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ArribaAbajoCapítulo XI

¿Cuál es vuestro designio? ¿Qué significa ese lenguaje misterioso?


SHAKESPEARE, Macbeth                


En efecto, aquel brazalete tejido con cabellos de la hermosa hija de D. Carlos, y cuyo broche era el retrato de ésta, fue regalado a Teresa por su amiga hacía algunos años y desde entonces pocas veces dejaba de llevarlo, pues si su carácter, seco y huraño, la hacía poco afectuosa con Carlota,   —174→   su corazón, noble y agradecido, sabía apreciar dignamente la preciosa prenda de una amistad tan sincera como aquella que debía a su interesante compañera.

Sab, poseedor de tan inestimable joya, apretábala a su seno mil y mil veces, bendecía a Teresa y buscaba sus miradas deseoso de que leyera en las suyas la inmensa gratitud de su corazón. Pero eran vanos sus esfuerzos. Durante el camino Teresa, sepultada en el fondo del carruaje, no levantó los ojos de un libro que al parecer leía, y llegaron de noche a la estancia sin que Sab hubiese podido dirigirla ni una palabra, ni una mirada de agradecimiento.

Inútilmente buscó después proporción de hablarla un momento, Teresa lo evitó con tanto cuidado que le fue imposible conseguirlo.

Dos días más pasaron en Cubitas nuestros viajeros, empleados por D. Carlos en hacer conocer a su futuro yerno todas las tierras que le pertenecían, y en mostrar a las señoritas otras curiosidades naturales del país. Entre ellas el río Mágimo,   —175→   llamado de los cangilones, cuyas límpidas aguas corren mansamente por medio de dos simétricas paredes de hermosas piedras, y en cuyas márgenes pintorescas florecen las clavellinas, y una infinidad de plantas raras y preciosas. Sab les hizo ver también los paredones, cerros elevados y pedregosos por medio de los cuales se extiende un camino de doce o catorce varas de ancho. El viajero, que transita por dicho camino, no puede levantar la vista hacia la altura sin sentir vértigos y cierto espanto, al aspecto imponente de aquellas grandes moles, paralelas y de admirable igualdad, que no ha levantado ninguna mano mortal.

Carlota hubiera deseado aguardar en Cubitas la vuelta de su amante, que se veía obligado a ir por algunos días a Guanaja; pero el Sr. de B... había determinado de antemano regresar a Bellavista el mismo día que Otway partiese a Guanaja. Estaba impaciente el buen caballero por enviar a Sab a Puerto Príncipe y acercase él mismo a aquella ciudad,   —176→   a fin de tener más presto las noticias que deseaba. En el último correo de La Habana no había tenido carta de su hijo ni de sus preceptores. Sab, que había ido a la ciudad, como sabe el lector, llevando entre otros el encargo de sacar las cartas del correo, había declarado al llegar, (el día en que partieron para Cubitas), que no había carta ninguna para el señor de B... Extraño era este silencio de su hijo que no dejaba de escribirle un solo correo, y extraño también que su corresponsal de negocios no le mandase, como acostumbraba, los periódicos de La Habana, mayormente cuando debían contener la noticia del sorteo de la gran lotería; que ya sabía D. Carlos por Enrique haber caído el premio mayor en Puerto Príncipe. Deseaba, pues, con toda la impaciencia de que era susceptible su carácter, tener noticias de su hijo, cuyo silencio le inquietaba, y saber cuál era el número premiado. Aunque como ya hemos dicho no era don Carlos codicioso, ni diese demasiada importancia a las riquezas,   —177→   no dejaba de conocer con dolor cuánto las suyas estaban desmembradas, y cuán bello golpe de fortuna sería para él sacar 40.000 duros a la lotería. Por tanto, al saber que este premio cayera en Puerto Príncipe latió su corazón de esperanza y acordándose que tenía dos billetes, y Teresa y Carlota cada una otro:

-¿Quién sabe -dijo-, si uno de estos cuatros billetes será el premiado? ¡Oh! ¡Si fuese el de Carlota! ¡Qué felicidad! Pero, no -añadió prontamente el generoso caballero-; más bien deseo que sea el de Teresa: ella lo necesita más. ¡Pobre huérfana, que no ha heredado más que un mezquino patrimonio! Carlota será sin la lotería bastante rica, mayormente casándose con Enrique Otway.

Enrique partió para Guanaja pasados tres días en Cubitas y la familia de B... para Bellavista, después de dejar instalada a Martina en su nuevo domicilio, colmándola de regalos y recibiendo en cambio sus bendiciones.

¡Cómo pierden su hermosura los objetos   —178→   mirados por los ojos de la tristeza! Carlota al restituirse a Bellavista miraba con indiferencia aquellos mismos campos, fértiles y hermosos, que tan grata impresión le causaran tres días antes, admirándolos con Enrique.

Iba a estar ocho días separada de aquel objeto de toda su ternura y su tristeza era tanto mayor cuanto que una vaga inquietud, un indefinible temor atormentaban por primera vez su imaginación.

En los tres días pasados en Cubitas habíale parecido su amante frecuentemente triste y caviloso, y sus adioses fueron fríos. Cuando Carlota le hablaba de su próxima unión, Enrique callaba o contestaba con cierta confusión. Cuando Carlota le reprochaba su displicencia, Enrique se disculpaba con pueriles pretextos. Una desconfianza indeterminada, pero cruel, oprimió por primera vez aquel cándido y confiado corazón. «No me ama tanto como yo le amo -se atrevió Carlota a confesarse a sí misma-. Alguna cosa le aflige que no se atreve a confiarme».

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-¡Enrique tiene secretos para mí! ¡Para mí, que le he entregado mi alma toda entera! ¡Para mí que seré en breve su esposa!

Trataba en vano de adivinar la causa secreta de las cavilaciones de Enrique y preguntábasela a su propio corazón. ¡Ah! ¿Cómo había de responderle aquel noble y desinteresado corazón? Carlota oyó decir a su padre que Otway se había sorprendido al saber el poco valor y escasos productos de las tierras que poseía en Cubitas; pero, ¿podía ella sospechar remotamente que aquel descubrimiento influyese en la tristeza y frialdad de su amante?... Si un desgraciado instinto se lo hubiese revelado Carlota no hubiera podido amar ya, pero acaso tampoco hubiera podido vivir.

Melancólica y preocupada llegó al anochecer a aquel ingenio del cual saliera tres días antes con tan risueñas disposiciones, y sabiendo que Sab debía partir al día siguiente para la ciudad pretextó tener que escribir varias cartas a algunas de sus conocidas y se encerró en su cuarto, para entregarse toda a su tristeza e inquietud;   —180→   D. Carlos siguió su ejemplo retirándose a su escritorio, con el verdadero objeto de escribir muchas cartas que debía Sab llevar al correo, y las niñas fatigadas no tardaron en dormirse. Así únicamente Teresa permanecía en la sala al cuarto de hora de llegar al ingenio. Todos, al parecer, la habían olvidado y hallose sola enteramente. Levantose entonces de la butaca, en que se había sentado, y acercándose con cautela a la puerta del cuarto que servía de dormitorio a las dos, y en el cual se hallaba entonces encerrada Carlota, aplicó el oído a la cerraja y escuchó atentamente por espacio de algunos minutos. Luego volviose muy despacio a su silla.

-¡No hay duda! -dijo en voz baja-, ¡he oído sus sollozos! ¡Carlota!, ¿qué puede aflijirte? ¡Eres tan dichosa! ¡Todos te aman! ¡Todos desean tu amor!... ¡deja las lágrimas para la pobre huérfana, sin riquezas, sin hermosura! ¡a la que nadie pide amor, ni ofrece felicidad!

Inclinó lánguidamente la cabeza, y quedó sumida en tan larga y profunda   —181→   meditación que durante más de dos horas no hizo el menor movimiento, ni apenas podría percibirse que respiraba. La vela de sebo, que ardía a su lado sobre una mesa, habíase gastado sin que ella lo advirtiese y estaba próxima a extinguirse. Por fin, volviendo progresivamente de aquella especie de letargo, exhaló primero un hondo suspiro; levantó luego con lentitud la cabeza y echó una ojeada al reloj de mesa que estaba junto a ella.

-¡Las diez! -exclamó-: ¡las diez! ¡Hace pues dos horas que estoy aquí sola!

Miró luego la puerta del cuarto en que se hallaba Carlota, y que permanecía cerrado todavía, y por último fijó los ojos en la vela expirante, que ya apenas iluminaba débilmente los objetos, si bien arrojaba por intervalos ráfagas de vivísima luz.

-Así un corazón gastado por los pesares -dijo tristemente- arroja aún de tiempo en tiempo destellos de entusiasmo, antes de apagarse para siempre: ¡así mi pobre corazón cansado de amargura, despedazado de dolores, vierte todavía sobre mis últimos años de   —182→   juventud el resplandor siniestro de una llama criminal y terrible!

La luz arrojó en aquel momento una ráfaga más viva que las anteriores; pero fue la última: Teresa quedó en profunda oscuridad, y oyose entonces su voz proferir con acento más triste:

-Así te extinguirás, desgraciado fuego de mi corazón, así te extinguirás también por falta de pábulo y de esperanza.

-¡No, Teresa!, ¡aún hay para vuestro amor una esperanza! Aún podéis ser dichosa -respondió otra voz no menos sombría, que Teresa escuchó casi en su mismo oído. Lanzó ella un ligero grito, que al parecer fue sofocado por una mano colocada oportunamente sobre su boca.

-¡Silencio! ¡Silencio! -repitió la misma voz-, silencio si no queréis perdernos a ambos. Teresa, yo os debo mucho y acaso puedo pagaros: vos habéis adivinado mi secreto y yo en cambio poseo el vuestro. Es preciso que haya una explicación entre nosotros: es preciso que me oigáis; ¿lo entendéis, Teresa? Esta noche, cuando el reloj que hace un   —183→   momento mirabais, haya sonado las doce, os aguardo en las orillas del Río a espaldas de los cañaverales del Sur. Mañana debo partir y es forzoso que me oigáis antes, porque esta conferencia, yo os lo juro, decidirá de mi suerte y la vuestra: ¡acaso también de la suerte de otros! ¿Juráis acudir a la cita, que os pido en nombre de todo lo que más amáis?

-Sab -respondió Teresa con voz trémula y asustada-, ¿qué quieres decir? Soy una desgraciada a quien debes compadecer.

-Y a la que quiero y puedo hacer dichosa -repuso con vivacidad su interlocutor-. ¡Yo os lo suplico por la memoria de vuestra madre, Teresa! Dignaos otorgarme lo que os pido. Mi vida, la vuestra acaso depende de esta condescendencia.

-¡A las doce! ¡Sola! ¡Tan distante! -observó en voz baja la doncella.

-¡Y qué! ¿Tendréis miedo del pobre mulato, a quien creisteis digno de recibir de vos el retrato de Carlota? ¿Me tendréis miedo, Teresa?

-No -respondió ella con voz más segura-: ¡Sab! Yo te lo prometo, acudiré a la cita.

-¡Bendita   —184→   seas mujer! ¡Y bien! A las doce, a orillas del río, a espaldas de los cañaverales del Sur.

-Allí me hallarás.

-¿Lo juras, Teresa?

-¡Lo juro!

A este diálogo habido en las tinieblas sucedió en la sala un silencio profundo, y cuando tres minutos después salió don Carlos de su escritorio llamando a Sab, para entregarle las cartas que debía llevar a la ciudad, encontró a Teresa en la misma butaca en la que la había visto al dejar la sala, y al parecer profundamente dormida. A las voces del señor de B... y al ruido de la puerta del cuarto de Carlota, que se abrió casi al mismo tiempo, despertó de su sueño, y oyó esperezándose la dulce voz de su amiga que la decía abrazándola:

-Teresa mía, perdona el que te haya dejado sola por tanto tiempo. ¡Tenía tanto que escribir! -y al momento, como si se arrepintiese de ser poco sincera con su amiga, añadió más bajo-: ¡Tenía tanta necesidad de estar sola!

Teresa sin prestar atención a esta excusa miró alrededor de sí, como si después de un tan largo sueño   —185→   apenas recordase el sitio en que se hallaba.

-¿Qué hora es? -preguntó seguidamente.

-Mira el reloj -respondió Carlota-, son las diez dadas y creo justo nos recojamos, tanto más cuanto me parece estás muy dispuesta a volver a dormirte. Pero he aquí a Sab que recibe órdenes y cartas; voy a darle dos cartas que he escrito para nuestras amigas. ¿No tienes tú nada que encargar a Puerto Príncipe?

-Nada -contestó Teresa, levantándose y dirigiéndose hacia el dormitorio, al cual la siguió Carlota después de poner en manos del mulato sus dos cartas, y de recibir un beso y una bendición de su padre.

-Te habrás fastidiado mucho, mi buena Teresa -dijo cariñosamente a su compañera, después de cerrar la puerta y mientras se desnudaba para acostarse-: ¡tan sola como estabas!, ¿qué has hecho?

-Dormir, ya lo has visto -respondió Teresa, que ya estaba en la cama y al parecer muy próxima a volver a dormirse.

-He   —186→   sentido mucho dejarte sola -repuso Carlota-: pero mira, ¡tenía tanta necesidad de soledad y silencio! ¡Estaba tan triste!, ¡tan agitada!

-Estabas triste, ¿qué tenías pues? -dijo Teresa incorporándose un poco en la almohada.

-Tenía... ¿qué se yo? ¡una opresión de corazón!... necesitaba llorar, lloré mucho y ya me siento aliviada.

-¿Has llorado? -repitió Teresa alargándola una mano, con más ternura en su voz y en sus miradas que la que Carlota estaba acostumbrada a ver en ella.

Conmovida en aquel momento, a vista de este inesperado interés, arrojose la pobre niña en los brazos de su amiga y renovó su llanto. Poco tuvo que insistir Teresa para arrancarla una entera confesión de los motivos de su tristeza. No acostumbrada al dolor, pero dotada de una alma capaz de recibirlo en toda su plenitud, Carlota había padecido tanto aquella noche con sus cavilaciones e inquietudes, que sentía una necesidad de pedir consuelo y compasión. Por otra parte, aunque Teresa con su sequedad genial recibiese sus confianzas por lo común con   —187→   muestras de poco interés, Carlota había adquirido el hábito de hacérselas, y reprochábala su corazón, como una falta, la reserva que en aquella ocasión había tenido con su amiga. Así pues, abrazada de su cuello y llenos los ojos de lágrimas, refiriole con candor y exactitud todas las quejas que formaba de Enrique. Teresa la escuchaba con atención, y luego que hubo concluido:

-¡Pobre Carlota! -la dijo-, ¡cómo te forjas tú misma motivos de inquietud!

-¡Pues qué! -exclamó con ansiedad de temor y de esperanza-, ¿piensas tú que soy injusta?

-Lo eres indudablemente -repuso Teresa.

-¿Piensas que me ama lo mismo que antes?

-¿Y por qué no te amaría más cada día, querida Carlota? Eres tan buena, ¡tan hermosa!

-¿Me adulas, Teresa? -preguntó Carlota, que a las primeras palabras de su amiga había levantado su linda cabeza, enjugando sus lágrimas y conteniendo sus sollozos, para oírla mejor.

-No ciertamente, eres amada y mereces serlo. ¿Por qué interpretas en tu daño lo que puede ser, y es indudablemente, efecto   —188→   de ese mismo amor del cual dudas? ¿Es acaso extraño que Enrique esté triste y de mal humor, cuando acostumbrado a verte diariamente por espacio de tres meses, y con la esperanza de verte en breve sin cesar, se halla sin embargo al presente forzado por enojosos asuntos de comercio, a dejarte con frecuencia y a pasar semanas enteras lejos de ti? Esa frialdad de que te quejas es una aprensión tuya, y además, ¿quieres que un hombre abrumado de negocios esté tan entregado como tú a su ternura? ¿Quieres que no haga otra cosa que suspirar de amor a tus pies?¡Oh! Eres injusta, no lo dudes, Carlota: Enrique no merece las sospechas de tu suspicaz ternura.

Escuchaba estas palabras Carlota con inexpresable alegría. Es tan fácil persuadirnos aquello que deseamos, y tan dulce esta persuasión, que la apasionada joven no necesitó más que aquellas pocas palabras de Teresa, para disipar todas sus inquietudes; y si aún no se mostró convencida fue por el placer de que su amiga le repitiese que era injusta y que Enrique la   —189→   amaba. ¡Cuánto bien hacían a su corazón aquellas palabras! ¡Cómo se aplaudía de haber confiado a Teresa sus penas, reconviniéndose de no haberlo hecho antes! Teresa la parecía aquella noche adorable, elocuente, sublime. Persuadíase con placer que era mil veces más justa, más sensata que ella, y lloró entonces haber ofendido a su amante con infundados recelos.

-He sido ciertamente muy injusta -dijo entre sonrisas y lágrimas-; pero merezco perdón. ¡Le amo tanto! Una palabra, una mirada de Enrique es para mi corazón la vida o la muerte, la felicidad o la desesperación. Tú no comprendes esto, Teresa, porque nunca has amado.

Teresa se sonrió tristemente:

-Estás tan poco acostumbrada a padecer -la dijo después-, que el menor contratiempo hallando indefenso tu corazón, se posesiona y le oprime. ¡Oh, Carlota! Aun cuando la desgracia que sin razón has temido llegase a realizarse, ¿deberías abandonarte así cobardemente al dolor? Si Enrique fuese mudable, pérfido, ¿no tendrías bastante orgullo y fortaleza,   —190→   para despreciarle, juzgando poco digna de tus lágrimas la pérdida de un corazón inconstante?

Carlota desenlazó sus brazos de los de Teresa con un movimiento convulsivo, y pintose en sus ojos un triste sobresalto.

-¡Qué! ¿Intentas acaso prepararme? ¿Me has engañado al asegurarme que me amaba? ¿Has conocido tú también su mudanza? ¿La sabes? ¡Dímelo, oh! En nombre del cielo, ¡dímelo, cruel!

-No, pobre niña -exclamó Teresa-, ¡no! No he conocido otra cosa sino que serás desgraciada, no obstante tu hermosura y tus gracias, no obstante el amor de tu esposo y de cuantos te conocen. Serás desgraciada si no moderas esa sensibilidad, pronta siempre a alarmarse.

-Sí -respondió Carlota, con un hondo suspiro, mientras se sentaba tristemente y con aire pensativo sobre su cama-: Sí, seré desgraciada; no sé qué voz secreta me lo dice sin cesar: pero al menos la desgracia contra la cual quieres prepararme, no será la que yo llore más largo tiempo. Si Enrique fuese pérfido, ingrato..., entonces   —191→   todo habría concluido...; yo no sería ya desgraciada. No son los más temibles aquellos males a los que hay la certeza de no poder sobrevivir.

Concluyendo estas palabras dejose caer con abatimiento sobre la almohada y Teresa fijó los ojos en ella con profunda emoción. Miraba con cierta sorpresa, y con la más tierna piedad, impreso el dolor en aquella frente tan joven y tan pura, en la que ni el tiempo ni las pasiones habían grabado hasta entonces su dolorosa huella, y reconveníase por haber turbado un momento su deliciosa serenidad. «Desgracia para aquellos -decía interiormente- que derraman la primera gota de hiel en un alma dichosa. ¿Quiénes son los que surcado el rostro por las arrugas, que les han impreso los años o los dolores, se acercan atrevidos a la juventud confiada y feliz, para arrebatarle sus ilusiones inocentes y brillantes? Seres fríos y duros, almas sin compasión que pretenden hacer un bien cuando anticipan el momento fatal del desengaño: cuando ofrecen una   —192→   triste realidad al que despojan de sus dulces quimeras. Hombres crueles, que hielan la sonrisa en los labios inocentes, que rasgan el velo brillante que cubre a los ojos inexpertos, y que al decir 'ésta es la verdad' destruyen en un momento la felicidad de toda una existencia.

»¡Oh, vosotros, los que ya lo habéis visto todo, los que todo lo habéis comprendido y juzgado, vosotros los que ya conocéis la vida y os adelantáis a su último término, guiados por la prudencia y acompañados por la desconfianza! Respetad esas almas llenas de confianza y de fe, esas almas ricas de esperanzas y poderosas por su juventud...; dejadles sus errores... menos mal les harán que esa fatal previsión que queréis darle».

Teresa haciendo estas reflexiones se había inclinado hacia su prima y la apretaba en sus brazos con no usada ternura. Carlota recibía sus caricias sin devolverlas -tan preocupada estaba- hasta que Teresa   —193→   renovando la conversación procuró tranquilizarla repitiéndola, con acento de convicción, que Enrique la amaba, que la amaría siempre y que le ultrajaba en dudar un momento de su sinceridad y constancia.

