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Renovar novelando: lo apolíneo y lo dionisíaco en «Las cerezas del cementerio» de Gabriel Miró

Dolores Thion Soriano-Mollá





La superación de una estética, cuando deja de responder a las necesidades creativas del artista pero sigue alentando las expectativas de los lectores, nunca ha sido tarea fácil ni inmediata. Aunque a finales del siglo XIX los consagrados maestros de la novela ya habían abandonado los moldes del Realismo, las alternativas renovadoras, alentadas por nuevos valores e inquietudes, fueron calando muy lentamente entre el público lector. Como ocurre en todo movimiento de renovación, se estaba dando cuerpo estético a unos fundamentos filosóficos e ideológicos novedosos, y en el caso que ahora nos interesa, se estaba reaccionando contra el materialismo científico, contra la visión de la cultura que el industrialismo y el pragmatismo habían desarrollado y, en general, contra los pilares más tradicionales de la sociedad española. Los escritores se estaban convirtiendo en portavoces de la crisis del pensamiento y haciéndose eco de los principios filosóficos, en especial de Nietzsche, que habían ido llegando a España poco antes de que concluyera el decimonónico siglo. No en vano asertaba Gómez de la Serna en 1909, «hoy no se puede escribir una página ignorando a Nietzsche» (Gómez de la Serna, 1909, pág. 5).

Tal vez porque nuestra historia artística prefiera las apariencias del movimiento pendular, en el ocaso del siglo XIX, el relato racional, objetivo u objetivado quedó trasnochado, la fotografía del personaje caduca y la voz del narrador omnisciente se fue enmudeciendo simplemente por agotamiento. Los espacios y tiempos se fueron dislocando y al argumento se le negó su anterior protagonismo. El péndulo se dirigía en su armónico movimiento hacia el escritor, con pericia o sin ella, hacia los sugerentes y una vez más novedosos derroteros de la subjetividad, al buceo en los recovecos del alma para la expresión de un yo dolorido bajo cuyo prisma la realidad de difractó y con ella nuestros esquemas referenciales. Caos, confusión, desorden, deformidad, lucha, contradicción, instinto, irracionalidad, las caras ocultas de la vida, lo oscuro, la noche, lo silenciado, lo indemostrable, lo indecible, lo sublime y lo eterno, bajo el poder de Dioniso; todo ello define la nueva estética de la novela lírica, sin fronteras y sin normas.

No es extraño que un novelista culto e hipersensible como fue Gabriel Miró canalizase así su originalidad creativa, al igual que lo hicieron sus coetáneos, desde Pardo Bazán, Valle Inclán, Azorín, Unamuno, Baroja, hasta Pérez de Ayala o Benjamín Jarnés, por mencionar algunos. Los escritores fueron retando en sus quehaceres creativos a la fascinante subjetividad y la entronizaron como centro neurálgico del hecho literario, como cualidad inmanente del acto de creación y el de lectura, anticipando así las futuras teorías de la recepción. La subjetividad de la prosa buscó sus propios ropajes y técnicas para distanciarse de los prosaicos. En esas encrucijadas, Nietzsche fue un filósofo que nutrió la radical oposición al mundo de la razón y de la cultura imperante de los que numerosos escritores se hicieron portaestandartes (Illie, 1964; Sobejano, 1965). Entre ellos, sobresale la figura de Gabriel Miró sobre quien el pensador ejerció cardinal influencia, sobre todo en sus primeras novelas y, en especial, en Las cerezas del cementerio (1910).

La composición de Las cerezas del cementerio fue singular. Gabriel Miró iniciaría su escritura hacia 1904 y la iría demorando durante seis años. En ese lapso de tiempo y jalonada por Hilván de escenas (1903) y Del vivir (1904), la novela se convirtió en espacio de experimentación. Miró fue plasmando en él una novedosa temática sin programa y sin resuelta voluntad de ruptura, como solía hacer siempre que lanzaba en un nuevo proyecto, sin proponerse «nada. Quiero expresar ideales. Tendencias no las tengo ni las inicio por antiartísticas», declaraba entre confidencias a Andrés González Blanco en 1906 (Carpintero 1983, págs. 102-104). No obstante, las transformaciones que fue sufriendo el texto de Las cerezas del cementerio dan cuenta de las indagaciones de Miró para la expresión de la subjetividad y para el establecimiento de nuevas focalizaciones en vistas a liberar artísticamente el yo (Macdonald 1984, Lozano Marco, 1991). Las primeras cuartillas conocidas salieron a la luz bajo forma epistolar en el Heraldo de Madrid el 5 de agosto de 1907 (Lozano Marco 1991, págs. 317-320), mas en su versión definitiva, la de 1910, la intimidad del yo que habla en primera persona quedó diluida. Gabriel Miró mudó la voz por la cómoda y todopoderosa tercera persona del narrador omnisciente. No era la primera vez que experimentaba formalmente con las voces y las perspectivas novelescas. Ya había ido perpetrando por estos modos de relatar en La mujer de Ojeda (1901), texto que él consideraba «un ensayo de novela» (Carpintero 1983, pág. 102) y en el que plasmó el yo a través del antiguo recurso de la composición epistolar, combinándolo con un relato retrospectivo en forma de memorias en tercera persona. Miró indagaba con la alternancia de voces y de los discursos emotivo y referencial para vigorizar líricamente la novela. Asimismo lo fue experimentando en Las cerezas del cementerio durante aquel lato proceso de creación, al punto que Gabriel Miró singularizaba Las cerezas del cementerio, entre confidencias, como una «novela toda trémula de emoción y muy mía» (Lozano Marco 1991, págs. 56-57), a lo cual, podríamos apostillar nosotros, novela de autor, de personaje, de artista; en suma, de autoconocimiento. Normal resulta, pues, que en un principio el escritor hubiese puesto empeño en cederle la palabra a su personaje principal.

