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Salvador Rueda: el hombre y el poeta

Antonio A. Gómez Yebra


Universidad de Málaga




Entre 1857 y 1891

Salvador Rueda Santos nació el 2 de diciembre1 de 1857 en la pequeña localidad de Benaque, término municipal de Macharaviaya, en la provincia de Málaga. Eran sus padres Salvador Rueda Ruiz y María Santos Gallardo, sencillos y honrados jornaleros campesinos que vivían en una casita sencilla, de una sola planta, y que bautizaron al niño cinco días después imponiéndole el nombre de Salvador Francisco.

De los siete hijos nacidos en el hogar de los Rueda, sólo sobrevivieron el propio Salvador, Ubalda, y José Salvador, como una muestra más de la enorme mortalidad infantil de la época.

Se desconoce quién pudo enseñarle a leer y escribir, pero sí sabemos que desde bien niño fue aficionado a aprender en la mejor de las escuelas: la Naturaleza. De su contacto directo con el campo aprendió los nombres exactos de las cosas, la relación y necesidad que el hombre tiene de cada piedra y de cada ser vivo. Realmente, fue criado a los pechos de campos, mares y montañas, para recibir en su adolescencia una educación más que rudimentaria en el campo de las letras gracias al Padre Robles, quien desde la localidad de Benajarafe se trasladaba a Benaque para introducirlo en la senda de la latinidad y favorecerle la lectura de nuestros clásicos:

«En la lectura y en el estudio de los clásicos (á los cuales me he sabido de memoria en un tiempo) formé el poco de gusto literario que yo pueda tener; ellos han sido mi base, mi culto, mi guía, y creo que se necesita poca vista para no echar de ver, leyendo mis librejos, que de los clásicos desciendo, cosa de la que me enorgullezco»2.



También se enorgullecía de su contacto directo con la Naturaleza, su verdadera maestra, y nunca abominó de sus primeros trabajos y días, cuando, siguiendo el consejo paterno, intentó aprender, con escasa fortuna, varios oficios, incluido el de arriero:

«He pasado muchas veces carretera de Málaga a Vélez-Málaga hecho un pequeño arriero, un hijo de campo, con mi carga de poesías no sospechadas, en la cabeza, y mi alma rebosando sueños, para que se me puedan olvidar cada sitio, cada piedra, cada árbol Ese sol me ha dado a mí de plano en la cabeza cuando iba como sonámbulo bebiendo con el alma de par en par, esa naturaleza y esa luz»3.



Pero el de arriero, como otros oficios que intentó aprender, no era el suyo. No lo estaba esperando un trabajo manual propiamente dicho. Ni el de labrador, ni el de carpintero, ni el de panadero, acólito o pirotécnico. Su padre quería que se ganase la vida con sus manos, como él mismo hacía, pero el muchacho tenía otros intereses, que se despertaron en su primera visita a Málaga.

En la capital de la provincia descubre otro mundo y queda fascinado por él. Su visión de la urbe cosmopolita, ejerce como un imán sobre el muchacho que apenas había tenido ocasión de contemplar más que campos y, allá no tan cerca ni tan lejos (a una legua, dirá en cierta ocasión), el mar.

La ciudad de Málaga ensanchaba su mente y su corazón, verdaderamente agrestes, y, sin duda, simples, con esa sencillez del campesino noble, rebozado de luz, y tostado por el sol y el aire sano preñado de mil aromas y sonidos.

Hasta aquel momento el jovencísimo Salvador Rueda no había oído más música que los cantos de centenares de pájaros en libertad, o alguna que otra campanada o cántico litúrgico. Llega la hora de oír los carruajes, y las sirenas de los barcos y de las fábricas, así como el bullicio de las gentes ajetreadas.

Llega también la de llorar al padre muerto, que lo deja en una singular orfandad: siendo casi un niño todavía ha de convertirse en el cabeza de familia, para sacar adelante a sus hermanos y a su madre, a quienes siempre guardaría una especial devoción.

Es la suya una orfandad bien diferente a la de Villaespesa, cuya madre había fallecido cuando el futuro poeta era bien niño, pero cuyos parientes -también la segunda esposa de su padre4- se encargaron de aliviar concediéndole todos sus caprichos.

Rueda, al contrario que Villaespesa, tuvo que valerse por sí mismo y sacar a su familia adelante con no poco esfuerzo. Rueda, huérfano de padre como Juan Ramón Jiménez, mantuvo con su madre una especial relación de cariño que lo llevó a una constante preocupación y una dedicación continua, también de libros y poemas,

A doña María Santos Gallardo dedicó El libro de mi madre cuando ésta lo abandonó en 1906. Fue en ese momento cuando su sentimiento de orfandad lo aproximó al de Villaespesa, que, pese a su holgada situación económica, había llorado en numerosas ocasiones su orfandad.

Rueda no dejará de plasmar este sentimiento en hermosos versos:


«Mi hogar está tan triste como un sepulcro frío;
mi frente ya no tiene coronas de rocío;
mientras las palmas cruzan, llorando estoy por ti;
se fue cuanto quería, se fue cuanto adoraba,
se fue la compañera que el mundo me alegraba.
¡Te fuiste, y la tristeza colgó su sombra en mí!»5.



El hondo cariño que Rueda sentía por su madre ha llevado a algunos críticos a considerar un posible complejo de Edipo en el poeta malagueño, que parece poco digno de crédito.

Lo cierto es que Rueda, pese a su preocupación por la madre y los hermanos que dejaba en su pueblo natal, se trasladó a Málaga entre 1870 y 1875 para intentar hacer realidad su sueño de escritor.

