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Redoble por la historia oficial. Scorza y la recuperación de la memoria perdida

Adriana I. Churampi Ramírez





Y les enseñará a oler la historia en el viento, a tocarla en las piedras pulidas por el río y a conocerle el sabor mascando ciertas hierbas, así, sin apuro, como quien masca tristeza.


Eduardo Galeano                


Corría el año de 1567 cuando un joven de 28 años refiriéndose a un levantamiento de mestizos que pretendían eliminar a las autoridades coloniales para constituirse en nación independiente escribía: «los mestizos rebeldes peruanos habían tomado una imposibilidad como proyecto» (Hernández 118). El joven firmaba como Garcilaso de la Vega.

«Ningún futuro promisorio nos aguarda mientras no seamos capaces de decir "nosotros"» (Pásara 37). Con este comentario lapidante concluía un artículo titulado «Falta el Nosotros», aparecido en la conocida revista peruana Caretas en 1993. El reiterado clamor ante la incapacidad de reencontrarnos como nación sigue presente en el debate peruano. La misma dificultad de pronunciación se extiende al hablar de nuestro pueblo, nuestros gobernantes y abarca también a nuestra historia. En el trasfondo de mi lectura de hoy se encuentra esa misma inquietud, de algún modo abordada por Manuel Scorza1 en sus novelas. Él, lejos de limitarse a la comprobación del hecho, fue aún más allá de la pregunta sobre nuestra historia, para confrontarnos con la siguiente: ¿Cuál historia?



Redoble por Rancas, de Manuel Scorza, es la primera novela de la saga que narra las sublevaciones campesinas libradas entre 1956 y 1963 en los Andes peruanos. En ella se relata la lucha de los pobladores de la minúscula aldea de Rancas contra el avance de un Cerco que va «apoderándose» de sus tierras, sus casas y su ganado. El Cerco no es más que la evidencia de la presencia de la Cerro de Pasco Corporation2. La dimensión personal del enfrentamiento la ponen Héctor Chacón, el líder campesino apodado el Nictálope y el Juez Montenegro, propietario de la hacienda. Los sucesivos reclamos, infructuosos, ante las autoridades conducirán a un enfrentamiento con la tropa enviada desde la capital para proteger los intereses del hacendado, la masacre pondrá punto final a esta resistencia condenada al fracaso.

La pentalogía de Scorza está inspirada en el reguero de resistencia campesina que incendió los Andes peruanos en la década del 60. A lo largo de las cinco novelas se suceden otros hacendados, otras comunidades campesinas, otros líderes, pero el abuso será el mismo, la represión la misma. La única constante está descrita por el protagonista de El Cantar de Agapito Robles:

En los Andes las masacres se suceden con el ritmo de las estaciones. En el mundo hay cuatro; en los Andes cinco: primavera, verano, otoño, invierno y masacre.


(21)                


El acercamiento de la saga scorciana a la realidad no se limita a la relación de las luchas campesinas por la recuperación de tierras; es en sus referencias a episodios históricos del dominio colectivo donde encontramos algunos detalles interesantes que ocuparán nuestra atención. El capítulo de Redoble por Rancas titulado «Presentación de Guillermo el Carnicero»3, nos describe al Comandante de la Guardia Civil Guillermo Bodenaco, conductor de la tropa encargada de reprimir la resistencia sin prestar especial atención a los límites del ejercicio de la violencia. Cuando Bodenaco, con la velocidad que le permiten a sus tropas costeñas los casi 5000 metros s. n. m, se detiene a la entrada del pueblo, leemos: «En ese lugar, algo así como cincuenta mil días antes, otro jefe detuvo a su tropa: el general Bolívar, la víspera de la batalla de Junín4, librada en esa pampa» (213).

Este primer salto brusco es el anuncio de una serie de escenas a lo largo de las cuales desfilarán ante nosotros, acercándose cada vez más hasta confundirse en un relato: los preámbulos de la célebre Batalla de Junín con el avance de las tropas encabezadas por el comandante al «que enloquecía la sangrecita» (212). Nombres consagrados del olimpo patriótico peruano comparten las mismas tierras, los mismos lugares, los mismos paisajes con las «columnas de pesados camiones repletos de guardias de asalto».

[...] trescientos jinetes seguían el trote del doctor Manuel Carranza. Algo así como cincuenta mil días antes, casi al mismo paso, el General Necochea, jefe de la caballería patriota, había avanzado por allí.


