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Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra

José Enrique Rodó



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[Indicaciones de paginación en nota1.]



A Samuel Blixen.





  —[5]→  

No es el poeta de América, oí decir una vez que la corriente de una animada conversación literaria se detuvo en el nombre del autor de Prosas profanas y de Azul. Tales palabras tenían un sentido de reproche; pero aunque los pareceres sobre el juicio que se deducía de esa negación fueron distintos, el asentimiento para la negación en sí fue casi unánime. Indudablemente, Rubén Darío no es el poeta de América.

¿Necesitaré decir que no es para señalar en ello una condición de inferioridad literaria, como hago mías las palabras del recuerdo?...   —6→   Me parece muy justo deplorar que las condiciones de una época de formación, que no tiene lo poético de las edades primitivas ni lo poético de las edades refinadas, posterguen indefinidamente en América la posibilidad de un arte en verdad libre y autónomo. Pero así como me parecería insensato tratar de suplirlo con la mezquina originalidad que se obtiene al precio de la intolerancia y la incomunicación, creo pueril que nos obstinemos en fingir contentos de opulencia donde sólo puede vivirse intelectualmente de prestado. Confesémoslo: nuestra América actual es, para el Arte, un suelo bien poco generoso. Para obtener poesía, de las formas, cada vez más vagas e inexpresivas de su sociabilidad, es ineficaz el reflejo; sería necesaria la refracción en un cerebro de iluminado, la refracción en el cerebro de Walt Whitman. Quedan, es cierto, nuestra Naturaleza soberbia, y las originalidades que se refugian, progresivamente estrechadas, en la vida de los campos. Fuera de esos dos motivos de inspiración, los poetas que quieran expresar, en forma universalmente inteligible para las almas superiores, modos de pensar y sentir enteramente cultos y humanos, deben renunciar   —7→   a un verdadero sello de americanismo original.

Cabe, en ese mismo género de poesía, cierta impresión de americanismo en los accesorios; pero, aun en los accesorios, dudo que nos pertenezca colectivamente el sutil y delicado artista de que hablo. Ignoro si algún espíritu zahorí podría descubrir, en tal cual composición de Rubén Darío, una nota fugaz, un instantáneo reflejo, un sordo rumor, por los que se reconociera en el poeta al americano de las cálidas latitudes, y aun al sucesor de los misteriosos artistas de Utatlán y Palenke; como, en sentir de Taine, se reconoce -comprobándose la persistencia del antiguo fondo de una raza-, al nieto de Néstor y de Ulises en los teólogos disputadores del Bajo Imperio. Por mi parte, renuncio a tan aventurados motivos de investigación, y me limito a reiterar mi creencia de que, ni para el mismo Taine, ni para Buckle, sería un hallazgo feliz el de tal personalidad en ambiente semejante.

Su poesía llega al oído de los más como los cantos de un rito no entendido. Su «alcázar interior» -ése de que él nos habla con frecuencia- permanece amorosamente protegido   —8→   por la soledad frente a la vida mercantil y tumultuosa de nuestras sociedades, y sólo se abre al sésamo de los que piensan y de los que sueñan... Tal, en la antigüedad, la granja del Tíbur, el retiro de Andes o Tarento, la estancia sabina; todos los seguros de aquel grupo de helenizados espíritus que, con el pensamiento suspenso de las manos de Atenas y sin mezclarse a la avasalladora prosa de la vida exterior, formaron como una gota de aceite ático en las revueltas aguas de la onda romana.

Aparte de lo que la elección de sus asuntos, el personalismo nada expansivo de su poesía, su manifiesta aversión a las ideas e instituciones circunstantes, pueden contribuir a explicar el antiamericanismo involuntario del poeta, bastaría la propia índole de su talento para darle un significado de excepción y singularidad. Hay una línea que, como la que separa de lo azul la franja irisada del crepúsculo, separa en poesía americana el imperio de los colores francos y uniformes -oro y púrpura, como en Andrade; plata y celeste, como en Guido-, del sens des nuances de Rubén. Habíamos tenido en América, poetas buenos, y poetas   —9→   inspirados, y poetas vigorosos; pero no habíamos tenido en América un gran poeta exquisito. Joya, es ésa, de estufa; vegetación extraña y mimosa que mal podía obtenerse de la explosión vernal de savia salvaje en que ha desbordado basta ahora la juvenil vitalidad del pensamiento americano; algunas veces encauzada en toscos y robustos troncos que durarán como las formas brutales, pero dominadoras, de nuestra naturaleza, y otras muchas veces difusa en gárrulas lianas, cuyos despojos enriquecen al suelo de tierra vegetal, útil a las florescencias del futuro.

Agreguemos, incidentalmente, que tampoco es fruto fácil de hallar, dentro de la moderna literatura española, el de la exquisitez literaria; entendiendo por tal la selección y la delicadeza que se obtienen a favor de un procedimiento refinado y consciente; no lo «delicado» sentimental e instintivo de las Rimas. Suele tener aquella condición la prosa de don Juan Valera, por ejemplo; pero es indudable que, ni la genialidad tradicional de la raza, ni mucho menos las actuales influencias del medio sobre la producción, conspiran a favorecer, en el solar de nuestra lengua,   —10→   tal modalidad de la belleza y del arte. En cuanto a América, la espontaneidad voluntariosa e inconsulta, reñida con todo divino ensueño de perfección, ha sido cosa tan natural en la obra de su pensamiento, como las improvisaciones agitadas en su obra de organización y de desarrollo material. Preferida escuela de sus poetas (¡como de sus repúblicos!) ha sido hasta hoy la que, con intraducible modo de decir, llamarían en Francia l'école buissonnière de la poesía y la política. Por otra parte, los románticos pusieron excesivamente en boga entre nosotros las abstracciones de cierta psicología estética que atribuía demasiada realidad al mito del «numen». Se creía con una candorosa buena fe en la inspiración que desciende, a modo de relámpago, de los cielos abiertos; se tenían para cualquier severa disciplina los rencores del escolar para el latín; se iba a pasear a los prados y los bosques y, como Mathurin Régnier, se «cazaban los versos con reclamo».

Además, toda manifestación de poesía ha sido más o menos subyugada en América por la suprema necesidad de la propaganda y de la acción. El arte no ha sido, por lo   —11→   general, sino la forma más remontada de la propaganda; y poesía que lucha no puede ser poesía que cincela. Este utilitarismo batallador que, bien o mal depurado de la inevitable escoria prosaica, aparece en casi todas las páginas de nuestra Antología, basta para que resalte con un enérgico relieve de originalidad la obra, enteramente desinteresada y libre, del autor de Azul. No cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que ésta a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo. Se diría que es lo menos Béranger que puede ser un poeta; lo que, en sentir de algunos, equivaldría a decir que es todo lo poeta que puede ser un mortal. Alguna vez tuvo su musa la debilidad de cantar combates y victorias; pero la creo convencida de que, como en la frente de la Herminia del Tasso, el casco de guerra sienta mal sobre su frente, hecha para orlarse de rosas y de mirtos. Heredia, Olmedo, Andrade, dibujan, más o menos conscientemente, en derredor de sus versos, el circuito de un Fórum, las gradas que se dominan desde una tribuna; en tanto que la de Rubén Darío es una mente de poeta que tendría su medio   —12→   natural en un palacio de príncipes espirituales y conversadores. Yo no le creo incapaz de predicar la buena nueva; pero afirmo que, para hacerle maestro de la verdad, sería necesario prepararle una decoración renovada de los más bellos pasajes del Genezareth de idilio, de Renán; vestir al apóstol con túnica de oro y de seda; ungir de nardo su cabeza y sus hombros... y todavía, conseguir del Enemigo Malo que las prostitutas y los publicanos fuesen gentes delicadamente perversas, sin ninguna emanación de vulgaridad.

Cierta referencia del mismo autor de La Abadesa de Jouarre, que glosaremos con una frase de Bacon, nos dará de antemano la síntesis de nuestro estudio de la personalidad y las ideas del poeta. «La verdad de los dioses debe inferirse únicamente por la belleza de los templos que se les han levantado», le decía a Renán un artista amigo. «No hay refinada belleza sin algo extraño en sus proporciones», afirmaba el genial y abyecto Canciller. Todo Rubén Darío está en la doctrina que puede deducirse lógicamente de esos dos postulados. El Dios bueno es adorable porque es hermoso; y será la más verdadera   —13→   aquella religión que nos lo haga imaginar más hermoso que las otras... y un poco raro además. Le rare est le bon, dijo el maestro. Satán es digno de ser ponderado en letanías siempre que se encarne en formas que tengan la selección de Alcibíades, los fulgores de Apolo, la impavidez de Don Juan, la espiritualidad de Mercurio, la belleza de Paris. En cuanto a las cosas de la tierra, ellas sólo ofrecen, para nuestro artista, un interés reflejo que adquieren de su paso por la Hermosura, y que se desvanece apenas han pasado. Frente a la realidad positiva, a las que el Evangelio llama disputas de los hombres, a todo lo oscuro y lo pesado de la agitación humana, su actitud es un estupor exotérico o un silencio desdeñoso. Nada sino el arte. Y como el arte significa esencialmente la Apariencia divinizada, y pone en las cabezas el mareo fácil de la alondra para ir hacia «todo lo que luce y hace ruido», prefiere un rey a un presidente de república, -y a Washington, Halagabal. Se reina bien cuando se reina de manera adecuada para proporcionar a una reducida porción de hombres elegidos las más frecuentes e intensas sensaciones de felicidad y de belleza. La acción vale como   —14→   parodia del ensueño. El grande hombre de acción sería el absoluto y todopoderoso monarca que, considerando la sociedad como el mármol donde él estaría obligado a cincelar una estatua a un tiempo enorme y exquisita, la recortara, la trozase despiadadamente, para organizarla con arreglo a una suprema idea de originalidad novelesca y de magnificencia exterior.

Nada sino el arte, repito. Su «naturaleza literaria» vibra entera en esa palabra. Su talento la lleva por signo lo mismo en la faz que mira al Capitolio que en la que mira a la Tarpeya: en la de los aciertos y en la de las culpas. Imaginad su mundo íntimo como un horizonte avasallado por una cumbre solitaria, donde la Belleza hace llegar sus rayos de cerca y donde el amor de la Belleza se levanta poderoso, altivo, vencedor. Todo lo demás de la realidad y de la idea queda en el fondo oscuro del valle... Las cosas sólo salen de la oscuridad de la indiferencia cuando un rayo de aquel amor las ilumina. Y del imperio de ese sentimiento único -receloso tirano de su reino interior-, ha nacido esta organización de poeta, verdaderamente extraña y escogida, como nace, de la   —15→   cristalización del carbono puro, la piedra incomparable.