Luego que la vio menos agitada rogola procurase dormir y ella misma aparentó necesidad de reposo. Imposible fue sin embargo a Carlota dormirse en algún tiempo: bien que sosegada de sus temores sentíase sobradamente conmovida, y ya Teresa dormía al parecer profundamente, hacía más de media hora, cuando ella aún daba vueltas en su cama sin poder sosegar. Por fin, después de esta agitación el deseado sueño descendió a sus ojos y Carlota se quedó dormida al mismo tiempo que el reloj sonaba distintamente las doce.




 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE
 
 


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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajoCapítulo I

-Escúchame que no seré largo; la historia de un corazón apasionado es siempre muy sencilla.


ALFREDO DE VIGNI.
CINQ-MARS. -Una conspiración.
               


Era una de aquellas hermosas noches de los trópicos: el firmamento relucía recamado de estrellas, la brisa susurraba entre los inmensos cañaverales, y un sin número de cocuyos resaltaban entre el verde   —6→   oscuro de los árboles y volaban sobre la tierra, abiertos sus senos brillantes como un foco de luz. Sólo interrumpía el silencio solemne de la media noche el murmullo melancólico que formaban las corrientes del Tínima, que se deslizaba a espaldas de los cañaverales entre azules y blancas piedras, para regar las flores silvestres que adornaban sus márgenes solitarias.

En aquella hora una mujer sola, vestida de blanco, atravesaba con paso rápido y cauteloso los grandes cañaverales de Bellavista, y se adelantaba guiada por el ruido de las aguas, hacia las orillas del río. Al ligero rumor de sus pisadas, que en el silencio de la noche se percibía claramente, levantose de improviso de entre las piedras del río, la figura de un hombre de aventajada talla, y se oyó distintamente esta exclamación; proferida al mismo tiempo por los dos individuos que mutuamente se reconocían.

-¡Teresa!

-¡Sab!

El mulato la tomó por la mano y haciéndola sentar sobre las piedras de que acababa de levantarse, postrose de rodillas delante de   —7→   ella.

-¡Bendita seáis Teresa! Habéis venido como un ángel de salvación a dar la vida a un infeliz que os imploraba; pero yo también puedo daros en cambio esperanza y consuelo: nuestros destinos se tocan y una misma será la ventura de ambos.

-No te comprendo, Sab, -contestó Teresa-; he venido a este sitio porque me has dicho que dependía de ello tu felicidad, y acaso la de otros: respecto a la mía, no la deseo ni la espero ya sobre la tierra.

-Sin embargo, al hacer mi dicha haréis también la vuestra, -la interrumpió el mulato-; un acaso singular ha enlazado nuestros destinos. ¡Teresa! Vos amáis a Enrique y yo adoro a Carlota: vos podéis de ese hombre, y yo quedaré contento con tal que no lo sea Carlota. ¿Me entendéis ahora?

-Sab, -repuso con melancólica sonrisa la doncella,- tú deliras seguramente: ¿yo puedo ser, dices tú, la esposa de Enrique?

-Sí, vos podéis serlo, y soy yo quien puede daros los medios para conseguirlo.

Teresa le miró con temor y lástima:   —8→   sin duda creyó que estaba loco.

-Pobre Sab -dijo ella desviándose involuntariamente-: cálmate en nombre del cielo; no están en tu juicio cuando crees...

-Escuchadme, -interrumpió con viveza Sab, sin darla tiempo de concluir la frase que había comenzado-. ¡Escuchadme! Aquí en presencia del cielo y de esta magnífica naturaleza, voy a descubriros mi corazón todo entero. Una sola cosa exijo de vos: prometedme que no saldrá de vuestros labios una sola palabra de cuantas esta noche me escucharéis.

-¡Te lo prometo, Teresa! -prosiguió él, sentándose a sus pies-: vos sabéis que este desventurado se atreve a amar a aquella cuya huella no es digno de besar, pero lo que no podéis saber es cuán inmensa, cuán pura es esta pasión insensata. ¡Dios mismo no desdeñaría un culto semejante!

-Yo he mecido la cuna de Carlota: sobre mis rodillas aprendió a pronunciar «te amo» y a mí dirigieron por primera vez sus angélicos labios esta divina palabra. Vos lo sabéis Teresa; junto a ella he pasado los días de mi niñez y los primeros   —9→   de mi juventud: dichoso con verla, con oírla, con adorarla, no pensaba en mi esclavitud y en mi oprobio, y me consideraba superior a un monarca cuando ella me decía: «te amo.»

El mulato, cuya voz fue sofocada por la conmoción, guardó un instante de silencio y Teresa le dijo:

-Ya lo sé Sab; sé que te has criado junto a Carlota, sé que tu corazón no se ha entregado voluntariamente a una pasión insensata, y que sólo debe culparse a aquellos que te expusieron a los peligros de semejante intimidad.

-¡Los peligros! -repitió tristemente el mulato-, ellos no los preveían, porque no sospecharon nunca que el pobre esclavo tuviera un corazón de hombre: ellos no creyeron que Carlota fuese a mis ojos sino un objeto de veneración y de culto. En efecto, cuando yo consideraba aquella niña tan pura, tan bella, que junto a mí constantemente, me dirigía una mirada inefable, parecíame que era el ángel custodio que el cielo me había destinado, y que su misión sobre la tierra era conducir y   —10→   salvar mi alma. Los primeros sonidos de aquella voz argentina y pura; aquellos sonidos que aún parecían un eco de la eterna melodía del cielo, no me fueron desconocidos: imaginaba haberlos oído en otra parte, en otro mundo anterior, y que el alma que les exhalaba se había comunicado con la mía por los mismos sonidos, antes de que una y otra descendieran a la tierra. Así la amaba yo, la adoraba desde el primer momento en que la vi recién nacida, mecida sobre las rodillas de su madre.

»Luego la niña creció a mi vista y la hechicera criatura convirtiose en la más hermosa de las vírgenes. Yo no osaba ya recibir una mirada de sus ojos, ni una sonrisa de sus labios: trémulo delante de ella un sudor fría cubría mi frente, mientras circulaba por mis venas ardiente lava que me consumía. Durmiendo aún la veía niña y ángel descansar junto a mí, o elevarse lentamente hacia los cielos de donde había venido, animándome a seguirla con la sonrisa divina y la mirada inefable que tantas veces me había dirigido.   —11→   Pero cuando despertaba era la mujer y no el ángel la que veían mis ojos y amaba mi corazón. La mujer más bella, más adorable que pudo hacer palpitar jamás el corazón de un hombre: era Carlota con su tez de azucena, sus grandes ojos que han robado su fuego al sol de Cuba; ¡Carlota con su talle de palma, su cuello de cisne, su frente de 15 años...! y al contemplarla tan hermosa pensaba que era imposible verla sin amarla; que entre tantos como la ofrecerían un corazón encontraría ella uno que hiciese palpitar el suyo, y que para él serían únicamente todos los latidos de aquel hermoso seno, todas las miradas de aquellos ojos divinos y las sonrisas de aquellos labios de miel.

-¡Teresa! -añadió bajando la voz que había sido hasta entonces llena, sonora y clara, y que fue luego tomando gradualmente un acento más triste y sombrío-. ¡Teresa! ¡Entonces recordé también que era vástago de una raza envilecida! ¡Entonces recordé que era mulato y esclavo...! Entonces mi corazón abrasado de amor y de celos,   —12→   palpitó también por primera vez de indignación, y maldije a la naturaleza que me condenó a una existencia de nulidad y oprobio; pero yo era injusto, Teresa, porque la naturaleza no ha sido menos nuestra madre que la vuestra. ¿Rehúsa el sol su luz a las regiones en que habita el negro salvaje? ¿Sécanse los arroyos para no apagar su sed? ¿No tienen para él conciertos las aves, ni perfumes las flores?... Pero la sociedad de los hombres no ha imitado la equidad de la madre común, que en vano les ha dicho: ¡Sois hermanos! ¡Imbécil sociedad, que nos ha reducido a la necesidad de aborrecerla, y fundar nuestra dicha en su total ruina!

Calló un momento, y Teresa vio brillar sus ojos con un fuego siniestro.

-¡Sab! -dijo entonces con trémula voz-; ¿me habrás llamado a este sitio para descubrirme algún proyecto de conjuración de los negros? ¿qué peligro nos amenaza? ¿Serás tú uno de los...?

-No, -la interrumpió él con amarga sonrisa-: tranquilizaos, Teresa, ningún peligro os amenaza; los esclavos arrastran   —13→   pacientemente su cadena: acaso sólo necesitan para romperla, oír una voz que les grite: ¡sois hombres! Pero esa voz no será la mía, podéis creerlo.

Teresa alargó su mano a Sab, con alguna emoción; él fijó en ella sus ojos y prosiguió con tristeza más tranquila.

-Era puro mi amor como el primer rayo de sol en un día de primavera, puro como el objeto que le inspiraba, pero ya era para mí un tormento insoportable. Cuando Carlota se presentaba en el paseo o en el templo y yo iba en su seguimiento, observaba todos los ojos fijarse sobre ella y seguía con ansiedad la dirección de los suyos. Si un momento los paraba en algún blanco y gentil caballero, yo suspenso, convulso, quería penetrar a su corazón, sorprender en él un secreto de amor y morir. Si la veía en casa melancólica y pensativa dejar caer el libro que leía, o el pañuelo que bordaba; si revelaba el movimiento desigual de su pecho una secreta emoción; mil dolores desgarraban el mío, y me decía con furor: ella siente la   —14→   necesidad de amar, ella amará y no será a mí.

»No pude sufrir mucho tiempo aquel estado de agonía: conocí la necesidad de huir de Carlota y ocultar en la soledad mi amor, mis celos y mi desesperación. Vos lo sabéis, Teresa, solicité venir a este ingenio y hace dos años que me he sepultado en él, volviendo a ver raras veces aquella casa en que pasé días de tanta felicidad y de tanta amargura, y aquel objeto adorable, que ha sido mi único amor sobre la tierra: pero lo que no podéis saber, no yo podré deciros, es cuánto he padecido en estos dos años de voluntaria ausencia. ¡Preguntádselo a esos montes, a este río, a estas peñas! Sobre ellas he derramado mis lágrimas que el río arrastraba en su corriente. ¡Oh Teresa! Preguntádselo también a este cielo que ostenta sobre nosotros sus bóvedas eternas; él sabe cuántas veces le rogué me descargase del peso de una existencia que no le había pedido, ni podía agradecerle: pero siempre había un muro de bronce interpuesto entre él   —15→   y yo, y el eco de las montañas me volvía los lamentos de dolor, que el cielo no se dignaba acoger.

Una gruesa y ardiente lágrima se desprendió de los ojos de Sab, cayendo sobre la mano de Teresa, que aún retenía en las suyas; y otra lágrima cayó también al mismo tiempo y resbaló por la frente del mulato: esta lágrima era de Teresa, que inclinada hacia él le fijaba una mirada de simpatía y compasión.

-¡Pobre mujer! -dijo él, -¡vos también habéis padecido! Lo sé: los hombres al ver vuestro aspecto frío y vuestro rostro siempre sereno, han creído que ocultabais un corazón insensible, y han dicho acaso: «¡qué feliz es!», pero yo, Teresa, yo os he hecho justicia; porque conozco que para ahogar el llanto y disfrazar bajo una frente serena el dolor que despedaza el corazón, es preciso haber sufrido mucho.

Siguió a estas palabras un nuevo intervalo de silencio y luego prosiguió.

-Bajo un cielo de fuego, con un corazón de fuego, y condenado a no ser jamás amado, he visto   —16→   pasar muchos días de mi estéril y triste juventud. En vano quería apartar a Carlota de mi imaginación, y apagar la llama insana que me consumía: en todas partes encontraba la misma imagen, a todas llevaba el mismo pensamiento. Si en las auroras de la primavera quería respirar el aire puro de los campos y despertar con toda la naturaleza a la luz primera de un nuevo día, a Carlota veía en la aurora y en el campo: la brisa era su aliento, la luz su mirar, su sonrisa el cielo. De amor me hablaban las aves que cantaban en los bosques, de amor el arroyo que murmuraba a mis pies, y de amor el gran principio de vida que anima al universo.

»Si cansado del trabajo venía a la caída del sol a reposar mis miembros a orillas de este río, aquí también me aguardaban las mismas ilusiones: porque aquella hora de la tarde, cuando el sinsonte canta girando en torno de su nido, cuando la oscuridad va robando por grados la luz y el color a los campos, aquella hora, Teresa, es la hora de la melancolía y de los   —17→   recuerdos. Todos los objetos inspiran una indefinible ternura, y al suspiro de la brisa se mezcla involuntariamente el suspiro del corazón. Entonces veía yo a Carlota aérea y pura vagar por las nubes que doraba el sol en sus últimos rayos, y creía beber en los aromas de la noche el aliento de su boca. ¡Oh! ¡Cuántas veces, en mi ciego delirio, he tendido los brazos a aquel fantasma hechicero y le he pedido una palabra de amor, aún cuando a esta palabra hubiese de desplomarse el cielo sobre mi cabeza, o hundirse la tierra debajo de mis plantas!

»¡Vientos abrasadores del Sur! ¡Cuando habéis acudido a mis desesperados clamores, trayendo en vuestras alas las tempestades del cielo, también vosotros me habéis visto salir a recibiros, y mezclar mis gritos a los bramidos del huracán y mis lágrimas a las aguas de la tormenta! ¡He implorado al rayo y le he atraído en vano sobre mi cabeza: junto a mí ha caído, tronchada por él, la altiva palma, reina de los campos, y ha quedado en pie el hijo   —18→   del infortunio! ¡Y ha pasado la tempestad de la naturaleza y no ha pasado nunca la de su corazón!

-¡Oh Sab, pobre Sab! ¡cuánto has padecido!, -exclamó conmovida Teresa-, ¡cuán digno es de mejor suerte un corazón que sabe amar como el tuyo!

-Soy muy desgraciado, es verdad, -respondiola con voz sombría-: vos no lo sabéis todo: no sabéis que ha habido momentos en que la desesperación ha podido hacerme criminal. Sí, vos no sabéis qué culpables deseos he formado, qué sueños de cruel felicidad han salido de mi cabeza abrasada... arrebatar a Carlota de los brazos de su padre, arrancarla de esa sociedad que se interpone entre los dos, huir a los desiertos llevando en mis brazos a ese ángel de inocencia y de amor... ¡oh, no es esto todo! He pensado también en armar contra nuestros opresores, los brazos encadenados de sus víctimas; arrojar en medio de ellos el terrible grito de libertad y venganza; bañarme en sangre de blancos; hollar con mis pies sus cadáveres y sus leyes y perecer   —19→   yo mismo entre sus ruinas, con tal de llevar a Carlota a mi sepulcro: porque la vida o la muerte, el cielo o el infierno... todo era igual para mí si ella estaba conmigo.

Otro nuevo intervalo de silencio sucedió a estas palabras. Sab parecía haber caído en profundo enajenamiento y Teresa, fijos en él los ojos, sentía en su corazón nuevas y extraordinarias sensaciones. Teresa, que jamás había oído de la boca de un hombre la declaración de una pasión vehemente, hallábase entonces como fascinada por el poder de aquel amor inmenso, incontrastable, cuya fogosa expresión acababa de oír. Había algo de contagioso en las pasiones terribles del hombre con quien se hallaba: acaso el aire que respiraba saliendo encendido de su pecho, se extendía quemando cuanto encontraba. Teresa temblaba, y una sensación muy extraordinaria se apoderó entonces de su corazón: olvidaba el color y la clase de Sab; veía sus ojos llenos del fuego que le devoraba, oía su acento que salía del corazón   —20→   trémulo, ardiente, penetrante, y acaso no envidió ya tanto a Carlota su hermosura y la felicidad de ser esposa de Enrique, como la gloria de haber inspirado una pasión como aquella. Pareciole también que ella era capaz de amar del mismo modo y que un corazón como el de Sab era aquel que el suyo necesitaba.

El mulato, que absorto en sus pensamientos apenas atendía a ella, levantó por fin la cabeza y tomó otra vez la palabra, con más tranquilidad.

-En las pocas veces que iba a Puerto Príncipe apenas veía a Carlota, pero interrogaba a todas sus criadas con mal disimulada ansiedad, deseando saber el estado de su corazón y temblando siempre de conseguirlo; pero mis temores quedaban desvanecidos. Belén, su esclava favorita como sabéis, me decía que aunque Carlota era el objeto de mil obsequios y pretensiones, no concedía a ningún hombre la más ligera preferencia: solía añadir que su joven ama repugnaba el matrimonio   —21→   y no escuchaba sin llorar la menor insinuación que respecto a esto le dirigía su padre. Tantas veces me fueron repetidas estas dulces palabras que mis inquietudes se disipaban por fin poco a poco y... ¿osaré confesarlo, Teresa? Sólo a vos, a vos únicamente podía hacer la penosa confesión de mi insensato orgullo. ¡Me atreví a formar absurdas suposiciones! Osé creer que aquella mujer cuya alma era tan pura, tan apasionada, no encontraría en ningún hombre el alma que fuese digna de la suya: me persuadí que un secreto instinto, revelándole que no existía en todo el universo más que una que fuese capaz de amarla y comprenderla, la había también instruido de que se encerraba en el cuerpo de un ser degradado, proscripto por la sociedad, envilecido por los hombres... y Carlota, condenada a no amar sobre la tierra, guardaba su alma virgen para el cielo: ¡para aquella otra vida donde el amor es eterno y la felicidad inmensa! Donde hay igualdad y justicia, y donde las almas que en la tierra fueron separadas por los hombres,   —22→   se reunirán en el seno de Dios por toda la eternidad.

»¡Oh delirio de un corazón abrasado! ¡A ti debo los únicos momentos de felicidad que después de cuatro años haya experimentado!

»Una de las veces que estuve en la ciudad, no pude ver a Carlota aunque permanecí tres días con este objeto. Belén me dijo que la señorita apenas salía de su cuarto; que se hallaba ligeramente indispuesta y muy triste, y rehusaba recibir hasta vuestras visitas, Teresa, y las de sus parientas. Según me ha confesado después nadie ignoraba en la casa el motivo de su tristeza: su mano había sido rehusada a Enrique Otway: pero entonces nadie me comunicó estas noticias. A pesar de lo impenetrable que yo creía mi secreto Belén lo había adivinado, y según me ha dicho después ella rogó a las esclavas no hablar en mi presencia de los amores de la señorita. Inquieto con lo que se me decía de su poca salud y no logrando verla, pasaba las noches pegado a la ventana de   —23→   su cuarto que da sobre el patio, y allí me encontraba la aurora, contento si en el silencio de la noche había podido percibir un suspiro, un movimiento de Carlota.

»La última noche que pasé en la ciudad, estando más atento que nunca al más leve rumor que se sentía en aquella habitación querida, ya muy avanzada la noche creí oír andar a Carlota, y poco después aproximarse a la ventana contra la cual estaba apoyado: redoblé entonces mi atención y oí distintamente su dulce voz. Sabiendo que dormía sola causome admiración y poniendo toda mi alma en el oído, para entender lo que decía, conocí en breve que estaba leyendo. Era sin duda el libro de los evangelios el que ocupaba su atención, pues después de haber leído algunos minutos en voz baja, que no permitía oír distintamente las palabras, profirió por fin más alto: «Venid a mí los que estéis cargados y fatigados, y yo os aliviaré»23.

  —24→  

Después de estas tiernas y consoladoras palabras, que repitió dos veces, dejé de oír la argentina voz y sólo pude percibir algunos suspiros. Trémulo, conmovido hasta lo más profundo del alma, repetía yo interiormente las palabras de consuelo que había oído, y parecíame ¡insensato! que a mí habían sido dirigidas. Súbitamente sentí descorrer el cerrojo de la ventana, y apenas tuve tiempo de ocultarme detrás del rosal que la da sombra, cuando apareció Carlota. A pesar de ser la noche una de las más frescas del mes de noviembre, no tenía abrigo ninguno en la cabeza, cuyos hermosos cabellos flotaban en multitud de rizos sobre su pecho y espalda. Su traje era una bata blanquísima, y la palidez de su rostro y el brillo de sus ojos humedecidos, daban a toda su figura algo de aéreo y sobrenatural. La luna en su plenitud colgaba del azul mate del firmamento, como una lámpara circular, y rielaban sus rayos entonces sobre la frente virginal de aquella melancólica hermosura.

