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Ruido y silencio en «El silenciero» de Antonio Di Benedetto

Silvana López

La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor

que se pavonea y se agita una hora en el escenario

y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado

[...] lleno de ruido y de furia, que no significa nada.


Macbeth



En los primeros años de la década del sesenta, Antonio Di Benedetto publica El silenciero (1964), la novela, que se reedita en 19751, en una versión corregida y modificada por el escritor, literaturiza los desajustes de un hombre ante un ambiente que le resulta hostil; sin la pretensión de reducir y agotar su complejidad narrativa, el texto de Di Benedetto se estructura sobre una matriz en tensión que opone dos constelaciones de sentido -silencio y ruido- configurando un pathos temático que coloca a su protagonista en una encrucijada cuando siente que su vida, en una tranquila ciudad del interior, es perturbada por la irrupción sonora que provocan los procesos del inevitable crecimiento urbano. Las figuraciones narrativas de El silenciero despliegan diversas temporalidades y dimensiones existenciales decisivas para el destino del protagonista. Del mismo modo, esas maniobras construyen un cruce de movilidades que articulan un punto elástico que despliega una poética del espacio y categorías en tensión: centro/margen; inmovilidad/movilidad; duración/deterioro; encierro/intemperie; espacios amados/espacios hostiles. Dividida en dos partes, la novela narra la fuga de un hombre, junto a su familia, por distintos barrios de una ciudad que comienza a crecer y a desarrollar nuevas y variadas actividades económicas; las «acequias» son las únicas relaciones del texto con un referente, la ciudad argentina de Mendoza. La movilización y traslado constante son producto del asedio de los ruidos que penetran en la casa del protagonista, contra su voluntad. La irrupción de lo nuevo produce un desajuste en la cotidianeidad y ese desajuste genera, como consecuencia, el inicio del relato que comienza un mediodía de invierno y continúa durante tres o cuatro años.

Juan José Saer ha señalado que «en los textos de Di Benedetto ciertos temas son afines a los del existencialismo (los espectros de Kierkergaard, de Schopenhauer y de Camus atraviesan de tanto en tanto el fondo del escenario)» (Di Benedetto, 2007: 10)2, también la crítica ha leído, en su obra, una refundición en la estética de la mirada, en el objetivismo francés, en el lenguaje del cine; Jimena Néspolo, en su estudio de la narrativa de Di Benedetto, propone que ese estilo sucinto, aunque en diálogo con el nouveau roman, se emparienta con la pasión por el cine y la construcción de guiones cinematográficos3. En esa dirección, El silenciero dialoga con esos lenguajes y con otros, como el Derecho y el Periodismo, en tanto operación novelesca que ingresa al interior de su literatura, motivos de otras representaciones.

Me propongo leer las operaciones narrativas que el texto exhibe para dar cuenta de las tensiones de la disputa entre el ruido y el silencio y las implicaciones que ese oxímoron irreductible tiene sobre la aventura, la enajenación y/o la perdición de su narrador protagonista.

El pathos temático

El título

Jacques Derrida propone que el título de un texto funciona como un nombre propio: «Inscripto en el borde exterior del límite o el marco que circunscribe el texto [...] el título identifica al texto y, como todo nombre propio, permite que hablemos de él en su ausencia» (Bennington-Derrida, 1994: 249). La operación de titular implica que una palabra, una frase «común», se convierta en «propio» adquiriendo una función nominal. Una función que es enunciatriz y deíctica, como menciona Barthes, en Barthes-Poe. Ese darse un «nombre» que genera el texto, en el marco, en su superficie exterior, produce que su interioridad textual, la diégesis, se relacione con una textualidad más amplia que es el mundo, la referencia. Como nombre propio, el título se carga de connotaciones sociales, culturales y simbólicas y en la articulación entre el mundo y la interioridad del texto sostiene una promesa: por un lado, enuncia la contingencia de lo que le sigue, perturbando, o no, la tranquila referencia hacia el exterior y, por el otro, anuncia de que lo que sigue es «un trozo de literatura» (Barthes, 1979: 14). El título, El silenciero, es un neologismo, una innovación léxica construida mediante la adición del sufijo «ero» a la palabra «silencio», la acepción en el diccionario para el término «silenciero» indica: «cuida de que se observe silencio»; de ese modo, la neología que intitula el texto, en la tensión entre la referencia y la interioridad textual, da nombre o promete las acciones que desempeñará un narrador o un protagonista, él será el hacedor o el cuidador del silencio.

