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Romanticismo y Modernismo en el primer Salvador Rueda

Cristóbal Cuevas García





Es frecuente que la crítica, al analizar la producción literaria de un escritor, descuide el estudio de sus libros primeros, o incluso los olvide del todo, fascinada por el brillo de sus obras mejores. Y, sin embargo, el interés de esas páginas iniciales no es, en modo alguno, desdeñable, ya que en ellas pueden frecuentemente rastrearse, como en germen, las que luego habrán de ser notas características de las obras en sazón. Aquí se reflejan no pocas veces las más esenciales preferencias temáticas y estilísticas del escritor, sus gustos, lecturas e influencias aurorales. Y si ello es cierto en la mayoría de los casos, lo es mucho más en un poeta como Salvador Rueda, cuya producción lírica, de sorprendente coherencia, se configura como el desarrollo progresivo de una concepción de la vida, del arte y de la poesía que, en lo esencial, es ya una fuerza operante desde sus primeros versos. Nada mejor para demostrarlo que el análisis de Noventa estrofas, una obrita casi olvidada del poeta malagueño, en que éste, anticipando lo que luego será su poesía de madurez, condensa en síntesis apretada los rasgos más característicos de su peculiar quehacer poético.

El libro a que nos referimos es el tercero de los de su autor, y aparece, tras Renglones cortos (1880) y Dos poesías (1881), en 1882. Terminada su «etapa malagueña»1, llega Rueda a la capital de España para hacerse cargo del puesto que Núñez de Arce le ha conseguido en La Gaceta de Madrid. «Anímese usted -le decía su protector, en carta que servirá de prólogo a dichos poemas-, y entre con paso seguro en la senda que le señalo, en la confianza de que usted tiene vuelos para aspirar a un puesto dignísimo en el Parnaso español, si medita y estudia»2. Fiel a este consejo, el joven poeta elabora un plan de publicaciones líricas que deberán ir saliendo por cuadernos en sucesivas entregas. Dicho plan puede verse en la página final de Don Ramiro, composición que, al modo de El vértigo de Núñez de Arce, publica en 1883: Noventa estrofas. Cuadros de Andalucía (I) y el propio Don Ramiro forman las tres primeras entregas; a ellas habrán de seguir Sonetos. Cuadros de Andalucía (II) y Un canto y una epístola. El cuaderno primero de este plan es precisamente el libro que nos ocupa. En sus breves páginas se recogen cuatro poemas, muy diferentes en estructura, temas y extensión: «Arcanos», «La tempestad», «Desde las rocas» y «El sultán»3. Sus fechas de redacción son también, como veremos, muy distintas. En cuanto al título, es el resultado de un simple recuento de las unidades formales que lo integran: noventa estrofas en total, que van desde el sucinto pareado a la silva de diecinueve versos. El libro queda así definido, no por los temas, ni por el tono emotivo que lo inspira, ni siquiera por los géneros poéticos utilizados, sino por las estrofas elegidas, que se convierten, desde la perspectiva formal de su estructura, en elemento esencial y definitorio de ese puñado de versos. Ya desde ahora comprobamos, pues, la importancia que el joven poeta concede a los criterios métricos y formales, claro preludio de lo que sucederá a lo largo de su labor creadora.


Arcanos

Redactado en 18804, tres años antes de su publicación en libro, «Arcanos» es el pórtico de acceso a este breve orbe de poesía. Estamos ante una de las primeras composiciones de Salvador, anterior incluso a Renglones cortos (1880). No es de extrañar, por tanto, que el poeta muestre aquí las vacilaciones del principiante que todavía no ha hallado su voz característica. El verso conceptual, la falta de imaginación y colorismo, la angustia existencial delatan al imitador de Núñez de Arce. «Arcanos» es, en efecto, un canto al desconcierto que produce la injusticia triunfante en un espectador ingenuo, que ve desdibujarse el sentido del mundo y de la vida tras una nube de duda5. Nadie diría que estamos leyendo al futuro poeta del ritmo y del color6. Violentando su temperamento, el joven Rueda dice que su mente se halla «aterida por el frío de la duda» -arrastrada por la «atracción del abismo»-, sin saber «si ha de creer en cuanto ansioso toca, o ha de dudar de cuanto absorto mira». Le escandaliza, como a Boecio o Argensola, contemplar impotente «a los pies de la culpa, la inocencia», en un mundo caótico de «carcajadas, injurias y maldiciones», encadenado a un ineludible destino. El lector va desgranando con estupor los tercetos del poema, a sabiendas de que el vate no es en la realidad un corazón lacerado por la angustia metafísica. ¿Quién ignora que disfruta de un temperamento optimista, confiado y amable, en quien «el pernicioso amaño de la vida nunca nubló los sueños de color de rosa»? Con mucha más sinceridad, en la silva séptima de «Desde las rocas», dirigirá su apostrofe a los escépticos, invitándoles «a contemplar las olas irritadas», para deducir el plan grandioso de aquel que «con su poder inmenso, no detiene sus iras desatadas». Esta sí es la voz de su sentir, y aquella la de un inmaduro imitador del sombrío poeta vallisoletano.