  —25→  

»Yo me arrastré por tierra hasta colocarme otra vez junto a la ventana, y de pecho contra el suelo mis ojos y mi corazón se fijaron en Carlota. También ella parecía agitada, y un minuto después la vi caer de rodillas junto a la reja: entonces estábamos tan cerca que pude besar un canto de la cinta que ceñía la bata a su cintura, y que colgaba fuera de la reja, mientras apoyaba en ella su dos hermosos brazos y su cabeza de ángel. Permaneció un momento en esta postura, durante el cual yo sentía mi corazón que me ahogaba, y abría mis secos labios para recoger ávidamente el aire que ella respiraba. Luego levantó lentamente la cabeza y sus ojos, llenos de lágrimas, tomaron naturalmente la dirección del cielo. ¡Paréceme verla aún! Sus manos desprendiéndose de la reja se elevaron también y la luz de la luna, que bañaba su frente, parecía formar en torno suyo una aureola celestial. ¡Jamás se ha ofrecido a las miradas de los hombres tan divina hermosura! Nada había de terrestre y mortal   —26→   en aquella figura: era un ángel que iba a volar al cielo abierto ya para recibirle, y estuve próximo a gritarle:¡detente! ¡aguárdame! Dejaré sobre la tierra esta vil corteza y mi alma te seguirá.

La voz de Carlota, que sonó en mis oídos más dulce, más cerca que la voz de los querubines, ahogó en mis labios esta imprudente exclamación:

-¡Oh tú, -decía ella- tú, que has dicho: venid a mí todos los que estéis fatigados y yo os aliviaré!; recibe mi alma que se dirige a ti, para que la descargues del dolor que la oprime.

»Yo uní mis preces a las suyas, Teresa, y en lo íntimo de mi corazón repetí con ella: Recibe mi alma que se dirige a ti. Yo creía sin duda que ambos íbamos a morir en aquel momento y a presentarnos juntos ante el Dios de amor y de misericordia. Un sentimiento confuso de felicidad vaga, indefinible, celestial, llenó mi alma, elevándola a un éxtasis sublime de amor divino y de amor humano; a un éxtasis inexplicable en el que Dios y Carlota se confundían en mi alma.

  —27→  

»Sacome de él el ruido estrepitoso de un cerrojo: busqué a Carlota y ya no la vi: la ventana estaba cerrada, y el cielo y el ángel habían desaparecido. ¡Volví a encontrar solamente al miserable esclavo, apretando contra la tierra un corazón abrasado de amor, celos y desesperación!



  —28→  

ArribaAbajoCapítulo II


«¿Qué haré?, ¿qué medio hallaré
donde no ha de hallarse medio?,
mas si el morir es remedio
remedio en morir tendré.»


Lope de Vega                


-¡Pobre Sab! -exclamó Teresa-, ¡cuánto habrás padecido al saber que ese ángel de tus ilusiones quería entregarse a un mortal!

-¡Indigno de ella! -añadió con tristeza el mulato-. Sí, Teresa, cien veces más indigno que yo, no obstante su tez de nieve y su cabellera de oro. Si no lo fuese, si ese hombre mereciese el amor de Carlota,   —29→   creedme, el corazón que se encierra en este pecho sería bastante generoso para no aborrecerle. «Hazla feliz!» le diría yo, y moriría de celos bendiciendo a aquel hombre. Pero no, él no es digno de ella: ella no puede ser dichosa con Enrique Otway..., ¡ved aquí el motivo de mi desesperación! Carlota en brazos de un hombre era un dolor..., ¡un dolor terrible!, pero yo hubiera hallado en mi alma fuerzas para soportarlo. Mas Carlota entregada a un miserable... ¡oh, Dios! ¡Dios terrible!..., ¡esto es demasiado!, había aceptado el cáliz con resignación y tú quisiste emponzoñar su hiel.

»No volví a la ciudad hasta el mes anterior al pasado. Hacía ya cerca de dos que estaba decidido el casamiento de Carlota, pero nada se me dijo de él y no habiendo estado sino tres días en la ciudad, siempre ocupado en asuntos de mi amo, no vi nunca a Otway y volví a Bellavista sin sospechar que se preparaba la señorita de B... a un lazo indisoluble. Ni mi amo, ni Belén, ni vos, señora..., nadie me dijo   —30→   que Carlota sería en breve la esposa de un extranjero. ¡El destino quiso que recibiese el golpe de la mano aborrecida!

Sab recibió entonces su primer encuentro con Enrique y, como si fuese de un peso mayor que todos sus otros dolores, quedó después de dicha relación sumido en un profundo abatimiento.

-Sab -díjole Teresa con acento conmovido-, yo te compadezco, tú lo conoces, pero, ¡ah!, ¿qué puedo hacer por ti?...

-Mucho -respondió levantando su frente, animada súbitamente de una expresión enérgica-; mucho, Teresa: vos podéis impedir que caiga Carlota en los brazos de un inglés, y supuesto que vos le amáis, sed su esposa.

-¡Yo!, ¿qué estáis diciendo, pobre joven?, ¡yo puedo ser esposa del amante de Carlota!

-¡Su amante! -repitió él con sardónica sonrisa-; os engañáis, señora, Enrique Otway no ama a Carlota.

-¡No la ama!, ¿y por qué pues ha solicitado su mano?

  —31→  

-Porque entonces la señorita de B... era rica -respondió el mulato con acento de íntima convicción-; porque todavía no había perdido su padre el pleito que le despoja de una gran parte de su fortuna; porque aún no había sido desheredada por su tío; ¿me entendéis ahora, Teresa?

-Te entiendo -dijo ella-, y lo creo injusto.

-No -repuso Sab-, no escucho ni a mis celos ni a mi aborrecimiento al juzgar a ese extranjero. Yo he sido la sombra que por espacio de muchos días ha seguido constantemente sus pasos; yo el que ha estudiado a todas horas su conducta, sus miradas, sus pensamientos..., yo quien ha sorprendido las palabras que se le escapaban cuando se creía solo y aun las que profería en sus ensueños, cuando dormía: yo quien ha ganado a sus esclavos para saber de ellos las conversaciones que se suscitaban entre padre e hijo, conversaciones que rara vez se escapan a un doméstico interior, cuando quiere oírlas. ¡No era preciso tanto, sin embargo! Desde la primera vez que examiné a ese extranjero,   —32→   conocí que el alma que se encerraba en tan hermoso cuerpo era huésped mezquino de un soberbio alojamiento.

-Sab -dijo Teresa-, me dejas atónita: luego tú crees...

El mulato no la dejó concluir:

-Creo -respondió- que Enrique está arrepentido del compromiso que lo liga a una mujer que no es ya más que un partido adocenado. Creo que el padre no consentirá gustoso en esa unión, sobre todo si se presenta a su hijo una boda más ventajosa, y creo, Teresa, que vos sois ese partido que el joven y el viejo aceptarán sin vacilar.

Teresa creyó que soñaba.

-«¡Yo!», -repitió por tres veces.

-Vos misma -respondió el mulato-. Jorge Otway preferirá una dote en dinero contante (yo mismo se lo he oído decir), a todas las tierras que puede llevar a su hijo la señorita de B..., y vos podéis ofrecer a Enrique con vuestra mano una dote de cuarenta mil duros en onzas de oro.

-¡Sab! -exclamó con amargura la doncella-, no te está bien ciertamente burlarte de   —33→   una infeliz que te ha compadecido, llorando tus desgracias, aunque no llora las suyas.

-No me burlo de vos, señora -respondió él con solemnidad-. Decidme ¿no tenéis un billete de la lotería?, le tenéis, yo lo sé: he visto en vuestro escritorio dos billetes que guardáis: el uno tiene vuestro nombre y el otro el de Carlota, ambos escritos por vuestra mano. Ella, demasiado ocupada de su amor, apenas se acuerda de esos billetes, pero vos los conserváis cuidadosamente, porque sin duda pensáis «siendo rica sería hermosa, sería feliz...; siendo rica ninguna mujer deja de ser amada.

-¡Y bien! -exclamó Teresa con ansiedad-, es verdad..., tengo un billete de la lotería...

-Yo tengo otro.

-¡Y bien!

-La fortuna puede dar a uno de los dos cuarenta mil duros.

-Y esperas...

-Que ellos sean la dote que llevéis a Enrique. Ved aquí mi billete -añadió sacando de su cinturón un papel-, es el número 8014 y el 8014 ha obtenido cuarenta mil duros. Tomad este billete y rasgad el vuestro. Cuando dentro de algunas horas venga yo   —34→   de Puerto Príncipe el señor de B... recibirá de la lista de los números premiados, y Enrique sabrá que ya sois más rica que Carlota. Ya veis que no os he engañado cuando os dije que había para vuestro amor una esperanza, ya veis que aún podéis ser dichosa ¿consentís en ello, Teresa?

Teresa no respondió: una sola palabra no salió de sus labios, pero no eran necesarias las palabras. Sus ojos habían tomado súbitamente aquella enérgica expresión que tan rara vez los animaba. Sab la miró y no exigió otra contestación; bajó la cabeza avergonzado y un largo intervalo de silencio reinó entre los dos. Sab lo rompió por fin con voz turbada:

-Perdonadme, Teresa -la dijo-, ¡ya lo sé!...nunca compraréis con oro un corazón envilecido, ni legaréis la posesión del vuestro a un hombre mezquino. Enrique es tan indigno de vos como de ella; ¡lo conozco! Pero, Teresa, vos podéis aparentar algunos días que os halláis dispuesta a otorgarle vuestro dote y vuestra mano, y cuando vencido por el atractivo del oro, que   —35→   es su Dios, caiga el miserable a vuestros pies, cuando conozca Carlota la bajeza del hombre a quien ha entregado su alma, entonces abrúmenle vuestros desprecios y los suyos, entonces alejad de vosotras a ese hombre indigno de miraros. ¿Consentís Teresa? ¡Yo os lo pido de rodillas, en nombre de vuestra amiga, de la hija de vuestros bienhechores..., de esa Carlota fascinada que merece vuestra compasión! No consistáis en que caiga en los brazos de un miserable ese ángel de inocencia y de ternura..., no lo consistáis, Teresa.

-En este corazón alimentado de amargura por tantos años -respondió ella- no se ha sofocado, sin embargo, el sentimiento sagrado de la gratitud: no, Sab, no he olvidado a la angélica mujer que protegió a la desvalida huérfana, ni soy ingrata a las bondades de mi digno bienhechor, que es padre de Carlota. ¡De Carlota, a quien yo he envidiado en la amargura de mi corazón, pero cuya felicidad que me hace padecer, sería un deber mío   —36→   comprar a costa de mi sangre. Pero ¡ay!..., ¿es la felicidad lo que quieres darla?..., ¡triste felicidad la que se funde sobre las ruinas de todas las ilusiones! Tú te engañas, pobre joven, o yo conozco mejor que tú el alma de Carlota. Aquella alma tierna y apasionada se ha entregado toda entera: su amor es su existencia, quitarle el uno es quitarle la otra. Enrique vil, interesado, no sería ya, es verdad, el ídolo de un corazón tan puro y tan generoso: ¿pero cómo arrancar ese ídolo indigno sin despedazar aquel noble corazón?

Sab cayó a sus pies como herido de un rayo.

-¡Pues qué! -gritó con voz ahogada-; ¿ama tanto Carlota a ese hombre?

-Tanto -respondió Teresa-, que acaso no sobreviviría a la pérdida de su amor. ¡Sab! -prosiguió con voz llena y firme, si es cierto que amas a Carlota con ese amor santo, inmenso, que me has pintado; si tu corazón es verdaderamente capaz de sentirlo; desecha para siempre un pensamiento inspirado únicamente por los   —37→   celos y el egoísmo. ¡Bárbaro!... ¿quién te da el derecho de arrancarla de sus ilusiones, de privarla de los momentos de felicidad que ellas proporcionarla?, ¿qué habrás logrado cuando la despiertes de ese sueño de amor, que es su única existencia?, ¿qué le darás en cambio de las esperanzas que le robes? ¡Oh!, desgraciado el hombre que anticipa a otro el terrible día del desengaño!

Detúvose un momento y viendo que Sab la escuchaba inmóvil añadió con más dulzura:

-Tu corazón es noble y generoso, si las pasiones le extravían un momento él debe volver más recto y grande. Al presente eres libre y rico: la suerte, justa esta vez, te ha dado los medios de elevar tu destino a la altura de tu alma. El bienhechor de Martina tiene oro para repartir entre los desgraciados, y la dicha de la virtud le aguarda a él mismo, al término de la senda que le abre la providencia.

Sab miró a Teresa con ojos extraviados y como si saliese de un penoso sueño.

-¿Dónde estoy? -exclamó-, ¿qué hacéis   —38→   aquí?, ¿ a qué habéis venido?

-A consolarte -respondió conmovida la doncella-. ¡Sab!, querido Sab..., vuelve en ti.

-¡Querido! -repitió él con despedazante sonrisa-: ¡querido!..., no, nunca lo he sido, nunca podré serlo..., ¿veis esta fuente, señora?, ¿qué os dice ella?, ¿no notáis este color opaco y siniestro?..., es la marca de mi raza maldecida... Es el sello del oprobio y del infortunio. Y, sin embargo -añadió apretando convulsivamente contra su pecho las manos de Teresa-, sin embargo, había en este corazón un germen fecundo de grandes sentimientos. Si mi destino no los hubiera sofocado, si la abyección del hombre físico no se hubiera opuesto constantemente al desarrollo del hombre moral, acaso hubiera yo sido grande y virtuoso. Esclavo he debido pensar como esclavo, porque el hombre sin dignidad ni derechos, no puede conservar sentimientos nobles. ¡Teresa!, debéis despreciarme..., ¿por qué estáis aquí todavía?..., huid, señora, y dejadme morir.

-¡No! -exclamó ella inclinando su cabeza   —39→   sobre la del mulato, arrodillado a sus pies-; no me apartaré de ti sin que me jures respetar tu vida.

Un sudor frío corría por la frente de Sab, y la opresión de su corazón embargaba su voz; sin embargo, a los dulces acentos de Teresa levantó a ella sus ojos, llenos de gratitud.

-¡Cuán buena sois! -la dijo-, pero ¿quién soy yo para que os intereséis por mi vida?..., ¡mi vida! ¿Sabéis vos lo que es mi vida?..., ¿a quién es necesaria?... Yo no tengo padre ni madre..., soy solo en el mundo: nadie llorará mi muerte. No tengo tampoco una patria que defender, porque los esclavos no tienen patria; no tengo deberes que cumplir, porque los deberes del esclavo son los deberes de la bestia de carga, que anda mientras puede y se echa a tierra cuando ya no puede más. Si al menos los hombres blancos, que desechan de sus sociedades al que nació teñida la tez de un color diferente, le dejasen tranquilo en sus bosques, allá tendría patria y amores..., porque amaría a una mujer de su color, salvaje como él,   —40→   y que como él no hubiera visto jamás otros climas ni otros hombres, ni conocido la ambición, ni admirado los talentos. Pero, ¡ah!, al negro se rehúsa lo que es concedido a las bestias feroces, a quienes le igualan; porque a ellas se les deja vivir entre los montes donde nacieron y al negro se le arranca de los suyos. Esclavo envilecido legará por herencia a sus hijos esclavitud y envilecimiento, y esos hijos desgraciados pedirán en vano la vida selvática de sus padres. Para mayor tormento serán condenados a ver hombres como ellos, para los cuales la fortuna y la ambición abren mil caminos de gloria y de poder; mientras que ellos no pueden tener ambición, no pueden esperar un porvenir. En vano sentirán en su cabeza una fuerza pensadora, en vano en su pecho un corazón que palpite, «el poder y la voluntad», en vano un instinto, una convicción que les grite: «levantaos y marchad»; porque para ellos todos los caminos están cerrados, todas las esperanzas destruidas. ¡Teresa!, esa es mi suerte. Superior a mi clase   —41→   por mi naturaleza, inferior a las otras por mi destino, estoy solo en el mundo.

-Deja estos países, déjalos -exclamó con energía Teresa-; ¡pobre joven!, busca otro cielo, otro clima, otra existencia..., busca también otro amor...; una esposa digna de tu corazón.

-¡Amor!, ¡esposa! -repitió tristemente Sab-, no, señora, no hay tampoco amor ni esposa para mí: ¿no os lo he dicho ya? Una maldición terrible pesa sobre mi existencia y está impresa en mi frente. Ninguna mujer puede amarme, ninguna querrá unir su suerte a la del pobre mulato, seguir sus pasos y consolar sus dolores.

Teresa se puso en pie. A la trémula luz de las estrellas pudo Sab ver brillar su frente altiva y pálida. El fuego del entusiasmo centelleaba en sus ojos y toda su figura tenía algo de inspirado. Estaba hermosa en aquel momento: hermosa en con aquella hermosura que proviene del alma, y que el alma conoce mejor que los ojos. Sab la miraba asombrado. Tendió ella sus dos manos hacia él y levantando los ojos   —42→   al cielo:

-¡Yo! -exclamó-, yo soy esa mujer que me confío a ti; ambos somos huérfanos y desgraciados..., aislados estamos los dos sobre la tierra y necesitamos igualmente compasión, amor y felicidad. Déjame pues seguirte a remotos climas, al seno de los desiertos..., yo seré tu amiga, tu compañera, tu hermana!

Ella cesó de hablar y aún parecía escucharla el mulato. Asombrado e inmóvil fijaba en ella los ojos, y parecía preguntarle si no le engañaba y era capaz de cumplir lo que prometía. Pero ¿debía dudarlo? Las miradas de Teresa y la mano que apretaba la suya eran bastante a convencerle. Sab besó sus pies, y en el exceso de su emoción sólo pudo exclamar:

-¡Sois un ángel, Teresa!

Un torrente de lágrimas brotó en seguida de sus ojos; y sentado junto a Teresa, estrechando sus manos contra su pecho, sintiose aliviado del peso enorme que le oprimía, y sus miradas se levantaron al cielo, para darle gracias de aquel momento de calma y consuelo que le había concedido.   —43→   Luego besó con efusión las manos de Teresa.

-¡Sublime e incomparable mujer! -la dijo-, Dios sabrá premiarte el bien que me has hecho. Tu compasión me da un momento de dulzura que casi se asemeja a la felicidad. ¡Yo te bendigo, Teresa!

Y tornando a besar sus manos añadió:

-El mundo no te ha conocido, pero yo que te conozco debo adorarte y bendecirte. ¡Tú me seguirías!..., tú me prodigarías consuelos cuando ella suspirase de placer en brazos de un amante!..., ¡oh, eres una mujer sublime, Teresa! No, no legaré a un corazón como el tuyo mi corazón destrozado..., toda mi alma no bastaría a pagar un suspiro de compasión que la tuya me consagrase. ¡Yo soy indigno de ti!; mi amor, este amor insensato que me devora, principió con mi vida y sólo con ella puede terminar: los tormentos que me causa forman mi existencia: nada tengo fuera de él, nada sería si dejase de amar. Y tú, mujer generosa, no conoces tú misma a lo que te obligas, no prevés los tormentos que te preparas. El entusiasmo dicta   —44→   y ejecuta grandes sacrificios, pero pesan después con toda su gravedad sobre el alma destrozada. Yo te absuelvo del cumplimiento de tu generosa e imprudente promesa. ¡Dios, sólo Dios es digno de tu grande alma! En cuanto a mí, ya he amado, ya he vivido... ¡cuántos mueren sin poder decir otro tanto!, ¡cuántas almas salen de este mundo sin haber hallado un objeto en el cual pudiesen emplear sus facultades de amar! El cielo puso a Carlota sobre la tierra para que yo gozase en su plenitud la ventura suprema de amar con entusiasmo; no importa que haya amado solo: mi llama ha sido pura, inmensa, inextinguible! No importa que haya padecido, pues he amado a Carlota, a Carlota ¡que es un ángel!, a Carlota, ¡digno objeto de todo mi culto! Ella ha sido más desventurada que yo: mi amor engrandece mi corazón y ella..., ¡ah, ella ha profanado el suyo! Pero vos tenéis razón, Teresa, sería una barbarie decirle: «ese ídolo de tu corazón es un miserable incapaz de comprenderte y amarte». ¡No!,   —45→   ¡nunca!, quédese con sus ilusiones, que yo respetaré con religiosa veneración..., cásese con Enrique, ¡y sea feliz!

Calló por un momento, luego volviendo a agarrar convulsivamente las manos de Teresa, que permanecía trémula y conmovida a su lado, exclamó con nueva y más dolorosa agitación:

-¡Pero lo será!..., ¿podrá serlo cuando después de algunos días de error y entusiasmo vea rasgarse el velo de sus ilusiones, y se halle unida a un hombre que habrá de despreciar?... ¿Concebís todo lo que hay de horrible en la unión del alma de Carlota y el alma de Enrique? Tanto valdría ligar al águila con la serpiente, o a un vivo con un cadáver. ¡Y ella habrá de jurar a ese hombre amor y obediencia!, ¡le entregará su corazón, su porvenir, su destino entero!..., ¡ella se hará un deber de respetarle!, y él..., él la tomará por mujer, como a un género de género, por cálculo, por conveniencia..., haciendo una especulación vergonzosa del lazo más santo, del empeño más solemne! ¡A ella que le dará su alma!   —46→   Y él será su marido, el poseedor de Carlota, ¡el padre de sus hijos!... ¡Oh, no! ¡No, Teresa! Hay un infierno en este pensamiento..., lo veis, no puedo soportarlo..., ¡imposible!