En la dimensión del paratexto que conforman el título, el epígrafe4 y la primera página, la novela introduce, de manera contundente, el pathos temático, con una operación que articula categorías de espacio, de tiempo y de causalidad en un económico procedimiento que focaliza la peripecia que se contraerá y expandirá a lo largo del texto:

La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido.

Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad.

(13)5



Páginas más adelante:

Del galpón sólo conozco los ruidos de su fábrica y el asignado destino [...]

No lo veo, simplemente lo padezco, y como a la construcción le sucederá el uso, procuro saber qué hay dentro de un taller mecánico para enterarme de cuáles han de ser, en el futuro, las fuentes de ruido.

(33)



La irrupción de lo nuevo, de lo desconocido, produce un desajuste en la cotidianeidad. A partir del choque de la materia sonora con la conciencia y la percepción del narrador protagonista, la presencia del ruido se torna hiperbólica, el ruido invasor se espacializa, toma «forma», el protagonista no lo escucha, sino lo «encuentra», lo busca con la «mirada», no con el oído.

En el texto, «ruido» es aquello que invade y penetra contra la «voluntad» (93), un sonido que desacomoda al protagonista y que es sufrido como perturbaciones que se oponen a los «benignos ruidos domésticos» (15), entre los que se encuentran los traqueteos de la madre del protagonista en la cocina, de la esposa, en los cuidados del niño, de la música clásica en la radio que retiene las emisiones molestas de los vecinos. La tensión entre espacios amados y hostiles, se lee precisamente en la expansión del centro de la movilidad social ciudadana hacia el margen, a zonas residenciales, por aumento de la población y de sus actividades económicas, así se instala un taller mecánico al lado de la casa del protagonista, luego una feria comercial cuyos trabajadores escuchan radio y música; el ruido traspasa la medianera de la habitación en la que él duerme, lee y escribe y la radio de la feria ataca la ventana de su cuarto. En la cuadrícula citadina, el ruido proviene de la máquina a la que está atada el hombre, la industrial y la artesanal, en todas sus manifestaciones, la que produce divertimento, crecimiento social, comercial y, por lo tanto, económico, desde un torno hasta una calesita, una casa de fiestas, un night club, la radio y la televisión. La invasión del ruido provoca el abandono de la vivienda y la llegada a la nueva morada presiona el minutero que inicia la espera de la siguiente ocupación sonora.

La escritura de Di Benedetto trama el motivo del ruido mediante diversas figuraciones, es corporizado por una sinestesia, en el inicio de la novela: «abro la cancel y encuentro el ruido. Lo busco con la mirada» (13), una maniobra que transforma el recurso retórico con un juego de percepciones en el que ve lo que oye y oye lo que ve. Más adelante, estructura una prosopopeya, el ruido «salta, da corcovos, gira y se aquieta [...] en un ronroneo intermitente» (75), o es una sinécdoque de la actividad productora de ruido: «construyen un galpón [...] hoy llegaron y están ahí, invisibles y sonoros, descargando sus hierros y chapas de cinc» (30) o un recurso neológico, una onomatopeya: «El ruido es un tam tam» (114).

Si sonido se define como la «sensación producida en el órgano del oído por un movimiento vibratorio o de frecuencias, transmitidas por un medio elástico», el ruido es «sonido inarticulado» y el silencio, la «falta de ruido» (RAE), Jean-Luc Nancy se pregunta -y en mi lectura es productiva, por el comienzo de El silenciero- «si parece bastante simple evocar una forma -e incluso una visión- sonora, ¿en qué condiciones, en cambio podría hablarse de un ruido visual (2007: 14, sic) dado que, si la filosofía es capaz, su estar/tender a la escucha debería ensayar una suspensión del entendimiento del sentido del mensaje y resonar en la sonoridad, en lo sensible, en un tocar que se desplaza del concepto tradicional, de lo visual (en tanto manifestación, ostentación, puesta en evidencia), hacia lo auditivo (retirada, repliegue, puesta en resonancia, que pareciera desdibujar los límites entre filosofía y poesía): «estar a la escucha es estar dispuesto al inicio del sentido y por ende a una entalladura, un corte a la in-diferencia insensata, al mismo tiempo que a una reserva anterior y posterior a toda puntuación significante» (2007: 55-56). Di Benedetto mortifica esos desplazamientos, la presencia del ruido en El silenciero agudiza todos los sentidos, ese borde inarticulado que viene, pasa, se extiende y penetra, surca el silencio y estalla; la operación novelesca literaturiza el estallido para dar cuenta de la ubicuidad del sonido, cuya disonancia no resuena sino tensa al protagonista y pone al acecho sus registros sensibles e inteligibles. La sinestesia que se lee en el comienzo del texto, en su transformación material, articula dos dimensiones de los sentidos, la «forma» del ruido es sonora y es visual, la percepción, por lo tanto, se espacializa y queda «puesta en evidencia» ante un registro sonoro que se desplegará de remisiones en remisiones investidos de diversos recursos retóricos para dar cuenta de su omnipresencia.