Algo parecido habría que decir del lenguaje poético, en que abundan las expresiones tópicas, tomadas, en lecturas todavía no bien asimiladas, a un Romanticismo ya anticuado; «el camino tétrico y sombrío», «la duda insana», «el sepulcro frío», «el pavor horrendo»... ¿Quién reconocería en estas expresiones la alada palabra de Rueda? Sólo de vez en cuando aparecen atisbos de lo que habrá de ser su verdadera poesía: «El río que, por su cuna de lozanas flores, blando resbala»; «la perla, en su mansión oscura» o «las abejas, en flores esparcidas». Por lo demás, y como ya nos anuncia el subtítulo mismo de la composición -«Canto»-, el verso se concibe como exaltada palabra musical, al menos en la aspiración, si no todavía en la realidad de los hechos,

«Arcanos» es, pues, un curiosísimo poema primerizo, obra de un Rueda que anda buscando su voz auténtica a través de la imitación de los maestros. Es la etapa crítica que él mismo supo diagnosticar en la poesía juvenil del cordobés Enrique Redel, cuando «habiendo pasado del tanteo que hace todo artista que empieza, parece que ha dado [ya] con su nota característica»7. También en estos entusiastas tercetos del malagueño hemos podido nosotros sorprender un momento decisivo de su aprendizaje lírico: aquel en que lo prestado -lo inauténtico- está a punto de ser asimilado, y superado, para que emerja, al fin, la voz personal y característica.




La tempestad

Tres años después de «Arcanos», el 4 de marzo de 1883, redacta Salvador la segunda de sus composiciones. El camino recorrido en busca de su propia poesía ha sido, en verdad, muy largo. Por lo pronto, en una sintomática nota a pie de página, nos advierte que estamos ante una «nueva combinación métrica, hecha por el autor». La «revolución métrica» cuya necesidad había de proclamar en las páginas de En tropel8, ha comenzada ya. Y aunque, como demostró Juan Antonio Tamayo, esos versos de dieciocho sílabas, en que, tras una primera en anacrusis, vibran cinco impecables dáctilos y un troqueo final, no sean una estricta novedad9, comprendemos que la concepción poética del Modernismo está irrumpiendo en nuestra poesía por su costado malagueño. Hay ya mucho de innovador en ese intento de adaptar al repertorio métrico hispano el hexámetro clásico por repetición uniforme de pies trisílabos10. Un esfuerzo tan temprano, tan creador y preciso, no puede menos de sorprendernos en un poeta que, como Rueda, debe tanto a su propio esfuerzo de autodidacto. Y es que, frente a la profundidad metafísica o filosófica de otros, la suya es una profundidad órfica, en que música y poesía llegan a ser realidades equivalentes.

Lo importante es que, ya desde ahora, Rueda constituye a la música en esencia poética de las cosas. Hay aquí una explícita profesión de fe en «el milagroso poder de la armonía». Con admirable instinto, inicia su resurrección del pitagorismo, apoyándose en la convicción de que el mundo se estructura sobre pautas musicales, o mejor, que todo él es música. Por eso, su palabra vital nacerá pentagramada, melodiosa para siempre como una copla. Está gestándose ya su teoría de que el verdadero poeta es el que, sin proponérselo, crea una palabra armoniosa que brota de sus entrañas configurada como canción. Al final, extremando las cosas, llegará a decir que los versos admiten una redención poética, aunque sea parcial, en gracia precisamente a su musicalidad: «A falta de un poeta en el cual nazcan las armonías sin calcularlas, como en la pedrería los órdenes de cristales -advierte-, a falta de un poeta de verdad, al cual le nazcan las alas y sentimientos en ritmo, vengan versificadores de buen gusto, de arte exquisito, de sabiduría poli-rítmica. Por lo menos gozaremos de su fraseología quintaesenciada»11.

Complemento de esa actitud será su desprecio por los chapuceros de la música verbal, los «endecasilabistas», «fríos, retóricos, calculadores, arquitectos de la lengua que apestan de viejos y podridos»12. Si la poesía ha de ser testimonio de autenticidad vital, eso otro es superchería. Sólo el que canta sinceramente, sirviéndose de la música como medio gozoso de expresión, tiene, a su parecer, una chispa de la hoguera poética: «Desde el hombre musical, desde el ser rítmico que piensa cantando, que siente cantando, que escribe cantando -el poeta-, hasta el retórico que consigue aparentar ese canto sin poseerlo, ¡qué escala de gradaciones de mérito lírico!»13. Pero sólo alcanza altura en el Parnaso el verdadero poeta, esa especie de lira viva «que si una pena la sacude, se queja en ritmo; que si una alegría la envuelve, canta en ritmo; que si repercute en ella la Naturaleza, devuelve esas repercusiones hechas cláusulas isócronas y vibrantes. Un poeta es una organización maravillosa, fenomenal, que siente en música, piensa en música, se expresa en música»14.