Los que, ante todo, buscáis en la palabra de los versos, la realidad del mito del pelícano, la ingenuidad de la confesión, el abandono generoso y veraz de un alma que se os entrega toda entera, renunciad por ahora al cosechar estrofas que sangren como arrancadas a entrañas palpitantes. Nunca el áspero grito de la pasión devoradora e intensa se abre paso al través de los versos de este artista poéticamente calculador, del que se diría que tiene el cerebro macerado en aromas y el corazón vestido de piel de Suecia. También sobre la expresión del sentimiento personal triunfa la preocupación suprema del arte, que subyuga a ese sentimiento y lo limita; y se prefiere -antes que los arrebatados ímpetus de la pasión, antes que las actitudes trágicas, antes que los movimientos que desordenan en la línea la esbelta y pura limpidez-, los mórbidos e indolentes escorzos, las serenidades ideales, las languideces pensativas, todo lo que hace que la túnica del actor pueda caer constantemente, sobre su cuerpo flexible, en pliegues llenos de gracia.

Y ese mismo amaneramiento voulu de selección   —16→   y de mesura que le caracteriza en el sentimiento, le domina también en la descripción. Está lleno de imágenes, pero todas ellas son tomadas a un mundo donde genios celosos niegan la entrada a toda realidad que no se haya bañado en veinte aguas purificadoras. Porque Rubén Darlo sería absolutamente incapaz de extraer poesía de las excursiones en que el pie felino de la musa de Baudelaire hollaba, con cierta morbosa delectación, el cieno de los barrios inmundos, y en que ella desplegaba sus alas de murciélago para remover la impureza de las nieblas plomizas. Ve intensamente, pero no ve sino ciertos delicados aspectos del mundo material. La intensidad de su visión se reserva para las cosas hermosas. Cierra los ojos a la impresión de lo vulgar. Lleva constantemente a la descripción el amor de la suntuosidad, de la elegancia, del deleite, de la exterioridad graciosa y escogida. Su taller opulento no da entrada sino a los materiales de que, si fuese suya la lámpara de Aladino, habría de rodearse en la realidad. Oro, mármol y púrpura, para construir, bajo la advocación de Scheherazada, salones encantados. Todas las formas que ha fijado en el verso   —17→   revelan ese mismo culto de la plasticidad triunfal, deslumbradora, que se armoniza en él con el de la espiritualidad selecta y centelleante. El instinto del lujo -del lujo material y el del espíritu-, la adoración de la apariencia pulcra y hermosa, con cierta indolente non curanza del sentido moral.

Tal inclinación, entre epicúrea y platónica, a lo Renacimiento florentino, no sería encomiable como modelo de una escuela, pero es perfectamente tolerable como signo de una elegida individualidad. De ese modo de ver no nacerán en el arte literario, las obras arquitecturales e imponentes (y desde luego, es indudable que no nacerán poemas cosmogónicos, ni romances sibilinos, ni dramas cejijuntos); pero nacen versos preciosos; versos de una distinción impecable y gentilicia, de un incomparable refinamiento de expresión; versos que parecen brindados, a quien los lee, sobre la espuma que rebosa de un vino de oro en un cristal de baccarat, o en la perfumada cavidad de un guante cuando apenas se lo ha quitado una mano principesca... Todas las selecciones importan una limitación, un empequeñecimiento extensivo; y no hay duda de que el refinamiento de la poesía del   —18→   autor de Azul la empequeñece del punto de vista del contenido humano y de la universalidad. No será nunca un poeta popular, un poeta aclamado en medio de la vía. Él lo sabe, y me figuro que no le inquieta gran cosa. Dada su manera, el papel de representante de multitudes debe repugnarle tanto como al poeta de las Flores del mal, que, con una disculpable petulancia, se jactaba de no ser lo suficientemente bête para merecer el sufragio de las mayorías... Lejos del vano estrépito del circo; en la «sede del arte severo y del silencio», como él gusta decir evocando la grave frase d'annunziana, pule, cincela, a modo de «un buen monje artífice», y consulta a los «habitantes de su reino interior». Recuerdo a este propósito que uno de los personajes de L'Immortel de Daudet, plantea esta cuestión interesante: «¿Si acaso Robinson hubiera sido artista, poeta, escritor, hubiera continuado siéndolo en la soledad, hubiera producido?». He ahí una duda que, para los artistas de la raza del nuestro, apenas admite explicación. En el individualismo soberbio de este poeta -aunque prive a su poesía de la amplitud humana y generosa que realza a la de los que cantan con vocación y majestad de hierofantes-   —19→   hay un fondo legítimo que ningún alma dotada de «entendimiento de hermosura» será osada a negar. Cierto: la Belleza soñada es, de todas las cosas del mundo, la que mejor justifica los individualismos huraños y rebeldes; es un santo horror el que tiene el artista a la tiranía de los más, al pensamiento vestido con librea de uniforme; el arte y la multitud están hechos de distinta substancia. El arte es cosa leve y Calibán tiene las manos toscas y duras. Pero se le puede abominar en el arte y amarle cristianamente en la realidad. Rubén Darío no le ama ni en la realidad ni en el arte. Sé que no se indignará conmigo si atribuyéndole un sibaritismo de corazón que haría rugir a Edmundo Scherer, cuyas invectivas contra Gautier acabo de dejar de las manos, me creo autorizado a pensar que, como el personaje de Mademoiselle Maupin, ¡sólo se siente inclinado a dar limosna cuando la sordidez y los andrajos tienen aspecto de cuadro de Ribera o de Goya!...

Todas las predilecciones que revelan sus versos; todo ese grupo favorito de imágenes, de reminiscencias, de nombres, que forman un característico corso e ricorso al rededor de la obra de cada artista, responden en el   —20→   nuestro al mismo delicado instinto de selección. La Grecia clásica y la Francia de Luis XV le darán, alternativamente, objetos para sus decoraciones; símbolos todas de una organización espiritual que huye lo ordinario como el armiño lo impuro. Ama prodigar la seda, el oro, el mármol, como términos de comparación. Aún más que la rosa purpurada «en sangre pecadora», es el lirio heráldico y beato la flor con que nos encontraremos al leerle. Y si se nos preguntase por el ser animado en que debería simbolizarse el genio familiar de su poesía, sería necesario que citásemos -no al león ni el águila que obsedían la imaginación de Víctor Hugo, ni siquiera al ruiseñor querido de Heine-, sino al cisne, el ave wagneriana; el blanco y delicado cisne que surge a cada instante, sobre la onda espumosa de sus versos, llamado por insistente evocación, y, cuya imagen podría grabarse, el día que se blasonara la nobleza de los poetas, en uno de los cuarteles de su escudo, de la manera como se grabaría en el escudo poético de Poe el cuervo ominoso, y el gato pensativo y hierático en el blasón de Baudelaire.

Toda la complejidad de la psicología de este poeta puede reducirse a una suprema   —21→   unidad, todas las antinomias de su mente se resuelven en una síntesis perfectamente lógica y clara, si se las mira a la luz de esta absoluta pasión por lo selecto y por lo hermoso, que es el único quicio inconmovible en su espíritu. No es el parnasianismo helado; pero es, en cierta manera, un parnasianismo extendido al mundo interior, y en el que las ideas y los sentimientos hacen el papel de lienzos y bronces. Teófilo Gautier no tenía reparo en confesar que, consideradas las cosas poniéndose en el mirador del arte, le parecía preferible una magnífica pantera a un ser racional; lo que no impedía que el hombre pudiera hacerse superior a la pantera despojándola de su piel para recortarse una hermosa túnica. Hay en Rubén Darío la virtualidad de una estética semejante. El pensamiento malo que viene revestido con una pintada piel de pantera, vale más que el pensamiento bueno que viste de librea o con una corrección afectadamente vulgar. Pero se concede a los moralistas que si el buen pensamiento desnuda de su bizarra piel al animal feroz y se la pone regiamente sobre los hombros, valdrá más que el pensamiento malo.

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Y ahora que he tratado de caracterizar a mi manera la genialidad del poeta, y he sintetizado todo lo dicho en ese ejemplo extremoso, oigo que me pregunta una voz interior que se anticipa a muchas voces extrañas: ¿No crees tú que tal concepción de la poesía encierra un grave peligro, un peligro mortal, para esa arte divina, puesto que, a fin de hacerla enfermar de selección, le limita la luz, el aire, el jugo de la tierra? Seguramente, si todos los poetas fueran así. Pero acaso ¿no existiría un peligro igual para la armonía de la Naturaleza y para la sociedad de los hombres, si todas las plantas fueran orquídeas; diamantes y rubíes todas las piedras; todas las aves cisnes o faisanes; y todas las mujeres sirvieran para figurar en crónicas de Gyp y cuentos de Mendès?...

Para proseguir nuestra esquisse de la personalidad que estudiamos, de la manera más segura: teniendo ante los ojos el inequívoco trasunto de su obra, elegiremos de ella lo que nos parece más característico y de más alto valor. Es su última colección de versos la que representa -por así decirlo- la plena tensión del arco del poeta. El autor de Azul   —23→   no es sino el boceto del autor de Prosas profanas.

Entiéndase que me refiero, exclusivamente, al poeta, en este parangón de los dos libros; no al prosista incomparable de Azul; no al inventor de aquellos cuentos que bien podemos calificar de revolucionarios, porque, en ellos, la urdimbre recia y tupida de nuestro idioma pierde toda su densidad tradicional, y -como sometida a la acción del trozo de vidrio que, según Barbey d'Aurevilly, servía para trocar los fracs de Jorge Brummell en gasas vaporosas-, adquiere la levedad evanescente del encaje.