(227)                


Los pavonados rostros de los guardias de asalto avanzaban a la Puerta de San Andrés. Algo así como cincuenta mil días antes había cruzado esa entrada la avanzada del general Córdova, cinco días antes que su regimiento fundara en esa pampa la República del Perú.


(Ibid.)                


El General Necochea, el General Córdova, la caballería patriota5, se confunden en cierto momento en la misma oración con los gritos de desesperación y pánico de los campesinos enfrentando su atroz final. Con profunda ironía el narrador intercala comentarios que contribuyen a sumirnos en el desconcierto:

Cincuenta mil días antes Bolívar se había detenido allí la mañana de su entrada en Rancas, Bolívar quería Libertad, Igualdad, Fraternidad, ¡Qué gracioso! Nos dieron Infantería, Caballería, Artillería.


(226)                


Bolívar, el símbolo unificador de la historia nacional, el caudillo y líder indiscutible, marcha, en Redoble por Rancas, junto a Bodenaco, cuyo curriculum no tiene nada en común con la gesta bolivariana. «Durante 6 años el Gobierno de Prado fusiló a ciento seis campesinos. Guillermo El Carnicero o Guillermo el Cumplidor participó en casi todos los "desalojos" [...] Guillermo conocía el oficio» (213):

cincuenta mil días antes, otro jefe detuvo a su tropa en el mismo lugar.

(Ibid.)6                



No podemos reprimir una sensación de desconcierto al comprender que la expresión parece sugerir que la única barrera que distingue a ambos «oficiales» es la distancia temporal. Este paralelo abarca no sólo a Bodenaco sino también a las tropas represoras que avanzan en similares movimientos a la heroica caballería patriota. Esta caballería definió el triunfo en las pampas de Junín, «la antesala de Ayacucho donde se selló en forma definitiva la independencia continental» (Salazar 42). En premio a su arrojada intervención el escuadrón recibió la denominación de Húsares de Junín y se les honró de por vida designándolos como la guardia de honor del Palacio de Gobierno Peruano.

Aún podríamos argüir que nos encontramos ante una similitud de formas, de estrategias militares tal vez, hasta que llegamos al relato del líder campesino Raymundo Herrera en El Jinete Insomne7. Él nos presenta una dramática historia, insuficientemente repasada por la historia oficial. Una historia que se conecta sospechosamente con el clamor que animaba las sublevaciones de los años 60: la recuperación de las tierras usurpadas.

«Hemos vencido a los españoles» declara el espíritu de un comunero muerto que regresa a Rancas. Él, a quien «los enganchadores del general Miller levaron a la fuerza», una vez unido a los patriotas comprendió «que la causa era justa». El triunfo que viene a comunicar a su comunidad ha significado el fin del dominio español «Somos libres y viviremos en una tierra libre» dice. Sin embargo el precio que su pueblo tendrá que pagar se cuenta en vidas «[...] vengo a anunciarte que el general La Mar se acerca para levar otro regimiento». «Ningún yanacochano volverá» (129) declara el campesino vislumbrando el futuro, a lo que Herrera se pregunta con escepticismo: ¿para qué entregar entonces otro regimiento? La razón resume la esencia de un reclamo ancestral que los hace vulnerables: «[...] el General La Mar nos prometerá la tierra. Estamos reclamándola desde 1705 [...]. Pedirá 300 mozos. Dáselos. A cambio de ellos el gobierno del Perú nos reconocerá la propiedad de la tierra [...] No morirán en vano caerán para darnos la tierra». El lapidante comentario final de Herrera desenmascara un episodio de injusticia pasado por alto entre las narraciones de grandeza del ejército libertador: «Pero no nos dieron la tierra» (130).

Nos encontramos ante los preparativos de la Batalla de Junín, considerada como el momento fundacional de la República del Perú. ¿Cómo entender el símil entre estas dos hazañas, estos dos personajes, estas dos tropas? ¿Cabe la comparación entre las tropas de asalto y las huestes libertadoras de Bolívar? ¿Se mencionan juntas por su coincidencia en el mismo escenario geográfico? ¿Qué pretende Scorza, qué hace con nuestra historia nacional?

Detengámonos un momento ante la expresión «historia nacional». El papel que la historia oficial desempeña en la construcción de la identidad nacional, como pilar en la afirmación del vínculo de pertenencia a cierto colectivo, es indiscutible. El discurso apologético, saturado de escenas de heroísmo y sacrificio, las odas a los triunfos o a las derrotas dignas, la presencia de los héroes-padres de la patria o de los monumentos nacionales son símbolos a los que la colectividad recurre en los momentos de necesidad de reafirmación de su pertenencia. Estos momentos compartidos por los grupos sociales como rituales actúan como elementos solidificantes de la tradición. Debo aclarar que hago referencia al «sentimiento» de pertenencia, al instinto de colectividad, lo cual no excluye, en absoluto, la evidencia de que precisamente ese concepto de nación se encuentre conformado por versiones unilaterales, interesadas e inexactas8.

