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ArribaAbajoCapítulo XXXI


   El ominoso Marte, que preside
a la sangrienta lid con ceño airado,
la frente de laureles va ciñendo
al que vuela sañudo
los campos de cadáveres cubriendo.
Impune hiere el bárbaro asesino
y tranquilo se goza en sangre humana
retiñendo el puñal de muertes lleno,
y asesinando vive
alumbrándole el sol que alumbra al bueno.


JUAN BAUTISTA ALONSO, A la muerte de una niña.                


«¡Al arma, al arma!», resonaba el campo de los partidarios al romper el día, y al espantoso estrépito de sus instrumentos guerreros correspondían con no menos estruendo los de un numeroso ejército que, marchando hacia ellos, como a tres tiros de flecha se descubría. Pero bien pronto hizo alto, y varios cuerpos de caballería, armada ligeramente, salieron de entrambas alas a campear, mientras los contrarios del rey se presentaron en batalla con bastante serenidad e imponente aspecto, poniendo en las primeras filas a sus flecheros, que, armados los arcos y colocados los cuerpos en actitud de tirar, sólo aguardaban a que el enemigo se acercase para llenar el aire de un diluvio de flechas. A pesar de esta aparente firmeza, la falta de Hernando de Iscar, a quien no había visto nadie desde su expedición de la noche antes, daba mucho cuidado a sus amigos y había introducido cierto temor y desconfianza en la tropa.

Los veteranos de Iscar no hacían sino preguntar por su jefe, y echando de menos entre ellos a algunos de sus compañeros de armas que habían marchado con él, no se atrevían a pensar si sería alguna estratagema de don Hernando o si le habría acaecido algo desagradable, inclinándose o generalmente todos a lo peor. Pero quien sobre todos estaba inquieto era el Cantor, que había ido uno tras otro preguntando a cuantos había encontrado por su señor, y que ahora montado en su buen caballo ocupaba su puesto gallardamente entre las pocas lanzas que componían la fuerza casi total de la guarnición de Iscar. La distancia a que se hallaban unos de otros no permitía reconocer los jefes contrarios, puesto que un guerrero del ejército del rey que galopaba entre las filas, y que a lo lejos parecía un fantasma negro, medio polvo y medio aire, cualquiera habría creído que era Sancho Saldaña.

-¿Dónde diablos iría anoche el señor de Iscar? -decía el viejo capitán en un corro en que algunos jefes se habían reunido, frunciendo las cejas y al parecer no muy satisfecho.

-No hay miedo -repuso antes que ninguno el de Toro-; que si se fue con Zacarías no se lo llevará el diablo.

-Antes creo yo -dijo otro- que Zacarías y el diablo son una misma persona.

-Pues sentiría que lo hubiesen matado -dijo el viejo, retorciéndose con mucho despacio el bigote entrecano, cuyas puntas caídas le rodeaban la barba.

-Pues si ha muerto -dijo el de Toro-, ¡cómo ha de ser! Al que se muere lo entierran o se lo comen los cuervos.

-¡A las armas, señores, que ya se empiezan a cruzar flechas!

-El que caiga que aguante -dijo el aturdido de Toro-; hasta la vista.

En efecto, habían avanzado ya ambos ejércitos a menos de tiro de flecha, después de algunas ligeras escaramuzas entre los campeadores, que fueron reñidas con bastante igualdad, sin que la victoria quedase por ningún lado. Fue tanta la multitud de saetas que se arrojaron, que puede decirse sin mentir con cierto poeta antiguo


que el sol en aquel día
la batalla miró por celosía

uesto que muchas se deshicieron encontrándose unas con otras en su carrera. Algunos soldados y varios caballos cayeron víctimas de este primer ensayo. Duró este simultáneo flecheo cerca de media hora.

Sancho Saldaña, que era, en efecto, el caballero de la negra armadura, se retiró a una altura, desde donde veía la batalla pacíficamente a caballo, y reposando sobre su lanza, un guerrero de ojos de águila, cuyo casco ceñido de puntas de acerado hierro y cuya rizada melena, que por sus armados hombros se desprendía, daban a conocer al rey. Estaba rodeado de algunos otros caballeros que ya conoce el lector, y en su rostro brillaba cierta marcial alegría con cierta mezcla de ferocidad, que realzaba la fisonomía enérgica de su semblante.

Saldaña parecía también menos tétrico, y su buen paje, el atildado Jimeno, no ignoraba el por qué.

Un hombre alto y seco, que llevaba atado a la cabeza un lienzo blanco, teñido sin duda en su propia sangre, muy devoto de ojos y con palabras melosas, corría detrás de ellos rogando, a lo que parecía, le diesen algún dinero, siquiera para curarse la herida que en su servicio había recibido. Algunos cuerpos de caballería que se divisaban confusamente a lo lejos acá y allá por el campo: tales eran los grupos parciales que por aquel lado se distinguían, aparte del gran cuadro que el total del ejército presentaba.

La misma perspectiva, poco más o menos, ofrecía el de los partidarios, sólo que al extremo del ala derecha (que apoyaba en un enmarañado bosque de pinos) se veía una porción de tropa suelta, independiente al parecer del ejército, y que en número de doscientos a trescientos hombres obedecían al Velludo. Llevaba éste su gente en dispersión, habiéndoles mandado ocultarse como mejor pudieran, con intención de flanquear el ejército de don Sancho y caer sobre él de repente, para lo cual había combinado ya su marcha con los movimientos de la fuerza principal. Deslizábanse sus soldados escondidos entre los árboles, rodeando el bosque, con intento de colocarse en posición de acometer al enemigo ventajosamente, y el Velludo, acompañado del catalán y del veterano Tinieblas, marchaba en acecho observando las maniobras de ambos ejércitos.

-Por la Virgen de Covadonga, mil diablos me lleven si sé yo lo que hace Zacarías ahora hablando con Sancho Saldaña.

-Voto a Deu -respondió el catalán-, que no es pas bueno repicá y aná en la procesión, y ahora que nos van rompiendo el cap, puede Mosén Zacarías estar acá.

-Mucho me engaño -replicó el Velludo- si ese pícaro hipócrita, que Dios confunda, no nos ha vendido y ha entregado en poder de Sancho Saldaña al señor de Iscar. Lo cierto es que anoche fueron juntos a una expedición, según se dijo, de mucho riesgo, y él está allí y don Hernando no ha parecido.

-¡Cómo! -respondió Tinieblas con su gravedad acostumbrada-. Un hombre tan santo como Zacarías y que ha vivido tanto tiempo con gente como nosotros es imposible que haya cometido semejante infamia. El de Iscar habrá sido herido o muerto en la refriega y él tal vez esté prisionero.

-Miren, miren -exclamó el catalán-, que tins un chirlo sin duda.

-Así es -respondió Tinieblas-, que lleva un pañuelo en la cabeza todo empapado en sangre.

-A pesar de eso -dijo el Velludo, meneando la cabeza-, me atrevo a jurar que nos ha vendido como a un mal caballo por cualquier cosa. Pero, hola, las trompetas tocan ya la carga; ved, aquel es el rey; el de Lara y Saldaña, van a su lado; también va allí otro rehecho y pequeño con un hacha de armas como la mía. También los nuestros van bien; el de Toro, que está siempre riéndose; ¿pero quién es aquel muchacho que se adelanta de todos y parece que quiere él solo decidir la batalla? Juro a Dios que creo que es Usdróbal. Él es, él es, que se ha pasado sin duda a los nuestros. ¡Hola!, allí va el veterano Gutiérrez, el capitán de los aventureros de Saldaña, con el bigote goteándole vino. ¡Ea!, ya desaparecieron entre el polvo que levantan los caballos en la carrera. ¡A ellos, a ellos, valientes caballeros, buen ánimo! Catalán, reúne tú esos muchachos, que ya es tiempo. ¡A ellos!

