Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Relectura mironiana en el contexto de la literatura finisecular, con D'Annunzio al fondo

Carme Riera





Quiero agradecer muy especialmente al profesor Miguel Ángel Lozano su invitación a participar en este Seminario mironiano junto a tan expertos colegas. Estoy aquí como admiradora y no como especialista. Mi contribución a la obra de Miró se reduce a unas escasas páginas y a unos cursos de doctorado. Dirigí, eso sí, y lo digo con orgullo, la tesis de Isabel Clúa, joven mironiana, y con ella aprendí mucho, puesto que releí a Miró por tercera o cuarta vez a la luz de los estudios de género. Antes había dedicado a Miró mi lección en las oposiciones a profesora titular, situándolo en el contexto de la literatura europea finisecular y llegando a la conclusión de que Miró es el escritor español que mejor conecta con las corrientes finiseculares, asimilándolas de manera personal, y el prosista que, a mi juicio, mejor se vincula a la llamada modernidad, y de eso trataré también aquí, en parte, en otra relectura más reciente.

Permítanme, no obstante, que antes de abordar esos aspectos me refiera a la persona de Gabriel Miró, sobre cuyos orígenes mallorquines traté de investigar. La pista me la ofrecieron, por un lado, uno de los biógrafos de Miró, Heliodoro Carpintero, al señalar que:

«[...] el primer Gabriel Miró, el abuelo, es descendiente de banqueros mallorquines. Este Miró casa con la bella y dulce doña Agustina Moltó de vieja raigambre oriolana»1.


Por otro, el profesor Edmund King, cuando en la introducción biográfica que precede a Sigüenza y el mirador azul, después de haber hecho referencia a las novelescas vidas de los antepasados de Miró por vía materna, apunta:

«Si ningún miembro viviente de la familia sabe mucho sobre los Miró de principios del siglo XIX fue porque no dejaron ninguna leyenda digna de ser recordada: no llegaban a centenarios, no morían en inundaciones ni hacían el amor con la faca en la mano»2.


Para advertir poco después que el primer Miró del que se tiene noticia en Alcoy era el bisabuelo del escritor. Intenté buscar en Alcoy la partida de bautismo del bisabuelo, pero la quema de los archivos parroquiales durante la guerra civil me impidió encontrarla. Trataba de probar una hipótesis: el bisabuelo de Miró provenía de Mallorca de donde era probable que intentara escapar, como hicieron tantos otros descendientes de judíos conversos, precisamente hacia Levante. El apellido Miró es uno de los estigmatizados por la sociedad mallorquina desde 1691, año de los tres Autos de fe y también del comienzo de la segregación humillante de los descendientes de los inmolados por la Inquisición en aquellas hogueras. Trasladé mis pesquisas a Palma y allí en la iglesia de Santa Eulalia, parroquia a la que pertenecían los conversos que habitaban la calle del Sagell y de la Argentería, encontré una partida de bautismo3 de Gabriel Miró Fuster, nacido en 1763, que quizá pudo haber sido el bisabuelo mallorquín de Miró, no banquero por cierto, sino prestamista, ya que eran muchos los conversos que por tradición seguían dedicándose a esos menesteres. A través de amigos comunes me puse en contacto con la familia de nuestro escritor, que me aseguró no saber nada de los antepasados insulares, y también con el profesor King, que muy amablemente me contestó dándome un dato más: una anciana parienta de los Miró de Alcoy se había referido a la procedencia mallorquina de la familia. Una carta aducida por King4 del abuelo de Gabriel, dirigida a su primogénito Alejandro, está fechada en Palma de Mallorca en 1843, un dato más a mi favor, al que añado que el negocio de tejidos de lana, al que aquel se dedicaba, era también profesión de conversos.

Ricardo Baeza, en un artículo publicado en el Sol en 1927 y después reproducido en Comprensión de Dostoyewski y otros ensayos5, alude «a la afinidad judaica» a propósito de las Figuras de la Pasión, y Torrente Ballester insiste, tras citar a Baeza, en que:

«[...] Miró estaba saturado de lecturas judaicas; pero tenía, además, una intuición de aquel mundo que alguna vez se ha interpretado como racial»6.


Por otra parte Giménez Caballero en el número de homenaje de La Gaceta literaria dedicado a Miró, el 11 de Junio de 1931, asegura que en la fórmula mironiana hay un 256 de Azorín + Sorolla, 124 + Judaísmo, 25 + Misticismo, 75 + Personalidad 298 = 778. Eugenio de Nora, al referirse a la fórmula de Giménez Caballero, aduce:

«[...] certero y expresivo aunque probablemente fantástico el ingrediente "judaico" luego cambiado en levantino: no es acaso uno y otro el mismo orientalismo subyacente pero concreto, bebido en la luz, en el paisaje en las orillas del Mar interior»7.