Y era así pues corría de su frente un helado sudor, y sus ojos desencajados expresaban el extravío de su razón. Teresa le hablaba con ternura, ¡pero en vano!; un vértigo se había apoderado de él.

Parecíale que temblaba la tierra bajo sus pies y que en torno suyo giraban en desorden el río, los árboles y las rocas. Sofocábale la atmósfera y sentía un dolor violento, un dolor material como si le despedazase el corazón con dos garras de hierro, y descargaran sobre su cabeza una enorme mole de plomo.

¡Carlota esposa de Enrique! ¡Ella prodigándole sus caricias! ¡Ella envileciendo su puro corazón, sus castos atractivos con el grosero amor de un miserable! Éste era su único pensamiento, y este pensamiento pesaba sobre su alma y sobre cada uno de sus miembros. No sabía dónde estaba,   —47→   ni oía a Teresa, ni se acordaba de nada de cuanto había pasado, excepto de aquella idea clavada en su mente y en su corazón. Hubo un momento en que espantado él mismo de lo que sufría, dudó resistiese a tanto la organización humana, y pasó por su imaginación un pensamiento confuso y extravagante. Ocurriole que había muerto, y que su alma sufría aquellos tormentos inconcebibles que la ira de Dios ha preparado a los réprobos. Porque hay dolores cuya espantosa profundidad no puede medir la vista del hombre; el cuerpo se aniquila delante de ellos y sólo el alma, porque es infinita, puede sufrirlos y comprenderlos.

El desventurado Sab en aquel momento quiso levantarse, acaso para huir del pensamiento horrible que le volvía loco; pero sus tentativas fueron vanas. Su cuerpo parecía de plomo y, como sucede en una pesadilla, sus esfuerzos, agotando sus fuerzas, no acertaban a moverle de aquella peña infernal en que parecía elevado. Gritos inarticulados, que nada tenían   —48→   del humano acento, salieron entonces de su pecho, y Teresa le vio girar en torno suyo miradas dementes, y fijarlas por fin en ella con espantosa inmovilidad. El corazón de Teresa se partía también de dolor al aspecto de aquel desventurado, y ella lloraba sobre su cabeza atormentada, dirigiéndole palabras de consuelo. Sab pareció por fin escucharla, porque buscó con su mano trémula la de la doncella y asiéndola la apretó sobre su seno, alzando hacia sus ojos encendidos; luego haciendo un último y violento esfuerzo para levantarse, cayó a los pies de Teresa, como si todos los músculos de su cuerpo se hubiesen quebrantado.

Inclinada sobre él y sosteniéndole la cabeza sobre sus rodillas, mirábale la pobre mujer y sentía agitarse su corazón. «¡Desventurado joven! - pensaba ella-, ¿quién se acordara de tu color al verte amar tanto y sufrir tanto?». Luego pasó rápidamente por su mente un pensamiento, y se preguntó a sí misma qué hubiera podido ser el hombre dotado de pasiones tan ardientes   —49→   y profundas, si bárbaras preocupaciones no le hubiesen cerrado todos los caminos de una noble ambición. Pero aquella alma poderosa obligada a devorar sus inmensos tesoros, se había entregado a la única pasión que hasta entonces había probado, y aquella pasión única la había subyugado. «No -pensaba Teresa-, no debías haber nacido esclavo..., el corazón que sabe amar así no es un corazón vulgar.

Al volver en sí el mulato mirola y la reconoció:

-Señora -la dijo con desfallecida voz, ¿estáis aquí todavía?, ¿no me habéis abandonado como a un alma cobarde, que se aniquila delante de la desventura a que debiera estar tan preparada?

-No -respondió ella con emoción-, estoy aquí para compadecerte y consolarte. ¡Sab! Has sufrido mucho esta noche.

-¡Esta noche! ¡Ah! No..., no ha sido solamente esta noche: lo que he padecido a vuestra vista una vez, eso he padecido otras mil, sin que una palabra de consuelo cayese, como gota de rocío, sobre mi corazón   —50→   abrasado; y ahora vos lloráis, Teresa. ¡Bendígate Dios! No, no es esta noche la más desgraciada para mí. ¡Teresa! Acercaos que sienta yo otra vez caer en mi frente vuestro llanto. A no ser por vos yo hubiera pasado por la senda de la vida como por un desierto, sin encontrar una mirada de simpatía ni una palabra de compasión.

Guardaron ambos un momento de silencio durante el cual Teresa lloraba, y Sab sentado a sus pies parecía sumergido en profundo desaliento. Por fin, Teresa enjugó sus lágrimas, y reuniendo todas sus fuerzas señaló con la mano al mulato el punto del horizonte en que aparecían ya las nubes ligeramente iluminadas.

-¡Es preciso separarnos! -le dijo-. Sab, toma tu billete, él te da riquezas..., puedes también encontrar algún día reposo y felicidad!

-Cuando tomé ese billete -respondió él- y quise probar la suerte, Martina, la pobre vieja que me llama su hijo, estaba en   —51→   la miseria: al presente goza comodidades y el oro me es inútil.

-¡Y qué! ¿No hay otros infelices?

-No hay en la tierra mayor infeliz que yo, Teresa, no puedo compadecer sino a mí mismo... Sí, yo me compadezco, porque lo conozco, no hay en mi corazón ni un solo deseo, una sola esperanza..., ¡la muerte!

-Sab, no te abandones así a la desesperación: acaso el cielo se dispone a ahorrarte el tormento de ver a Carlota esposa de Enrique. Si el viejo Otway es tan codicioso como crees, si su hijo no ama sino débilmente a Carlota, ya saben que no es tan rica como suponían y ese enlace no se verificará.

-Pero vos me habéis dicho -exclamó con tristeza Sab- que ella no sobrevivirá a su amor..., vos lo habéis dicho, vos lo sabéis..., pero lo que no sabéis es que yo os ofrezco el oro, para comprar la mano de ese hombre, no os perdonaría nunca si lo hubieseis aceptado: ni a él, ni a mí mismo me perdonaría. Vos no sabéis que la   —52→   sangre sacada de sus venas gota a gota, y mi propia sangre no me parecería suficiente venganza, ni mil vidas inmoladas por mi mano pagarían una sola lágrima de Carlota. ¡Carlota despreciada! ¡Despreciada por esos viles mercaderes! Carlota que haría el orgullo de un rey!...

-No, Teresa, no me lo digáis otra vez..., vos no podéis comprender las contradicciones de un corazón tan atormentado.

Teresa se puso en pie y escuchó por un momento.

-A Dios, Sab -dijo luego-, paréceme que los esclavos están ya levantados y que se aproximan a los cañaverales: a Dios, no dudes nunca que tienes en Teresa una amiga, una hermana.

Ella aguardó en vano algunos minutos una contestación del mulato. Apoyada la frente sobre una peña, inmóvil y silencioso, parecía sumido en profunda y tétrica meditación. Luego de repente brillaron sus ojos con la expresión que revela una determinación violenta y decidida, y alzose del suelo grande, resignado, heroico.

  —53→  

Los negros se acercaban. Sab sólo tuvo tiempo de decir en voz baja algunas palabras a Teresa, palabras que debieron sorprenderla pues exclamó al momento:

-¡Es posible!... ¿Y tú?

-¡Moriré! -contestó él haciéndole con la mano un ademán para que se alejase.

En efecto, Teresa se ocultó entre los cañaverales al mismo tiempo que los esclavos llegaban al trabajo. Uno solamente, más perezoso que los otros, o sintiéndose con sed, dejó su azada y se adelantó hacia el río. Un fuerte tropezón que dio por poco le hace caer en tierra.

-Es un castigo de Dios, José -le gritaron sus compañeros-, por lo holgazán que eres.

José no respondía, sino que estaba estático en el sitio de que acababa de levantarse, los ojos fijos en el suelo con aire de pasmo.

-¿Qué es eso, José? -gritó uno de los negros-, ¿te habrás clavado en el suelo?

José los llamó hacia a él, no con la voz sino con aquellos gestos llenos de expresión que se notan en la fisonomía de los negros.   —54→   Los más curiosos corrieron a su lado y al momento los que quedaron oyeron una sola palabra repetida a la vez por muchas voces:

-¡El mayoral!

Sab estaba sin sentido junto al río; los esclavos lo levantaron y lo condujeron en hombros al ingenio.

Cuando dos horas después se levantó D. Carlos de B... oyó galopar un caballo que se alejaba.

-¿Quién se marcha ahora? -preguntó a uno de los esclavos.

-Es el mayoral, mi amo, que se va a la ciudad.

-¡Cómo tan tarde!, son las siete y yo le había encargado que se marchase al amanecer.

-Es verdad, mi amo -respondió el esclavo-, pero el mayoral estaba tan malo...

-¡Estaba malo!..., ¿qué tenía pues?

-¿El mayoral, mi amo?..., yo no lo sé, pero tenía la cara caliente como tenía un tizón de fuego, y luego echó sangre, mucha sangre por la boca.

-¡Sangre por la boca! ¡Cómo! ¡Sangre por la boca y se ha marchado así! -exclamó don Carlos.

  —55→  

José, que pasaba cargado con un haz de caña, se detuvo a oírle y echó una mirada de reconvención sobre el otro negro. José era el esclavo más adicto a Sab, y Sab le quería porque era congo, como su madre.

-No haga caso su merced de lo que dice ese mentecato. El mayoral está bueno, sólo que echó un poco de sangre por la nariz, y me dijo que a las tres de la tarde tendría su merced las cartas del correo.

-Vaya, eso es otra cosa -dijo el señor de B...-, este bruto me había asustado.

El negro se alejó murmurando:

-¡Bruto! Yo soy bruto porque digo la verdad!



  —56→  

ArribaAbajoCapítulo III

«Echábase de ver en su traza que había corrido mucho, y que debía ser en gran manera interesante su mensaje.»


LARRA, El Doncel de D: Enrique el Doliente.                


El buque consignado a Jorge Otway había anclado en el puerto de Guanaja el día antes de la llegada de Enrique, y a las pocas horas hubiera podido este volverse a Puerto Príncipe con el cargamento, pero no lo hizo así. El cargamento fue enviado a su padre con un hombre de su confianza, y aunque nada le detenía en Guanaja   —57→   Enrique permaneció allí, sin poder explicarse a sí mismo el objeto de esta detención. Cuando sienten necesidad de tomar una resolución decisiva los espíritus débiles descansan, en cierto modo, retardándola; y un día, una hora les parece un porvenir durante el cual esperan algún acontecimiento poderoso a decidirlos. Enrique veía ya positivamente destruidas sus últimas esperanzas: sabía sin ningún género de duda el verdadero estado de la fortuna de D. Carlos, y conocía sobradamente a su padre para esperar que consistiese en su unión con Carlota. Al volver a la ciudad seríale forzoso confesar a Jorge la certeza que había adquirido del poco valor de las fincas que el señor de B... poseía en Cubitas, y la declaración que el mismo D. Carlos le había hecho de los considerables atrasos de su caudal. Su casamiento estaba fijado para dentro de un mes, y el joven veía que era llegado el momento de tomar una resolución y comenzar a proceder consecuente a ella. ¿Y cuál sería esta resolución? Momentos hubo   —58→   en que la idea de renunciar a Carlota le pareció tan cruel, que si no hubiera tenido un padre codicioso, si hubiese sido libre su elección, acaso la habría dado su mano con preferencia a la más rica heredera de todas las islas; pero aun en estos momentos de exaltación amorosa Enrique no pensó ni remotamente en contrariar la enérgica voluntad de su padre, y ni aun siquiera intentar persuadirle. Según las ideas en que había sido educado, nada era más razonable que la oposición de su padre a un enlace que ya no le convenía, y Enrique se reprochaba como una debilidad culpable el amor que le hacía repugnar la voluntad paterna.

-Esto es un hecho -decía él hablando consigo mismo-, esa mujer me ha trastornado el juicio, y es una felicidad que mi padre sea inflexible, pues si tuviese yo libertad de seguir mis propias inspiraciones es muy probable que cometiera la locura de casarme con la hija de un criollo arruinado.

Y sin embargo de raciocinar de este   —59→   modo, hallábase confuso y casi avergonzado al pensar que Carlota iba a conocerle por fin como un hombre interesado, y quizás a aborrecerle o despreciarle. ¿De qué modo podría él sustraerse de un compromiso tan público y solemne sin dar a conocer el motivo de su mudanza? ¿Y cómo dejar de aparecer a los ojos de su querida, de su querida tan generosa tan desinteresada sin el aspecto odioso que su codicia debía darle?

Agitado con estos pensamientos paseábase a orillas del mar la tarde del segundo día de su llegada a Guanaja, y buscaba de modo de decidirse a sí mismo a volver al siguiente a Puerto Príncipe.

-Iré -decía-, iré sin ver a Carlota, sin detenerme en Bellavista, diré a mi padre la verdad de todo y le suplicaré se revista de prudencia y discreción, para que al romper mis compromisos no hiera demasiado el orgullo ni la sensibilidad de Carlota: le diré que busque, que invente un pretexto plausible, que disfrace en lo posible la verdadera causa de este rompimiento,   —60→   y luego le pediré permiso para marcharme a La Habana, a Filadelfia, a Jamaica..., a cualquier parte. Viajaré cuatro o seis meses para distraerme de esta pasión, que me torna débil como un niño.

Pero apenas había tomado esta resolución, parecía que algún mal espíritu ponía delante de sus ojos a Carlota más bella, más tierna que nunca, y la veía desolado reconvenirle por su abandono, echarle en cara su avaricia y acaso de despreciarle en su corazón. Luego, (y este último cuadro le afectaba más vivamente), luego la veía consolada de su perfidia con el amor ardiente y desinteresado de un apasionado criollo, y le juzgaba dichoso y a ella también dichosa. Entonces sentía que la sangre se agolpaba a su cabeza y a su corazón, y que le ahogaba. Porque los celos son a veces más omnipotentes que el mismo amor, y el hombre menos capaz de sentir en su sublimidad esta noble pasión, es acaso susceptible de conocer los celos en toda su terrible violencia. El hombre, egoísta por naturaleza, se irrita de ver gozar a   —61→   otro la felicidad que él mismo ha despreciado, y muchas veces cesando de amar se cree todavía con el derecho de ser amado. Las almas grandes, como las débiles, los elevados y los bajos caracteres son susceptibles de celos, pero ¡cuán diverso aparece el mismo sentimiento! ¡Cómo las pasiones se amoldan, por decirlo así, al corazón que dominan! Sab sucumbiendo a los celos devorados por largo tiempo en el secreto de su alma, Sab sintiendo quebrantarse su corazón a la espantosa idea de un rival indigno y feliz, sólo llora que sus tormentos no compren la felicidad de Carlota. Enrique no puede sufrir esa felicidad de la mujer que abandona, y el pensamiento de que un amante más digno goce un bien que él ha despreciado le saca de su habitual serenidad para hacerle probar un cáliz de amargura y de furor.

La tarde era cálida y calmosa. Estábase a mediados de junio y ya empezaba la atmósfera a tomar aquel aspecto amenazante que caracteriza el verano de las Antillas. Después de la gran tempestad que se sintiera   —62→   algunos días antes, el tiempo había quedado fresco y hermoso, pero desde su llegada a Guanaja Enrique había notado los signos que presagian las tempestades, casi diarias en aquellos países desde junio hasta setiembre. En la tarde a que nos referimos la calma era tan profunda que el mar aparecía terso y bruñido como un espejo, y no se percibía ni un soplo, ni un movimiento. La ribera estaba desierta: no se notaba nada de aquel bullicio y de aquella actividad que parece indispensable en un puerto de mar. Dos goletas y algunas otras embarcaciones más pequeñas ancladas en el puerto, yacían tristes e inmóviles, sin que la canción o los gritos de un marinero viniesen a dar vida a aquella inmensa soledad. Solamente algunas grullas aparecían por intervalos en la playa, para recoger silenciosamente los mariscos que la poblaban.

Enrique se había sentado tristemente en una peña, y fijos sus ojos en el mar dejaba vagar su pensamiento. «¿Qué hará ahora Carlota?, decía interiormente, ¿esa alma tan apasionada sentirá un presentimiento   —63→   que la anuncie que en este momento su Enrique piensa en el modo de abandonarla, o bien confiada y alegre se gozará formando dulces proyectos de felicidad en nuestra próxima unión? Y luego, he aquí este puerto pobre y silencioso, pensaba él, cuando yo vuelva a ser tan rico como era, en vez de estos miserables barquichuelos esta bahía se verá adornada con elegantes buques, que traigan a mis almacenes las producciones de la industria de toda Europa. Sí, porque si yo fuese poseedor de una fortuna mediana sería centuplicada en mis manos antes de veinte años, y luego ya no sería un triste traficante en una ciudad mediterránea, sería un opulento negociante de New York o Filadelfia, y mi nombre sería conocido por los comerciantes de ambos hemisferios. Y entonces ¿qué me importaría que Carlota de B... tuviese un marido y me olvidase de él? Ella llenaría su destino como yo el mío.

Enrique, como todo hombre que siente halagada su pasión dominante por una esperanza, aunque sea remota e incierta,   —64→   sintiose fuerte en aquel momento contra toda su oposición que pudiera presentarse al logro de sus deseos. Amor, celos, todo desapareció entonces, o todo sucumbió a un poder superior: porque la ambición de riquezas, lo mismo que todas las ambiciones, es una pasión fuerte y enérgica. El avaro sediento de oro huella con sus pies sus afectos, su propia ventura, si se le presentan en el camino que sigue para alcanzarlo, así como la ambición más noble, la de gloria, lo sacrifica todo para correr en pos del fantasma engañoso que oculta bajo una corona de luz una frente de ceniza. ¡Oh!, ambos son igualmente insensatos, el que acumula oro para comprar un sepulcro, y el que sacrifica su juventud a un porvenir que no alcanza, y expira con la esperanza de que su nombre posando de año en año y de siglo en siglo, llegue a perderse más tarde que él en el insondable abismo del eterno olvido. Pero no digáis al sediento de oro que no le dará la felicidad, ni al sediento de gloria que ella le conducirá al infortunio: ellos se levantarán para deciros:   —65→   «no importa, mi alma lo necesita.»

-Carlota -decía Enrique fijando sus ojos en el anillo que brillaba en su mano, prenda de amor que le otorgara su querida-; yo no podré amar a otra mujer tanto como a ti, ninguna podrá hacerme tan feliz como tú me hubieras hecho; pero el destino nos separa. Es preciso que yo sea rico, y tú no puedes hacerme rico, Carlota.

Se puso en pie entonces, decidido a volverse a la ciudad al día siguiente, y echó una mirada orgullosa en contorno suyo, como hombre que acaba de triunfar de un enemigo poderoso. Detúvose empero esta mirada quedando fija por algún tiempo, y su cabeza en la actitud de quien pone toda su atención en escuchar alguna cosa. Y era que Enrique percibió, primero confusamente y luego con más distinción, la carrera de un caballo, que se aproximaba evidentemente al sitio donde se encontraba. Parece que un instinto del corazón, le advirtiera que algo muy interesante para él se le acercaba en aquel momento, pues anduvo algunos pasos como para encontrar   —66→   más presto a aquel que se le aproximaba. De repente se paró: había ya descubierto al caballo y al hombre que lo montaba; era tan violenta la carrera de aquel, que el jinete aunque haciendo visibles esfuerzos no pudo contenerle, como al parecer deseaba; el caballo pasó como una saeta, y sólo se detuvo, poco a poco y como a su pesar, a muchos pasos de distancia del sitio en que se hallaba Enrique. Pudo ver sin embargo este que el jinete echaba pie a tierra y el caballo cubierto de espuma vacilaba, cayendo por fin a sus pies. El hombre se inclinó sobre él, y pareciole a Enrique que hablaba al pobre animal, el cual levantando lentamente la cabeza mió aún una vez a su amo, como si quisiera responderle, y dejándola caer al momento se estremeció todo su cuerpo por dos o tres veces, y en seguida quedose inmóvil. El hombre permaneció inclinado, y Enrique, que se acercaba, pudo percibir dos hondos y ahogados gemidos. Detúvose, sin poder defenderse de una cierta conmoción, y como el hombre inclinado   —67→   levantase al mismo tiempo la cabeza, pudo conocer al mulato.

