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Renacimiento y veracidad: reflejo y evolución del concepto en tres cronistas de Indias

Rocío Oviedo Pérez de Tudela





El término real y el término maravilla, en su acepción de extraño y notable, conforman en mi opinión, lo que es para los cronistas la verdad: verdad objetiva y material en el primer caso, verdad subjetiva y ficcional en el segundo. Estas dos visiones de la verdad tienen su fundamento en dos aspectos, el primero de ellos de origen filosófico, la aparición del erasmismo y con él la potenciación de la personalidad y la libertad crítica y creadora frente a las autoridades, el segundo de ellos se fundamenta en lo histórico, por cuanto los conquistadores tienen la posibilidad de equipararse con los héroes «de la mitología clásica, por la evidente conexión de su hazaña con el mito de la Atlántida, de la Edad de Oro, del paraíso perdido»1, motivos señalados asiduamente por los estudiosos del erasmismo español (Bataillon2 y Abellán, entre otros), como causa coadyuvante al cambio de mentalidad.

En mi opinión la adecuación del cronista a la realidad en la que vive origina un proceso de cambio en su criterio de verdad, (al igual que ocurrió en el paso de la Edad Media al Renacimiento), y dicha evolución provocará una tendencia mayor a lo ficcional frente a lo documental.

En España el Descubrimiento coincide con el punto final del medievo, si bien ya se habían ido introduciendo determinados valores del Renacimiento, procedentes sobre todo del petrarquismo y de la corte florentina. El medievalismo suponía que el hombre se sintiera mediatizado por el criterio de autoridad, incluso en el logro de su cultura, y que se le negara siquiera un relativo acercamiento al logro de su verdad. Ello procedía del hecho de considerar como Verdad, únicamente la verdad trascendental, pero paulatinamente -por la caída de Bizancio y las traducciones árabes de los sofistas y herméticos griegos, el amor cortés que seculariza las costumbres, la sustitución del sistema ptolemaico por el heliocéntrico, por el cual el hombre y la naturaleza adquieren una enorme relevancia, etc. todo ello supone el cuestionamiento de los antiguos valores. Ya Ficino, a mediados del siglo XV, sitúa al hombre en el centro de todo lo creado, por ser intermediario y participante de lo celeste y lo terrestre, lo que le otorga el derecho a «conocer toda la verdad y lograr toda la bondad»3. La verdad se convierte, así, en catalizador de las nuevas ideas y de su evolución a lo largo del XVI y del XVII.

Al mismo tiempo se adquiere la sensación de cambio y de inseguridad que se manifiestan, según Cantimori, en signos de inquietud general como son: «profecías astrológicas a comienzos del siglo XVI, espera de la conversión de los infieles (mahometanos y judíos), del papa angélico»4, triunfo del cristianismo para 1480, abundantes milagros en 1492, la profecía astrológica de 1524, etc.

La depravación a la que había llegado el cristianismo promueve una creciente interiorización religiosa, pero también la crítica a los estamentos, por no responder al mandato de Cristo. Como he señalado, ello se había producido por el descubrimiento y la valorización del mundo y del hombre, que supone «la reivindicación de la dignidad e infinitud espiritual humana y de su dominio intelectual de la naturaleza»5.

El dominio de la naturaleza se relaciona en cierta medida con la revalorización de la cultura, entendida como compendio de creencias y hallazgos del hombre, al que se considera creador de todo un mundo, el mundo de la historia, motivo por el cual los estudios históricos cobrarán una enorme importancia debido también a la reafirmación de lo experiencial en el hombre, unido a la libertad de espíritu -lo que implica el relato de lo propio sin la anteriormente obligada presencia de las autoridades-. La libertad incidirá directamente en el conocimiento -histórico- de la herencia del pasado (con el fin de «progresarla»), la independencia de juicio, la necesidad de indagación, el derecho a regir su propia vida, convicciones y gustos, la reivindicación de todos los valores de la Antigüedad, etc. Se busca, al igual que antes, la verdad, pero ya -como señala Mondolfo- «sin consideraciones para con ninguna autoridad, tampoco para las propias afirmaciones anteriores, que deben desdecirse, si es preciso, por amor a la verdad»6.