Miró hace que su criatura, el joven Félix Valdivia, viva inmersa en un proceso de desvelamiento y a través de ella va dando vida literaria a sus propios cuestionamientos estéticos en su personal proceso de afirmación. En ese espacio pragmático se sitúa la prosa mironiana, preocupada por reflejar las conciencias nihilistas, la del novelista y la de su personaje, explorando sus emociones, sus deseos y sus frustraciones. Para ello, Miró forja un lenguaje en el que atributo invade el espacio del concepto, en el que diversifica la fijación verbal de almas, sensaciones y emociones, y además, recurre a la potenciación connotativa y a la intertextualidad para potenciar actualizaciones múltiples del relato. Con ello logra conferir al texto una riqueza plurisignificativa que responde a las herméticas y ambivalentes interpretaciones que sus personajes realizan de las realidades empíricas y eidéticas. Como reseñaba Juan José Domenchina, el novelista llega a la mente del lector en pura síntesis, en pequeños toques, a través de los sentidos, porque Miró es víctima de un dolorido sentir. «La acerbidad del dolor humano se intensifica sublimándose a lo largo de su obra. Miró es cabalmente el molde inicial, el arquetipo del estigmatizado. [...] Porque al conjuro de su pluma todo se sensibiliza y la realidad nos llega como transverbada» (Domenchina, 1933). Sin duda Miró hubiese estado de acuerdo con el crítico, ya que él declaraba amar «a mi arte con el amor de mí mismo. Me he creado, me voy creando siempre como artista, con esfuerzo, acechándome con ansiedad y con ocios» (Lozano Marco 1991, pág. 19). Sin duda también, la gestación literaria de Miró en aquellos dilatados seis años resulta de un complejo proceso de contemplación, de introspección y de cuestionamiento: «¿Cómo podría soportar mi misma humanidad si el hombre no fuera al mismo tiempo poeta, adivinador de acertijos y redentor del azar?» (Nietzsche, 2008, pág. 209); se preguntaba Zaratrusta cómo probablemente lo hiciese asimismo Miró.

Anotemos que en la biblioteca personal del escritor alicantino se conservan algunos de los textos de Friedrich Nietzsche que disfrutaron de mayor acogida en España: un volumen compuesto de El Anticristo y El origen de la tragedia (Madrid, s. a.), El crepúsculo de los ídolos (Madrid, 1900) y La Gaya Ciencia (Madrid, s. a.). Las resonancias de algunas de las ideas centrales de este corpus son palpables en Las cerezas del cementerio. La crítica ya ha destacado la impronta del filósofo alemán en la obra mironiana respecto de la crítica socio-ideológica que sus ideas filosóficas subsumen. Hasta la fecha, se han analizado con detenimiento las críticas que Miró realizaba a la Iglesia, a su poderío represivo, a su oscurantismo reaccionario, al control de las normas sociales y de las convenciones morales católicas como cortapisas a la plena libertad del hombre, si bien poca atención se ha prestado a la estilización del pensamiento nietzscheano en las novelas de Miró (Johnson 1985, Márquez Villanueva 1990, Hoddie 1992).

Antes de ahondar en nuestro estudio, recordemos brevemente el argumento de Las cerezas del cementerio. La acción, escasa, se desarrolla en la costa valenciana de principios del XX. Félix Valdivia, joven estudiante de ingeniería, regresa de Barcelona a su ciudad natal con el fin de restablecerse de una amenazante enfermedad cardiaca. Durante el trayecto en barco se enamora de Beatriz, una mujer ya madura que viaja con su hija Julia, y que como él reside en Almina. Ya en la ciudad, Félix va intimando con ella, infelizmente casada con un naviero inglés, hasta que se convierte en su amante. Los lazos que Félix entabla con esa familia reanudan antiguas relaciones, ya que su fallecido tío y padrino Guillermo había sido socio de Lambeth, el esposo de Beatriz y también se había enamorado de ella. Las relaciones amorosas que Félix entabla con Beatriz son consideradas por su familia como una nueva enfermedad, dados los antecedentes prácticamente maléficos que atribuyen a la refinada señora por los antecedentes de Guillermo, quien murió prematuramente por haberla protegido.

Félix mantiene con Guillermo importante homología física y psicológica, de modo que la sombra de su tío habita espectralmente la novela, no sólo por ser un referente determinista y comparativo, sino porque Félix representa la renovada reencarnación de su padrino. Para subsanar la enfermedad moral de Félix, la familia decide enviarlo a pasar el verano con sus tíos paternos en el campo. Las ideas y modos de vida de las familias Valdivia son exponente de una sociedad anquilosada que se rige por rígidas tradiciones y creencias religiosas. Los modos de vida un tanto hedónicos de los que Félix empieza a gozar en casa de Beatriz, al igual que lo había hecho antes Guillermo, crean una serie de contrastes antagónicos que escinden los universos que ambas familias encarnan: la sobriedad espartana frente al hedonismo, la austeridad frente la belleza y el lujo, las normatividad frente a libertad, la represión de las pasiones frente goce sensual; en suma, la modelización del individuo frente a la individualización, el Todo frente al Uno. Por ende, todos los individuos que rodean a Beatriz son personajes al margen, excepcionales, ora positiva ora negativamente.

Tras un tiempo de retiro rural con sus primos y tíos, Félix reanuda sus relaciones amorosas, ya que un inesperado cambio de planes le permite a Beatriz alquilar una casa cerca de Posuna, el valle de los cerezos donde se encontraba su joven amante. La novela se va recreando en las vivencias estivales del protagonista en estrecho contacto con la naturaleza hasta que su salud se quebranta tras una simbólica excursión a la montaña y, a imagen de su tío Guillermo, el joven fallece prematuramente.

Miró no era un nietzscheano a ultranza. Como otros tantos escritores, vivió y se nutrió de las múltiples y heterogéneas corrientes del pensamiento finisecular, a las cuales impuso un tratamiento estético a través de sus creaciones literarias. Como hemos anotado, sus novelas son espacios de reflexión en los que refulge la erudición del escritor y el cañamazo filosófico-literario sobre el que asienta sus leves intrigas. Lucrecio, la Biblia, los románticos alemanes, los simbolistas belgas, los psicólogos y fisiólogos franceses, los filósofos contemporáneos alemanes y los clásicos españoles, en especial Cervantes y la mística, constituyen algunos de los referentes inmediatos, o intertextos, con los que va entretejiendo Las cerezas del cementerio. Entre ellos, sobresalen algunas ideas esenciales del pensamiento de juventud de Nietzsche, en particular, en El nacimiento de la tragedia y Así habló Zaratustra, con sus reminiscencias románticas en tanto que principal fundamento de dicha novela. De hecho, Miró incorpora en su novela componentes esenciales del romanticismo, tales como la búsqueda de la verdad, el desarrollo de la energía creativa, el retorno a los orígenes, el amor a la naturaleza, afirmación del genio o superhombre, el dolor de sentir, la desesperación de lo real, la enfermedad y el temperamento enfermo, el cansancio, la morbosidad y la crueldad que fueron recuperados por el decadentismo finisecular.