Tomaremos, pues, la última colección del poeta por punto de partida. Los que conocéis de las nuevas tendencias literarias la parodia y de Rubén Darío la leyenda, podéis alejar todo temor de que os juegue una mala pasada conduciéndoos al través de un libro sombrío, diabólico o impuro. Es un libro casi optimista -a condición de que no confundáis el optimismo poético con la alegría de Roger Bontemps. No encontraréis en él una sola gota del amargo ajenjo verleniano, porque el Verlaine que aparece no es el Verlaine que sabe la ciencia del dolor y el arrepentimiento;   —24→   ni una onda sola del helado nepenthe de Leconte de Lisle; ni un solo pomo de la farmacia tóxica de Baudelaire. Encontraréis mucha claridad, mucho champagne y muchas rosas. No bien hacemos nuestra entrada en el libro, el poeta nos toma de la mano, como el genio de algún cuento oriental, para que retrocedamos con él a la vida de una época llena de amenidad y de gracia. Vamos en viaje al siglo XVIII francés. Cierto es que a mí, como a muchos de los que se decidan a seguirme, nos agrada de una manera mediana aquel ambiente en que la Naturaleza no era sino un inmenso madrigal; en que un erotismo rococó ocupaba el lugar de la pasión fuerte y fecunda; y en que cierta mitología de abanico hacía de Mercurio un mensajero de billetes galantes, y de Eolo un paje encargado de dar aire a las reinas, y de las butacas de salón los trípodes de Apolo. Pero no importa, por mi parte. Presumo tener, entre las pocas excelencias de mi espíritu, la virtud, literariamente cardinal, de la amplitud. Soy un dócil secuaz para acompañar en sus peregrinaciones a los poetas, a donde quiera que nos llame la irresponsable voluntariedad de su albedrío; mi temperamento   —25→   de Simbad literario es un gran curioso de sensaciones. Busco de intento toda ocasión de hacer gimnasia de flexibilidad: pláceme tripular, por ejemplo, la nave horaciana que conduce a Atenas a Virgilio, antes de embarcarme en el bajel de Saint-Pol Roux o en el raro yat de Mallarmé. ¿Qué mucho que no me intimide ahora la peregrinación a que convida este desterrado de los jardines de Versalles y los trianones cucos, aunque él no haya de llevarme precisamente a las regiones por que suspira mi alma cuando toma la actitud de Mignon? La hospitalidad de las Marquesas es, al fin y al cabo, una hospitalidad envidiable, ¡y la presentación será hecha por un poeta de la corte!

Era un aire suave..., dice el título de estos primeros versos. Y además del aire efectivamente acariciador que simula en ellos el ritmo, ellos os halagarán los ojos con todos los primores de la línea y todas las delicadezas del color. Imaginaos un escenario que parezca compuesto con figuras de algún sutil miniaturista del siglo XVIII. Una noche de fiesta. Un menudo castillo de Le Nôtre, en el que lo exquisito de la decoración resalta   —26→   sobre una Arcadia de parques. Los jardines, celados por estatuas de dioses humanizados y mundanos, no son sino salones. Los salones, traspasados por los dardos de oro de los candelabros, arden como pastillas de quemar que se consumen. Un mismo tono, delicado y altivo, femenil y alegre, de la Gracia, triunfa por todas partes, en el gusto de la ornamentación, en los tintes claros de las telas, en las alegorías pastorales de los tapices, en las curvas femeninas de las molduras... Las Horas danzan festivas. Se está en el siglo del ingenio y la conversación ha desatado en leves bandadas sus trasgos y sus gnomos. Declaraciones, risas, suspiros. Pueblan el aire los pastores acicalados de Watteau, repartidos, en grupos que se eclipsan y reaparecen, en los planos de seda de los abanicos, que conversan en el lenguaje de las señas. Se oye la sinfonía de las telas lujosas. Tañe la seda su pífano insectil, el gro rezonga su voluptuosidad, los encajes tiemblan azorados... Cruzan la sala las mujeres de Marivaux. Por allá pasa Sylvia, por allá Araminta, por allá Angélica y Hortensia. Los rostros, que semejan de estampas, y que parecen pedir, sobre las mejillas consteladas de lunares, la firma   —27→   de Boucher, llevan, ellos también, esa nota de amaneramiento querido que surge en todas partes en el siglo de la artificialidad. El baile luego. Una orquesta de Italia deslíe en el aire la música de un repertorio voluptuoso. Los tacones de púrpura dibujan sobre la alfombra florida la Z del minué, o se abandonan a la fugacidad de la gaviota, o hacen la rueda en la pavana. Oro, rosa, celeste, sobre los paniers de las danzantes y en los trajes de sus caballeros. Todo el ambiente es una caricia y todo lo que pasa parece salir de la aljaba de la voluptuosidad.

Tal amplifica mi fantasía, dócil a toda poética sugestión, el fondo hechizado del cuadro en que la magia del poeta hace revivir a esa marquesa Eulalia que, colocada entre un abate madrigalista y un vizconde galante, reparte risas y desvíos con una malignidad encantadora. Un paje audaz, de los que pirateaban con la patente de corso de los reyes en los mares mundanos de la Regencia y de Luis XV, sabe el secreto que hará desvanecerse la risa de Eulalia, y la esperará, a la media noche, en una glorieta del jardín que duerme envuelta en sombras azules. Pero entre tanto, Eulalia ríe, ríe incansablemente;   —28→   y mientras la graciosa Eco mezcla en la copa del aire las desgranadas perlas de su reír con las notas perdidas que endulzan las ondas mansas del viento, la fiesta, en torno, continúa; las Horas danzan festivas, como en la pintura matinal de Guido Reni...

¿Tocar así la obra del poeta, para describirla, como un cuadro, con arreglo a un procedimiento en que intervenga cierta actividad refleja de la imaginación, es un procedimiento legítimo de crítica? Sólo puede no serlo por la incapacidad de quien lo haga valer. La composición es de un tono enteramente nuevo en nuestro idioma; porque el matiz de la Gracia que hay en ella, no tiene la correcta simplicidad de la elegancia clásica, ni la vivacidad del donaire puramente español, hecho de especias y de zumo de uva, que nuestro propio poeta ha cantado, con versos de gesticulaciones gitanas, en el Elogio de la seguidilla. Es la gracia Watteau, la gracia provocativa y sutil, incisiva y amanerada, de ese siglo XVIII francés, que los Goncourt, que tan profundamente la amaron y sintieron, llamaban «la sonrisa de la línea, el alma de la forma, la fisonomía espiritual de la manera». La originalidad de la versificación   —29→   concurre admirablemente al efecto de ese capricho delicioso. Nunca el compás del dodecasílabo, el metro venerable y pesado de las coplas de Juan de Mena, que los románticos rejuvenecieron en España, después de largo olvido, para conjuro de evocaciones legendarias, había sonado a nuestro oído de esta manera peculiar. El poeta le ha impreso un sello nuevo en su taller; lo ha hecho flexible, melodioso, lleno de gracia; y libertándole de la opresión de los tres acentos fijos e inmutables que lo sujetaban como hebillas de su traje de hierro, le ha dado un aire de voluptuosidad y de molicie por cuya virtud parecen trocarse en lazos las hebillas y el hierro en marfil. ¡Tienen su destino los metros!, podríamos exclamar, a este propósito, parodiando al anónimo poeta de la antigüedad. ¡He aquí que el viejo ritmo del Libro de las querellas y de la Danza de la muerte ha doblado sus petrificadas rodillas de Campeador sobre el almohadón de rosas de la galantería!

El mismo cielo, azul y ópalo, de cuadro de Watteau, el de las verlenianas Fêtes galantes, se tiende sobre la Divagación que viene luego. El poeta, haciendo gala de un cosmopolitismo   —30→   ideal, que liba voluptuosidades en la copa de todos los sibaritismos humanos para refundirlas en una suprema quintaesencia, declara que quiere dar a su amor todos los encantos y todos los colores propios del estilo de amar de cada raza. Curioso mercadante del verso, reúne en su tienda, para preparar un escenario nupcial, estatuas de Clodion y bandolines florentinos; copas para el vino teutón y copas para el vino de España; mil tesoros exóticos: tortugas y dragones chinescos, y joyas de bayaderas de la India, y labrada plata del Japón. Quiere un amor que sea universo. Quiere que, en sucesivos avatares, su amada lo sea todo; desde la Diana de muslos de marfil que blanquea en el rincón de un parque de Luis XV, hasta la negra Sulamita del «Cántico»... Pero fijaos bien, y veréis cómo, por debajo de esta mutación superficial, ella sigue siendo siempre una francesa del siglo de los duques-pastores, una joven marquesa, una nieta mimada de Marivaux, como aquella deliciosa Eulalia que parece escapada de una página de los Juegos del amor y el azar o de las Falsas confidencias. Ella sabe de Grecia por las Arcadias de aquel siglo; de Alemania por Gérard de Nerval; de   —31→   España por Merimée; de Oriente por Loti... Hay en todas estas estrofas toques realmente incomparables; y se diría que el poeta, al mismo tiempo que hace la corte a su viajera, hace también la corte a todas las exquisiteces del decir y a todas las graciosas petulancias de la forma.

Pienso que la Sonatina que desgrana sus notas en la siguiente página, hallaría su comentario mejor en el acompañamiento de una voz femenina que le prestara melodioso realce. El poeta mismo ha ahorrado a la crítica la tarea de clasificar esa composición, dándole un nombre que plenamente la caracteriza. Se cultiva -casi exclusivamente- en ella, la virtud musical de la palabra y del ritmo poético. Alados versos que desfilan como una mandolinata radiante de amor y juventud. Acaso la imagen, en ellos evocada, de la triste y soñadora princesa, se ha desvanecido en vosotros, cuando todavía os mece el eco interior con la repercusión puramente musical de las palabras, como el aire de un canto cuya letra habéis dejado de saber... Imagináis que os arrulla una berceuse muy suave, y que vuestra alma está en la cuna; imagináis que tenéis el alma en la epidermis y que unas manos   —32→   de hada os la acarician; aquellas leves manos que dibujó una vez Régnier -inmunes de «haber hilado el lino de toda vil labor» y que sobre las fiebres en que se posaban «hacían nevar el celeste reposo de su frescura»... Una berceuse, nada más; pero ¿no vale y no se justifica así también la obra de los poetas? No ha mucho tiempo que estuvo más de moda que hoy saludar a la poesía versificada con el melancólico adiós de cierta heroína del Ricardo III a la reina de los tristes destinos. Pero todavía escuchamos a menudo que, condenada a ser proscrita -en cuanto alada mensajera del pensamiento, y en cuanto arte descriptiva-, por otras formas más amplias de la expresión, lo está también a serlo de los dominios del sentimiento por la potencia infinita de la música, que es la única fuerza capaz de evocar y reunir soberanamente, en el concierto de la Naturaleza, las confidencias de todas las cosas que lloran y las confidencias de todas las cosas que ríen... Ceci tuera cela. Cuando lo oigo decir, El Cuerno de Poe, El Lago lamartiniano -que son para mí los dos hitos terminales de la armonía verbal-, los sollozos rimados del Souvenir y de Las Noches, cien cosas más, aletean en mi memoria   —33→   como pájaros amenazados de muerte... Y juro entonces que, por más que lo infinito se abra tras el horizonte revelado por la magia sublime de los Schumann y los Wagner, ella compartirá perpetuamente el imperio de las vibraciones sonoras con esta otra música que no precisa adherirse a cosas tangibles; la que nace directamente del roce de la idea al entrar en el molde de la palabra; la que, a un tiempo mismo, significa y sugiere; la que tiene instrumentos sutiles y maravillosos en la orquesta de sus letras inmóviles, cuyos rasgos -como tendidas cuerdas o sonoros tubos de metal- parecen plegarse y desplegarse de cien modos extraños, para arrancar a la onda prisionera de aire vibraciones desconocidas... Sí; yo creo que para que se sostenga el trípode del verso, es suficiente que dure el pie que reposa sobre la música. ¡Muerto para la idea, muerto para el sentimiento, el verso quedaría justificado todavía como jinete de la onda sonora!

