificada, es una por todos los rumbos, que contiene diez o doce aldeas, campos en los que se cosecha y que hacen imposible la rendición por el hambre   —323→   y perfectamente fácil la defensa militar. Me dicen que Estrasburgo se encuentra en el mismo estado. En cuanto a Nancy y a Chalons, no es Moltke quien los ha de rendir tan fácilmente en una nueva guerra. Son vastas regiones de terrenos defendidas por fuertes, formidables que abrazan un círculo tan vasto que las muchedumbres de Jerjes no bastarían para circunvalarlas. Hay en Europa cinco millones de hombres sobre las armas. En el último quinto del siglo XIX las grandes naciones no reconocen más derecho que la fuerza, y un espíritu supersticioso podría anunciar que el nuevo siglo abriría su era enmedio de grandes conmociones.

En el horizonte político se adivinan las alianzas que producirán el equilibrio, si la guerra no estalla. La Italia, que hasta hace poco había fluctuado entre la Alemania y la Francia, lógica en sus tradiciones de raza, ha de decidirse por la última. Ella ha comprendido que la Inglaterra y la Francia son sus aliados naturales, y que la Rusia es su aliada necesaria. Las últimas aventuras de Mr. Gladstone en la política de Oriente, la frialdad con que el gabinete francés ha considerado la belicosa actitud de la Inglaterra en Turquía, no han entibiado las corrientes simpáticas que existen entre las dos naciones, y que las vincularán en un porvenir no muy lejano. La Rusia lo sabe y busca en ellas sus ventajas. La Italia, más sincera que la Rusia, no puede separarse de los intereses británicos en el continente, que le aseguran su preponderancia meridional, y comprende bien que Francia tiene con ella algo más que el vínculo interesado de una alianza. El espíritu político y social de los dos pueblos es el mismo. Las ideas democráticas y constitucionales van por el mismo camino en uno y en otro y su éxito los compromete a una   —324→   unión duradera. No será la absurda cuestión de razas la que estalle, sino la eterna lucha entre el principio democrático y los imperios absolutos e irresponsables que predominan en el mundo todavía.

La caída del imperio francés fue un hecho fatal y necesario. Pero todos los profundos dolores de la Francia, ahora diez años, están compensados por su noble restauración. Era el vicio, la canalla, la mediocridad, trepados en el poder, los que la habían envilecido y preparado su caída. Todo lo que se ha escrito sobre el período de Napoleón III no pinta bien a lo vivo esa era de envilecimiento de un pueblo. Y la prueba de ello -una prueba elocuente e irrefutable- es el espectáculo vergonzoso que presenta el partido bonapartista en la oposición. Es un grupo de parvenus quebrados que sobreviven a sus propias miserias. Se befan, se insultan, se enlodan entre ellos, como una partida de malos especuladores descubiertos por la justicia. Hoy están a la luz de París sus hombres, políticos, sus literatos, sus banqueros, su pueblo, en fin, ya que con pueblo pretenden contar los que, el otro día apenas, han reunido dos mil facciosos en el Circo Fernando. ¡Qué mediocridades! En la prensa están representados por el señor de Cassagnac cuyo oficio se reduce a insultar a Gambetta. Gambetta es un noble y elevado espíritu, con el corazón de un patriota y las costumbres de un patricio romano. Ha hecho su culto de sentimiento en Francia; ha contribuido a fundar un gobierno de orden, puro, austero, insospechable. Por más bilis que la prensa bonapartista arroje sobre ese gobierno nunca alcanzará otra cosa que recordar aquellas vergonzosas administraciones del pasado, de las que Le pays era el órgano oficial. La prudencia y la serenidad, con   —325→   que la Francia nueva hace su camino, le abren el porvenir. Ella hará tranquila y sin agitaciones la revolución de este siglo o la del otro. Su rico territorio la salvará de las tragedias de la guerra social; la industria y el comercio crecen aquí como las plantas en los trópicos. París, Lyon, Marsella y Burdeos han pagado todos sus errores, todos sus sacrificios, y el arca milagrosa, llena de riquezas ingentes, no deja de ver ni el rastro siquiera donde la Prusia hundió el puño insaciable para obtener su botín de guerra.

Hay, sin embargo, grandes cuestiones de principios que discutir. Desde luego, la cruzada contra las congregaciones religiosas es una cruzada dura pero necesaria. La existencia de la República la reclama, porque la República no puede consentir que dentro de su propio seno se amamanten los enemigos de su existencia. La ley Ferry ha sido un valiente paso. Roma no puede continuar siendo un segundo poder en los estados católicos. De allí uncen las reacciones que conspiran contra el principio democrático de los pueblos de nuestra raza. En Inglaterra la religión es una institución patriótica y nacional. En Francia pretende ser una institución extranjera. Esa institución se apodera con los jesuitas, del espíritu de la juventud; propaga en sus escuelas la monarquía absoluta; falsifica la historia de la patria; fulmina a los restauradores de la libertad de conciencia; condena a la república y prepara, en el asilo generoso, que ésta le presta, su muerte y su disolución. A un enemigo tan terrible se le extirpa y se le expulsa. Nosotros haríamos lo mismo mañana con el que violara nuestro artículo constitucional que proclama la forma republicana de gobierno. ¿Por qué se extraña que la Francia haga todo lo que es necesario para salvarse   —326→   del naufragio a que la arrastra el pasado?