En Málaga, tras intentar varios oficios6, inició sus colaboraciones en distintos medios con el sencillo seudónimo de «Dos y Medio»7, tras el que se escondían dos amigos de más entidad física que Rueda, y él mismo (Medio), publicando en el periódico El Mediodía, que dirigía Narciso Díaz de Escovar.

Descubiertos al fin, Salvador empieza a ser considerado como una firme promesa de poeta, y es amparado por Narciso Díaz de Escovar, que se convertirá en uno de sus primeros maestros y, con el tiempo, en uno de sus mejores amigos.

Durante ese periodo malagueño de aprendizaje, el poeta consigue algunos premios locales, y publicar en diversos periódicos y revistas. Hasta sacar a la luz Renglones cortos, en 1880, cuando sólo cuenta 22 años.

Aunque es alabado por los amigos, alguno de ellos le recomienda mayor estudio, algo a lo que el poeta, que siempre se sintió escasamente culto, se iba a dedicar durante el resto de sus días.

Tras haber escrito el poema «Arcanos», se lo envía con una dedicatoria a Núñez de Arce, y éste, al ser nombrado Ministro de Ultramar, lo llama para colocarlo en La Gaceta de Madrid en 1882.

Duró poco Gaspar Núñez de Arce en su cargo, y Rueda en el suyo, pero nuestro poeta tuvo tiempo para contactar con algunos de los hombres8 de la cultura del momento.

El propio Núñez de Arce le abre las puertas de su casa y su biblioteca, y Rueda pasa en ella algunas de las mejores y más fecundas horas de sus primeros años madrileños.

Lo nombran redactor-jefe de El Globo y publica también en El Imparcial y en La Diana, revista ésta que dirigía el joven poeta cordobés Manuel Reina. Da a la luz Noventa estrofas, Cuadros de Andalucía y Don Ramiro.

Sale también por entonces (1886) El patio andaluz, que Clarín juzgó positivamente, y El genio alegre (1887), de corte costumbrista.

Cuando regresa a la poesía, lo hace con Sinfonía del año (1888), con el que se pone a la cabeza de un movimiento literario aún por acomodarse: el Modernismo, Incluso Juan Ramón admitió que se había adelantado a ese movimiento;

«Rueda, con una valentía soberbia, arrancó de su lira unas notas desconocidas, nuevas, completamente nuevas por su harmonía [sic] de espíritu y de forma...; no habían acariciado las cuerdas de su lira brisas extranjeras... aquellas notas surgieron del fondo de su alma; limpias, puras, templadas sólo al calor de una intuición poderosa... El poeta había querido romper los mohosos moldes en que nuestra clásica poesía estaba dormida [...] y lanzó el poeta a los aires una noble semilla en cuyo vientre latían gérmenes de vidas plenas»9.



Salvador Rueda se colocaba en la avanzadilla del Modernismo10, aunque la mayoría de los estudiosos consideran que no fue capaz de mantener su postura, y que claudicó demasiado pronto ante las críticas, en especial las de Clarín. El poeta de Moguer lo señalaba;

«Aquel frescor súbito, aquella lluvia de rocío besó las frentes rugosas que, extremecidas [sic], se fruncieron...; entonces un haz de flechas de impotencia cayeron sobre el pecho del luchador...; el poeta tenía infantil timidez, y, envuelto entre el oleaje de un mar de furias, odios y rencores, dobló ¡afrente y calló, con un amargor de hiel y de desprecios en el alma, con un laurel verde abrazado a su corazón...»11.



Pero Rueda, humilde, provinciano, joven, tenía un alto concepto, y tal vez miedo de la corrosiva crítica de Clarín, a quien solicitó prólogos y reseñas de sus libros.

Y no se atrevió a seguir por la senda que había merecido la dura crítica del zamorano. En Estrellas errantes, su siguiente libro de poemas (1889), dio marcha atrás y en buena medida truncó su carrera como número uno del modernismo en germen. Algo que, desde luego, él siempre reivindicó para sí.

Publica entonces El gusano de luz, «novela andaluza», que no recibió el aplauso de la crítica, pues la consideraba excesivamente naturalista, pero sí el del público, que la hizo desaparecer de las librerías12.

Sólo Valera, entre los críticos que comentaron la obra, se muestra un tanto benévolo al juzgar, como hace, la relación entre Concha, la jovencísima protagonista, y su cincuentenario tío Sebastián, Acaso porque veía en la obra un magnífico cuadro de Andalucía -que también alabó Pereda- o porque tenía relación con su Juanita la Larga.

Para M.ª Isabel Jiménez Morales, frente a la postura de algunos críticos que consideraban la novela como demasiado naturalista o incluso pornográfica, en ella se confirma «el triunfo del amor, concebido como una fuerza natural y cósmica»13, algo que siempre late en cada pasaje donde Rueda se ocupa del tema amoroso-sexual.

Fue por esta época cuando Salvador, que estaba trabajando en su libro Granada y Sevilla. (Impresiones de viaje), mantuvo una relación con una misteriosa mujer sevillana a la que visitaba, y con la cual se iba a casar, según se anunció el 30 de mayo de 1888 en La Unión Mercantil Nunca se supo más de esa relación, que pudo haberle sugerido (o invitado a soñar) algunas páginas de El gusano de luz y otras obras14.