-¡Sab! -exclamó, y al instante el mulato se puso en pie y se adelantó hacia él.

Enrique le consideró un momento. El sudor empapaba su cabeza y corría por su rostro en gruesas gotas; sus ojos tenían un brillo extraordinario, y su color parecía más oscuro que lo era naturalmente. En toda su fisonomía se notaba aquella especie de vivacidad triste y extraña que presta comúnmente la fiebre.

-Sab -dijo Enrique-, ¿qué novedad ocurre? Cuando me separé de tu amo no me dijo que vendrías a Guanaja; sin duda te conduce algún motivo extraordinario y exigente, pues parece has hecho un viaje muy apresurado.

-Ya lo ve su merced -contestó el mulato señalando su caballo-. ¡Está reventado! ¡Muerto!... Hace poco más de cuatro horas que salí de Bellavista.

-¡Poco más de cuatro horas! -exclamó Enrique-, diez leguas en cuatro horas reventando tu jaco tan querido!..., sin   —68→   duda es muy exigente el motivo.

-Esta carta informará a su merced -respondió Sab alargándole el papel y dejándose caer quebrantado junto a su caballo. Enrique rompió el sello con mano mal segura, y mientras leía, el mulato tenía fijos en él los ojos, sonriendo con amargura al ver la notable turbación que se pintaba en el rostro del inglés. La carta era del Sr. de B..., y decía así:

«Son las dos de la tarde, Enrique, y aún no hace una hora ha venido Sab de la ciudad trayéndome la correspondencia de La Habana del correo pasado, que no recibí a su debido tiempo, por no sé qué fatalidad maldecida. Esperaba carta de mi hijo y en vez de ella he recibido una del director del colegio, en la que me participa que la tisis que parecía amenazar a mi hijo, hace tantos años que ya habíamos cesado de temerla con extraordinaria violencia. Eugenio se hallaba tan malo a la salida del correo que los médicos le daban pocos días de vida. El hijo de mis entrañas mostrábase   —69→   resignado a la muerte cuya proximidad conocía, pero atormentado por el deseo de verme una sola vez antes de dejarme para siempre. Ya conocerás. Enrique, la fuerza que semejante deseo debe tener en el corazón de un padre. Mañana mismo salgo para La Habana y no sé si podré volver; no sé si me será posible resistir a este golpe después de tantos otros, y si podré sobrevivir a mi hijo. Como quiera que sea quiero al marcharme dejar con su esposo a Carlota. Mis orgullosos parientes me han renunciado y yo no puedo dejar solas a mis hijas. Por tanto, no salgo hoy mismo para La Habana, porque quiero presenciar antes tu enlace con Carlota. Sab marcha inmediatamente con toda la prontitud posible a llevarte esta carta, y tú no debes dilatar ni un minuto tu regreso a Puerto Príncipe, para donde salgo con mi familia dentro de dos horas. A tu llegada todo estará dispuesto para que puedas casarte en mi casa inmediatamente, y un minuto después partiré dejándote entregada mi familia, mis adoradas hijas, que acaso no tendrán   —70→   otro apoyo, ni otro padre que tú.

Ven sin dilación, hijo mío, a recibir el precioso depósito que quiere confiarte.»

Carlos de B.

Enrique temblaba y una palidez lívida había sucedido, mientras leía esta carta, al bello color de rosa que tenían comúnmente sus mejillas. El mulato, siempre fija en él su mirada penetrante:

-Y bien -le dijo-, ¿qué determináis?

Enrique tartamudeó algunas palabras, de las cuales Sab sólo pudo comprender:

-¡Imposible!, no puedo sin orden de mi padre dejar Guanaja!

Sab calló, pero su mirada siempre fija en el inglés parecía devorarle. Enrique, lleno de turbación y desconcierto, apenas pudo leer la posdata que seguía a las últimas líneas de la carta a D. Carlos, y que el mulato le indicó con un gesto expresivo. La posdata decía:

«La suerte, por una cruel irrisión, ha querido compensar el golpe mortal dado en mi corazón con la pérdida de mi hijo otorgando fortuna a mi hija mayor. Carlota ha sacado el premio de cuarenta mil   —71→   duros en la última lotería: Enrique, tú que no pierdes un hijo, puedes dar gracias al cielo por este favor.»

Al concluir de leer Enrique estas palabras, Sab volvió a preguntarle:

-Y bien, señor, ¿qué determina su merced?

-Marchar inmediatamente a Puerto Príncipe -contestó el joven con resolución.

-Ya lo sabía yo -dijo el mulato con sonrisa sardónica, y apartó de Enrique su mirada, que expresaba en aquel momento un profundo desprecio.

-Ven, vamos a marchar ahora mismo.

-Su merced marchará solo -respondió Sab volviendo a sentarse junto a su caballo-, estoy rendido de cansancio.

-Tienes razón, pobre Sab, yo no puedo perder un minuto, pero tú quédate hasta mañana.

-Sí -dijo Sab-, apresúrese su merced; yo tengo necesidad de reposar un momento.

Enrique se alejó, Sab le siguió con los ojos hasta que le perdió de vista, y luego dejose caer sobre el cadáver del pobre animal tendido a su lado.

-Ya no existes -dijo   —72→   con triste voz-, ya no existes, mi pobre amigo, has muerto, cumpliendo con tu deber, como yo moriré cumpliendo el mío. ¡Pero es terrible este deber!, ¡terrible! Mi corazón está reventado como tú, mi pobre amigo, pero tú no sufres ya y yo sufro todavía. ¡Esto es hecho! -añadió en seguida levantando su cabeza abatida y echando una mirada extraviada en torno suyo-, esto es hecho; ya no hay remedio... ¡No hay esperanza! Algunas horas más y ella será suya! ¡Suya para siempre! ¡Para siempre! El cielo para él en esta vida, y para mí el infierno; porque el infierno está aquí, en mi corazón, y en mi cabeza.

Levantose y tendió su mirada en la extensión del mar que estaba delante de él. Entonces se estremeció todo, y como si quisiera apartar de sí un objeto importuno extendió las manos con fuerza, desviando los ojos al mismo tiempo. ¡La muerte! Era una terrible tentación para el desventurado, y aquel mar se abría delante de él como para ofrecerle una tumba en sus abismos profundos. ¡Mucho debió costarle resistir   —73→   a esta terrible invitación! Levantó al cielo su mirada y con ella parecía ofrecer a Dios aquel último sacrificio, con ella parecía decirle: «Yo acepté el cáliz que me has mandado apurar, y no quiero arrojarlo mientras tú no me lo pidas. Pero ya está vacío, rómpele Tú, Dios de justicia.

El cielo oyó sin duda sus votos y Dios tendió sobre él una mirada de misericordia, pues en aquel momento sintió el infeliz quebrantarse todo su cuerpo, y helar su corazón el frío de la muerte. Una voz interior pareció gritarle: «Pocas horas de sufrimiento te restan, y tu misión sobre la tierra está ya terminada.»

Sab aceptó aquel vaticinio, miró al cielo con gratitud, dejó caer la cabeza sobre el cadáver de su caballo y le baño con un caño de sangre que salió de su boca.

Un pescador que venía a tender sus redes a orillas del mar, pasando un minuto después por aquel sitio, vio el extraño espectáculo de un hombre y un caballo tendidos y sangre en derredor. Creyó que acababa de descubrir un asesinato,   —74→   y su primer movimiento fue huir; pero un gemido que oyó exhalar al que creía cadáver le obligó a acercarse. Registró en vano todo su cuerpo buscando la herida de que saliese aquella sangre; y con no poca admiración le halló ileso. Entonces le tomó en brazos para transportarle a su casa que estaba cerca, y mientras se ocupaba en levantarle con piadoso cuidado, el moribundo hizo un violento esfuerzo para soltarse de sus brazos, y con pasmo indecible le vio el pescador ponerse en pie, como un espectro pálido y cubierto de sangre.

-¡Un caballo! ¡Dadme un caballo en nombre del cielo! Buen hombre -exclamó Sab-, aún no estoy tan malo que no pueda andar siete leguas con el fresco de la noche, dadme un caballo.

-Si me pidierais una barca podría serviros -respondió todavía sobrecogido el pescador-, pero un caballo, no le tengo. Sin embargo, aquí cerca vive el tío Juan, mi compadre, que podrá prestaros el suyo.

-Bien, llevadme donde está ese hombre.

El pescador presentó su brazo a Sab,   —75→   que se apoyó en él porque estaba trémulo; echó una lenta mirada sobre el cadáver de su caballo y se dejó conducir por el pescador a la casa del tío Juan.



  —76→  

ArribaAbajoCapítulo IV


... Por sus miembros todos
que abandona la vida, un sudor frío
vaga, y triste temblor.


QUINTANA                


Era la una de la noche y todo yacía en silencio y reposo en la aldea de Cubitas; los labriegos de la tierra roja descansaban durmiendo de los trabajos del día, y solamente algunos perros, únicos transeúntes de las desiertas calles, interrumpían por intervalos con sus ladridos el silencio de aquella hora de calma. Sin embargo, el   —77→   viajero que por acaso atravesase entonces la aldea notaría en aquella oscuridad y reposo general la señal evidente de que un individuo, por lo menos, no gozaba las dulzuras del sueño. La ventana principal de una de las casuchas de menos mísera apariencia estaba abierta, y la claridad que salía por ella probaba haber luz en la habitación a que pertenecía. De rato en rato esta luz parecía mudar de asiento y el observador hubiera fácilmente adivinado que una persona despierta, en aquella pieza, variaba la posición. Sin embargo, el silencio era tan profundo dentro de la casa alumbrada como fuera de ella, sin que pudiera percibirse ni el ligero rumor de las pisadas.

Nosotros nos permitiremos penetrar dentro y descubrir quiénes eran las personas que velaban solas, en aquella hora de reposo general.

En un pequeño catre de lienzo, entre sábanas gruesas pero muy limpias, aparecía la cara enjuta y cadavérica de una criatura, al parecer de pocos años, pues el bulto   —78→   de su cuerpo apenas se distinguía en el catre. La inmovilidad de aquel cuerpo era tan completa que se le hubiera creído muerto, a no ser por el aliento que se le oía exhalar con trabajo por sus labios blancos y entreabiertos. Junto al lecho, sentada en una silla de madera, estaba una mujer anciana de color cobrizo, fijos sus ojos en la lívida cara del enfermo, y cruzados los brazos sobre el pecho con muestras de triste resignación. Un perro estaba echado a sus pies.

De rato en rato levantábase esta mujer y con pasos ligeros se acercaba a una mesilla de cedro colocada cerca de la ventana, abierta sin duda para refrescar la habitación, en la cual, por su pequeñez, hacía un calor excesivo, y tomaba de ella un vaso y una palmatoria de metal en la que ardía una vela de sebo; volvíase en seguida poco a poco junto al lecho del enfermo, colocando la luz en la silla que había ocupado, examinaba atentamente su rostro y humedecía sus labios con el licor contenido en el vaso. El perro la seguía   —79→   cada vez que se levantaba para esta operación, y cuando colocaba otra vez en la mesa la palmatoria y el vaso, y volvía a sentarse en su silla junto a la cama, el animal tornaba también a echarse tranquilamente a sus pies, sin que en todo esto se interrumpiese el silencio. Sin embargo, sobre las dos de la madrugada serían cuando se abrió con cautela una puerta por medio de la cual se comunicaba aquella habitación con la sala principal de la casa, y un hombre de edad avanzada entró por ella en puntillas hasta colocarse junto a la vieja, a cuyo oído aproximó su boca diciéndole en voz muy baja:

-¿Cómo va el enfermo, Martina?

-Ya lo veis -respondió con su mano afilada el rostro del niño-, no verá el día, aunque son ya las dos de la madrugada.

-¡Cómo!, tan pronto creéis que...

-Sí -dijo Martina moviendo tristemente la cabeza-. Sí, mayoral, muy pronto.

-Pues bien -repuso el recién llegado-, id a descansar un rato, Martina, y yo quedaré velándole. Hace cuatro noches que no cerráis los   —80→   ojos; id a descansar y yo quedaré en vuestro lugar.

-Gracias, mayoral, vos no podréis pasar malas noches, porque tenéis harto trabajo durante el día, y D. Carlos de B... os ha puesto aquí para atender a sus intereses, y no para cuidar mis enfermos. Volveos a vuestra cama y dejadme, ¿qué importa una noche más sin descanso? Mañana -añadió con triste sonrisa, mañana ya no tendrá necesidad de mí el pobre Luis, y podré descansar.

-Haré lo que queráis, Martina -respondió el mayoral de la estancia encogiéndose de hombros-, pero ya sabéis que estoy en la habitación inmediata para si algo se os ofreciere.

-Os doy las gracias, mayoral.

El anciano se volvía de puntillas, cuando al pasar por la puerta detúvose y puso atención al galope de un caballo que se oía distintamente en el silencio de la noche. El perro se alarmó también, pues se levantó, derechas las orejas y el oído atento.

-¿Oís Martina? -dijo en voz baja el mayoral.

  —81→  

-¡Y bien! ¿Qué os asusta? Es alguno que pasa a caballo -respondió la vieja.

-Es que no pasa, que o yo me engaño mucho o el caballo se ha detenido delante de nuestra puerta.

En acabando estas palabras dos golpes sonaron sucesivamente en la puerta principal de la sala contigua al cuarto de Martina. El perro empezó a ladrar, y le mayoral exclamó:

-Es aquí, es aquí, ¿no lo decía yo? ¿Pero a estas horas quién puede venir a molestarnos? A menos que no sea algún enviado del amo, y para que venga a estas horas preciso es que haya acontecido alguna cosa bien extraordinaria...

-Id a abrir la puerta -le interrumpió Martina-, he conocido a Sab en los dos golpes... ¡Oíd, oíd!... Ya los repite: es Sab, mayoral, corred y abridle la puerta. ¡Leal! Silencio, que es Sab.

El mayoral obedeció, y sea que el ruido de los cerrojos que descorría para dejar libre la entrada, y los ladridos del perro asustasen al enfermo, sea que en aquel momento su agonía comenzase a hacerse   —82→   más dolorosa, se estremeció toso y extendió sus bracitos descarnados. Sab se presentó en la habitación y detúvose inmóvil delante del lecho del moribundo.

-Hijo mío -le dijo Martina-, ya lo ves... Acércate, el cielo te ha traído sin duda para recordarme que aún tengo un hijo. Tú solo quedarás en el mundo para consolar los últimos días de esta pobre mujer.

Sab se puso de rodillas junto a la cama y besó la mano de Martina, mientras el perro saltaba en torno suyo acariciándole, y Luis hacía penosos esfuerzos para levantar la cabeza.

-Mírale, hijo mío -dijo Martina-, tu presencia le ha reanimado; háblale, sin duda te oye todavía.

Sab se inclinó hacia el moribundo y le llamó por su nombre; Luis entreabrió los ojos, aunque sin dirigirlos a Sab, y alargó sus manecitas transparentes como para asir alguna cosa. Las tomó Sab entre las suyas, e inclinando el rostro sobre el del niño dejó caer sobre él una gruesa y ardiente lágrima.

-¿Me conoces? -le dijo-, soy yo, tu hermano.

  —83→  

Luis dirigió su mirada vidriada hacia el paraje de que partía la voz y apretó débilmente las manos de Sab; en seguida volvió el rostro al lado opuesto y quedose en su primera inmovilidad, solamente que su respiración se hizo más trabajosa formando aquel sonido gutural y seco, que es el estertor de la agonía.

-Es preciso que descanséis, madre mía -dijo Sab a Martina-, vuestro semblante me dice que habéis pasado muchas noches de vigilia.

-¡Cuatro! -exclamó el mayoral de la estancia-, cuatro noches hace que no cierra los ojos, y no porque yo haya dejado de decirle...

El mulato interrumpió al anciano, y tomando la mano de Martina:

Esta noche descansaréis -la dijo-, porque yo estoy aquí, yo velaré a mi hermano.

-Sí, y tú recibirás su último aliento -respondió la india con amarga resignación-, porque Luis no vivirá dos horas. ¡Bien! ¡Bien!-añadió poniéndose en pie e inclinándose sobre la cama del niño-. Yo le dejo, porque ya... ya no puedo servirle de nada al infeliz.

-Os engañáis,   —84→   madre mía -díjola el mulato, mientras ayudado del mayoral disponía una cama para Martina-; Luis no está tan malo como creéis, aún me conoce.

-Sab, hijo mío, yo te dejo a su lado y me retiro tranquila; pero no quieras alucinarme: harto sé que está agonizando. Pero por eso mismo lo dejo... he visto ya en igual trance a mi hijo, a mi nuera, y a dos de mis nietos, y he recibido sus últimos suspiros, pero con todo me siento débil junto a esta pobre criatura. Es el último, Sab, es mi último pariente, el último lazo que me une a la vida, y me siento débil en este momento.

Sab tomó la mano de la vieja y la apretó entre las suyas. Martina dejó caer la cabeza sobre su hombro y añadió con voz enternecida.

-Soy injusta, ¡lo conozco! Aún tengo un hijo: ¡Tú!, tú me restas aún.

-¡Eh!, no es ahora tiempo de llorar y hacernos llorar a todos -dijo el mayoral de la estancia acabando de arreglar la cama para Martina.

-Venid a acostaros y dejaos ahora de esas reflexiones: mañana hablaréis largamente con Sab y le diréis todas esas cosas; lo   —85→   que importa al presente es que durmáis un rato.

Martina se inclinó y estampó un beso en la frente ya helada de su nieto, dejándose conducir en seguida por Sab a la cama que se le había preparado. El joven la colocó cuidadosamente y la cubrió el mismo con una manta. Luego se volvió al mayoral de la estancia y le dijo con voz que revelaba su agitación.

-Mañana temprano necesito un hombre de confianza, para llevar una carta a Puerto Príncipe a casa de mis amos, y os encargo procurármelo.

-Yo mismo iré si me lo permitís -respondió el anciano-. Pero decidme, Sab, ¿ocurre alguna novedad en la ciudad? Vuestra venida a estas horas y esa carta...

Sab no la dejó concluir:

-Ninguna novedad ocurre que pueda importaros, mayoral: mañana a las seis saldréis a llevar una carta a la señorita Teresa sobrina de mi amo, y a poneros a las órdenes de éste, al que diréis el motivo de mi detención en Cubitas. Va a emprender un viaje y acaso necesite un hombre de confianza que le acompañe.   —86→   Yo debía ser ese hombre, pero vos iréis en mi lugar.

-¡Oh! yo os aseguro, Sab, que, aunque viejo, soy tan capaz como vos...

-Lo creo -interrumpió el mulato con alguna impertinencia. Ahora, mayoral, idos a dormir, buenas noches. Dadme solamente un pedazo de papel y un tintero. Hasta mañana.

-El viejo obedeció: había en el acento de aquel mulato un no sé qué de autoridad y grandeza que siempre le había subyugado.

Cuando Sab quedó solo, se puso de rodillas junto al lecho de Martina, que incorporándose sobre su almohada y fijándole una mirada penetrante, y profundamente triste, le dijo:

-Conmigo, Sab, no tendrás reserva: yo exijo que me digas el motivo de tu venida y el de ese viaje que dices debe emprender D. Carlos.

-El joven abrazó las rodillas de Martina inclinando la cabeza sobre ellas en silencio.

-Sab -exclamó la anciana bajando la suya sobre aquella cabeza querida y oprimiéndola entre sus manos-, tu cabeza arde...   —87→   el sudor cubre tu frente..., tú tienes calentura, hijo mío.

-Tranquilizaos -la dijo esforzándose a sonreír-, es la agitación del viaje, estoy bueno, procurad descansar..., mañana lo sabréis todo, madre mía.

-No, no -gritó Martina con ansiedad-; déjame coger esa luz y alumbrar tu rostro... ¡Dios mío!, ¡qué mudanza!...Tus ojos están hundidos y brillan con el fuego de la fiebre. ¡Hijo mío!, ¡hijo mío!, ¿qué tienes?

Y se puso de rodillas delante de él.

-¡Por compasión! -exclamó el mulato levantándola con una especie de furor-. Callad, callad, Martina... tranquilizaos si no queréis verme morir de dolor a vuestros pies.

Martina se dejó llevar otra vez al lecho y se esforzó la pobre mujer en parecer tranquila.

-Siéntate aquí, a mi cabecera, hijo mío, yo no te importunaré más, callaré como el sepulcro...; pero ven, hijo mío, que yo te oiga, que oiga tu voz, que vea tus facciones, que sienta   —88→   latir tu corazón junto al mío. ¡Oh, Sab!, piensa que ya nada me queda en el mundo sino tú..., que eres mi único hijo, el único apoyo de esta larga y destrozada existencia.