Y diciendo así reunió su gente y echaron a andar a pasos precipitados, deseosos sobremanera de llegar a las manos con sus enemigos.

Era la caballería del rey más numerosa y mejor, por lo que tuvieron la ventaja en este primer encuentro, y los partidarios del de la Cerda perdieron terreno, aunque no por eso los buenos caballeros que allí venían perdieron su buena fama. Antes bien, revolviendo los caballos con nueva furia, embistieron en los reales con tanto brío, que los obligaron a ceder a su vez, y en una y otra acometida rodaron por el suelo muchos caballos con sus jinetes, y el campo se llenó de armas, muertos y heridos de ambas partes. Confundíanse todos en aquella espesa revuelta, y entre el polvo, el estruendo de las armas, los gritos de los heridos, la vocería animosa de los combatientes, hubo algunos minutos de tal confusión, estrépito y polverío, que no podían verse ni oírse.

El calor y la fatiga suspendieron por último la batalla y, como de común consentimiento, los contrarios escuadrones quedaron fijos en sus puestos por algún tiempo mientras tomaban aliento.

Entonces fue cuando se vio el hacha de armas del rey bañada en sangre hasta el mango, Sancho Saldaña hollando cadáveres con sólo un pedazo de lanza en la mano y el de Lara y Salcedo con toda su armadura abollada. Andaba el de Toro y los otros jefes de los revoltosos, no menos encarnizados, repartiendo golpes a diestro y siniestro y derribando un enemigo en cada embestida.

El viejo capitán consejero del de Iscar había probado aquel día que, aunque tan prudente en el consejo, no era menos resuelto en el campo; pero el sobre todos intrépido era el guerrero que el Velludo había creído Usdróbal, y que después de muchas hazañas dignas de eterna memoria había peleado y derribado cuerpo a cuerpo, habiéndole muerto el caballo, al lindo paje de Saldaña, que cayó sin sentido en tierra. La primera intención del desconocido, cuando vio a su enemigo en el suelo, fue apearse de su caballo y clavarle en el pecho la daga de misericordia que llevaba al cinto y de que echó mano, pero se le interpusieron tantos contrarios en un momento, que harto hizo con defenderse. Entonces, viéndose rodeado por todas partes, tiró la lanza y empuñó la espada, y metiendo espuelas a su trotón al mismo tiempo, rompió, como una nave la ola que la embiste, por medio de todos, barrenando el pecho a uno de paso y llevándole a otro las riendas del caballo de una cuchillada.

-Por vida de... que nos hace falta Hernando de Iscar -decía el veterano.

-Buen ánimo, muchachos; no hay que retroceder -gritaba el de Toro.

Pero en este momento una espantosa gritería se levantó a espaldas del ejército del rey, y como un río que sale de madre se desbandaron a un lado y otro las tropas, empujándose, atropellándose y esparciéndose precipitadamente y en montón por el campo, embestidos y apretados por retaguardia.

El grito de ¡A ellos, que huyen! resonó a un tiempo por todas partes en el ejército de los de la Cerda, y como una bandada de langostas se arrojaron en desorden sobre el enemigo.

En vano el rey, Sancho Saldaña, Lara y los otros capitanes trataron de reanimar el espíritu de su gente y rehacerlos; en vano en medio del enemigo daban el ejemplo combatiendo como valientes; sus gritos y exhortaciones se perdían entre las voces que acá, allá y en todas partes sonaban de ¡Somos perdidos, que nos cortan!, y otras de tanto desánimo y cobardía. Todos huían; atropellábanse unos a otros; el terror había penetrado en el corazón de los más intrépidos; muchos maltrataban a sus amigos porque intentaban detenerlos; el trastorno y el miedo habían llegado a su colmo, y cargados a un tiempo de frente y por la espalda, donde el Velludo había primero introducido el desorden, hallábanse, adonde quiera que revolvían, con las afiladas espadas de sus enemigos.

La angustia de la estrechez, la desesperación de la fuga sucedió en un instante a la arrogancia y la osadía del valor, y en tan horrible conflicto, sin atender nadie a las órdenes de su capitán, cada uno procuraba salvarse como podía, sin curarse ya de la honra con tal de guardar la vida.

Corría furioso el rey acompañado de Salcedo y Lara, la espada en alto, haciendo rostro a los suyos y a sus contrarios, y a unos y a otros maltratando y matando cuanto encontraban.

-¡A ellos! -gritaba el de Toro, que por aquella parte capitaneaba, viendo a su gente que retrocedían aterrados de los tremendos golpes de los tres guerreros, que habían logrado mantener todavía algunos pocos en orden.

-Voto a Santiago, cobardes, que huís de un hombre solo como si vuestras espadas fuesen de lana; dejadme solo, que por el sol que le he de quitar la gana de comer antes que él nos quite la honra. ¡Caterva de villanos, fuera! Amigo mío -le dijo al guerrero desconocido-, sígueme.

Y diciendo y haciendo, sin mirar si le seguían o no, se afirmó en los estribos, inclinó el cuerpo, enristró la lanza y salió a escape a encontrar con el rey que, no menos animoso, partió el camino y se apresuró a recibirle.

Acometiéronse con igual impetuosidad, y las lanzas se hicieron mil astillas en el encuentro. Pero echando el rey mano a la espada en aquel momento, sin volver su caballo para tomar carrera ni cubrirse con el escudo, la rodeó con ambas manos por la cabeza, y dirigiéndola sobre el yelmo de su contrario, que aún estaba aturdido del primer encuentro, la descargó con tanta furia y en tan buen punto, que el casco y la cabeza cayeron divididos a un lado y otro, saltando acero, plumas, sesos y sangre a más de una vara de distancia, y cayendo en seguida el mutilado tronco del desventurado de Toro sobre la arena.

Apareció entonces el Velludo pie a tierra con su formidable hacha de armas chorreando sangre, al frente de su escasa tropa de forajidos, que habían puesto en tanto desorden aquel ejército. Había atravesado para llegar hasta allí por entre miles de lanzas y espadas, combatiendo sin descansar, hiriendo y matando, y llevando el terror y la muerte por dondequiera, hasta el punto de haber casi dado la victoria a los de su partido. Venía el catalán a su lado, con los ojos encarnizados y el gorro de cuero calado hasta las cejas, manejando su espadón y echando un voto a Deu a cada golpe que descargaba. Pero una desmandada saeta que acertó a venir silbando, disparada de alguna cobarde mano, puso término a su vida atravesándole la garganta de parte a parte, de modo que apenas pudo acabar de decir su acostumbrado juramento, cortándole la palabra al mismo tiempo que le derribó en el suelo sin movimiento. Hallábase ya en demasiado apuro, no obstante, el rey y los pocos que le seguían a despecho de su valor, y la batalla se había decidido en favor de los partidarios. Sólo ellos peleaban, mientras los demás huían o perecían al filo de la espada enemiga; el desorden crecía en aquellos a la par que el valor en éstos, y era más que probable que Sancho el Bravo y sus caballeros cediesen al fin al número de los que sin darles un instante para respirar los acometían, acosaban y perseguían.