En 1890 obtiene un puesto en la Dirección General de Instrucción Pública (Archivos, Bibliotecas y Museos...) que le va a proporcionar una estabilidad económica muy apetecible. Ello le permitirá también dedicarse a leer y a escribir con tranquilidad. Dando ahora a la luz su famoso Himno a la carne en catorce sonetos que iba a escandalizar a sus amigos y a sus enemigos. Especialmente virulento fue Juan Valera, quien se quejaba del erotismo de los versos, fruto de una «lascivia de viejo».

Pero Rueda tenía entonces 32 años, y como invita a considerar A. Romero Márquez, el supuesto satanismo que el egabrense creyó ver en el poemario no se encuentra por ninguna parte. Y, «a la altura de nuestro tiempo resulta una travesura más bien inocente»15.

Como en toda la producción del malagueño, «Lujuria y naturaleza son sinónimos, y fecundidad y vida, con mejor acierto, complementarios»16. Rueda no tenía nada de satánico. En palabras de Juan Ramón, «era un bendito, de la mejor buena fe»17.

Lo que queda en el siglo XXI de erótico en El himno de la carne apenas se descubre en los poemas. Puede estar, en todo caso, en el ojo del lector. En el de los lectores hipócritamente púdicos o pudorosos, capaces de escandalizarse porque el poeta mira y admira el cuerpo femenino o se atreve, esto es lo más osado, a mirarse en un espejo y a gustar con sus labios el vino que resbala por los pechos de la mujer desnuda.

Porque el cohito (así lo define Rueda) que parece consumarse en el soneto XIV, queda tan velado por fermosas coberturas que se queda en:


«Tiembla mi cuerpo al golpe poderoso
de la llama que bate su firmeza,
y en nuestro ser palpita con fiereza
la sangre ardiente en ritmo impetuoso»18.



Y la exclamación final, a guisa de epifonema, del último terceto, apaga cualquier ímpetu sensual que pudiera haber acompañado a las metafóricas expresiones previas: «¡Qué tétrica es la vida!».

Con todo, El himno a la carne se vendió con rapidez, como cualquier libro censurado, y éste lo había sido por los críticos ceñudos y supuestamente virtuosos del momento.

Estos sí tuvieron palabras elogiosas para Granada y Sevilla, Bajo la parra, Tanda de valses y Cantos de la vendimia, que apreció Clarín, sin duda porque volvía con los temas de su tierra. Con este último libro pretendía llevar a cabo, en palabras del malagueño, «la revolución de la poesía castellana», tan necesitada de novedades. Pero C. Cuevas advierte que «el tono desusado de aquellos poemas, su espíritu renovador, el aire juvenil que los inspiraba y los temas vitales que exhibíanlos hacía inaceptables»19 para muchos. Porque se adelantaba a movimientos y poetas.

Por ejemplo, en su poema a María Guerrero, anticipa la poética de Vicente Huidobro:


[...]
«Yo la llamo Mari-ondina,
Mari-musa, Mari-diosa,
Mari-perla, Mari-rosa,
Mari-nácar, Mari-bruma,
Mari-encaje, Mari-espuma,
Mari-luz y Mari-posa»20.






De 1892 a 1933

En 1892 se cumplía el cuarto centenario del descubrimiento de América, y fue entonces cuando Rubén Darío, prácticamente desconocido en España, llega a Madrid. Rueda, uno de los pocos que habían leído Azul..., lo introduce en los círculos literarios y lo da a conocer entre poetas jóvenes y consagrados. Se convertía así en su valedor, en su amigo, y en uno de los que más sintió la potencia del influjo del nicaragüense.

Fue un momento crucial para nuestro poeta, deslumbrado por el vigor y la musicalidad de Darío, y asaeteado por la hiriente pluma de Clarín (otra vez Clarín) que consideraba al poeta americano como «un versificador sin jugo propio, como hay ciento», que no respeta «a la gramática ni a la lógica, y nunca dice nada entre dos platos»21.

Rueda publica En tropel, donde se siente el benéfico influjo de Darío y donde le dedica «El tablado flamenco», que aquél agradecerá.

Sus estrofas monorrimas en versos dodecasílabos son sabroso fruto modernista, y descuellan con luz y sonido propios:


«Pájaros brillantes y flecos de oro
el mantón desborda del pecho sonoro,
que al lanzar valiente su trino canoro
deja que retiemblen los flecos de oro»22.



Darío disfrutaría con la visión poética de la bailaora flamenca en su tablado, que seguramente tuvo ocasión de contemplar en vivo y en directo en el Madrid de entonces, acaso acompañado por el mismo Rueda y, muy posiblemente, con Villaespesa, el máximo exponente entonces de la bohemia modernista.

En el poemario no solamente tiene cabida la mujer meridional que baila con movimientos que excitan la lujuria de los parroquianos, sino también cosas y casos de otras partes de la geografía española (Asturias, Castilla), que lo hacen apto para cualquier paladar.

En 1893 Rueda está a punto de ser trasladado a Filipinas, pero al ser nombrado Oficial Tercero de Administración Civil, se queda en Madrid, terminando Sinfonía callejera, en prosa y verso, combinación propia de Azul..., que ya empieza a conocerse.

Poco después sale La bacanal, donde «se dan elementos que constituyen la esencia del modernismo. En primer lugar, hay que destacar la temática, que toma de la mitología escenas que son representación plástica de una realidad. En segundo lugar, la forma. Elige el soneto como modelo de expresión»23.

En la primera parte del libro (trece sonetos) aborda un desfile pagano en el Coliseo romano, con la mitología latina al fondo. Rueda busca la plasticidad, se queda con el dibujo, con el contorno de las cosas. Es más bien el poeta objetivo que ofrece la mirada, pero oculta el sentimiento24.