Por mi parte, no soy tan ingenua como para suponer que esa melancolía que rezuma la obra mironiana, esa cincelada prosa de orfebre trabajada con rigor, gusto y sensibilidad, su interés por la Biblia (también fruto, por supuesto, de su labor como director de la Enciclopedia Sagrada de la editorial Vecchi y Ramos en la que trabaja entre 1914 y 1915, y probablemente también de su amistad con mossèn Frederic Clascar, traductor del Génesis, que quizá, como indica Frederic Barberà8, influyó en Figuras de la Pasión), tengan que ver con antecedentes conversos. Pero quizá esos antecedentes conversos, como apuntaba Marcel Bataillon en un artículo ya clásico sobre Fray Luis de León9, pueden, en parte, ayudar a comprender mejor los intereses literarios de Miró.

Esos pretendidos orígenes mallorquines me acercan, si cabe aún más, a Miró, puesto que yo también procedo de la isla, como me lo acerca también la casualidad: Miró escribió El humo dormido a cincuenta metros de donde yo ahora le recuerdo, en mi mismo barrio barcelonés, Sarria, en la calle Vico, en un chalé con jardín hoy ya desaparecido. Frederic Barberà10 se ha referido a que Miró no se sintió demasiado a gusto en Barcelona y una de las causas estaría relacionada con que era:

«[...] un escriptor en castellà resident en una Barcelona de catalanització política i lingüística emergent»11.


Sin embargo, Miró siguió siendo un outsider en Madrid a donde se trasladó después, como igualmente apunta Barberà12. También hace hincapié, al igual que antes Ian Macdonald, en que la literatura catalana no deja en él huella13. Yo no sería tan contundente. Roberta Johnson ya advirtió que Ramón Turró, del que Miró tradujo al castellano su Filosofía crítica en 1919, influye en El humo dormido14, como a mi juicio, le influye l'Elogi de la paraula de Maragall:

«Doncs jo cree que la paraula és la cosa més meravellosa d' aquest món perquè en ella s'abracen i es confonen tota la meravella corporal i tota la meravella espiritual de la natura.

Sembla que la terra esmerci totes les seves forces en arribar a produir l'home com a més alt sentit de si mateix i que l'home esmerci tota la força del seu ésser en produir la paraula.

Sentirem la remor del vent i el soroll de l'aigua i l'eixordament del tro, deixant en els vostres esperits una gran vaguetat de sentiment. N'hi haurà prou perquè un nen menut que es fa sentir només de molt aprop, diga suaument: Mare, perquè oh! meravella tot el món espiritual vibri en el fons de les vostres entranyes? Un subtil moviment de l'aire us fa present l'inmensa varietat del món i alça amb vosaltres el fort presentiment de l'infinit desconegut?»15.


Por su parte Miró asegura en El obispo leproso:

«La palabra es la más preciosa realidad humana»16.


También en El humo dormido («La hermana de Mauro y nosotros»):

«Hay emociones que no lo son del todo hasta que no reciben la fuerza lírica de la palabra, su palabra plena y exacta. Una llanura de la que solo se levantaba un árbol no la sentí mía hasta que no me dije: "Tierra caliente y árbol fresco". Cantaba un pájaro en una siesta lisa, inmóvil, y el cántico la penetro, la poseyó toda, cuando alguien dijo: "claridad", y fue como si el ave se transformase en un cristal luminoso que revibraba hasta en la lejanía»17.


Jorge Guillén18 ya apunto que para Miró la expresión constituye una conquista espiritual, también para Maragall. Ambos autores estarían de acuerdo en que todo proceso mental se basa en un proceso lingüístico, y todavía añadiría a esas dos conclusiones una tercera: la pronunciación de una palabra es casi sinónimo de la apropiación de la realidad.

Como ya han demostrado sobradamente los estudiosos, Trías19 en relación a Maragall y R. Johnson20 con respecto a Miró, esas concepciones comunes dimanan de la lectura de Carlyle y de Novalis. En El ángel, el molino, el caracol del faro, concretamente en «Estampas de cuentos. El ángel»21, Miró se refiere a que el ángel no quiere volver al cielo, prefiere la tierra precisamente porque: «[...] ¡qué dulce es sentirnos cerca del cielo desde la tierra!»; pues bien, la frase parece un guiño a otra de Maragall: «[...] pocas veces se había sentido el cielo tan cerca de la tierra»22, y esta a su vez procede de una interpretación hecha por Maragall de un poema novaliano. Novalis había sido reivindicado por Maeterlinck, maestro común de ambos autores, cuya influencia en Miró ha puesto de manifiesto Miguel Ángel Lozano23.