ArribaAbajoCapítulo XXXII


   Ya vencedor, ya vencido,
se ve cada cual a instantes,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Con más enojo acometen
y con brazo más pujante,
espumarajos vertiendo
silenciosos y tenaces.



Era Sancho Saldaña demasiado buen capitán para no haber dejado algunos cuerpos de reserva con que volver al combate en caso de una derrota, por lo que metiendo espuelas a su caballo, y desesperado de rehacer a aquellos cobardes, trató sólo de renovar el combate con nuevas fuerzas.

Luego que llegó a la izquierda del camino que va desde Segovia a Cuéllar, donde había dejado unos dos mil caballos, mandóles que le siguiesen, se puso al frente de aquellas tropas, y a todo galope volvió al sitio de la pelea. Estaba ya el ejército rebelde tan confiado en su triunfo, que, sin cuidar de otra cosa que de perseguir a los fugitivos, se hallaban desbandados y sin orden, impelidos del ardor que hacía que cada uno obrase aisladamente, y guiado sólo de su valentía. Los pocos parciales combates que acá y allá sostenían con los más bravos que preferían la muerte a la fuga, no hacían sino aumentar el desorden, acudiendo cada uno a donde su propio instinto le llevaba creyéndose más necesario. Veíanse algunos grupos arremolinados peleando aquí y allí, huía acullá un caballero seguido de dos o más que le iban a los alcances, corrían a rienda suelta en montón muchos otros vencidos y vencedores confusamente, y algunos heridos y caídos luchaban todavía en el suelo unos contra otros, a la par que con las agonías de la muerte.

Tal era la situación de ambos ejércitos cuando llegó Saldaña. Venía delante de las tropas que conducía, gritando con voz de trueno a los fugitivos que se detuviesen, y procurando asimismo que se formasen a retaguardia. El primero que ordenó su tropa fue el veterano Martín Gutiérrez, que dio aquel día repetidas pruebas de ser tan valiente en la guerra como fanfarrón era en la paz, y que había logrado más de una vez contener el ímpetu del enemigo. Un clamor general de alegría en los unos y de sorpresa en los otros fue la señal de la llegada de aquel inesperado socorro, y las trompetas de los rebeldes empezaron a tocar llamada.

Estaba Hernando de Iscar prisionero desde la noche anterior en el campamento de don Sancho con su buen Nuño, que asimismo había caído en la red que había tendido a Hernando el hipócrita Zacarías. Persuadido que iba a decidir la suerte de la guerra si el rey caía en su poder, había tomado el señor de Iscar cuantas medidas de seguridad creyó necesarias para el logro de su empresa; pero guiado en todas ellas por Zacarías, tuvo éste buen cuidado de que todas fuesen inútiles. El orgullo de ser él solo quien acabase con tan acertado golpe una guerra cuyo término parecía tan dudoso, deslumbró al intrépido Hernando, que cayendo con sus cuarenta jinetes en una emboscada, dispuesta ya de antemano, se halló rodeado de pronto por más de trescientos hombres, quienes después de un muy reñido y obstinado combate se apoderaron de su persona.

En vano fue allí el valor y aun la temeridad, porque ahogados por el número de sus contrarios, nada pudieron hacer sino morir matando, habiendo quedado tendidos noblemente en el campo casi todos los veteranos de Iscar, Hernando herido malamente en el brazo derecho de una estocada, y Nuño, que habiendo perdido el caballo, cayó en tierra y al punto fue aprisionado. Tuvo el buen viejo no obstante la fortuna de abrirle a Zacarías la cabeza al momento que fueron acometidos, aunque el hipócrita evitó en parte el golpe derribándose en el suelo en el mismo instante, por lo que llevaba sin duda liado el lienzo blanco de que hemos hecho mención. En resolución, Jimeno, que mandaba aquella emboscada, no dejó nada que desear a su amo, habiendo aprisionado al de Iscar, que era el blanco de sus deseos, puesto que le costó perder treinta jinetes de los mejores. Hallábanse amo y criado, prisioneros ahora en una torre perteneciente al señor de Cuéllar que a un cuarto de legua del sitio de la pelea, sobre una albara, se descubría, y habían visto con el ansia y la inquietud que fácilmente puede imaginarse los sucesos de la batalla. Hubieran deseado tener alas para volar al combate, y no pudiendo hacerlo daban voces y órdenes desde allí como si pudieran los de su partido oírlas y obedecerlas.

Desesperábase Hernando al verse encerrado, y más de una vez había tratado de arrancar la reja para arrojarse; pero los hierros eran demasiado fuertes y estaban muy asegurados para ceder a las fuerzas de un hombre, y no tenía otro recurso que sufrir pateando el suelo, apretando los puños y rompiendo a cada instante el vendaje que le cubría la herida, a pesar de los respetuosos esfuerzos de su fiel Nuño, que en vano trataba de sosegarle. No estaba éste menos descontento que su amo; pero su sangre, más fría ya por los años, le hacía mirar todo aquello como un acontecimiento natural en la guerra, por lo que llevaba su encierro con más paciencia.

-En el año de 1248 -decía-, cuando caí yo cautivo en la batalla de...

-Por Dios, Nuño, que te dejes ahora de cuentos: estamos aquí mordiendo la cadena como unos perros, y me vienes ahora a contar historias.

-Iba a deciros -repuso Nuño con calma- que aquel día me sucedió poco más o menos lo que nos sucede ahora, que estuve mirando desde lejos la sarracina, como el hortelano que desde la ventana de su casa ve a los chicos que le roban la fruta del huerto, y se tiene que contentar con dar voces para espantarlos. Bien lo sabía vuestro padre que...

-Por vida mía -exclamó el de Iscar, que agarrado fuertemente a la reja no atendía ya a lo que le hablaba su servidor-, por vida mía que la victoria es nuestra, y que los enemigos van de vencida. ¡Allí está el rey! Buen golpe le ha tirado al de Toro; me parece que él es el caído. No importa: ¡buen ánimo, valerosos caballeros! ¡A él! Ya huyen; si yo estuviera allí..., ¡vive Dios! Los pocos que siguen al rey son los únicos que resisten. Venga una lanza. ¡Cobardes! -Diciendo así, asió de Nuño con la mano izquierda con tanta fuerza, que se lo trajo sin mirarle medio arrastrando a la reja, e interrumpió su discurso, que llevaba trazas de no acabar en un año.

-¡Qué más quisiera yo, señor -dijo a su amo-, que poderos dar esa lanza que me pedís! Pero no hagáis esas fuerzas, porque vais a lastimaros la herida.

-Valientes caballeros -prosiguió Hernando sin oírle-: ¡a ellos! ¡la victoria es nuestra! ¡Que no estuviera yo allí! Acordaos de la gloria que nos espera.

-Decís bien -dijo Nuño, asomándose a ver lo que sucedía-; el rey va a caer prisionero. Allí le veo rodeado de diez o doce; pero es preciso confesar que pelea como un segundo Pérez de Vargas. ¿Pero qué polvareda es esa?...

-¡El rey ha caído! -exclamó el de Iscar-. No, no ha sido él, ha sido otro, apenas se ve. ¡Por la Virgen! ¡Mil diablos!

-Sí, todo eso es verdad; pero mirad por aquí a nuestra derecha la tropa que les va de refresco, que van como alma que lleva el diablo, y me acuerdo que el año...