Sab la abrazó estrechamente y regó su frente con dos gruesas y ardientes lágrimas.

-Sí, madre mía -la dijo-, descansad sobre mi pecho, mi voz arrullará vuestro sueño. Yo os hablaré de Dios y de los ángeles entre los cuales va a habitar nuestro querido Luis. Yo os hablaré del eterno descanso de los desgraciados y de las consoladoras promesas del evangelio. Descansad en mis brazos, ¿estáis bien así?

Martina agobiada de fatigas y de penas dejose colocar por Sab y pareció sucumbir a aquella especie de letargo que sigue a las grandes agitaciones.

-Habla -repetía ella-, habla hijo mío, yo te escucho.

Sab sólo murmuraba algunas palabras inconexas; en aquel momento también el infeliz sufría horriblemente. Pero Martina descansando en su pecho se sentía más tranquila, y se durmió por fin cuando Sab comenzaba a hablarle   —89→   de la resurrección de los justos. Sintiéndola dormida colocó suavemente su cabeza sobre la almohada, imprimió un largo y silencioso beso en su frente y cayó de rodillas delante de la mesa, en la que el mayoral le había dejado el papel y el tintero.

Entonces aquel humilde recinto presentó un cuadro dramático. Entre el sueño de la vejez y la tranquila muerte de la inocencia, aquella vida juvenil despedazada por los dolores era un espectáculo terrible. Al lado de Luis, frágil criatura que se doblaba sin resistencia, débil caña que cedía sin ruido, echábase de ver aquella fuerza caída, aquel hombre lleno de vigor sucumbiendo como la encina a las tempestades del cielo.

Parecía que su alma a medida que abandonaba su cuerpo se trasladaba toda a su semblante. ¡Ay, aquella terrible agonía no tuvo más testigos que el sueño y la muerte! Nadie pudo ver aquella alma apasionada que se revelaba en su hora suprema.

Pero Sab escribía y aquella carta fue todo lo que quedó de él.

  —90→  

Pasó desconocido el mártir sublime del amor, pero aquella carta le sobrevivió y le conquistó el solo premio que sin esperarlo deseaba: ¡una lágrima de Carlota!

Sab escribía con mano mal segura y que fue poniéndose más y más trémula. Dejó por un instante la pluma y sacó de su pecho un objeto que contempló largo rato con melancólica atención. Era el brazalete de Carlota que Teresa le había regalado por mano de Luis en aquella misma habitación cinco días antes.

¡Hela aquí! -murmuró fijando sus ojos en el retrato-. ¡Tan bella! ¡tan pura! ¡para él! ¡toda para él!...

Sus dedos crispados dejaron caer el brazalete y un momento después volvió a escribir. Pero claro que sus fuerzas se debilitaban rápidamente. Sin embargo escribió sin descanso más de una hora, interrumpiéndose únicamente para acercarse algunas veces a la cama de Luis y humedecer sus labios, como había hecho Martina. Ésta continuaba sumida en una especie de letargo y de vez en cuando se la   —91→   veía agitarse y tender los brazos exclamando:

-Sab no tengo otro hijo que tú.

El mulato la escuchaba y su mano temblaba más en aquellos momentos: pero seguía escribiendo. La claridad del día penetraba ya por la ventana cuando concluyó su carta.

Puso dentro de ella el brazalete, cerróla, quiso rotularla, pero su mano no obedecía ya el impulso de su voluntad, y violentas convulsiones le asaltaron en el momento.

Hubo entonces un instante en el que el exceso de sus dolores le comunicó un vigor pasajero y probó a ponerse en pie por medio de un largo y penoso esfuerzo, pero volvió a caer como herido de una parálisis, y sus dientes rechinaron unos contra otros al apretarse convulsivamente.

Sin embargo, consiguió arrastrase trabajosamente hasta la cama de Luis, y su mirada delirante y ardiente se encontró allí con la mirada vidriada e inmóvil del moribundo. Sab quiso dirigirle un último a Dios pero se detuvo espantando del sonido   —92→   de su propia voz, que le pareció un eco del sepulcro.

Entonces pasaron por su mente multitud de ideas y multitud de dolores. Pensó que iba a morir también, y que en aquel mismo instante que él sufría una dolorosa agonía, Enrique y Carlota pronunciaban sus juramentos de amor. Luego ya no pensó nada: confundiéndose sus ideas, entorpeciose su imaginación, turbose su memoria; quebrantose su cuerpo y cayó sobre la cama de Luis bañándola con espesos borbotones de sangre que no salían de su boca.

El mayoral de la estancia había consultado al sol, su reloj infalible, y no dudó fuesen ya las cinco. Dejó pues preparado su caballo a la puerta de la casa, y acercándose poco a poco a la habitación de Martina, y tocando ligeramente la puerta, para no despertar a la anciana si por ventura dormía, llamó repetidas veces a Sab. Pero Sab no respondía. En vano fue levantandose progresivamente la voz y golpeando con mayor fuerza la puerta, aplicando en seguida el oído con silenciosa atención.   —93→   Reinaba un silencio profundo dentro de aquella sala, y alarmando el mayoral descargó dos terribles golpes sobre la puerta. Entonces ladró el perro y despertó Martina, y echó en torno suyo una mirada de terror. ¡No vio a Sab! Precipitose con un grito hacia el lecho de su nieto. Allí estaban los dos... Luis muerto, Sab agonizando.

Martina cayó desmayada a los pies de la cama, y el mayoral, echando abajo la puerta, entró a tiempo de recoger el último suspiro del mulato.

Sab expiró a las seis de la mañana: en esa misma hora Enrique y Carlota recibían la bendición nupcial.



  —94→  

ArribaAbajoCapítulo V


Esta es la vida, Garcés;
Uno muere, otro se casa,
Unos lloran, otros ríen...
¡Triste condición humana!


GARCÍA GUTIÉRREZ, El Paje                


Reinaba la mayor agitación en la casa del señor de B... que verificando el casamiento de su hija había partido para el puerto de Nuevitas, en el cual debía embarcarse para La Habana. Jorge que había estado presente a la celebración   —95→   del matrimonio y partida de don Carlos, volviose a su casa dejando ya instado a Enrique en la de su esposa. La inquietud que inspiraba a esta situación de su hermano, las dolorosas sensaciones que en ella había producido la primera separación de un padre tiernamente querido, y su repentino matrimonio verificado bajo tan tristes auspicios, teníanla en cierta manera enajenada, e insensible, en aquellos primeros momentos, a la ternura oficiosa que su marido le prodigaba.

Rodeábanla llorando sus hermanitas sin que ella acertase a dirigirles una palabra de consuelo. Únicamente Teresa conservaba su presencia de espíritu, y al mismo tiempo que daba órdenes a las esclavas restableciendo en la casa tranquilidad, momentáneamente alterada, cuidaba de las niñas y aún de la misma Carlota. Instábala con cariño para que se acostase algunas horas, temiendo que tantas agitaciones y una noche de vigilia alterasen su salud delicada, y vencida por fin de sus ruegos ya iba Carlota a complacerla cuando   —96→   llegó el mayoral de las estancias de Cubitas anunciando la muerte de Sab. Esta desgracia, dijo, era efecto sin duda de alguna gran caída, pues según decía Martina, que era un oráculo para el buen labriego, Sab tenía reventados todos los vasos del pecho.

Esta noticia que algunos días antes hubiera sido dolorosísima a Carlota, apenas pareció afectada en un momento en que tanto había sufrido. Acababa de separarse de su padre, su hermano espiraba tal vez en aquel momento, y la pérdida del pobre mulato era bien pequeña al lado de estas pérdidas.

Enrique manifestó con más viveza su pesar y su sorpresa.

¡Pobre muchacho! -dijo-, estas muertes repentinas me aterran. Luego, como si se le presentase una idea luminosa añadió:

Martina tiene razón: una caída del caballo ha sido indudablemente la causa de su muerte. ¡Pobre Sab! Ahora recuerdo lo pálido, lo demudado que estaba ayer cuando llegó a Guanaja. Yo lo atribuí al cansancio del viaje tan precipitado:   —97→   reventó su jaco negro.

-Aquí traigo una carta sin sobre escrito, -dijo el mayoral-, pero que creo que es para la señora.

Para Carlota: ¿y de quien es esa carta buen hombre?

Del pobre difunto, señor, respondió el mayoral presentándola. Creo que agonizando la escribió, pues me pidió el papel y la tinta a las tres de la madrugada, y a las seis el desgraciado rindió su alma al criador. Pero parece que el asunto era de importancia, y luego, como yo debía venir parar acompañar al amo a La Habana... pero ya lo veo, he llegado tarde y mi venida sólo habrá servido para traer esta carta.

En el breve tiempo que duró este discurso del mayoral, al que nadie atendía, pasó una escena muy viva en aquella sala. Enrique, que se había apoderado de la carta que decían ser para su esposa, rompió la cubierta apresuradamente, y al abrir la carta cayó en tierra el brazalete que levantó sorprendido.

¡Un brazalete!... Carlota... este brazalete...

Es mío -dijo Teresa adelantándose con   —98→   serenidad-. Es un regalo de Carlota que yo estimo tanto que sólo he podido cederlo a la persona a quien he creído en este mundo más digna de mi afecto y estimación. Ahora que vuelve a mis manos quiero conservarle hasta el sepulcro. Dadmele pues, Enrique, y esa carta que también es para mí.

Enrique estaba estupefacto y miraba a Teresa y luego Carlota, como si quisiese leer en sus rostros la aclaración de aquel enigma. Pero el semblante de Teresa estaba pálido y sereno, y en la hermosa filosofía de Carlota sólo se veía en aquel momento la cándida expresión de la sorpresa.

Tened la bondad de darme esa carta y ese brazalete, Enrique, repitió con firmeza Teresa, y conducid a Carlota a su aposento: tiene necesidad de descanso.

Enrique echó una mirada sobre la carta, cuya primera línea leyó, y en seguida la alargó con el brazalete a Teresa diciéndole con una sonrisa maliciosa

Efectivamente para vos es, Teresa, pero yo ignoraba   —99→   que tuvieses correspondencia con el mulato, y que os devolviese él una prenda que, según decís, sólo podíais ceder al hombre a quien quisieseis y estimaseis más.

Pues si lo ignorabais, Enrique -respondió ella con dignidad-, ya lo sabéis.

Luego abrazó a Carlota rogandola nuevamente fuese a descansar algunas horas con sus hermanitas, cuyos rostros infantiles estaban descoloridos con la mala noche.

Carlota tomó en su brazos una después de otra a las cuatro niñas.

-Sí -las dijo-, venid a descansar, pobres criaturas, que en toda la noche habéis velado y llorado conmigo. Y tú, Teresa -añadió fijando en su amiga una mirada de indulgencia y compasión-, descansa también, querida mía, por que también padeces.

Se levantó entonces y sostenida por Enrique y rodeada de sus hermanas, como de un coro de ángeles, retirose a su aposento, después de estampar un beso en la frente pálida y resignada de su amiga.

  —100→  

Para obligar a acostarse a sus hermanitas, que no querían apartarse de ella un momento, echose vestida sobre la cama, y en torno suyo se colocaron las cuatro niñas, que no tardaron en dormirse.

Enrique cerró la cortina recomendando a su joven esposa procurarse también dormir, mientras él se ocupaba en arreglar algunos papeles de los que el señor B... le había encargado.

-Si, -dijo Carlota-, guardaré silencio para no despertar a estas pobres niñas, pero no salgas del aposento, Enrique, porque te lo confieso, tengo miedo. Esta muerte de Sab tan repentina me ha causado una fuerte impresión.

»-¡Oh querido mío! ¡qué tristes auspicios para nuestra unión!... muertes, despedidas! No me dejes sola, Enrique, pareceme que veo a la muerte levantarse amenazando todas las cabezas queridas, y que si dejo de verte un momento no volveré a verte más.

-Tranquilizate, vida mía, -contestó su marido-, aquí estaré velando tu sueño.   —101→   Pero no temas mi muerte porque no se muere uno cuando es tan feliz como lo soy. Duerme tranquila, Carlota, para que vuelvan las rosas a tus mejillas: ¿no sabes que quiero verte hermosa el día de nuestra boda?

-¡El día de nuestra boda! -murmuró ella-: ¿qué triste ha sido este día?

Pero Enrique se había ya puesto en el escritorio de D. Carlos, donde se ocupaba en leer y arreglar papeles, y Carlota sin esperanza de descanso, pero deseando no interrumpir el de sus hermanas, cerró los ojos y aparentó dormir. Cerca de una hora pudo mantenerse en la misma posición pero no le fue posible permanecer más tiempo, y sacando con cuidado uno de sus brazos, sobre el cual descansaba la cabeza de la más joven de sus hermanas, echose poco a poco fuera del lecho.

-¿Ya estás despierta? -dijo Enrique llegandose a sostenerla-; ¿no quieres descansar una hora más, vida mía?

-No puedo, contestó ella, porque he estado pensando, Enrique, que en la perturbación   —102→   del primer momento de sorpresa y de pesar, no me he acordado de que se atendiese al buen hombre que nos ha traído la noticia de la muerte de nuestro pobre Sab: y ciertamente debía haber dado orden para que se le diese para refrescar: el buen viejo se ha apresurado, con la mejor voluntad del mundo, a traernos la desagradable noticia. También es preciso que se vuelva inmediatamente a Cubitas, y que lleve algún dinero a Martina para el entierro de ese infeliz. ¡Y Teresa, Enrique, la pobre Teresa!... la he dejado en un momento... debo hablarla, saber que misterio encierra en esa carta y ese brazalete que ha recibido.

-Fácil es de adivinar, -dijo Enrique sonriendo-, Teresa amaba al mulato.

-¡Amarle! ¡Amarle! -repitió Carlota con tono de duda-. Se me había ocurrido esa sospecha pero... ¡amarle!... ¡Oh! No es posible.

-Las mujeres, querida mía, ¡tenéis caprichos tan inconcebibles y gustos tan extraordinarios!

  —103→  

-¡Amarle! -repitió Carlota- ¡A él! ¡A un esclavo!... Luego Teresa, es tan fría... ¡tan poco susceptible de amor!

-Acaso nos hemos engañado juzgando su corazón de por su semblante, querida mía.

-No, Enrique, yo no he juzgado su corazón por su semblante: sé que su corazón es noble, bueno, capaz de los más grandes sentimientos; pero el amor, Enrique, el amor es para los corazones tiernos, apasionados... como el tuyo, como el mío.

-Es para todos los corazones, vida mía, y Teresa tiene un corazón.

-Ven pues, vamos a verla Enrique, y si es verdad que amó a ese infeliz, compasión merece y no vituperio. Él era mulato, es verdad, y nació esclavo: pero tenía también un noble corazón, Enrique, y su alma era tan noble, tan elevada como la tuya, como todas las almas nobles y elevadas.

Al oír estas palabras la mirada de Enrique, que había estado amorosamente clavada en los bellos ojos de su mujer, vaciló   —104→   un tanto, y como si su conciencia le hiciese penosa una comparación que sabía bien no era merecida, se apresuró a contestar.

-Ven pues, Carlota, vamos a ver si tu prima, no creo que después de lo que dijo, al pedirme el brazalete, quiera negar sus amores con Sab.

-Yo no trataré tampoco de arrancarla su secreto, pero si llora lloraré con ella -contestó Carlota apoyándose en el brazo de su marido: y hablando así salieron ambos del aposento y llegaron a la puerta del de Teresa, que estaba abierta. Enrique se detuvo a la entrada y Carlota se adelantó llamando a su amiga. Carlota hizo venir a Belén y preguntó por Teresa.

-¡Pues qué! -le respondió admirada la esclava-. ¿No advirtió a su merced que iba a salir? Hace más de media hora que se marchó.

-¡Dónde? ¿Con quién?

-Donde no dijo, pero presumo que a la iglesia porque se puso su vestido negro y se cubrió la cabeza con su mantilla. La   —105→   acompañó el mayoral que vino de Cubitas.

-¿Oyes, Enrique?- dijo Carlota sentándose tristemente en una silla que estaba delante de la mesa de Teresa.

-¡Y bien! ¿Por qué te asustas, Carlota?

-¿Por qué? Porque Tersa no acostumbra salir a esta hora con un hombre que apenas conoce y a pie, sin decirmelo... ¡Esto es extraordinario!

Carlota en aquel momento notó un papel escrito sobre la mesa en que se había apoyado, y conociendo la letra de Teresa lo leyó con apresuramiento. En seguida se lo alargó a su marido, deshaciéndose en lágrimas, y Enrique lo leyó en alta voz. Decía así:

«Pobre, huérfana y sin atractivos ni nacimiento, hace años que miré el claustro como el único destino a que puedo aspirar en este mundo, y hoy me arrastra hacia ese santo asilo un impulso irresistible del corazón.

»No te dejara en el día de la aflicción si me creyese necesaria o siquiera útil, pero tú tienes ya un esposo, Carlota, a quien   —106→   amas y ha jurado hoy a Dios y a los hombres amarte, protegerte, y hacerte feliz. Con él te dejo, deseándote un porvenir de amor y de ventura. Tu destino se ha fijado y yo quiero fijar el mío.

»Por evitarme las reflexiones que harías, para apartarme de esta resolución en la que estoy irrevocablemente fijada, dejo tu casa sin despedirme de ti sino por estas líneas y me marcho al convento de las Ursulinas, de donde no saldré jamás. Mi patrimonio, aunque corto, cubre la dote que necesito para ser admitida, y dentro de un año espero que me será permitido pronunciar mis votos.

A Dios Carlota, a Dios Enrique... amaos y sed felices.

Teresa.

-¡Oh Enrique!- exclamó Carlota-. ¡Ya lo ves! Todo se reúne para afligirme, para hacer triste y sombrío este día de nuestra unión: ¡este día que tan dichoso debía ser!

-Ya no debe quedarte duda, -dijo Enrique,- del amor de tu prima por Sab. Su   —107→   muerte es la que le inspira esta resolución repentina de hacerse religiosa. A la verdad que tu amiga tiene altas inclinaciones.

-No la condenes, Enrique, ten indulgencia con todas las debilidades del corazón. ¡Pobre Teresa! ¡Harto desgraciada es! Pero ¿no podía esperar y remitir el cumplimiento de su resolución para otro día? ¿Por qué ha tenido la crueldad de añadir otro disgusto a tantos como hoy he experimentado? Me deja la ingrata el mismo día que ha partido mi padre, sola... abandonada.

-¡Sola! ¡Abandonada, Carlota!- repitió Enrique ciñéndola con sus brazos-, cuando estás con tu esposo que te adora, cuando yo estoy aquí, a tu lado, apretándote contra mi corazón. ¡Querida mía! Sensible es la pérdida de un hermano, aunque sea de un hermano que no ves desde hace tres años, y cuya débil y enfermiza constitución estaba ya de largo tiempo preparando para este golpe; sensible la separación de un padre, aunque esta separación será tan corta; sensible la muerte de un mulato que   —108→   fue para tu familia un esclavo fiel; y sensible también que una loca amiga enamorada de él se quiera hacer monja, aunque se conozca que es lo mejor que puede hacer. Pero ¿es todo esto motivo suficiente para desconsolarte en estos términos, y amararme el día más feliz de mi vida? ¿No es esto una injusticia, Carlota, una ingratitud para con tu Enrique? En vez de dicha has de darme dolor, lágrimas en vez de caricias? ¡Ah! Tú me amabas hace cuatro días... hoy... hoy no me amas.

-¡No te amo! -exclama ella con enajenamiento de pesar y de ternura-. ¡Que no te amo, dices! Ah, no te amo, te idolatro. Tú eres mi consuelo, mi esperanza, mi apoyo... porque eres ya mi esposo, Enrique, y este día será un día de ventura por más contrariedades que el destino arroje sobre él. Acaso era necesario este contrapeso para que mi razón no sucumbiese al exceso de tal felicidad. ¡Porque yo te amo, Enrique!

-Pues bien, pruebámelo, vida mía, no   —109→   llores más; pruébamelo con una sonrisa, con una mirada de placer... hazme dichoso con tu dicha, Carlota...

-Sí, sí, yo soy dichosa -le interrumpió ella con una especie de delirio. Mi padre, mi hermano, Teresa, Sab... ¿qué son todos al lado de mi amor? Yo no tengo ahora a nadie más que a ti... pero tú lo eres todo para el corazón de Carlota. Mira, no sientas que llore: son lágrimas muy dulces las que vierto en tu pecho. ¡Porque soy tuya! ¡Porque te amo! ¡Porque soy feliz!

-Carlota, vida mía... dímelo tora vez, ¿qué nos importa todo lo de más amándonos así?- exclamó Enrique transportado.

-Tienes razón, -añadió ella-, amándonos así el cielo mismo no tiene poder bastante para hacernos desgraciados.