En Las cerezas del cementerio Gabriel Miró plantea la paradójica síntesis nietzscheana entre las dos dimensiones fundamentales e irreductibles de la realidad, lo apolíneo y lo dionisíaco y da cuerpo estético a sus respectivas naturalezas, a sus enfrentamientos y armonizaciones y a los principios a ellos asociados en torno al ideal creador como vía de especulación. Merced a ello, el novelista transgrede el realismo genético y la hipertrofia de la imaginación con el realismo inmanente (Villanueva, 1992). Qué duda cabe que en Las cerezas del cementerio, en la que todavía asoman algunos resquicios del naturalismo, Miró plantea el tema de la creación desde un punto de vista vital y existencialista como alternativa a la mimesis realista. Para él la creación de universos imaginativos y utópicos representa además una alternativa para escapar al pesimismo vital, al escepticismo, y para desvelar en el nihilismo los valores positivos que Nietzsche le atribuyó en torno a la voluntad de poder en tanto que creación. Para Zaratrusta, querer es crear, así es como el querer hace a los hombre libres (Nieztsche, 2008, pág. 290).

La confrontación entre lo apolíneo y lo dionisíaco, así como la afirmación de esto último a partir del estudio de la tragedia constituye el eje que vertebra la obra nietzscheana de juventud. Piensa el filósofo alemán que la tragedia se sustenta en la antítesis que personifican las figuras de Apolo y la de Dioniso. Como bien se sabe, Apolo es el dios de las facultades plásticas, es aquel que «brilla», la divinidad de la luz que posee caracteres proféticos y que «reina también sobre la bella apariencia del mundo interior de la imaginación» (Nietzsche, 2007, págs. 103-104). Apolo simboliza la racionalidad, la felicidad, lo coherente, lo proporcionado, el orden, la claridad, la armonía, la mesura, la perfección frente a las fuerzas instintivas.

Dioniso simboliza valores e ideas contrarias. Representa el arte musical, es el dios bárbaro, de la exaltación, del ditirambo, de la espontaneidad, de la embriaguez creadora, del delirio, del placer, del desenfreno y de la orgía.

Por ser Dios de la vida y de la alegría desbordante constituye el mundo de la confusión, la contradicción, la deformidad, el desorden, el caos, el riesgo, la lucha, la noche, el mundo instintivo, la irracionalidad, lo oscuros y lo oculto. Según el filósofo estas dimensiones dionisíacas quedaron ocultas o fueron domesticadas en la cultura griega apolínea, pero sólo encontraron espacio para manifestarse en la tragedia griega. En consecuencia, Nietzsche otorga a la divinidad dionisíaca capacidad liberadora para romper las cadenas que atan el hombre a las normas y lo constriñen a sus limitaciones. A todas luces la tragedia griega es mucho más que una obra artística, constituye la esencia de la verdadera cultura: la lucha entre la vida y su negación; si Apolo simboliza el principio de individuación, para Nietzsche, Dioniso es el aniquilador de la individualidad.

Desde el inicio de la novela, Félix parece pertenecer a primera vista a la esfera exclusiva de lo apolíneo. La belleza física del joven con la dorada cabellera, al uso en la representación tradicional de Apolo, y unos luminosos ojos verdes constituyen los únicos atributos con los que Miró desvela al lector la apariencia física de su protagonista. De Félix, al igual que su tío Guillermo, descuella el cabello rubio como rasgo distintivo e individualizador (pensemos en un contexto meridional) y como objeto de admiración familiar. Las cabezas de estos héroes de entre siglos son doradas, al igual que la de Apolo, porque son cabezas de luz; una luz iniciática en la búsqueda del Uno nietzscheano, del Ideal, del Todo Universal. Con poco que avance en la novela, el lector descubre rápido que ambos personajes están esquejados como personalidades en realidad dionisíacas. Son conversadores bulliciosos, entusiastas y alegres; transmiten arrolladora vida en el contexto en el que se encuentran. Estos atributos antagónicos, las apariencias externas apolíneas y las internas dionisíacas se perpetúan en un desdoblamiento de sus personalidades y sus modos de entender la realidad. Son personajes educados según el modelo de la cultura vigente, mas están dotados de una personalidad ambivalente y misteriosa, dionisíaca, que ni controlan ni comprenden. «Pensó un instante si no le acompañaba algún maleficio»; puntualiza Félix al analizar sus estados de ánimo: «¡Siempre estaba ansioso de alegría y en todo dejaba una ráfaga de tristeza!» (Miró 1991, pág. 171). No es por nada si sus ojos, como los ojos de Lucifer, orientan simbólicamente los derroteros de dicha búsqueda por los demoníacos e irracionales senderos de Dioniso, por ende, amorales, según las normas y valores establecidos. De este modo los describen las mujeres1, las únicas dotadas de sensibilidad para advertir sus conflictos existenciales y expresarlos en términos trágicos y totalizadores, triunfales o, incluso, en crística comunión. A Lutgarda, tía del joven protagonista, ya su hermano Guillermo, «le atraía el pensamiento a vida misteriosa y temida de un mundo de pecado, de muerte, pero triunfal y de quiméricas hermosuras» (Miró 1991, pág. 184). Beatriz enaltece además a Guillermo e incluso lo antepone a Félix al evaluar intuitivamente su capacidad para acceder al Ideal y al descubrimiento de las últimas verdades:

«Era Guillermo alto y delgado como tú, pero más rubio, y sus ojos más verdes que los tuyos. Brotaba en su alma una fuente de alegría siempre renovada, bulliciosa, limpia. Pero cuando se reclinaba en una butaca y quedaba silencioso, inmóvil, soñando, parecía, como tú, entristecido, desgraciado, y su palidez de alabastro transparentaba enajenaciones de místico y aventurero [...]. ¿Qué sois? ¿Qué tenéis de funesto, de glorioso, de trágico, de misterioso en vuestras frentes de hostia?».