Dos composiciones ha consagrado Rubén Darío a glorificar la cándida hermosura del cisne, en quien he dicho que tiene su poesía una especie de genio familiar. Blasón se llama la primera, y con el propio nombre   —34→   del ave la segunda. Son dos homenajes diferentes. Para cantar al cisne pintado sobre azur en el blasón de una condesa española, el poeta parece prepararle en sus versos el claro y espumoso lecho de un lago en un parque de Le Nôtre; y entonces, la imagen que se levanta, dócil al llamado del poeta, en nuestro espíritu, es la del cisne meridional, el cisne de Leda -ese blanco remero del Eurotas-, glorioso en el cuadro de Leonardo, divinamente cantado por Leconte en su evocación de Helena. Y cuando, para saludar la aurora de Wagner, llama segunda vez al cisne el acento del poeta, despliégase ante nuestros ojos la otra ala del ave legendaria; y es el cisne del Norte el que canta entonces, dominando el estrépito del martillo formidable de Thor y las trompas que celebran la espada de Argantir.

He dicho antes por qué me parece bien que un poeta como el de que se habla en esta confesión de impresiones, ame al cisne y le acaricie en sus versos. Además, una poesía de los caracteres de la suya, que ha hecho sus triunfos invocando un propósito, más o menos bien fundado, de renovación, tiene que reconocer algo propio en el simbolismo clásico   —35→   del cisne. El cántico del ave de armiño es, para la leyenda tradicional, símbolo de crepúsculo, símbolo de cosa que muere; pero, en cambio, el cisne sagrado entre cuyas alas el dios de la luz volvió sobre Delfos desde la región helada, ¿no simbolizaba también, dentro de la fábula griega, la revelación de la luz nueva, y no llevaba en la blancura de su plumaje inmaculado el emblema de la claridad que nace?... Aspirando la poesía revolucionaria de Rubén a representar, además de una renovación, un tamizamiento de la luz, esta nueva luz, cernida entre espumas, no podría ser anunciada, como la de todas las auroras, por el canto del gallo pregonero, sino por la presencia heráldica de un cisne. ¿Quién duda de que es el cisne la menos terrenal y la más aristocrática de las aves? Aristocrática por su pureza de nieve no tocada o de blanco lino monacal; aristocrática por su «saudoso» ensimismamiento; aristocrática por su asociación inseparable, en la ficción humana, con las cosas más delicadas de la tradición y con las ensoñaciones más hermosas del mito, desde el episodio de Leda hasta la leyenda blanca de Lohengrin... Las alas diáfanas, la silueta del cuello largo y candidísimo, parecen   —36→   dibujarse, al través de la transparencia del papel, bajo los versos que nuestro poeta dedica al blasón de la condesa de Peralta. Delicada, femenina, graciosa, ¿no se podría decir que, como la Helena clásica, su poesía tiene sangre de cisne en las azules venas?...

Hay en el libro otras dos composiciones en que el poeta revela la voluntad de ser amable con el ambiente de la ciudad en que su figura literaria ha adquirido rasgos dominadores y definitivos; con el ambiente en que ha florecido este «último mes de primavera» de su producción, representado por las Prosas.

Son ellas una deliciosa canción carnavalesca, y unos elegantes cuartetos alejandrinos, en los que se hace la descripción de una mañana de campo, con la gracia, menos rústica que palaciana, de la jardinería de Versalles. Una y otra composición son plausibles por el desempeño. La Canción es uno de esos graciosos alardes de agilidad y desenfado en que Banville, no pretendiendo ser más que un Debureau, un mimo, de la lírica, encuentra modo de ser, como Debureau, un mimo de talento. Pero, en realidad, el toque local no está representado, en ambas, más que por nombres.   —37→   No hemos salido sino a medias del ambiente que hasta ahora hemos respirado en el libro y al que volveremos -pasadas pocas páginas- con la cena galante de El Faisán y el coloquio de amigos de la Garçonnière. Lo mismo bajo la copa del viejo ombú de Santos Vega y entre las ramas de los espinillos en flor, que al confundir su musa, puesta de máscara, en el corso de nuestras carnestolendas de capa caída, el poeta evoca siempre, como por una obsesión tirana de su numen, el genius loci de la escenografía de París. A Guido Spano le pasa algo semejante con ciertas composiciones de motivo local, en que las reminiscencias del Ática se transparentan muy luego bajo los nombres del terruño y en que parécenos ver una enredadera de nuestros bosques salvajes abrazando la fina columna de un templete. La poesía enteramente antiamericana de Darío produce también cierto efecto de disconveniencia, cuando resalta sobre el fondo, aun sin expresión ni color, de nuestra americana Cosmópolis, toda hecha de prosa. Sahumerio de boudoir que aspira a diluirse en una bocanada de fábrica; polvo de oro parisién sobre el neoyorkismo porteño.

Contenta más volver a verla en su medio   —38→   del enharinado gourmand. No es que «nieve por dentro»; es apenas un copo de harina plateado por la luna... Pero ¡qué sugestiva habilidad en el trasunto de la sensación del ambiente! ¡Qué arte adorable en la orfebrería de esta expresión, donde cada palabra se cuida como una faceta de la piedra preciosa, como una vena de la nácar, como una inasible chispa de luz de las que han de constelar de diamante el oro bruñido!... Con El Faisán vino prisionera una ráfaga del aire fosfórico que hace cosquillas en el talento de Mendès, de Aureliano Scholl, de Halévy... En nuestro idioma severo ¿cuándo la voluptuosidad ha obtenido del verso, para su carcax de cazadora, dardos semejantes? ¡Porque la voluptuosidad es el alma misma de estos versos; se hunden, se estiran, ronronean, como los gatos regalones, en los cojines de la voluptuosidad! Versos golosos, versos tentadores y finos, versos capaces de hacer languidecer a una legión de Esparta... Si se tratase de ir a la guerra, yo los proscribiría como a la Maga ofertadora de un filtro pérfido y enervador. Y si -merced al pequeño grano de sal que casi todos hemos recibido de las Gracias- mi incorregible inclinación al arte que   —39→   natural. El Faisán, al que hemos aludido hace un instante, nos brinda una ocasión soberbia para ello. Una composición que es la obra maestra de la Frivolidad. Un tema de una fugacidad y una ligereza que parecen hacerla tanto más encantadora. El recuerdo de una aventura galante, de un posarse en la rama del amor volandero, la cena de una noche de carnaval en el gabinete de un café parisién. La estrofa de Brizeux, el monorrimo ternario de los himnógrafos medioevales -castellanizado en El Faisán de manera propia para hacerle quedar, de esta vez para siempre, entre las copas y los tirsos de nuestra métrica-, se rinde blandamente para recibir en su seno este oro líquido, excitador y dulce. Describe el poeta, con un vocabulario que se diría seleccionado en un taller de mosaístas curiosos, la escena, acompañada musicalmente por la triunfante sinfonía del carnaval, sahumada por los aromas de los vinos, las rosas y las fresas, y presidida por el ave de oro, símbolo de la mesa exquisita. Él nos cuenta que vestía en aquella noche de máscaras la vestimenta blanca de Pierrot; y la melancolía final que suena, como una espuma que se apaga, en estos monorrimos lujosos, se parece a la palidez   —40→   combate y que piensa no estuviera lejos de ser pedante como la de los pedagogos, diría que son una mala sugestión...

La capacidad de admirar es, sin duda, la gran fuerza del crítico; pero los que lo somos, o aspiramos a serlo, tenemos nuestro inevitable trasgo familiar, a quien atormenta el prurito infantil de afilar sus dientes menudos hincándolos en carne noble. Cierta amargura mitigada y espiritual es un fermento sin el cual el licor que elaboramos no hace espuma. Yo tomaría mi divisa del título de cierta composición del poeta de los «Esmaltes»: Bonbons et pommes verts. Hasta ahora no se ha justificado en estas páginas más que la primera parte del mote. Pero he aquí que siguen a la Canción de carnaval -que es, como he dicho, un juguete que podría haber salido de manos de Banville-, y preceden a El Faisán -que considero una verdadera golosina de arte-, tres composiciones madrigalescas que parecen intercaladas de intento para complacer a mi deseo de no dejar intacto el capítulo de las censuras.

Reconvengo a Rubén Darío por esas seis   —41→   páginas triviales de la colección. Ellas están admirablemente en los álbumes donde fueron escritas; pero, quitadas de allí, me parecen indignas de que semejante poeta las confirme y reconozca por suyas; pues va sans dire que si le tengo por un espíritu del siglo XVIII francés, no es porque le crea de la especie poética de los Bertin y los Dorat. No diré yo -¿y quién se atrevería a confesar, aunque lo pensase, ese pecado de galantería?- que los poetas de veras estén moralmente imposibilitados de hacer versos de álbum. Un poeta no ha de ser feroz. Lo que yo pienso es que la fiesta solemne que significa para el poeta el acto de vendimiar entre las fructificantes vides de sus rimas y colmar las cestas doradas de sus Canéforas, debe ser consagrada con la resolución viril del sacrificio, y debe acallar, en su corazón de autor, todas las predilecciones interesadas. Efectivamente: una antología, aunque ella sea personal; un Cancionero, para decirlo a lo siglo XV y a lo Heine, es por naturaleza obra de estricta selección -y si procede, como en este caso, de gran poeta-, de selección llevada a la crueldad. Pasen las humildes desigualdades en nuestra prosa plebeya, y pasen, también,   —42→   fuera del libro, las complacencias con la musa. Pero un libro de versos es la delicada fuente de fresas, donde sólo place ver admitidos, sobre el esmalte o el cristal, las frutas perfumadas, el azúcar níveo y bien cernido, los ampos más blancos de la nata...