La educación debe ser el patrimonio del gobierno. Él debe enseñar. Consentir que el enemigo se apodere de la cátedra y de la escuela, es darlo los elementos de exterminio que busca. La actitud asumida por el gobierno de M. Grevy en la grave y delicada cuestión de las Congregaciones, es la que observó Rivadavia en 1823, y la que observaría el pueblo que ve montar la marea: ponerle un dique y detener la marcha invasora del torrente. La Francia nueva será liberal y será republicana a pesar de las declamaciones de ciertos diarios de París, entre los cuales no está de más recordar Le Figaro , especie de monje de la prensa, que acaricia el rosario, compungido cada vez que desaparece una y que el mismo día no tiene inconveniente en levantarse los hábitos para bailar diabólicamente en Mabille , o contar los últimos lances que tienen lugar en el camarín de las artistas de Variétés .

Si la Francia organiza seria y sólidamente el régimen parlamentario, podrá contar con que la campaña republicana que inició en 1872, ha obtenido todo el éxito que anhelaran sus promotores. Durante los últimos ocho meses, el ministerio ha sufrido crisis repetidas. El ministerio irresponsable y puramente personal no representa por desgracia sino al individuo. No sintetiza como en Inglaterra y en Bélgica el sentimiento popular, encarnado en la Legislatura. Mr. Waddington ha desaparecido del gabinete, como ha desaparecido M. de Freyeinet, sin dejar rastro, como simples amanuenses de presidente. La oposición reprueba a Gambetta, la extraña posición política que conserva en la cámara. Los ministros dimitentes se han separado del gabinete porque sus miras estaban en contradicción   —327→   con las ideas de la mayoría legislativa. El principio es perfectamente justo. En el conflicto de los dos poderes, la existencia del ministerio que carece del apoyo parlamentario es imposible. Pero es la cámara, la que debe producir el ministerio y no la elección del presidente como sucede en Francia y entre nosotros. Gambetta debiera ocupar la presidencia del gabinete. Es él el jefe de la mayoría parlamentaria, a él le corresponde el gobierno. Su conducta a todas luces prescindente lo pone en una posición falsa. La cámara y él no pueden representar el rol de simples censores. Bastará una votación contraria para echar mañana por tierra el nuevo gabinete de M. Barthelemy Saint Hilaire, cuyo nombramiento tampoco ha tenido origen en la legislatura. Los amigos entusiastas de M. Gambetta, sin contestar el argumento fundamental que se hace contra su actitud, lo defienden elogiando la suma habilidad de su conducta. Pero esta habilidad produce resultados negativos, M. Gambetta no gobierna, ni deja gobernar, y este es el peor de los sistemas de gobierno.

¡Cuán distinto sería su rol de primer ministro! ¿Quién mejor preparado que él para ejercer un ministerio responsable? ¿Quién con más prestigio en la Asamblea? Quién con más preparación para fundar en la república francesa el régimen parlamentario y armar el único resorte que le falta? Nunca la fortuna ha puesto un hombre más útil y más virtuoso al frente de los destinos de la Francia. Todo el dorado ideal que nos deslumbra a los que amamos el triunfo de ideas liberales, puede ser realizado por él. El ejército se ha purificado bajo la influencia de su palabra y de su propaganda, la sociedad se ha modificado ventajosamente, la riqueza ha tomado un incremento enorme, y la educación y el saber un desenvolvimiento pasmoso. Diez   —328→   años más de política seria y conservadora, y la Francia habrá abandonado todas sus panaceas políticas, todas sus constituciones improvisadas, todos sus delirios generosos pero erróneos del pasado. El gobierno constitucional y parlamentario con los hombres que la gobiernan, la habrá sacado para siempre del periodo revolucionario. Una vez fundado sincera y juiciosamente, no habrá temor de que se derrumbe.

El gobierno de la república francesa, es ante todo un gobierno honrado y honesto. Pero necesita acometer la reforma de las costumbres sociales para virilizar al pueblo y levantar su nivel moral. París no puede continuar siendo una especie de capital del mundo pagano. Aunque es verdad que París es la ciudad más industriosa y trabajadora del continente, es menester observar también que hay en ella muchos elementos de desorden social que pueden corregirse y modificarse. Los desbordes de la prensa canalla se castigan severamente con multas elevadas. Durante el imperio, la invasión de los diarios que imprimían desvergüenzas, era alarmante. En la república tienen un enemigo implacable. Todos los días se castigan los abusos de la prensa contra la moral y las buenas costumbres. Si el sistema se aplicara al teatro y al romance, la literatura canalla recibiría el último golpe. ¿Y por qué no ha hacer cuando el gobierno dispone de todos los medios necesarios para librar la campaña contra los expendedores de inmundicias impresas?


La resolución de las grandes cuestiones sociales y políticas que agitan a la Europa, corresponderá tal vez al otro siglo. Una parte de las cuestiones del viejo mundo pueden ser resueltas por la América, que abre sus anchos y fecundos senos a la inmigración.   —329→   Los agitadores irlandeses, por ejemplo, en vez de conmover la solidez de las instituciones británicas con sus diatribas y provocaciones, debían señalar a las turbas indisciplinadas que acaudillan y encolerizan con su palabra el camino del nuevo mundo. La inmigración de Alemania ha contribuido a aumentar en una proporción considerable la población de los Estados Unidos, y las familias cuya subsistencia era un problema en la patria, gozan hoy de la felicidad y del bienestar que producen la propiedad, el trabajo y la libertad.