(Miró 1991, pág. 119)                


El carácter enigmático que Beatriz distingue en ambos, el distanciamiento y la extrañeza con las que ella los percibe desde el natural e idílico universo apolíneo, armónico y de refinada belleza en el que ella reside, acentúan la singularidad del contemplador, identificado como «místico y aventurero», según refiere el fragmento arriba reproducido; o como héroe, santo, sabio y genio que asume la voluntad de tener conciencia de las cosas (Miró 1991, págs. 115-116). Las citas en este sentido podrían ser numerosas porque a lo largo de toda la novela y en los más mínimos detalles, el narrador omnisciente va subrayando la dualidad apolínea y dionisíaca de Félix desde un punto de vista ontológico, las tensiones que ambos componentes generan, así como sus respectivos momentos de enfrentamiento o de armonía. Desde las primeras páginas de la novela Miró especifica ambas maneras de entender la naturaleza y la organización de la realidad, merced al contraste de personajes de entre los que coinciden en el viaje de Barcelona a Almina a través del mar y bajo la simbólica luz lunar. Pese a su formación científica y a un supuesto empirismo, Félix es prefigurado como un héroe decadente, obviamente nervioso, enfermizo, hiperestésico y romántico. Félix entabla sus relaciones con la realidad a través de la intuición, del sentimiento y del goce en un amplio espectro de apariencias y experiencias. La belleza, el lujo, el refinamiento, la delicuescencia, la voluptuosidad y la sexualidad funcionan como estrategias para representar estilizadamente o apolíneamente realidades percibidas como distintas. Así, el lector descubre a Félix en las primeras páginas de la novela contemplando la transformación de la luna al despojarse del velo de la Tierra y, a su vez, al joven siendo objeto de contemplación femenina:

«[...] contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la luna roja. Y cuando ya estuvo dorada, sola en el azul, y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad; y luego, le distrajo un fino rebullicio de risas. Volvióse, y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo».


(Miró 1991, págs. 93-94)                


Subrayemos cómo frente a la secuencia temporal progresiva y lineal de la novela realista, Miró rompe con la percepción del tiempo fluyente e introduce la de fijación estática de un momento que se vive contemplativamente con sensación de eternidad. Además, plástica y anafóricamente se anuncian las claves principales de la novela, las relaciones que la realidad esencial mantiene con la realidad artísticamente transformada, el yo, en su abandono y en la plenitud cósmica del espíritu, y la significación de la mujer en el proceso de desvelamiento de la verdad. En ese viaje a través del mar, mítico espacio de transformación y renacimiento2, el narrador desdobla irónica y cervantinamente algunas percepciones de Félix, tergiversadas a la luz de los modelos racionales vigentes: las idealizadas «princesas de conseja le parecieron al estudiante las dos mujeres» (Miró, 1991, págs. 97); en realidad Beatriz y su hija; o las visiones plásticamente estilizadas, como ocurre en el breve episodio de los atunes y las agujas refulgiendo bajo la luz del sol en el mar, anécdota con la que Miró contrapone la lógica racional al particular modo de aprehender la realidad de aquel joven atípico ingeniero «que no había atinado a decirse esas verdades» (Miró, 1991, págs. 100). Félix rechaza el intelectualismo cartesiano y siguiendo la estela romántica traslada el entendimiento al corazón y a la experiencia sentimental. Si Félix percibe realidades distintas como las referidas en los ejemplos anteriores, es porque así las siente o las experimenta a imagen de Dioniso. No se trata de copias miméticas y representativas, sino sentimientos, aquel tacto o contacto de veras que Unamuno identificaba en tanto que cenestesia vital (Cerezo Galán, 1996). Sólo Félix sabe alejarse de la perspectiva racional común en nuestra cultura y es capaz de percibir una hermosura que se desvanece si no entiende o se ve con imaginación. «Esa misma sierra, delgada, purísima, cristalina a los lejos -asegura Félix-, si caminásemos y fuésemos a su cumbre, acaso nos desilusionase, mostrándose distinta» (Miró, 1991, pág. 99). Para Miró el problema del sentido es independiente del de la verdad y ésta no es sino parcialmente inteligible en el mundo diurno, tanto más en cuanto que Félix utiliza el lenguaje de Apolo para expresar sus aprehensiones dionisíacas de la realidad. Esos contrastes entre verdades, apariencias y percepciones nutren el desarrollo de la novela, al socaire de los demás principios filosóficos enunciados por Nietzsche en su juventud.

Miró y sus personajes Félix y Guillermo son portaestandartes de la voluntad de poder nietzscheano, a partir de la interpretación metafísica de la voluntad de vivir de Schopenhauer, ya que ambos personajes desenmascaran subjetivamente el estado natural de las cosas y muestran que el poder «no puede imponerse de otro modo que según el modelo de creación artística» (Sánchez Meca 2006, pág. 314); o lo que viene a ser lo mismo, la voluntad de poder es voluntad de creación de realidades forzosamente distintas, las sentidas y experimentadas, las que nos hacen «padecer, sufrir y gozar, en una palabra: vivir. [...] (ya que) sentimiento, voluntad e imaginación constituyen la tríada interior de nuestra subjetividad» (Cerezo Galán, 2003, pág. 523).

La búsqueda de las verdades ontológicas –universales o personales– resulta para Félix un proceso de inquisición trágica o dionisíaca. En ella pergeña a través de la misteriosa historia de su tío Guillermo y de su quimérica presencia. Ambos gozan de la capacidad que Nietzsche atribuye a la música y Miró a la palabra, en tanto que instrumento de conocimiento y de expresión que supera los límites humanos para aprehender la realidad; o sea, como medio eficaz para desvelar verdades profundas y sutiles y llegar a alcanzar la esencialidad prácticamente inefable (Guillén, 1969). Esta capacidad la atribuye asimismo Miró a sus románticos personajes, pero asimismo, al héroe, al santo y al sabio, según declara el narrador en Las cerezas del cementerio. Todos ellos son capaces de:

«[...] desposeerse de lo presente, en alejarse de sí mismo viéndose entre un humo o un vaporoso luminosos de gloria, de infortunio, de infinito, dentro de un pasado remoto, inmenso; envueltos en una mañana si límites, perdido, olvidado o malquerido el pobrecito instante de lo actual. La augusta serenidad divina emanaría de no salir nunca del Hoy eterno».