El Verlaine de las Fêtes ha solido dejar la huella de su paso por las páginas que hasta ahora hemos recorrido en la obra del poeta. Las composiciones que se titulan Mía y Dice mía nos colocan frente a otra faz del grande y raro maestro. Henos ahora en los brumosos dominios del Verlaine de los Romances sans paroles; en los dominios del Verlaine convertido por Rimbaud al culto de su poesía ultraespiritual y sutilísima. Estamos en un país de cosas trémulas, donde debe marcharse reprimiendo el aliento. Esas cantilenas vagas y como tejidas de hilos de aire; esos versos calificados de enfantillages amorphes por Maurras, y en los cuales la sombra de un pensamiento o una emoción se expresa en una forma de balbuceo, tienen en Verlaine un encanto que nace de su propia falta de realidad y contenido; de que nada preciso entra en lo que significan o figuran; porque   —43→   a la fantasía del lector le basta con la espuela de plata que la hiere, abandonándola luego a su espontaneidad. Cada uno de nosotros pone, a su capricho, la letra a esta verdadera música verbal en la que las palabras hacen de notas. Cada uno tiene derecho a una interpretación personal sobre esta rara clase de versos, que son apenas como un papirotazo sugestivo, un resquicio instantáneo abierto sobre una perspectiva ideal, un golpe rápido de filo sobre cristal vibrante...

Acepto el género, legitimado por muy curiosas naderías de los decadentes. Pero ¿será posible usar, como arco, el verso español, sobre esa cuerda de la lira novísima? Pienso que no. ¡Soberbiamente hermosa, nuestra lengua, para el efecto plástico y para la precisión y la firmeza de la forma sonora! Pero ella no ha tenido jamás -por su naturaleza, por su genio; no tan sólo por deficientemente trabajada-, esa infinita flexibilidad, esa dislocación de mimo antiguo, que hacen del francés un idioma admirablemente apto para registrar las más curiosas sutilezas de la sensación, un idioma todo compuesto de matices... Está hecho, el nuestro, como para complacer al personaje de Gautier, que enamorado de lo   —44→   firme, lo escultural y lo atrevido, soñaba cuadros que parecieran bajorrelieves de colores; figuras que resaltaran, hercúleamente esculpidas por un sol triunfal, y nubes cuyos contornos mordaces sobre el azul les diesen las apariencias de pedazos de mármol. Por lo demás, el análisis tiene poco que hacer con estas composiciones enteramente irresponsables por su índole. Copos de espuma lírica que se desvanecen apenas se les quiere recoger en las manos.

Salvando el Pórtico escrito para el libro En tropel de Salvador Rueda y que precede, en la colección que recorremos, a una composición del mismo tono: el Elogio de la Seguidilla, ábrese ante nuestro paso lo que podríamos llamar el patio andaluz de esta ciudad soñada de las Prosas. Entremos. Es el mediodía; la caricia del aire deja en las sienes perfumes de azahar; cálidos cantares se diluyen en el silencio; una fuente discreta arrulla el reposo en la frescura de la sombra; y las puertas de ébano de los sueños se abren movidas por un genio infantil que usa turbante y albornoz...

Salvador Rueda es, reconocidamente, en el parnaso nuevo de España, el dueño del   —45→   troquel con que están selladas estas composiciones. El lirismo pictórico y lleno de locuaz amenidad, del autor de los Cantos de la vendimia -a cuya briosa evocación parece haber renacido la genialidad de la vieja lírica andaluza, la del Góngora de los buenos tiempos, para conciliarse con el eco lejano de algunas nuevas corrientes literarias-, pone su nota característica y vivaz en estas pintorescas andaluzadas de Darío.

El Pórtico que precedió a la obra del poeta sevillano, no tiene otro defecto que el de estar versificado en un metro asaz acompasado y monótono para emplearse en composición de tan largo aliento. Evoca el poeta a la musa de los países amados por el Sol. Nos la muestra primero, juvenil y altiva, con su tirso de rosas y su frente dorada por la luz meridional, en los pórticos griegos y en las tibias granjas de Venusa; la sigue, luego, al Oriente encantado, donde habita el rey del país Fantasía, «que tiene un claro lucero en la frente», y donde ella acompaña las danzas moras y conversa con los viejos califas de las barbas de plata; la ve partir, como una golondrina, a la ventura, con la caravana indolente que un día se detiene en suelo andaluz. Canta entonces   —46→   el poeta a la musa indígena de España. Arde la estrofa con los ocres y rojos de la plaza de toros, la alegría de las verbenas, el reír de las chulas, el relampaguear de las navajas ebrias de sangre, el cálido son de los instrumentos característicos: la amorosa guitarra, admirablemente dibujada en el verso que le atribuye talle y caderas de mujer, los negros crótalos convocadores y el sonoro pandero que, en las brunas y sonrosadas manos, hace de fuente donde recoger los claveles y las guindas. El canto es nuevo, lleno de garbo, y lo desenlaza bien la bizarría del rasgo final, en que el poeta envía su saludo a Hugo, soberano de la monarquía poética, emperador de la barba florida, como hermosamente le llama, con la frase de los cantos de gesta evocada por el propio verso hugoniano en Aymerillot:


Charlemagne, empereur à la barbe fleurie...



No tiene el mismo Rueda una composición donde tan poderosamente se condense y resuma su propio estilo de pintar. En el Elogio de la Seguidilla vibra también la cuerda netamente española; y esa estrofa alada y   —47→   balzante, esa pequeña ánfora lírica donde el pueblo ha derramado todos los jugos de su corazón, está cantada como cifra de españolismo poético y como el alma melodiosa de la vida de España. Pero, entre tantos nombres significativos e ingeniosos como se dan en esos bizarros versos a la seguidilla, ¿por qué se le llama rosa métrica, con lo que se ha dado pretexto al lápiz inquieto de mis glosas para recordar que aún existe la crítica ratonil en los desvanes y subsuelos del arte? Tal modo de decir sugiere en mí, por una explicable asociación, una extraña imagen de flor geométrica, angulosa... Y he aquí que mi lápiz ha descendido a imitar, en la margen del libro, la glosa hermosillesca... Quede ahora la observación sin borrar, para que no falte ni aún el mordisco hincado en el detalle, en estas páginas donde he puesto en movimiento tantos modos del juicio.

Para hacer su peregrinación a Grecia; para ser fiel a ese precepto del buen gusto, que acaso no desobedecerá impunemente ningún alma religiosa del arte, nuestro poeta no ha buscado siempre el camino que indican las Arcadias de los trianones y las diosas de Clodion.   —48→   Hay veces en que ha seguido una ruta menos sinuosa; porque también la Grecia original y verdadera, la que no se adora en las diosas de Clodion, sino en las de Fidias, le parece digna de ser amada. Su espíritu -sonámbulo para lo actual-, se afirma en el pasado sobre dos trípodes: la Francia del siglo XVIII, y la Hélade clásica que aquella Francia imitó caprichosamente, trocando en dominó la túnica antigua. He ahí sus dos patrias. Siempre he creído que todo verdadero espíritu de poeta elegirá, con más o menos conciencia de ello, su ubicación ideal, su patria de adopción, en alguna parte del pasado, cuya imagen, evocada perpetuamente, será un ambiente personal que lo aísle de la atmósfera de la realidad. Lo presente sólo puede dar de sí una poesía limitada por los cuatro muros de la prosa. «No hay poesía -ha dicho Anatole France- sino en el deseo de lo imposible, o en el sentimiento de lo irreparable». ¡Honda verdad, a cuya luz aparece la incurable nostalgia de lo que fue como el más inmaculado y más fecundo de los sentimientos poéticos!... El porvenir es también tierra de poesía; pero al porvenir le falta concreción, forma evocable, plasticidad y color de   —49→   cosa que ha existido... El tiempo muerto ha palpitado con vísceras y sangre humanas; es la soledad de la casa que ha tenido habitadores, el vaso en que el agotado licor ha dejado su esencia; la vida del pasado tiene el sugestivo desarreglo de un lecho que ha ocupado el amor. Y por sobre todas las prominencias legendarias del pasado -fabuloso Oriente, Egipto o Israel; Edad Media o Renacimiento-, es todavía la atracción de la Hélade, luminosa y serena, la que triunfa cuando se trata de fijar el rumbo de los peregrinos. Nuestro siglo es, después del que vio propagarse sobre el mundo asombrado las mariposas áticas salidas de las larvas de los códices, el que más sincera y profundamente ha amado a Grecia. El romanticismo tuvo una faz cuya significación es la de un segundo y prestigioso Renacimiento. Hase hablado del «romanticismo de los clásicos»; y, ciertamente, no se aludiría a una realidad menos positiva en la historia de las letras modernas si, invirtiéndose los términos de la paradoja, se hablase del «clasicismo de los románticos». Conquista de los primeros revolucionarios del arte y de la estética fue, como todos saben, la verdadera inteligencia   —50→   de lo antiguo, la penetración de su belleza más escondida y substancial, largo tiempo vedada a los ojos de los que habían hecho vocinglero alarde de clásicos. Era aún el siglo XVIII; Andrés Chénier cincelaba en el pórtico de la renovada poesía la figura homérica de El Ciego, revelador del secreto perdido de la naturalidad de los rapsodas; al par que Goethe, el Goethe transfigurado por el influjo de las ruinas y los vientos de Italia, evocaba, para aplacar la tempestad que se había difundido en su Werther, la Helena clásica y el simbolismo de Euforión. Esta vena de mármol correrá, sin interrumpirse un momento, al través de todas las piedras góticas del romanticismo. La pureza de la imitación auténtica, esencial, será, sin duda, secreto de pocos iniciados; pero la inagotable virtud sugeridora de la poesía y de la fábula, se mezclará con las nacientes de toda inspiración. Limitándonos a las corrientes literarias que más imperio han ejercido en la formación del poeta que estudiamos, es indudable que el propio orientalismo de Hugo no impide que el Maestro busque, alguna vez, en esa fábula, el punto de partida de su perpetua alucinación, y labre, por ejemplo, el Sátiro   —51→   asombroso de la Leyenda. De Teófilo Gautier ha podido decirse que, habiendo sido chino de adopción durante seis meses, árabe durante tres, indio por un año, fue griego de toda la vida. En el «Parnaso», el mármol helénico fue el material preferido para la anhelada dureza de la obra. En vano se lamenta Leconte de que hayamos perdido para siempre el camino de Paros. La Grecia rediviva de sus traducciones y sus poemas ¿no hace en vosotros, como en mí, la ilusión de unos titánicos hombros que rasgan las ondas del Egeo y se hunden en la profundidad de sus abismos, para resurgir alzando serenamente a los cielos todo el peso de aquella tierra sagrada? ¿Qué es sino griego el Banville de Les Cariatides y Le sang de la coupe? Los mitos clásicos ¿no son hoy mismo objeto de una tenaz evocación que puebla de imágenes y símbolos el fondo poético de la decadencia contemporánea? El principio greco-latino ¿no ha sido reivindicado por Moreas y Mauricio Du Plessys, en el seno mismo de esa decadencia, y no ha señalado uno de los rumbos más eficaces en esa aventurera navegación de poetas que una brújula desordenada impulsa   —52→   tan pronto al Norte como al Mediodía?