Creo, pues, que podemos hablar de ciertas huellas maragallianas en Miró, o por lo menos de claras concomitancias; el epistolario entre ambos rebosa ese buen entendimiento y la admiración mutua. Después de leer Del vivir y La novela de mi amigo, Maragall escribe a Miró: «He quedado admirado: son la visión fuerte y la palabra viva como yo no sé de nadie más en nuestra España»24. Y aunque no se trate de una influencia, pero sí de un homenaje a otro gran autor catalán, quiero mencionar que Félix, de Las cerezas del Cementerio, que se suele maravillar de cuanto sucede, se llama así, me parece, por aquel otro Félix del Llibre de meravelles del gran Ramon Llull, cuyo oficio consistía precisamente en maravillarse de las maravillas del mundo..., algo que, con frecuencia, suele hacer el Félix mironiano desde las primeras líneas del libro:

«Y miraba con tan devoto recogimiento que todo lo sentía en un santo remanso de silencio todo quietecito y maravillado»25.


«Más que de los atunes, maravillóse Félix de la clara lógica del diputado»26.


De manera que si la protagonista de Las cerezas del cementerio toma el nombre de la Beatriche dantesca y, quizá para rememorar a uno de los grandes clásicos europeos, el protagonista es bautizado con otro nombre que procede de un personaje creado por el más importante filósofo de la Europa medieval, por cuya boca la filosofía «habló por primera vez en catalán», como asegura Menéndez y Pelayo27, ¿qué le puede llevar a Miró para recuperar también a Llull igual que el nuevo Mismo ligado a la Renaixença estaba haciendo entre 1870 y 1910?28 La vindicación de Torras y Bages29 de que sólo Llull es comparable a Dante no creo que sea un punto de partida para el guiño Beatriz-Félix, pero sí anoto la coincidencia. Llull es aludido entre los místicos junto a otros de los que toma citas, como Santa Teresa, y de la mística procede mucho de su vocabulario30. Quizá se trate de una cuestión de moda. De Llull no hay libros en la biblioteca de Miró, pero sí de Menéndez y Pelayo, cuyas Ideas estéticas incluye largos fragmentos del filósofo mallorquín... ¿Nueva afinidad de orígenes? Apunto aquí de pasada que las Obras de Llull editadas por J. Rosselló y Marià Aguilo que se iniciaron en 1873 no se pusieron a la venta hasta 190431. Aunque Molas en su introducción al Llibre de meravellas asegura que hay una edición de Rosselló y Obrador de 190132

Para acabar con esa rápida revisión mironiana a la luz de su relación con la literatura catalana quisiera apuntar ahora la impronta que Miró deja en Miquel Llor, cuya Laura a la ciutat dels Sants está tejida en el cañamazo de Nuestro Padre San Daniel. Comarquinal-Vic tiene mucho que ver con Oleza-Orihuela; la cuñada de Laura, Teresa, encuentra su antecedente directo en Elvira, la cuñada de Paulina, pero guardo para otra ocasión extenderme en el asunto.

Paso, pues, a referirme al tema de mi intervención, en torno a algunos aspectos finiseculares como es el proceso de secularización que se da en las letras europeas y sobre el que el recientemente desaparecido profesor Gutiérrez Girardot llamó la atención al tratar del Modernismo33 hace ya más de dos décadas. Desde ese enfoque, la obra mironiana cobra una nueva perspectiva que ayuda a esclarecer no sólo los presupuestos de los que parte el autor sino los temas que toca y hasta la dirección que toma su trayectoria literaria. Puede afirmarse, creo, sin apenas margen de error, que no hay novela de Miró en donde no se observe la crisis de la Iglesia34. El autor, además, de manera directa o indirecta, cuestiona el papel de la institución y especialmente rechaza la fuerza impositiva de su moral que hasta combate con la defensa de unos valores basados en la aceptación de la sensualidad que la Iglesia condena, y sin la que es imposible la plenitud vital del ser humano. La exaltación de los cinco sentidos -«Místico de los cinco sentidos corporales» le llamó Manuel Machado en versos certeros- y su espléndida exploración literaria es buena prueba de ello. No en vano el escritor alicantino pone en boca de don Magín, un clérigo bastante secularizado: «¡Ay sensualidad, cómo nos traspasas de anhelos de infinito!»35. La formación religiosa de Gabriel Miró en el colegio de Santo Domingo de los Padres jesuitas de Orihuela, entre 1887 y 1892, dejará en el autor un pésimo sabor de boca y el recuerdo de estos años tristes y frustrantes36 influirá luego en diversas páginas de Libro de Sigüenza, El humo dormido, Niño y grande y de manera más amplia en las de El obispo leproso, su novela de madurez. Precisamente en esta última, y quizá en deuda con La Regenta37, es donde mejor se plasma la visión secularizada de Miró que tanto iba a molestar a la Iglesia, cuyas maquinaciones fueron capaces de vetar su ingreso en la Real Academia y evitaron igualmente la concesión del premio Fastenrath a El obispo leproso en 192738. En esta obra, igual que en Nuestro Padre San Daniel (1921) su antecesora, Miró ha depurado su técnica y, como él mismo señala, ha conseguido su objetivo artístico primordial: «Decir las cosas por insinuación»39. Y así se observa, por ejemplo, en una serie de secuencias sacralizadas, producto de la secularización a la que me he referido. Estas secuencias, de las que en seguida trataré, tienen numerosos antecedentes en la obra anterior mironiana que, en su primera etapa, 1904-1912, fechas que van de la edición de Del vivir a la de La señora, los suyos y los otros40, con que se inicia la segunda etapa, nos ofrecen abundantísimos términos religiosos para aludir a aspectos profanos. Entresacaré tan sólo unas pocas muestras: «Su voz de oración resignada esparcióse en la tarde. La santa quietud de todo ¡cómo atrae!» (La novela de mi amigo, 1908)41, «Las montañas eran como altares ciclópeos donde se quemaba el incienso de las nieblas» (Nómada, 1908)42. «Luisa llenó el cáliz de sus manos sonrosadas de frialdad y la ofreció al sediento diciendo: Acérquese y beba» (La palma rota, 1909)43. «Y miraba con tan devoto recogimiento que todo lo sentía en un santo remanso de silencio todo quietecito y maravilloso mientras se alzaba la roja luna» (Las cerezas del cementerio, 1910)44.