-¡Carlota, ya eres mía!

-¡Tuya para siempre!

-¡Cuán dichoso soy!

-¡Y yo, Enrique, y yo!...

¡Y lo eran en efecto! Aquel era el primer día de su unión, y el primer día de   —110→   una unión pura y santa, aquel día en que se hace del más vivo y ardiente de los afectos el más solemne de los deberes, es indudablemente un día supremo. Debe haber en este día una plenitud de ventura que no pertenece a esta tierra, ni a esta vida, que el cielo no concede sino por un día, para hacer comprender con ella la felicidad que reserva en la eternidad de su gloria a las almas predestinadas. Porque la bienaventuranza del cielo no es otra cosa que el eterno amor.

Una horrible tempestad bramaba sobre la tierra. Eran las tres de la tarde y el firmamento, cubierto de un opaco velo, anunciaba una tarde espantosa.

En aquella hora D. Carlos, desafiando la tormenta, corría al embarcadero de Nuevitas; pensando que en un momento de dilación podía impedirle hallar vivo a su hijo. En aquella hora Teresa de rodillas delante del crucifijo, en una estrecha celda, imploraba la misericordia de Dios en favor de los que ya no existían. En aquella hora enterraban en Cubitas dos cadáveres,   —111→   de un hombre y de un niño; y una vieja lloraba sobre un lecho manchado de sangre, y un perro aullaba a sus pies. Y en aquella hora Carlota y Enrique eran felices, porque se amaban, porque se habían casado aquel día, y se repetían sin cesar con la voz y con las miradas:

-¡Ya soy tuya!

-¡Ya eres mía!

Tales contrastes los vemos cada día en el mundo. ¡Placer y dolor! Pero el placer es un desterrado del cielo, que no se detiene en ninguna parte. El dolor es un hijo del infierno, que no abandona su presa sino cuando la ha despedazado.





  —112→  

 
 
FIN
 
 



ArribaConclusión


Siá ciasscun l'interno affanno,
Si leggesse in fronte scritto,
Quanti mai, che invidia fanno,
Ci farebbero pietá


METASTASIO                



Si a la frente del hombre anunciase
El infierno pesar con que lidia,
Cuantos hay, que nos causan envidia,
Y excitarnos debieran piedad.

Era la tarde del día 16 de junio de 18...; cumplían en este día cinco años de los acontecimientos con que terminaba el capítulo precedente, y notábase alguna agitación en   —113→   lo interior del convento de las Ursulinas de Puerto Príncipe. Sin duda algo extraordinario producía esta agitación, extraña en la vida monótona y triste de las religiosas. Pero ¿qué cosa nueva o extraña puede acontecer dentro de los muros de un convento? ¡La muerte! Este acontecimiento notable que forma época para las solitarias reclusas de un claustro: la muerte de alguna de ellas ; la muerte que únicamente vuelve a abrir para la infeliz monja las puertas de hierro de aquel vasto sepulcro, que la arroja a otro sepulcro más estrecho.

En el día de que hablamos era también la muerte la que motivaba el movimiento que se advertía en el convento. Sor Teresa estaba en las últimas horas de su vida, sucumbiendo a una consunción que padecía hacía tres años, y todas las religiosas se consternaban a la proximidad de una muerte que ya tenían prevista.

Sor Teresa era amada generalmente. Aunque fría y adusta, su severa virtud, su elevado carácter, la sublime resignación   —114→   con que había soportado su larga enfermedad, y mil pequeños servicios que en diversas circunstancias había prestado a cada una de sus compañeras, con la inalterable aunque fría bondad que la caracterizaba, la habían granjeado el afecto de todas, que sentían sinceramente perderla; aunque acaso algunas de ellas gozaban una especie de satisfacción en que un acontecimiento, cualquiera que fuese, diese alguna variedad y movimiento a su triste congregación.

Eran las seis de la tarde y las monjas comenzaban a impacientarse de que no hubiese llegado todavía la señora de Otway, a la que se había despachado un correo a su ingenio de Bellavista, donde se hallaba, informándola de la gravedad del mal de su prima y del deseo que manifestaba de verla antes de morir. Esta dilación enfadaba a las buenas religiosas porque, decían ellas, era una ingratitud de la señora de Otway estar tan perezosa en correr al lado de la moribunda que tanto la amaba, y a la que mostraba tan tierna correspondencia.

  —115→  

En efecto, muchas veces, principalmente en aquellos dos años últimos, las religiosas habían murmurado en secreto las largas visitas de Carlota a su prima, quizás por el enojo que les causaba no poder satisfacer su curiosidad oyendo lo que hablaban las dos amigas en aquellas conferencias, que tenían en frecuentes ocasiones en la celda de sor Teresa. Era un escándalo, decían ellas, aquellas conversaciones a solas infringiendo las reglas del instinto, y sólo las permitía la abadesa por ser la señora de Otway parienta suya, y acaso más aún por los frecuentes regalos que hacía al convento.

Si hubieran podido las pobres religiosas satisfacer su curiosidad oyendo aquellas conversaciones, acaso se hubieran retirado de aquella celda más satisfechas de su suerte y menos envidiosas de la de Carlota: porque habrían oído que la mujer hermosa, rica, y lisonjeada, la que tenía esposo y placeres venía a buscar consuelos en la pobre monja muerta para el mundo. Hubieran visto que la mujer que creían   —116→   dichosa lloraba, y que la monja era feliz.

En efecto, Teresa había alcanzado aquella felicidad tranquila y solemne que da la virtud. Su alma altiva y fuerte había dominado su destino y sus pasiones, y su elevado carácter, firme y decidido, la había permitido alcanzar esa alta resignación que es tan difícil en las almas apasionadas como a los caracteres débiles. Su pasión por Enrique, aquella pasión concentrada y profunda, única que se hubiese posesionado en toda su vida de aquel corazón soberbio, se había apagado bajo el cilicio, a la sombra de las frías paredes del claustro: su ambición teniendo por único objeto la virtud había sido para ella un móvil útil y santo, y a pesar de sus males físicos y de sus combates interiores, coronose del triunfo aquella noble ambición.

Carlota por el contrario era desgraciada y lo era tanto más cuanto que todos la creían feliz. Joven, rica, bella, esposa del hombre de su elección, del cual era querida, estimada generalmente, ¿cómo hubiera podido hacer comprender que envidiaba   —117→   la suerte de una pobre monja? Obligada pues a callar delante de los hombres sólo podía llorar libremente dentro de los muros del convento de las Ursulinas, en que el seno de una religiosa que había alcanzado la felicidad del alma aprendiendo a sufrir el infortunio.

¿Pero por qué lloraba Carlota? ¿Cuál era su dolor? No todos los hombres le comprenderían porque muy pocos serían capaces de sentirle. Carlota era una pobre alma poética arrojada entre mil existencias positivas. Dotada de una imaginación fértil y activa, ignorante de la vida, en la edad en que la existencia no es más que sensaciones, se veía obligada a vivir de cálculo, de reflexión y de convivencia. Aquella atmósfera mercantil y especuladora, aquellos cuidados incesantes de los intereses materiales marchitaban las bellas ilusiones de su joven corazón. ¡Pobre y delicada flor!, ¡tú habías nacido para embalsamar los jardines, bella, inútil y acariciada tímidamente por las auras del cielo!

Mientras fue soltera, Carlota había gozado   —118→   las ventajas de las riquezas sin conocer su precio: ignoraba el trabajo que costaba el adquirirlas. Casada aprendía cada día, a costa de mil pequeñas y prosaicas mortificaciones, cómo se llega a la opulencia. Sin embargo, de nada carecía Carlota, comodidades, recreaciones y aun lujo, todo lo tenía. Los dos ingleses sostenían su casa bajo un pie brillante. Pero aquellas bellas apariencias, y aun las ventajas reales de la vida, estaban fundadas y sostenidas por la incesante actividad, por la perenne especulación y por un fatigante desvelo. Carlota no podía desaprobar con justicia la conducta de su marido, ni debía quejarse de su suerte, pero a pesar suyo se sentía oprimida por todo lo que tenía de serio y material aquella vida del comerciante. Mientras vivió su padre, hombre dulce, indolente como ella, y con el cual podía ser impunemente pueril, fantástica y apasionada, pudo estar también menos en contacto con su nuevo destino, y sólo tuvo que llorar por ver a su esposo más ocupado de su fortuna que de su   —119→   amor, y por los frecuentes viajes que el interés de su comercio le obligaba a hacer, ya a La Habana, ya a los Estados Unidos de la América del Norte. Más ella quedaba entonces al lado de su padre que la adoraba, y cuya debilitada salud exigía mil cuidados que ocupaban su existencia.

Pero D. Carlos sólo sobrevivió dos años a su hijo, y a su muerte privó a Carlota de un indulgente amigo, y de un tierno consolador, fue acompañada de circunstancias que rasgaron de una vez el velo de sus ilusiones, y que envenenaron para siempre su vida.

Durante las últimas semanas de la vida del pobre caballero, Jorge no se apartaba ni un instante de la cabecera de su lecho, velándole las noches en que Carlota descansaba. Agradecía ella esta asistencia con todo el calor de su corazón sensible y noble, incapaz de penetrar sus viles motivos; pero al descubrirlos su indignación fue tanto más viva cuanto mayor había sido su confianza.

Débil carácter D. Carlos y más débil   —120→   aún después de dos años de enfermedad, que habían enflaquecido a la vez su cuerpo y espíritu, fue una blanda cera entre las manos de hierro del astuto y codicioso inglés, que logró hacerle dictar un testamento en el cual dejaba a Carlota todo el tercio y quinto de sus bienes. Ignoró Carlota esta injusticia hasta que muerto su padre se la enteró de sus últimas disposiciones, en las cuales vio la prueba inequívoca de la avaricia y bajeza de su suegro. Explicose franca y enérgicamente con Enrique, declarando su resolución de no aprovecharse de aquel abuso cometido, devolviendo a sus hermanas, injustamente despojadas, aquellos bienes arrancados a la debilidad por la codicia.

Carlota se había persuadido que su marido pensaría lo mismo que ella, pero Enrique encontró absurda la demanda de su mujer y la trató como fantasía de una niña que no conoce aún sus propios intereses. Aquel testamento era legal y Enrique no concebía los escrúpulos delicados de Carlota, ni porque le llamaba injusto y nulo.

  —121→  

Todas las súplicas, las lágrimas, las protestaciones de Carlota sólo sirvieron para malquistarla con su suegro, sin que Enrique la escuchase jamás de otro modo que como a un niño caprichoso, que pide un imposible. La acariciaba, la prodigaba tiernas palabras y concluía por reírse de su indignación.

Carlota luchó inútilmente por espacio de muchos meses, después guardó silencio y pareció resignarse. Para ella todo había acabado. Vio a su marido tal cual era: comenzó a comprender la vida. Sus sueños se disiparon, su amor huyó con su felicidad. Entonces tocó todo la desnudez, toda la pequeñez de las realidades, comprendió lo erróneo de todos los entusiasmos, y su alma que tenía necesidad sin embargo de entusiasmos y de ilusiones, se halló sola en medio de aquellos dos hombres pegados a la tierra y alimentados de positivismo. Entonces fue desgraciada, entonces las secretas y largas conferencias con la religiosa Ursulina fueron más frecuentes. Su único placer era llorar en el   —122→   seno de su amiga sus ilusiones perdidas y su libertad encadenada; y cuando no estaba con Teresa huía de la sociedad de su marido y de su suegro. Muchas veces se iba a Bellavista y pasaba allí meses enteros en una absoluta soledad, o sin otra compañía que sus hermanas; que eran sin embargo demasiado jóvenes para poder consolarla. En Bellavista respiraba más libremente: sentía su pobre corazón necesidad de entregarse, y ella le abría al cielo, al aire libre del campo, a los árboles y a las flores.

Así en el día que comienza este último capítulo de nuestra historia, hallábase fuera de la cuidad, mientras las monjas la esperaba con impaciencia y teresa agonizaba. Había ya cumplido ésta con sus deberes de católica, pero parecía escuchar con distracción las bellas cosas que le decía el religioso que la auxiliaba, y profería por momentos el nombre de Carlota.

Por fin llegó ésta. Un carruaje se detuvo delante de la puerta del convento y   —123→   la señora de Otway pálida y asustada, se precipitó en la celda de la moribunda.

Teresa pareció reanimarse a la vista de su amiga y con su voz débil pero clara pidió que las dejasen solas.

Carlota se puso de rodillas junto al lecho, a cuya cabecera ardían dos velas de cera, alumbrando una clavera y un crucifijo de plata. Teresa se incorporó un poco sobre sus almohadas y le tendió la mano.

-Yo muero, -dijo después de un instante de silencio-, y nada poseo, nada puedo legar a la compañera de mi juventud. Pero acaso pueda dejarle un extraño consuelo, un triste pero poderoso auxilio contra el mal que marchita sus años más hermosos.

»Carlota, tú estás cansada de la vida, y detestas al mundo y a los hombres... sin embargo, tú has sido amada con aquel amor que ha sido el sueño de tu corazón, y que hubiera hecho la gloria de mi vida si yo le hubieses inspirado. Tú has poseído   —124→   sin conocerla una de esas almas grandes, ardientes, nacidas para los sublimes sacrificios, una de aquellas almas excepcionales que pasan como exhalaciones de Dios sobre la tierra. Y bien, Carlota: ¿te cansa la existencia material?, ¿necesitas la poesía del dolor?, ¿anhelas un objeto de culto?... Desata de mi cuello este cordón negro... en él está una pequeña llave: abre con ella ese cofrecito de concha.. ¡Bien! ¿No ves dentro de él un papel ajado por mis lágrimas?... Toma ese papel, Carlota, y conservale como yo le he conservado.

»No recibí del cielo una rica imaginación, ni una alma poética y exaltada: no he vivido, como tú, en la atmósfera de mis ilusiones. Para mí la vida real se presentó siempre desnuda, y la triste experiencia del infortunio me hizo comprender y adivinar muchos horribles secretos del corazón humano: sin embargo de eso, Carlota, muero creyendo en el amor y en la virtud, y a ese papel debo esta dulce creencia que me ha preservado del más cruel de los males: el desaliento.

  —125→  

La voz de Teresa se extinguió por un momento: pidió a su prima un vaso de agua y después le reveló con más firmeza el noble sacrificio del mulato.

-Él te dio el oro, -la dijo- que decidió a Enrique llamarte su esposa, pero no desprecies a tu marido, Carlota; él es lo que son la mayor parte de los hombres, ¡y cuántos existirán peores!...

»Quiera el cielo que no vuelvas algún día los ojos con dolor hacia el país en que has nacido, donde aún se señalan los vicios, se aborrecen las bajezas y se desconocen los crímenes: donde aún existen en la oscuridad, virtudes primitivas. Los hombres son malos, Carlota, pero no debes aborrecerlos ni desalentarte en tu camino. Es útil conocerlos y no pedirles más que aquello que pueden dar: es útil perder esas ilusiones que acaso no existen ya sino en el corazón de una hija de Cuba. Porque hemos sido felices, Carlota, en nacer en un suelo virgen, bajo un cielo magnífico, en no vivir en el seno de una naturaleza raquítica, sino rodeadas de todas   —126→   las grandes obras de Dios, que nos han enseñado a conocerle y amarle.

»Acaso tú destino te aleje algún día de esta tierra en que tuviste tu cuna y en donde yo tendré mi sepulcro: acaso en el ambiente corrompido de las ciudades del viejo hemisferio, buscarás en vano una brisa que refresque tu alma, un recuerdo de tu primera juventud, un vestigio de tus ilusiones: acaso no hallarás nada grande y bello en que descansar tu corazón fatigado. Entonces tendrás ese papel: ese papel es toda un alma: es una vida, una muerte: todas las ilusiones reasumidas, todos los dolores compendiados... el aroma de un corazón que se moría sin marchitarse. Las lágrimas que te arranque ese papel no serán venenosas, los pensamientos que te inspire no serán mezquinos. Mientras leas ese papel creerás como yo en el amor y en la virtud, y cuando el ruido de los vivos fatigue tu alma, refugiate en la memoria de los muertos.

Teresa imprimió un beso en la frente de su amiga. Carlota la estrechó entre   —127→   sus brazos... pero, ¡ay!, ¡sólo abrazaba ya a un cadáver!

A la melancólica luz de las velas, que alumbraban la calavera y el crucifijo, Carlota de rodillas, pálida y trémula, leyó junto al cadáver de Teresa la carta de Sab. Luego... ¿para qué decir lo que sintió luego? Esa carta nosotros, los que referimos esta historia, las hemos visto: nosotros la conservamos fielmente en la memoria. Hela aquí.

CARTA DE SAB A CARLOTA

Teresa: la hora de mi descanso se acerca: mi tarea sobre la tierra va a terminar. Cuando dejo este mundo, en el que tanto he padecido y amado, solamente de vos quiero despedirme.

  —128→  

He venido a morir cerca de mi madre y de mi hermano: pensé que su presencia -la presencia de estos dos seres que me han amado-, dulcificaría mi agonía: pero me engañaba. Dios me guardaba aquí mi última prueba, mi postrer martirio.

Ella duerme, la pobre anciana, y la muerte la rodea: ella duerme junto a dos moribundos: ¡sus dos hijos que van a abandonarla! Os lo confieso: al ver hace un momento su frente calva, surcada por los años y por los dolores, reposar fatigada sobre mi pecho, y cuando su voz -aquella voz que me ha dado el dulce nombre de hijo-, me decía «Sólo tú me quedas en el mundo», en aquel momento he deseado la vida y he llevado convulsivamente las manos sobre mi corazón, para arrancar de él el dolor que me mata.

¡Ah!, sí la muerte era mi único deseo, mi única esperanza, y al sentir su mano fría apretar mi corazón, he gozado una alegría feroz y he levantado a Dios mi corazón para decirle «Yo reconozco tu misericordia.»

  —129→  

Pero al aspecto de esta anciana, que duerme arrullada por el estertor de un moribundo junto al cadavérico cuerpo de su último nieto, y que aun durmiendo me tiende los brazos y me dice «sólo tú me quedas en el mundo», sufro un nuevo género de combate, una terrible lucha. Siento el deseo de vivir y la necesidad de morir. Sí, por ti quisiera vivir pobre anciana, que te has compadecido del huérfano y que le has dicho «yo seré tu madre»: por ti que no te has avergonzado de amar al siervo, y que le has dicho «levanta tu frente, hijo de la esclava, las cadenas que te aprisionan las manos no deben oprimir el alma.» Por ti quisiera vivir, para cerrar tus ojos y enterrar tu cadáver, y llorar sobre tu sepultura: y el abandono en que te dejo hace amarga para mí mi hora solemne y deseada.

Y bien ¡Dios mío!, yo acepto esta nueva prueba y agoto, sin hacer un gesto de repugnancia; la última gota de hiel que has arrojado en el cáliz amargo de mi vida.

  —130→  

Yo muero, Teresa, y quiero despedirme de vos. ¿No os lo he dicho ya? Creo que sí.

Quiero despedirme de vos y daros gracias por vuestra amistad, y por haberme enseñado la generosidad, la abnegación y el heroísmo. Teresa, vos sois una mujer sublime, yo he querido imitaros: pero ¿puede la paloma tomar el vuelo del águila? Vos os levantáis grande y fuerte, ennoblecida por los sacrificios, y yo caigo quebrantado. Así cuando precipita el huracán su carro de fuego sobre los campos, la ceiba se queda erguida, iluminada su cabeza vencedora por la aureola con la que ciñe su enemigo; mientras que el arbusto, que ha querido en vano defenderse como ella, sólo queda para atestiguar el poder que le ha vencido. El sol sale y la ceiba saluda diciéndole: «veme aquí», pero el arbusto sólo presenta sus hojas esparcidas y sus ramas destrozadas.

Y sin embargo, vos sois una débil mujer: ¿cuál es esa fuerza que os sostiene   —131→   y que yo pido en vano a mi corazón de hombre? ¿Es la virtud quien os la da?... Yo he pensado mucho en esto: he invocado en mis noches de vigilia ese gran nombre -¡la virtud!-. Pero ¿qué es la virtud? ¿en qué consiste?... yo he deseado comprenderlo, pero en vano he preguntado la verdad a los hombres. Me acuerdo que cuando mi amo me enviaba a confesar mis culpas a los pies de un sacerdote, yo preguntaba al ministro de Dios qué haría para alcanzar la virtud. La virtud del esclavo, me respondía, es obedecer y callar, servir con humildad y resignación a sus legítimos dueños, y no juzgarlos nunca.