-¡Maldición! -gritó el de Iscar, volviendo la vista hacia donde Nuño le señalaba-. ¡Somos perdidos si aquellos villanos huyen! Es algún cuerpo de reserva que tenían preparado. ¡Y yo estoy aquí! ¡Muerte y condenación! Los van a acometer, y en el desorden en que están los nuestros van a hacerles pedazos. Si yo pudiera ir a avisarlos, si me oyeran... pero ¡qué!, estas malditas murallas sofocan mi voz, y no la oiría un hombre que estuviese ahí abajo. No hay remedio: somos perdidos.

Diciendo así echó a andar por el cuarto a pasos precipitados, la cabeza baja, los ojos ensangrentados, y contraído el semblante como si estuviera loco, dando de tiempo en tiempo una vigorosa patada al pasar en la robusta puerta de encina tachonada de clavos, que con cien candados los encerraba. Bajó asimismo Nuño los ojos, y quedó pensativo un rato.

-¿Los ves?, ¿los ves? -gritó Hernando, volviendo de nuevo a la reja-; ya están envueltos; las tropas del rey se rehacen. ¡Caballeros, si tenéis en nada la honra, pelead por la vida al menos! ¡Malsines! ¡Canalla! ¡Ya se trocó la suerte, y son los nuestros los derrotados! Voto va... ¡Firmes! Ya vuelven. ¡Valientes capitanes!, ¡buen Aguilar!, ¡animoso Vargas!, vosotros sois la nata de la caballería: primero morir que volver la cara; pero ya retroceden, no pueden resistir el ímpetu de aquellos tres caballeros que siguen al mal hijo de don Alfonso. Cáigale la maldición de Dios. Daría lo que me resta de vida por medirme con ellos. Los nuestros caen, todos huyen, y allá van todos envueltos y confundidos.

-¡Cómo ha de ser! -respondió Nuño-; mañana será otro día: hemos perdido la batalla.

-Y yo mi honra, mi hermana y mi causa -añadió Hernando, levantando los ojos al cielo, desesperado.

Y yéndose a otro lado de la habitación mandó callar a Nuño, que era, sin duda, la persona menos a propósito para consolarle entre cuantas su mala suerte podía haber asociado con él.

En esto, los últimos rayos del día se escondieron en el occidente, y la luna, con su pacífica luz empezó a subir por el horizonte. Pero la escena que iluminaba esta noche estaba muy lejos de parecerse a la que la noche anterior presentaban aquellos campos. Corría cierto airecillo frío que mecía a lo lejos en la oscuridad algunos jirones de banderas rotas, varias esparcidas plumas, y el eco repetía los lamentos de los moribundos, que, confundidos entre los muertos, se arrastraban con penosa agonía. Las tiendas de los jefes estaban caídas, muchos de ellos muertos, las orgullosas enseñas de su nobleza rasgadas, y desfigurados sus blasones. Veíanse caballos amontonados sobre caballos, hombres sobre hombres, y al pálido resplandor de la luna, algunos, cuajada la sangre en el rostro, la boca entreabierta y los ojos desencajados, parecían las imágenes que suelen rodear el lecho del moribundo en el delirio de su última hora.

Todo era luto y desolación allí, donde poco antes todo había sido movimiento y vida. La algazara de la batalla había cesado enteramente, y el silencio y el horror de la muerte reinaban en aquellas ensangrentadas llanuras; ni aun se oían los cánticos del vencedor, y sólo allá a mucha distancia se descubrían algunas hogueras y sombras que se cruzaban, y el brillo tal vez de alguna arma, o de tal cual exhalación que al punto desaparecía.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII


. . . . . . . . . . . . .
Y en ciego desvarío,
lánzase a la virtud, lánzase al crimen.


VENTURA DE LA VEGA                


Algunos días después de esta reñida batalla volvió Sancho el Bravo a descansar en Cuéllar de las fatigas de la guerra, habiendo puesto guarniciones en algunos castillos de los señores que habían tomado parte en la rebelión, demolido otros, y reducido a la obediencia aquella parte de Castilla que primero había tomado las armas. Sólo el Velludo, que en la derrota de aquel día, fatal para los conjurados, había logrado salvarse, andaba aún por aquellos contornos con su partida, burlando la vigilancia de las tropas reales, y algunas veces molestándolas y causándoles descalabros que, aunque de poca consecuencia, obligaban a tener todavía mucha gente ocupada en su persecución. Seguía prisionero Hernando aguardando la muerte con resignación, no dudando que, así como los otros señores que habían caído bajo el poder del rey, sería declarado traidor y acabaría su vida en un cadalso para escarmiento de los que en adelante intentasen seguir su ejemplo. Su conciencia, no obstante, estaba tranquila, y el nombre de traidor en aquella ocasión le parecía que iba a añadir nuevos timbres a los adquiridos honrosamente por sus abuelos. Sólo le molestaba y entristecía el pensamiento de la suerte que quizá esperaba a la desvalida Leonor, si ya no era tanta su desgracia que se hallase deshonrada y envilecida.

Pero la persona más digna de compasión entre los habitantes de la fortaleza de Cuéllar, era Elvira, que aconsejada del judío únicamente, y encerrada en su habitación, sin ver otro hombre que él, había perdido el juicio, de modo que sólo y para mayor desventura lo recobraba a intervalos, luchando entonces entre el fanático y cruel deber que se había impuesto a sí misma, y los sentimientos dulces y generosos de su corazón, creyéndolos al mismo tiempo un delito, y no saliendo de este terrible combate si no para volverse loca y delirar lastimosamente. El implacable judío, sin pensar en más que en el buen resultado que la muerte de Sancho el Bravo debía producir en favor de don Alfonso de la Cerda, había agotado todos los recursos de su elocuencia bíblica, y empleado todo su ingenio para encontrar sofismas con que persuadirla a cometer un asesinato. La cabeza volcánica de Elvira estaba asaz dispuesta a recibir las impresiones que el supuesto fraile intentaba grabar en ella; y si el aventurado golpe de matar al rey no se había verificado ya, había sido porque la tarde en que los dos judíos y ella entraron en el castillo, fue la misma en que el rey y sus tropas juntamente habían emprendido su marcha contra los rebeldes.

Su vuelta ahora al castillo iba a proporcionar nueva ocasión al judío para realizar sus proyectos. Cualquiera otro no obstante, que se hubiera hallado en su lugar, habría tratado ya de fugarse abandonando todo al ver perdida tan completamente su causa; pero el judío era harto tenaz y tenía demasiada confianza en sí mismo para ceder al primer golpe contrario de la fortuna, una vez determinado a desafiarla y vencerla; fortaleciéndose tanto más su valor cuanto mayores dificultades hallaba. Había entrado en el fuerte valido de su hábito franciscano, después de haber pedido permiso a Saldaña para permanecer en él por algún tiempo, así como el otro religioso, su compañero, de quien supuso que estaba enfermo. El supersticioso Saldaña titubeó un momento en concederle la entrada, temiendo que viniese a maldecirle y a anatematizarle por sus pasados delitos, pero luego que vio que el astuto fraile le prometía indulgencia y la gloria si hacía aquella obra de caridad que le pedía, creyendo que por aquel camino quizá podría sosegar su sobresaltada conciencia, les dio permiso para permanecer el tiempo que les pareciese bien en su fortaleza, muy ajeno de sospechar el áspid que había abrigado.

El carácter de sacerdote que había tomado inspiraba demasiado respeto para que nadie intentase oír sus diálogos con Elvira, y mucho más no teniendo motivo alguno para desconfiar de él, y proporcionádole su hábito entrada en todas partes, menos en la habitación de Leonor, donde, sin duda de miedo de alguna represión religiosa, había mandado Saldaña que se la negasen.

