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ArribaAbajo3. La Corona y la función legislativa

La participación de la Corona en el ejercicio de la función legislativa era el asunto que planteaba mayores dificultades doctrinales dentro del esquema de la división de poderes e incluso también de acuerdo con el principio de soberanía nacional. A esta dificultad se refería ya el «Discurso preliminar»: «Los límites que se deben señalar particularmente entre la autoridad legislativa y executiva para que formen un justo y estable equilibrio son tan inciertos que su establecimiento ha sido en todos los tiempos la manzana de la discordia entre los autores más graves de la ciencia del gobierno, y sobre cuyo importante punto se han multiplicado al infinito los tratados y los sistemas. La comisión, sin anticipar el lugar oportuno de estas cuestiones, no duda en decir que, absteniéndose de resolver este problema por principios de teoría política, ha consultado en esta parte la índole de la Constitución antigua de España, por la que es visto que el Rey participaba en algún modo en la función legislativa». ¡Y vaya si participaba! Más ciertamente de lo que pensaban o querían hacer pensar los liberales doceañistas y de lo que asignaron al Rey en el texto de 1812.

En este código se atribuía a las Cortes la facultad de «proponer y decretar las leyes e interpretarlas y derogarlas en caso necesario» (art. 131, l.ª). La participación del Rey en la función legislativa, reconocida en el artículo 15, se concretaba en su iniciativa y en su sanción. Respecto de la primera, el artículo 171.14 señalaba que correspondía al Rey «hacer a las Cortes las propuestas de leyes o de reformas que crea conducentes al bien de la nación, para que delibere en la forma prescrita». Se trataba, no obstante, de una iniciativa «muy tímida y desdibujada», en palabras del profesor Villarroya, puesto que el artículo 125 disponía que en los casos en que los secretarios del Despacho hiciesen a las Cortes alguna propuesta en nombre del Rey, deberían asistir a las discusiones cuando y del modo en que las Cortes determinasen y hablarían en ellas sin que pudiesen estar presentes en las votaciones. De esta manera, como afirma el autor antes mencionado, «la iniciativa del Rey podía quedar truncada si las Cortes decidían no tomar en consideración la medida que, en nombre de aquél, proponían los ministros; en todo caso, los ministros, abogados naturales de la propuesta, sólo podían asistir a las sesiones en que se examinase, si eran autorizados para ello y en las condiciones en que tal autorización se concediese. Con estas limitaciones la iniciativa del Rey más que un derecho era una gracia otorgada por la representación nacional» (22-23).


ArribaAbajo a) La «sanción necesaria» de las leyes

Si la participación de la Corona en el ejercicio de la función legislativa era el asunto que planteaba mayores problemas dentro de los esquemas de la división de poderes y de la soberanía nacional, la sanción de las leyes era el aspecto más delicado y polémico de esta participación. En la Constitución de Cádiz se regulaba la sanción regia en los artículos 142 a 152. A tenor de ellos, el monarca, oído el Consejo de Estado (art. 236), otorgaba su sanción al proyecto de ley presentado por las Cortes, para lo cual utilizaría la fórmula «publíquese como ley». Pero podía también denegarla, mediante la fórmula «vuelva a las Cortes», acompañando al mismo tiempo una exposición escrita con los motivos que le habían impulsado a adoptar tal actitud. En este supuesto, el proyecto de ley no podía volver a presentarse a su sanción durante ese mismo año. Por dos veces podía el monarca denegar su sanción. Ahora bien, cuando el proyecto de ley fuese presentado por tercera vez al monarca, debería entenderse sancionado, siguiendo la ley los trámites necesarios para su promulgación. De acuerdo con el artículo 154; la ley se publicaba en las Cortes, dándose aviso a continuación al Rey para la promulgación, según fórmula recogida en el artículo 155: «N (nombre del Rey) por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed que las Cortes han decretado y nos sancionado lo siguiente [...] por tanto, mandamos a todos los tribunales, justicias; jefes, gobernadores y demás autoridades, así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquier clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y ejecutar la presente ley en todas sus partes. Tendréislo entendido para su cumplimiento, y dispondréis se imprima, publique y circule.»

La Corona, pues, no podía oponerse en último término a la aprobación de un proyecto de ley, sino tan sólo retrasar su entrada en vigor. Se trataba, como en la terminología jurídica de la época solía decirse, de una «sanción necesaria», al ir acompañada tan sólo de un «veto suspensivo», descartándose, por tanto, la «sanción libre», que necesariamente debía ir acompañada de un «veto absoluto». De este modo, como afirmaba el «Discurso preliminar», la potestad de hacer las leyes correspondía «esencialmente a las Cortes», y el acto de la sanción debía considerarse «sólo como un correctivo», que exigía «la utilidad particular de circunstancias accidentales».

Este sistema era esencialmente igual al que habían defendido la mayoría de los constituyentes franceses en 1791 y el que finalmente se adoptó en la Constitución de ese mismo año (tít. III, cap. III, sec. 3.ª), contra el criterio de Mirabeau, quien había defendido el veto absoluto del monarca en su Discours sur le droit de veto, pronunciado en septiembre de 1789. Esta organización de la sanción regia ponía de manifiesto, tanto en París como en Cádiz, el influjo de Montesquieu. Este autor, en el célebre capítulo sexto del libro XI del Esprit des Lois, dedicado a la Constitución de Inglaterra, se había manifestado a favor de conceder al monarca, como titular del poder ejecutivo, una participación en la función legislativa, la «faculté d'empêcher», que comportaba un veto suspensivo, pero no en cambio la «faculté de statuer», que tenía su traducción institucional en el llamado veto absoluto. De este último tipo de veto podía hacer uso, formalmente, el monarca inglés, aunque, debido a la parlamentarización de la monarquía británica y al consiguiente traslado, de facto, del poder de la Corona al Gobierno y al Parlamento, tal veto, como sostiene Dicey, y en general la mayoría de los tratadistas ingleses, «has never been employed as regards any bills since the accesion of the House of Hannover» (pág. 107).

En las Cortes de Cádiz el debate que se suscitó en torno al problema de la sanción regia fue muy largo y animado. Nadie, sin embargo, y este hecho es digno de subrayarse, se manifestó a favor de la «sanción libre», ni siquiera los diputados realistas, pese a que Jovellanos había defendido tal tipo de sanción poco tiempo antes, y sobre todo pese a ser un punto esencial de la doctrina monárquica. Agustín de Argüelles, en su libro sobre la reforma constitucional gaditana, explica el comportamiento de los realistas con estas palabras: «Respecto de la sanción real se proponía que el veto fuese sólo suspensivo, al ver los disgustos y desavenencias que causó en todas las épocas, sin excepción ninguna, el modo evasivo de responder a las peticiones de los procuradores [...] El abuso de autoridad en este punto había hecho impresión tan profunda, que no hubo un solo diputado que lo contradijese, ni aun entre los que sostenían más abiertamente doctrinas favorables al poder absoluto» (pág. 268).

Y en efecto, una vez más el recelo hacia el poder ejecutivo y particularmente hacia el Rey fue un factor decisivo en la adopción de este tipo de sanción, tan lesiva para las atribuciones tradicionales del monarca. Estos recelos fueron tales que Espiga se vio obligado a decir: «Yo sé muy bien que es necesario contener la tendencia, que por lo común se observa en los que gobiernan, a extender y aumentar su poder; pero yo desearía que no se considerara al Rey como un enemigo que está siempre preparado para batir en brecha al cuerpo legislativo» (DDAC, 8, 124-125).

Incluso un destacado diputado liberal, el conde de Toreno, el más joven de las Cortes y uno de los más radicales, se manifestó en contra de conceder al Rey el veto suspensivo, por entender que esta forma de veto se oponía al principio de soberanía nacional: «¿Cómo una voluntad individual -se preguntaba Toreno-   —160→   se ha de oponer a la suma de voluntades representantes de la nación? ¿No es un absurdo que sólo una voluntad detenga y haga nula la voluntad de todos?» (DDAC, 8, 130-131).

Era esta una opinión que ya había sustentado Martínez Marina en la Teoría de las Cortes y que ponía de manifiesto una vez más la confusión en que, tanto Marina como aquí Toreno, incurrían al identificar a las Cortes con la nación y al ejercicio de la función legislativa con el de la función constituyente.

A juicio de la mayoría de los liberales, en cambio, el conceder al monarca la sanción de las leyes no contradecía el principio de soberanía nacional. Para sostener tal aserto algunos miembros de la Comisión constitucional pusieron de relieve la necesidad de distinguir a las Cortes de la nación y de tener en cuenta que una cosa era la oposición del monarca a aquéllas y otra bien distinta su oposición a ésta. El monarca, venía a decir la Comisión, en el ejercicio de sus funciones públicas no expresa una voluntad personal, como había insinuado Toreno, sino la voluntad nacional, pues al igual que las Cortes era también su representante: «Toda soberanía -alegaba en este sentido Pérez de Castro- reside esencialmente en la nación [...] de este axioma se deduce que la sanción real es un acto de soberanía por el cual la ley se pronuncia: es un poder comunicado por la nación, que los posee todos, pero a quien no conviene exercerlos todos inmediatamente por sí misma. Sería absurdo imaginar que las prerrogativas de la Corona tienen por objeto la satisfacción y ventajas personales del monarca. Ninguna de sus prerrogativas puede tener otro origen ni otro fin que la utilidad general» (DDAC, 9, 120).

Gutiérrez de la Huerta y Muñoz Torrero pusieron de relieve además que las objeciones que algunos liberales habían hecho en nombre de la soberanía nacional contra todo tipo de sanción regia serían válidas si se tratase de la sanción de las leyes constitucionales, pero no de las leyes ordinarias, dos tipos de leyes que no debían confundirse: «El señor Gutiérrez de la Huerta -señalaba Muñoz Torrero- ha hecho la debida distinción entre las leyes fundamentales que forman la Constitución política de un Estado y las otras que pertenecen al Código civil, de comercio, etc. En el artículo 3.º se habló de las primeras y en éste (en el 15) se habla únicamente de las segundas» (DDAC, 8, 133).

¿Significaba todo ello que para los liberales el veto del monarca a las leyes ordinarias, aunque fuese absoluto, no era una contradicción con el principio de soberanía nacional? Así parecieron darlo a entender algunos diputados, implícitamente, en una interpretación que se haría común entre la mayor parte del liberalismo español posterior. No obstante, -Para la mayoría, el veto del Rey a las leyes ordinarias sólo podía ser compatible con el principio de soberanía nacional si era meramente suspensivo: «La ley -decía Luxan- es la expresión de la voluntad general [...] (por ello) sería un absurdo dilatar su sanción arbitrariamente y conceder al Rey la facultad de hacerlo.» Si se hubiese concedido al Rey un veto absoluto, agregaba este diputado, «entonces la autoridad de las Cortes y de la nación y su derecho a formar las leyes sería vano; sus deliberaciones serían unas cuestiones académicas, y su dictamen no tendría otro mérito que el dicho de un perito, y la ley sería entonces la voluntad del príncipe» (DDAC, 9, 134). Este parecía ser también el criterio de Argüelles, para quien la sanción del Rey era preciso que no fuese «pura fórmula», esto es, un acto debido, pero añadía: «Si fuese como en Inglaterra, donde el Rey tiene el veto absoluto, podrían seguirse graves males a la nación» (DDAC, 9, 126).

Ahora bien, para algunos diputados liberales el conceder al monarca la sanción de las leyes, incluso aunque no conllevase esta sanción más que un veto puramente suspensivo, suponía contradecir flagrantemente el principio de división de poderes, lo cual en este caso no dejaba de ser rigurosamente cierto: «Sin confundir los poderes -argumentaba, por ejemplo, Castillo- el executivo no puede tener parte en el legislativo. Las Cortes y el Rey son dos personas, la una física y la otra moral: si la potestad de hacer las leyes reside en ambas confundiránse los dos poderes, que es lo que se debe evitar con sumo cuidado. Por tanto, el legislativo no debe tener socio» (DDAC, 8, 125-126).

Para la mayoría de los liberales, en cambio, tal contradicción no existía. Es más: como había señalado Montesquieu, cuyas tesis al respecto salieron muchas veces a relucir en el debate de estas cuestiones, la sanción del Rey (su facultad de impedir, aunque no la de estatuir), lejos de oponerse a la división de poderes, era un elemento esencial en el equilibrio de los mismos y una pieza imprescindible en una monarquía «templada» o «moderada»: «Es evidente -sostenía en este sentido Golfín- que si el Rey no tuviera la sanción [...] el gobierno no sería una monarquía moderada y la autoridad real estaría expuesta a ser atacada a cada paso por la representación nacional, sin tener en su mano medio alguno de mantener los límites que la Constitución le prefixa y para contrabalancear los demás poderes» (DDAC, 9, 123).