(Miró 1991, pág. 115)                


Merced a la voluntad de poder, a la voluntad de continua creación o de transformación, Félix Valdivia va tomando conciencia de sus involuntarios cambios de estado de ánimo, del paso de la exaltación y de la alegría a un ansia misteriosa, insaciada, que le hace presentir una realidad oculta. Por la misma razón, el joven acaba asumiendo ese acontecer interior y aceptando la percepción vital de las dolorosas verdades primeras, que son radicalmente distintas de las percibidas en sus estados de euforia. Al considerar al ser humano bajo la óptica nietzscheana sólo como naturaleza viviente, pensante y volente (Pérez-Estévez, 2006, pág. 41), el novelista siente la necesidad de demorarse en el relato y someter a su personaje a un análisis introspectivo que le ayude a elucidar la naturaleza de aquellos cambios anímicos. Desde un punto de vista literario, Miró los plantea bajo la apariencia de la enfermedad y la ruptura de la dimensión temporal lineal e irreversible de las culturas cristianas. En consecuencia, impone a su criatura la visión retrospectiva, la evocación o la rememoración de un pasado que le inducen a sentirse al margen del tiempo fluyente:

«[...] recordando lo pretérito o fingiéndose lo no llegado o desconocido en tiempos, tierras y placeres. ¿Era esto prenderse alas a su ánima, ennoblecerse, sublimarse? Pues siéndolo, ¡Señor!, confesaba que, lejos de probar el altísimo goce que viene de pulir nuestro espíritu, el suyo padecía y se apagaba. ¿[...] por ese hundirse en lo pasado, embriagándose de su rara y santa fragancia, y el perderse en lo no visto, queriéndolo tener, siendo nada, y no gozar la realidad viva y sabrosa?».


(Miró 1991, págs. 115-116)                


La Verdad única, el Todo, no se alcanza más que descendiendo a los infiernos de Lucifer o enajenándose en la diversidad y multiplicidad de la realidad, como Dioniso, en la tierra, sin esperar paraísos eternos. En un principio, Félix, al que cede la palabra el narrador, tiene que asumir sus contradicciones, sus «[...] ¡Rarezas!... ¡Pero si me reí de mis pobres ideas! ¿A qué venía ese ayer y ese mañana y el hoy divino y humano, y aquello del sabio, del santo, del héroe y del genio, con toda su niebla o vapor azul y luminoso de la gloria y de lo que está lejos; y entristecerme y desbordar de mí mismo» (Miró 1991, pág. 116)3. Pese a sus luchas internas, Félix sigue la andadura del caminante de Así habló Zaratustra (Nietzsche, 2008, pág. 223) para poder descubrir su propia condición humana. Las cerezas del cementerio es el relato de un viaje, el del protagonista que deja la gran urbe moderna, Barcelona, símbolo de progreso industrial, para buscar el sosiego de la vida retirada en el campo alicantino. En ese itinerario iniciático, Félix Valdivia requiere el auxilio de Dioniso para expresar el conocimiento que a la razón escapa. Ahora bien, cada respuesta requiere para su materialización expresiva la fuerza apolínea de la apariencia, el ensueño y la imaginación, las metáforas, los símbolos y los mitos como lenitivo para la dolorosa expresión de las verdades últimas del universo. Félix va así aceptando las antinomias y armonizando los preceptos de Dioniso con los de Apolo, cada vez que se siente inmerso en una realidad autónoma que le permite salir de los límites de su humana y limitada condición en una vital experiencia estética.

El viaje de Félix representa el retorno a los orígenes como fuerza en primera instancia regeneradora en el que va a experimentar la mágica transmutación de las realidades socioculturales en valores personales, naturales y verdaderos, oponiéndose a su entorno familiar inmediato y a la sociedad con su moral represiva en sus códigos y en sus usanzas. «¿Osarás presentarte con esas ropas campesinas?»; inquiría su tía Lutgarda: «Mira que el concierto es de grande solemnidad», pero para Félix es más importante la soledad en la simbólica «sombra de nuestros viejos olmos...» (Miró 1991, pág. 119) que cualquier acto social. La afirmación de sí mismo conlleva, entre otras facetas, la imposición de su voluntad y deseos al margen de las convenciones. Recordemos la escena en que el joven protagonista conversa con su tía Lutgarda sobre su religiosidad y acepta que ella le sirva carne de palomo aun cuando él la aborrece. En un principio Félix parece plegarse a su educación esmerada, ya que «cualquier cosa comería él para no contrariar a esas ánimas» (Miró 1991, pág. 207), si bien en puridad: «Félix dejó cortada la pechuga del ave, sin probarla... ¡Si no le gustaba! ¿Qué había de hacer?» (Miró 1991, pág. 207). El interés de este hecho vulgar no reside tanto en desafiar la norma socializada contradiciéndose a sí mismo, como en las reflexiones simultáneas que acompañan ese acto trivial y cotidiano y, en especial, la división simbólica que Félix establece entre las personas «que se queman en la llama del Ideal» frente a las que mueren con «la luz de la lámpara» bajada o en la vulgar realidad; es decir, entre él y su tía. En consecuencia, el retorno a los orígenes se cifra en el conocimiento de sí mismo y de sus limitaciones, esa es la lección que Félix aprenderá cuando descubra su propia identidad y sea capaz de aceptarse como hombre distinto con todas sus limitaciones. En los senderos de Dioniso, Félix rompe el sortilegio de la individuación y asciende a «las Madres del ser, hacia el núcleo más íntimo de las cosas» (Nietzsche, 2007, pág. 192).