Celebraban ya en el castillo la vuelta del rey y las victorias que había alcanzado, y todo era algazara, gustos y regocijo en sus habitantes. Veíanse coronados los cerros e inundados los llanos de labradores, soldados y mujeres, juntos en diferentes corrillos. Bailaban allí, allí comían y bebían, acullá jugaban a las bochas, tiraban la barra, luchaban o ejecutaban peligrosos equilibrios que ofrecían materia de abundante risa a los espectadores, con las caídas de los poco diestros que se aventuraban a desnucarse. Iban, venían de un lado a otro incesantemente, la diversión seguía, y todos habían olvidado ya las fatigas de la guerra, las muertes de sus amigos y los riesgos a que tal vez el día antes habían estado ellos mismos expuestos. La mañana estaba templada, el aire puro y el cielo alegre, todo lo cual realzaba y animaba el júbilo natural en los vencedores.

En un mirador de piedra de forma de ojiva que daba a la espaciosa explanada, brillaba la reina adornada y engalanada soberbiamente con ricas joyas y pedrería, acompañada de sus damas, poco menos magníficamente vestidas, atrayendo a la luz de su hermosura las miradas de los caballeros que en la explanada torneaban gallardamente. Pero como ya se ha descrito muchas veces este género de pasatiempos, y nadie ignora en lo que consistían, nos contentaremos con decir únicamente que el torneo duró hasta las dos de la tarde desde las ocho de la mañana, en cuyo tiempo hubo muchos encuentros que merecieron los aplausos de los circunstantes, y en que algunos caballeros ganaron honra y otros perdieron la silla y fueron declarados vencidos. Mostrábanse empero todos alegres, y aun el mismo Saldaña pareció más animado que ningún día.

Luego que la reina, también reina del torneo aquel día, más por adulación que por verdadero mérito, puesto que otras había más hermosas, repartió premios a los vencedores y se hubo concluido el torneo, el rey y los caballeros acompañaron las damas al principal salón del castillo, donde les aguardaba un brillante festín, en diferentes mesas cubiertas de ricos manjares y servidas por un sin número de criados y pajes aderezados galanamente. Faltaba allí no obstante el pulido Jimeno, a quien negocios que averiguaremos después traían sin duda muy ocupado. Varios juglares y trovadores, a cuyas canciones y música era muy aficionado el rey, entonaron algunos himnos en alabanza suya y de los hermosos ojos que estaban adornando el banquete.

Sancho el Bravo, para quien no había belleza comparable a la de su esposa, celebró asimismo en muy delicadas trovas su virtud y sus gracias, dando a conocer que si esgrimía la espada como el más diestro, no pulsaba el laúd con menos habilidad. Varios caballeros propusieron diferentes brindis a la gloria de los valientes y en honra cada uno de la dama de sus pensamientos. Sólo Saldaña parecía algo taciturno y melancólico en medio de tantos alegres, pero como su humor era ya conocido de todos, el rey le dirigió la palabra varias veces, y aunque él le contestó secamente nadie hizo alto ni por eso se interrumpió la alegría.

Pero otro acaecimiento de mucha más consecuencia iba aquel día a turbar el general regocijo, y acaso a convertir los placeres de la tarde en llantos y las ricas galas en luto. Tiempo hacía ya que el atrevido judío hablaba a puerta cerrada con la infeliz Elvira, disponiéndola en aquel instante a cometer un crimen, abusando de su fanática credulidad. Hallábase Elvira en uno de aquellos accesos de locura en que el mentido religioso había logrado ponerla. Su rostro, generalmente pálido, parecía un hierro encendido, corría el sudor por su frente en gruesas gotas frías que le inundaban el rostro, tenía el cabello erizado, y en sus movimientos y contorsiones la habría comparado un griego de la antigüedad a la famosa pitonisa de Delfos, hiriendo la trípode con su planta. Brillaba un puñal en su mano derecha, en que a veces fijaba con estúpido horror la vista, y otras con alegre ferocidad. Enfrente de ella, a cierta distancia, fríamente inmóvil y observándola con cuidadosa tranquilidad, estaba el sagaz hebreo cubierto de su hábito franciscano, los brazos cruzados sobre el pecho y echada la capucha al rostro que, flaco y consumido, apenas se veía de él más que la acaballada nariz que distingue los de su raza, y sus apagados ojos, que a veces no obstante parecían despedir relámpagos.

Hablaba Elvira interrumpiéndose al mismo tiempo con cantos y oraciones que ya entonaba en voz alta, ya rezaba entre dientes de rodillas delante de un crucifijo, cuyos pies tal vez besaba con religioso ardor.

-Señor, señor -decía-. ¿Y eres tú quien me pides sangre? ¿Por qué la mía no puede expiar mis pecados?

Y levantándose de repente continuaba arrebatada de su locura


Tú inflamaste el pecho impávido
de la animosa Judith,
que derribó
la soberbia y los ejércitos
de aquel potente adalid
que te irritó.
Álcente cánticos
hombres y ángeles.
Temblad, oh príncipes,
la ira de Dios.
¡Señor! ¡Señor!
esfuerza tú mi débil corazón.

En cantado así calló, y el judío dijo:

-Baltasar está en el festín, y Dios ha decretado su ruina: las fatídicas palabras están ya trazadas sobre el muro. Sal de aquí y les oirás blasfemar y mofarse del que puede hacerlos ceniza. Allí están, y su voz ronca con el vino entona canciones impías. Anatema, anatema sobre el malvado hijo que no sólo no respetó a su padre, sino que insulta su memoria después de muerto. Hiere, oh virgen del Señor, hiere, y sea tu brazo fuerte como el de Sansón, y no tiemble tu corazón en tu pecho. Cien coronas de flores resplandecientes tejen para ti las vírgenes del paraíso. El ángel de la victoria te guía, y yo en nombre de Dios te absuelvo de todos tus pecados, aunque entre ellos contases haber asesinado a tu padre.

Diciendo así alzó el brazo derecho, y haciéndola poner de rodillas, le echó la bendición, arrojó algunas gotas de agua, que él dijo bendita, sobre el puñal, y ayudándola a levantarse, en seguida la obligó a beber el cordial que siempre llevaba consigo, comunicándole de este modo nuevo espíritu y ardimiento.

-¡Dios mío! -exclamó Elvira-, benigno acepta mi sacrificio y ten piedad de mi hermano.

Y enajenada, de repente prosiguió diciendo en voz baja:

-¡Siento un peso en mi corazón! Yo quisiera llorar y no puedo. Allí centellea la espada del querubín. Hermano mío, ¿me oyes? ¿Es verdad que tú estás ya arrepentido? No, no es debilidad, padre; si yo mostrara en este momento flaqueza, el Señor me castigaría. La ira de Dios va a aniquilar al impío.

Y luego, alzando la voz, exclamó:

-Ya me siento mayor; fuego del cielo ha inflamado mi alma. Llevadme en presencia del rey. ¿Nadie me verá, es verdad? ¿Mi mano será invisible al herirle? Ya palpo la nube que me rodea. ¿Oís? Es un canto de guerra.



    Levanta el brazo fuerte,
¡oh Virgen de Sión!,
que acecha ya la muerte
al que las iras provocó de Dios.

    Cayó el impío, el mundo cantará;
gloria al Señor que su poder mostró;
hiere sin miedo, que en tu diestra va
la ira celeste que en Sodoma ardió.

    Levanta el brazo fuerte,
¡oh Virgen de Sión!,
vuela, que a eterna muerte
le condenó de Dios la maldición.