Si entre nosotros surgiera un hombre audaz y enérgico, que se lanzara de lleno a estudiar lo incompleto, lo primitivo y hasta lo absurdo de nuestro sistema de inmigración, que observara las enfermedades sociales que aquejan a muchos de los pueblos de Europa, y sobre todo, que pensara en que sólo la República Argentina puede competir en la América meridional con los Estados Unidos, en el aumento gradual de su población, ese hombre alcanzaría la inmortalidad. En cincuenta años podríamos tener ocho millones de habitantes. Esa suma, que parecerá exagerada a los tímidos, es mirada como modesta en Europa por los que echan una ojeada sobre nuestra carta geográfica y la naturaleza opulenta de nuestro suelo.

Nosotros con ocho millones de habitantes, podremos contemplar tranquilos los misterios que el siglo venidero guarda para los destinos de la Europa.



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ArribaAbajoCrónica Parisiense

París, 12 de noviembre de 1880.

¡Se fue el verano! La primera nieve ha blanqueado ya los techos, y París se recoge en los teatros y en los cafés. La crónica, de 5 a 6, se anima en Bignon y en el Café de París. Puede verse a esas horas a Aureliano Scholl que vuelve como un pájaro al nido, contento de haber tomado un rayo de sol. Los equipages regresan del bosque, airosos los caballos, desvergonzados los cocheros, indolentes, entre sus pieles, las Aspasias de esta ciudad pagana. La feria de las vanidades se exhibe en el boulevard. Pobres y ricos andan confundidos los unos con los otros. Al ver este cuadro he podido apreciar la brillante verdad con que están escritas algunas páginas del Nabab , y aquellas, sobre todo, en que M. Joyeuse , vuelve de su escritorio a su feliz y modesta casita, cuando el coupé del duque de Mora se cruza con el caballo fogoso que monta Felicia Ruys , la reina del mundo parisiense. Los pueblos antiguos profesaban un culto fantástico por ciertos seres repugnantes de la creación. Las mujeres egipcias solían llevar consigo un ratón o un gato, como parte de su toilette. Si algún día -quiera Dios que nunca llegue- París se momifica, los arqueólogos han de enseñarnos el cuerpo de   —332→   las parisienses dibujado graciosamente bajo sus ropas collantes , y a su lado, la momia diminuta de un perro cuyo esqueleto hace intrigar a las generaciones futuras por la exigüidad de su desarrollo. No se concibe aquí una mujer elegante, del medio o del gran mundo sin su terrier liliputiense; un ser mortalmente antipático, con una carita repelente y demacrada, la nariz respingada, parado sobre sus patas de araña, insoportable ladrador, mezcla, de mono y de gato, el raquitismo de los terranova y la parodia del bull-dog , que va siempre asomado a la ventanilla del coupé , mirando desde las faldas de su ama, con un desprecio inaudito, el mundo que pasa. Esos perros son insoportables. Son falsificaciones, adulteraciones de la naturaleza. Reduciéndolos en su desarrollo físico a fuerza de drogas y de medios artificiales, han logrado formar esa raza abyecta, en la que todos los nobles instintos del más noble de los animales, han desaparecido.

Verdad es que la moda ha vaciado el área de Noé sobre la toilette de la mujer del día. El pequeño chanchito del porte veine , ya no satisface a las supersticiosas. Como las ñustas peruanas -semejanza singular- la parisiense lleva todos sus dioses lares colgados en los aros innumerables de sus pulseras. La otra noche, no más, una muchacha a la moda llevaba en el teatro, suspendidos en su pulsera, elefantes, ratones, conejos y rinocerontes de oro, de ágata y de plata, y entre ellos -¡Oh colmo de la extravagancia! -un títere, que movía las piernas y los brazos entre aquel rebaño, suspendido... ¡La griega profana!

Esa pléyade ateniense que vive en el boulevard, que se inspira en él, que hace el drama, la comedia.   —333→   el poema y el diario en medio de la calle, la encontraréis en todas esas hojas ligeras que el esprit parisiense echa todos los días a la hoguera. El Fígaro y el Ruy Blas cuentan esa crónica. El primero, sobre todo, en medio de la santa indignación que le produce la ejecución de los decretos de marzo contra las congregaciones, no se olvida nunca de batir el comentario sabroso del escándalo social; el adulterio, tema obligado, le agrada, le deleita, lo edifica. ¡Con qué fruición narra el último lance, el feliz engaño del marido, la falta de la mujer, la actitud brillante y simpática del amante! El otro, más desnudo de formas, gusta llamar las cosas por su nombre, y circula como un gamin que proclama desvergüenzas. ¡Por Dios! ¡que tiene razón la honrada república al hacer una cruzado, contra esta nueva envenenada literatura que amenaza dar en tierra con todo lo bueno, lo bello y lo verdadero! El Fígaro es como Tartufo, jalso y audaz cuando no necesita ser manso e hipócrita. Hombres de talento de mucho talento los que lo escriben, son tanto más culpables cuanto más carecen de escrúpulos. Alberto Millaud, el más espiritual de sus colaboradores, después de Wolff, que tiene para la sátira política la fecundidad y la verbosa improvisación de Barthelemy, es uno de los autores de la Femme a Papá que el anuncio del Varietés mantiene desde el año pasado; una herejía donde el público ríe homéricamente del chiste grueso y procaz que salpica las situaciones de una orgía. ¡Es tan fácil hacer reír cuando no se conocen los escrúpulos! ¡Oh Rabelais! Los enanos desnudan por completo lo que tú te empeñabas en cubrir para que el público lo descubriese por sí mismo.