Ahora bien, aparte de estos contra-argumentos, la mayoría de los liberales defendieron la «sanción necesaria» del Rey por entender que era un correctivo a la impulsividad de las Cortes. Tesis en la que ya había insistido la Comisión constitucional en su «Discurso preliminar»: «La parte que se ha dado al Rey en la autoridad legislativa -se decía allí- concediéndole la sanción, tiene por objeto corregir y depurar cuanto sea posible el carácter impetuoso que necesariamente domina en un cuerpo numeroso que delibera sobre materias las más veces muy propias para empañar al mismo tiempo las virtudes y los defectos del ánimo.» Un argumento que tendría gran fortuna en la teoría constitucional posterior y en el que abundaron Argüelles y Pérez de Castro. Para el primero, la «teoría del veto suspensivo» no estaba fundada en otros principios que en la necesidad de contener a los miembros de las Cortes cuando sus «pasiones fuesen demasiado exaltadas y sus miras dirigidas a invadir la ley fundamental» (DDAC, 9, 109); para el segundo, la sanción del Rey era un mecanismo muy aconsejable para que la labor legislativa fuese obra «de la calma más reflexiva y de la meditación más madura y tranquila» (DDAC, 9,121).

Este mismo diputado, y ello era un rasgo bastante insólito en Cádiz, aludió también en defensa de la sanción regia al «Derecho público de otras naciones que tienen representación nacional», y que a su juicio no «debían mirarse con desdén por los legisladores de España». Entre estas naciones mencionó a Francia, en donde se había concedido al Rey una sanción en unos términos muy similares a los que ahora se otorgaba en España, y ello «a pesar del infernal espíritu de demagogia y democracia revolucionaria» que en el país vecino se había desatado. También trajo a colación a Inglaterra, en cuya Constitución todos sabían «la inmensa extensión que tiene en este y otros puntos la prerrogativa real». Pero, sobre todo, Pérez de Castro sacó a relucir un ejemplo poco citado por los liberales españoles de Cádiz: el de los Estados Unidos de América, cuya Constitución, aun siendo republicana y bicameral, concedía al presidente de la República un veto suspensivo de las leyes, lo cual, como recalcó este diputado, probaba aún más la conveniencia de introducir tal tipo de veto en la Constitución española, monárquica y sin el filtro que el sistema bicameral introducía en la elaboración de las leyes (DDAC, 9, 122). Pérez de Castro, en definitiva, venía a decir, para expresarlo con unos términos de un teórico de nuestros días, Karl Loewenstein, que la sanción del Rey era un mecanismo de «control interorgánico» tanto más necesario cuando en el ejercicio de la función legislativa, las Cortes, al ser unicamerales, carecían de un «control intraorgánico», que en los sistemas bicamerales lleva a cabo el Senado a través de su veto, casi siempre suspensivo, de las leyes aprobadas en las Cámaras Bajas.




ArribaAbajo b) Los «decretos de Cortes»

Pero además de las leyes, esto es; de las normas aprobadas en Cortes y sancionadas por el Rey, la teoría constitucional de la época contemplaba otro tipo de actos legislativos: los decretos de Cortes, que en algún caso eran normas y en otros no. La distinción entre leyes y decretos de Cortes se recogía ya en la Constitución de Cádiz, como en parte hemos visto al tratar el problema de la reforma constitucional, pero de un modo más explícito se recogía en el «Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes», de 4 de septiembre de 1813 (Decreto CCXCIII). En el capítulo X de este Reglamento se distinguía entre los decretos de las Cortes que tuviesen «carácter de ley» y que, por tanto, requerían la sanción del Rey, conforme a lo dispuesto en la Constitución en los artículos antes citados, y los decretos que no tenían «carácter de ley» y que no requerían (precisamente por eso) la sanción del Rey. A estos últimos decretos de Cortes se referían los artículos CIX a CXI del citado Reglamento y conforme a ellos podían clasificarse en tres tipos: 1) los decretos sobre asuntos que requiriesen propuesta del Rey y aprobación posterior de las Cortes; 2) los decretos sobre aquellos asuntos que, conforme a la Constitución, el Rey debía pedir consentimiento a las Cortes, y 3) los decretos que dieren las Cortes sobre aquellos asuntos que no requerían propuesta del Rey, sino que las propias Cortes proponían y aprobaban.

En los dos primeros supuestos, una vez aprobados por las Cortes el Rey los promulgaría con la siguiente fórmula: «[...] Habiendo Nos propuesto a las Cortes (aquí el texto), las Cortes han aprobado, y por tanto mandamos [...]». En el tercer supuesto se utilizaría la siguiente fórmula: «Las Cortes, usando de la facultad que se les concede por la Constitución, han decretado [...]» En ninguno de los tres supuestos se requería la sanción del Rey.

Gallego Anabitarte llega a la conclusión de que en la primera teoría constitucional española no había dos conceptos de ley; la ley y los decretos de Cortes, sino uno solo: la ley, que se diferenciaba del decreto de Cortes por los distintos procedimientos de discutirse, votarse y, especialmente, sancionarse: «La ley la hacen las Cortes y el Rey; los decretos, las Cortes. Procedimiento, nombre, titular, eso diferencia a las leyes de los decretos» (páginas 177-178).

Pero además de esta diferencia formal entre leyes y decretos de Cortes, había también una diferencia material: unas materias debían regularse por ley y otras por decreto. En Cádiz, pues, había un concepto formal y material de ley y de decreto de Cortes. Gallego Anabitarte, tras sistematizar las materias que según la legalidad doceañista (y muy particularmente el artículo 131 de la Constitución) debían regularse por ley o por decreto de Cortes, y en este caso en sus tres formas, concluye afirmando que «nadie puede negar que dicho orden tenía una profunda determinación política. Se trataba de evitar la sanción real en una serie de asuntos que difícilmente se podía negar su importancia y su merecimiento de ser promulgados como ley y que, sin embargo; se atribuían a las Cortes, que las aprobaría por Decreto» (páginas 180-182; subrayados del autor).

Este autor recoge también el muy interesante debate que tuvo lugar en las Cortes del Trienio (en julio de 1820 para ser más exactos) sobre la figura de los decretos de Cortes, y en el que participaron destacados doceañistas, como Muñoz Torrero y Espiga. En aquel debate surgió una idea de excepcional importancia: la «del decreto como aquella manifestación más cercana -debajo de unas Cortes constituyentes- al ejercicio de la soberanía nacional». Por eso, la reforma de la Constitución se hará -con las debidas formalidades- por un «decreto que se presentará al Rey» (art. 369 de la Constitución de Cádiz) no a su sanción, sino «para que lo haga publicar y circular [...]» (ibídem, 201). No todas las materias que debían regularse por decreto tenían tanta significación política. Algunas incluso apenas la tenían. Pero otras sí. Y mucha.

Así ocurría con la regulación del derecho sucesorio, la Regencia y el Estatuto personal del Rey, que se hacían sobre todo en los capítulos II a V (ambos inclusive) del título IV de la Constitución de Cádiz. En virtud del principio de soberanía nacional y de esta idea del decreto de Cortes como «acto de soberanía» y de desarrollo de la Constitución, las Cortes resolvían por sí solas, mediante decreto, las dudas sobre la sucesión de la Corona (artículo 131, 3.ª); nombraban la Regencia (arts. 192 y sigs.) y exigían al Rey el juramento de guardar la Constitución (art. 173). El Rey no podía ausentarse del Reino ni contraer matrimonio sin consentimiento de las Cortes, en caso contrario se entendía que el Rey abdicaba de la Corona (art. 172, 2.ª y 15.ª). El artículo 181, por su parte, transfería exclusivamente a las Cortes la facultad de excluir de la sucesión del reino a aquella persona o personas que fueran incapaces «para gobernar o hayan hecho cosa que merezca perder la Corona». Esta disposición era coherente con el principio de soberanía nacional, puesto que, como recordó Argüelles, esgrimiendo un argumento muy similar al que ya había defendido Martínez Marina en la Teoría de las Cortes (págs. 268 y sigs.), si la soberanía residía en la nación, ésta podía hacer «todos los llamamientos» (y, por tanto, todas las exclusiones) que convinieren «para su felicidad» (DDAC, 9, 306). Esta facultad, dada la indeterminación del supuesto, podía convertirse en un instrumento formidable de las Cortes contra el Rey, como aconteció en los momentos finales del Trienio, cuando un grupo de diputados depuso a Fernando VII, declarándole incapaz para seguir ocupando la Corona por estar en situación de «delirio momentáneo», procediendo al nombramiento de una Regencia.






ArribaAbajo 4. La Corona y la función ejecutiva

El Rey, al que el «Discurso preliminar» definía como «Jefe del Estado» y «Jefe del Gobierno», la Constitución de 1812 le atribuía en exclusiva la «potestad de hacer ejecutar las leyes», en los artículos 16 y 170. Este último precepto incluía además una cláusula general, a tenor de la cual la autoridad del monarca se extendía a todo cuanto condujese «a la conservación del orden público en lo interior y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y a las leyes». Era una fórmula muy similar a la que había contemplado la Constitución francesa de 1791 (tít. III, cap. IV, art. 1.º), aunque no es menos evidente la influencia de Jovellanos; como ha probado Diego Sevilla Andrés (págs. 69-71). Esta fórmula se mantendría sin variación en las posteriores Constituciones monárquicas españolas del siglo XIX.

El artículo 171 concretaba el alcance del poder ejecutivo del Rey en un conjunto de dieciséis facultades, cuya sistematización requiere tener en cuenta sobre todo lo dispuesto en el artículo 131, que se ocupaba de las facultades de las Cortes, y en el artículo 172, que contenía un repertorio de «restricciones a la autoridad del Rey», expresiva frase que desaparecía de las Constituciones posteriores. Cada una de estas restricciones, doce en total, comenzaban con la fórmula «No puede el Rey [...]», que según el «Discurso preliminar» no era sino la vieja fórmula Dominus Rex non potest, exhumada de los Fueros de Aragón.


ArribaAbajoa) La potestad reglamentaria

La primera de las facultades que se atribuían al Rey en virtud del artículo 171 consistía en «expedir los decretos, reglamentos e instrucciones que crea conducentes para la ejecución de las leyes». Se trataba, pues, de la potestad reglamentaria, que la Constitución de 1791 había negado a la Corona, pues conforme a este texto el Rey sólo podía hacer «des proclamations conforme aux lois pour en ordonner ou en rappeler 1'execution» (tít. III, cap. IV, secc. VI, art. 6.º, y secc. II, art. 4.º).

Importa mucho subrayar que la potestad reglamentaria del Rey, que las Cortes aprobaron sin discusión, debía llevarse a cabo, tal como disponía el precepto que se acaba de citar, «en ejecución de las leyes», esto es, de las normas aprobadas por las Cortes y el Rey, y sólo de esas normas. En consecuencia, el Rey no estaba facultado para expedir reglamentos en ejecución de los decretos de Cortes, incluidos los constitucionales. Tal potestad reglamentaria correspondía a las Cortes, que la llevaban a cabo a través de sus «ordenanzas» o «reglamentos» (art. 131, 11.ª y 23.ª).

Pero además el Rey no podía expedir reglamentos praepter legem o «independientes», como acontecía en la Carta francesa de 1814 (coherentemente con el principio monárquico que la inspiraba) -e incluso más tarde en España, en la legalidad del Estatuto Real, en el proyecto constitucional de Bravo Murillo y durante las dictaduras de los generales Primo de Rivera y Franco. La potestad reglamentaria del monarca debía ajustarse a una norma superior aprobada en Cortes y por él sancionada: la ley, que actuaba como norma habilitante. Era una potestad reglamentaria, pues, secundum legem, en consonancia con el principio de soberanía nacional y con otros que se deducían de él, como los de supremacía de la Constitución y jerarquía normativa. Los Reglamentos del Rey sólo podían considerarse válidos jurídicamente si: 1) no invadían las materias reservadas exclusivamente a las Cortes, que debían regularse por sus decretos o por sus ordenanzas; 2) si no contradecían la ley habilitante, y 3) si se limitaban tan sólo a desarrollarla y no a completarla.

Podía hablarse así de un doble concepto de Reglamento del Rey: formal y material. Desde el primer punto de vista el Reglamento del Rey era una norma jurídica emanada exclusivamente del monarca (con el refrendo del secretario del Despacho correspondiente) como titular del poder ejecutivo, a diferencia de las ordenanzas de Cortes, que correspondían en exclusiva a éstas en desarrollo de sus decretos. Desde el segundo punto de vista, mientras la ley o el decreto de Cortes debían o, al menos, podían ser normas de carácter general, los Reglamentos del Rey (como los de las Cortes) debían ser normas concretas o detalladas a fortiori: «Absolutamente revelador sobre el espíritu de Cádiz al respecto -escribe Gallego Anabitarte- es la lectura del "Reglamento Provisional del Poder Executivo", de 16 de enero de 1811, que llevaría el nombre de "Consejo de Regencia", y cuya función sería "que se lleven a cabo las leyes y decretos de las Cortes, para lo cual las publicará y circulará en la forma prevenida en el Decreto de 25 de septiembre". Este concepto de poder ejecutivo como mero transmisor de las leyes y decretos del poder legislativo no se mantuvo en Cádiz, ya que se atribuyó la facultad de expedir reglamentos conducentes a la ejecución de las leyes (y sólo de las leyes, no de los decretos, añadimos nosotros), pero justamente nada más [...] El Rey no tiene derecho propio de organización, ya que es la ley la que regulará la "creación y suspensión de oficios públicos" (art. 131.9 de la Constitución), y hasta el "Reglamento particular" que "señalará a cada Secretaría los negocios que deben pertenecerle" deberá ser aprobado por las Cortes» (págs. 34-35).