El destino de Félix, su fatum, lo conduce al retorno del yo a la Naturaleza, a la fusión con el paisaje hasta llegar a sentir la indistinción de los orígenes, recogiendo «toda la mañana dentro de sus ojos» y embriagándose «de vida gustándola, sorbiéndola, aspirándola en la alegría de los árboles, del sol, del agua y del azul magnífico» (Miró 1991, pág. 200). En las diferentes etapas de su trayectoria, Félix cede al arrebato de los instintos, al sentimiento sin razón, a la intuición ilógica, a la entrega irreflexiva, explosión descontrolada de emociones y al goce sexual como medios para desentrañar nuevas claves del misterio de la vida, de su propia vida. Sólo arriesgándose, él logra disolverse y alcanzar la inmensidad cósmica bajo el signo de la inocencia natural como ocurre en la escena siguiente4:

«Volviose a Doña Beatriz, y la vio bañada de los colores de la luna derramada en los divanes.

Abrió las vidrieras, y apareció religiosamente la azulada palidez del espacio. Los fastuosos colores que vestían a la mujer se deshicieron, y quedó vestida de luz y blancura nupcial. Entonces los brazos de Félix la ciñeron. Parecióle que estaban en el templo solitario de un astro, alumbrado suavemente para ellos. Y tuvo la divina sensación de que abrazaba un alma desnuda, alma hecha de luna y de jazmines. Y exclamaba:

Mirar el cielo y tenerla abrazada, ¡Díos mío!

Extenuados y delirantes, se reclinaron sobre los amplios asientos de seda. Un rayo lunar los envolvía...».


(Miró 1991, pág. 141)                


La relación amorosa de Félix y Beatriz, a la que él sigue denominando madrina como en su infancia, es una relación ambigua. Es adúltera y simbólicamente incestuosa. Beatriz es la mujer y la madre protectora, la que asiste y acompaña a Félix en los pseudosacramentos o actos panteístas y existencialistas en su iniciático retorno. Miró convierte en nuevo trasunto literario el mito de Edipo, desarrollado por Nietzsche en El origen de la tragedia para que Félix pueda destruir las leyes establecidas por la cultura apolínea (Pujante 1997, págs. 110-114; Stein 1980, págs. 73-82). Las trasgresiones de Félix, trasunto de las de Edipo, son inocentes y naturales, por lo que la relación adúltera es un acto casto, fruto de la espontánea satisfacción del propio yo, del instinto animal que llevamos dentro. Miró le confirió obviamente naturaleza pura5, «un tronco de blandura, de castidad. El primer estrado fue la luna, ¿te acuerdas? Mira, esta tarde, el amparo de este árbol grande y sencillo, árbol de portal de molino; y hay también fragancia de inocencia, de simplicidad» (Miró, 1991, pág. 159). Miró rechaza los valores establecidos y en ese retorno a los orígenes del protagonista, lo considerado socialmente como amoral o antinatural adquiere nuevas valores de excelsitud6.

Por constituir el eje central de la novela, el proceso de maduración de Félix es opaco y lento, ya que la identidad de Félix está constituida por una pluralidad de fuerzas, por sus antagónicos estados anímicos y los sentimientos que traducen la «doble voluntad de mi corazón» (Nietzsche, 2008, pág. 213). La complejidad del proceso se incrementa merced a la multitud de factores y elementos que Félix va aglutinando y que acentúan su pequeñez humana, la del caballero del Verde gabán en el itinerario hacia la mítica cumbre de la montaña7. El joven protagonista comparte así con Zaratrusta una doble voluntad: la de asirse a su condición de hombre ordinario cuando se sienta arrastrado hacia arriba por su otra voluntad de superhombre. Félix opta por vivir a imagen de Zaratrusta «ciego entre los hombres; como si no los conociese [...] esta es la tiniebla y éste es el consuelo que me han rodeado a menudo [...] esta es mi primera cordura respecto a los hombres, el dejarme engañar, a fin de no tener que mantenerme en guardia frente a los engañadores» (Nietzsche, 2008, págs. 213-214).

Desde una perspectiva puramente nietzscheana, hay que admitir que Félix también se deja engañar. En consecuencia, las conclusiones que ha ido formulando la crítica literaria sobre la identidad de Félix bajo los marbetes de infantilizada, afeminada, enferma, fragmentada o narcisista resulta inapropiadas (Larsen 1997, Rallo 1986, García Lara 1999, Clúa 2007); inapropiadas porque se fundamentan en criterios lógicos y racionales ajenos a aquel sistema de relaciones que el protagonista entabla con las apariencias y consigo mismo, cuando busca la verdad desnuda con lucidez (Matas 1979, Lozano 1991). Precisamente en ello reside su grandeza (Ruiz 1982). Haciendo acopio de las palabras de Nietzsche, esos atributos proceden de la crítica que funciona como el «hombre de cultura, acostumbrado a ensimismarse en su única realidad» (Nietzsche 2007, pág. 144). En la misma línea, la ceguera, la mirada transmutadora, la inmadurez o la desintegrada personalidad que la crítica suele atribuir al joven protagonista no son factores ni negativos ni nefastos, ni siquiera por estar abocados para la muerte. Son simplemente trasunto literario del antiplatonismo que Nietzsche expuso en sus reflexiones sobre la función del sátiro o del coro en la tragedia y del nuevo sentido que la muerte cobra en su pensamiento filosófico. Según Nietzsche, el sátiro que «accede a la verdad y a la naturaleza en todo su potencial» (Nietzsche, 2077, pág. 145) es un ser poseído por el influjo de Dioniso; el coro de sátiros de la tragedia primitiva estaría formado por los sátiros junto con aquellos hombres que aceptan ser representados por ellos. El coro, en el que se ubica Félix, es una «especie de espejo que (como) hombre dionisíaco» (Nietzsche, 2007, pág. 145) el individuo se pone delante. Si en el acto de representación dramática, el actor ve la figura en la que ha de transformarse, también en el coro o en la fábula de la novela el personaje acepta ver su metamorfosis ante sus «propios ojos y actuar como si uno se hubiera introducido realmente en otro cuerpo, en otro personaje» (Nietzsche 2007, pág. 147). Es más, aprueba verse «envuelto en esa procesión de espíritus y de saberse en comunión íntima con ellos» (Nietzsche 2007, pág. 147). De hecho, la pérdida de identidad, la identificación del protagonista con los otros en detrimento de la continuidad consigo mismo constituyen las bases de las condenas de Platón al arte dramático. A ellas asigna Nietzsche un nuevo valor, la de un estado de encantamiento en el que el exaltado hombre dionisíaco se ve a sí mismo como sátiro. Del mismo modo, desde un sistema unívoco de apariencias platónicas, Félix da la impresión de no reconocerse a sí mismo, si bien, por su condición dionisíaca, puede ir comulgando con esa serie de espíritus que le permiten acceder a la realidad primera, al Todo, del genio en contacto con lo Universal, con la Naturaleza y el Amor. No es extraño pues que sus familiares reincidan en esos desdoblamientos y no le otorguen su personal identidad, sino la espectral, la heredada de su tío Guillermo que él mismo va asumiendo como reencarnación, como hasta entonces había asumido las normas familiares, sociales o apolíneas: «¡Como Guillermo! ¡Me mataban como a mi padrino [...]! ¡No decís que soy lo mismo que él? ¡Pues lo mismo muero!....» (Miró 1991, pág. 305), exclamaba Félix.