Victor Hugo acaba de lanzar su último libro: L'Ane-ya debe haber llegado a Buenos Aires. Tiene los grandes esbozos, líricos del maestro, y   —334→   aquella extraña complexión de todas sus creaciones. Pero Emilio Zola, el padre de la noble familia de los Rougon Macquart, puesto que es el autor de toda su descendencia, ha descargado sobre el libro de Hugo, toda su saña. En su artículo surge la envidia a cada párrafo y en cada concepto, fijándose como la mancha de aceite, que, cuando más se frota para extirparla más resalta. Zola se considera capaz de hacer con el naturalismo una nueva revolución literaria como la del año 30, en la que Victor Hugo quedaría como un desgraciado filisteo, sin nombre y sin gloria en la historia. ¡Inútil esfuerzo! El Fígaro ha dado a luz el artículo de Zola tres o cuatro días después de haber dicho en él Alberto Wolff: «¡No debe nunca atacarse a Hugo! De lo contrario, corremos el peligro de que el día en que nuestros pobres escritores caigan, por la más grande las casualidades, bajo los ojos de la posteridad, ella exclame: «-¿Quién es el imbécil que ha escrito tales cosas sobre la más grande gloria literaria del siglo XIX?» El viejo Girardin, compañero de la guardia con el autor de Hernani , le devuelve estas mismas palabras al autor de Hernani , le devuelve estas mismas palabras al autor de Nana , tomándolas del diario en que éste escupe al coloso. Hugo, es cierto, no es un filósofo ni es un sabio; pero, querer suprimir su nombre y su influencia, en la literatura de nuestro siglo, vale tanto como pretender suprimir la revolución misma que él llevó a cabo. Los libros de M. Zola no sólo no serán nunca indispensables, sino que la Francia habría ganado mucho si no se hubieran escrito.

La novedad más notable de la última semana ha sido el jubileo de la Comedia Francesa. La casa festejaba sus dos siglos con Molière, Racine y Corneille. Francisco Coppée ha compuesto para esa ocasión algunos versos entusiastas y bien tallados, que Got leyó con el título de la Casa de Molière, enmedio   —335→   de todos sus compañeros, los jóvenes pensionistas y los viejos socios. Pero la verdadera pieza maestra con que se ha celebrado el segundo centenario de la Comedia Francesa, ha sido l' Impromptus de Versailles , en la que Coquelin ha interpretado a Molière autor y a Molière cómico, con un talento tan raro, con una flexibilidad tan ágil, con una adivinación tan sagaz, que la crítica se ha considerado desarmada y dispuesta solamente al elogio.

L' Impromptu de Versailles es una pieza de combate. Para admirar su acción, su movimiento, el lenguaje vivo con que están animados sus diálogos y las pasiones que dominan a sus personajes, es menester trasladar el público a la época ardiente en que fue compuesta. No es una comedia ni una intriga dramática que se forma, se complica y se desarrolla como la de la Escuela de las Mujeres o la del Avaro . Es la defensa de Molière mismo llevada a la escena. Es él quien representa al protagonista con su propio nombre y son sus compañeros de teatro los que le acompañan. L' Impromptu es una sátira, una filípica mordaz contra los nobles, contra los envidiosos, contra los cortesanos que pretendieron hacer caer en disfavor al valiente autor del Tartufo. La Crítica de la Escuela de las Mujeres , en que Molière desnudó ante el ridículo a las camarillas que hacían la intriga y la burla contra su pieza, fue un golpe de maza descargado contra sus adversarios. Aquella corte de nobles y cómicos, de princesas y poetas envidiosos y rivales, era un centro de eternos chismes, de enredos, de delaciones, de pequeñas y miserables calumnias. Dos compañías de teatro rivales, que se odiaban mortalmente, al frente de una de las cuales figuraba el mismo Molière, contribuían poderosamente a encender el fuego de aquel infierno en el que dominaban   —336→   todas las bajas pasiones cortesanas. Lo mismo sucedía en la corte de Felipe I y de Felipe IV, donde Quevedo, agresivo y punzante como Molière, marcó en la frente con la sátira, desde el rey hasta el último gentilhombre de palacio. Boursault, poeta mediocre, que cierta parte del público pretendía elevar sobre Molière, creyendo reconocerse en el papel de Lysidas , escribió Le Portrait du Peintre ou le Contre Critique de l'Ecole des Femmes . Luis XIV comprometió a Molière a defenderse de su adversario y de su grupo; y el gran comediante escribió y representó en ocho días su defensa, en la que sus enemigos fueron ultimados con los golpes más amargos del sarcasmo. Voltaire decía de esta pieza, que jamás la licencia de la antigua comedia griega había ido más lejos.

