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Retrato en un espejo

Ricardo Gullón





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En Charles Morgan tiene la novela inglesa un maestro, uno de esos tenaces artistas que continúan la línea de Jane Austen, de George Moore, más directamente de George Meredith, y que no se permiten concesiones. Nada es vulgar en la obra de Morgan, nada tampoco es fácil ni precipitado. Su Retrato en un espejo, aflora traducida al español, es una novela perfecta; no, por fortuna, una novela demasiado perfecta. Pues el demasiado constituye el escollo a salvar para la arribada a esa difícil, casi increíble perfección.

Ante todo, se logra un inverosímil equilibrio, una ponderación que convierte cada trozo de la historia en acabada unidad que tiende a insertarse de modo mecánico, mejor diríamos natural, en la suprema unidad del conjunto. Se recibe la sensación de que los elementos que componen el relato fueron cuidadosamente laborados, de que allí se ejercitó un artista inteligente, mas también un obrero lleno de paciencia, de amor al oficio, con el necesario sentido de la medida. La novela, estimada en visión de conjunto, parece escrita de un solo vuelo, en ininterrumpido acto creador; el empuje inicial dura hasta el fin, tan lleno de vivacidad y de promesa como lo está el primer capítulo.

Este Retrato es, en cierto modo, «la imagen de una alma reflejada en el espejo de otra alma», la reproducción en la de un joven artista, de la cambiante, compleja silueta espiritual de una encantadora mujer. Cuenta Morgan la vieja historia de cómo brota un primer amor, que   —450→   es en el texto pasión entreverada con reacciones críticas, con observaciones cautelosas y previsoras.

Que Nigel Frew, todavía en la orilla de la adolescencia, se sienta atraído, seducido, por la presencia en su vida de una mujer hermosa, no es suceso que pueda sorprender al lector. Como tampoco su natural propensión a inventarle un alma, una angustia, unos sueños que se correspondan con los suyos. Mas lo que no puede conseguir es que la muchacha se conduzca de acuerdo con esos anhelos que su imaginación le atribuye. Y así, cuando intenta pintar su retrato, fracasa, porque al inclinarse hacia ella con la mirada atenta del artista, no descubre en Clare la imagen que brilla en el fondo de su corazón. No puede fijar en el lienzo esta figura tornadiza, «que no es la misma de hora en hora ni en un momento determinado para dos personas que la miren», que no se ajusta al esquema romántico que él ha previsto, o quizá es así en algún instante y después parece diferente, como puede serlo el mismo paisaje observado con más o menos luminosidad.

El alma del joven tampoco es tan rígida y compacta como la cree. Su entrega es menos absoluta de lo que él mismo piensa. Ama, es cierto, y parece decidido a sacrificarlo todo a su amor, a dejarse arrebatar por él; pero al propio tiempo advierte que en la renuncia se pierden las posibilidades de avanzar por el camino que su vocación le propone. No vacila, y renunciará; pero lo extraño es que pueda plantearse con tal lucidez los términos del problema. Ante todo, desearía saberse querido, pero es aún demasiado pronto para que Clare pueda ver su propio, escondido, germinante amor. Por eso, cuando la proponga la huida, una romancesca y vulgar evasión hacia la aventura, ella no aceptará, sintiéndose ligada a los deberes, a los compromisos, de que está tejida su existencia.

En esta negativa de la mujer, en el valor que le permite resistir el contagio de su exaltación, encuentra Nigel «una dichosa ilusión de paz». Y después, al separarse, será ella la que primero cederá. Pues, por su parte, el muchacho ha superado un momento decisivo de la vida y ya difícilmente verá en la nueva mujer que se aleja el ser de aquella cuyo amor le duele en el corazón, mientras que Clare, exaltada por la pasión luciente en los ojos del artista, «ya no estará contenta con ninguna amistad, ningún afecto, ninguna admiración que no sean como la admiración que (Nigel) siente por ella. Desde que ha visto las altas sierras, menosprecia sus propias colinas».

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Por eso, al separarse, él lleva colmado el corazón y puede sin amargura retornar a la regularidad y a la monotonía de su existencia anterior. Le ayuda el automatismo de sus actos, lo previsto de los movimientos que cada día tendrá que ejecutar, mientras sus ojos, que han aprendido a mirar, le descubren que «nunca tuvo la naturaleza más vigor ni las cosas materiales poseyeron una realidad más penetrante», y en la soledad encuentra la decisión de no renunciar, la vitalidad necesaria para confiar de lleno en sí mismo, en lo genuino de su vocación.

El tránsito de estado de ánimo está marcado con delicado arte. El conocimiento de la amada en la tarde estival, su inesperada presencia tras los pesados cortinajes, en el marco de su balcón, hace ya pensar en un cuadro viviente. El último día en Lisson, acompasado el ánimo al tedio de la lluvia incesante, y después, en la noche sin viento, sin agua, la despedida, en que el turbado corazón consigne hallar consuelo. Más adelante, es en una tarde de sol limpio, de primavera brillante, cuando adopta Nigel la resolución de seguir adelante, identificándose «con aquel día de vitalidad y resurrección».