El silenciero

Sin nombre, el narrador-protagonista, en tanto flexión verbal de la primera persona del singular, narra los distintos tipos de sufrimiento que le provoca el ruido cuyo asedio desencadena dolores de cabeza, alteración en la conducta, tratamientos médicos, huidas nocturnas a otros espacios de la ciudad, presentación de denuncias y redacción de normas de convivencia que, ante su inercia e incumplimiento, lo empujan a una reflexión sobre su propia muerte. El narrador-protagonista no se designa como «el silenciero», es aquel que comienza una lucha contra la invasión de las fuentes de ruido -«seré legalista, preciso e implacable» (81)-; sus denuncias en la municipalidad, en la comisaría, su intento de concientizar a la opinión pública recurriendo a la prensa (a través de Reato, el periodista), terminan en la nada; los policías, los funcionarios, los otros, los vecinos, lo miran como un alienado, un desadaptado. El texto exhibe el encierro y la huida constante como caminos posibles ante el ver a su madre que «andaba acribillada a bocinazos» (44); el escuchar la fiesta de los otros que lo incomunica y deteriora (37), «tenemos que oír, la radio nos domina» (89) cuenta sobre la escucha de la carrera en la radio de los vecinos del taller. «He perpetrado mi fuga» (86) afirma el protagonista, cuando inicia su traslado de un lugar a otro y se convierte en un fracasado hacedor o cuidador del silencio, por vía legal y en un evitador del ruido. La itinerancia del protagonista y su familia es signada por la tragedia del deterioro tanto familiar como personal: venden la casa, viven en pensiones, van de casa en casa, pierden dinero; el piano, herencia paterna, que ningún familiar sabe tocar, va perdiendo sus partes. Los lazos familiares se deterioran, su madre se va a vivir con el hermano. Se casa con Nina, nace el niño, pero luego esta lo abandona y el protagonista termina encerrado, acusado provocar el incendio de un taller mecánico, cuya autoría no se narra en el texto.

La matriz silencio-ruido se construye mediante espacios, tiempos e imágenes opuestas: la constelación que se organiza en torno al silencio se relaciona con la noche, con el silencio previo a la creación, con el tiempo de lo increado, con el instante previo al nacimiento y con el silencio de la muerte. El silencio es de los muertos, «difunto» (163), le dice Reato al protagonista. En oposición al ruido, que se despliega en torno al día, la vida y lo creado, el silencio se relaciona con un «más allá» que está afuera del mundo, del mundo donde el ruido es omnipresente debido a que el ruido no solo proviene de la máquina de la industria, de la máquina como objeto, sino también del «progreso» (52) como máquina. A esta situación se encuentra encadenada la sociedad y contra esa contingencia lucha el protagonista: «el ruido me distrae, me saca de mí... ¿eso es apartarme de mi ser, o sencillamente enajenarse?» (176, sic).

El hombre, reflexiona el protagonista, es un emisor natural de ruidos, tiene la voz, crea instrumentos, construye máquinas, pero el ruido intruso quita toda posibilidad de reflexión, como señala la cita transcripta de Arthur Schopenhauer (118), con la que dialoga el conflicto que exhibe el texto, ya en Parega y Paralipómena, el filósofo alemán ha escrito:

He de denunciar como el ruido más irresponsable e infame al infernal chasquido de los látigos en las resonantes callejuelas de la ciudad. Este chasquido repentino, cortante, asesino de pensamientos y enervador del cerebro, ha de ser percibido como algo doloroso por todo aquel que lleve algo en la cabeza similar a un pensamiento.