Esta ha sido la pieza oficial con que la Comedia ha celebrado su segundo centenario. Según la crónica, Coquelin ha pasado dos meses estudiando el papel de Molière, y cuando se ha lanzado a representarlo, contaba de antemano con el triunfo. El público era selecto y los jueces severos. Hugo concurrió la primera noche y aplaudió entusiastamente al actor. En los palcos avant-scène, estaban Dumas, Augier y Sardou. Sarcey, con una atención silenciosa, examinaba el curso de la representación, cuyo éxito había provocado grandes dudas y agitaciones. Coppée cosechaba una parte de los aplausos de la noche; es el poeta mimado del Teatro Francés: no tiene lugar en él ningún espectáculo clásico sin que el joven escritor contribuya a darle brillo con sus talentos.

Autores y artistas han rendido culto en las noches de su jubileo al padre de la Comedia Francesa y a la musa trágica de Racine y de Corneille. Pero ¡ay! si en ellas, el Aristófanes francés siempre conserva grandes y sesudos intérpretes, fuerza es   —337→   confesar que el Esquilo y el Sófocles no cuentan con voz ni con gesto dignos del coturno trágico. La máscara que ríe, que se mofa, que lastima y satiriza, no ha caído de la mano de la musa francesa. Ella se ajusta bien a las toscas pero espirituales facciones de Coquelin, al rostro molieresco de Got, al fino y distinguido perfil de Delaunay. Samary, Reichemberg, Mlles. Bartet y Barretta, son de la familia de Mlle. Du Parc y de la misma Mlle. Molière. Satíricas y espirituales las dos primeras, dulces y vaporosas las dos últimas, ellas representan la ciencia cómica francesa en todo su vigor. ¡Pero la musa de voz de trueno, la musa de los bárbaros furores, la que anima el paso salvaje de Pirro sobre el hogar del rey de Troya, y las furias de Orestes , esa ya no hace temblar la escuela francesa! ¡Qué afectación, qué inflamiento vacío y grotesco, aquel con que Mounet-Sully acaba de hacer el Aquiles en la Ifigenia de Racine! Este joven artista que no me hizo mala impresión cuando lo vi por primera vez en el Horacio , me ha hecho perder la última esperanza que tenía de ver renacer el fuego de Talma y de Rachel, siquiera una chispa, en las tablas del primer teatro clásico de Francia.

Yo había concebido a Aquiles bárbaro, melenudo, salvaje. Así eran los héroes de la epopeya helénica. ¡Pero figuraos un actor que entra a la escena con un paso medido y estudiada; que sale como si siguiera el compás de un redoble; que se para como una estatua, que levanta los brazos y mueve el busto con un estudio visible, y cuya fuerza trágica reside en unos ojos enormes, soberbios ojos, que los vuelve y revuelve como si quisiera amedrentar al auditorio, gruñendo siempre y bramando sin conseguir imponerse ni aún siquiera a los niños que lo observan de cerca! Y agregad a todo este aparato   —338→   de gesticulaciones rebuscadas y extrañas, un Aquiles vestido como un gomoso , con casco de oro que parece cincelado por un artista florentino, con una sandalia de la que con razón podría decirse que acaba de salir de una horma de Galoyer o de Goodall; un coturno de comparsa, una ropa corta, lujosísima pero escasa para cubrir los contornos ridículos de la estatua; una, cimera a cuyo penacho parece que ha dado el último golpe de fierro el peluquero afeminado de alguna damisela exigente, y tendréis al joven trágico de la Comedia expuesto al más peligroso de los ridículos.

Verdad es que la Ifigenia es una tragedia fría, monótona y fatigosa. Los versos no la salvan. Aquel Agamenón es la caricatura de la estirpe de los atridas. La acción es falsa, y Racine ha mantenido un combate con la verdad histórica para salvar su pieza. Los personajes hacen el efecto de figuras recortadas que brillan sólo bajo el artificio de las largas rimas de los alejandrinos. Todo es de hielo en aquella acción. Ni el actor puede conmoverse, ni el público puede verse arrebatado por la inspiración del artista y del poeta. Los cinco actos mortales se suceden los unos a los otros. Ulises es un amigo fiel, una parodia de Ulises, Agamenón es un personaje pusilánime ¿Cómo exigirle a Maubant que anime ese atrida, de cera? Ifigenia , en que Mlle. Bartet ha hecho su primera tentativa en la tragedia, no es una creación acentuada, capaz de engendrar un tipo dramático, un personaje indeleble como esos que se llaman Ofelia, Julieta, Porcia , o Cordelia ; y Aquiles , ¡oh! ¡Aquiles es tonto y aburrido como Pan!

Mientras que Molière se inmortaliza, rejuvenece y cada día su genio es más vibrante, más agudo y más nuevo, los dos grandes poetas dramáticos de la gran era clásica desfallecen. «Parezca   —339→   primero la escena trágica -ha dicho Francisco Sarcey, con motivo de la representación del Ifigenia antes de que se profane su repertorio con actores mediocres y deficientes». El agudísimo crítico, devoto del culto de la escena francesa, no osa tocar la llaga. No son los cómicos los responsables del eclipse de Racine y de Corneille, es el siglo en que vivimos, cuyos gustos y cuyo desenvolvimiento literario y artístico, son incompatibles con la estética regular, irreprochable pero fría y falsa, de esos fósiles académicos del cesarismo.