En la segunda parte de la novela, cuando Clare es ya la señora Fullaton, advierte Nigel que su amor, la canción que sube desde el corazón, apenas tiene que ver con la que le parece una mujer nueva, que sería desconocida si no tuviera la misma sorprendente belleza, la extraña sonrisa de siempre. Entonces descubre que ella le ama, que está dispuesta a ceder, y que él la desea, más aún desde que al besarla le pareció sentir «toda la dulzura que tenía el mundo el día de su creación»; y escapa, buscando en la fuga conservar intacta la imagen primitiva de su pasión.

La última entrevista, años después, es buscada por ella, «asustada de su deseo, pero con valor para realizarlo». Todo es inútil, y comprenden que su amor no coincidió; llegó el de Nigel demasiado pronto, el de ella un poco tarde. «Es como si dos personas de lenguas distintas tuvieran que aprender a hablarse cuando sus secretos ya han perdido todo su significado». Él la amó en espíritu, ha inventado un fantasma, y no puede bastarle la mujer real que se le ofrece: siente por ella deseos, ternura, pero su amor tiende a la muchacha que vive en su alma, la que él ha creado y que nunca le ha sido infiel.

El final, la renuncia definitiva es de una belleza suma. Yo creo que para conseguir un desenlace tan logrado, tan sorprendente y al   —452→   propio tiempo tan lógico, es menester que el creador tenga en su mano el principio desde los hilos que han de conducirle allí.

Retrato en un espejo es una obra romántica, mas de un romanticismo que adviene tras una época de robusto realismo, superador a su vez de la etapa romántica primitiva. Tiene tras ella toda la tradición de la novela inglesa, esa tradición que basta para ennoblecer la obra de quienes posean suficiente talento para prolongarla y darle algún sello personal.

La aportación peculiar de Morgan consiste en obtener mediante un análisis poético y sutil de las pasiones, vistas en sus efectos, en los movimientos del ánimo que en cada momento pueden suscitar, una sensación de realismo que se afirma en la verdad de las reacciones intuidas, que fueron observadas y traídas al cuento con la misma precisión con que Dickens, por ejemplo, anotó las peculiaridades de su ambiente. Con idéntica precisión, pero, claro está, enfocando más exclusivamente hacia el espíritu.

El retrato, o los retratos, mejor dicho, tienen expresión y encanto. Los trozos humorísticos son muy contados y siempre con referencia a un personaje de segunda línea. La altivez, la independencia y, de otro lado, sin docilidad última, la decisión para llegar hasta el fin, hacen de Clare una humanísima y espiritual figura; por lo que se ve y por lo que el lector tiene que adivinar. Pues Morgan le deja en libertad para que imagine el curso de una corriente espiritual que corre subterránea y sólo de trecho en trecho aflora a la superficie.

La acción de la novela está centrada en el tiempo -último cuarto de 1875- y en el espacio -determinadas zonas del campo inglés-; pero es un señuelo que en verdad no consigue engañarnos. Todo acontece extra tempore, fuera de todo preciso confín, en la más pura intemporalidad. Por eso es un libro poético y no un documento; por eso la psicología se resuelve en poesía, y la anécdota trasciende a la categoría, y al mismo tiempo hay en el aire una vibración que parece subrayar que el novelista, ese creador que tan cuidadosamente se aparta de su obra, ha dejado en ella rasgos de la propia vida. ¿Cómo, si no, puede ser tan contradictorio y humano el carácter de este artista adolescente? En el alma del escritor hay repliegues no fáciles de penetrar, y de ellos escapa a veces lo que fue un día confusa masa de recuerdos, sucesos y esperanzas olvidadas, que por ese en definitiva milagroso proceso de la creación, se trasmite y se confunde con los materiales, acarreados   —453→   de fondos tan diversos, de donde ha de ser extraída y ordenada la obra de arte.

La lección que de esta novela se desprende puede formularse con palabras de Charles Morgan en boca de Narwitz, personaje de otra de sus obras -Fuente-: «En este mundo sembramos y recolectamos. Y si descuidamos recoger la cosecha cuando está en sazón, al hacerlo más tarde la hallaremos encizañada. Mientras vivimos, debemos vivir nuestros sueños. No hay otro medio de sobrepasarlos y de entrar en la realidad». No hay otro medio, es cierto, porque sueño sin vida es sueño que corroe y emponzoña las fuentes donde el hombre obtiene fuerza para seguir su camino. Nigel y Clare viven tardíamente su sueño, pero al cabo le superan, y esta superación les deja en franquía, sólidamente situados frente a su destino.

Señalar las deliciosas páginas en que se describe la vida familiar en el hogar del incipiente artista, los rasgos con que se dibuja como de paso el carácter grotesco de Mr. Trobey, el ridículo de su esposa, el alma dolorida de Agatha, la casi imperceptible tragedia, tan común, de Richard y Ethel Frew, requeriría un análisis detallado -que no se pretende realizar en esta breve nota- de ese mundo humanísimo que ve nacer para el amor y el sentimiento el corazón del protagonista.

Es un deber fácil y gustoso de cumplir consignar que la versión castellana de Retrato en un espejo se presenta en esmerada y bella edición de la colección Aretusa que dirige José Janés. La traducción de Alfonso Nadal, cuidadosa y poética, es fiel trasunto del original inglés. Lleva ilustraciones muy delicadas de Juan Palet. En conjunto el libro resulta digno por su presentación de la obra con que, si no me engaño, se da a conocer a Charles Morgan al lector español.





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