Esta explicación no me satisfacía. ¡Y qué!, pensaba yo: ¿la virtud puede ser relativa? ¿la virtud no es una misma para todos los hombres? ¿El gran jefe de esta gran familia humana, habrá establecido diferentes leyes para los que nacen con la tez negra y la tez blanca? ¿No tienen todos las mismas necesidades, las misma pasiones, los mismos defectos? ¿Por qué pues   —132→   tendrán unos el derecho de esclavizar y los otros la obligación de obedecer? Dios, cuya mano suprema ha repartido sus beneficios con equidad sobre todos los países del globo, que hace salir al sol para toda su gran familia dispersa sobre la tierra, que ha escrito el gran dogma de la igualdad sobre la tumba; ¿Dios podrá sancionar los códigos inicuos en los que el hombre funda sus derechos para comprar y vender al hombre, y sus intérpretes en la tierra dirán al esclavo, «tu deber es sufrir: la virtud del esclavo es olvidarse de que es hombre, renegar de los beneficios que Dios le dispersó, abdicar la dignidad con que le he revestido, y besar la mano que imprime el sello de la infamia?» No, los hombres mienten: la virtud no existe entre ellos.

Muchas veces, Teresa, he meditado en la soledad de los campos y en el silencio de la noche, en esta gran palabra: ¡la virtud! Pero la virtud es para mí como la providencia: una necesidad desconocida, un poder misterioso que concibo pero que   —133→   no conozco. Entre los hombres le he buscado en vano. He visto siempre que el fuerte oprimía al débil, que el sabio engañaba al ignorante, y que el rico despreciaba al pobre. No he podido encontrar entre los hombres la gran armonía que Dios ha establecido en la naturaleza.

Nunca he podido comprender estas cosas, Teresa, por más que se las he preguntado al sol, y a la luna, y a las estrellas, y a los vientos bramadores del huracán, y a las suaves brisas de la noche. Las densas nubes de mi ignorancia cubrían a pesar mío los destellos de mi inteligencia, y al preguntarnos ahora si debéis a la virtud vuestra fortaleza se me ocurre una nueva duda, y me pregunto a mí mismo si la virtud no es la fortaleza, y si la fortaleza no es el orgullo. Porque el orgullo es lo más bello, lo más grande que yo conozco, y la única fuente de donde he visto nacer las acciones nobles y brillantes de los hombres. Decídmelo, Teresa, esa grandeza y abnegación de vuestra alma, no es más que orgullo? ¡Y bien! ¿qué importa? Cualquiera   —134→   que sea el nombre del sentimiento que dicta las nobles acciones es preciso respetarle. Pero ¿de qué carezco que no puedo igualarme con vos? ¿Es la falta de orgullo?... ¿es que ese gran sentimiento no puede existir en el alma del hombre que ha sido esclavo?... Sin embargo, aunque esclavo yo he amado todo lo bello y lo grande, y he sentido que mi alma se elevaba sobre mi destino. ¡Oh! Sí, yo he tenido un grande y hermoso orgullo: el esclavo ha dejado volar libre su pensamiento, y su pensamiento subía más allá de las nubes en que se forma el rayo. ¿Cuál es, pues, la diferencia que existe entre vuestra organización moral y la mía? Yo os la diré, os diré lo que pienso. Es que en mí hay una facultad inmensa de amar: es que vos tenéis el valor de la resistencia y yo la energía de la actividad: es que vos os sostiene la razón y a mí me devora el sentimiento. Vuestro corazón es del más puro oro, el mío es de fuego.

Había nacido con un tesoro de entusiasmos. Cuando en mis primeros años de   —135→   juventud Carlota leía en voz alta delante de mí los romances, novelas e historias que más le agradaban, yo la escuchaba sin respirar, y una multitud de ideas se despertaban en mí, y un mundo nuevo se desenvolvía delante de mis ojos. Yo encontraba muy bello el destino de aquellos hombres que combatían y morían por su patria. Como un caballo belicoso que oye el sonido del clarín me agitaba con un ardor salvaje a los grandes nombres de la patria y libertad: mi corazón se dilataba, hinchábase mi nariz, mi mano buscaba maquinal y convulsivamente una espada, y la dulce voz de Carlota apenas bastaba para arrancarme de mi enajenamiento. A par de esta voz querida yo creía escuchar músicas marciales, gritos de triunfos y cantos de victorias; y mi alma se lanzaba a aquellos hermosos destinos hasta que un súbito y desolante recuerdo venía a decirme al oído: «Eres mulato y esclavo». Entonces un sombrío furor comprimía mi pecho y la sangre de mi corazón corría como veneno por mis venas hinchadas. ¡Cuántas veces   —136→   las novelas que leía Carlota referían el insensato amor que un vasallo concebía por su soberana, o un hombre oscuro por alguna ilustre y orgullosa señora!.. Entonces escuchaba yo con una violenta palpitación, y mis ojos devoraban el libro: pero, ¡ay!, aquel vasallo o aquel plebeyo eran libres, y sus rostros no tenían la señal de reprobación. La gloria les abría las puertas de la fortuna, y el valor y la ambición venían en auxilio del amor. ¿Pero qué podía el esclavo a quien el destino no abría ninguna senda, a quien el mundo no concedía ningún derecho? Su color era el sello de una fatalidad eterna, una sentencia de muerte moral.

Un día Carlota leyó un drama en el cual encontré por fin a una noble doncella que amaba a un africano, y me sentí trasportado de placer y de orgullo cuando oí a aquel hombre decir: «No es mi baldón el nombre de africano, y el color de mi rostro no paraliza mi brazo.» ¡Oh sensible y desventurada doncella! ¡Cuánto te amaba yo! ¡Oh Otelo! ¡Qué ardientes simpatías   —137→   encontrabas en mi corazón! ¡Pero tú también eras libre! Tú saliste de la Libia ardiente y brillante como un sol: tú no te alimentaste jamás con el pan de la servidumbre, ni se dobló tu soberbia frente delante de un dueño. Tu amada no vio en tus manos triunfantes la señal de los hierros, y cuando le referías tus trabajos y hazañas, ningún recuerdo de humillación hizo palidecer tu semblante. ¡Teresa!, el amor se apoderó bien pronto exclusivamente de mi corazón: pero no le debilitó, no. Yo hubiera conquistado a Carlota a precio de mil heroísmos. Si el destino me hubiera abierto una senda cualquiera, me habría lanzado en ella... la tribuna o el campo de batalla, la pluma o la espada, la acción o el pensamiento... todo me era igual: para todo hallaba en mí la actitud y la voluntad... ¡sólo me faltaba el poder! Era mulato y esclavo.

¡Cuántas veces, como el paria, he soñado con las grandes ciudades ricas y populosas, con las sociedades cultas, con esos inmensos talleres de civilización en que el hombre de genio encuentra tantos destinos!   —138→   Mi imaginación se remontaba en alas de fuego hacia el mundo de la inteligencia. «¡Quitadme estos hierros!», gritaba en mi delirio: «¡quitadme esta marca de infamia!, yo me elevaré sobre vosotros, hombres orgullosos: yo conquistaré para un nombre, un destino, un trono».

No he conocido más cielo que el de Cuba: mis ojos no han visto las grandes ciudades con palacios de mármol, ni he respirado el perfume de la gloria: pero acá en mi mente se desarrollaba, a la manera de un magnífico panorama, un mundo de opulencia y de grandeza, y en mis insomnios devorantes pasaban delante de mí coronas de laurel y mantos de púrpura. A veces veía a Carlota como una visión celeste, y la oía gritarme «¡Levántate y marcha!». Y yo me levantaba, pero volvía a caer al eco terrible de una voz siniestra que me repetía: «¡Eres mulato y esclavo!».

Pero todas estas visiones han ido desapareciendo, y una imagen única ha reinado en mi alma. Todos mis entusiasmos se   —139→   han reasumido en uno solo: ¡el amor! Un amor inmenso que me ha devorado. El amor es la más bella y pura de las pasiones del hombre, y yo la he sentido en toda su omnipotencia. En esta hora suprema, en que víctima suya me inmolo en el altar del dolor, paréceme que mi destino no ha sido innoble ni vulgar. Una gran pasión llena y ennoblece una existencia. El amor y el dolor elevan el alma, y Dios se revela a los mártires de todo culto puro y noble.

En este momento, Teresa, yo le veo grande en su misericordia y me arrojo confiado en su seno paternal. Los hombres le habían disfrazado a mis ojos, ahora yo le conozco, le veo, y le adoro. Él acepta el culto solitario de mi alma... Él sabe cuánto he amado y padecido: esas blancas estrellas, que velan sobre la tierra y oyen en el silencio de la noche los gemidos del corazón, le han dicho mis lamentos y mis votos. ¡Él los ha escuchado! Yo muero sin haber mancillado mi vida: ¡yo muero abrasado en el santo fuego del amor! No podré   —140→   hacer valer delante de su trono eterno las virtudes de la paciencia y de la humildad, pero he poseído el valor, la franqueza y la sinceridad: Estas cualidades son buenas para la fuerza y la libertad, y en el esclavo han sido inútiles a los otros y peligrosas para él, pero han sido involuntarias.

Los hombres dirán que yo he sido infeliz por mi culpa; porque he soñado los bienes que no estaban en mi esfera, porque he querido mirar al sol, como el águila, no siendo sino un pájaro de la noche; y tendrán razón delante de su tribunal pero no en el de mi conciencia: ella respondería.

Si el pájaro de la noche no tiene ojos bastante fuertes para soportar la luz del sol, tiene el instinto de su debilidad, y ningún impulso interior más fuerte que su voluntad, le ha lanzado a la región a que no nació destinado. ¿Es culpa mía si Dios me ha dotado de un corazón y de un alma? ¿Si me ha concedido el amor de lo bello, el anhelo de lo justo, la ambición   —141→   de lo grande? Y si ha sido su voluntad que yo sufriese esta terrible lucha entre mi naturaleza y mi destino, si me dio los ojos y las alas del águila para encerrarme en el oscuro albergue del ave de la noche, ¿podrá pedirme cuenta de mis dolores? Podrá decirme: «¿Por qué no aniquilaste el alma que te dí? ¿Por qué no fuiste más fuerte que yo, y te hiciste otro y dejaste de ser lo que yo te hice?».

Pero si no es Dios, Teresa, si son los hombres los que me han formado este destino, si ellos han cortado las alas que Dios concedió a mi alma, si ellos han levantado un muro de errores y preocupaciones entre mí y el destino que la providencia me había señalado, si ellos han hecho inútiles los dones de Dios, si ellos me han dicho: «¿Eres fuerte?, pues sé débil. ¿Eres altivo?, pues sé humilde. ¿Tienes sed de grandes virtudes?, pues devora tu impotencia en la humillación. ¿Tienes inmensas facultades de amar?, pues sofócalas, porque no debes amar a ningún objeto bello y puro y digno de inspirarte amor. ¿Sientes la   —142→   noble ambición de ser útil a tus semejantes y de emplear en el bien general y en tu gloria, las facultades que te oprimen?, pues dóblate bajo su peso y desconócelas, y resígnate a vivir inútil y despreciado, como la planta estéril o como el animal inmundo...». Si son los hombres los que me han impuesto este horrible destino, ellos son los que deben temer al presentarse delante de Dios: porque tienen que dar una cuenta terrible, porque han contraído una responsabilidad inmensa.

¿Saben ellos lo que pude haber sido...? ¿Por qué han inventado estos asesinatos morales aquellos que castigan con severas penas al que quita a otro hombre la vida? ¿Por qué establecen grandezas y prerrogativas hereditarias? ¿Tienen ellos el poder de hacer hereditarias las virtudes y los talentos? ¿Por qué se rechazará al hombre que sale de la oscuridad, diciéndole: «vuelve a la nada, hombre sin herencia, y consúmete en tu cieno, y si tienes las virtudes y los talentos que faltan a tus dueños, ahógales, porque te son inútiles»?

  —143→  

¡Teresa!, qué multitud de pensamientos me oprime... La muerte que hiela ya mis manos aún no ha llegado a mi cabeza y a mi corazón. Sin embargo, mis ojos se ofuscan... paréceme que pasan fantasmas delante de mí. ¿No veis? Es ella, es Carlota, con su anillo nupcial y su corona de virgen... ¡pero la sigue una tropa escuálida y odiosa...! Son el desengaño, el tedio, el arrepentimiento... y más atrás ese monstruo de voz sepulcral y cabeza de hierro... ¡lo irremediable! ¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: «En la tumba». ¿No oís una voz, Teresa? Es la de los fuertes que   —144→   dice a los débiles: «Obediencia, humildad, resignación... ésta es la virtud». ¡Oh!, yo te compadezco, Carlota, yo te compadezco aunque tú gozas y yo expiro, aunque tú te adormeces en los brazos del placer y yo en los de la muerte. Tu destino es triste, pobre ángel, pero no te vuelvas nunca contra Dios, ni equivoques con sus santas leyes las leyes de los hombres. Dios no cierra jamás las puertas al arrepentimiento. Dios no acepta los votos imposibles. Dios es el Dios de los débiles como de los fuertes, y jamás pide al hombre más de lo que le ha dado.

¡Oh, qué suplicio...! No es la muerte, no son vulgares celos los que me martirizan; sino el pensamiento, el presentimiento del destino de Carlota... ¡verla profanada!, ¡a ella! A Carlota, flor de una aurora que aún no había sido tocada sino por las auras del cielo... ¡Y el remedio imposible...! ¡Lo imposible! ¡Qué palabra de hierro...! Y éstas son las leyes de los hombres, y Dios calla... ¡y Dios las sufre! ¡Oh!, adoremos sus juicios inescrutables... ¿quién puede   —145→   comprenderlos...? Pero no, no siempre callarás, ¡Dios de toda justicia! No siempre reinaréis en el mundo error, ignorancia y absurdas preocupaciones: vuestra decrepitud anuncia vuestra ruina. La palabra de salvación resonará por toda la extensión de la tierra: los viejos ídolos caerán de sus inmundos altares y el trono de la justicia se alzará brillante, sobre las ruinas de las viejas sociedades. Sí, una voz celestial me lo anuncia. En vano, me dice, en vano lucharán los viejos elementos del mundo moral contra el principio regenerador: en vano habrá en la terrible lucha días de oscuridad y horas de desaliento... El día de la verdad amanecerá claro y brillante. Dios hizo esperar a su pueblo 40 años la tierra prometida, y los que dudaron de ella fueron castigados con no pisarla jamás: pero sus hijos la vieron. Sí, el sol de la justicia no está lejos. La tierra le espera para rejuvenecer a su luz: los hombres llevarán un sello divino, y el ángel de la poesía radiará sus rayos sobre el nuevo reinado de la inteligencia.

  —146→  

¡Teresa! ¡Teresa! La luz que ha brillado a mis ojos los ha cegado... no veo ya las letras que formo... las visiones han desaparecido... la voz divina ha callado... una oscuridad profunda me rodea... un silencio... ¡No!, lo interrumpe el estertor de un moribundo, y los gemidos que arranca la pesadilla a una vieja que duerme. Quiero verlos por última vez... ¡pero yo no veo ya...! quiero abrazarlos... ¡mis pies son de plomo...! ¡Oh, la muerte! La muerte es una cosa fría y pesada como... ¿como qué? ¿con qué puede compararse la muerte?

¡Carlota!... acaso ahora mismo... ¡Muera yo antes, Dios mío...! mi alma vuela hacia ti... adiós, Teresa... la pluma cae de mi mano... ¡adiós...!, yo he amado, yo he vivido... ya no vivo... pero aún amo.

*  *  *

Pocos días después de la muerte de la religiosa, Carlota, cuya delicada salud declinaba visiblemente, manifestó a su marido el deseo de probar si la mejoraban   —147→   los aires de Cubitas, reputados generalmente por muy saludables.

En efecto, a principios del mes siguiente dejó la ciudad, y acompañada únicamente de Belén y dos de sus más fieles esclavos, trasladose a Cubitas, donde fue recibida por todos aquellos honrados labriegos con manifestaciones del mayor regocijo.

Su primer cuidado fue preguntar por la vieja Martina al mayoral de la estancia, pero con gran pesar supo que había muerto hacía seis meses.

-La buena vieja -añadió el mayoral-, desde la muerte de Sab y de su último nieto puede decirse que no vivía. Constantemente enferma sólo se la veía salir todas las tardes, cerca de anochecer, amarilla y flaca como un cadáver, para ir a su paseo favorito seguida de su perro.

Carlota no tuvo necesidad de preguntar cuál era su paseo favorito, pues un labriego que se hallaba presente añadió inmediatamente:

-Es muy cierto lo que dice mi compadre: todas las noches cuando venía yo de mi estancia   —148→   veía dos bultos, uno grande y otro más pequeño, a los dos lados de la cruz de madera que pusimos sobre la sepultura del pobre Sab, y donde también enterramos al nieto de Martina. Aquellos dos bultos no llamaban ya la atención de nadie: todos sabíamos que eran la vieja y el perro. Desde que murió la una ya no vemos más que un bulto, pero ése está constantemente allí. De día y de noche se ve al pobre Leal tendido al pie de la cruz, y sólo desampara su puesto alguna que otra vez, para venir a recibir de mi compadre algún hueso o piltrafa.

-Eso no es exactamente verdad -repuso el mayoral-, que no pocas veces son buenas presas de vacas, y no piltrafas ni huesos, las que se engulle el tal animalillo. Pero, ¿quién ha de tener corazón para negarle un bocado a ese perro tan fiel, que pasa su vida al lado de los huesos de sus amos, y que además está ya viejo y ciego?

La señora de Otway despidió a los dos interlocutores dándoles pruebas de su generosidad, y manifestándose agradecida al   —149→   mayoral de la que, según decía, había usado con el pobre animalillo que ya no tenía dueño.

Permaneció más de tres meses en Cubitas, pero su salud continuaba en tan mal estado y vivía en un retiro tan absoluto, que nadie volvió a verla en la aldea. Al principio hablábase mucho entre los estancieros de aquella rara dolencia de la señora de Otway, que nadie, ni aun su esclava favorita, acertaba a calificar; y se murmuraba la indiferencia de su marido que la dejaba sola en situación tan delicada. Pero bien pronto la atención de los pocos habitantes de la aldea fue llamada hacia otra parte y se dejó de pensar en Carlota.

Circulaba rápidamente la voz de un acontecimiento maravilloso, cual era que la vieja india, al cabo de medio año de estar enterrada, volvía todas las noches a su paseo habitual, y que se la veía arrodillarse junto a la cruz de madera que señalaba la sepultura de Sab, exactamente a la misma hora en que lo hacía mientras vivió   —150→   y con el mismo perro por compañero. Este rumor encontró fácil acceso, pues siempre se había creído en Cubitas que Martina no era una criatura como las demás. Los más incrédulos quisieron observar aquella pretendida aparición, y el asombro fue grande y la certeza absoluta cuando estos mismos confirmaron la verdad del hecho; sólo sí que adornado con la extraña circunstancia de que la vieja india al volver a la tierra, se había transformado de una manera singular, pues los que la habían sorprendido en su visita nocturna aseguraban que no era ya ni vieja, ni flaca, ni de color aceitunado, sino joven, blanca y hermosa cuanto podía conjeturarse, pues siempre tenía cubierto el rostro con una gasa.

El ruido de esta visión ocupaba exclusivamente las noches ociosas de los labriegos y nadie se acordó más de Carlota, hasta el día en que agravándose su dolencia se vio precisada a volverse a Puerto Príncipe.

Por una coincidencia singular aquel mismo día murió Leal y dejó de verse la visión.   —151→   Los observadores de la visitadora nocturna, cuando fueron aquella vez, sólo encontraron el cadáver del fiel animalito, que por dictamen del mayoral fue sepultado junto a sus amos: honor debido justamente a su prodigiosa lealtad.

Desde entonces nadie a vuelto sin duda a orar al pie de la tosca cruz de madera, único monumento erigido a la memoria de Sab: pero acaso se acuerde todavía algún sencillo labrador de la tierra roja, del tiempo en que una vieja y un perro venían a visitar aquella humilde sepultura, y de la visión misteriosa que posteriormente se dejó ver todas las noches por espacio de tres meses, en el mismo lugar.

Desearíamos también dar noticias al lector de la hermosa y doliente Carlota, pero aunque hemos procurado indagar cuál es actualmente su suerte, no hemos podido saberlo. Verosímilmente su marido, cuyas riquezas se habían aumentado considerablemente en pocos años, muerto su padre habrá creído conveniente establecerse en una ciudad marítima y de más consideración   —152→   que Puerto Príncipe. Acaso Carlota, como lo había previsto Teresa, existirá actualmente en la populosa Londres. Pero cualquiera que sea su destino, y el país del mundo donde habite, ¿habrá podido olvidar la hija de los trópicos, al esclavo que descansa en una humilde sepultura bajo aquel hermoso cielo?