Es necesario entonces dejar en claro que al margen de los estudios críticos, la actualización de referencias, los descubrimientos de documentos o la reescritura de los papeles protagónicos, la mayoría de la población recibe sistemáticamente una versión unilateral y grandilocuente del nacimiento de la nación que habita y a la cual pertenece: la historia oficial. La población es educada hasta familiarizarse con determinados episodios claves que actúan como puntos de referencia al momento de trazar su recorrido por la historia nacional. La población maneja un panteón sagrado de héroes cuyas hazañas y famosas proclamas suelen (solían) memorizarse en los primeros años escolares. Y a manera de continuo recordatorio de fechas claves el calendario cívico establece días no laborables, desfiles, izamientos de bandera y salvas matutinas de cañones a fin de honrar esta memoria.

El país entero repite, desde su infancia, una determinada versión de los hechos reafirmándola como historia oficial. Revisando los programas educativos básicos que el Ministerio de Educación Peruana emite anualmente para definir la temática de la enseñanza, tanto primaria como secundaria9, encontré en el área correspondiente a la Historia Nacional que Bolívar y las corrientes libertadoras así como las batallas de Junín y Ayacucho son temas infaltables e inmodificables. La manera en que estos relatos se presentan en los textos de enseñanza obligatoria habla por sí sola:

Junín es la esperanza resucitada. Bolívar ganó allí su más grande batalla [...] El combate fue cuerpo a cuerpo [...] Tan sólo [se percibía] el choque de los sables y lanzas, el relincho de los potros, las voces de guerra de los combatientes y el golpe de los cascos centelleantes [...]. Junín fue el milagro bolivariano. [...] Bolívar es y será el caudillo de las huestes fraternas y la imaginación habrá de colocarle -siempre sublime capitán invencible- tal como le recuerda el bronce encabritado sobre su potro de leyenda, dando la voz de carga frente a los Húsares del sacrificio.


(Porras 21-22)                


¿Cuál podría ser el sentido de presentar una perspectiva tan diferente como la ofrecida por Scorza?

Un jinete se acercó.

El enemigo esta cruzando Reyes, mi general [...].

Bolívar se ensombreció [...] ¿Qué piensa mi general? [preguntó Sucre].

Hay que provocar la pelea de todas maneras, masculló Bolívar.


(213-214)                


Ya iniciada la batalla:

Los húsares [...] avanzaron 300 metros al trote [...].

-¿Qué sucede? Por qué no se despliega nuestra caballería, palideció Bolívar. Quien no palideció fue Guillermo el Cumplidor. Miró con fastidio la llanura por donde avanzaba la tortuguienta Guardia Republicana.


(214)                


¿Podría hallarse oculto el significado en las tautologías mencionadas en el capítulo referente a Bodenaco: «el deber es el deber» y «un oficial es un oficial» (212)?

¿Se puede ignorar el hecho que Bolívar simboliza libertad y Bodenaco exterminación y poder citarlos juntos como «hombres de armas» y a sus campañas como simple cumplimiento de sus funciones?

¿Qué nos quiere decir? ¿Que aunque el objetivo de la gesta de Bolívar era el de «salvar un mundo entero de la esclavitud» (como consta en la arenga dirigida a sus tropas momentos antes de la batalla de Junín10), llegamos a 1963 y el tiempo parece haber continuado indiferente sin cambio alguno para una inmensa mayoría? ¿O va la crítica aún más allá e implica que la retórica de Bodenaco se encontraba ya presente en algunas actitudes durante la campaña bolivariana, que las condiciones reales no iban, o no estuvieron nunca destinadas, a cambiar?

Tal vez no es más que una referencia a la evidencia de que la historia nacional sacrosanta y venerada por la mayoría de peruanos, de la cual es personificación Bolívar, no tiene el mismo significado para los peruanos de Rancas, entre otros.

¿Subvertir el pasado? ¿O subvertir la representación del pasado? Desde su posición de escritor Scorza parece iniciar el cuestionamiento sobre el poder de la representación e iniciar en la práctica un ensayo diferente, pero no podemos deshechar la sospecha que podría estar intentando en realidad subvertir la Historia (aquella con mayúsculas).