Las referencias sacras proliferan. Miró las emplea de modo consciente hasta convertirlas en característica de su prosa de primera época; luego, aunque no desaparezcan del todo, tiende a suprimir los aspectos más tópicos. Y si bien es verdad que algún ejemplo manido como: «[...] Su frente de pureza eucarística» se le cuela en El obispo leproso, prefiere servirse de la sacralización, como ya apunté, con una función intencionadamente irónica. Dos momentos serán suficientes, creo, para ilustrar lo que pretendo mostrar. El primero pertenece al capítulo VI de Nuestro Padre San Daniel titulado «Prometidos» y es de clara factura prerrafaelista45. En él Miró «pinta» el tema de la Anunciación. El cuadro es, lo sabemos todos, copia del que en 1850 acabara Dante Gabriel Rossetti, que lleva por título Ecce Ancilla Domini:

«En pie, rígido y pálido; en la diestra, un pomo de rosas y un guante amarillo; en la siniestra, el junco y el sombrero; la mirada fija en un cobre de una consola Imperio; la barba estremecida, y la piedra de su frente con una circulación de sol. Así pidió don Álvaro la mano de Paulina [...] Reclinada sobre el costurero de ciprés de la madre, en una sillita de lienzo, estaba la novia. Le caían los pliegues lisos de su vestido azul como de túnica de una Anunciación; y en el fondo del ventanal, un arco blanco con una vid que subía, resaltaba el contorno de pureza de sus cabellos negros»46.


Pero la escena, llena de resonancias sacrales, cobra todo su sentido atendiendo a la ironía paródica que subyace a su construcción: Don Álvaro no es el Arcángel San Gabriel, nuncio de la divinidad que viene a comunicarle la buena nueva a la virgen Paulina, sino todo lo contrario; «el enviado», el representante del pretendiente, es un carlistón que trae la infelicidad de la novia y de su familia. Como irónica es, a mi modo de ver, otra secuencia sacralizada, esta vez del capítulo VI de El obispo leproso, aquella en que Pablo pide la ayuda divina para que le salve de sus pensamientos impuros y el «milagro» se produce... La «Señora» se le aparece, pero no es la Virgen sino María Fulgencia de quien, claro, se enamora:

«La frente de Pablo ardía desgarrada por pensamientos inmundos. Era menester un prodigio que le subiese a la gracia de su complacencia sin el tránsito penoso de los arrepentidos. Acogióse al recuerdo de lecturas y cuadros de apariciones de ángeles que refrescan con sus alas las frentes elegidas; de vírgenes coronadas de estrellas que mecen sobre sus rodillas, en el vuelo azul de su manto, las almas rescatadas.

Pablo pidió el milagro de su salvación. Y el milagro le fue concedido; y llegó por una vereda celeste de resplandores como todos los milagros. La franja de sol otoñal se hizo carne y forma. Una voz, que parecía emitida de la luz y exhalar luz, pronunció el nombre de Pablo.

¡La señora!

Pablo se apartó de los réprobos y siguió las claridades y fragancias de la aparecida.

Traspuso el portalillo del jardín, y allí, en una soledad de limoneros en flor, María Fulgencia, sin gloria ni fortaleza de santa, sino toda de lágrimas y de dulzuras de mujer, gemía:

-¡Pablo, Pablo: usted entre ellos; usted que era el Ángel mío que tiene la mano tendida hacia el cielo!