En Las Cerezas del cementerio, como en el pensamiento de Nietzsche, una idea remite a otra y ésta, a su vez, a la primera, de modo que se va creando un diálogo entre referencias que se van aclarando entre sí. Al descubrir la historia de su tío Guillermo, Félix se reconoce en él, en su individualidad personal y en el decadente devenir de su existencia. Merced a ese proceso de transformación, el joven es capaz de percibir una visión exterior que es la expresión apolínea de su estado dionisíaco (Vattimo 1991, pág. 21). Por consiguiente, Félix no vivirá preso de las limitaciones del conocimiento para aprehender las verdades ni su identidad con Guillermo como se suele argumentar, sino que sentirá de modo radical, o sea, la consentirá o la sentirá conjuntamente, un sentir conjuntamente la realidad, la padecerá en los mismos términos con los que Pedro Cerezo Galán analizaba el subjetivismo del Fin de siglo, como tomando:

«[...] parte en la experiencia compasiva en el sentido literal de no sentir lo otro, lo radicalmente otro y con el otro [...] este es el nuevo sentido de la conciencia frente al inmanetismo y solipsismo cartesiano: un saber connatural de lo vivido, experimentado, en el con sentimiento (más radical que el mero acuerdo objetivo), y la coparticipación».


(Cerezo Galán 2003, pág. 523)                


Por otra parte, el sentimiento no es ciego, sino vidente; clarividente porque logra ver dimensiones cualitativas plurales que escapan al entendimiento objetivo aunque los críticos no siempre tengan presente este criterio al analizar las relaciones entre las quimeras de Félix, la fábula y la realidad. La asunción de las visiones que los otros personajes, en particular femeninos, tienen de él forma parte del mismo proceso8. Bajo una perspectiva nietzscheana su funcionalidad no consiste tanto en demostrar la fragilidad y el narcisismo del protagonista y su dependencia respecto de un mundo femenino fuerte, como en generar otras imágenes apolíneas para su yo dionisíaco; unas imágenes con las que estiliza epistemológicamente la realidad del estado natural en el que Miró ubica a su personaje. Si el peso de las mujeres es predominante en Las cerezas del cementerio, lo es merced a la pluralidad de componentes no sólo emocionales o sexuales que van a ir satisfaciendo la naturaleza dionisíaca de Félix, sino también a las diferencias que ellas representan en relación o dentro del universo de los Valdivia y de la sociedad en general. Ellas poseerán o irán afianzando su voluntad de poder; ellas son (Beatriz) o irán siendo (las jóvenes Julia e Isabel) tan rebeldes como el propio Félix bajo criterios distintos. Ahora bien, las mujeres, fuertes (Isabel, la mujer de Giner) o libres (Beatriz y Julia), son personajes que lograrán trascender los límites de la sociedad apolínea para afirmar sus propios valores dionisíacos, pero a diferencia de Félix, no en términos ontológicos ni estéticos, sino como «fijación social de las fronteras entre lo verdadero y lo falso, de la jerarquía de los conceptos, de los límites de los sujetos» (Vattimmo 2002, págs. 179-191). Porque para Miró las ideas o los individuos se clarifican en un juego de múltiples referencias y perspectivas, estratégicamente va alternando y sobre todo retardando las perspectivas femeninas que versan sobre su protagonista hasta que se encuentre en un estado avanzado de maduración. Tan sólo cuando el novelista presente la relación amorosa con Beatriz bajo el prisma femenino (Clúa 2007, pág. 50), el lector descubrirá que ella «no le amaba por eficacia y derivación de la memoria de Guillermo. Amábale por él mismo» (Miró 1991, pág. 266), ya no seducida por los atributos grandiosos del héroe que la tradición ha esclerotizado y con los que en un principio Miró no hizo ver a Guillermo. Al contrario, el verdaderamente héroe es Félix, el casi niño, el «hombre ideálico» (Miró 1991, pág. 267) o dionisíaco cercano al vulgo, «envuelto por nieblas de romántico misterio; y esas que cegaban o embellecían la visión de lo vulgar, no se alzaban en la lejanía, sino que prorrumpían de la misma tierra que ella pisaba, a su lado, dormidas sobre lo magnífico y lo sencillo» (Miró 1991, págs. 266–267). En última instancia, para Félix la fábula de Guillermo, las vivencias en contacto con la Naturaleza, los amores con Beatriz o las atracciones que siente hacia las otras mujeres ejercen el mismo papel lenitivo que la tragedia para los griegos, aquél de enmascarar el dolor de ser sí mismo.

Al hilo de las lecturas nietzscheanas, Miró muestra en el desarrollo de Las cerezas del cementerio cómo Félix va asumiendo sus identidades y afinando su relación diferencial respecto de Guillermo. Porque iteración o reencarnación no quieren decir repetición, de la transformación o de la destrucción surge la nueva creación. Así Félix abraza la vida y la muerte según anunciaba Nietzsche en La Gaya Ciencia, no como conceptos terribles ni enigmáticos, sino en tanto que opuestos que se requieren mutua y eternamente, como «eterna voluntad de creación, de fecundidad, de retorno; el sentimiento de la única necesidad del crear y el destruir» (Nietzsche 1973, pág. 176), de fluir y el refluir o la avidez de disolverse en la nada porque el devenir es infinito9.