¡Qué fenómeno singular! En Francia, donde las facultades de asimilación son pasmosas, Shakespeare nunca ha sido interpretado, ni su influencia ha formado una escuela nueva de artistas y de escritores. Se lo ha estudiado, comentado y popularizado; pero ni la escena nacional, ni los teatros libres lo han acometido nunca con sus intérpretes. Va sobreentendido que no tomo en cuenta ni el Otelo francés, ni el Lear, ni otros remedos débiles del genio que han hecho su época y que hoy nadie piensa en exhumar. Racine y Corneille que explotaron el teatro griego, que copiaron a Sófocles e imitaron a Esquilo, adoptaron sus formas, usurparon sus personajes, reprodujeron sus leyendas, pero no conocían ni el pueblo, ni las costumbres, ni el carácter de la sociedad griega. Así, todos sus héroes ariengan pero carecen de acción. Shakespeare, cuando mordió un argumento en la historia antigua, lo animó restaurando sus personajes a la acción y a la vida. Por eso es que en Julio César , el discurso que incendia los furores de la plebe, es un rasgo vivo de la sociedad romana de aquel tiempo. Ni Ampère, ni Michelet, ni Boissier en nuestros días, al restaurar los anales de la democracia y del cesarismo, en Roma, han puesto a esa escena un comentario, más sabio o más erudito que aquel panegírico   —340→   necrológico que remueve las pasiones de toda una época histórica. El Julio César es una resurrección. ¡El Horacio , por ejemplo, es una exhibición de personajes puramente líricos y convencionales y un torneo de arengas rimadas!

Comprendo cuantas preocupaciones arraigadas levantaría este debate, si un escritor de notoriedad europea lanzara en la prensa francesa esta poco respetuosa apreciación de sus grandes obras trágicas. Y digo intencionalmente en la prensa, porque es la prensa diaria, ciertas hojas intransigentes, que aceptan toda clase de críticas, menos la profanación de las viejas idolatrías literarias, la que no permitiría a M. Perrin un desaire hecho a los manes de Racine y de Corneille. Pero en el libro y en las revistas el desaliento de los grandes escritores ha anunciado ya el eclipse de los grandes poetas trágicos. Quedarán sus lujosas tiradas para dar brillo a las ceremonias anuales de los Liceos; pero la musa de la tragedia raciniana que busca ávida sus intérpretes sin encontrarlos, se cansará de buscarlos porque, ya su familia se ha extinguido.

Y ahí está la prueba: ni Worms con su dicción irreprochable y su innegable ciencia de artista, ni Mounet-Sully con su arrogancia y sus pretensiones, consiguen levantarla. Mlle. Dudlay es víctima de la crítica inclemente porque su acento vierte mal el alejandrino y porque su acción cae a pesar de todo en la monotonía. Apenas, como una lámpara que se extingue, Mme. Favart lucha con inspiraciones del pasado, y Martel y Maubant, viejos ya pero fieles al culto, defienden obscuramente los penates. En diez años más, las representaciones de Corneille y de Racine serán un acontecimiento. Molière, el eterno Moliere será el astro exclusivo de la escena de la calle de Richelieu;   —341→   y de cuando en cuando el Odeón, que también lucha todavía por el viejo culto, se acordará de Regnard, de Le Sage y Marivaux, que sin llegar al maestro, continuaron con éxito la comedia de costumbres.

Hablando de la comedia y de la tragedia, ¿cómo no hablar del último libro de Paul de Saint Víctor, cuyo primer tomo ha dado a luz Calmann Lévy ahora dos meses? Apenas lo he leído, y no tengo sino la primera impresión de su lectura. Hoy que nuestros diarios traducen algunos de los artículos de la colección de Hombres y Dioses de este estilista parisiense, los traductores podían continuar la serie sacando algunas páginas de Las dos Máscaras. Después de M. Taine, no creo que nadie en Francia haya tratado en nuestros días el género de estos libros con mayor arte que el belicosos autor de Bárbaros y Bandidos. Su último libro es, desde luego un paso serio en los dominios elevados de la estética de la erudición. El plan es vasto. Las dos Máscaras , es un estudio del origen y del desenvolvimiento progresivo de los dos géneros dramáticos «la máscara que ríe y la máscara que llora», casi siempre separadas y algunas veces unidas.

El autor ha abandonado la pluma que bordó a Elena , a Meleagro, a Diana, y centralizando en un volumen toda la pedrería deslumbrante de su estilo, sus frases cinceladas, sus pensamientos originales y nuevos, ha hecho un libro de legítima erudición literaria; uno de esos libros que se leen sin esfuerzo, que enseñan y que alegran el espíritu. He recordado a Taine porque el libro de M. de Saint Víctor me ha hecho, al leerlo, la misma impresión que la lectura del primer volumen de la Historia de la Literatura Inglesa . No creo que sería andar muy lejos de la verdad saludar al autor de Las dos   —342→   Máscaras como a un discípulo del autor de los encantadores opúsculos sobre el Arte .