En este momento, la verdad se encuentra íntimamente relacionada con el conocimiento, desechando los aspectos dogmáticos, y fideísticos, hasta llegar al punto de prescindir de la acepción de verdad, como verdad religiosa, lo que supondrá, a su vez, la vulgarización del concepto. A dicha idea colaborará, por su parte, la creencia de que todas las religiones contienen en sí, una parte de la Verdad. Como dice Mondolfo, la conquista de la verdad, en cuanto que suma de conocimientos verdaderos, «se realiza en la historia a través del proceso casi divino del progreso humano»7. El hombre se convierte en el eje de su propia realidad pues, como señala Leonardo, el conocimiento humano debe partir de la experiencia y la suma de los conocimientos, como cultura, es la historia. Frente a la importancia concedida a la historia como resultado tanto de la importancia concedida a lo dogmático, como las «autoridades» -se revaloriza el conocimiento personal de la realidad, dicho conocimiento supone una experiencia y la suma de todas las experiencias producen como resultado el mundo de la cultura y de la historia.

Este valor de lo experimental en relación con la realidad vuelve a afirmarse en las teorías erasmistas, y se acrecentará con Galileo (quien señala que lo conocido por el hombre lo puede conocer casi con la misma certeza objetiva de Dios). Ello conduce a la idea de que el hombre sea creador de sus hechos y, como señalará Vico, al hablar del Renacimiento, que se reconozca tan sólo en sus acciones: «conocemos sólo lo que hacemos».

Por su parte, el erasmismo opone a la costumbre y a la autoridad de la mayoría el juicio propio del que se conoce a sí mismo y tiene -como dice Abellán- «capacidad intelectual para juzgar por sí de las situaciones, exaltando de este modo la libertad del cristiano que imita a Cristo»8.

Dicho sentido de 10 individual, llegará a suponer, como señala Pupo-Walker, una gran dificultad para diferenciar «las coordenadas del pensamiento histórico en el siglo XVI»9. En mi opinión un elemento clarificador para deslindar la historia de la ficción, se centraría, entre otros, en el propósito o no de hacer coincidir realidad y verdad.

La obra de Bernal trata de atenerse al criterio de verdad de su tiempo, que coincide a su vez con las características asiduamente reiteradas por los críticos del cronista:

  • 1) El rechazo del criterio de autoridad: escribe su obra porque no está de acuerdo con Gómara, pero también porque es consciente de su importancia como sujeto: «Yo, Bernal Díaz del Castillo autor de esta verdadera y clara historia»10. Su importancia, además, viene dada porque es autor de historia e historia verdadera.
  • 2) La importancia concedida a la observación, datos reiterados a lo largo de la crónica por las continuas formas personales del yo y el nosotros, que supone, así mismo, la manifestación de su experiencia: «después que vimos lo que dicho tengo» (p. 5, adecuación entre lo escrito y lo real). «Y desque nos vimos» (p. 5), «nos hicimos a la vela» (p. 54), «lo hallamos anclado» (p. 55, etc.).
  • 3) La búsqueda de fuentes originales que, en este caso, viene avalada no por fuentes ajenas, sino por su propia vida, cercana por otra parte, a los hechos. Son sucesos extraordinarios, pero vivenciales y próximos, que producen orgullo al escritor «No son cuentos viejos ni Historias de Romanos [...] porque [...] ayer pasó lo que verán en mi historia» (p. 30).

Estos tres aspectos (autoridad, observación, fuentes originales) según Abellán, marcan el comienzo del humanismo en España, e inciden todos ellos en la evolución del criterio de verdad. Incluso, por su mediación, se conforma lo que llama el filósofo español «una conciencia disidente».