Ciertamente el artículo 170 podría dar lugar a una interpretación contraria, que es la que sostiene Sevilla Andrés (cfr. pág. 71). No obstante, a nuestro juicio lleva razón Gallego Anabitarte cuando sostiene que tal artículo «a lo sumo daría al Rey un poder de tomar decisiones concretas, ciertas soluciones determinadas de orden público, pero nunca un poder general reglamentario autónomo y originario. Y esta interpretación -añade- tiene detrás toda la auctoritas de nuestra "reserva de ley" de 1812: la conservación del orden público en lo interior queda concretada desde luego en gran parte en los "Reglamentos generales de Policía"; pues bien, la emisión de estos Reglamentos era una de las veintiséis facultades de las Cortes enumeradas en el artículo 131 de la Constitución de Cádiz (núm. 23), pese a la atribución al Rey de dicha cláusula de orden público» (págs. 36-37).

En Cádiz, por tanto, se excluía una «reserva reglamentaria», en coherencia con la idea puramente derivada, no originaria, de Reglamento, ya fuese éste expedido por el Rey o por las Cortes. Las relaciones, pues, entre ley y decreto de Cortes, de una parte, y reglamento, del Rey o de las Cortes, de otra, se establecían a partir del principio de jerarquía y no del de distribución de competencias. No había un espacio propio asignado a los Reglamentos del Rey ni tampoco a los de las Cortes. La «reserva de Cortes» era total, bien fuese a favor de la ley o de los «decretos de Cortes». No sólo ciertas materias estaban reservadas en la Constitución a la aprobación en Cortes (con o sin sanción del Rey), sino que éstas en principio, y a través de una u otra forma de expresión del Derecho, podían regular todas las materias, tuviesen un carácter «general» o «particular» y pormenorizado, aunque en este caso parecía entenderse que la forma de expresión del derecho más adecuada eran los Reglamentos del Rey, en ejecución de las leyes, o las ordenanzas de las Cortes, en ejecución de sus decretos.

En Cádiz, por tanto, más que de una «reserva de ley», o al lado de ella, debe hablarse de una «reserva de Cortes». Unas materias debían regularse por ley y otras por decreto de Cortes, las primeras, pues, con la sanción del Rey y las segundas sin ella. Unas y otras normas no estaban sujetas entre sí a una relación de jerarquía formal, sino tan sólo a una distribución horizontal de competencias: había un espacio asignado a la ley y otro al de los decretos de Cortes. Solamente cuando estos últimos recayesen sobre la reforma constitucional podía hablarse de una jerarquía no sólo sobre los demás decretos de Cortes, sino también sobre las leyes. Una jerarquía que no era sólo material, al recaer los decretos constitucionales sobre la decisión política más importante del Estado, sino también formal, en la medida en que mientras los decretos de Cortes y las leyes no podían derogar lo dispuesto en los decretos constitucionales, éstos sí podían derogar a todos los demás decretos y a todas las leyes.

Debe decirse, para terminar, que la Constitución de 1812 cerraba el paso a dos importantes fuentes de expresión del Derecho: los decretos-leyes y los decretos legislativos. Estos dos tipos de norma, coincidentes ambas en proceder del ejecutivo y en tener rango de ley aprobada en Cortes, no tenían cabida desde los supuestos teóricos del liberalismo doceañista. El Estado constitucional se concebía, de acuerdo con la primigenia idea liberal, como un Estado eminentemente legislativo, en el cual las Cortes (con o sin la sanción del Rey) ostentaban en régimen de monopolio, no la creación de normas (pues es obvio que los Reglamentos del Rey también lo eran), pero sí la creación de las leyes y desde luego los decretos de Cortes. El «Discurso preliminar» parecía remachar estas ideas cuando afirmaba que cada una de las facultades atribuidas a las Cortes en el artículo 131, «pertenecen por su naturaleza de tal modo a la potestad legislativa, que las Cortes no podrían desprenderse de ellas sin comprometer muy pronto la libertad de la nación». Una vez más, pues, los típicos recelos hacia el ejecutivo (incluso hacia el «ejecutivo nacional o constitucional») como agente invasor y destructor de la libertad.




ArribaAbajo b) La dirección de la Administración pública

Además de la potestad reglamentaria, el artículo 171, muy particularmente, otorgaba a la Corona un conjunto de facultades de indudable relevancia en el ejercicio de la «potestad ejecutiva», de acuerdo con la cláusula general que contenía el artículo 170, en virtud de la cual -recordémoslo- la autoridad del Rey se extendía a todo cuanto condujese «a la conservación del orden público en lo interior y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y a las leyes». La Constitución, no obstante, sustraía a la Corona algunas facultades de orden ejecutivo que había venido ostentando secularmente o, más bien, obligaba al monarca a compartirlas con las Cortes, de tal modo que los poderes de la Corona en este ámbito, aun siendo sin duda muy importantes, se veían notablemente disminuidos. Veámoslo.

En lo tocante a las Fuerzas Armadas y de Orden Público, la Constitución otorgaba al monarca la facultad de declarar la guerra y hacer ratificar la paz, dando cuenta después a las Cortes. Esta facultad fue la más discutida de todas. Mejor dicho: mientras las demás apenas se debatieron, ésta, por el contrario, suscitó una larga polémica en la que algunos diputados, realistas y liberales, exigieron que fueran las Cortes, previamente, quienes permitieran al monarca formalizar la declaración de la guerra y la ratificación de la paz. La dilación que ello supondría y las ventajas que el enemigo podría sacar de ella -razones en las que ya insistía el «Discurso preliminar»- aconsejaron desechar tal exigencia. Correspondía además al monarca mandar el Ejército y la Armada; nombrar los generales y disponer de la fuerza armada, distribuyéndola como más conviniere (art. 171, 3.ª, 5.ª, 8.ª y 9.ª).

Ahora bien, debe tenerse en cuenta que la Constitución otorgaba a las Cortes competencias para fijar todos los años el contingente militar, a propuesta del Rey, así como la de establecer, por medio de «ordenanzas», todo lo relativo a la disciplina, orden de ascensos, sueldos, administración y todo cuanto correspondiese «a la buena constitución del Ejército y Armada» (artículos 131, 10.ª y 11.ª, y 359). Correspondía también a las Cortes fijar anualmente el número de buques de la Marina Militar que habrían de armarse o conservarse armados y conceder o negar la admisión de tropas extranjeras en el reino (arts. 358 y 131, 8.ª). En lo que concierne a la Milicia Nacional, el artículo 365 disponía que en caso necesario el Rey podía disponer de ella dentro de la respectiva provincia; en otro supuesto no podría emplearla más que con el consentimiento de las Cortes.

La distribución o reparto de competencias entre el poder legislativo y ejecutivo en lo que a las materias militares se refiere, hay que encontrarla, escribe P. Casado Burbano, «en la pretensión por parte de los autores de la Constitución de 1812 de limitar el poder real [...] La fuerza armada, como instrumento presumiblemente fiel al monarca, suponía un peligro para el incipiente régimen liberal, pero, a la vez, constituía necesariamente su más valioso aliado y se hacía preciso equilibrar potestades y facultades sobre ella, como garantía de pervivencia del sistema» (pág. 147).

En lo que concierne a la Administración Civil se confería a la Corona la provisión de todos los empleos, así como la concesión de honores y distinciones de toda clase, aunque con arreglo a las leyes (art. 171, 5.ª y 7.ª). Los miembros del Consejo de Estado, no obstante, eran propuestos por las Cortes, en terna (art. 232), mientras que los magistrados y todos los beneficios eclesiásticos debían serlo, también en terna, por el Consejo de Estado (artículos 141, 4.ª, y 237). Al Rey se le otorgaba también, según hemos visto, la facultad de nombrar y separar libremente a los secretarios del Estado y del Despacho, cuyo número y denominación, no obstante, determinaba el propio texto constitucional en el artículo 222: Estado, Gobernación del Reino para la Península e Islas Adyacentes, Gobernación del Reino para Ultramar, Gracia y justicia, Hacienda, Guerra y Marina. Sólo las Cortes además, y en exclusiva, podrían variar en el futuro esta distribución y a ellas se facultaba también para señalar, mediante un «reglamento particular», los negocios que debían pertenecer a cada Secretaría, así como el sueldo que debían gozar los secretarios durante su encargo (arts. 224 y 225). Debe tenerse en cuenta, por último, que la Corona no nombraba a los alcaldes, que debían ser elegidos por los pueblos (arts. 312 y sigs.), aunque sí a los jefes superiores de Provincia, que presidían las Diputaciones Provinciales (arts. 324 y 325). En el caso de los alcaldes, así como de los regidores y procuradores síndicos, la Constitución establecía una incompatibilidad entre estos cargos y cualesquiera otros nombrados por el monarca (art. 318), con lo que se impedía su intromisión en esta esfera de la Administración Local.

Las Cortes, pues, según el texto constitucional de 1812, ejercían un estrecho control sobre las Administraciones públicas en detrimento de las atribuciones del monarca. Un control que, como señala Menéndez Rexach, no hacía más que incrementarse a medida que se examinan las competencias financieras. «En efecto, las Cortes establecen anualmente las contribuciones e impuestos, aprueban su reparto entre las provincias, fijan los gastos de la Administración pública, emiten deuda pública en caso de necesidad, establecen las aduanas y aranceles y determinan el valor, peso, ley, tipo y denominación de las monedas. En este marco, al Rey sólo compete decretar la inversión de los fondos destinados a cada uno de los ramos de la Administración pública (arts. 131, 12.ª, 13.ª, 14.ª, 15.ª, 17.ª y 19.ª, y 171, 12.ª). Más aún -prosigue este autor-, la intervención de las Cortes desborda el ámbito financiero para proyectarse sobre la política económica general y sobre la Administración del patrimonio estatal. En el primer concepto les corresponde fomentar la industria en todas sus especies y establecer un plan general de enseñanza pública [...] En el segundo, se les encarga disponer lo conveniente para la administración, conservación y enajenación de los bienes nacionales, que el monarca no podrá ceder ni enajenar sin su consentimiento» (artículos 131, 18.ª, y 172, 7.ª, y Rexach, págs. 234-235).

Por último, en el ámbito de las relaciones internacionales, a la Corona se le otorga la dirección de las relaciones diplomáticas y comerciales con las demás potencias y el nombramiento de los embajadores; ministros y cónsules (art. 171, 10.ª). Ahora bien, tales facultades se restringían al disponer la Constitución que el Rey no podía hacer alianza ofensiva ni tratado especial de comercio con ninguna potencia extranjera sin el consentimiento de las Cortes. Un consentimiento que también era preceptivo para obligarse por tratado a dar subsidios a una potencia extranjera (arts. 172, 5.ª y 6.ª, y 131, 7.ª). De ello resultaba que, en realidad, el monarca sólo era libre «para concertar la paz y alianzas defensivas, y a que en la época aperas podría tratarse sobre objetos distintos de los señalados. Incluso el famoso "pase regio" que los monarcas españoles habían obtenido de Roma se veía interferido en parte por la intervención de las Cortes, que debían prestar su consentimiento a los decretos conciliares y bulas pontificias si contenían disposiciones generales» (Rexach, pág. 233).






ArribaAbajo 5. La Corona, las Cortes, los jueces y la función jurisdiccional

Los liberales doceañistas quisieron cambiar también de forma radical la organización de la vieja monarquía en lo relativo al ejercicio de la función jurisdiccional. Para ello separaron rígidamente en el aspecto orgánico y funcional al ejecutivo del judicial. Antes que en la Constitución, la independencia del poder judicial se había consagrado primero en el «Reglamento Provisional del Poder Executivo», aprobado el 16 de enero de 1811 (Decreto XXIV) y muy particularmente en su capítulo III, que se intitulaba «Del Consejo de Regencia con respecto al Poder judiciario», y después en el «Reglamento de la Regencia del Reyno», de 26 de enero de 1812 (Decreto CCXXIX). El esquema constitucional, desde un punto de vista orgánico, era el siguiente: de un lado, el Rey con sus secretarios del Despacho y el Consejo de Estado, las Diputaciones con sus jefes superiores de Provincia y los Ayuntamientos con sus alcaldes. De otro, el Tribunal Supremo de Justicia, las Audiencias, los jueces de Partido y los alcaldes. Sólo estos últimos, pues, se configuraban como órganos administrativos y judiciales, a quienes se encomendaban competencias «económicas» (esto es, administrativas) y «contenciosas» (art. 275), pero recuérdese que a los alcaldes no los designaba la Corona, sino que los elegían los pueblos.