(Schopenhauer, 2009: 1100)



La disputa ruido-silencio trasciende en el texto, en una oposición que se torna irreductible debido a que cada uno quiere ser absoluto. Los aficionados al no -ruido se adaptan (como sucede con los vecinos), terminan enajenados o encerrados como el narrador-protagonista porque, como indica el texto: «el mundo será del ruido o no será» (114).

El amigo Besarión funciona en ciertas instancias del relato como una contrafigura, entre los dos despliegan, a través de diálogos -durante visitas, paseos, encuentros y también, el intercambio de notas y cartas- un diálogo en torno al hombre y su existencia desgarrada, en la encrucijada de la vida moderna y el progreso. Los motivos que se van entrecruzando en esas reflexiones a dúo abordan el daño que los hombres producen, la vigencia del nuevo orden utilitario de las cosas, la ciudad mecanizada y también, la imposibilidad del amor, aspectos que agravan la violencia, la soledad y la enajenación. Reflexiona el protagonista ficcionalizando y trastornando los lenguajes del silogismo:

Alguien está lleno de amor hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)

Alguien está lleno de odio hacia todos. (No es Besarión, no soy yo.)

Alguien está lleno de reservas, desconfianzas y sospechas hacia todos. (Puede que lo sea Besarión, que lo sea yo.)

Alguien está lleno de violencia hacia todos. (Es cada uno, son todos.)

Alguien está necesitado de ser respetado y amado. (Soy yo, Besarión lo es.)

¿Pero es que alguien puede estar lleno de amor hacia todos?

(2007: 117)



Ambos protagonistas despliegan sus acciones, en tensión, el narrador-protagonista no puede desligarse de los mandatos de la sociedad burguesa (trabaja, es jefe, hijo, marido, padre) aunque fatalmente fracasa. Besarión, en cambio, renuncia y cambia de trabajo, se separa de su madre y viaja por el mundo, es el «que está libre» (153), aunque finalmente muere de frío, en la indigencia.

La crítica literaria ha leído Zama, El silenciero y Los suicidas de Di Benedetto en relación con la «novela existencialista», con «la novela metafísica» -en tanto cruce entre filosofía y literatura que manifiesta, ficcionalizados, aspectos de la existencia metafísica- también la aparición de la filosofía de Sartre, de Schopenhauer, de Kierkegaard, de la literatura de Camus, en su escritura; asimismo, la recurrencia de la narración en una primera persona del singular y la construcción de una problemática existencial en torno del protagonista y un mundo que lo agobia. Marta Speroni y Abel Posadas, lejos de una lectura productiva de la singularidad poética de Di Benedetto y en sus aserciones más insidiosas sobre el corpus de novelas existencialistas de la literatura argentina, sostienen que los textos de ese corpus absorben todos los clisés del existencialismo: un texto cerrado, girando sobre sí mismo y atento al vaivén anímico de un héroe agónico, cuyo objetivo es «maravillar, develando un asunto extraordinario descubierto por un narrador excepcional» (1998: 544). El autor, dicen los críticos, a través del narrador y de su interioridad, experimenta su catarsis, el texto (546), en una búsqueda, tanto del autor, como del narrador y del protagonista, de una trascendencia a través de la escritura. De igual modo, el héroe se presenta escindido, es lúcido y de rica vida interior, pero, en tanto «asexuados, narcisistas, replegados» (554), en conflicto con el cuerpo, con un determinismo fatalista y una culpa ancestral que hace que el texto sea una eterna reescritura de sí mismo. Speroni y Posadas señalan que «el rechazo de figuras parentales [...] el absurdo proveniente del existencialismo francés de la posguerra, la negación del entorno social [...] una subjetividad alienada» (555), son los estamentos codificados que rigen a esas novelas de sesgo existencialista.

Besarión es quien le señala al narrador-protagonista que su «aventura contra el ruido es metafísica»:

«¿Por qué lo dice?... No puedo entenderlo, no conozco una palabra de esa materia».

Pretendió estar al corriente: «Usted oye ruidos metafísicos».

«¿Pero qué son, Besarión, los ruidos metafísicos?».

Besarión dijo: «Los que alteran el ser».