Ateniéndose, desde el inicio de su labor creadora, a esas convicciones, la naturaleza entera se configura en «La tempestad» como íntimamente musical: «Acentos de trueno que estallan bramando son ritmo sonoro». Le fascina la tormenta porque, en la aparente discordancia de su fragor, descubre la armonía interior de un concierto wagneriano: «¡Qué grande el concierto de nubes que lloran y vientos que braman, / y gotas que vibran, y mares que zumban, y rayos que inflaman!». De ahí su gusto por la armonía imitativa, que le permite reproducir, con sonidos de la lengua, los de la naturaleza desatada: «Feroz terremoto retiembla y se agita cual sorda marea»; «salvando peñascos con ronco zumbido retumba el torrente», etc.

Rueda se entusiasma, ya desde ahora, con ese «himno gigante y extraño» de la Naturaleza -preciosa reminiscencia de un romanticismo a lo Bécquer, en un poeta tan poco intimista como él-. Hasta en sus aspectos destructivos encuentra una salvaje belleza que le subyuga; «¡Qué hermosa, qué hermosa la voz resonante del bárbaro trueno!... ¡Qué grande el concierto de nubes que lloran y vientos que braman!». A veces, con sorprendente adivinación, esa alucinante música se le aparece en visiones de ensueño y pesadilla, como si estuviera ya entreviendo lo más esencial del arte surrealista:


«Allá por los vientos en anchas bandadas se alejan las aves;
temblando en las olas cual copos de nieve se mecen las naves».




«Los campos agitan sus chales lujosos de vides listados;
perdidos pastores vocean siguiendo sus sueltos ganados».




«La esbelta palmera que erguida taladra la copa del cielo,
terrible ondulando, ya rasga la nube, ya toca en el suelo».



Poco queda ya aquí de lenguaje tópico o desmañado -«mar proceloso», «fiero océano», «rústico albergue»...-, Los logros expresivos superan con mucho a los fallos: las gotas de lluvia se metamorfosean en «recios buriles que rompen las flores»; el río en «serpiente escamosa de líquida plata»; los jardines en «estuches de flores»; los granizos en «perlas vivientes»; los volcanes en bocas que lanzan «sus besos de fuego rompiendo negruras». En ocasiones, la sinestesia matiza poéticamente un pasaje violento: «dulces florestas», «risas de oro»... Resumiendo: En «La tempestad», Salvador Rueda se ha encontrado ya en buena parte a sí mismo, haciendo gala de una clara voz lírica, un lenguaje nítido, una temática distinta y personal. El recuerdo romántico vive y vivirá siempre en él, pero transformado, casi irreconocible en fuerza de su perfecta asimilación.




Desde las rocas

Si atendemos al ritmo, el tercero de los poemas de Noventa estrofas, escrito en 188015, no supone ningún avance respecto del anterior. La estrofa elegida es la silva, tan traída y llevada en nuestra literatura. Nada nuevo encontramos en las ocho que integran el poema, de las que, la más larga, tiene diecinueve versos, y la más corta cuatro.

Pero desde el punto de vista temático sí que se ha producido una importantísima novedad, Por primera vez en su poesía, el mar, que había de serle siempre tan querido16, aparece como objeto exclusivo de una composición extensa. El Romanticismo, como vemos, vuelve a prestarle uno de sus «topoi» más entrañables. Al mar, confidente de sus íntimos secretos, se consagra este «pobre lamento», homenaje de adoración al «coloso altivo», al «soberbio gigante» de «hirviente seno», cuya grandeza se muestra perfectamente compatible con una ruda ternura. Y otra vez, como le sucedió en «La tempestad», la naturaleza airada, insumisa al mandato del hombre, lejos de hacerle huir horrorizado, le atrae y le fascina con su salvaje belleza: «Permite, ¡oh mar!, que a mi placer te admire». Y es que el ensoñar poético le convierte en bello, y hasta en afectivamente entrañable y sumiso, lo que para una mente prosaica parecería sólo amenazador y apocalíptico:


   «Soñé tu voz; con ímpetu violento
te vi, en mis sueños, revolverte airado,
y temblar agitado
con recio empuje en tu profundo asiento...
Delirante, contusa, arrodillada
la mente vio tu inmenso poderío,
y gozó prosternada,
cual ahora goza, viendo enajenada
que te soñé pequeño, ¡oh mar bravío!».



La inclusión del tema de América, y la visión apologética de la naturaleza en la línea del salmo XVIII17, dan complejidad al poema, aunque resten unidad a la estructura del mismo. Son muestra, por otra parte, de lo que será una constante en la obra de Rueda: el exceso de riqueza, de querer abarcarlo todo en unos versos que, en fuerza de su propia gravidez, corren el riesgo de resultar abigarrados. En este caso demuestran que todo le parece insuficiente cuando se trata de cantar «las encrespadas sábanas de espuma»:


«Pues no hay lira vibrando arrebatada
que digna, ¡oh mar!, de tu grandeza sea».