ArribaAbajoa) La independencia del poder judicial

La finalidad básica de esta rígida separación de poderes entre el ejecutivo y el judicial era la de consagrar la independencia de este último en el ejercicio de la función jurisdiccional que la Constitución le encomendaba. Una independencia que si bien se sostenía fundamentalmente frente a la Corona y sus agentes, se afirmaba también con vigor frente a las Cortes. Era una básica premisa liberal, cuya defensa se hacía en el «Discurso preliminar», conectándola con la salvaguardia de la libertad y la seguridad personales, en línea con lo que habían defendido Locke y Montesquieu: «Para que la potestad de aplicar las leyes a los casos particulares -se decía allí- no pueda convertirse jamás en instrumento de tiranía, se separan de tal modo las funciones de juez de cualquiera otro acto de la autoridad soberana, que nunca podrán ni las Cortes ni el Rey exercerlas baxo ningún pretexto. Tal vez podrá convenir en circunstancias de grande apuro reunir por tiempo limitado la potestad legislativa y la executiva; pero en el momento en que ambas autoridades o alguna de ellas reasumiese la autoridad judicial, desaparecería para siempre no sólo la libertad política y civil, sino hasta aquella sombra de seguridad personal que no pueden menos de establecer los mismos tiranos si quieren conservarse en sus estados.»

El Rey seguía conservando, no obstante, ciertas facultades en orden a la Administración de Justicia. Así, en flagrante contradicción con el principio de soberanía nacional, el artículo 257 afirmaba que la justicia se administraba en nombre del Rey y que las ejecutorias y provisiones de los Tribunales se encabezarían también en su nombre. Una fórmula que, fruto de la inercia, se mantendría en todas las Constituciones monárquicas posteriores, incluso en la de 1978 (art. 117.1). El «Discurso preliminar» justificaba este precepto con estas palabras: «Aunque la potestad judicial es una parte del exercicio de la soberanía, delegada inmediatamente por la Constitución a los Tribunales, es necesario que el Rey, como encargado de la execución de las leyes en todos sus efectos, pueda velar sobre su observancia y aplicación. El poder de que está revestido y la absoluta separación e independencia de los jueces, al paso que forman la sublime teoría de la institución judicial, producen el maravilloso efecto de que sean obedecidas y respetadas las decisiones de los tribunales, y por eso sus executorias y provisiones den en publicarse a nombre del Rey, considerándole en este caso como el primer magistrado de la nación.»

De conformidad con estas ideas, al monarca se le confiaba la misión de cuidar de que en todo el reino se administrase «pronta y cumplidamente la justicia», se le seguía otorgando también el derecho de indulto, con arreglo a las leyes, y se le encargaba el nombramiento de los magistrados y jueces de todos los Tribunales civiles y criminales, aunque a propuesta, en terna, del Consejo de Estado (art. 171, 2.ª, 3.ª y 4.ª). También correspondía al Rey suspender provisionalmente algunos magistrados y jueces, oído el Consejo de Estado, y en todo caso «haciendo pasar inmediatamente el expediente al Tribunal Supremo de Justicia» para que juzgase conforme a las leyes (art. 253). Es más: la Constitución consagraba la amovilidad de los jueces y magistrados como garantía de la independencia del poder judicial. Eran los Tribunales los que podían separarles de sus cargos, aunque correspondiese al Rey suspenderles provisionalmente, en los términos que se acaban de indicar (artículos 252, 261.5 y 263). En la inamovilidad de los jueces y magistrados, que tan drásticamente reducía la maniobrabilidad de la Corona y sus agentes en este ámbito, insistía el «Discurso preliminar», señalando que «ni el desagrado del monarca ni el resentimiento de un ministro han de poder alterar en lo más mínimo la inexorable rectitud del juez o magistrado. Para ello nada más a propósito que el que la duración de su cargo dependa absolutamente de su conducta, calificada en su caso por la publicidad de un juicio».

En esta misma línea de asegurar la independencia del poder judicial, particularmente frente a la Corona y sus ministros, se recogía el importante principio del «juez legal»: ningún español podría ser juzgado en causas civiles o criminales por ninguna comisión, sino por un tribunal competente determinado con anterioridad por la ley (art. 247). Con esta medida se trataba de «apartar del ánimo de los súbditos del Estado la idea de que el Gobierno pueda convertir la justicia en instrumento de venganza o persecución», como se afirmaba en el «Discurso preliminar».

Pero tales medidas carecían de sentido si la Constitución no otorgase en exclusiva al poder judicial el ejercicio de la jurisdicción. Y así, el artículo 17, que ya conocemos, atribuía a los Tribunales establecidos por ley «la potestad de aplicar las leyes a las causas civiles y criminales». Una potestad que el artículo 242 insistía en que les pertenecía «exclusivamente». Los artículos 243 y 244, por su parte, prohibían tanto al Rey como a las Cortes el «ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes, mandar abrir los juicios fenecidos», así como dispensar las leyes relativas «al orden y formalidad del proceso», con carácter particular, se entiende.

Puede ser de interés señalar que en el debate del artículo 243, el conde de Toreno estimó conveniente se suprimiese la cláusula «en ningún caso», puesto que en el futuro quizá las Cortes tuvieran que hacerse cargo de funciones jurisdiccionales, cuando concurriesen circunstancias excepcionales. Ante tal sugerencia, Muñoz Torrero replicó que la soberanía residía en la nación, nunca en las Cortes ordinarias. Estas deberían limitarse en adelante a ejercer la potestad legislativa, nunca la jurisdiccional, pues de lo contrario «no sería el nuestro un gobierno monárquico, sino una democracia» (DDAC, 10, 110).

En fin, el artículo 172, en su apartado decimoprimero, prohibía al Rey privar «a ningún individuo de su libertad ni imponerle por sí pena alguna». El secretario del Despacho que firmase la orden y el juez que la ejecutase serían «responsables a la nación y castigados como reos de atentado contra la libertad individual». Sólo en el caso de que «el bien y la seguridad del Estado» exigiesen arrestar a alguna persona podría el Rey «expedir órdenes al efecto», pero con la condición de que en el plazo de cuarenta y ocho horas entregase a la persona detenida a disposición del tribunal o juez competentes.

Correlato lógico de estos principios era la prohibición de que la judicatura participase en el ejercicio de las funciones legislativa y ejecutiva. El artículo 245 señalaba terminantemente que los Tribunales no podían ejercer «otras funciones que las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado», y el 246 añadía que no podían tampoco «suspender la ejecución de las leyes ni hacer reglamento alguno para la Administración de Justicia». Se intentaba, pues, establecer no sólo una separación de poderes, distinguiendo a los órganos judiciales de los ejecutivos y de las Cortes, sino también una separación de funciones: si la Corona, la Administración y las Cortes no podían ejercer funciones jurisdiccionales, los órganos encargados de ejercer esta función, los jueces y magistrados, no podían ejercer tampoco la función legislativa ni la ejecutiva: jurisdicción, legislación y Administración debían ser, así, tres funciones materiales atribuidas a tres poderes formalmente distintos.

Dentro de estos esquemas nos interesa tan sólo referirnos al nexo entre jurisdicción y Administración, pues es el único que afecta -aunque de una forma indirecta- a la posición constitucional de la Corona, en este caso respecto de la función jurisdiccional. Sin embargo, diremos algunas palabras sobre el nexo entre jurisdicción y legislación.

La separación entre la función legislativa y la jurisdiccional, esto es, su atribución a órganos diferentes, no sólo era consecuencia del principio de división de poderes, sino también del principio de soberanía nacional. Se trataba, a partir de ambos, de asegurar el principio de legalidad en el ejercicio de la función jurisdiccional y, en último término, la primacía de las Cortes no sólo sobre la Corona sino también sobre los jueces. Debe recordarse a este respecto que el artículo 131 en su apartado primero otorgaba a las Cortes la facultad de proponer, decretar y derogar las leyes, pero también la de «interpretarlas». Además, el artículo 261, en sus apartados noveno y décimo, establecía dos medios en garantía del principio de legalidad: el «recurso de nulidad» y el procedimiento «de duda de ley». El primero era un claro antecedente del recurso de casación por quebrantamiento de forma, distinto no obstante del que se había establecido en Francia, pues mientras que en la nación vecina se sustanciaba ante un órgano dependiente del Parlamento (el Tribunal de Casación, creado en 1790), en Cádiz se resolvía ante el supremo órgano jurisdiccional. El segundo, en cambio, se asemejaba al sistema francés del référé legislatil facultatif, que en Francia se sustanciaba también ante el Tribunal de Casación y que en Cádiz, en último término, se resolvía ante las Cortes, precisamente en virtud de la facultad que éstas tenían de interpretar las leyes de dudoso sentido o de aclarar su vigencia. En conjunto, pues, aun tratándose en Francia como en España de asegurar el principio de legalidad, no cabe duda de que la primacía del legislativo sobre los jueces era mucho mayor allí que en España, como consecuencia de que en los liberales doceañistas había pesado una mixtura de principios a la hora de contemplar estos problemas: los judicialistas, procedentes del Derecho público inglés, decisivos a la hora de regular el «recurso de nulidad», y los procedentes de Francia (Rousseau y Montesquieu), que influyeron en la regulación del procedimiento de «duda de ley».




ArribaAbajo b) La distinción entre lo gubernativo y lo contencioso

Los esquemas judicialistas ingleses fueron los únicos, en cambio, que influyeron en los liberales doceañistas a la hora de establecer una delimitación de competencias entre el ejecutivo y el judicial respecto del ejercicio de las funciones administrativa y jurisdiccional. No obstante, a la hora de distinguir una y otra función y de atribuirla a uno y otro poder más que esquemas teóricos pesaron sobre todo las categorías tradicionales y muy particularmente la vieja dicotomía: gubernativo/contencioso. De este modo, como ha demostrado J. A. Santamaría Pastor, tras un exhaustivo examen de la legalidad de las Cortes de Cádiz, si por un lado todos los textos normativos, incluida, por supuesto, la Constitución, se preocupan de resaltar la prohibición a los jueces de inmiscuirse en los asuntos gubernativos, se prohibía también a los órganos administrativos el conocimiento de los asuntos contenciosos. Tan sólo, como ya se ha dicho, se establecía una excepción: la de los alcaldes, a quienes se otorgaba un «carácter bifronte», como jueces y administradores a un tiempo, atribuyéndoles así facultades contenciosas y de orden gubernativo o económico (cfr. págs. 55 a 64).

Pero si desde un punto de vista puramente orgánico resultaba fácil distinguir y separar al ejecutivo del judicial e incluso desde un punto de vista funcional no era difícil -aunque sí mucho más complicado- distinguir los asuntos administrativos de los jurisdiccionales a partir de la mencionada dicotomía, el problema más grave se planteaba a la hora de decidir a quién correspondía resolver los contenciosos que se suscitasen cuando una de las partes fuese la Administración: ¿correspondería a la Administración misma o a los jueces? Para decirlo con otras palabras: si bien en Cádiz parecía estar clara la separación que se establecía entre jurisdicción y Administración activa, no lo estaba tanto a la hora de separar a la jurisdicción de la Administración contenciosa.

En teoría los liberales doceañistas tenían ante sí dos soluciones: la inglesa y la francesa. En virtud de la primera los jueces eran, y en buena medida siguen siéndolo, competentes para dirimir todo tipo de conflictos, ya figurasen como parte los particulares o la Administración. Los órganos administrativos, pues, según el Derecho público tradicional de Inglaterra, estaban sometidos a los mismos tribunales ordinarios, como si se tratase de un particular más. El derecho aplicable en estos casos era además el derecho común y no un derecho especial de la Administración. Estos eran unos principios básicos del Derecho inglés, que formaban parte sustancial del «Rule of Law», que Dicey, en su famosa polémica con Hauriou, formularía de nuevo a fines del siglo pasado en su clásica obra Introduction of the Study of the Law and the Constitution. Y si bien es cierto que en la época en que Dicey escribía las cosas ya habían cambiado un tanto en Inglaterra, y mucho más hoy día, acercándose el sistema inglés al francés o continental, no cabe duda de que en la Inglaterra que ante sí tenían los constituyentes gaditanos la vigencia de estas premisas era indisputable. Unas premisas que se explican a partir de la siempre peculiar evolución del Derecho y del Estado en aquellas islas, cuyas notas básicas podemos resumir en: 1) la debilidad del proceso de absolutización de la monarquía, esto es, el suave tránsito de la monarquía estamental del Medievo a la monarquía constitucional moderna y, por tanto, la menor centralización del Estado y, como correlato de ello, en el campo de las ideas, la escasa expansión de la doctrina bodiniana de la soberanía, primero, y el fracaso de las tesis de Hobbes, después (y bastante antes de la expansión del Derecho Romano y Canónico), así como el desconocimiento en el vocabulario jurídico inglés del concepto de Estado. 2) Pero sobre todo interesa subrayar, dada la relación directa con el asunto que ahora tratamos, la singular posición de los jueces de Inglaterra, que consiguieron mantener un estatuto autónomo respecto de la Corona, aplicando el derecho de la tierra (lex terrae, common law), y jugando un papel capital junto al Parlamento en la lucha contra la expansividad de la Corona, tanto en la época de los Tudor como sobre todo en la de los Estuardo.