(175, sic)



El silenciero da a leer motivos cuyos sentidos resuenan en el existencialismo, sin embargo, en esa aproximación crítica es preciso señalar ciertos guiños que exhibe el texto que, en mi lectura, se relacionan con el despliegue de una escritura que traza y marca su propia poética. Ya he señalado la ficcionalización del silogismo aristotélico, la novela tematiza a dos filósofos impugnadores del sistema hegeliano como Schopenhauer y Kierkegaard, la «mosca», que puede ser leída como sartreana, trasmuta en abeja dorada (156 y 192), la negación a defenderse frente a la acusación de haber cometido el delito de incendiar el taller, se repliega en el recuerdo de una lectura sobre Sócrates y «su demonio, que le prohibió que se defendiera» (186), la mayéutica es literaturizada tanto en el diálogo con Besarión como en el modo de reflexión acerca de las acciones futuras del protagonista (94). ¿Qué sentidos ancla el señalamiento de Besarión de que la aventura del narrador-protagonista contra el ruido es metafísica y que el ruido es metafísico? ¿Es metafísico lo que altera el ser y, en esa dirección, tanto el motivo de conflicto como las acciones que se realizan para mitigar sus efectos?

Líneas más adelante, continúa Besarión: «Su aventura es metafísica, aunque resulte ajena a todo lo que sea filosófico, porque usted la teje, y especialmente en la cabeza, con sutiles elementos, a partir de nada» (176). El discurso se carga de sentidos que resuenan en el pensamiento filosófico, pero entonces, prosigue el personaje: «Pero está equivocado o agranda. Su trastorno es fisiológico o psíquico o nervioso. Fisiología, no metafísica». «Usted habló de metafísica, no yo» se defiende el narrador-protagonista. «No se ofenda [...] Tampoco suponga que yo pienso que usted es un enfermo», contesta Besarión, «conciliador» (176), en un diálogo evocado por el protagonista que fricciona las capas de sentido del lenguaje entre la afirmación y la negación. ¿La «nada» a la que se refiere Besarión es la «nada» del existencialismo, la «nada» del filosofar en relación con la pregunta por el ser en tanto el «estar ahí» es el ente que plantea la pregunta y también el ente que no se deja reducir a la noción de ser? ¿es la «nada» que conduce al prójimo a la libertad o «nada» de filosofía y el trastorno es fisiológico?

En la huida de casa en casa, primero, con su madre y su esposa, luego con su hijo y esposa, el narrador-protagonista recurre al médico sin conseguir que nada mitigue su molestia. Se encierra en una habitación que cubre de libros para camuflar el ruido y se llena los oídos con tapones de cera, lo que genera que su mujer le hable y él no escuche o que le hable fuerte o realice señas con los brazos y él le indique que no tiene puesto los tapones, un modo de vida desgastante que su esposa comienza a resistir para finalmente abandonarlo. Así como su madre puede dormir con los ruidos del taller funcionando, los vecinos no firman los petitorios redactados en contra de las fuentes de sonidos molestos -denuncias, edictos y quejas que no prosperan- y Reato que primero, como periodista y funcionario publico, lo ayuda pero más tarde lo increpa acusando que es «el enemigo del progreso» (163), los diálogos con Besarión, en la primera parte del texto, traman un conjunto de motivos que condensan la problemática en torno de las vicisitudes del hombre y su vida en comunidad, entre ellos, el crecimiento demográfico y la falta de planificación urbana que provoca una mezcla de espacios benignos y espacios hostiles.

Los ruidos molestan, han molestado a los filósofos e intelectuales en todos los tiempos, la cita de Schopenhauer es solo una de las reflexiones escritas que ha motivado esa interrupción del fluir del pensamiento ante una fuente sonora. El diálogo del protagonista con Besarión, cerca del punto final del texto de El silenciero, prosigue: «"Lo malo [...] es que el ruido no me deja hacer lo que quiero [...] no me permite existir". Besarión replica: "Le permite vivir, aguántese"» (177). Más adelante, ya en prisión, se lee: «"Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta", clama la justificación dentro de mí» (187).

El texto de Di Benedetto discurre novelizando diversos motivos -existenciales, filosóficos, fisiológicos, psíquicos, urbanísticos- que zigzaguean, indecidibles, en la poética del texto. Contribuyen a esa indecibilidad, no solo los parlamentos de la esposa, Besarión, Reato y la comunidad del texto, sino también las elipsis narrativas y la contaminación entre realidad, ensueños y pensamientos del narrador-protagonista.