La misma mirada del Nictálope que era capaz de ver en la oscuridad parece esta vez poder atravesar el ropaje con que la historia oficial ha vestido a nuestros héroes y sus hazañas para revelarnos una desnudez apabullante. Surge desafiante la versión de aquellos cuya voz nunca se reconoció y cuyo relato no se recogió ni ascendió hasta el status oficial y por lo tanto, gradualmente, se fue devaluando.

Cuestionar el significado de la gesta libertadora para el pequeño pueblo de Rancas, que también es el Perú, no está fuera de lugar, recordemos una inquietud similar planteada por Hobsbawm cuando alude a «the sheer arbitrariness of historical survival and memory. Why had some experiences become part of a wider historical memory but so many others not?»11 (267). La memoria no funciona automáticamente de manera neutral, existe un proceso de selección de aquello que se quiere recordar y aquello que se quiere olvidar.

Forgetting, even getting history wrong, is an essential factor in the formation of a nation [...] For nations are historically novel entities pretending to have existed for a very long time. Inevitably the nationalist version of their history consists of anachronism, omission, decontextualization and, in extreme cases, lies.


(270)                


¿Intenta Scorza asumir la función de denunciar los vacíos dejados por la historia oficial? ¿Como la repercusión de las luchas independentistas en el mundo indígena?12 El relato de estos pueblos, que no puede ser respaldado con los instrumentos manejados por la historiografía, es considerado no como historia sino como ficción. En el caso de la identificación nacional, siendo la Historia Patria una construcción con definida intención de unificar a un colectivo con una narración exaltada de las glorias patrias, esta «otra» versión produce un resquebrajamiento, un momento de desconcierto y el posible inicio de una toma de conciencia que podría resultar altamente conflictiva.

La figura de Bolívar ha traspasado los linderos de lo simplemente humano para convertirse en un símbolo. Eso es, al fin y al cabo, un héroe. Desposeído de las características de los comunes mortales, para los efectos de la historia oficial, Bolívar es un momento histórico, una página épica. Desde el momento que su imagen, en estatuas, en monedas, estampillas y museos abarrota la nación, se convierte en intocable. En gran parte porque tras él se encuentra cierta versión oficial, la Historia con mayúsculas, el relato emergente desde un sector activamente ocupado en contar su verdad cubriendo y maquillando errores, derrotas desastrosas, engaños y fiascos con los que se les pudiera relacionar.

Es así que la versión más «presentable» de la historia se difunde consecuentemente a través del sistema educativo, hasta popularizarla, convirtiéndola en incuestionable... mientras esto dure.

El estado homenajea y conmemora, dos formas efectivas de olvido o memoria selectiva, a la vez que dos formas eficaces de propaganda. Propaganda que cuanto más se inculca a la población, más efectivamente contribuye a reforzar su identificación incuestionable con la nación. Los modelos de clasificación del mundo, elaborados para combatir el caos, se traducen en símbolos, esperando así hacerse más accesibles e inteligibles. Estos diversos modelos se encuentran en constante pugna por convertirse en hegemónicos. El poder de los símbolos radica en su capacidad de crear un orden convincente para así otorgar la confianza que el mundo, como nos lo presentan, es real.

Cuestionar la simbología bolivariana es resistir el embate de lo oficial cuestionando más allá del ícono representativo e intocable también la versión arrasadora e incuestionable de la historia patria.