En Francia, en cambio, este problema se había planteado y resuelto de forma distinta o, más exactamente, opuesta. En los revolucionarios de 1789 pesaba, de un lado, la influencia del principio de separación de poderes, tal como había sido formulado por Locke y Montesquieu, del que parecía deducirse una solución a la inglesa, esto es, judicialista, según la cual, como hemos visto, debían ser siempre los jueces los que, conforme al Derecho común, resolviesen todos los contenciosos, formase parte o no de ellos la Administración. Esta solución se expuso en muchos Cahiers de Doléances, y no sólo debido al influjo teórico de la doctrina de la división de poderes, sino también por el rechazo del sistema vigente en la Francia del Antiguo Régimen, que se caracterizaba, como en España, por la proliferación de jurisdicciones y por la confusión de poderes y funciones: derechos d'enregistrement y de remontrance de los parlamentos judiciales frente al Rey y derechos de evocación de litigios, de reforma de las decisiones judiciales, lettres de cachet y lettres de rescision, entre otras muchas facultades del Rey frente a los parlamentos judiciales.

Pero, de otro lado, pesaba el recelo hacia los parlamentos judiciales, debido a la vinculación de sus miembros (la Noblesse de Robe, en gran parte) con la mentalidad y los intereses del Antiguo Régimen. Ciertamente, y cuando menos durante el siglo XVIII, hubo un intento constante por parte de los parlamentos judiciales de ampliar sus facultades a costa de la Carona y sus funcionarios, un intento que se hizo más patente en los años inmediatamente anteriores a la Gran Revolución. Pero este intento fue mucho más tenue, y desde luego más tardío, que en Inglaterra. Y además, y sobre todo, fracasó. Por ello los parlamentos judiciales no tenían el prestigio antiabsolutista de los jueces ingleses, ni desde luego los revolucionarios franceses de 1789 tenían las mismas ideas que los revolucionarios ingleses de 1688. No debe olvidarse tampoco que antes de la Revolución francesa, la monarquía, en un proceso agudamente descrito por Tocqueville, se había ido centralizando intensamente, siendo el peso de la Administración muy grande. Este aparato de poder, que se había ido justificando teóricamente de acuerdo con la tradición jurídica romanística, tenía que ser utilizado en su beneficio por los revolucionarios. Para éstos resultaba necesario no sólo asegurar la independencia del poder judicial frente al poder ejecutivo a la hora de dirimir los contenciosos entre los particulares, sino también la libertad de acción de la Administración frente a los jueces, o dicho de otro modo, no dejar en manos de los jueces la resolución de los contenciosos en los que formase parte la Administración, que al fin y al cabo, de acuerdo con la concepción revolucionaria de corte roussoniano, debía ser el brazo ejecutor de la ley, como expresión de la volonté générale.

La solución inglesa, judicialista, la sustentaron, además de muchos cuadernos de Doléances como queda dicho, prestigiosos intelectuales y políticos de la Revolución, como Siéyès y Bergase. La segunda solución, más acorde con la tradición francesa y acaso con la ideológica revolucionaria, la defendieron Thouret y Pezous. Esta última fue la que triunfó. Se impuso así el decisivo principio de que «juger a l'Administration c'est encore administrer». En virtud de ello, era la propia Administración o más exactamente unos órganos especiales de la misma (la Administración pasiva) la que resolvía los conflictos en los que ella era parte frente a los particulares (sistema de autotutela) a tenor de un derecho especial de la Administración, esto es, el «Droit Administratif», que paulatinamente se fue gestando.

Ahora bien, ¿cuál fue la solución que triunfó en España? A primera vista podría pensarse que la que contaba con más posibilidades era la francesa. Al fin y al cabo había muchas más similitudes institucionales y conceptuales entre España y Francia que entre España e Inglaterra, sobre todo después de un siglo de dinastía borbónica. Sin embargo, la solución que triunfó en las Cortes de Cádiz fue la inglesa y no la francesa. En ello jugó un papel importante la distinta actitud que hacia el poder judicial manifestaron los liberales doceañistas y los revolucionarios franceses. Mientras éstos partían de un pronunciado recelo, aquéllos partían de una actitud mucho más confiada y acaso ingenua, que encajaba muy bien con el significado último del primer liberalismo español, mucho más idealista e incluso utópico que el francés. Una confianza, conviene advertirlo, que se depositaba pro futuro, en los jueces que en adelante habrían de impartir la justicia en el seno del nuevo Estado constitucional, no ciertamente en los que hasta aquel entonces la venían impartiendo.

La solución inglesa, además, conectaba mucho mejor con el deseo de los liberales doceañistas de conseguir la unidad de jurisdicciones, «quizá el leitmotiv básico de la nueva organización judicial», en palabras de Santamaría Pastor (pág. 42). Una unidad que venía avalada por la incontestable defensa del carácter único de la soberanía nacional, que había servido de fundamento doctrinal al decisivo Decreto LXXXII, de 6 de agosto de 1811, por el que se incorporaban a la nación (al Estado) los señoríos jurisdiccionales, de tal modo que, como disponía su artículo 14, nadie en adelante podría «llamarse señor de vasallos ni ejercer jurisdicción». En el «Discurso preliminar» se culpaba precisamente al «fatal abuso de los fueros privilegiados» como una «de las principales causas de la mala administración de justicia entre nosotros», y se confiaba en que siendo «uno solo el fuero o jurisdicción ordinaria en los negocios comunes, civiles y criminales» se consiguiese restablecer «el respeto debido a las leyes y a los tribunales», asegurar «la recta administración de justicia» y acabar de una vez «con la monstruosa institución de diversos Estados dentro de un mismo Estado», que tanto se oponía a la «unidad del sistema de la Administración, a la energía del Gobierno, al buen orden y a la tranquilidad de la monarquía».

De acuerdo con estos propósitos, el artículo 248 de la Constitución. disponía que «en los negocios comunes, civiles y criminales» no habría más que un solo fuero para toda clase de personas. Una medida que se reforzaba con la existencia de un Supremo Tribunal de Justicia, que el «Discurso preliminar» calificaba de «centro de autoridad» en el que venían a reunirse «todas las ramificaciones de la potestad judicial». Esta unidad de jurisdicciones se completaba con la unidad de códigos que el artículo 258 establecía.

Cierto que la propia Constitución en sus artículos 249 y 250 reconocía dos importantes excepciones a la unidad jurisdiccional: la jurisdicción eclesiástica y sobre todo la militar, a la que las Cortes, mediante otras normas, dieron una gran. amplitud, como ha mostrado M. Bailbé (cfr. págs. 50 y sigs.), inaugurando así una desdichada tendencia de nuestro constitucionalismo. Y cierto es también que el artículo 278 dejaba la puerta abierta a los Tribunales especiales cuando disponía literalmente: «Las leyes decidirán si ha de haber tribunales especiales para conocer determinados negocios.» Una medida que pretendía amparar la subsistencia de los Tribunales consulares, de tan rancia tradición en el Derecho español (cfr. Santamaría Pastor, págs. 71 y sigs.). Ahora bien, pese a todo, uno de los principios que guiaron a los diputados liberales de las Cortes de Cádiz fue el conseguir la unidad de jurisdicciones, aunque desde luego tal aspiración no siempre fue confirmada por la práctica.

Pero, acaso primordialmente, la solución inglesa se impuso -al menos desde un punto de vista teórico-normativo- como consecuencia del arraigo de la tradicional dicotomía entre lo gubernativo y lo contencioso. Como ha escrito Santamaría Pastor, «en este sencillo esquema lo contencioso de la Administración no tiene cabida; o mejor dicho, no tiene cabida en cuanto categoría autónoma; como un tertium genus acumulativo a los términos clásicos gubernativo-contencioso». Por ello, prosigue este autor, «no existiendo una desconfianza hacia los Tribunales sino más bien todo lo contrario, el principio de unidad de fueros y la aplicación indiscriminada del esquema gubernativo-contencioso hubieron de llevar estos litigios a los Tribunales ordinarios [...] la competencia de los jueces en los litigios de la Administración fue una consecuencia automática y quizá no pensada del juego de conceptos gubernativo-contencioso, conceptos que en sí agotaban todas las posibilidades de actuación del poder público y cuya propia inercia condujo a la situación que describimos».








ArribaAbajo IV. La corona y la dirección de la política

En este apartado nos vamos a ocupar de una nueva cuestión o de una cuestión nuevamente planteada, más bien -con la que cerraremos el análisis de la posición de la Corona en los orígenes del constitucionalismo español-. Nos referimos a la función de gobierno o de dirección de la política (al indirizzo politico en la terminología de la doctrina italiana actual). Una función que si bien no se reconocía como tal en la legalidad que aprobaron las Cortes de Cádiz, se deducía implícitamente de ella, revistiendo una importancia tal que sin su examen el análisis de la posición de la Corona quedaría manifiestamente incompleto.

Se trata ahora de saber a quién y de qué forma correspondía establecer las directrices básicas en el seno del nuevo Estado, de acuerdo con la legalidad doceañista y muy particularmente de acuerdo con su código constitucional. Ciertamente, esta legalidad no determinaba por completo quién ejercería y sobre todo cómo se ejercería la función de gobierno, puesto que ésta dependería de los usos y convenciones constitucionales que en adelante se fuesen creando. Pero aun cuando no la determinasen, sí, desde luego, la condicionaban sobremanera.

En realidad, de esta cuestión nos hemos venido ocupando indirectamente en las páginas precedentes al examinar la posición constitucional de la Corona (y, por tanto, también la de las Cortes) en el ejercicio de todas las funciones del nuevo Estado, de las cuales se desprendía una determinada posición de la Corona (y también de las Cortes) en el ejercicio de la función de gobierno o de dirección de la política. Al fin y al cabo, esta función no es jurídicamente distinta de las demás, sino que resulta de ellas, muy particularmente de la de reforma constitucional, de la legislativa y de la ejecutiva o, expresado con otros términos, de la creación del derecho y del control de su ejecución, así como de la relación entre una y otro, que da lugar a una determinada forma de gobierno, en estrecha conexión con la dirección de la política. Esta función no es, pues, una función jurídicamente autónoma de las demás, pero sí es políticamente distinta de ellas, e incide no sólo en el Estado, sino también en la sociedad, esto es, en el sistema político que surge de la unidad de aquél y de ésta.

La pregunta clave a la que hay que responder es, pues: ¿Correspondía la dirección de la política a la Corona, a las Cortes o a ambos órganos? Pues bien, a tenor de lo que hasta aquí se ha dicho, no cabe la menor duda de que era en las Cortes y no en la Corona en quien recaía de forma primordial, aunque no exclusiva, la dirección de la política en el seno del nuevo Estado constitucional diseñado en la primera Asamblea constituyente española. Y ello por las cinco siguientes razones:

1.ª La decisión política más importante, la reforma de la Constitución, correspondía de forma exclusiva a las Cortes, aunque no a las ordinarias, sino a aquellas revestidas con poderes especiales ad hoc para llevar a cabo tan decisiva labor. Estas Cortes podían, jurídicamente, alterar ad libitum la posición constitucional de la Corona y, por supuesto, la de cualquier otro órgano del Estado.

2.ª Las Cortes, a través de sus decretos, podían regular por sí solas, aparte de la reforma constitucional, aspectos decisivos del sistema político, algunos de los cuales podían afectar a la posición constitucional del Rey e incluso a la de la Corona (disposiciones sucesorias). Esta no disponía de mecanismo constitucional alguno para oponerse a las decisiones políticas que las Cortes adoptasen a través de esta forma de expresión del Derecho.

3.ª Las Cortes, y también por sí mismas, podían regular a su sabor las materias que constitucionalmente debían revestir la forma de leyes, puesto que éstas se entendían automáticamente sancionadas transcurridos dos años de su presentación al Rey. Las Cortes, pues, a través de sus decretos o de las leyes, controlaban el proceso jurídico de adopción de las decisiones básicas del Estado. Ellas en exclusiva estaban capacitadas constitucionalmente para juridificar estas decisiones, transformándolas en normas jurídicas del Estado e imprimiendo a éste la dirección política apetecida.

4.ª Las Cortes, además, podían mediatizar el control de la ejecución de estas decisiones políticas convertidas en normas jurídicas: influían en la designación del Consejo de Estado, y sin la anuencia del legislativo era harto difícil que la Corona pudiese dirigir la actividad de la pública Administración. Este aserto era especialmente patente en el aspecto financiero, pero además no debe olvidarse que las Cortes podían ejercer también la potestad reglamentaria, pues no otra cosa era su facultad para dictar «ordenanzas» o «reglamentos» en desarrollo de sus decretos, que podían afectar de forma decisiva al estatuto jurídico de muy importantes órganos de la Administración, como las Fuerzas Armadas. Cierto que a la Corona se atribuía también, y aun especialmente, la potestad reglamentaria, pero en ejecución de las leyes (no de los decretos de Cortes) y sólo como ejecución o desarrollo de ellas, y no al margen de ellas ni en su ausencia, ni mucho menos, claro está, en su contra.