El yo que narra se dice escritor, pero no puede escribir, fracasa en su proyecto de escribir un libro que titulará El techo; encerrado en el cuarto tabicado por libros, con cera en los oídos, no logra escribir una palabra. En oposición a la imposibilidad de ese deseo, piensa, sueña, imagina pequeños relatos como el de matar al presidente del club que organiza los bailes frente a su casa o, ante los ruidos de sus vecinos, reflexiona acerca de la acción redentora del fuego que inicia el motivo del incendio del taller sin que se narre lo sucedido. En la segunda parte, forma parte de su propia trama y se lee:

No me entiendo cuando regreso de una de esas imaginaciones bufas y ligeras. ¿Por qué me entrego hasta ser yo también algo de su trama? ¿Por qué en ellas rebajo o derivo mi amargura?

¿Me bifurco o finjo para compensar? No sé.

Me duele la cabeza. No toda, ahí, el costado. Como si desde la frente un alambre la surcara y como si el alambre estuviera electrizado o encendido.

(153)



En su fuga constante, piensa:

Realmente, es el único escape en que no he pensado: mi propia muerte.

Creía -cosas leídas- que la eternidad era el encadenamiento sin fin de los instantes.

En las horas contemplativas de la adolescencia, ellos se me hacían visibles como [...] grageas [...] doradas [...] nunca se agotaba la continuidad; era la comunicación con el infinito [...]

Desde que vivo de instante en instante, nunca más he visto una de esas grageas doradas y del instante próximo que me puede entregar el mundo no espero sino su carga de adversidad.

(164)



No puede escribir su novela, no puede llenar el espacio en blanco, no se mata, como tampoco ha podido tocar el piano, enamorar a su vecina, ocuparse de su madre y de su familia. Finalmente, ante la imposibilidad de resolver sus conflictos con el ruido, hace justicia por mano propia, las pestañas y cejas chamuscadas funcionan como sinécdoque del delito. En la cárcel, la mosca que ha revoloteado en torno a él y a Besarión, a lo largo del texto, una vez muerta, no trasmuta en abeja dorada como la de Besarión, al contrario, la abeja deviene mosca.

El motivo de la mosca recorre los textos de escritores y pensadores desde la antigüedad, quién no tiene una mosca trapaleando para él, menciona Elías Canetti, en El suplicio de las moscas. Luis Gusmán ha reunido a varias de ellas y a sus escritores, en Esas imbéciles moscas (2018). ¿Cómo leer esa trasmutación mosca/abeja-abeja/mosca, en El silenciero? Acaso ese sea otro de los guiños del texto, una escritura que maniobra y resuena sus motivos temáticos y formales, tanto en el anverso como en el reverso.

Marcar el silencio

El silencio produce sentidos a través de la ausencia y la omnipresencia de su opuesto, el ruido; el término solo se menciona doce veces en el texto mientras que la presencia de «ruido» es superlativa. El silencio es un componente del lenguaje sonoro, de la oralidad y de la escritura, para referirse a él, se lo nombra, se recurre a las marcas de la grafía, a las palabras, que oralmente provocan, dentro del sistema de la lengua, sonidos. En el texto de Di Benedetto, como un modo de confrontar con las fuentes disonantes, el silencio recurre al silencio mediante una marca que, como el ruido, se ve y se busca con los ojos, el silencio se espacializa en el blanco de la página, en el punto, en el punto y aparte, en las tres estrellitas que separan un fragmento de otro, en las oraciones de dos o tres términos, en las elisiones entre fragmento y fragmento, en los huecos de una narración que avanza saltando de párrafo en párrafo. En tanto fragmentos, cada uno condensa un yacimiento de sentidos que la lectura debe articular para reconstruir los sucesos de un día, en la vida del narrador-protagonista. En cada fragmento del relato de un domingo (87-93) se lee dominantemente una unidad temática, separado por un espacio en blanco o por la presencia de las tres estrellitas: el primer fragmento narra como la radio del taller que trasmite la carrera de autos, invade su casa; el segundo fragmento evoca su compromiso de casamiento con Nina; el tercero narra la consulta a los vecinos por la firma de la denuncia contra los ruidos, mientras la radio sigue sonando; el cuarto evoca, nuevamente, sus encuentros con Nina; el quinto fragmento señala que la carrera de autos ha terminado pero la radio sigue sonando con música, a continuación, el narrador reflexiona sobre la invasión de la música contra la voluntad. El relato, en el que se entrecruzan percepciones, acciones y evocaciones (en los que se intercalan transcripciones de diálogos), es dominantemente narrado en presente del modo indicativo provocando una sensación de simultaneidad, de recursividad y de desajuste porque las evocaciones también se reconstruyen en tiempo presente.