M. Paúl de Saint Víctor es un profundo y habilísimo observador, de esos que se inspiran oyendo y mirando. Yo aconsejaría al que lo leyese, que bajo la impresión de la primera lectura, penetrara a la Sala de las Escrituras Antiguas del Louvre . Su libro parece hecho con los fragmentos de las obras del cincel antiguo. Él no es un profano en los estudios filológicos, y si no los ha cultivado como Chavée y Max Muller, conoce a fondo sus progresos. La ciencia de las religiones no lo toma de nuevo. Todo su libro denuncia que Bunsen le ha enseñada muchas veces el camino. Él ha atacado con esos elementos y con su estilo eximio, la explicación y la interpretación del politeísmo helénico, y por eso es que, cuando le vemos descifrar los orígenes naturales de Baca, al par de la erudición, encontramos al artista, al cultor de lo bello que sale de la vieja galería, saboreando la majestad sublime de la Venus de Milo y los contornos mórbidos de las otras deidades de mármol, de aquel panteón de fragmentos que la Grecia nos ha legado para confundir la platitud de nuestro siglo.

Baco, por ejemplo, con cuya historia nos inicia el autor de Las dos Máscaras , nos explica cómo es que emanando de las tradiciones rurales, el dios de las vendimias se transforma en el dios de los placeres brutales, en aquel pesado y vinoso personaje del Olimpo romano que viene tarde a incorporarse al séquito de los dioses. Baco tiene algo de Hércules y pretende ser el antagonista de Apolo. La lira y la flauta se disputan el imperio de la primera escena lírica entre los griegos, y las fiestas báquicas engendran el ditirambo y el coro. Thespis es el cómico que sustituye al narrador: nace la acción y junto con ella el teatro.

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Anuncio un libro serio y ameno a la vez. Ni el espacio ni el tiempo9 me permiten dedicarle un estudio sereno y detenido. El lector piense lo que es escribir a escape, robando momentos a los pasatiempos de París. Pero basten estas pocas palabras para anotar la impresión recibida por una lectura saludable.

M. Paul de Saint Víctor se propone continuar su obra con Shakespeare. Todo el segundo volumen será consagrado al estudio del poeta inglés. Lo espero anheloso porque tengo curiosidad de saber cómo se desenvuelve este parisiense refinado, dueño de una pluma que como un buril manejado por un modelador agrupa métricamente sus párrafos, y deposita su página después de haber limpiado los borrones y todas las asperezas que deja siempre la primera mano de obra. El libro sobre Shakespeare, tratado con amor por él, va a revelar una nueva faz de su talento. Las dificultades son grandes. Desde luego M. Taine se presenta a la comparación, sin contar con los escritores ingleses y alemanes que han estudiado al más grande de los poetas dramáticos. Pero M. Paul, de Saint Víctor sabe que tratando Las dos Máscaras , no se puede prescindir de Guillermo Shakespeare. El estudio de la tragedia griega es una introducción; el de la tragedia francesa un tema reducido para tan grandes orígenes. El teatro, sin Shakespeare, sufriría un eclipse; y el escritor que pretendiera hacer un estudio completo de sus progresos, haría un libro trunco si prescindiera de él. El autor de Las dos Máscaras se propone terminar su libro con una materia que desde ahora puede decirse sin vacilar, que será tratada magistralmente, porque ella es el patrimonio del espíritu francés; es la herencia legítima de la raza, desde Molière hasta nuestros días. ¿Quién mejor que Paúl de Saint Víctor puede hacernos un libro sobre   —344→   el teatro francés desde sus orígenes hasta Beaumarchais? Él sólo programa, despierta el apetito de una golosina. Ese será a mi juicio el diamante más puro y más grande de la diadema. Su pluma abordará con amor un tema favorito que él sabe con eterna novedad. Aunque Beaumarchais cierre la serie de sus estudios, el autor puede adoctrinar la francesa de nuestros días. Mucho lo necesita. Las obras de combate han desterrado el drama histórico, y la comedia misma necesita reaccionar las tendencias actuales. La ley sobre el divorcio, fuente escasa y vulgar de inspiración, ¡ha secado tantas otras fuentes de inspiraciones fecundas! Ella ha producido a Daniel Rochat; ella es la réplica de Daniel Rochat con los Grands enfants , que se representa con éxito en la sala del Vaudeville. Ella en fin, va a producir otra pieza de Sardou que vuelve a la carga en nombre de la misma cuestión. Dentro de pocos días se representará Divorçons que tendrá, como su hermana, una vida efímera.

Si M. Paúl de Saint Víctor continuara su libro hasta nuestros días y tratara el repertorio moderno, podría dar lecciones muy provechosas a sus contemporáneos. El teatro francés moderno exige un censor sesudo como él, que lo encamine en la senda de sus grandes destinos. Este es un pueblo consumadamente artista. Se observa aún en los teatros más subalternos de París la inclinación natural, las dotes espontáneas con que el francés se desenvuelve en el teatro. Tiene el genio cómico por excelencia y dispone de un idioma que no tiene igual para hacer vivir los personajes en la escena. Hoy se da en el Odeón un drama de Ponsard, Carlota Corday ; es una acción trazada a grandes y vivas pinceladas, en la que el actor tiene tanto trabajo de creación como el autor mismo. ¡Cuánta habilidad no manifiesta   —345→   cualquiera de esos artistas en las patéticas situaciones del drama! ¡En el Vaudeville, en el Gymnase, en el Palais-Royal, en Varietés mismo, se encuentran actores y actrices eximias, por el talento y la gracia!