5.ª Por último, si bien los esquemas judicialistas que guiaron a las Cortes al regular la posición constitucional de la judicatura mermaban el poder del legislativo en la esfera jurisdiccional en relación a los esquemas «heterodoxos» franceses de la división de poderes, debe tenerse en cuenta que, respecto de la situación institucional de la que España partía, tal merma se producía en detrimento de la Corona, nunca de las Cortes. Además, los esquemas judicialistas no significaban en modo alguno establecer un gobierno de los jueces, a los que -recuérdese- se prohibía toda intromisión en la esfera gubernativa, administrativa o económica, y a los que se impedía ejercer cualquier facultad normativa (ni siquiera podían dictar reglamentos internos o domésticos), obligándoles la Constitución a plantear ante las Cortes las «dudas de ley», de acuerdo con las facultades exclusivas de que éstas gozaban en orden a la interpretación de las leyes. La judicatura debía someterse, en definitiva, al bloque de la legalidad en el ejercicio de su función jurisdiccional, esto es, en último término, a la voluntad política de las Cortes, al ser las encargadas de crear las normas jurídicas en sus escalones más altos.

Las Cortes, pues, al erigirse en el órgano jurídicamente supremo sobre el que en el futuro recaería el ejercicio (nunca la titularidad) de la soberanía nacional, se convertían también en el órgano que de forma primordial llevaría a cabo la función de gobierno o de dirección de la política. Ahora bien, ello no significa que la ejerciesen de forma exclusiva. A la Corona se le reservaba una parte, nada desdeñable, en el ejercicio de esta función. La iniciativa legislativa que se le concedía y su potestad reglamentaria, aunque débiles ambas, conferían a la Corona una participación en la creación del Derecho, a través de la cual podía influir, aunque no decidir, sobre la juridificación de decisiones políticas de importancia. La Corona, además, disponía de muy amplias facultades en la dirección de la Administración pública, particularmente de las Fuerzas Armadas y de las de Orden Público -que ya nacieron militarizadas-, así como de las relaciones internacionales. La Corona, asimismo, disponía de un cierto margen de maniobra en punto a la designación de altos órganos del Estado (consejeros de Estado, magistrados) e incluso de la Iglesia. Un margen que no estaba mediatizado por las Cortes en el caso de los altos mandos de los Ejércitos y de los ministros o secretarios. La Corona, pues, podía ejercer con cierta autonomía la función de gobierno o la dirección de la política.

Pero además de una cierta autonomía en la dirección de la política, la Corona podía, sin salirse del orden constitucional, entorpecer e incluso colapsar temporalmente la dirección política de las Cortes utilizando sistemáticamente su veto suspensivo, de modo que las decisiones políticas de las Cortes que revistiesen la forma de ley podían paralizarse durante dos años. Justamente el tiempo que duraba el mandato de las Cortes, según disponía el artículo 108 de la Constitución. De manera que el proyecto de ley en suspenso tendría que ser de nuevo aceptado por unas Cortes distintas.

En definitiva, la Corona participaba en la dirección de la política junto a las Cortes, pero de una forma subordinada. La Corona, aun gozando de una cierta discrecionalidad en este campo y aun pudiendo oponerse temporalmente a la dirección política de las Cortes, a la postre estaba obligada constitucionalmente a ejecutar (a hacer jurídicamente suya) la dirección política que las Cortes adoptasen, aunque fuese distinta y aun contraria a la voluntad política de la Corona o, más exactamente, a la de su titular: el Rey. Y ello sobre todo por su precaria participación en la creación normativa o, en algún caso, por su ausencia pura y simple de ella.

No cabe la menor duda, pues, de que con esta normativa constitucional la Corona estaba condenada a entenderse políticamente con las Cortes y, en menor medida, las Cortes con la Corona. De no ser así, de haber un disenso profundo entre ambos órganos respecto de la función de gobierno, los conflictos desbordarían muy probablemente el marco constitucional. Ahora bien, el problema residía en que, según hemos visto, los liberales doceañistas no habían previsto -o, más exactamente, habían previsto mal- estos eventuales conflictos, al negarse a establecer unos mecanismos de relación entre la Corona y sus ministros, de un lado, y las Cortes, de otro. El sistema de gobierno establecido en la Constitución de Cádiz suponía de este modo un grave peligro para la estabilidad del Estado constitucional en el supuesto, posible y aun probable, de un choque entre la orientación política de una Corona anclada en la mentalidad y en los intereses del Antiguo Régimen y unas Cortes empeñadas en llevar adelante el proceso de transformación social.

Con ello los liberales doceañistas incurrían en un grave error, que el liberalismo español pagaría muy caro durante el Trienio y que trataría de rectificar a partir sobre todo de 1833. Este error venía propiciado por el recelo, por una parte muy fundado, hacia el Rey y sus ministros, así como por la deliberada voluntad política, a la larga tan contraproducente, de trasladar a las Cortes el peso de la función de gobierno. Ciertamente este error se debía también a la inexperiencia. El sistema de gobierno parlamentario, todavía en sus albores en Inglaterra, se desconocía o se conocía mal en España. La misma función de gobierno, como función política distinta de las tres clásicas funciones del Estado, no era suficientemente apreciada. Algo similar acontecía con la idea de Gobierno (ahora con mayúscula), como órgano encargado de dirigir la política. Su función se reducía en aquel entonces a la pura ejecución de las decisiones del legislativo, bajo las órdenes del Rey. La moderna teoría de los «actos de Gobierno» o «actos políticos» estaba en mantillas. El recelo, el radicalismo político y la inexperiencia explican, en definitiva, la errónea regulación de las relaciones Corona-Cortes en nuestro primer texto constitucional y su negativa incidencia en la función de gobierno.

En realidad la forma de gobierno que se deducía del texto doceañista era su principal defecto, como se pondría de manifiesto durante el trienio de 1820-1823. Durante este período las gravísimas y muy antiguas deficiencias e insuficiencias de la sociedad española para sostener de forma razonablemente estable un Estado constitucional se agudizaron por la rigidez con que la Constitución regulaba la separación de poderes. Un factor que impidió que los muy enconados conflictos que surgieron entre las Cortes y la Corona discurrieran por cauces constitucionales, muy particularmente después de los sucesos de julio de 1822.

Durante el Trienio se puso de manifiesto algo que los liberales doceañistas parecieron minusvalorar, a saber: que si bien las Cortes estaban facultadas constitucionalmente para llevar el peso de la función de gobierno, el monarca disponía de un margen de maniobra nada despreciable, que utilizó cuanto pudo para desestabilizar el sistema liberal. Pero además de su poder jurídico; el Rey seguía conservando una gran influencia sobre los que hoy llamaríamos «poderes Tácticos», como los altos cuerpos de la Administración, el ejército, la iglesia y buena parte de la nobleza. Un poder jurídico y una influencia que a la postre pudieron contrarrestar con relativa facilidad el poder y la influencia de un liberalismo socialmente endeble, que basaba su estrategia institucional en el control de las Cortes y a partir de ahí en el control del Estado y de la sociedad.




ArribaAbajo V. La monarquía de 1812 en el marco del constitucionalismo monárquico español

¿Qué tipo de monarquía articularon las Cortes de Cádiz? La respuesta a esta pregunta depende lógicamente de la aceptación previa de una determinada tipología de las formas monárquicas. Aquí vamos a tener en cuenta sobre todo, aunque no sólo, las categorías que utilizó la doctrina constitucional española, así como los tipos de monarquía que se desarrollaron históricamente en nuestro país, especialmente durante el pasado siglo. Ciertamente nadie puede dudar de la inserción de la monarquía española en los esquemas teóricos e institucionales de la Europa occidental. Sin embargo, no siempre es posible utilizar categorías y formas históricas con pretensiones de validez europea, ya que ello en algún caso daría lugar a peligrosas extrapolaciones. Para responder a la pregunta antes formulada el mejor camino es, por consiguiente, delimitar desde la propia teoría e historia españolas el tipo de monarquía que las Cortes de Cádiz pusieron en planta.

En el seno de estas Cortes el concepto de monarquía se utilizaba en dos acepciones diferentes. En una primera, la monarquía era sinónimo de nación, de España o de «las Españas», como entonces todavía era frecuente decir con bellísima expresión. Con este sentido se denominaba la Constitución de Cádiz «Constitución Política de la Monarquía Española». Una denominación que, suprimiendo el término «política», pasaría a las demás Constituciones, excepto la vigente en la actualidad, que lleva el más escueto y ajustado rótulo de «Constitución Española».

En esta primera acepción, pues, la monarquía era el ámbito territorial sobre el que se ejercía la soberanía del Estado o, en realidad, el Estado mismo, la comunidad española organizada jurídicamente. Era una acepción propia de una nación que no había nunca dejado de ser monárquica y que, por tanto, identificaba su propio Estado con la forma que éste adoptaba.

Pero en una segunda acepción la monarquía era tan sólo esto último, es decir, la institución resultante de conferir a la jefatura del Estado (la Corona, su nomen iuris) un carácter hereditario y vitalicio. Con este segundo sentido el artículo 14 de la Constitución de Cádiz proclamaba que «el gobierno de la nación española es una monarquía moderada hereditaria». Un precepto que sólo pasaría a dos Constituciones posteriores, las de 1869 y 1978, aunque con notables cambios. «La forma de gobierno de la nación española es la monarquía», decía el artículo 33 de la primera. «La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria», señala el artículo 1.3 de la segunda.

En la Constitución de Cádiz el término «gobierno» no se empleaba para designar a un órgano del Estado -que como tal no comenzaba sino a despuntar, según queda dicho-, sino como el sistema o forma de gobernarlo, tal como hoy el término government suele utilizarse en la ciencia política anglosajona.

El vocablo «moderada» expresaba, en cambio, el carácter limitado, no absoluto o «puro» de la monarquía, en el sentido que le había dado Montesquieu, aunque este término procediese de la tradición escolástica, habiéndolo utilizado el propio Santo Tomás en De Regimine Principum. Para los liberales doceañistas tal expresión era, en realidad, equivalente a la moderna «monarquía constitucional», en el sentido amplio que cabe dar a este término, aunque no en su sentido restringido, según veremos.

En su sentido amplio, la monarquía que se configuraba en Cádiz era, en efecto, una monarquía «moderada» o constitucional, que ponía fin a la monarquía absoluta o «pura» que desde hacía tres siglos se había mantenido en España. El poder del Rey ya no se fundamentaba en la divinidad, ni en la historia, ni en un supuesto pacto de sujeción llevado a cabo tras una remota translatio imperii, en virtud de la cual el populus había enajenado su soberanía radical en manos de su princeps. El poder del Rey se fundamentaba ahora tan sólo en criterios racionales: en la voluntad nacional, esencialmente soberana, y objetivamente en la Constitución.

El poder del Rey ya no estaría tampoco en el futuro constreñido por unas vagas limitaciones metajurídicas, de carácter ético, religioso o teleológico (el bonus comune), ni por unas imprecisas e inmutables leyes fundamentales. Ahora, por el contrario, el poder del Rey vendría prescrito en la Constitución, esto es, en un conjunto de normas escritas y racionalmente trazadas, que organizaban, encauzaban y limitaban las «facultades» o «competencias» de la Corona, como las de los demás órganos del Estado, particularmente las Cortes, con las cuales en adelante compartiría el poder.

En fin, la unidad del Estado ya no se configuraba a través de la Corona, sino de la nación y objetivamente a través del texto constitucional.

La Constitución de Cádiz, pues, al erigir una monarquía «moderada» o constitucional, en un sentido amplio, liquidaba el núcleo del principio monárquico, que consideraba al Rey una persona autógena de la que derivaban todos los poderes del Estado, siendo en rigor el Estado mismo, según la célebre frase de Luis XIV. El monarca en 1812 ya no se situaba fuera del Estado, de su ordenamiento jurídico, sino que pasaba a insertarse en él, se transformaba en un órgano del mismo. Con ello la monarquía dejaba de ser forma de Estado para pasar a ser, como mucho, forma de gobierno.

Por consiguiente, no podemos coincidir en modo alguno con Diego Sevilla Andrés cuando sostiene que «el ejecutivo de 1812 se construye siguiendo un principio monárquico en el que el Rey es verdadero conductor de la nación con poder propio». Tesis que le lleva a defender «el carácter originariamente constituyente y no de delegación de un poder constituido el que posee el monarca de 1812» (págs. 66 y 71). Una tesis que, con matices, viene a sustentar también su discípulo Martínez Sospedra, para quien «el poder del Rey no viene determinado ni por su condición de representante de la nación ni por su condición de poder delegado». De ahí que, a su entender, «el Rey de 1812 tiene más parentesco con el monarca del Antiguo Régimen que con el de 1791» (pág. 335).

Tales afirmaciones nos parecen insostenibles. Muy por el contrario entendemos, con Sánchez Agesta y con la opinión mayoritaria, que en 1812 «el Rey pasaba a ser un órgano constituido, establecido por la Constitución» (pág. 83).

Ahora bien, esta posición del monarca respecto del Estado no se debía, como parece ser la opinión del profesor Sánchez Agesta, a que el Código de 1812 se inspirase en el principio de soberanía nacional ni al carácter consiguientemente «impuesto» de esta Constitución, sino tan sólo a que tal Constitución no había sido «otorgada» por el monarca, lo que jurídicamente implicaba reconocer que no era éste sino aquélla el fundamento, el origen y el límite de todos los poderes del Estado.