En la segunda parte (nueve sonetos) abordó temas españoles y americanos, aunque todavía no había viajado a América, La bacanal es para Ricardo Llopesa el primer libro con huellas visiblemente parnasianas, y que esta influencia, si no procede directamente de Azul..., es evidente que Azul..., le permitió comprender el rumbo estético de la nueva poesía, de la que él había percibido la forma y el ritmo25.

En 1894 el poeta de Benaque se incorpora al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, y publica El ritmo, a petición del crítico catalán J. Ixart, basándose en la recreación de las cartas que le había dirigido con tal motivo.

Para Rueda «todo lo que nuestros ojos leen y todo lo que nuestros labios hablan es metro y ritmo». Por ello toma un párrafo de un artículo político publicado en El Liberal y lo descompone en trozos con los cuales configura varias estrofas, demostrando así que cualquier ritmo puede engendrar estrofas.

El ritmo le permite abordar todo tipo de asuntos poéticos y metapoéticos, incorporando incluso algunas críticas y prólogos a libros determinados donde muestra su peculiar forma de interpretar la poesía.

De los artículos y reseñas que tienen cabida en la segunda parte del libro llama la atención a no pocos críticos el comentario sobre Dijes y Bronces, de Máximo Soto Hall. En él pretende desmarcarse de la escuela francesa porque ésta

«cultiva la frase por la frase sin otra trascendencia; el asunto, si bien se mira, es un pretexto muchas veces para lucir el chisporroteo del estilo, el esmalte de las imágenes, la orfebrería literaria de un arte que rinde un culto apasionado á las palabras, á los sonidos, á los colores, á las músicas, a las luces, pero que, como digo antes, no agarra, no prende á la realidad, ni tiene como base el sentimiento de todo ese color hecho emoción honda, franca y fuerte. Es un color inventado, surgido del roce de las frases, de las elegancias de la dicción, de la originalidad que busca vocablos eufónicos, voces musicales, palabras escultóricas, todo iluminado por una policromía brillante y seductora»26.



Pero no puede desligarse totalmente de la escuela «parisina», porque sabe que, en el fondo él también ha utilizado sus premisas:

«¿Que sí me gusta el modo de escribir de esos artistas?

A mí me gusta todo, con tal de que parta de un temperamento de artista»27.



Rueda está viviendo alguno de sus mejores momentos, como prueban la petición de Ixart, y el testimonio de Manuel Machado y otros poetas contemporáneos. Pero cuando Rubén Darío regresa a España en 1899, todo empezará a cambiar.

Darío va a ser considerado la estrella rutilante del modernismo, y a Rueda le va a quedar un papel secundario. Aunque todavía esté formando parte de ese bloque constitutivo de la nueva tendencia poética, con Villaespesa, los Machado, el propio Rubén y el jovencísimo Juan Ramón, que llega a Madrid el Viernes Santo de 1900, a Rueda le espera la incomprensión e incluso un duelo con el nicaragüense.

Publica El País del Sol y Piedras preciosas, que supone la culminación del tema helenístico en su poesía según C. Cuevas. Incluso estrena La Musa en el Odeón de Buenos Aires y en La Coruña.

Pero Darío y Rueda se habían tirado los trastos a la cabeza. Aquél considerándose el auténtico creador del Modernismo y relegando a Rueda a la secundaria figura de discípulo suyo. Cuando se ocupa de «Los poetas» (24 de agosto de 1899), tras confirmar que en el malagueño se cumple la palabra del celeste Francis Jammes («Los que más se hayan nutrido con las migajas de tu mesa, los que te atacarán serán aquellos que más te hayan imitado y aun plagiado»), señala aparentemente cariñoso: «Los últimos poemas de Rueda no han correspondido a las esperanzas de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara; quiso tal vez ser más accesible al público, y por ello se despeñó en un lamentable campoamorismo de forma y en un indigente alegorismo de fondo. Yo, que soy su amigo y que le he criado poeta28, tengo el derecho de hacer esta exposición de mi pensar»29.

A Rueda no le sentó nada bien aquella afectada muestra de cariño, pues de ninguna manera se consideraba un segundón, sino el verdadero iniciador de la renovación poética española.

Se había iniciado una rivalidad que superaba los alcances poéticos y se extendió a lo personal, durante el resto de sus vidas, pese a que siguieron siendo aparentemente amigos30. Una carta de Rueda a Narciso Alonso Cortés en 1925 así lo demuestra:

«Y por último, Rubén Darío, de Nicaragua, trajeron, más éste que los anteriores, otro tren cargado con la decadencia [...] Todo ese bagaje libresco, todo ese vicio de cultura, detritus decadente, cayó sobre la salud de mi invasión de Naturaleza y forcejearon ambas tendencias. Siendo infinitamente mayores en número los imitadores franceses que los creadores españoles reintegradores de la Vida, los mecanógrafos constituyeron fácil río»31.



Sin embargo, Richard Cardwell, que analiza el desarrollo del modernismo en España, señala que «entre Rueda y Darío hay muchas semejanzas de tema, intención, estilo y métrica [...] Los dos poetas ensalzaban la Belleza y el Arte como valores supremos; cantaban la forma desnuda de la mujer y los placeres sexuales; usaban efectos verbales sonoros y un colorido rico y detonante [...] introdujeron imágenes poéticas que iban a ser la piedra de toque del modernismo [...] [y] se arrogaron el honor de haber comenzado una etapa que en realidad habían llenado los experimentos métricos de Espronceda, Gómez de Avellaneda, Bécquer, Rosalía de Castro y otros»32.