En Bernal se reúnen por tanto, el concepto de historia de su tiempo -resumen de verdades y conocimientos del hombre-, la necesidad de conocer -con el fin de lograr la verdad- y la valoración de la experiencia. Pero, además, coincide realmente con la opinión de Vico reseñada anteriormente: «conocemos de verdad sólo lo que hacemos», eso es, la unión de verdad con realidad experiencial.

La obra de Bernal es una obra documental autobiográfica, y en este sentido evolucionará el concepto de verdad, puesto que dicho concepto estará mediatizado por una lejanía mayor con respecto a los hechos, y permitirá una mayor entrada a lo imaginativo. Este alejamiento temporal condicionará a su vez el criterio de verdad, en cuanto a adecuación con la realidad.

El paso intermedio hacia un alejamiento de la realidad se produce, por ejemplo, en el Inca Garcilaso. Ya no puede basarse en fuentes experienciales, como Bernal, sino en fuentes originales. Pero en mi opinión el factor decisivo no es tanto su alejamiento temporal, cuanto la necesidad de ocultar su verdad, debido, entre otras causas a un cambio en el sistema del pensamiento político por parte del gobierno español (erasmismo antierasmismo). Aún así, el Inca mantiene continuamente su defensa de la verdad, en cuanto a verdad-realidad. De ahí que su obra aún considere básico el aspecto documental, motivo por el que afirma «que la Historia manda y obliga a escribir verdad, so pena de ser burladores de todo el mundo, y por ende infames»11. Otro aspecto de su afán de veracidad, es el reconocimiento de la necesidad de cercanía a los hechos, para elaborar la historia, cercanía que el Inca considera en dos aspectos, cercanía de filiación y cercanía temporal; en el primer aspecto, es significativa la Dedicatoria del libro de León Hebreo, en la que se refiere a su situación como hijo de las dos facciones, para poder decir mejor que otro que no lo sea; en el segundo aspecto, la cercanía temporal, es en la Historia General del Perú donde podemos observar claramente su opinión: «es de haber lástima que los que dan en España semejantes relaciones de cosas acaecidas tan lejos della quieran inventar bravatas a costa de honras ajenas»12. Ambos aspectos indican la importancia que lo documental y la realidad poseen para el Inca, -a mayor cercanía, mayor realidad-. Sin embargo, pese a su intento, como señala el profesor Bellini, su obra es «una gran novela de aventuras, en medio de un paisaje maravilloso, donde luce el valor temerario de hombres excepcionales y al mismo tiempo, un gran teatro trágico del mundo»13, y señala aquello que le aleja de la mera crónica y le aproxima a lo fictivo: la observación de los hechos bajo su óptica de mestizo, que se centra ya no en lo puramente documental, sino en lo interpretativo. Por medio de esta interpretación, trata de ocultar lo que, desde mi punto de vista, es su verdad: su desesperación por la desaparición del mundo incaico que es para él, al mismo tiempo, el mundo de la infancia, de las narraciones y leyendas, el mundo de la verdad más primitiva y profunda: «también lo oí a muchos indios, que visitando a mi madre le contaban aquellos hechos»14.

La conquista, para el Inca, encuentra su excusa y razón de ser en la profecía, que había adquirido un auge extraordinario en Florencia desde mediados del siglo XV, hasta llegar al punto de otorgar a la profecía y a la religión un valor absoluto de verdad. Partiendo de esta opinión, Savonarola llega a considerar que el profeta y la profecía son fundamentales para llevar a los hombres a la verdad y al bien. La tendencia a la predicación profética terminará hacia 1530. De hecho, la profecía era «una forma de expresar sus temores, críticas y anhelos»15. En este aspecto llega a coincidir el Inca Garcilaso con el profetismo. Por un lado, la llegada de los españoles es un signo convertido en realidad, pero también ha supuesto la manifestación de un temor: «A este miedo se juntó otro no menor, que fue la profecía de Huayna Capac»16.