-Pablo se acongojó de pena y de rabia. Ella también lloró, y llorando se besaban en los ojos y en la boca...»47


El milagro de la «salvación», la aparición de María Fulgencia, el amor que redime, no conduce a la felicidad sino a la desgracia. No es pecado, parece puntualizar Miró, por lo que tiene de prohibición religiosa -María Fulgencia está casada con el viejo don Amancio- sino «sólo es pecado desde que lo averiguaron y lo escarbaron los demás, desde que fue desgracia para otros»48.

El proceso de secularización que se observa en la obra mironiana no impide que nuestro autor se interese vivamente por la figura de Cristo, aspecto en el que coincide con diversos escritores finiseculares, ni que escriba unas magnificas Figuras de la Pasión con las que contribuye, además, a la literatura exótica al centrar estas figuras evangélicas en el paisaje de Galilea. Con el utillaje retórico propio de este tipo de literatura, se entretiene en descripciones de ambiente, catálogo de alimentos, objetos considerados exóticos y hasta ofrece una ortografía con la que intenta conservar el sabor originario de los nombres49.

Fruto de la secularización es también, sin duda, el interés de Gabriel Miró, presente sobre todo en la primera etapa de su producción, por el esoterismo, que todavía no ha sido estudiado suficientemente en el modernismo español50 y, que yo sepa, apenas tratado en la obra de Miró si exceptuamos la vinculación de Las cerezas del cementerio a la teoría de la trasmigración. Creo que una relectura de los textos de nuestro autor en clave esotérica podría depararnos sorpresas que vincularían aún más su literatura a la de Valle Inclán51, influencia o coincidencia que también está por observar de una manera seria.

Nos sobran datos objetivos para poder probar que Miró sintió curiosidad por el esoterismo. En su biblioteca se encuentran las obras de Flammarion, Dios en la naturaleza (1873) y Los mundos imaginarios (1873) en sendas traducciones de Martínez del Romero, y de Allén Kardec Ciel et Enfern: ou la justice divine selon l'espéritisme (1865)52. Por otro lado, Andrés González Blanco53, uno de los críticos más amigos de Miró y que mejor entendieron su obra, estaba ligado a la revista Sophia, órgano de la sociedad teosófica, entre 1893 y 1912. En Sophia aparecen una serie de artículos sobre «Los sustratos místicos de la tradición hispánica y el estudio de Oriente y las doctrinas sapienciales» debidos a Edmundo González Blanco, hermano de Andrés, que, por coincidencia de planteamientos, bien pudieron estimular a Miró. Entre los principales objetivos de la revista Sophia, en consonancia con el teosofismo, está la que será meta mironiana: la búsqueda del hermanamiento universal. Ya he hecho referencia a que los nombres místicos (Llull, Sta. Teresa, San Juan de la Cruz, Kempis) se pasean entre las líneas de su prosa, y también que en Miró se observa la influencia de Maeterlinck, que conecta con el misticismo y el esoterismo, lo mismo que la de los prerrafaelistas ligados, según demuestra Mercier54, al espiritismo. El profesor Ricardo Gullón cita en su artículo «Espiritismo y modernismo» una serie de autores, de Valera a Pardo Bazán, pasando por Valle, aunque no menciona a Miró, en cuya obra se observa sobradamente ese aspecto55.

No en vano los espiritistas, cuya primera sociedad se funda en Cádiz en 1855, contaban en la España finisecular con muchos adeptos. Rosso de Luna, el famoso «grafómano, teósofo ateneísta», fue un personaje popularísimo en el Madrid de la época, a quien muy bien pudo conocer Miró cuando preparaba oposiciones a la judicatura a comienzos de siglo. Sea como fuere, nuestro escritor se hace eco de la moda teosófica, y con el teosofismo, escribe Gullón:

«[...] penetraban en el país una serie de ideas pitagóricas e hindúes. Alguna de ellas, como la de la reencarnación, se mezcla con las mal digeridas ideas de Nietzche sobre el eterno retorno, dejándose interpretar, como era lógico, según el temperamento del escritor»56.


Eso es lo que, a mi juicio, ocurre con Miró, en cuyas obras del primer periodo aparecen diversas referencias a la teoría de la trasmigración de las almas y al mito del eterno retorno, aspectos que debieron de motivarle entre 1900 y 1909, época de la composición de Los amigos, los amantes y la muerte (1900), La novela de mi amigo (1908), La palma rota (1909) y Las cerezas del cementerio (1910), novelas que encierran claves esotéricas.