Rueda tragó saliva, contestó con fuerza, y siguió erre que erre con su trabajo, sus lecturas, y su dedicación a las letras, que le iba a suponer en 1906 otro aldabonazo con la publicación de su novela La cópula.

Y otra vez era con el asunto del sexo por medio. Tachada de novela pornográfica de la peor especie, Rueda intentaba que de ninguna manera se viera como tal. Para él la unión de un hombre y una mujer (sean Sebastián y Concha o David y Rubí) era un manifiesto más de la Naturaleza; «el sexo -en la obra del malagueño- no es sino la llamada a perpetuar la vida y hacer desbordar la Naturaleza» -dice Cuevas33- por eso en las relaciones sexuales todo es limpio, primigenio, anterior y ajeno al pecado: la unión sexual es un acto creador de origen divino:

«Así como Rubí era en lo femenina, ensoñadora y delicada, la mitad de la vida, la Mujer, David era el organismo Varonil ¿Es esta, pues, la novela sintética de la Materia? Sí, y por eso se titula santamente LA CÓPULA, El alma turbia que no vea en mi intento algo alto y grande, digno de la vasta reproducción de los átomos en la vida universal, debe cerrar este libro, pues no se ha escrito para ella, Está escrito mirando al Sol y a Dios, que son las dos fuentes de la Vida»34.



En esos años, el de Benaque sigue publicando: Fuente de salud, Trompetas de órgano, Lenguas de fuego, La procesión de la Naturaleza y El poema a la mujer. En este último, con la mujer idealizada, aparece el poema «Cópula eterna» donde canta a la fecundidad de la tierra, fertilizada por los rayos del sol:


«La sonda de tu luz hunde y dilata
en la enorme matriz germinadora,
y, al polen de tu llama creadora,
el mundo entero se estremezca y lata»35.



Mujer, hembra, tierra, son entidades semejantes, destinadas a una misma función: ser fecundadas por las eternas ansias masculinas. Su respuesta ha de ser siempre la misma: «un eterno madurar de frutos, [...] un perpetuo florecer de abriles»36.

Salvador publica sin parar -La guitarra, Vaso de rocío (Idilio griego)-, y siente por segunda vez la tentación de incorporarse a la oficialidad con un sillón en la Academia, Pero su deseo, que contrasta con su genuina humildad, no llega a concretarse. Acaso porque no supo hacer labor de pasillo, o porque sus detractores eran muy fuertes y estaban muy enconados a esas alturas.

Por otra parte, fallece el 27 de septiembre de 1906 su madre, a la que profesaba un tierno afecto, y a la que había visitado con mucha frecuencia.

El sentimiento de orfandad que le acompañó desde entonces lo lleva a alejarse de Madrid. Visita Alicante, y es alojado en la isla de Tabarca, donde acaba sus Zumbidos del caracol. Se le nombra Cronista, ponen su nombre a una calle de la capital, y se le concede el título de hijo adoptivo. Rueda no había esperado tanto cariño, y decide tomar Tabarca como lugar de descanso hasta su regreso definitivo a Málaga en 1919.

Le hubiera gustado recibir algún tipo de honor en su querida Málaga, pero tuvo que ser en Albacete donde se ciñera a sus sienes una corona floral, que lo consagraba como poeta.

Su consagración definitiva le llegaría en sus cinco viajes a América, que inició en 1909. Allí iba a recibir el aplauso cordial y una nueva coronación, en La Habana37, como poeta. Llegará a ser considerado «El poeta de la raza», y a la vuelta del primer viaje se encontró con el nombramiento de hijo adoptivo de Málaga.

En sus siguientes viajes a América y Filipinas no dejará de recibir aplausos y todo tipo de felicitaciones. Y fruto de aquellos será Cantando por ambos mundos38, que puede considerarse un segundo volumen de sus obras completas39.

Pero los viajes suponen un gran cansancio y algunas enfermedades que se cobrarán su tributo: al regreso del último de sus periplos se encuentra cansado y viejo, pero, especialmente, olvidado por su público español y por las nuevas hornadas de poetas.

De modo que pide y consigue el traslado a Málaga para pasar en su tierra natal los últimos años de su vida.

Llegaba con 67 años, y, aunque visitaba a caballo el balneario de Tolox, para intentar aliviarse de su vieja afección bronquial, se estaba acercando a pasos agigantados a la ancianidad.

Sus ojos, que tantas páginas habían surcado en precarias condiciones de luz, durante muchos años, llega un momento en que no le permiten leer: está prácticamente ciego. Una buena operación le permitió recuperar la vista en 1925.

Lo nombran co-director y propietario del diario de Jaén El Pueblo Católico y Académico Correspondiente de la Española.

Vivía en una casita a los pies de la Alcazaba malagueña40, mirando hacia el mar, donde no pasaba desapercibido, pero tampoco fue objeto de grandes homenajes. José Luis Cano lo retratará así en sus últimos años:

«Parece que le estoy viendo: pequeñito, limpio, humildemente vestido con su traje de dril blanco, su corbatilla negra y su castorita ya desteñida por el tiempo y la fuerza del sol malagueño. No le conocí nunca otra clase de sombrero. Tal fidelidad al sombrero de paja la conservó, que yo sepa, hasta la ruina total de éste, allá por los años últimos de la dictadura. Así le veía yo pasear por Málaga, con un aire de viejecillo simpático y risueño, vagabundeando por el Parque, que él tanto quería, y por los anchos muelles soleados, con una mirada perdida en la vaga lejanía malva de los montes, o en el azul quieto y resplandeciente del puerto»41.