-Son los ángeles que cantan: ¿oís? ¡Oh! es el canto de muerte. Vamos.

-Sí, vamos, hija mía -dijo Abraham, que no creyó oportuno dejar pasar su delirio sin aprovecharse de él-. Vamos.

Diciendo así tomó el brazo de Elvira, y echaron a andar precipitadamente hacia la estancia donde el rey y sus caballeros festejaban, muy ajenos de ningún peligro, llenando mil veces las copas y entonando alegres cantares. Iba Elvira fuera de sí hablando consigo misma, tirada atrás la capucha de su almalafa, erizado el cabello, y el puñal en la mano como una furiosa bacante. Persuadíala el judío, ya encargándole el disimulo, ya manteniéndola en su locura, con sus infames discursos.

-Aquí -le dijo tomando el cuchillo-, lo has de esconder entre los pliegues del pecho. Llegas a él, te arrojas a sus pies, y al levantarte, no temas, clávaselo en el corazón. ¿Oyes, oyes los gritos de los malvados, el murmullo de sus conversaciones? Allí están descuidados del riesgo que les amenaza. Dios te lo entrega. Pero no; ya dejan las mesas y salen sin duda al jardín, que está todo iluminado, y donde va a empezarse la danza. Ve y colócate a la salida que está al otro lado de la habitación.

Oíale Elvira sin replicar palabra, y como una máquina se dejaba llevar del judío. Empezaba ya a oscurecer, y todo iba sucediendo a medida del deseo de Abraham, que no desperdiciaba nada de cuanto pudiera enajenar el espíritu de su víctima. Luego que llegaron al sitio señalado para el sacrificio:

-Espérate aquí -le dijo-; el Señor queda contigo, no temas; ya le conoces, derríbale muerto a tus pies. Adiós.

Diciendo así se retiró pensativo y lleno el corazón de zozobra, dudoso del éxito de tamaña empresa como trataba de llevar a término, y muy desconfiado de la resolución de Elvira si su delirio se calmaba, o si en su arrebato se precipitaba fuera de tiempo. Pero satisfecho por que no estaba de su parte hacer más, y pensando ya en su seguridad, se determinó a salir del castillo en aquel momento, abandonando lo demás a la suerte, a quien correspondía decidir el resultado de su temerario proyecto.

Quedó, pues, Elvira sola y oculta en una vuelta del corredor, temblando a veces al menor ruido, esperando otras con ansia y arrojo, rodeada de la oscuridad de la noche, el cerebro ardiendo, tiritando con frío sudor, o latiendo tal vez todo su cuerpo con la repetida pulsación de la fiebre que la abrasaba.

El son de las arpas, que hería de cuando en cuando su oído, las voces que en rumor discorde se confundían, el melodioso canto del trovador, todo se acordaba y convenía en su delirante cabeza, representando en extrañas formas delante de ella objetos ya sombríos, ya radiantes, a que daba cuerpo y movimiento su imaginación. Parecíale a veces que sentía pasos, y amedrantada se estremecía; otras imaginaba que no era ella misma la que estaba allí, y se palpaba atónita dudando de su existencia.

En fin, todo era lóbrego y sublime en torno de ella, y embozada en su negra túnica, en un rincón del oscuro corredor, sin movimiento y sin sentirse su respiración, cualquiera que a la distante luz que reflejaba allí, alguna vez la hubiese visto de lejos, la habría tomado por una sombra o un sueño de su fantasía. Daba una puerta de la habitación del festín a la magnífica explanada que, iluminada de hachas de viento puestas en las torres y ventanas del castillo a par que en los árboles y muros de alrededor, brillaba con tanta luz como si fuese de día. A un lado de aquella puerta doblaba el corredor interior, estrecho y enteramente a oscuras entonces, donde la muerte quizá aguardaba sin remedio al rey; y en calle horizontal enfrente se extendía a un lado y a otro la magnífica galería que caía a la explanada, alumbrada asimismo soberbiamente. Las músicas sonaban allí, y en los jardines que la rodean, varias tocatas alegres, que regocijaban y despertaban con su bullicioso sonido el pecho más melancólico. Alegres turbas de jóvenes y mancebos del pueblo bailaban el antiguo baile en círculo de los asturianos, saltando, cantando y animándose con dichos al mismo tiempo.

En el salón del banquete continuaban aún los brindis, los agudos chistes y las entretenidas canciones; en fin, todo era júbilo, y todo lo había dispuesto el lindo Jimeno por orden de su amo para que, cuando no realmente lo hubiese, se fingiera y aparentara del mejor modo. Sin duda, en aquel mismo instante, tal vez entre los más alegres, vagaban muchos que más debieran maldecir y llorar aquellas fiestas que aplaudirlas y festejarlas. Muchas madres no habían vuelto a ver a los hijos que vieron arrancar de sus brazos para conducirlos a sostener lo que ellos mismos quizá ignoraban, muchos labradores habían perdido sus cosechas y visto quemar su casa, huérfanos desvalidos había que lamentaban la pérdida de sus padres sin tener adónde volver la cara a pedir sustento. Pero era preciso divertirse y estar alegre, porque tal era la voluntad del señor feudal, que quería agasajar al rey, a quien no se debía fastidiar con lágrimas y quejas de cuatro malaventurados villanos. Por último, el tiempo, que para Elvira andaba apenas con pies de plomo, llegó ya de dejar el banquete y salir a tomar el aire en la galería.

Púsose en pie el rey, y todos sus caballeros imitaron su movimiento, dirigió algunas chanzas a Saldaña sobre su humor melancólico y la vida retirada que hacía, al mismo tiempo que presentó una fineza a la reina y otra al de Lara, que seco y adusto no parecía estar muy contento, tal vez receloso de la influencia del señor de Cuéllar.

Salieron primero las damas, y en seguida iba el rey a salir. Iba a su derecha el señor de Lara y a su izquierda el de Cuéllar. Salcedo y los demás caballeros le seguían a corta distancia. Volvía el rey la cabeza en aquel momento dirigiéndoles la palabra, cuando la fanática Elvira se aparece delante de él como por encanto, tira del puñal que llevaba escondido en el pecho, y antes que pudiese ninguno estorbarlo hiere al rey, que apenas tiene tiempo para poner el brazo.

-Cúmplase la justicia de Dios -exclamó Elvira.

Pero su brazo desfallecido, sin dar impulso al golpe, bajó el puñal sin acierto alguno y con tan poca fuerza, que no hizo sino rasgarle el cutis, hiriéndole levemente en el hombro.

-¡Traición! -gritaron todos, y se arrojaron a sujetarla.

-No es nada -dijo el rey con serenidad, empujando al mismo tiempo con brío a la infeliz fanática, que a gran trecho de él la derribó en el suelo dando un gran golpe.

-¿Qué quiere decir esto, señor de Cuéllar? -dijo el de Lara fijando los ojos con intención en Saldaña-; ¿estamos seguros en vuestro castillo?

-Quiere decir -replicó Saldaña con altivez- que no sé responder a esas preguntas sino con la espada.

-¿A qué viene alborotaros así? Veamos quién es ese miserable -dijo el rey-, y sepamos qué le indujo a cometer tal crimen.

A pesar de esto cien espadas brillaron en un momento; la voz de ¡han muerto al rey, han asesinado al rey!, voló de corredor en corredor y de torre en torre por el castillo, esparciendo la alarma por todas partes.