La profecía se convierte por este medio en un signo de futuro y determinista que otorga, a su vez, una explicación y justificación para la actuación de los Incas, unida en ocasiones a los mirabilia: «aunque les echaron innumerables flechas y empezaba a arder por muchas partes, se volvía a apagar como si anduvieran otros tantos hombres echándoles agua. Ésta fue una de las maravillas que Nuestro Señor obró en aquella ciudad para fundar en ella su santo Evangelio, y así lo ha mostrado ella que cierto es una de las más religiosas y caritativas que ahora hay»17. Es más, tal y como señala incluso en relación con los mirabilia y las profecías, el Inca trata de encontrar datos que avalen la realidad y existencia material de los mismos, es decir, en algo tan indemostrable, aparentemente trata de ser científico.

Por su parte, el tema de la profecía, como se viene últimamente demostrando, es básico para explicar las causas tanto del Descubrimiento18 como de la Conquista, y se encuentra ligado con el sentido de predestinación, conformándose en una opinión ocasionalmente contradictoria, que oscila entre la defensa de la libertad e individualidad humana, y un futuro predeterminado para el hombre.

Sin embargo, a pesar de las afirmaciones del Inca, la profecía sirve para ocultar su verdad: esto es, lo injustificable de la conquista. Tan sólo por estar «escrito en los astros» se podía explicar tanto la buena fe de los indígenas como la facilidad con que fueron conquistados. En otro aspecto, para el Inca, quien no parece encontrarse demasiado a favor del determinismo profético -éste tan sólo explica la actitud de los Incas la única justificación está en la religión, y le vemos afirmarlo y a su pesar, dado que no se compromete en la opinión: «Y decían que aquellas hazañas [...] eran maravillas que el Señor obraba en favor de su Evangelio»19.

Pero incluso en el tema de la religión tampoco podemos afirmar que, de hecho, sea justificativo de la conquista. Ya incluso en la Italia del siglo XV -debido a la influencia de los textos griegos en el campo teológico- se llegó a afirmar, coincidiendo con las teorías de Ficino, Savonarola, Giovanni Pico y Nicolás de Cusa, que existía «una verdad universal totalizadora en la que participan las doctrinas de cada escuela»20 -cada doctrina humana es la expresión especial de una verdad universal-. Este hecho es sumamente significativo, en cuanto que el Inca, al tratar determinados aspectos de la justificación por la religión, nos permite el beneficio de la duda, pues la difusión del Evangelio parece convertirse tan sólo en el «clavo ardiendo» al que agarrarse, la única vía posible, para no negar su otra cultura, más perceptible aún cuando se pone en relación con su utópico pueblo incaico -utópico en el sentido que le otorgó Tomas Moro21-. De esta forma llegará a señalar que no han sido los españoles, sino las profecías y los mirabilia, los causantes de la pasividad de su pueblo, esto es, son las fuerzas divinas, quienes actuaron como factores decisivos en la conquista:

«Estos miedos y asombros trajeron acobardado y rendido al bravo Atahuallpa hasta su muerte, por los cuales ni resistió ni usó el poder que tenía contra los españoles; pero, bien mirado, eran castigo de su idolatría y crueldades, y, por otra parte, eran obras de la misericordia divina para traer aquellos gentiles a su iglesia católica romana»22.



El ocultamiento de la verdad, junto con la interpretación de los hechos, constituyen el aspecto ficcional de la obra del Inca. Se vale de la retórica, de la ambigüedad, de la lítote, para precisar aquello que oculta. Su propósito fundamental no es tanto la documentación de los hechos, cuanto la denuncia del estado de degradación al que habían llevado los españoles a su patria. Por este motivo el Inca se centrará en aquellos factores que den fundamento de credibilidad a su historia, y dada esta situación, el elemento fáctico de la realidad se desequilibra para dar cabida a lo interpretativo, y a su verdad, pero al mismo tiempo, a lo ficcional.

Es en este momento en el que la realidad se transforma en algo ya no demostrable, sino ambiguo, dado que empieza a ser afectada por otros factores, algunos de los cuales ya he reseñado, como son: la profecía, los mirabilia, las autoridades, y el ocultamiento de la verdad, etc.