La creencia en la trasmigración de las almas alcanza, sin duda, su mejor logro en Las cerezas del cementerio, en donde la idea del eterno retorno planea desde los primeros capítulos. Podemos suponer que Félix no es otro que la reencarnación de su tío Guillermo, cuya alma ha sido trasmigrada a la del sobrino para que se pueda cumplir la posesión de Beatriz, a quien Guillermo no consiguió, y se cierre el ciclo57; un ciclo que tiene que ver también con el rito de la comunión: Félix, transformado en cerezas del cementerio, la fruta prohibida que abona con su cuerpo, será comido por las mujeres que le han amado en vida. Márquez Villanueva observó la influencia de Zola -concretamente de La fortune des Rougon (1871)- en el libro y consideró que con los perales que crecen junto a las murallas de Plessants están en deuda las cerezas mironianas; sin embargo señala también que Miró:

«[...] no se interesa para nada en la teoría de la herencia biológica y sus implicaciones en el sentido de un determinismo moral. Hay aquí por muy otro camino un hondo y preocupado atisbo en el problema psicológico de la reencarnación»58.


De la reencarnación trata D'Annunzio en su novela el Triunfo de la muerte que, a mi juicio, guarda mucha relación con Las cerezas del cementerio. Está todavía por estudiar en profundidad la influencia de D'Annunzio59 en las letras finiseculares españolas y concretamente en Miró, pese al éxito editorial de sus traducciones, que gozaron de amplia difusión. He podido encontrar editado en Valencia por Sempere en 1901 los relatos d'annunzianos recogidos bajo el título del primero de los reunidos Epíscopo y Cía60, que sin lugar a dudas leyó Miró, aunque en su biblioteca no se encuentre más que un libro del autor italiano, un volumen de teatro traducido por Ricardo Baeza, gran valedor de D'Annunzio en España. De Epíscopo y Cía procede, me parece, la referencia a los pies de Enriqueta, «aquellos cominitos» después encerrados en los «grandes zapatones de la regla» y sale el tono de La novela de mi amigo que, al igual que Epíscopo, se inicia con un monólogo ante un interlocutor mudo para hablar de un ser querido, cuya muerte ha producido una catástrofe vital en el protagonista. Pero no voy a cansarles con la relectura de Miró en clave d'anunnziana, que empecé hace tiempo cuando me di cuenta de sus muchas afinidades: esa prosa musical sugerente tan trabajada; el culto a la lengua; la denuncia de la moral burguesa y clerical; la defensa del amor; la búsqueda esencial del alma recóndita, etc., que espero terminar algún día, sino sólo poner de manifiesto que una serie de motivos fundamentales de Las cerezas proceden del Triunfo de la muerte61, publicada en traducción castellana en 1900. Los protagonistas de ambas novelas, de buena familia, exacerbada sensibilidad, con temperamento de artistas, aunque ninguno de los dos lo sea, capaces de arrebatos líricos ante la belleza, de místicas exaltaciones producidas por el arte, la música o la naturaleza, propensos al mito, volubles e inestables, estereotipos del héroe finisecular, amasados con barros decadentistas, Jorge Aurispa y Félix Valdivia, establecen una relación muy particular con sus tíos Demetrio, el primero y Guillermo, el segundo. Para Félix:

«Tío Guillermo, su padrino, -eso es quien hace las veces de padre- destacaba, resplandecía sobre todas sus memorias...»62.


Para Jorge:

«[...] la memoria del muerto (Demetrio) pertenecía a él solo. Él la conservaba en lo íntimo del alma, con un culto triste y profundo, para siempre. Demetrio había sido su verdadero padre, era su verdadero y único pariente»63.


Ambos se consideran incluso más que sus herederos directos, su prolongación, hoy diríamos que una especie de clones y eso, claro está, les crea problemas de identidad. ¿En qué medida los demás sólo les reconocen en los que fueron? Cuanto más que sus antecesores, Demetrio y Guillermo son dos personalidades extraordinarias, diferentes a todos y enormemente atractivas, que habrán de morir de modo violento: por suicidio, Demetrio; a consecuencia de un crimen, Guillermo. Ambos polarizan el afecto de sus hermanas: Gioconda, en el Triunfo de la Muerte; Lutgarda, en Las cerezas del cementerio. «Demetrio era dulce, meditabundo, lleno de melancolía viril» (122); alto, guapo, destacaba, como el soñador y aventurero Guillermo, entre la mediocridad ambiental. Pero además de esas coincidencias hay pasajes de factura semejante en las dos novelas. En El Triunfo Jorge se interroga sobre su identidad:

«Una discordia agita y esteriliza todos mis pensamientos, ¿qué me falta?, ¿quién posee de mi ser aquella parte que no tengo de conciencia pero no obstante me es necesaria para continuar existiendo. ¿O tal vez esta parte de mi ser está ya muerta y no puedo reintegrarme a ella sino muriendo? Así es, la muerte en efecto me atrae

[...]

Mi verdadera vida está en poder de alguien misterioso, incomprensible, que la sujeta con un puño de hierro y yo la veo derretirse llevándome a su lado, fatigándome para recoger al menos una pequeña parte y cada gota quema mi pobre mano».