Las conferencias literarias, científicas y políticas han comenzado con éxito en la sala del boulevard de las Capuchinas. Coquelin ha disertado sobre el Misántropo , leyendo un estudio sobre esta célebre comedia. Pero la crítica parisiense lo ha manoseado un poco. El artista de la comedia francesa ha demostrado más talento para leer algunos trozos de la pieza de Molière, que para comentarlo, Se le ha observado la falta de preparación de que adolece como escritor, y en buenos pero claros términos se le ha dicho: «representad el Misántropo ; sois tal vez el único actor de la escena francesa capaz de hacerlo vivir en las tablas, pero no en la tentativa de disertar sobre él, porque todas las fuerzas creadoras del comediante no bastan para hacer un crítico.» Pero los Coquelin son incorregibles, y el hermano menor ha contestado a la crítica anunciando una nueva conferencia sobre Molière.

Hablaba hace un momento de la necesidad de una reacción en la literatura dramática, porque nunca se ha hecho ella sentir más, que ante la perspectiva de las nuevas piezas que se anuncian. El Ambigú cuyo solo nombre bastaría para exigirle manjares delicados, ha escogido el más repugnante de todos. No ha bastado la Nana romance, es menester que haya la Nana pieza de teatro; y dentro de un mes, el público concurrirá a aplaudir ese drama de la prostitución. Ya se habla de uno de los actos, el último creo, tomado fielmente de la novela y cortado en lo vivo del cuento, la muerte de Nana. La heroína morirá en la escena de viruelas y mostrará al público su rostro lacerado por esta enfermedad   —346→   terrible. Lo exige así el naturalismo; esa nueva musa que quiere ser tan honrada, que considera un delito o una hipocresía el conservar cerrada la puerta de una alcoba. En nombre de la nueva escuela se abren de par en par los lupanares, y se exponen a las miradas del público las escenas del desborde y de la orgía. Se exhiben los hospitales, las salas llenas de enfermos pestilentes. ¡Es necesario para ser exacto, describirlo todo: el lecho, las ropas, los síntomas y los efectos de la enfermedad! ¡Y M. Zola se escandaliza, como una beata, del incienso que queman los jóvenes y los viejos alrededor de Víctor Hugo!

París es un globo de cristal tallado con prismas diamantinos. Cuando al través del resplandor pálido pero intenso de las lámparas eléctricas, se mira la eterna y nunca interrumpida feria que agita el boulevard, diríase que hay allí algo más que el arte humano para alumbrar esa escena siempre alegre, siempre joven, siempre deslumbradora y atractiva. Comprendo la serena y sedienta juventud gastando la vida y el porvenir en esa vorágine de inexplicables voluptuosidades. El conde ruso, que vuelve pobre y derrotado de la batalla, al invierno de San Petersburgo, el joven que un buen día se vuela los sesos después de haber bebido de un sorbo la copa de Fausto, la mujer que nace y vive allí la vida fugitiva de la flor del trópico, el viejo león que Mora el pasado desde su cuarto, con una temperatura ecuatorial y envuelto entre franelas, son generalmente los epílogos de este drama de París que todos los días termina para recomenzar. Luis Veuillot cuya pluma ha hecho llorar amargas a sus víctimas, ha pintado, creo que en un soneto lleno de candente sarcasmo, a los parisienses. «Vedlos, dice, bajar las gradas   —347→   de la Escuela Normal a lesos valientes atenienses que van a Grecia munidos de ungüentos y drogas; que hablan del valiente contorno de la estatua y que no tienen fuerzas físicas para arriesgar a la intemperie sus miembros ateridos y enfermos».

París ofrece ese tipo, es cierto; pero París es fuerte y es viril también. Hay dentro de él griegos batalladores; y entre los modernos la sana estirpe republicana dará atletas. Sí, los dará. Pero lo que yo quisiera ver en este pueblo ante el cual tengo que declarar rendido mi cariño y mi admiración, es más culto por el ideal: el ideal en la mujer, en la vida y en el pensamiento. Nunca hae sido mojigato, y nunca lo seré, pero el materialismo y hoy el naturalismo son enemigos de la república debe combatir tanto como a las congregaciones.

El culto del ideal hace más feliz a un pueblo que todo el resplandor deslumbrante del materialismo. La lluvia de oro y de plata, de flores y diamantes, que cubre las escenas del teatro en que vuelan esos querubines alados, envueltos en tules y bañados en luz, esas apoteosis de la belleza plástica que a cada momento prepara la ficción, y la noche que protege todos los devaneos, tienen un fin. El alba fría y lluviosa rompe el brillo del cuadro y alumbra una escena mustia de la que han desaparecido todos los encantos. ¡El sueño de Albertus pasa! El más audaz de los poetas mundanos lo ha escrito:

...Albertus sentit fondre

Les appas de sa belle, et s'en aller les chairs.

-Le prisme était brisé.