Se resentía de los bronquios, algo ya crónico en él, pero estaba bien atendido por el doctor D. Manuel Pérez Bryan. Ya en 1924 se había encontrado tan mal de aquella afección que esperaba una muerte próxima:

«Aunque tú no creas en mis males, estoy ahora perdido de la respiración [sic], de tal manera que á pesar de todo un sabio plan médico, algunas noches creo morir. Tan agudizada está esta crónica enfermedad mía, que no se si llegaré á mi jubilación, a pesar de que solo faltan unos meses»42.



Tuvo que esperar para que se le concedieran algunos reconocimientos, consiguiendo sus amigos que se le erigiera un monumento por suscripción popular. Repartía sus días en actos culturales, tertulias, paseos, estancias en el campo, y algunas sesiones de cine, que le llamaba poderosamente la atención.

En 1929 publicará aún El Milagro de América43, cuyo manuscrito regaló con tachaduras de su puño y letra a un amigo de entonces, Salvador Gutiérrez Ruiz. Era un libro terminado 11 años antes, «escrito para los niños, y también para todos los hombres de nuestra raza»44.

A finales de 1931 editó aún El poema del beso, con cincuenta sonetos de tinte postmodernista, «El beso de Dios» propone tal acontecimiento como el impulso creador por excelencia.



«Dio el primer beso Dios, y aún se deslía;
dejó la Creación con su amor llena;
como quien vuelve ritmo una cadena,
ató mar, tierra y cielo a su armonía.

Tendió de pecho a pecho la poesía;
fundó el nacer, morir, placer y pena,
y de Él voló, ya sabia, la colmena
a hilar rubios milagros de ambrosía.

Multiplicó en prodigios su hermosura,
volcó en todas las almas su ternura,
hizo la grave ciencia melodía.

Los siglos, al pasar, va deshojando,
razas y razas va desenlazando,
y el Beso se deslía, se deslía»45.



Por entonces, el poeta «era un anciano de estatura no muy aventajada, magro y ágil Sus mejillas se plegaban en dos hondas arrugas, que servían de marco al recortado bigote. El cabello, blanco ya, todavía alborotábase gallardamente hacia la izquierda del cráneo. Los ojos brillaban aún, pero entre un dédalo de pequeños surcos que habían labrado los años en su tez. A pesar de sus largas etapas en Málaga y en Madrid, y de sus viajes, el poeta nunca perdió por completo el aire campesino de su mocedad»46.

Y le faltaba poco para que la arteriosclerosis acabara con aquella vida tan humilde y en tantos aspectos desapercibida, pero tan fértil poéticamente. El sábado 1 de abril de 1933 falleció y fue enterrado el domingo en el cementerio de San Miguel

Se hizo una mascarilla de su cara47 y se tomó un molde de su mano derecha. Bastantes años más tarde el Ateneo de Málaga haría esculpir su busto en la lápida sepulcral.




La obra y el hombre

Había sido un hombre entregado totalmente a su vocación, la de la poeta; una vocación que le venía desde la niñez, y que consideraba fruto de su etapa campesina, cándida y tierna, una época que jamás olvidó y que continuó revitalizando durante sus reiteradas vueltas a la tierra natal para estar al lado de los familiares más queridos.

Su sencillez a toda prueba le hizo vivir modestamente, y no preocuparse en exceso por lo material, como no fuera para obtener algún favor para algún amigo o pariente próximo. Su casa, y los diversos habitáculos en que se hospedó nunca fueron espacios lujosos, quedando deslumbrado especialmente por el palacio de Tabarca.

Antes de su viaje a América pedía que durante su estancia al otro lado del océano su habitación fuera nada ostentosa, humilde, como él mismo.

Recién fallecido, en su casita de la Alcazaba no quedaban grandes tesoros: una mesita, una reproducción de la Victoria de Samotracia en escayola, algunas banderitas, lazos, trofeos con que fue obsequiado en América, algunos retratos, coronas de bronce, una foto de su madre y poco más48.

Lo mejor había quedado en sus versos, en sus relatos y novelas, en sus críticas, en su talante de hombre bueno, en su cordial simpatía, en su generosidad, que le había ido haciendo desprenderse de sus obras.

Su sentido de la humildad, que procedía de sus orígenes campesinos tanto o más que de su propio carácter, lo llevó a intentar congraciarse con todo el mundo, y a evitar contrariar a los críticos exigentes y las personas de más influjo. De ahí su necesidad de contentar a Clarín, a Valera, a Pereda, y de no molestar a Núñez de Arce, a quien no había nombrado en las primeras cartas a Ixart, que configuraban El ritmo:

«Al llegar aquí, un escritor me hace notar que no he incluido en el número de los poetas cuyas rápidas semblanzas dejo hechas, al Sr. D. Gaspar Núñez de Arce, y no consiste esa omisión en que no me haya acordado de la personalidad simpática del gran artífice, sino en que lo considero un artista especial, digno de un especial estudio»49.



Un estudio, por cierto, que jamás llegó a realizar. Pero Rueda tenía cierto remordimiento de conciencia porque se sentía en deuda con quien había sido maestro, amigo y protector, aunque terminase distanciándose notablemente de sus posturas estéticas.

En cuanto a éstas, Rueda vivió en un continuo tira y afloja consigo mismo, con el costumbrismo y con el modernismo, algo en lo que coinciden prácticamente todos los estudiosos de su obra.