Cabe preguntar con Lemaître si todos esos helenismos, tan desemejantes en la forma y en la interpretación de la antigüedad, no son más modernos que paganos; pero, aún así, queda como una realidad indudable la persistencia del impulso, del deseo, la tenacidad de la aspiración; y en los transportes de la imitación poética, como en los del misticismo religioso, es lo primero la infinita voluntad de identificarse con el objeto amado.

Del «clasicismo modernista» de Rubén hay varios ejemplos en su libro. El Coloquio de los Centauros y el Palimpsesto, que son los más hermosos, versan sobre una misma ficción de la inagotable fábula: la ficción del centauro, esculpida, como uno de los grandes bajorrelieves de la prosa francesa de este siglo, en la página perdurable de Mauricio de Guérin.

La inspiración del Palimpsesto no ha ido a buscarse, ciertamente, en los episodios de la mitología heroica. No son los suyos los ásperos centauros homéricos, como el Eurito que traiciona la hospitalidad de Piritóo y se enamora de Hipodamia; los monstruos feos y brutales, a cuyo nacimiento cuenta la fábula   —53→   que se desdeñaron las Gracias de asistir, y cuya imagen, esculpida en los frisos del Partenón y las metopas de Olimpia, sugiere una idea de bestialidad y de fiereza. Las Gracias amarían a estos otros descendientes de Ixión. Gallardos, correctos, elegantes, los héroes del Palimpsesto hacen pensar más bien en aquellos blandos y enamoradizos centauros en que degeneró la enflaquecida posteridad de los monstruos biformes, cuando, proscritos por la venganza de Hércules, fueron guiados por Neptuno a la isla en que las sirenas tendían sus redes de voluptuosidad. No pelean como los héroes de la Centauromaquia, contendores de los Lapitas; ni lamentan con querellas simbólicas el conflicto de su doble naturaleza, cifra tal vez de la prisión del alma en la carne; ni cantan la voluptuosidad salvaje del galope y del contacto con las ásperas fuerzas de la Naturaleza, con la unción panteísta del admirable fragmento de Guérin. Son unos delicados monstruos. Van al rapto amoroso con una elegancia enteramente humana; retozan como en una fiesta de Eros; y la verdad es que nos parecen dignos de aspirar a la conquista de las ninfas bonitas.

  —54→  

El poeta los presenta dispersos, en bullicioso bando, sobre los prados dorados por el sol, cuando de súbito un ruido de ondas y de joviales gritos los detiene. Diana se baña cerca con sus ninfas. Cautelándose, el inquieto tropel se acerca a las aguas con silencioso paso. Impera la blanca Desnudez; bullen exasperadas las cantáridas de la tentación. Una de las divinas baigneuses ha avivado la llamarada del sátiro en el más joven y hermoso de la tropa; centauro esbelto y pulcro como el Cillaris descrito por Ovidio, el Cillaris de las Metamorfosis cuya parte humana semejaba una estatua y a quien el poeta llama «bello si cabe nombre de belleza en los monstruos». Roba el centauro-Adonis a la ninfa azorada, y huye veloz, con el orgullo y la felicidad de su conquista. Pero Diana le ve. La casta Diva se lanza tras el galope del raptor, y envía sobre él un dardo que se hunde, mortal, en sus entrañas, como la flecha de Hércules en el cuerpo de Neso. Huyen dispersos los centauros; llegan las ninfas -y las ninfas, desconsoladas, lloran, porque el dardo de la cazadora celeste ha matado también a la robada... Tal es la escena, que me figuro   —55→   como un bajorrelieve de Scopas o de Fidias. Tendido en tierra, el Centauro, como el altar de un sacrificio, sobrelleva a la víctima, clavada, exánime, sobre él, por el dardo todavía vibrante. En derredor, el coro gracioso de las ninfas toma actitudes lastimeras. Diana, en último término, se yergue altiva y majestuosa. La simplicidad de la descripción escénica, y de la del tropel de los centauros, en pocos rasgos firmes y severos, acentúa la ilusión de un bajorrelieve. La forma métrica -el decasílabo repartido por la manera de acentuarse en dos hemistiquios de sonoridad autónoma-, imita el gracioso compás del asclepiadeo. Todo es hermoso, fresco, juvenil, en esta encantadora evocación de la fábula, cuyos versos quedan vibrantes en nosotros, con una deliciosa sonoridad, aún después de extinguidos, como un golpear de cascos leves sobre una caja sonora...

Los Centauros del Palimpsesto componen algo parecido a una cabalgata aventurera y galante. En el Coloquio de los Centauros -que es quizás el trabajo de más aliento y reposo en la colección que recorremos- domina una concepción más amplia del mito. Folo y Caumantes, dos de los monstruosos interlocutores,   —56→   la expresan lapidariamente, cuando atribuyen a su raza el significado de una triple personificación, en que se confunden la privilegiada naturaleza del dios, las pasiones de la naturaleza humana, y el impulso salvaje de la bestia. Condúcenos el poeta a una playa acariciada por la luz matinal. Quirón, el sabio centauro -maestro y consejero de Aquiles-, que ha descendido de los cielos y que aún muestra, presas en sus crines, las abejas griegas recogidas en los campos del Ática, reúne a su al rededor a los «crinados cuadrúpedos divinos». Y entre las frescas galas de la Isla de Oro, invitados por la calma silente que se tiende sobre la arena de la playa, los Centauros departen. Versa el coloquio sobre la próvida fecundidad de la naturaleza y sobre el alma universal que se reparte en el alma de las cosas; sobre las apariencias opuestas del enigma, y sobre lo que cuentan las voces legendarias; sobre el pérfido arcano que esconde la belleza de la mujer, y la sagrada majestad y la inviolable hermosura de la muerte, que es el único bien a que los Dioses no alcanzan... Este coloquio de Centauros es flor de esa poesía graciosamente docta y erudita -para los iniciados, para los entendedores-,   —57→   que, expulsada, con modales groseros, de los dominios del arte, por los que no encuentran inspiración, ni poesía de buena ley, sino en los frutos de una naïveté más o menos regresiva, tendrá siempre, para reivindicar su legitimidad, los sufragios de cuantos no se avienen a imaginarse las cosas de erudición y de estudio con la desapacible aridez de los pedantes... Lo ha versificado el poeta en los dísticos alejandrinos, a la usanza francesa: y esta forma foránea, que al ser rehabilitada en español, evoca siempre en mi memoria el recuerdo de los viejos ritmos del Alexandre y de Berceo, imprime, para mí, a la versificación de ciertos fragmentos, cierto aire de antigüedad, cierto sabor arcaico, que no deja de formar armonía con la índole legendaria de la composición.

Pasemos a los versos del Friso, que el autor ha calificado, al par dedos del Palimpsesto, de Recreaciones arqueológicas. El clasicismo de esos versos es de un género que será más fácilmente reconocido por la generalidad. La tersura de la elocución; el arte puramente horaciano del epíteto y de la pintoresca elección de las palabras; la versificación enteramente ortodoxa, dentro de la poética tradicional,   —58→   y la maestría con que se maneja el remo suelto, rescatándose por la gallardía del movimiento rítmico y la pureza escultural del contorno todo el encanto de que le priva la ausencia de la rima, son otras tantas condiciones que contribuyen a dar un carácter de singularidad a esta composición, en un conjunto donde lo normal y característico es lo raro. No es ya la Grecia de parnasianos y romanistas la que surge, sino, sencillamente, la que apareció bajo el sol de Italia cuando Pericles revivía en el avatar de los Medicis. Esos sonoros versos tienen todo el aire de la poesía del renacimiento italiano y español; de la poesía de Sannazaro, de Garcilaso, de Fray Luis, tal como probó a rejuvenecerla en la España de nuestro tiempo el formidable batallador que ha evocado en los endecasílabos de la Epístola a Horacio el himno de triunfo de los humanistas de Salamanca y de Sevilla. ¡El poeta quiere, pues, que reposemos, pasada tanta agradable aventura, a la sombra de un mirto tradicional! Pero no olvidemos que se trata en todo caso de obra de poeta, y que no hay temor de encontrarse con una de esas frías y laboriosas exhumaciones que hacen sobre lo antiguo «el efecto de la humedad sobre el   —59→   fósforo» -para valerme de una feliz imagen de Daudet-; porque la sensación es más bien la de una restaurada habitación de gineceo, donde la gracia clásica sonríe, después de haberse lavado la cara para quitarse el polvo de los estantes, como en esas deliciosas composiciones de Guido que ostentan, a la vez, la pátina del bronce viejo y la húmeda frescura de la espontaneidad.

También debe incorporarse el Epistalamio bárbaro que figura en el libro al número de las composiciones inspiradas en motivos clásicos. Sagitario, la encarnación celeste de Quirón -el centauro transfigurarlo en un arquero divino y colocado entre las estrellas después de haber representado, en su biforme raza, la austeridad y la sabiduría-, es una de las imágenes que se presentan con más complaciente asiduidad al espíritu de nuestro poeta. Brilla en muchas otras de sus composiciones el torso altivo del Arquero; y después de haber evocado en el Coloquio de los Centauros la actitud terrena de Quirón, le busca ahora en el cielo, donde resplandece dominando con su ballesta argentina uno de los blancos baluartes de la noche. Sagitario es, efectivamente, el héroe del Epitalamio. Acordándose de las   —60→   legendarias aventuras de su estirpe, y olvidado a la vez de la gravedad de su saber y de su dignidad celeste, Quirón ha robado amorosamente una estrella y la lleva a su grupa por el espacio azul, con gran asombro de las Ninfas y de las Náyades. La originalidad de ese pensamiento es feliz; y en cuanto a la forma, me parece que puede entrar en la categoría de las extravagancias loables. Tiene un singular encanto la gracia tosca de esos versos. La aspereza «querida» de la versificación parece bien en la envoltura de este fragmento curioso y le da las apariencias de una vieja medalla, de bordes roídos por el tiempo.