El sultán

El libro se cierra con este significativo poema, escrito también en 188018, en el que volvemos a comprobar cómo los viejos moldes siguen transformándose hasta hacerse casi irreconocibles bajo la presión de las nuevas fuerzas, La estructura musical, procedente una vez más del Romanticismo y popularizada por Zorrilla, es la del serventesio de dodecasílabos con ritmo de seguidilla (7+ 5). Otra vez se pone así de manifiesto cómo nuestro poeta, con su sentido de la anticipación de metros inusuales, da también a éste carta de naturaleza en la poética modernista, adelantándose de nuevo a Rubén19.

En cuanto al género literario, «El sultán» es una «oriental», poesía de abolengo romántico que busca en lo musulmán el encanto de la lejanía y el exotismo. Henos de nuevo ante el Oriente de Arolas, voluptuoso y fantástico, que pone en el desierto, o en las ciudades de Turquía, Persia y Arabia, los escenarios de las más fascinantes intrigas amorosas20. Aquí se nos pintan una vez más «harenes lucientes» poblados de lánguidas amantes «turcas o egipcias», que, sentadas en ricos «cojines de seda indiana», sirven a su «sultana» a la sombra de «terebintos y sicomoros», mientras se adornan con «soberbias guirnaldas de pedrería de Persia» o «blondas preciadas de Cachemira». Nada nuevo hay en ello, pudiendo comprobarse hasta la evidencia cómo perviven en el primer Rueda los gustos románticos ya prescritos.

Pero a vueltas de tanta arqueología, la «oriental» del malagueño ofrece la novedad de injertar en el viejo cañamazo gérmenes que preludian el inminente Modernismo. Con significativa impropiedad, nuestro poeta pone unas notas de clasicismo heleno-romano en estos ambientes poblados de moras y eunucos: ninfas y ondinas alternan con ellos, junto a referencias a Venecia y a la fuente Castalia. ¡Extraña «oriental», que se muestra ya muy próxima a los nuevos gustos, en flagrante infidelidad al tópico establecido por Espronceda y Arolas!

Irrumpe también en estos versos, y ahora con toda su fuerza, el color, ese otro elemento esencial en la poesía del más característico Rueda. Las «copas de oro» alternan con las «túnicas de azul y grana»; los «verdes rosales» con los «rojos cojines»; los «corales y rubíes» con las «áureas cintas» y la «azul esfera». Estamos en el preludio de la sinfonía cromática de su futura poesía, en la que alternan igualmente «mares de oro», «polvo de colores», «azules limpios», «surtidores de fuego», «rosas de nieve», «claveles gayos»... En realidad, todo lo sensorial es rítmico para él, y, por lo mismo -de acuerdo con su concepción musical de la poesía- lírico. De forma muy sintomática dirá en carta inédita dirigida a D. José Sánchez Rodríguez el 14 de abril de 1900, refiriéndose a Julio Pellicer, que en sus versos encuentra «la revelación de un poeta», y ello en gracia a su «sentimiento del color, de la luz, del sol, del idioma»21. En la poesía de Rueda, ya desde estos tempranos albores, lo exterior no es velo de lo interior, sino su manifestación. Es decir, el «fenómeno» es la esencia misma en cuanto que se manifiesta. Y no es que confunda la piel con las entrañas, sino que cree que, bien miradas, las entrañas, en superficie, se llaman «piel».

No faltan en «El sultán», por lo demás, para poner aun más de manifiesto el pre-modernismo de ese librito primerizo, unos toques de aristocratismo lujoso y de suntuosidad preciosista, que va desde las «calandrias y ruiseñores» -«canoras aves»-, a las «fuentes de jaspes y alabastros», «conchas de nácar», «flores de perlas», «copas de oro» y «recintos de mármol raro». Incluso la «planta leve» del verso sexto preludia inolvidables estilemas de Rubén que, entonces, estaban todavía por escribir. En «El sultán», en fin, podemos documentar fácilmente el esfuerzo de Salvador por transformar su poesía, desde los tanteos imitativos típicos del poeta que empieza, a la voz original del que está contribuyendo a crear unos nuevos gustos. Tomás Morales, el mágico poeta canario, supo verlo con claridad, cuando se dirigía a él con estas palabras: «Noble señor del plectro de oro y el verso todo florecido, / viajero ilustre, que a una secta diste el aliento precursor...»22.