Según Gerardo Diego, «Rueda pertenece tanto al siglo XIX como al XX, Mejor dicho, es esencialmente un poeta del XIX que sobrevive en el XX. Rueda aparece formado con los datos esenciales de su personalidad antes que Darío, y él tuvo siempre buen cuidado de reivindicar esa prioridad indiscutible. [...] Salvador Rueda fue, por lo tanto, uno de los modernistas relegados». Y, en ese sentido, Federico de Onís afirma: «los aciertos de Salvador Rueda son innumerables; [...] de su obra varia y multiforme ha surgido una influencia difusa que se encuentra por todas partes, y [...] es uno de los poetas más completos y espontáneamente originales de esa época»50.

Todos, incluso aquellos para quienes pudo llegar a ser un «putrefacto», bebieron de él, desde García Lorca a Alberti, desde Prados a Altolaguirre.

En algún momento, especialmente al principio, fue considerado como «el Mesías de la poesía española que surgió hacia el año 85 para salvarnos de las rutinarias odas quintanescas y de la zafia imitación de los campoamorianos»51.

Había llegado a la Corte desde su tierra andaluza, llenos los ojos de sol y rebosando su corazón de bríos juveniles, con su asombrada ignorancia a cuestas, con su fértil lucidez de «paisano» que ha bebido directamente de las ubres de la Naturaleza todo el caudal de su poesía.

Era su poesía la del hombre mirón, la del voyeur, la del que se extasiaba ante cada novedad, ante cada explosión de vida. Había aprendido que el mundo es un fruto, que éste salía de una flor cuyo pistilo había sido fecundado. Y él se sentía fecundado también por una fuerza interior que lo llevaba a cantar todo lo que entraba por sus pupilas.

Había visto roturar la tierra, sembrarla, regarla, recoger los frutos, y había comprendido que debía dar las gracias por todo ello. También él era buena tierra, y estaba dispuesto a dar el ciento por uno, como ocurría en aquella parábola que había oído de pequeño en la iglesia de Benaque: «Aprovechando lo que había aprendido en la Naturaleza, de ella escribí las impresiones que fueron la base de la revolución de la lírica española»52.

Pero también había leído, en interminables jornadas; todo tipo de obras, desde las clásicas hasta las de más rabiosa actualidad; de Literatura, pero también de Filosofía, de Arte... Y se había detenido muchas horas en la gozosa contemplación de las obras de arte con referente mitológico. Sus nuevos descubrimientos, los que pertenecían a la Naturaleza modificada por la sabia mano de un artista, ensancharon su innata capacidad de admiración ante lo bello.

A la hora de escoger el camino más adecuado para demostrar su portentosa capacidad lírica se encontró ante una doble posibilidad: avanzar, a tientas53, por un camino nuevo, o moverse por caminos más o menos trillados, Encontró la senda nueva, pero no fue capaz de desentenderse de los perros que ladraban a su alrededor54. De modo que vivió y, sobre todo, escribió, sintiéndose culpable por no haber sido capaz de dar el paso definitivo. El paso que lo hubiera convertido, sin ningún tipo de duda, en el cabeza de serie de su generación.

Por eso, escribe y escribe sin parar, muchas veces forzando a la Musa, sin conceder el tiempo imprescindible a la meditación, que le hubiera exigido una revisión más. Intentando demostrar que «podía», pero lastrado siempre por su equivocada decisión cuando le tocó plantearse ser o no ser el rompedor, entregarse en cuerpo y alma a innovar.

De esta forma es fácil encontrar en nuestro poeta cumbres altísimas de lirismo, expresiones, versos y poemas muy afortunados, junto a otros que rozan lo vulgar, cuando no caen en lo superficial, en el filosofismo barato, incluso en el mal gusto.

Cierto que, en ocasiones, lo hizo para contrarrestar cierto esnobismo que descubría en poetas de su tiempo, en especial aquellos que se dejaron encandilar por la tendencia «afrancesada» de quienes seguían a Rubén Darío.

Rueda, en 1925, seguía condenando la influencia francesa en las letras españolas. Se advierte, por ejemplo, en la citada carta dirigida por entonces a Narciso Alonso Cortés, que éste reprodujo, y se ha seguido haciendo, subrayando irónicamente la ortografía del poeta malagueño:

«Muertos Hugo, Muset [sic], Lamartín [sic] y demás dioses mayores de la Francia grande, crearon los diosecitos e idolitos. Mallarmé, Bodeler [sic], Verlen [sic] Moreas y toda una legión florecía entre las excentricidades del Barrio Latino de París»55.



Españolizar gráficamente los nombres de los autores franceses no es una señal de desconocimiento de su correcta ortografía56, sino otra muestra de irreverencia ante los «diosecitos» y de defensa de nuestra propia producción.

Los aciertos de Salvador Rueda son tantos que merece un lugar destacado en las letras hispánicas. Porque el poeta de Benaque, tan excesivo, tan poco reflexivo en ocasiones, tan irregular, consiguió renovar la poesía española en cuestiones formales, utilizando todo tipo de versos, muchos de ellos prácticamente en desuso ya; el eneasílabo, el dodecasílabo simétrico y el de seguidilla, el hexasílabo, el heptasílabo, el dificultoso pentadecasílabo, el heptadecasílabo, el octodecasílabo... Muchos de ellos en series polimétricas, o en versos blancos. Quiso y consiguió la renovación del verso castellano, mucho más allá de lo que se suele aceptar en los trabajos sobre su obra poética.

Aunque algunos cuestionan todas las «novedades» poéticas que el propio Salvador se arrogaba57, que eran muchas. Especialmente las que se refieren a la incorporación de metros nuevos, como el dodecasílabo para el soneto, o modalidades poco usadas del endecasílabo, o variaciones en la rima de los tercetos.