Aun así, la obra del Inca supone un paso intermedio (verdad-ambigüedad), en la evolución de lo que podríamos llamar la verdad-realidad a la verdad-interpretación (ficcionalizada). Esta última fase en la importancia concedida a la verdad -que se produce desde el Renacimiento, por los motivos aducidos- está representada por obras como El Carnero, de Rodríguez Freyle. En ella aparecen una serie de elementos que plantean manifiestas diferencias con respecto a la obra de Bernal, y, por supuesto, del Inca. En primer lugar el cambio de lo general -lo político- por lo individual y particular que comporta la búsqueda no de una verdad universal y general, conocida y admitida por todos, sino de las verdades particulares y subjetivas. La verdad que interesa ya no es siquiera la de los hechos conocidos, sino la de los hechos interpretados, sin siquiera excusa u ocultamiento de la interpretación, lo que lleva a la aparición de una realidad subjetiva y, por tanto, mucho más ficcional. Por otra parte el valor de lo documental se pierde a favor del valor de lo anecdótico. De manera qua paulatinamente se centra en la verdad particular.

Desde la dedicatoria al Amigo Lector, señala la «humildad de su historia», «que ya lo que en él ha acontecido no sean las conquistas del Magno Alejandro, no los hechos de Hércules [...], ni de otros valerosos capitanes que celebra la fama; por lo menos no quede sepultado en las tinieblas del olvido lo que en este Nuevo Reino aconteció»23. Además, está presente cierto espíritu de centralización y particularidad, lo que interesa no es el descubrimiento en general, los nuevos hechos heroicos, sino lo particular, cierto aire de regionalismo: «no he podido alcanzar cual haya sido la causa por la cual los historiadores que han escrito las demás conquistas han puesto silencio en esta, y si acaso se les ofrece tratar alguna cosa de ella para sus fines, es tan de paso que casi la tocan como a cosa divina por no ofenderla»24; así mismo, es clara, desde las primeras líneas la ironía que corresponde como tal a una visión personal del tema. Pero en definitiva, la realidad, de hecho, no se valora, se valora lo que se escribe: «Entre sus naturales, naciones y moradores, no se ha hallado ninguno que [...] tuviese letras [...] que donde faltan letras, falta el método historial; y faltando esto, falta la memoria de lo pasado. Si no es que por relaciones pase la noticia de unos a otros, hace la conclusión a mi propósito para probar mi intento»25. Como él mismo reconoce, ya no le interesa averiguar la realidad, comprobar la verdad, sino que por el contrario su interés se centra en adaptar la realidad a su verdad, de manera que el criterio de lo verdadero se convierte en mera interpretación que, partiendo de unos hechos reales, documentales -el referente esencial-, sirve al propósito del autor, y no al propósito de la historia.

De hecho en párrafos como el siguiente lo que destaca es el juicio del autor sobre sus personajes, como es el caso de Francisco Porras Mejía, de quien dice Freyle era vicario y provisor, «grande amigo del presidente y gran señor mío, a quien yo oí y de quien supe parte de las cosas que tengo dichas, como hombre de celo cristiano, ciencia y conciencia, se oponía a todo, pero era siempre rogando»26. En definitiva, la fuente documental no es fiable - critica a su informante-, pero además la documentación que haya podido ofrecerle adquiere el sabor de una charla entre «amigos», sin duda, pero no se sabe hasta qué punto cierta. En definitiva, Freyle adopta el valor periodístico e interpretativo de un artículo de opinión, de una ambientación ajustada. Sin embargo, lo que gana en acercamiento al lector lo pierde en realidad histórica, por ofrecer no una verdad referencial, sino una verdad ambigua.