Un modernista peculiar

Tras cuanto llevamos dicho, nos parece claro que Noventa estrofas, aparte su curiosidad y rareza bibliográfica, ofrece indudable interés literario. En sus páginas se nos configura Rueda, no ya como un simple precursor de Darío, sino como un auténtico pionero del Modernismo, Pero de un Modernismo diferente y original. Hemos visto que, años antes que el autor de Prosas profanas, la nueva visión de la poesía se está ya incubando en temas y técnica. Versos, ritmos, ambientes, lenguaje..., lo más peculiar de la panoplia modernista se va desplegando a lo largo de estas estrofas, en las que los restos del naufragio romántico se aprovechan parcialmente en la configuración de la nueva poesía. Quizá esté aquí lo más característico de la labor creadora del malagueño, lo que lo distingue más esencialmente de Rubén: Salvador ama demasiado la lira romántica para dejarla perder enteramente. Por eso, todo lo que en ella le parece vigente, queda incorporado a su nueva creación, transformándolo, desde luego, previamente, y engarzándolo con habilidad en un nuevo contexto. Ya lo dijo Andrés González-Blanco: «Salvador Rueda ha precedido a Rubén Darío, aunque no haya llevado tan allá como éste su ansia de renovación. Quizá podemos considerar a Rueda como un revolucionario platónico, a la manera de esos anarquistas intelectuales, que no laboran con la dinamita, sino con la pluma... Fue un Herzen antes que un Ravachol. Siempre se quedó un poco atrás; le dolía derribar el ara de los viejos dioses que con veneración secular había adorado»23. Noventa estrofas es, en este sentido, un libro de poemas que, precisamente por lo temprano y franco de sus composiciones, deja al descubierto de modo inigualable esa peculiaridad de la poesía del autor de En tropel24.

Este breve volumen nos ha bastado, pues, para observar tres cosas esenciales: que Salvador Rueda tiene sus raíces poéticas en el s. XIX como fuente inmediata, aunque mediatamente se nutra también de savias más antiguas -en este sentido, la tesis de Cardwell me parece plenamente aceptable-; que la emancipación -todo lo parcial que se quiera- de esa dependencia comienza ya en sus rimeros libros; que su revolución camina en el sentido de lo que luego se amará el «Modernismo», aunque sellado con notas muy peculiares. Al placer de la lectura se nos une, así, como consecuencia de una actitud reflexiva, el gozo de estar asistiendo aun decisivo parto poético.




Edición crítica de «Noventa estrofas»

De los cuatro poemas que componen Noventa estrofas (en adelante NE), el primero -«Arcanos»- se compuso expresamente para este libro, figurando tan sólo en él. Carece, por tanto, de lecciones variantes, al haber desaparecido también los manuscritos, y constituye, desde 1883, texto único. El segundo -«La tempestad»-, publicado en primera edición en NE, cuenta con una importante tradición textual posterior, apareciendo, con sucesivos retoques y bajo el nuevo título de «La tronada», en El País del Sol (España), Madrid, V. Díaz, S. A. (1901), pp. 80-81 (PS), Poesías completas, Barcelona, Maucci, 1911, pp. 107-07 (PC), y Poesías escogidas, Madrid, Renacimiento, 1912, pp. 73-74 (PE). En cuanto a los dos últimos -«Desde las rocas» y «El sultán»-, tal como hemos dicho en notas 15 y 18, proceden de Renglones cortos (RC), primer libro de versos de Rueda (1880), reapareciendo tras NE, con notables variantes, en Cantando por ambos mundos, Madrid-Sevilla, F. Fé-J.A. Fé, 1914, pp. 210-13 (CAM), el segundo bajo el título de «Oriental».

Pero hay más: En 1883, y antes de aparecer NE, «El sultán» había sido publicado en la revista La Diana, en redacción más temprana, sin duda, que la nuestra. El texto difiere allí, en efecto, de RC en 6 ocasiones, manteniéndose el título invariable, mientras que NE, comenzando por el cambio de título y la añadidura de una dedicatoria, ofrece nada menos que 10 variantes. NE acepta en general las correcciones de LD, excepto en el v. 27, en que la revista lee «La flor como la grana del» y NE «la savia perfumada del» -frente a «la frota regalada del», de RC. En consecuencia, excepto «Arcanos», los poemas de NE constituyen eslabones tempranos de una tradición redaccional de insospechada persistencia, lo que aumenta su interés, tanto desde el punto de vista textual como del estético, para analizar los orígenes y evolución de la poesía del malagueño.

En fin, dada la rareza de estas composiciones, la práctica imposibilidad de localizar La Diana, y el interés que, para el estudio de la dinámica creativa de Rueda, tiene el análisis de las sucesivas correcciones a que hubo de someter sus textos -lo que contradice el tópico de su improvisación y falta de lima-, ofrecemos a continuación la edición crítica de los cuatro poemas que hemos estudiado. Lógicamente, tomamos como texto base el de NE, dando en nota las versiones discordantes de RC, LD, PS, PC, PE y CAM, por este orden. Prescindimos de anotar los cambios de ortografía, puntuación, y admiraciones e interrogaciones -simples o, duplicadas.