La reina volvió al punto a informarse toda sobresaltada, sus damas gritaban, los nobles pedían justicia, las danzas, las músicas, todo paró donde cogió a cada cual la noticia. Preguntó doña María a su esposo dónde tenía la herida, y viéndola se tranquilizó y la vendó ella misma. La alarma seguía no obstante, y Saldaña parecía pensativo.

Yacía Elvira en tierra sin movimiento. Cuando la descubrieron y trataron de levantarla estaba muerta.

Fue general el asombro al hallar, bajo ropón negro, una mujer joven aún, delicada, y que sin duda había sido hermosa, en vez de un asesino como habían pensado encontrar. Acercóse Saldaña a mirarla, y estremeciéndose exclamó:

-¡Es mi hermana! ¡También Dios me pedirá cuenta de ella!...

Dicho esto quedó inmóvil como una estatua, mirándola sin ver ni oír nada de cuanto le rodeaba, hasta que de orden del rey retiraron de allí el cadáver, que el tétrico Saldaña acompañó lleno de congoja, pero sin derramar una lágrima.

Las funciones, no obstante, no quiso el rey que se suspendieran.




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   ¡Adiós!... exclama la encendida mora
bañando en llanto la cadena dura,
¡adiós!... que siempre el corazón te adora
aunque hiciste nacer mi desventura:
cadalso horrible, hoguera destructora
prepara el fanatismo a mi ternura...
Por ti perdí mi patria y mi inocencia,
¡por ti pierdo la mísera existencia!...


RAFAEL GONZÁLEZ CARVAJAL                


Hay un campo fuera de Valladolid que llaman el Campo Grande, que sirve hoy de paseo a las gentes de aquella ciudad, y donde se cuentan hasta catorce edificios... o conventos, puesto que todavía a ciertas gentes les parecen pocos, por aquel dicho sin duda de que nunca lo bueno fue mucho. Pero dejando esto aparte (que a fe mía que el que quiera frailes, en España no ha de llorar por ellos), seguiremos el hilo de nuestro cuento, si es que lo tiene tan enmarañada madeja, y veremos de poner nuevamente en la escena algunas personas que probablemente no habrá olvidado el lector.

Era entonces el Campo Grande una espaciosa llanura, sin los secos árboles ni las enjutas fuentes que adornan hoy día la parte que se llama el Paseo, y la hierba que crecía allí a toda su voluntad no había sido aún arrancada para poner arena y chinas en su lugar. Algunos álamos aquí y allí crecían solitarios, y sólo tal cual huerta murada de algún convento solía alegrar de cuando en cuando la vista. La gente entonces frecuentaba muy poco este sitio, y sólo algún reverendo padre se veía tal vez pasear al caer la tarde con mucho sosiego delante de la puerta de su convento, tal vez algún viejo abandonado del mundo, o al robusto lego franciscano que volvía de los lugares de la comarca con las alforjas llenas al hombro y un palo en la mano para ayudar el camino, después de bien regalado y agasajado por las hermanas y hermanos de la cofradía. Para los días de fiesta había otro paseo, adonde acudían los caballeros del pueblo, los mancebos, las mozas y los estudiantes, que ya entonces estaba establecida la Universidad. El que desee saber algo de este paseo puede leer a Quevedo, y verá lo que de él dice algunos siglos después; y nosotros sólo diremos que era el famoso Espolón, citando al mismo tiempo cuatro versos del mencionado poeta:


Claro está que el Espolón
es una salida necia
calva de yerbas y flores
y lampiña de arboleda.

Pero el Campo Grande no estaba siempre desierto, y algunas veces millares de hombres y mujeres de todas clases lo poblaban cuando se celebraban allí torneos y toros, o servía de espectáculo algún criminal famoso, bruja o mago, cuya sentencia se ejecutaba en aquel sitio generalmente; entonces se despoblaban los lugares circunvecinos, se levantaban tablados o cadalsos para los jueces y las personas de alta jerarquía, se circunvalaba el paraje donde se había de representar la tragedia, la gente se atropellaban unos a otros, los tejados de los conventos, torres, los árboles se veían coronados de hombres y muchachos que trepaban hasta la veleta del campanario más alto, armábanse pendencias por tomar puesto, mofábanse de los que estaban mal los que habían logrado colocarse bien, voceaban todos, reían, juraban, pensaban muchos que se divertían, y el Campo Grande era un hervidero de cabezas amontonadas y empinadas unas sobre otras para ver acaso perder la suya a algún infeliz condenado a muerte.

El día en que sucedió lo que vamos a referir era justamente uno de aquellos que por famosos se cuentan en las crónicas de aquel país. No que fuera un espectáculo nuevo la quema de una bruja (que al cabo no era otra cosa la diversión con que esperaban pasar su tiempo los dignos habitantes de Valladolid) sino que la fama de la hermosura de la desgraciada, sus estupendos y maravillosos crímenes, que corrían de boca en boca, pasmando a los que los oían referir, y de que se hacían nuevas ediciones aumentadas y corregidas a cada instante, y sobre todo la grandeza y poder del señor al que con sus artes había hechizado, añadían tanta importancia a un suceso que ya en sí mismo ofrecía cierto encanto, que hasta los viejos más admiradores del tiempo antiguo confesaban que sólo uno u otro caso semejante habían presenciado en su juventud.

Un espacioso cuadro a manera de palenque cogía una parte del Campo; levantábanse a sus extremos, fronteros uno de otro, dos cadalsos cubiertos de bayeta negra, con asientos asimismo enlutados, para los jueces; ardía en el otro frente del cuadro un grande hornillo de herrería, cuyo fuego atizaban dos negros cíclopes con un enorme fuelle que hacía llover chispas a todas partes y levantaba una espesa columna de humo que se disipaba a grande altura en el aire.

El día estaba nublado, y la llama resplandecía bastante, a pesar de la claridad natural; otros tiznados compañeros machacaban largos hierros hechos ascua, que metían a cada instante en la fragua, y que cortaban y arreglaban en pequeñas barras anchas de un palmo y largas de dos pies. El eco repetía el golpe de sus martillos, que entre el ruido y las voces de la multitud resonaba de cuando en cuando, y sus negras caras y ocupación infernal no les habría hecho desmerecer el título de demonios.

En el otro frente estaban en pie dos hombres de caras triangulares y ojos hundidos con un bonete rojo y una sobrevesta de mil colores, sobremanera charros y mal tejidos, que los hacían parecer tan ridículos como feos. Detrás de ellos veíase un gran montón de leña seca, colocada con mucho cuidado, embreada para que no tardase en arder, junto al cual sentado tranquilamente aparecía un hombre de frente de buitre y cerviguillo de toro, grueso y pequeño de cuerpo, vestido de rojo y amarillo, con un hacha entre las piernas, y que sin duda era el jefe o padre de los otros dos cocodrilos que hemos procurado pintar.

Entre la hoguera y uno de los cadalsos brillaba sobre un altar cubierto también de paño negro un gran crucifijo de plata, y algunos milagros de cera se veían colgados en los paños que servían al altar de dosel. Algunos alabarderos procuraban contener el pueblo que, agrupados y hacinados unos sobre otros, traspasaba a veces la línea donde debiera pararse, mientras los impertérritos centinelas, saludando con el mango de sus alabardas a los más atrevidos, los hacían bajar la cabeza más de lo que ellos quisieran.