La obra de Rodríguez Freyle parece participar de la idea de desengaño y decepción que implica una negación a cualquier posibilidad de cambio, lo que supondría, de afirmarse, un afán de progresión. Esta imposibilidad de evolución, supone una clara interferencia en el criterio de lo verdadero, provocado por el hecho de tener que dejar de relacionar lo real con la misma realidad del pensamiento, lo que supone algo más que el mero ocultamiento: el engaño. En este aspecto, lo que había sido el enorme valor concedido a la verdad -verdad que no había que ocultar, sino enaltecer, como es el caso de la obra de Bernal-, se convierte en un valor relativo y, como tal, ambiguo. Por ello se niega, desde el principio, cualquier posibilidad de alcanzar la verdad, y como hemos comprobado, subyace en esta nueva opinión el concepto de desengaño. La decepción, el fracaso de la utopía, que aún intentara alcanzar el Inca, le produjo al mestizo el ocultamiento de su verdad, y llegará a evolucionar en El Carnero, hasta el punto de restar importancia a la adecuación realidad-verdad, dado que lo que le interesa remarcar es la opinión del autor. Así, si tomamos como ejemplo el capítulo V, nos encontraremos con un «a manera de exordio» sobre ángeles, demonios, paraíso e infierno, que apenas si tienen que ver con la historia que narra, (si no es para poner un extenso ejemplo de lo que ocurrió, y del por qué fue necesaria la conquista de los españoles y el sometimiento de los indios, gobernados por el demonio). La interpretación llega incluso a afectar a la historia sagrada: «David, hablando con Dios, hace una carta de excomunión contra el hombre que no tiene misericordia y dice: "¡Señor! al susodicho hazle que sirva y que sirva y que tenga por amo a un tirano. Permite que se le revista el demonio. En ningún tribunal trate pleitos que no salga condenado"», etc.27.

En general, una vez analizadas someramente estas obras, creo poder afirmar que uno de los elementos diferenciadores entre ellas se encuentra en su criterio de verdad (lo que a su vez supone una evolución desde el plano puramente histórico a una plano ficcional). Para Bernal, el conocimiento de lo real y la verdad son partes que se imbrican entre sí, -coincide con la época de auge del imperio-, es decir, elaboraría una historia mimética28, donde coincidirían verdad y referente; la llegada de Felipe II, antierasmista, supone el ocultamiento de las nuevas ideas y la aparición de lo dogmático, situación a la que responde el Inca Garcilaso, quien tan sólo podrá adecuar verdad-pensamiento y verdad escrita en la referencia al pasado de su pueblo incaico, pues como señaló Tomás Moro: «hay muchísimas cosas en la república de los utopienses que, a la verdad, en nuestras ciudades, más estaría yo en desear que en esperar»29. Es decir, el resultado de su crítica (hacia los españoles) y su alabanza (hacia los Incas), se propondría como ideal político a llevar a cabo, pero que sería imposible en la praxis. Pero todavía hay posibilidad de progreso, un camino a la esperanza; en este sentido, se podría hablar de su historia, como una historia simbólica, dado que su significado se origina no en lo dicho, sino en la conclusión subyacente de sus significados ocultos, cuyo resultado se nos ofrece a través de lo analógico. Por el contrario, la realidad de Rodríguez Freyle, se centra en una sociedad desengañada, ante la cual sólo cabe el disimulo, la tergiversación de la realidad, la vuelta sobre sí misma, en cuanto que sus perspectivas no abren camino al futuro, sino que vuelven a observar lo ocurrido, para cebarse en los propios errores, cuyo sentido, si acaso, tiene una función docente. La realidad que se oculta, produce un desequilibrio en la verdad relatada, origina la maravilla, lo sorprendente y lo milagroso, el hecho particular frente a la realidad universal. Su historia trata de alejarse de sus referentes de manera que se contagia de irrealidad y da lugar a una historia, donde tiene cabida lo fantástico.

Este final, no es un final heroico, es el final de un imperio desgastado que origina la ambigüedad, y en definitiva, el ocultamiento de sus verdades, la aparición de un reinado de ficciones, pobre en hechos, rico en ideas.





 
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