Sin embargo no olvidemos que la Historia también puede ser relativizada, ya que, al fin y al cabo, es también una reconstrucción, una lectura, un arreglo de elementos y representaciones. Visto de esta manera, lo que hace Scorza es rescatar un relato controversial haciéndolo figurar desafiante en sus novelas. Para la historia oficial la versión de los pueblos indígenas se presenta clara y evidente, a través de su ausencia (como un trozo de alfarería, que pese a estar presente lo que nos revela en realidad es la ausencia definitiva de la cultura creadora). En ese sentido el desconcierto que nos crea el texto radica en la presentación de una historia con la cual creemos estar profundamente familiarizados pero que en esos términos no reconocemos. La ficción de Scorza no tiene la función de reflejar como espejo lo existente, corregirlo o negarlo sino fundamentalmente sobrepasarlo. ¿Qué pasaría si Scorza no estuviera sugiriendo o intentando darnos a entender que hay algo ignorado y silenciado, sino que hubiera dado otro paso y estuviera ya haciendo historia? ¿Qué pasaría si pasamos por alto la frontera que divide la inamovible Historia, del resto, la llamada, peyorativamente, ficcionalización, bajo la cual se agrupan los mitos, los sueños y la fantasía? Podríamos estar asistiendo a una manera de hacer historia rescatando y contando lo que queda de una sociedad ágrafa, sin fotos, sin documentos -en el sentido histórico-, pero con recuerdos propios, guardados o escondidos. Perdido el centro donde se concentraba la memoria colectiva para, en cierto sentido, ser oficializada a través del poder y el prestigio de un imperio: el Incaico, la tarea de guardar y trasmitir la memoria quedó en manos de la tradición oral. Esa tradición fue la última y frágil garantía de continuidad «histórica» y la condición para su sobrevivencia fue precisamente la clandestinidad. El acceso, entonces, a los fragmentos de la memoria de esta cultura sucede en muchos casos a través de la experiencia individual. Lo cual implica que la recuperación de la memoria, considerada perdida, no necesariamente constituye una tarea exclusivamente reservada a la historiografía. El antropólogo peruano Rodrigo Montoya señala refiriéndose a su experiencia como novelista:

En el texto literario, absolutamente libre, sin atadura alguna para ceñirme a los estrechos márgenes de los datos disponibles, recompuse los fragmentos dispersos de mi memoria quechua, sirviéndome de un ficticio encuentro entre [dos personajes].


(3)13                


Scorza intenta, también, desde la ficción, asumir este desafío. Hay una relación estrecha entre el poder y la memoria, no sólo por lo que el discurso dominante desearía que se recuerde y se olvide sino porque se recuerda aquello que se valora y aprecia, aquello que se acepta. Para que una colectividad recuerde debe existir la autoridad de una voz que establezca el carácter positivo de esta memoria, ya que requiere mayor esfuerzo enfrentarse a los discursos discriminatorios vigentes que combaten la sobrevivencia de versiones disidentes. Ahora bien, ¿quiénes constituyen o cómo se reconoce la autoridad de la voz que convoca, validando la memoria? No alcanzo a responder a esta pregunta en este trabajo, sólo quiero compartir dos observaciones y citar las palabras del mismo Scorza: «A veces la historia obliga a los pueblos a perder la memoria. Pero cuando la recuperan comienza otra historia»14 (2).

Los críticos aprecian la fantasía magistralmente desplegada en las novelas de Scorza. Citan como un ejemplo la historia, en El Cantar de Agapito Robles, de la anciana ciega Añada que tejía ponchos en los cuales se dibujaba el porvenir. Otro ejemplo se encuentra en la segunda novela que relata la lucha de Garabombo, este campesino tenía la peculiaridad de volverse invisible, sobre todo cada que se presentaba a hacer un reclamo ante los blancos.

En 1982, durante una conferencia en Ayacucho, un antropólogo presentó los resultados de sus investigaciones realizadas en dos pueblos de Cerro de Pasco (el escenario de las novelas de Scorza). La comunidad de Jupaicanán reverenciaba a Garabombo como divinidad protectora, cada aniversario de su muerte realizaban peregrinaciones a la cueva donde se ocultó de la persecución militar. Por otro lado, las autoridades de la comunidad de Tusi (protagonistas de La Tumba del Relámpago), se proclamaban propietarios legítimos de los ponchos de doña Añada, los cuales, según ellos, se exhibían en su comunidad.

¿La ficción actúa reforzando el surgimiento de la memoria? ¿O resulta tan sólo un pálido reflejo de la inventiva de un pueblo decidido a preservar su pasado?

Iniciaba este texto refiriéndome a la dificultad del «nosotros», difícil quizás porque se alude a una reflexión honesta sobre el ser. Se habla mucho de la fuerza de la sobrevivencia de la cultura andina, se dice que radica en su capacidad de recrearse, de reconstruirse. ¿Le queda otra alternativa? Posiblemente, la única certeza es que la espera en absoluta pasividad no acortará la demora. Si la alternativa no se presenta habrá que crearla. En mi opinión, el aporte de Scorza es crear, en este caso intencionalmente, una crisis de fe: los peruanos, ¿estamos convencidos de compartir un pasado, un presente, un futuro? ¿Es la historia de los textos, realmente nuestra historia? Preguntas «peligrosamente» vinculadas al qué fuimos?, ¿qué estamos siendo?, ¿qué podemos o deseamos ser? Cualquier ensayo de respuesta será válido ya que el solo intento contribuirá, -citando a Arguedas-, a que dejemos de ser forasteros en este país.






Bibliografía

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