Hemos terminado de recorrer lo que llamaríamos el «repartimiento clásico» en el palacio de ideas y palabras que nos tiene de huéspedes. La composición que lleva por epígrafe El poeta pregunta por Stella, nos conduce ahora a una estancia en la que el duro mármol ha dejado de reinar; a una sombría y delicada estancia en cuyo testero está esculpido el busto de Edgard Poe...

¿Recordáis a «Ligeia», la heroína concebida en un sueño por la fantasía de los prodigios y las maravillas; la que en la sobrenatural   —61→   virtud de sus ojos llevaba el himno de triunfo de la voluntad sobre la muerte que no pudo apagarlos? «Hermana de Ligeia», ha llamado el poeta a esa Stella apenas nombrada fugazmente en sus versos y por cuya alma, que ha volado de retorno al nido celeste, pregunta al lirio que acaso la habrá visto pasar... Y la emoción, que levanta con ese hálito de verdad que no se simula ni remeda, el melancólico verso en que se la evoca, sugiere en nuestro ánimo la sospecha de una historia real; hace pensar en la realidad de una memoria triste y querida sobre la que tienda su sombra esa pálida Astapho, de alas de niebla, que propició oscuramente el amor de la heroína de Poe y que patrocinaba, en el país de las Esfinges, el amor malogrado. Me detengo a señalar en esta composición la probabilidad de una honda realidad personal, porque en Rubén Darío no son los más frecuentes ni característicos los versos que se sienten brotar así, espontánea y rápidamente, del secreto del sentimiento. La cadencia sentimental con que concluye la elegía en que ahora me ocupo, tiene una inefable virtud de sugestión, reforzada por la asociación de ideas merced a la vibración infinita   —62→   que induce en la memoria el nombre poeniano de Ligeia. Y Stella es también un nombre poeniano, porque se vincula al recuerdo de aquella dulce y generosa poetisa que usó ese nombre de seudónimo; a quien Poe recompensó con la dedicatoria de El Enigma; y que fue una de las hadas buenas del pobre poeta martirizado por las gruesas Euménides de la vulgaridad.

Otra afortunada visita del Sentimiento a la mansión de este artista gran-señor, que no le tiene entre sus amigos más constantes, es un delicadísimo soneto de alejandrinos, en el que se evoca -así como en la anterior composición el recuerdo de Ligeia-, el recuerdo de Margarita Gautier. Cantando a un nuevo avatar de la eterna apasionada, el poeta ha hallado medio de comunicar a una imagen que no tiene, en sí misma, el prestigio de la novedad -la de la flor deshojada por la Muerte-, un perfume original, intenso, inefable...

¡Paso ahora a la Sinfonía en gris mayor que destaca sus notas vibrantes sobre la blancura del papel! Rien de plus cher que la chanson grise... Encuentro que mi lápiz -que es, mientras leo, algo así como el secretario   —63→   de mis nervios e invade con correrías de colegial las márgenes blancas de los libros-, ha marcado la página con esa reminiscencia de Verlaine. Expreso en ella una preferencia que puede ser exclusivamente personal en mucha parte, porque se asocia con la superior intensidad de las sensaciones de sorpresa. Fue la Sinfonía en gris mayor la primera composición de Rubén Darío que pasó bajo mis ojos, entonces ignorantes de ciertas sensaciones ya definitivamente traídas al idioma, e impresionados, ante aquella revelación de lo original, con la impresión del colorista en el momento en que sorprende una nota inesperada y nueva en el relampagueo de una piedra, en el matiz de una flor, en la caprichosa coloración de una tela, en la cristalización luciente de un esmalte... Y la impresión aún dura. ¡Desde la blanca Symphonie de Gautier, bálsamo indisipable, para la fantasía!, creo que poeta alguno ha acertado a convertir tan prodigiosamente en imágenes el poder sugestivo de un color. Henri Mariot osó dar un pendant a la misma Symphonie del maestro con las Variaciones azules; pero ni en la sonrisa de sus cielos, ni en la inocencia de sus flores, ni en la transparencia   —64→   de sus aguas, hay para mí la condensación de poesía que en esta cenicienta marina tropical. Poesía que nace, como la mariposa de la larva, del color del tedio. Las playas áridas, el plomo de la ola desvaída, la niebla, el humo del carbón, la espuma sucia de las dársenas, todo eso que en la realidad se llama hastío, se llama, en la contemplación del trasunto, singularísimo deleite; y -¡triunfantes paradojas del arte!- el iris resulta vencido por la bruma...

Equiparo a mi impresión de la Sinfonía la de un alegórico cuadro de Año Nuevo que ocupa puesto inmediato en la colección. Apenas lo he citado, cuando lo siento reproducirse, radiante, en mi memoria. Y sin embargo, es una composición de Rubén Darío que he oído discutir. La opinión se dividía entre los que la tienen por trivial y los que la consideran encantadora. Está dicho que yo me cuento entre los últimos; pero la verdad es que renunciaría a justificarlo en las formas habituales de la crítica. Leedla vosotros. Por mi parte, sigo creyendo lo que afirmé en otra ocasión: ese ingrato pelear con la insuficiencia de la palabra, limitada y rebelde, que hizo que el poeta anhelara trocar   —65→   el idioma mezquino de los hombres por otro que diese a un tiempo sensación «de suspiros y de risas», que fuese color y fuese música, atormenta, mas inútilmente aún, el espíritu del juez en cosas literarias, al esforzarse por traducir en vocablos ciertas sutiles reconditeces de la impresión, ciertos matices y delicadezas del juicio. A las veces, transcribir es una manera de juzgar. El, para mí, admirable donaire de esa alegoría, es de las cosas que sólo podrían demostrarse por el fácil procedimiento de la transcripción, que considero inoportuno y ocioso cuando se trata de artículos escritos, como éste, para quienes conocen la obra que se juzga.

Bajo el título de Verlaine, el poeta ha reunido en la colección dos de sus más singulares composiciones. Ellas me inducen a formular aquí una pregunta que me inquieta, desde que he oído vulgarizarse la comparación entre Rubén Darío y el poeta de Sagesse; comparación a que Michel de Kaplan ha adherido con su voto de calidad en uno de los últimos números de El Mercurio de América. ¿Es, verdaderamente, el alma del último gran poeta de la Francia el troquel   —66→   donde se ha fundido el alma poética de Rubén Darío? No me parece dudoso que puedan reconocerse en la genialidad de nuestro poeta, muchos de los elementos psíquicos y muchos de los elementos literarios que entran en la composición del complejo legado de Verlaine; pero no creo que pueda verse igualmente reproducido el carácter del conjunto, de uno a otro poeta: esa química virtud del conjunto que engendra el precipitado de la personalidad. Sellan de una manera peculiarísima, a Verlaine, el consorcio de barbarie y de bizantinismo, de infancia y de caducidad, de perversión y de ternura; el alma cándida, a modo de azorada paloma, engarzada en una garra perversa que brota de los sentidos exasperados y del corazón oprimido; la divina inconsciencia, que paradojalmente se calificaría como de un imposible aeda refinado o de un juglar docto en alambicamientos de magias y de amores; todo eso que suele dar a su poesía el aspecto de un cielo límpido, transparente y azul, por donde se arrebata de súbito una nube formidablemente tempestuosa, para volver muy luego el azul y la serenidad. Y esa dualidad extrañísima, por la que Verlaine, sin dejar   —67→   de ser la más refinada de las organizaciones literarias y el símbolo viviente de nuestras contradicciones y nuestras dudas, es, al mismo tiempo, el único de los poetas modernos que merezca el nombre sagrado y religioso de bardo, que reclamaba para Shelley el príncipe de los críticos ingleses; esa dualidad no se reproduce, por cierto, en Rubén Darío, artista enteramente consciente y dueño de sí, artista por completo responsable de sus empresas, de sus victorias, de sus derrotas, y en cuyo talento -plenamente civilizado- no queda, como en el alma de Lelián, ninguna tosca reliquia de espontaneidad, ninguna parte primitiva.

El Responso sobre la tumba de Verlaine es, a pesar del nombre austero que lleva, una elegía impregnada de una ideal serenidad; llena de gracia y de luz, como los ritos de las exequias clásicas, y sobre la que se difunde el balsámico aroma de los túmulos griegos. En cuanto al Canto de la Sangre, evoca algunas de las cosas trágicas o conmovedoras que la asociación puede hacer representarse al espíritu frente al encendido jugo de la vida. Cada estrofa lleva su unción sangrienta, y cada mancha de sangre   —68→   de las que purpuran ese ramillete cosechado entre zarzas, ha sido recogida en la efusión de una herida diferente. Ondea en el verso la púrpura extendida de las batallas; viértese el vino de fuego de las venas del mártir; florecen las rosas líquidas del sacrificio virginal; y se desborda, como de una fuente impura, la sangre del suicida y el ajusticiado que colora los cuartetos postreros con el rojo sombrío de la hematites. El poeta ha asociado a cada estrofa -usando un procedimiento semejante al de las primeras estancias de Les Voix de Verlaine-, el nombre del instrumento adecuado para sugerir musicalmente la idea que se expresa o la escena que se describe en ella.

Pone término al libro una interesante composición simbólica que se titula El reino interior, y que puede relacionarse con las que hemos citado últimamente por alguna reminiscencia del Crimen amoris verleniano. Joven cautiva, el alma del poeta mira pasar, desde su castillo carnal -avanzando sobre una senda de color de rosa como las que se pintan en las vidas de santos de Fra Doménico-, una procesión de vírgenes, que son las siete Virtudes, y un grupo de mancebos,   —69→   que son los siete Pecados. Y el Alma, que los sigue desde su soledad, queda pensativa, lo mismo por la satánica hermosura de los Pecados que por la divina gracia de las Virtudes. Admirable, la originalidad de la ejecución. Hay un hechizo propiamente prerrafaelista en ese cuadro simbólico. La descripción de la blanca teoría virginal es de una encantadora y femenina gracia. Todo color se rinde en ella místicamente desvanecido. La beatitud de la blancura envuelve al cuadro en una sonrisa ideal. Del choque de las rimas brotan ampos de espuma. Parece que se deshojan lirios sobre el verso... Y luego, cuando pasan por él los satanes de la tentación, resplandecientes y fascinadores con la nota violenta de sus púrpuras -se enciende, se ensangrienta admirablemente el fondo del cuadro; diríase que lo azota duramente una pedrería de magnificencia infernal; ascuas y carbunclos lo iluminan; y las rimas que chocan hacen, en vez de la cándida espuma de la escena anterior, relámpagos rojos y siniestros. Me parece de un efecto supremo la oposición de esos dos cuadros. El verso ópalo hace juego con el verso rubí. Y, en cuanto a la íntima significación del   —70→   fragmento, creo que lo dicho antes sobre la naturaleza literaria de Rubén Darío me excusa de reconocer la propiedad de este admirable símbolo del alma del poeta, igualmente sensible a los halagos de la Virtud y a los halagos del Pecado, cuando uno y otro se revisten del fascinante poder de la apariencia...

