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Asimismo su prima Isabel lo describe en términos semejantes: «Rubio, encendido de sol, fuerte audaz, resplandeciéndole los ojos como preciosas esmeraldas de una imagen de oro de ídolo; sonaba su palabra trémula y dulce, y sus labios eran de fuego, y prometían deleitosa frescura... ¡Oh, el hombre de la belleza de Lucifer, el compadecido de su padre, y notado y temido de peligroso!» (Miró 1991, pág. 226).

 

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Precisamente, para Hoddie, las primeras secuencias de la novela se relacionan con las «prácticas ritualísticas de la inmersión en las aguas que representé la disolución en lo indiferenciado, etapa previa a la reintegración» (Hoddie, 1992, pág. 104).

 

3

Las cursivas en esta cita y las siguientes son originales del autor.

 

4

Bajo la égida de la Naturaleza, de nuevo Félix vive, al igual que Guillermo, la fuerza del amor erótico, y en agraz, la premonición de la muerte en términos cristianos, sintiéndose ajeno a la noción de culpa o de pecado dominantes en derredor.

 

5

El amor vivido como experiencia natural, la aceptación de la muerte como perpetuo fluir y las confrontaciones de estas experiencias frente al sistema de pensamiento y el imaginario colectivo conducen indefectiblemente a la crítica de la moral religiosa cristiana, en los mismos términos que Nietzsche los planteara en La genealogía de la moral, La muerte de los Dioses y Así habla Zaratrusta, etc. En la conceptualización del superhombre nieztscheano, el individuo se presenta como genio fuera de toda norma social: un ser incomprendido que se desmarca del orden moral y religioso frente a la colectividad. La sociedad mironiana representa el estrecho orden católico, con el rigorismo de un falso misticismo que domina sobremanera en el universo de las célibes y viudas tías-madres de Félix.

 

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Extirpar la pasión equivale a extirpar la vida de raíz; de ahí la recurrencia y el desdoblamiento antagonista de los símbolos cristianos -la cruz, el valle de lágrimas, o el Cristo de Posuna. Miró plasma la crítica nietzscheana sobre las prácticas perniciosas de la Iglesia al combatir las pasiones naturales con su estricta y severa disciplina. Para el filósofo, extirpar la pasión equivale a extirpar la vida de raíz (Nietzsche, 1973b).

 

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La búsqueda de la verdad está estrechamente relacionada también con Cristo en el pensamiento y la literatura romántica (García Sánchez, 1982 y Lanceros, 1997). Félix aúna las figuras de Dioniso y de Cristo, remontándonos en la tradición clásica al mito de Adonis y presentando con resonancias bíblicas la historia de Tammuz.

 

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La identidad de Félix, como brillantemente analiza Isabel Clúa a partir de la mirada, va evolucionando merced al papel que ejerce en particular Beatriz, el personaje «más consciente del poder de la mirada de los otros y sobre los otros» (Clúa 2007, pág. 52). Beatriz es la única mujer capaz de «otorgarle identidad, íntegra y completa, a Félix» a través del amor (Clúa 2007, págs. 53-53); aún cuando, Isabel, su prima, participe en distinto grado en ese proceso. Curiosamente, por ser un personaje joven, Miró la somete a un proceso paralelo de afirmación personal.

 

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Dichos conceptos adquieren corporeidad lírica en la novela merced a un conjunto de imágenes que van reapareciendo y entretejiéndose en unas isotopías de gran plasticidad y fuerza simbólica para jugar con la memoria y el recuerdo: la noche, la luz, la luna, las cerezas... En los procesos de intensionalización en los que Félix se sumerge, las sensaciones efímeras tienden a eternizar la momentaneidad, en particular, por el efecto iterativo de los objetos seleccionados. Todo lo que fluye, al agotar sus posibilidades de desenvolvimiento, tiene que refluir, volverse sobre sí, repetirse, tornar eternamente.