Gabriel Miró despoja a Félix del esperado carácter nietzscheano de forjador de conciencias, así como de toda vinculación social colectiva en aras al desarrollo de un individualismo a ultranza, del egotismo que la novela de artista o el Künstlerroman requerían (Márquez Villanueva 1997). No obstante, si Félix debe retornar al estado natural y ascender a la cumbre, como Zaratrusta a la montaña, es para adquirir conciencia de sí mismo, de su identidad para lograr emanciparse del espectro de Guillermo: «Lo confesaba: él no era como ese hombre genial y desaventurado... Y sintiéndose libre, sólo señor de sí mismo, gozaba de altivez... y nublábase de tristeza, queriendo arrancar de sus entrañas la compañía del muerto» (Miró 1991, pág. 234) y prefigurar los rasgos del superhombre.

El triunfo de Dioniso se materializa, recogiendo la tradición de los personajes bíblicos o del mismo Zaratrusta, al ascender hasta la Cumbre. En contra de sus expectativas, en la montaña Félix halló el vacío, el desorden, el caos y el dolor que la liberación de las máscaras y de los disfraces de la resignación generan. En esa excursión a la montaña, el joven fue capaz de columbrar sus personales verdades, por ello quiso en la «soledad de las altitudes, apartarse y mitigarse de las inquietudes de sus amores imprecisos, que iban perdiendo sus velos, quedando en las crudezas de todas las pasiones», antes de restituirles su verdadera naturaleza y significación, «no; Félix no las codiciaba y le atraían, quitándole del goce de las altitudes. Y aturdido pronunció sus nombres, que se desvanecieron en el espacio como humo» (Miró 1991, págs. 282-283).

En la cumbre Félix desenmascaró la realidad de las apariencias oníricas y objetiva su identidad dionisíaca, tan humilde como el de aquellas moscas o aquellas golondrinas que «siempre las viera rasar el suelo, muy humildes» (Miró 1991, pág. 282) con quienes no esperaba compartir la simbólica grandeza de las alturas. Como elucidaba Nietzsche, ese desvelamiento «no representa la redención apolínea en el marco de la apariencia, sino, antes al contrario, el desgarramiento con el individuo y su fusión con el Ser originario» (Nietzsche 2007, pág. 148). En consecuencia, en la montaña, el hombre, el sátiro y el pastor bucólico pueden destruir sus fantasmagóricas percepciones de la realidad estilizada y apolínea y aceptar sus humanas limitaciones.

A Félix le sorprenderá la realidad en estado bruto u originario, el primitivismo que le apresó en el episodio de aquella oveja muerta que había confundido con una anciana en la cumbre:

«¡Adónde huye nuestra piedad! Le recorría heladamente la sangre. Se lastimaba de la cordera y odiaba a la vieja. Se lo confesó: ¡hubiera preferido que la emponzoñada fuese la vieja! ¿Señor, es que duerme siempre en nuestras entrañas una hez abyecta de crueldad? ¿Qué torcedura hizo de las raíces de toda su vida para extraer una gota de lástima, que resbalase y enterneciese su alma, para mover siquiera el retoñar del remordimiento? ¡Y, nada! ¡Estaba seco y árido como hecho de cal! ¿Qué le importaba ya el compadecerse de la fingida víctima, si era piedad no destilada de su corazón, sino que la exprimía del árbol de la ética, duro y rígido como la encina? Creía que el Bien así logrado era otro quien lo realizaba, distinto de sí mismo».


(Miró 1991, págs. 292-293)                


En tan simbólico lugar, el alma trágica de Félix, inmersa en la experiencia del vacío y la oquedad del mundo desencantado, renuncia a la ilusión apolínea que antes le permitía afrontar la vida con sus ensoñaciones. Del mismo modo, en sus postreros instantes, en su última lucidez de eficaz sesgo cervantino, «solo y señero de su ánima hallábase Félix; los nidos de quimeras quedaban vacíos de los engañosos pájaros de antaño; y ya no tenía calor para llenarlos de águilas ideálicas y suyas (Miró, 1991, pág. 308). Asimismo, por haber imaginado su muerte como repetición de la de Guillermo aún siendo consciente de su humilde condición, Félix, como el sátiro nietzscheano, «rióse mucho», describía su protectora tía Lutgarda: «Yo me asusté de su risa, y me llamó: "¡Ya vivo tía Lutgarda, sin antojos, sin nieblas en el entendimiento! Nadie me mataba, ni Koeveld me mordió; fue sólo un síncope lo que tuve"» (Miró 1991, pág. 305).

Miró sólo permite que Félix, con una voluntad lúcida, se comprenda a sí mismo cuando comprenda «la radicalidad de su vida como juego de apariencias, como momentaneidad y paso» (Pujante 1997, pág. 75); y consienta en liberarse de los quiméricos lazos que lo habían encadenado a su tío y, además, descifre la verdadera naturaleza de sus relaciones con las mujeres. Félix será capaz entonces de aceptar el vacío y el sinsentido del todo porque a ello le remite su humilde pero dionisiaca identidad. En esos actos de voluntad y de resignación activas Félix, nietzscheano, admite a la vez la voluntad de trascenderse y perpetuarse, de creer y crear, de disolverse en la nada seducido por el vacío. En la cumbre empequeñecido ante un Todo inaprensible ya lo había sentido, «se le deslizaba la vida como una corriente por llanura; era un sentimiento de tanta levedad y lentitud que hacía presentir la muerte... ¡Qué sensación tan clara, tan intensa, del olvido!» (Miró, 1991, pág. 283).

La muerte de Félix es la nada de lo que ha de venir, destruir es cambiar, llegar a ser y transformar en el perpetuo fluir de la vida. Con la muerte de su protagonista, Miró hace apología del espíritu de creación, lo cual confiere una gran densidad alegórica a la novela. Si la familia Valdivia no percibe a Félix sino a imagen de su fallecido tío Guillermo, es porque para el autor el joven encarna el triunfo del eterno retorno. Por ende antes de cerrar la novela, Miró perpetúa el triunfo final de la eternidad que simbolizan las cerezas del cementerio en el desenlace, cuando las mujeres que amaron a Félix las saborean, como él mismo las degustó arrostrando las normas.

Si, en última instancia, Félix el dionisíaco vence en el continuo renacer para morir y del morir para que la vida de nuevo triunfe, Miró, con su maestría, consigue que su novela acredite el alcance subversivo del arte.






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