[I]


Arcanos. Canto



   Al penetrar de la razón humana
en el camino tétrico y sombrío,
hirióme el dardo de la duda insana.

   Hasta entonces mi mente, como el río
que por su cuna de lozanas flores  5
blando resbala á su sepulcro frío,

   deslizábase alegre y sin temores,
tras sí llevando de la infancia pura
loco tropel de sueños seductores.

   Nunca el hielo fatal de la amargura  10
turbó mi afán, dormido al desengaño
como la perla en su mansión oscura,

   ni de la vida el pernicioso amaño
nubló mis sueños de color de rosa
de la experiencia con el torpe engaño.  15

   Rápida como el viento y bulliciosa,
mi existencia volaba alegremente
con las alas de libre mariposa.

   Para la dicha acariciar ferviente,
bastó á mis ansias é infantil deseo  20
un lecho humilde en que posar la frente;

   un sueño vago por feliz recreo,
y para colmo de mi dicha ansiada
la paz perdida que tan lejos veo.

   Pero dejé la infancia regalada  25
para entrar de la suerte en el combate
que cesa al borde de la tumba helada.

   De mi ventura infiel tras el rescate,
tranquila el alma, limpia la conciencia,
dispuesto el pecho al mundanal embate,  30

   abandoné los sueños de inocencia;
llegó hasta mide ¡Libertad! el nombre;
abrí el libro sagrado de la ciencia,

   y el débil niño al transformarse en hombre,
lanzóse al mar de la azarosa vida  35
do no hay misterio que al surgir no asombre.

   A la primera, ardiente sacudida,
que en mi cerebro ocasionó el destino,
traje á mi mente la razón dormida;

   paré mi curso, errante peregrino,  40
y del antro fatal de la existencia
á la entrada quédeme del camino.

*  *  *



   Fija mi planta en la indefensa roca
que del dolor levántase en la cumbre
sobre el abismo de la vida loca,  45

   miré pasar con honda pesadumbre,
marcando el giro de grotesca danza
la humanidad en rauda muchedumbre.

   Como el Simoun que en el desierto avanza,
iban con ella en loco torbellino  50
la fe, la duda, el llanto y la esperanza.

   Nube fugaz, del ancho remolino
llevaba al cielo santas oraciones
de los esclavos de Jesús divino.

   Carcajadas, injurias, maldiciones,  55
aumentaban los gritos y el estruendo
en bacanal de impúdicas canciones.

   Mis propios ojos á mi ser volviendo,
sentí la nieve del invierno frío
helar mi sangre con pavor horrendo.  60

   Libre en su marcha, como inquieto río
allí el crimen lanzaba su corriente
á su cínico antojo y albedrío.

   Vi á la virtud, humilde penitente,
piedad rogando á la justicia humana  65
que muda al verla prosiguió inclemente.

   La fe divina que del cielo emana,
servir de escarnio al réprobo iracundo,
y el dogma fiel de la moral cristiana.

   Ví convertirse en páramo infecundo  70
las santas leyes, con la sangre escritas
de Aquel que vino á redimir al mundo.

   Religiones al cálculo prescritas,
libres salir de la razón turbada
á las puras regiones infinitas.  75

   Vi al docto viejo de virtud cansada
asegurar, en su mortal desmayo,
que el cielo es aire y que el amor es nada;

   ¡y al niño iluso, comenzar su ensayo
de retener el curso de la vida  80
como Franklin la rapidez del rayo!

   Por la inquietud el alma conmovida,
quise volver á la risueña estancia
que embelesó mi juventud querida;

   Por la inquietud el alma conmovida  85
se derramó confuso por mi mente
como de amarga yerba la sustancia,

   Del mundanal abismo frente á frente,
atrájome su fuerza poderosa
como la sima al férvido torrente.  90

   Y abrumado por ansia misteriosa,
sentí mi cuerpo vacilar rendido
sobre las fauces de sedienta fosa.

   De mi largo estupor restablecido,
volví á mirar al dédalo enlutado  95
donde la vida alienta y su ruido,

   y vi del hombre resbalar al lado
en quiméricas hordas confundidas
la infamia, el vicio, el dolo y el pecado.

   En sus celdas las vírgenes dormidas,  100
vílas libar la miel de la existencia
como abejas en flores esparcidas.

   Juntas vi la impiedad y la clemencia;
con la ventura, la desdicha insana;
á los pies de la culpa, la inocencia;  105

   y para estrago de la vida humana
do el pensamiento gime aletargado
por la razón que por doquier emana,

   sobre la mar, al náutico lanzado;
al químico, trocando los colores;  110
al astrónomo, en pos de lo ignorado;

   al botánico, en lucha con las flores;
y en la tribuna, altar de la elocuencia,
larga cifra de sabios y doctores.

   Unos negando de su Dios la esencia,  115
otros analizando sus misterios,
y otros creyendo en su divina ciencia.