La presencia simultánea de los dos espacios, uno, el de la palabra escrita y otro, el del blanco, casi en las mismas proporciones, constituyen una particularidad que distingue la prosa narrativa de El silenciero de otros textos del escritor mendocino. Zama (1956), Los suicidas (1969) o la nouvelle, Declinación y Ángel (1958) exhiben un lenguaje sucinto, reconcentrado, como marca de la poética de Di Benedetto, pero, en la trama del conflicto entre el sonido y el silencio, los trazos se despojan de comparaciones y de adjetivos, cada oración, cada término, se rodea de blanco tramando un entre en el registro sonoro en el que se abre y teje el silencio.

Las sirenas en la ciudad de la acequia

El ruido se corporiza ocupando espacios: «Yo abro la cancel y encuentro el ruido» (13) primero toma la casa y luego, la ciudad. La aventura del protagonista puede ser leído como La odisea invertida, el viaje no se emprende para llegar a casa sino, por el contrario, se abandona la casa para perderse en la cuadricula urbana y terminar encerrado en la cárcel, condenado a la escucha constante de una radio. Su amigo Besarión dice, ante el descontrolado crecimiento urbano, que no hay una «casa para el hombre sano» (51) y la casa que se menciona en el texto, plausible de ser construida, no es una casa que cuide el silencio sino una casa donde la cerrazón es tan hermética que no permite penetrar el ruido, de ese modo, la única casa posible para el protagonista es una casa nómade. La pérdida del techo que cobija y que protege resuena semióticamente en el título «El techo», el libro no escrito, y en el encierro del protagonista junto a un ladrón de sobrenombre «el techista», por su habilidad de escurrirse por los techos; el techo es el espacio elegido para espiar a los vecinos del taller y también espacio sellado, techo de hierro, que impide la interferencia de las ondas de la radio vecina, con el interruptor de bobina que construye su primo para tal fin.

El silenciero narra la aventura de un hombre, imperfecto jefe de familia, que no puede o no logra adaptarse a la velocidad de los cambios del mundo. La maquinaria de una ciudad que se expande exhibe una lógica difícil de controlar, la suma indetenible de sus intereses es lo que, por una parte, vence y hace fracasar al protagonista. Desde el inicio, el texto revela diversos indicios que preanuncian la tragedia del deterioro, el hombre pierde todo, no muere, pero queda condenado al encierro y al ruido de una radio, en definitiva, Di Benedetto espacializa en la cárcel, el motivo temático, al escenificar el conflicto entre el ruido y el accionar sin salida del narrador protagonista, que es posible nominar por su deseo y por sus acciones fracasadas, como el silenciero.

Por sugerencia de uno de los funcionarios del municipio, el protagonista se tapa los oídos con cera, como los remeros de la nave que conduce a Odiseo a la escucha del canto de las sirenas. Maurice Blanchot señala que Odiseo, atado al mástil y contrariamente a sus remeros, sin cera en los oídos, rompe el encanto de las sirenas mediante un acto de sentido común y mediocre. El embrujo de las mismas es vencido por la astucia del héroe griego de la decadencia y de ese modo, La Odisea se convierte en la tumba de las sirenas porque, en el texto, ya no se encuentra el canto inmediato, sino el relato del canto (1992: 9-11). Los textos se relacionan con el mundo dándose un nombre, un título que separa el exterior del interior e inscribe el exterior, en el interior del texto, Di Benedetto lo noveliza, lo trastorna y refigura en una poética que fricciona los bordes de los lenguajes, en ese espacio coloca a un narrador protagonista que pertrecha las acciones. El silenciero reescribe el relato de las sirenas. El narrador protagonista, sin pretensiones heroicas, se aventura a la escucha y vista del silencio, se tapa los oídos con cera, la hazaña le es negada, ya no hay canto, sino un mundanal ruido y su relato omnipresente. Kafka dice que las sirenas poseen un arma más terrible que el canto: el silencio.

Bibliografía

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