La Constitución de 1812 no edificaba, pues, una simple «monarquía limitada» como la que dos años más tarde se edificaría en Francia al abrigo de la Carta de 1814 y en Alemania durante todo el siglo XIX. En este tipo de monarquía, que a veces en Alemania ha recibido el calificativo de «constitucional», el monarca ciertamente estaba limitado por un texto constitucional escrito (que no recibía, por cierto, el nombre de «Constitución» sino de «Carta»), pero tal limitación no era más que una concesión graciosa que la Corona otorgaba. Era, pues, una simple autolimitación, que en principio la Corona podía revocar unilateralmente.

Esto no ocurría ciertamente en Cádiz. De ahí que la monarquía no fuese simplemente «limitada», sino, prima facie, «moderada» o constitucional. Pero constitucional en el sentido amplio que acabamos de exponer, como contraria a la monarquía «absoluta» y a la «limitada», prolongación de aquélla en el siglo XIX, y no en cambio en el sentido restringido que en España -y fuera de ella- se dio al concepto de monarquía constitucional. Y no lo era en este segundo sentido precisamente por responder al principio de soberanía nacional.

En efecto, por monarquía constitucional o «moderada» o «representativa» -calificativo este último muy común en la España de los años treinta y cuarenta del pasado siglo- la doctrina se refería a una forma de monarquía que implicaba algo más que el que el monarca fuera un órgano del Estado. Tampoco bastaba desde este punto de vista la existencia de un texto constitucional que crease y limitase los poderes del monarca. Este era un requisito sine qua non, pero no per quam. En este sentido restringido la monarquía constitucional comportaba algo más. Comportaba que el texto constitucional confiriese al monarca una determinada posición -y no cualquiera- en el ejercicio de las funciones del Estado, tanto las constituyentes como las ordinarias, y también respecto de la función de gobierno resultante.

La monarquía constitucional en este sentido -único que a partir de ahora utilizaremos- se construyó conceptual e institucionalmente restando una determinada cantidad -y no más- del poder que la Corona tenía en la monarquía absoluta, transfiriéndolo a otras instituciones, particularmente a las Cortes. J. F. Pacheco, uno de los más conocidos teóricos del siglo pasado, lo expondría con estas palabras: «La monarquía constitucional es la monarquía pura menos lo que le ha quitado la Constitución. A la monarquía constitucional no la hemos formado teóricamente y a priori. La hemos hecho tal por sustracción, por disminución de sus antiguas facultades. La monarquía pura reasumía en sí todo el poder; la que hoy le sustituye conserva todo el poder, menos lo que ha perdido, menos lo que se le ha quitado, para conferirlo a otras instituciones» (pág. 91).

Ahora bien, esta resta de poder debía dejar incólume la participación del monarca en todas las funciones del Estado. En la monarquía constitucional, por consiguiente, como el propio Pacheco señalaba, si bien el monarca no constituía «íntegramente el Estado», era «la base y la cabeza de los Estados constitucionales» (pág. 91). O, para decirlo con Colmeiro, el Rey era «el poder activo por excelencia dentro de la monarquía constitucional, pero siempre con potestad limitada» (pág. 39).

Ello quería decir, en lo tocante a la participación del monarca en la función constituyente y en la de reforma constitucional, que a la Corona se le confería en la Constitución una participación en la elaboración y reforma de la ley principal del Estado. Y una participación además decisiva. La Constitución no se concebía como una carta otorgada por la Corona, pero tampoco como un texto que unilateralmente le imponía la representación nacional, sino que, en una vía media, la Constitución se entendía como un acuerdo o pacto entre la Corona y el Parlamento o, para decirlo con la terminología española, entre el Rey y el reino representado en Cortes. La Constitución no era, pues, ley, sino contrato, transacción bilateral y sinalagmática.

Así concibió la monarquía constitucional el liberalismo moderado y conservador español del siglo XIX, desde Martínez de la Rosa y Donoso Cortés hasta Cánovas del Castillo, pasando por Alcalá Galiano, Pacheco y Posada Herrera, en consonancia con sus dos principios más importantes: la teoría de la «soberanía compartida» y la doctrina de la «Constitución histórica o interna» y de España.

En virtud de tales premisas, ni la Corona ni las Cortes podían elaborar ni reformar el texto constitucional por sí solas. Para ello era necesario el acuerdo de ambos órganos. La Corona, pues, era órgano constituido, pero también co-constituyente.

La monarquía constitucional requería, así, si no una Constitución flexible, sí al menos que, siendo rígida, la técnica de la rigidez no comportase excluir al monarca de la reforma constitucional.

Estas premisas sirvieron de soporte a la monarquía que organizaba el Estatuto Real de 1834 y las Constituciones de 1845 y 1876 e incluso la de 1837, fruto de una transacción entre los progresistas y los moderados. Así ocurría también con la monarquía que organizaba la Carta francesa de 1830, el Estatuto Albertino de 1848 e incluso la Carta portuguesa de 1826 y la Constitución belga de 1831, rígidas ambas, pero que daban participación a la Corona junto a las Cámaras en la reforma constitucional.

No cabe duda, pues, que desde este punto de vista restringido, y en lo que concierne a esta cuestión, la monarquía que organizaba la Constitución de Cádiz no era una verdadera monarquía constitucional. A la Corona no sólo se la había excluido del proceso constituyente, sino que sobre todo -éste es jurídicamente el dato más significativo- se le excluía de la reforma constitucional. La Constitución de 1812 había sido impuesta unilateralmente por las Cortes y este carácter impositivo seguiría existiendo en lo sucesivo. La posición del monarca no era tan sólo la de un órgano delegado y constituido, sino también la de un órgano no constituyente. Y esta sí, desde luego, era una consecuencia del principio de soberanía nacional.

Al proceder de este modo los liberales doceañistas destruían la idea misma de monarquía «moderada» o constitucional, en su restringido y preciso sentido, tal como antes lo habían hecho ya los liberales franceses de 1791. El principio de soberanía nacional y el concepto de monarquía constitucional se presentan así como dos ideas antitéticas. Es más: para dos destacadísimos representantes del Derecho público europeo, Jellinek y Carré de Malberg, deudores ambos, sobre todo el primero, del pensamiento de Laband, el principio de soberanía nacional es incompatible con el concepto jurídico de monarquía y no sólo con el de monarquía constitucional. Y ello por cuanto precisamente, aquel principio comporta excluir al monarca de la reforma constitucional, esto es, de la norma jurídica suprema del Estado. De ahí que para Jellinek la Constitución de 1791 no constituía una verdadera monarquía, «sino una república con un jefe hereditario» (cfr. págs. 158 y 518). Con parecidas palabras sostiene Carré que esta Constitución no articulaba más que «una monarquía simplemente aparente» (cfr. 11, 64, 65, 129, nota 25).

Una opinión a la que viene a sumarse Ruiz del Castillo, para quien tanto la Constitución de 1791 como las españolas de 1812 y 1869, al responder al tipo de Constitución impuesta se transformaban «jurídicamente en Constituciones republicanas, aunque políticamente siguiera existiendo la institución real» (I, pág. 180).

Debe reconocerse por ello que, desde este punto de vista, no andaba del todo desencaminado Fernando VII cuando en su Decreto de 4 de mayo de 1814, al querer justificar su abyecta actitud de abolir manu militari el código doceañista, aseveraba que sus redactores, «[...] copiando los principios revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anuncia al principio de la que se formó en Cádiz, sancionaron no leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un Gobierno popular con un jefe o magistrado, mero ejecutor, que no un Rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la nación».

Una opinión que a partir de los años treinta harían suya muchos liberales españoles, y no sólo los moderados. Para muestra, un botón. Un oscuro diputado de las Cortes Constituyentes de 1837, Araújo, llegaría a afirmar lo siguiente: «Perdónenme los señores que formaron la Constitución de Cádiz, ellos hicieron sólo una república en la que pusieron al Rey por presidente» (Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 24-XII-36, pág. 767).

Pero, como habíamos dicho, la monarquía constitucional comportaba también una determinada posición de la Corona en el ejercicio de las funciones ordinarias del Estado. Desde este punto de vista, el monarca debía participar con las Cortes en la elaboración de las leyes, mediante su iniciativa y sanción. Pero mediante una «sanción libre» y no puramente «necesaria». Una sanción, pues, que conllevaba la posibilidad de ejercer un veto absoluto y no meramente suspensivo. Y por ley se habrían de regular, y no por decreto de Cortes, aquellas materias que afectaban a la Regencia, al Estatuto personal del Rey y al orden sucesorio, aunque la figura de los decretos persistiría a través de la figura de las «resoluciones de Cortes».

El monarca era el jefe del ejecutivo y como tal se le atribuía la facultad de nombrar y separar libremente a los ministros, dirigir la pública Administración y ejercer la potestad reglamentaria. Una potestad que en España se concedería siempre en ejecución de las leyes, con las excepciones que antes hemos mencionado.

La justicia, en fin, se administraba en nombre del monarca, a quien se le otorgaba también el derecho de indulto, con arreglo a las leyes.

Estos esquemas los defendería la doctrina constitucional española como consustanciales a la monarquía constitucional -se estuviera o no de acuerdo personalmente con ella- y fueron los que se plasmaron, con ligeros matices, en todas las Constituciones monárquicas del siglo XIX, excepto las de 1812 y 1859.

De conformidad con estas premisas, se facultaba constitucionalmente al Rey para convocar, prorrogar, cerrar y disolver las Cortes. Unas Cortes que desde el Estatuto Real a la Constitución de 1876 se compondrían de dos Cámaras, una de las cuales, el Senado, se concebía como «poder conservador» y «aliado natural del trono», con la excepción del texto constitucional de 1869, en el que la Cámara Alta era totalmente electiva y a la que se pretendía convertir en una Cámara de representación territorial.

De todo ello resultaba que al monarca la Constitución le confería, junto a las Cortes, la dirección de la política. Cierto que este esquema fue modificándose a medida que se parlamentarizaba la monarquía constitucional. Pero téngase en cuenta que el Gobierno, órgano al que se fue desplazando la dirección de la política, siguió necesitando siempre la confianza de la Corona, además de la de las Cortes, para ejercer sus funciones. Esta doctrina de la doble confianza, versión española del parlamentarismo orleanista, fue aceptada tácita o expresamente por la mayoría de los liberales moderados y progresistas.

La monarquía parlamentaria, en realidad, no es un tipo jurídicamente distinto de la monarquía constitucional. O dicho de una forma más precisa: es un tipo de monarquía que no comporta variar -es más, exige que no se varíe- la regulación de la Corona conforme a los esquemas de la monarquía constitucional. Tan sólo implica incorporar usos y convenciones constitucionales que modifican esa regulación de la Corona -sin contradecirla, pues si no serían costumbres contra legem-, sobre todo en el ámbito de la dirección de la política, que del monarca se traslada a un Gobierno responsable ante el Parlamento.

La lucha por la parlamentarización de la monarquía constitucional se convirtió en uno de los objetivos prioritarios del liberalismo español tras el fracaso de Cádiz, consiguiéndose, parcialmente, tras la muerte de Fernando VII. Progresistas y moderados discrepaban sobre el grado deseable de la parlamentarización de la monarquía, pero sin que ello supusiese disentir en lo esencial respecto de la posición que debía atribuirse al monarca en el texto constitucional. Por ello, ni la izquierda progresista, como tal, consiguió constitucionalizar las costumbres parlamentarias ni la derecha del partido moderado (Balmes, Bravo Murillo, Donoso Cortés) impedir que las normas constitucionales hiciesen imposible jurídicamente el desarrollo parlamentario de la monarquía.

Pues bien, tampoco respecto de estas cuestiones la monarquía de 1812 puede calificarse de constitucional ni mucho menos de parlamentaria. Ciertamente, esta Constitución permitía al monarca participar en todas las funciones del Estado. No obstante, tal participación era demasiado precaria para que pueda considerársela inserta en los esquemas de la monarquía constitucional, muy particularmente en lo tocante a la función legislativa y desde luego en punto a la función de gobierno.

¿Puede considerarse entonces que la monarquía que organizaba la Constitución de Cádiz era una monarquía democrática o republicana? La respuesta debe ser afirmativa en lo que se refiere a la posición de la Corona respecto de la función constituyente y de la reformista, pero no respecto de las funciones ordinarias ni tampoco respecto de la función de gobierno resultante.

En relación con estas funciones, la monarquía democrática comporta racionalizar la monarquía parlamentaria, esto es, recoger en el texto constitucional las convenciones y los usos parlamentarios, privando al monarca de la sanción de las leyes y trasladando al Gobierno la dirección de la Administración pública, la potestad reglamentaria y en definitiva la dirección de la política, vinculándolo a la confianza exclusiva de las Cortes y no de la Corona. Este es un tipo jurídicamente distinto de monarquía, en virtud del cual la monarquía deja de ser no sólo forma de Estado sino también de gobierno.