   Desvaneado en tantos vituperios
y así mirando por la antigua historia
sucederse repúblicas é imperios,  120

   turbáronse mi juicio y mi memoria,
cayendo mi esperanza en el vacío
como en la tumba la soñada gloria.

   Aterida mi mente por el frío
de la duda tenaz que la embargaba,  125
quise retroceder a mi albedrío;

   pero en vano mi espíritu impulsaba;
que al pretender abandonar mi asiento
la atracción del abismo me arrastraba.

   Como obedece el hombre al pensamiento,  130
conturbado al histérico suspiro
obedezco á fatal procedimiento;

   y no sé en el arcano donde giro,
¡si he de creer en cuanto ansioso toco
o he de dudar de cuanto absorto miro!  135

   De ser iluso transformado en loco,
entre el delirio y la razón discreta
ni al frente sigo ni hacia atrás tampoco:

   hallándose mi vida cual planeta
que entre fuerzas iguales colocado,  140
la ley contempla de su fiel trazado
á otras leyes recónditas sujeta.








[II]


La tempestad25



   Debajo las26 tumbas que recios azotan granizos y vientos,
encima los montes de cumbres alzadas27 y toscos cimientos,

   y en mares y abismos y rojos volcanes de luz que serpea,
feroz terremoto retiembla y se agita cual sorda marea.


   ¡Mirad!, la techumbre bordada de soles y blancas estrellas,  5
se empaña con nubes, y monstruos de fuego, y horribles centellas.

   Al sol oscurecen melenas flotantes de negros vapores;
descienden las gotas cual recios buriles que rompen las flores;

   Allá por los vientos en anchas bandadas se alejan las aves;
temblando en las olas cual copos de nieve se mecen las naves;  10

   Los campos agitan sus chales lujosos de vides listados;
perdidos pastores vocean siguiendo sus sueltos ganados,

   Y allá por la grieta que taja y divide la cumbre eminente,
salvando peñascos con ronco zumbido28 retumba el torrente.


   El nido amoroso de granzas y plumas del árbol colgado,  15
deshecho se mira del viento al empuje y al suelo lanzado;

   Las hojas que fueron vestido oscilante del ramo pomposo,
perdidas se alejan en giros revueltos al mar proceloso;

   Las fuentes que imitan espejos brillantes de límpidas ondas,
cubiertas se miran por verdes tapices de tallos y frondas;  20

   El río29 que finge serpiente escamosa de líquida plata,
torrente es primero, después Ebro ronco30, y al fin catarata;

   La tersa laguna que enturbia su seno, se trueca en pantano;
el lago dormido de capas azules, en fiero océano;

   Los bellos jardines, estuches de flores, en suelos perdidos;  25
las dulces florestas de estancias alegres en yermos ejidos,

   Y sobre los techos y torres lejanas y campos lucientes,
rebotan y saltan redondos granizos cual perlas vivientes31.


   ¡Qué hermosa, qué hermosa la voz resonante del bárbaro trueno
recorre el espacio, de nieblas y sombras y ráfagas lleno!  30

   ¡Qué grande el concierto de nubes que lloran y vientos que braman
y gotas que vibran, y mares que zumban, y rayos que inflaman!

   El pino gallardo que esconde su tronco del cielo en la cumbre,
su verde corona del mudo relámpago sumerge en la lumbre;

   La esbelta palmera que erguida taladra la copa del cielo  35
terrible ondulando, ya rasga la nube, ya toca en el suelo;

   Los rojos volcanes, hogueras inmensas de enormes alturas,
ardientes despiden sus besos de fuego rompiendo negruras;

   El rústico albergue retiembla y vacila del agua al exceso;
la torre que guarda vestigios pasados sucumbe á su peso,  40

   Y tal algazara y estruendo conmueven32 los cielos profundos,
que trombas remedan desplome de esferas33, y choques de mundos.

   ¡Oh! ¡cómo gozosa su música oyendo se arroba la mente
y cómo adormida el alma á su encanto suspira indolente!

   Acentos de trueno que estallan bramando, son ritmo sonoro;  45
relámpagos rojos que incendian y brillan, son risas de oro34.

   ¡Oh! yazgan sumidos en noche de penas sin paz ni sosiego,
aquellos que tiemblen del cielo á las iras y bárbaro35 fuego;

   Y pues que mi mente cercáis36 de armonías y vagas deidades,
¡bramad, ondas fieras! ¡tronad, roncos vientos! ¡rugid, tempestades!  50

Madrid, 4 de Marzo de 1883.








[III]


Desde las rocas37



   También ¡oh mar! soberbio y dilatado
cual otros llego ante tu altiva frente;
también arrebatado
con ansia loca38 y entusiasmo ardiente,
corrí hacia tí con mi pasión á solas  5
desde el confín lejano de Occidente,
por oir los ecos de tu seno hirviente
y el ronco son de tus gigantes olas.