(112-113)                


En Las cerezas:

«Entonces Félix sintió un apresuramiento helado de su sangre y escuchó los pasos de otra vida llegada del misterio caminando encima de su alma; parecía que tío Guillermo se abrazaba a él, dejándole el alma señalada de frío».


(124)                


En El Triunfo:

«Se vio a sí mismo en el ataúd, encerrado entre las maderas, llevado por aquellos hombres disfrazados, acompañado por aquellos cirios, por aquellos horribles trompetazos. La imagen le llenó de disgusto».


(106)                


En Las cerezas:

«Señor, él también padecía la visión de la muerte en los vivos... A todos se los presentaba muertos con las manos cruzadas sobre el vientre».


(124)                


De la novela d'annunziana proceden también, me parece, detalles concretos, quizá guiños u homenajes al autor italiano: la tortuga de la portera de la casa de Don Eduardo es un homenaje a la tortuga de la tía Gioconda del Triunfo (p. 101); Silvio -cuya semejanza con el nombre de Silveria la madre de Jorge tampoco se me escapa-, el primo glotón de Guillermo, tiene que ver con Diego, el también glotón y basto hermano de Jorge. El pan mordido por doña Beatriz (148), fetiche después para Félix, procede del pan que parte Hipólita, la amante de Jorge en las últimas páginas (253 del vol. I). La anécdota de la paloma, aquella de la que se enamora Guillermo (207), se relaciona con la tórtola desplumada del Triunfo64, etc., etc.

Pero todas esas referencias y algunas más que no cito me interesan no sólo para poner de manifiesto otras fuentes mironianas sino para demostrar como las lecturas de Miró hechas durante la larga gestación de Las cerezas van integrándose como partes de un gran puzzle, como ocurre también con los materiales quijotescos, ya examinados por los críticos, que provienen, me parece, de la relectura que nuestro autor hace del Quijote hacia 1905 con motivo del III Centenario. Mientras va pensado Las cerezas va incorporando elementos diversos al cañamazo que teje en su cabeza precisamente porque no puede sentarse a trabajar de continuo y todo cuanto lee le parece aprovechable. Las cerezas es producto de una elaboración larga y en consecuencia de una larga vendimia, eso es, de una recolección de diversos frutos que irán destilándose poco a poco y el principal, o uno de los principales, me parece El triunfo de la muerte.

Fue Unamuno ya en 1932 el primero en observar la raigambre esotérica de Las cerezas del cementerio al prologar el volumen II de las Obras completas de Miró:

«A veces leyendo a Miró le sobrecoge a uno el misterio de una religiosidad búdica, de un eterno recuerdo, de una eternidad hacia el pasado, de un no principio de la conciencia. Y este mismo Félix ¿qué es sino un recuerdo de su tío Guillermo?, ¿qué es esta novela sino un cuento plenilunar de aparecidos, de fantasmas, de ánimas que se ahogan con cerezas de cementerios?»65


Unamuno no menciona a D'Annunzio, tampoco a Nietzsche, cuya teoría del eterno retorno denominó «trágica ocurrencia y bufonería»66, porque posiblemente no la considerase relevante. Todo lo contrario opina Miguel Ángel Lozano para quien Las cerezas del cementerio, siguiendo una alusión de Márquez Villanueva67, sería el resultado de una atenta lectura de El origen de la tragedia. En mi humilde opinión, más que de un modo directo, la impronta nietzscheana le llega a través de D'Annunzio. Es posible que Miró ni siquiera se hubiese acercado directamente a los textos de Nietzsche por entonces, en la época de composición de Las cerezas, si hemos de fiarnos de sus propias palabras, recogidas en un artículo publicado en 1922 en el periódico La Publicidad:

«Hay unas palabras de Nietzsche en las que creíamos y pensábamos antes de haberlas leído. Estaban en nosotros y nos faltaba su pronunciación. Nietzsche las pronuncia: En ciertas épocas parece que faltaba tal talento, tal virtud, y lo mismo en ciertos hombres; pero no hay más que esperar en los hijos y en los nietos, si hay tiempo para la espera: ellos sacarán a luz el alma de sus abuelos, el alma de la que sus mismos abuelos no se dieron cuenta. Muchas veces el hijo es el revelador del padre y éste se comprende mejor en su hijo. Tenemos en nosotros viveros y jardines desconocidos»68.