Este fue el objetivo por el que lucharon los demócratas españoles del pasado siglo, a partir de la transacción constitucional de 1837, como, por ejemplo, Nicolás María Rivero y Orense. Quiérese decir los demócratas que todavía seguían aceptando una solución no republicana, no se sabe bien si por paciencia infinita o por sensatez y sentido de la responsabilidad. Este objetivo se conseguiría en parte en la Constitución de 1869 y sobre todo, un siglo más tarde, en la de 1978.

Pues bien, es evidente, tras lo que llevamos dicho, que la monarquía de 1812 no respondía a estos esquemas en lo tocante a la posición de la Corona en las funciones ordinarias y en la de gobierno. Y es de lamentar que no hubiera sido así. Porque, en efecto, ya de partir de unos esquemas tan radicales para el escaso peso del liberalismo en la sociedad española en orden a la regulación de la Corona, acaso hubiera sido menos desafortunado haber llegado a sus últimas consecuencias y, si no suprimir la monarquía, sí al menos transformarla en una auténtica monarquía democrática, con lo cual la experiencia del Trienio quizá hubiese resultado menos funesta y caótica. Pero no fue así, y quizá no hubiera podido serlo, pues pedir que se constitucionalizasen los mecanismos del sistema parlamentario de gobierno cuando ni siquiera se permitía su desarrollo consuetudinario hubiera sido tanto como pedir peras al olmo.

La monarquía de 1812, como la de 1791, con la que guarda un estrecho parentesco, resulta así reacia a clasificarse. Y ciertamente no se avanza mucho diciendo que era una monarquía sui generis, aunque lo era. Puede decirse que era una monarquía democrática con un sistema de gobierno próximo al asambleario o convencional, aunque la posición del ejecutivo y del judicial era mucho más sólida de lo que es común en este sistema de gobierno. Fue, en todo caso, un tipo de monarquía que no se volvió a repetir en la historia constitucional española, pues muy singular fue también la circunstancia histórica en la que se creó y que en buena medida la propició.






ArribaVI. Comentario bibliográfico

Las citas que a lo largo de este artículo se han hecho corresponden, según el orden con que se han ido citando, a los libros siguientes: ANTONIO ALCALÁ GALIANO, Lecciones de Derecho Político Constitucional, Madrid, 1843, de donde procede la cita que figura al principio de este trabajo. BERTRAND DE JOUVENEL, Los orígenes del Estado moderno. Historia de las ideas políticas en el siglo XIX, EMESA, Madrid, 1977. Luis SÁNCHEZ AGESTA, Historia del constitucionalismo español, 4.ª ed., Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984. Luis DÍEZ DEL CORRAL, El liberalismo doctrinario, 3.ª ed., Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1973. ÁLVARO FLÓREZ ESTRADA, «Representación...», en Obras de..., tomo 113, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1958. FRANCISCO MARTÍNEZ MARINA, «Teoría de las Cortes», en Obras escogidas de..., tomo I, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1962. LUIS SÁNCHEZ AGESTA, «Poder ejecutivo y división de poderes», en Revista Española de Derecho Constitucional, número 3, Madrid, 1981. MANUEL MARTÍNEZ SOSPEDRA, La Constitución de 1812 y el primer liberalismo español, Facultad de Derecho, Valencia, 1978 (se trata de un trabajo muy notable. Las tesis que en él se sostienen son radicalmente distintas a las que en este trabajo sostenemos). ÁNGEL MENÉNDEZ REXACH, La jefatura del Estado en el Derecho público español, Instituto Nacional de la Administración Pública, Madrid, 1979 (se trata sin duda del estudio monográfico más sistemático de todos cuantos existen hasta el momento). JOAQUÍN TOMÁS VILLARROYA, Breve historia del constitucionalismo español, 4.ª ed., Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985. A. V. DICEY, Introduction to the Study of the Laiv and the Constitution, 3.ª ed., Macmillan and Co., Londres-Nueva York, 1889. MELCHOR GASPAR DE JOVELLANOS, «Memoria en defensa de la Junta Central», con sus respectivos apéndices (aquí se encuentra su defensa del veto absoluto del monarca), en Obras escogidas de..., tomo 46, Biblioteca de Autores Españoles, 1858. AGUSTÍN DE ARGÜELLES, La reforma constitucional de Cádiz (se publicó por primera vez en Londres, 1835), estudios, notas y comentarios por Jesús Longares, Madrid, 1970. KARL LOEWENSTEIN, Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona, 1970. ALFREDO GALLEGO ANABITARTE, Ley y Reglamento en el Derecho público occidental, Instituto de Estudias Administrativos, Madrid, 1971. DIEGO SEVILLA ANDRÉS, «Nota sobre el poder ejecutivo en la Constitución de 1812», en Documentación Administrativa, núm. 153, 1973 (en este breve trabajo desarrolla algunas de sus tesis básicas sobre el primer constitucionalismo español, con las que nosotros discrepamos, y que tienden a acentuar, en exceso a nuestro juicio, el sentido tradicional y monárquico del liberalismo doceañista). JOSÉ ALFONSO SANTAMARÍA PASTOR, Sobre la génesis del Derecho administrativo español en el siglo XIX (1812-1845), Universidad de Sevilla, 1973. MANUEL BALLBÉ, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Alianza Universidad, Madrid, 1983. JUAN FRANCISCO PACHECO, Lecciones de Derecho político constitucional, Madrid, 1844. GEORG JELLINEK, Teoría general del Estado, Albatros, Buenos Aires, 1973. RAYMON CARRÉ DE MALBERG, Contribution à la Théorie Générale de l'État, 2 tomos, París, 1922. RUIZ DEL CASTILLO, Manual de Derecho político, tomo I, Madrid, 1939. MANUEL COLMEIRO, Elementos de Derecho político y administrativo de España, 7.ª ed., Madrid, 1887.

Además de estos trabajos citados en el texto, quisiéramos señalar otros que nos han servido para preparar este artículo o que, en todo caso, pueden utilizarse para ampliarlo o contrastarlo. En lo que concierne al apartado I, y dentro de la abundante historiografía sobre el período que aquí se ha estudiado, véase: MIGUEL ARTOLA GALLEGO, Los orígenes de la España contemporánea, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975. MIGUEL ARTOLA GALLEGO, Partidos y programas políticos (1808-1935), 2 vols., Aguilar, Madrid, 1974. Para las referencias a la monarquía preconstitucional española, y muy particularmente a la del siglo XVIII, véase FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, Manual de historia del Derecho español, Tecnos, Madrid, 1979. Es de gran interés también la «Introducción» que ha hecho el profesor SÁNCHEZ AGESTA al Discurso preliminar a la Constitución de 1812, en edición del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981. En nuestro libro La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (las Cortes de Cádiz), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, realizamos un enfoque histórico-doctrinal de los miembros de las Cortes, que puede ser de utilidad para completar las escasas referencias que sobre estos extremos aquí se han hecho. Los apartados II, III.1 y parte del V de este trabajo no son más que un resumen de lo que con mucha mayor extensión allí desarrollamos. Las referencias al pensamiento constitucional de Martínez Marina, e incluso al de Jovellanos, pueden ampliarse también en nuestro librito Tradición y liberalismo en Martínez Marina, Facultad de Derecho, Oviedo, 1983.

En lo tocante al apartado III.2, véase: MANUEL MARTÍNEZ SOSPEDRA, Incompatibilidades parlamentarias en España (1810-1936), Facultad de Derecho, Valencia, 1974. PABLO GONZÁLEZ MARIÑAS, Génesis y evolución de la presidencia del Consejo de Ministros en España (1800-1874), Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1974. PABLO GONZÁLEZ MARRAS, «La institución ministerial en los orígenes del constitucionalismo español», en Revista de Derecho Administrativo y Fiscal, núms. 38-39, 1974, págs. 271-302. Para los apartados III.3 y 4, véase: DIEGO SEVILLA ANDRÉS, «La función legislativa en España, 1800-1868», en Revista del Instituto de Estudios Sociales de Barcelona, 1965, págs. 107-128. FRANCISCO GONZÁLEZ NAVARRO, «La sanción de las leyes en el Derecho español», en Boletín Informativo de Ciencia Política, núms. 13-14, 1973. Para el apartado III.5, véase el clásico libro de CALAMANDREI, La casación civil, Buenos Aires, 1945, y véase también, para España, JOSÉ LUIS VÁZQUEZ SOTELO, La casación civil (revisión crítica), Ediser, 1979. Sobre el nacimiento del contencioso-administrativo en Francia existe una muy abundante bibliografía, que Santamaría Pastor recoge en su trabajo citado (págs. 45-46, nota 23). Un resumen muy claro en el Curso de Derecho administrativo, de EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA y TOMÁS RAMÓN FERNÁNDEZ, Civitas, Madrid, 1982, tomo I, págs. 407 y sigs. Sobre el nacimiento del contencioso-administrativo en España, que ha dado lugar a una muy interesante polémica, particularmente entre los profesores Alejandro Nieto y Ramón Parada, véase el resumen bibliográfico que suministra Santamaría Pastor en su libro ya citado, pág. 28, nota 7. Para el apartado IV, véase por todos, sobre el concepto de indirizzo politico, CONSTANTINO MORTATI, Istituzioni di Diritto Pubblico, tomo 2, 8.ª ed., Padua, 1962, págs. 602-655. Para el apartado V, véase el artículo, breve pero de una gran precisión conceptual, de IGNACIO DE OTTO «Sobre la monarquía», en La izquierda y la Constitución, Taula de Canvi, Barcelona, 1978.

En el apartado V de este artículo, al enmarcar la monarquía que configuraba la Constitución de 1812 en el seno de nuestro constitucionalismo monárquico, se alude reiteradas veces a las formas históricas de la monarquía española, sobre todo durante el siglo XIX, para lo cual, a pesar de no citarse, se han tenido muy en cuenta los siguientes estudios: ÁNGEL GARRORENA MORALES, El Ateneo de Madrid y la teoría de la monarquía liberal (1836-1857), Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1974. JOAQUÍN TOMÁS VILLARROYA, «Los orígenes del control parlamentario en España», en Revista de Estudios Políticos, núm. 132, 1963. DIETER NHOLEN, «Ideas sobre gobierno parlamentario y práctica constitucional en España en la época del Estatuto Real (1834-1836)», en Revista de Estudios Políticos, núm. 162, 1968, págs. 93-119. DIEGO SEVILLA ANDRÉS, «Origen del gobierno de gabinete en España», en Revista General de Derecho, Madrid, 1974, págs. 331 y sigs. De este mismo autor véase «Orígenes del control parlamentario en España (1810-1874)», en El control parlamentario del Gobierno en las democracias pluralistas (El proceso constitucional español), edición de Manuel Ramírez, Labor, Barcelona, 1978, págs. 133-148. Véase también las obras citadas de LUIS DÍEZ DEL CORRAL y de LUIS SÁNCHEZ AGESTA, (Historia del constitucionalismo español), así como J. J. MARCUELLO BENEDICTO, La práctica parlamentaria en el reinado de Isabel II, Congreso de los Diputados, Madrid, 1986. Puede ser también de interés para comprender el cambio en la doctrina constitucional española sobre la Corona y la monarquía la lectura de dos trabajos nuestros, «La Constitución española de 1837: una Constitución transaccional», en Revista de Derecho Político, núm. 20, Madrid, 1983-1984, y «Tres cursos de Derecho político en la primera mitad del siglo XIX: las "lecciones" de Donoso Cortés, Alcalá Galiano y Pacheco», en Revista de las Cortes, núm. 8, 1986. Sobre la monarquía en la Constitución de 1978, véase MANUEL ARAGÓN REYES, «La monarquía parlamentaria. Comentario al artículo 1.3 de la Constitución española», en el Libro-homenaje a M. García Pelayo, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1980. Véase también VARIOS AUTORES, La Corona y la monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978, compilación a cargo del profesor Pablo Lucas Verdú, Facultad de Derecho, Universidad Complutense de Madrid, 1983. Véase también I. DE OTTO, R. PUNSET, F. BASTIDA y JOAQUÍN VARELA, Derecho Constitucional (2.º Curso), lección sexta «La Corona», Departamento de Derecho Político, Universidad de Oviedo, 1985, páginas 52 y sigs.

Finalmente, para ampliar las referencias que se han hecho a la historia constitucional francesa, y muy particularmente a la doctrina de 1789-1791, es útil, aparte del libro citado de R. Carré de Malberg, que es a nuestro juicio el de mayor riqueza doctrinal, el Manuel de Droit Constitutionnel, de J. LAFERRIÈRE, 2.ª ed., París, 1947, y sobre todo MICHEL TROPPER, La division des pouvoirs dans l'Histoire-constitutionnelle française, París, 1979. En cuanto a la historia constitucional inglesa, pueden consultarse, aparte del libro ya citado de Dicey, las clásicas obras de G. B. ADAMS, Constitutionnel History of England, Londres, 1935, y F. W. MAITLAND, The Constitutionnel History of England, Cambridge, 1961. Para el desarrollo de la monarquía parlamentaria en Inglaterra véase, por todos, la clara y sucinta exposición de sir ERNEST BARKIER, «The Parliamentary Sistem of Government», en Essays on Government, Oxford, 1951.



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