Hay que reconocer a Rueda que se desvivió por utilizar nuevos moldes, y por revitalizar el dodecasílabo -aquí es difícil negarle el pan y la sal- aunque el dodecasílabo fuera un verso especialmente clásico en las letras castellanas.

El verso era, para él, más importante que la estrofa:


«La estrofa es un grupo de acordes triunfales,
un haz de equilibrios y justas cadencias,
que llevan, en hombros de alturas iguales,
la idea hecha ritmos, colores y esencia»58.



Sus descubrimientos son genuinos, especialmente los de su juventud, que lo llevan a exclamaciones de contenido gozo cuando encuentra alguna novedad, o alguna aparente novedad, como también le ocurre, y que lo es, porque él la descubre por sí mismo, sin necesidad de haber estudiado profundos y eruditos manuales de versificación.

Para él, que amaba el cómputo, que defendía la musicalidad del poema, lo fundamental es el ritmo: «El acento es el ritmo, y viene de las profundidades del alma del poeta marcando marchas músicas, pasos distintos, andares numerosos, según la idea ó el sentimiento que vengan expresando»59. Un buen poeta es el creador de ritmos, y los mejores poetas son precisamente los que sienten nacer un ritmo en su interior: «un poeta es un organismo musical, distinto, en su esencia, de los demás seres»60.

Por eso no le complacían los versículos, todo aquel verso que no estaba sometido a la acentuación. Por eso no le encontraba sabor a poesía a los «renglones» de Mallarmé y de Laforgue, los cuales no consideraba verso ni prosa, en todo caso, un (mal) paso intermedio entre los dos. También apreciaba la rima, la más natural, y atacó en ocasiones a Darío por depender en demasía del Diccionario de rimas que llevaba siempre consigo. Claro que el uso de la rima consonante en un poeta tan prolífico como él lo conducía a peligrosas caídas, utilizando en ocasiones desgastadas o excesivamente previsibles rimas. Sobre todo cuando elabora quintillas y estrofas monorrimas. En «El tablado «flamenco», que dedicó «Al elegantísimo poeta Rubén Darío», peca, y no poco, en este sentido:


«Pájaros brillantes y flecos de oro
el mantón desborda del pecho sonoro,
que al lanzar valiente su trino canoro
deja que retiemblen los flecos de oro»61.



Sus aportaciones a nivel temático han sido destacadas por el propio autor y sabiamente recogidas por Cristóbal Cuevas: «La fraternidad entre los hombres, el divino amor filial, la sublimidad de la ciencia, la vida de los insectos, el latir de la fisiología, el acento de la Historia, las costumbres populares, el misterio de la vida universal, el desinterés del patriotismo, el secreto de la muerte..., la vida de las naciones... (o) de los infusorios, pasando por toda la gama de este gran espectáculo del mundo»62.

Cualquier cosa, pues, grande o pequeña, natural o elaborada por la mano del hombre, merece ser cantada. Cualquier tema, incluso el que parece más impropio, es digno de ser poetizado, pues forma parte de la vida, y la vida es Creación: no hay asuntos poéticos o no poéticos. Y el poeta no tiene inconveniente en hacerlos, a todos, sujeto u objeto de su obra: desde la libélula y la sandía hasta el microscopio, desde el amor filial hasta el amor sexual, desde el gusano hasta Afrodita, desde la Giralda hasta una monja en oración. Todo cabe en su ampliamente y en su magna obra63.

El poeta es, asimismo, un órgano de la Creación, una trompeta, una parte fundamental de esa orquesta:

«Un poeta es un organismo musical, distinto, en su esencia, del de los demás seres. Es una especie de lira rítmica que sí una pena la sacude, se queja en ritmo; que si una alegría la envuelve, canta en ritmo; que si repercute en ella la Naturaleza, devuelve esas repercusiones hechas cláusulas isócronas y vibrantes. Un poeta es una organización maravillosa, fenomenal, que siente en música, piensa en música, se expresa en música»64.



La función del poeta es dar cuenta de la gloria de Dios al cantar sus maravillas. Incluso la maravilla del sexo, que algunos no supieron entender tal como él lo concebía.

En resumen: Salvador Rueda fue un gran poeta de su tiempo, un poeta necesario para sacar a la poesía española de un estancamiento que duraba ya demasiados años, con tantos vates todavía enarbolando la bandera del romanticismo hartamente claudicado ya.

Su aparición supuso un estallido de luz en la oscuridad, un borbotón de savia nueva iniciadora de una primavera de las letras españolas que daría sus mejores frutos (también en cuestiones andaluzas) en Juan Ramón, y no mucho más tarde en toda una generación de poetas65.

Le faltó un buen maestro y, especialmente, un buen amigo que supiera aconsejarle por dónde tema que haber ido, ya que en esas cuestiones se mostró un tanto pusilánime. Todos, desde Darío hasta Juan Ramón, pasando por los Machado, F. Villaespesa y mil adláteres, bebieron de sus fuentes, e incluso quienes hicieron leña de su tronco admitían, en el fondo, que era digno de admiración:

«Rueda, que si mereció que le llamaran poeta colorista, con tanto derecho pudo pasar a la posteridad con el sobrenombre de músico naturista o de pintor y miniaturista de los sonidos»66.



Ciento cincuenta años después de su nacimiento, su obra continúa siendo difícil de localizar, y por eso mismo, poco leída, lo que ha invitado a preparar esta antología de su poesía. Siglo y medio después de su nacimiento, el escritor malagueño es un gran desconocido en su tierra, y sigue necesitado de buenos lectores y estudiosos que den a Rueda lo que es de Rueda, por derecho propio.






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