La alusión, a mi juicio, no puede ser más directa a Las cerezas del cementerio y a los personajes de Guillermo y Félix pergeñados antes de haber leído a Nietzsche, de cuya divulgación se encargan numerosas publicaciones. Basta asomarse a los artículos de La España Moderna, que se ocupan de Nietzsche a la vez que del budismo, esoterismo u ocultismo69, cuestiones todas ellas en boga en aquellos momentos fuera y dentro del mundo mironiano. Por otro lado, los estudiosos de Nietzsche, como Eugenio Trías, aseguran que las teorías nietzscheanas del eterno retorno poco tienen que ver con la divulgación del mito70. Más que con el filósofo alemán Miró parece entroncar con las doctrinas hindúes, en las que el eterno retorno está en relación con los ciclos lunares, según ha demostrado Mircea Eliade71. Notemos que la luna es una constante en Las cerezas del cementerio, cuyas páginas se abren con su magnética presencia. Antes de escribir Las cerezas del cementerio (iniciadas en 1904 y no concluidas hasta 1909), Miró hace referencia por primera vez al mito del eterno retorno en Los amigos, los amantes y la muerte, obra en la que no se observa relación con los postulados nietzscheanos. También en la novela de mi amigo planea la cuestión de la transmigración: Lucía, la hermanita del pintor Federico, parece reencarnarse en Lucita, su hija, estableciéndose un claro paralelismo entre la muerte de ambas niñas e incluso entre el pan ardiendo que causa el accidente mortal de Lucía y el trigo que quiere hacer comulgar Federico a su hija y que germinará tiempo después en espigas. Por si esto fuera poco, el narrador nos hace asistir a una escena de espiritismo, de «humilde espiritismo», con mediums incluidas, en la que el sumo sacerdote es un tonelero, muestra de que en las clases bajas este tipo de ritos estaban arraigados. Hené Gueron72 apunta que la idea de la reencarnación reaparece en su versión decimonónica donde menos podía esperarse: en ciertos ambientes socialistas franceses. En La novela de mi amigo el padre del pintor, que asiste a la reunión y cree en la trasmigración, es socialista. En esta obra hay, además, otro dato de interés, que volvemos a encontrar en La palma rota y que, en cierto modo, subyace al personaje de Sigüenza, interpretado como prolongación, alter ego, heterónimo o máscara de Miró; me refiero, claro, al tema del desdoblamiento, al tema del «otro», presente en la literatura finisecular desde que Nerval aseguró: «Yo soy el otro»; y Rimbaud se apropió de la afirmación, variándola. En La novela de mi amigo el desdoblamiento parece patente desde el comienzo. Quien escucha mudo casi siempre tiene la función de espejo: «Al repasar con usted mi vida, lo hago como habiéndome y mostrándome a mí mismo, pero viéndome a su lado»73.

En La palma rota las referencias de Aurelio Guzmán a la que ha muerto mientras habla con Luisa, son alusiones a Luisa desdoblada. En Luisa residen por lo menos dos personas distintas. El tema de la identidad -los otros que somos nosotros- fue ampliamente glosado en el fin de siglo también en España. Aparecen igualmente en la narrativa mironiana aspectos relacionados con lo demoníaco. Frecuentes son las referencias al maligno en Nómada o a «la cornuda silueta de la cabra, endemoniada visión de maleficio» en Dentro del cercado. Las supersticiones están presentes también en otras páginas: «[...] el mal agüero de la mariposa negra» acecha en La palma rota, y en Las cerezas del cementerio gravita la maldición por comer el fruto prohibido, un tabú atávico que tres mujeres amantes superan en las páginas finales.

A este catálogo de temas y motivos ligados al esoterismo hay que añadir, creo, otros rasgos mucho más importantes, puesto que abarcan el conjunto de la obra mironiana y constituyen presupuestos artísticos totalizadores. La propuesta de fusión y hasta confusión con la naturaleza que es en Miró un templo-tálamo y, en interpretación de Unamuno, «alcoba infinita», tiene su anclaje en lo esotérico. El paisaje despierta en Miró «emoción de eternidad», como escribió él mismo refiriéndose a Sigüenza, sin conexión con el misterio que sólo podrá revelar quien se confunda con la naturaleza. Aludo sólo de pasada a la cuestión, puesto que a la importancia del paisaje han dedicado los mironianos abundantes estudios, y remito al texto de Leopoldo Lugones «Nuestras ideas estéticas», publicado en Sophia en 190274, porque veo en él muchas concomitancias con el escritor alicantino. Por si todo esto no bastara, la teoría mironiana sobre la palabra y el ser coincide con la convicción bíblica y coránica de que nombrar es crear. Recordemos que el cabalismo y el platonismo se relacionan con los aspectos ocultistas y se difunden en un mismo lote. El pensamiento hebreo y el platónico coinciden, además, en la exaltación de la armonía y la idea de armonía del hombre consigo mismo, del hombre con los demás y con la naturaleza es otra de las claves que conforman la obra de Miró. Todos esos rasgos, que pueden aún ampliarse y examinarse de modo mucho más exhaustivo, nos sirven, creo, para situar la obra de Miró de manera plena en el contexto de la secularización a la vez que nos ofrecen diversos indicios para conectarla con la literatura europea finisecular.





 
Indice