    Soñé tu voz; con ímpetu violento
te ví, en mis sueños, revolverte airado,  10
y temblar agitado
con recio empuje39 en tu profundo asiento;
ví tus ondas soberbias levantarse
cual montes de cristal, embravecidas,
descendiendo después á dilatarse  15
por las playas de conchas guarnecidas;
te vi también de vaporosas brumas
teñir el cielo allá por el Oriente,
y en encrespadas sábanas40 de espumas
cubrir las rocas con afán creciente;  20
delirante, confusa, arrodillada
la41 mente vió tu inmenso poderío,
y gozó prosternada
cual ahora goza, viendo enajenada
que te soñé pequeño ¡oh mar bravío!  25


    ¡Coloso altivo! á tus potentes sones
mi débil pecho desmayarse siento,
y mi pobre lamento
que á tí consagro con amor fecundo,
lleva ligero el proceloso viento  30
y ese tu ronco rebramar profundo42.
Detén, detén tu batallar constante;
detén las olas que á mi planta crecen,
y la arena estremecen
hollando altivas con valor triunfante:  35
deja te admire con creciente anhelo;
calme tus iras la templanza grata;
mire yo un mundo retratando á un cielo,
movible espejo de rizada plata:
permite ¡oh mar! que á mi placer te admire;  40
escuche yo tus ecos celestiales;
déjame que suspire,
y que gozoso mire
de tu fondo las perlas y corales,


   Mas ¡ay! que lejos de escuchar mi ruego  45
te revuelves con hórrido43 estampido,
y tu fiero rugido
que airado lanzas en tu furia ciego
ensordece44 mi pecho y mi sentido.


    Y esas revueltas, levantadas olas;  50
ese piélago inmenso y tenebroso
que se eleva arrogante
cual soberbio gigante
en torbellino hirviente y poderoso,
cruzó Colón con entusiasmo ardiente45  55
tras un soñado, apetecido mundo46;
cruzó Colón, el genio sin segundo47,
con planta firme y con serena frente.
¡Gloria á su nombre y á su ciencia gloria!
¡prodigue el mundo á su saber altares!  60
¡¡la horrible lucha de su gran victoria
se sabe sólo al contemplar los mares!!


    ¿Y sabes lo que dicen tus bramidos,
piélago rencoroso y levantado?
la existencia de un ser que te sostiene,  65
la existencia de un ser que te ha formado,
y que en el cielo mora
de luz vistiendo su inmortal palacio,
y dirige la marcha vencedora48
de esos mundos que pueblan el espacio.  70


   ¡Escépticos! venid del mar extenso
á contemplar las ondas irritadas;
negad que un Dios con su poder inmenso
no detiene sus iras desatadas.
¡Dios! resuena en el piélago profundo49  75
¡Dios! resuena en el cóncavo azulado,
y ¡Dios! repite el eco dilatado
por los inmensos ámbitos50 del mundo.
...................................................................


   ¡Adiós! cuna de perlas adorada;  80
cantarte en vano mi pasión desea;
¡¡pues no hay lira vibrando arrebatada,
que digna ¡oh mar! de tu grandeza sea!!51








[IV]


El sultán. Oriental52



   Bullen en mis jardines53 canoras aves;
tengo en ricas estancias copas de oro,
libres hienden las olas del mar sonoro
y de marfil cargadas mis turcas naves


    Prisionera en su cárcel de filigrana  5
resbala de mi ninfa la planta leve,
y en su túnica54 envuelta de azul y grana
va enseñando las formas de su pie breve.


    Bordan la fresca orilla verdes rosales,
lanzan las claras fuentes blandos rumores55,  10
y responde al concierto de sus cristales
la voz de las calandrias56 y ruiseñores.


   Tengo prados de rosas y de alelíes,
tengo rojos cojines de seda indiana,
y sartas57 de corales y de rubíes  15
para adornar la frente de mi sultana.


    Donde mi bien amado duerme y suspira
guardo en lechos de plumas gasas flotantes,
ricas blondas preciadas de Cachemira
y áureas cintas sujetas entre brillantes.  20


    Cuando en la azul esfera brillan los astros,
me brinda el arpa amante notas divinas;
y en las fuentes de jaspes y de alabastros
bullen entre la espuma libres ondinas58.


    Tengo de mármol raro bello recinto,  25
guardo en mi harem59 luciente rico tesoro,
la savia perfumada del60 terebinto
y el árbol corpulento del sicómoro.


   De Venecia y Castalia, Persia y Hungría,
guardo en conchas de nácar flores de perlas,  30
y soberbias guirnaldas de pedrería
que las turcas y egipcias lloran por verlas.


    Ven, sultana, que el cielo brilla esplendente
y ven, que ya te saluda la clara fuente,
el mundo se despierta con sus rumores;  35
y trinan las calandrias61 ruiseñores.


    Ya despiertan del prado los alelíes.
Ven a mi harem, mi reina, ven mi sultana...
¡Para tí son mis perlas y mis rubíes!
¡¡para tí mis cojines de seda indiana!!  40











 
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