La crítica no ha detenido hasta ahora su atención en un aspecto tan interesante de las Prosas profanas como el de las cuestiones relacionadas con la técnica de la versificación y de la forma que este libro promueve, y que conducirían a estudiar una de las manifestaciones más positivas y curiosas del talento innovador de Rubén Darío.

No aludo, ciertamente, con ello a originalidades tan poco recomendables como la de la híbrida contextura de El País del Sol; composición en prosa que lleva intercalada, al mediar y el concluir de cada párrafo, una frase que aconsonanta, a modo de informe verso, con la que le precede. ¿Quién duda ya de que la caricia para el oído, la virtud musical, sean tan propios de la prosa como del verso? Midas no serviría más para prosista que   —71→   para versificador. Toda frase tiene un oculto número. El párrafo, es estrofa. Rubén Darío, que domina con soberana majestad el ritmo del verso, ha probado que domina, soberanamente también, el ritmo prosaico. Ved la Canción del oro, La Ninfa, ciertos Raros que están hechos en bronce... Pero, por lo mismo que es indudable que hay un ritmo peculiar y distinto para cada forma de expresión, uno y otro ritmo no deben confundirse nunca, y mucho menos debe intentar combinarse la flotante armonía de la prosa con el recurso de la rima, para obtener una hibridación comparable a la de ciertos cronicones latinos de la Edad Media; porque esta rima parvenue, interrumpiendo el curso libre y desembarazado de la elocución prosaica, hace el efecto de un incómodo choque, y porque le acontece al poeta que, por tal medio, ha intentado refundir dos modos diversos de armonía, lo que al enamorado voraz que, presuroso por besar las dos mejillas a un tiempo, no acertó a poner el beso en ninguna.

Al hablar de las novedades técnicas de Prosas profanas, me he referido a las que pienso que pueden dejar una huella más o menos durable en el procedimiento poético,   —72→   y que consisten principalmente en la preferencia otorgada a los metros que llevan menos nota de clásicos y más generosos en virtualidad musical; la consagración de nuevas formas estróficas, como el monorrimo ternario de dodecasílabos; la frecuencia y la ilimitada libertad con que se interrumpe métricamente la conexión gramatical de la cláusula, deteniéndola aún en palabras de simple relación, y la libre movilidad de la cesura, considerada independientemente de las pausas de sentido; y -como nota aventurera de la reforma- las disonancias calculadas, que de improviso interrumpen el orden rítmico de una composición con versos de una inesperada medida, o simplemente con una línea amorfa de palabras.

La evolución amplísima cumplida en la técnica del verso francés desde que el poeta de las Orientales pudo jactarse de haber sustituido en él las plumas del volante por las alas del pájaro -evolución cayo sentido se representaría en el paralelismo de dos fuerzas que se apartasen, con impulso creciente, de la regularidad simétrica, para acercarse a la variedad y a la expresión-, no ha tenido un movimiento equivalente en las formas generosas   —73→   y flexibles de nuestro idioma. Apenas si Salvador Rueda ha consagrado a estudiar la cuestión revolucionaria del ritmo algunos ensayos sagaces; y es, seguramente, de poetas como él de quienes puede partir, con el ejemplo, la propaganda de la innovación; porque la forma métrica no será nunca la obra del cálculo profano, labrando artificiosos moldes; sino la obra divina del instinto, el resultado de esa misma economía misteriosa e infalible que ha enseñado a la abeja las ventajas de la forma hexagonal para los alvéolos de sus panales.

Toca a los poetas de América ensayar la no bien bosquejada empresa de reforma. Advierto que no significa nada de esto conceder los honores de la seriedad a las aventuras de Gustavo Kahn, por ejemplo, cuyos Palais nomades me hacen el efecto de la laboriosa falsificación de un dibujo troglodita; reprocho a Rueda haber coincidido demasiado con la afirmación paradojal de Mallarmé, según la cual sería infundada e inútil la distinción del verso y la prosa, y cualquiera antojadiza aglomeración de palabras tendría derecho a que se le reconociesen las franquicias del metro; no es sin reservas como he aplaudido las audaces tentativas de Jaimes   —74→   Freyre, que ha sido el radical en el propósito de traer a nuestra poesía americana el influjo del verslibrisme francés contemporáneo. Pero, realmente convencido de que las innovaciones con que las modernísimas escuelas francesas han aguzado y perfeccionado el sentido de la forma, quedarán entre sus conquistas más duraderas, y de que no se ha afirmado sin sentido profundo que toda concepción particular de la poesía tiene derecho a crear su métrica propia, me encuentro muy dispuesto al estímulo para toda tentativa que se encamine a comunicar nueva flexibilidad y soltura a los viejos huesos de esta poesía castellana, cuyo soporoso estado de espíritu se complementa -como dos achaques de una misma vejez- con una verdadera anquilosis del verso.

No he de extremar la prolijidad, ya impertinente, de este análisis. Queden sin glosas dos sonetos primorosamente cincelados, (Ite missa est, La Dea; llameante de sensualidad el primero; el último, un hermoso símbolo de estética idealista); una alabanza, muy llena de elegante vivacidad, a unos ojos negros; y una original alegoría en la que se pinta la   —75→   proyección de las figuras de un ensueño sobre el vacío de una página en blanco y se nos muestra el tardo desfilar de los camellos que conducen al través del desierto el bagaje de la caravana de la Vida. Pero al cerrar el libro, algo hallo en la portada que me detiene para pedirme una opinión. Ha hecho hablar a la crítica el título de Prosas profanas, aplicado a un tomo de versos. La antífrasis aparente del nombre ha disgustado al excelente bibliógrafo americano del Mercure de France y le ha parecido de perlas a Remy de Gourmont. Rubén Darío habrá recordado que no es la primera vez que la portada de sus libros se discute. Don Juan Valera tuvo una arruga de su frente de mármol para el nombre de Azul, y Enrique Gómez Carrillo halló que no todos los Raros eran raros. Y la cuestión no debe parecerle enteramente trivial, si considera que el talento de encontrar títulos buenos es el finito que ha querido reconocer Max Nordau a los oficiantes de las nuevas capillas literarias, esos clientes malgré eux de su clínica. En el presente caso, partiendo las voces de censura de los que han entendido la palabra Prosas en la acepción que fue preciso enseñarle a monsieur Jourdain,   —76→   creo que bastará con recordarles que el adjetivo que la sigue revelaba el propósito evidente de aludir a una de las antiguas formas de la poesía eclesiástica. Indudablemente, la antífrasis subsiste, a pesar de eso; porque nada podría señalarse de más contrario a la índole esencialmente refinada y erudita de la poesía de este libro goloso, que el balbucir informe y cándido de la poesía de las prosas y las secuencias. Pero yo creo que el autor ha contado, muy particularmente, para la invención de su título, con aquella misma interpretación vulgar, y ha sonreído al pensamiento de que el público ingenuo se sorprenda de ver aplicado a tan exquisita poesía el humilde nombre de prosa. ¿Coquetería de poeta? ¿O acaso el pudoroso escrúpulo de la virtud en el sacerdote bueno que, por serlo, tiene la obsesión de su indignidad ante el ara? De cualquier modo, a mí me gusta la originalidad de ese bautismo, como rasgo voluntarioso y como cortesanía de señor que nos invita a que pasemos adelante con un alarde de espiritualidad. Laudable es que la espuma del ingenio suba hasta el título, que es como si subiera hasta el borde.

*  *  *

  —77→  

Mal entenderá a los escritores y a los artistas el que los juzgue por la obra de los imitadores y por la prédica de los sectarios. Si yo incurriera en tal extravío del juicio, no tributaría seguramente, al poeta, este homenaje de mi equidad, que no es el de un discípulo, ni el de un oficioso adorador. Por lo demás, está aún más lejos de ser el homenaje arrancado, a un espectador de mala voluntad, por la irresistible imposición de la obra. No creo ser un adversario de Rubén Darío. De mis conversaciones con el poeta he obtenido la confirmación de que su pensamiento está mucho más fielmente en mí que en casi todos los que le invocan por credo a cada paso. Yo tengo la seguridad de que, ahondando un poco más bajo nuestros pensares, nos reconoceríamos buenos camaradas de ideas. Yo soy un modernista también; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas. Y no hay duda de que   —78→   la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores.

Por eso yo he separado cuidadosamente en otra ocasión, el talento personal de Darío, de las causas a que debemos tan abominable resultado; y le he absuelto, por mi parte, de toda pena, recordando que los poetas de individualidad poderosa tienen, en sentir de uno de ellos, el atributo regio de la irresponsabilidad. Para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad.

  —79→  

Pero la imitación servil e imprudente no es, por cierto, el influjo madurador que irradia de toda fuerte empresa intelectual; de toda alta producción puesta al servicio de una idea y conscientemente atendida. El poeta viaja ahora, rumbo a España. Encontrará un gran silencio y un dolorido estupor, no interrumpidos ni aún por la nota de una elegía, ni aún por el rumor de las hojas sobre el surco, en la soledad donde aquella madre de vencidos caballeros sobrelleva, menos como la Hécube de Eurípides que como la Dolorosa del Ticiano-, la austera sombra de su dolor inmerecido. Llegue allí el poeta llevando buenos anuncios para el florecer del espíritu en el habla común, que es el arca santa de la raza; destáquese en la sombra la vencedora figura del Arquero; hable a la juventud, a aquella juventud incierta y aterida, cuya primavera no da flores tras el invierno de los maestros que se van, y enciéndala en nuevos amores y nuevos entusiasmos. Acaso, en el seno de esa juventud que duerme, su llamado pueda ser el signo de una renovación; acaso pueda ser saludada, en el reino de aquella agostada poesía, su presencia, como la de los príncipes que,   —80→   en el cuento oriental, traen de remotos países la fuente que da oro, el pájaro que habla y el árbol que canta...2





Montevideo, 1899.



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