Resultaban de aquí disputas, echándose unos a otros la culpa del golpe que habían llevado sin merecerlo; reñían, y en medio de la quimera solía venir tal cual teja volando por el aire, que desde el tejado del convento más próximo tiraba algún mal intencionado muchacho que despartía a los combatientes, haciéndoles dirigir hacia otra parte su ira, causando nuevos agravios y dando que reír a los malignos mozuelos que haciendo diabluras por allí andaban. Discutían en otro corrillo si quemarían viva a la bruja o el verdugo le cortaría la cabeza primero; hablaban los estudiantes a voces desde dondequiera que estaban, aturdiendo a todo el mundo con sus desentonados gritos que retumbaban sobre el bullicio de la multitud, mezclando latinajos en su atronadora conversación y mofándose de cuantos hombres formales y mujeres de cierta edad acertaban a pasar delante de sus ojos por su desgracia. Oíase la voz melancólica de los asquerosos pobres que pedían limosna con su acostumbrada pesadez, enojando y fastidiando a los que en aquel aprieto mal de su agrado no podían alejarse de ellos. Lloraban los chiquillos, que, medio ahogados, no podían salir de la apretura en que su curiosidad les había metido; pellizcaban otros en las piernas a los que los sofocaban, haciéndoles chillar y saltar bruscamente a cada picotazo que inesperadamente sentían; en fin, todo era ruido, disputas, voces, quimeras y juramentos, y sin poder siquiera rebullirse ni menearse, era cosa de ver aquel sinnúmero de cabezas en movimiento, que, como nos pintan las ánimas del purgatorio, juntas y embutidas unas en otras ni aun podían volver a mirar atrás.

-Hola, señor Soguilla, parece que todavía le queda a vuesa merced la afición -dijo a un hombre gordo y que sudaba a chorros, medio ahogado en aquel conflicto, otro bizco, pequeño de cuerpo, de quien el lector no es difícil que se acuerde si no ha olvidado aún las figuras de los satélites del Velludo.

-Amigo -respondió el verdugo cesante-, cada cosa a su tiempo y los nabos en adviento, a mí me toca ahora ver como otras veces me tocó lucirme; pero allí está mi sobrino, que parece un rey. Ved con qué serenidad está; vamos, da gusto; bien puedo decir que es sobrino mío sin avergonzarme.

-Así es efectivamente -respondió el bizco-; pero voto a tal que no quisiera yo que él se luciese conmigo.

-Pues yo os juro -repuso el saludador con su voz bronca- que no sois hombre de gusto. Pero hablando de otra cosa, ¿cómo habéis dejado a mi compadre el Velludo, o traéis quizá algún encargo?

-Nada de eso, señor Soguilla; he dejado al Velludo por cosas muy largas de contar, y he venido acompañando al señor Zacarías, que también ha de representar aquí su papel.

-Ya entiendo, sí -repuso Soguilla-; es aquel buen hombre flaco que sabe latín y tiene un pescuezo tan largo y delgado que más de una vez me han dado ganas de ahorcarle; porque a hablar verdad, está diciendo comedme.

-Pues el mismo, y si pudiéramos salir de aquí nos iríamos hacia el tribunal, donde veríais que se las tiene tiesas con el obispo.

-Voto a tal, que daría el mejor mulo de cuantos me quedan que curar en mi vida o la cuerda mejor ensebada de que haya hecho uso el mejor de cuantos ajustan gaznates con tal de verle disputárselas con el obispo; porque, aunque no lo entiendo, me gusta mucho oír hablar en latín.

-Pues ánimo y veamos si podemos salir de estas apreturas, porque todavía es temprano y hasta las dos lo menos no quemarán la bruja.

Ardua empresa era la que proponía el bizco, y mucho más a un hombre tan gordo y pesado como Soguilla, que empujado, apretado y sofocado con tanta gente apenas podía respirar. Empezaron, no obstante, a forcejear, codeando a los de al lado y empujando a los de atrás por ver si podían romper brecha y salir de allí, el bizco, más ligero, deslizándose de medio lado, y el honrado Soguilla a pique de sofocarse.

-¡Hola, eh! -decía un estudiante-. ¿A dónde va ese tonel?

-Es el antiguo verdugo de la ciudad -gritó otro.

-Allá vas, catedrático de la soga, aligerador de pescuezos.

-Es el saludador que cura mulos rabiosos. Medicus asinorum.

-¡Plaza, plaza! -gritaba otro-, que ese hombre está ético, y nos puede pegar el mal.

Nosotros les dejaremos salir como puedan de aquel apuro en que por su culpa se hallaban, que al fin saldrán si pueden; y peor para el desdichado verdugo, que sin considerar sus dimensiones se había metido en donde no había lugar para él a pique de que le diera una aplopejía, y trasladaremos a otra parte al lector, adonde, aunque había pocas menos personas, reinaba un profundo silencio.

En un gran salón del edificio en que celebraba sus sesiones el tribunal eclesiástico, dividido en dos partes por una baranda de hierro de tres pies de altura, que se abría en su mitad, veíase de un lado al pueblo agrupado y atento, puestos muchos de puntillas y con los ojos fijos al frente, y encargándose mutuamente el silencio con repetidos siseos. Dos alabarderos, con las armas del obispo grabadas en sus alabardas, parecían dos estatuas clavadas a la parte de allá de la baranda con las espaldas vueltas al pueblo. Todas las ventanas estaban cerradas, y sólo por las claraboyas que junto al techo estaban abiertas penetraba escasamente la luz del día. Ardían, en cambio, en grandes candelabros de ébano infinidad de velas de cera amarilla, cuyo pálido reflejo daba un tinte sombrío y melancólico a todo el cuadro. Brillaba en el fondo una gran cruz de plata colocada sobre una especie de túmulo o catafalco vestido de paños negros con calaveras y huesos pintados; desde la baranda de hierro hasta el extremo donde el catafalco se levantaba corrían largas filas de bancos enlutados con ricos paños bordados de oro, y las armas también del obispo, y en ellos estaban sentados gran número de hábitos negros con impasibles semblantes y devotas fisonomías. Un magnífico sillón bordado todo de oro y colocado en cierto lugar preferente servía para el obispo, que con su capa pluvial y demás distintivos de su alto cargo presidía el tribunal. Otros dos alabarderos estaban colocados uno frente de otro a la mitad de la sala, además de otros cuatro que guardaban el catafalco. Un grupo de partesanas y alabardas rodeaba al reo, que por una puerta abierta a la derecha del catafalco, junto al sillón del obispo, acababa de entrar en el tribunal.

Era una mujer vestida a la usanza arabesca, pero sin toca ni velo en la cabeza y con el cabello tendido, que le enlutaba toda la espalda, según era negro y espeso. Traía la cabeza baja y sus ojos sin brillo clavados tristemente en el suelo, las manos atadas y puestas en cruz sobre el pecho y los pies desnudos, por lo que al andar parecía que se lastimaba.

-Esa es la bruja, la mora -corrió la voz entre los asistentes; pero bien pronto sucedió el silencio a una orden de los ministriles de su ilustrísima.

Acercáronse al catafalco, y en habiéndola mandado que se prosternara, lo que hizo sin decir palabra, el obispo se levantó y entonó con grave y serena voz el De profundis, cuyo tenor siguieron cuantos allí había. Concluido el salmo, púsose el obispo la estola, hizo agua bendita, que esparció aquí y allí diciendo:

-Te invocamus, te adoramus -y en confuso y sordo murmullo respondieron todos del mismo modo. Entonces se levantaron todos y empezaron a cantar trozos de salmos tristes y melancólicos.

Domine nec in furore tuo arguas me, neque in ira tua corripias me.

Dirigió el obispo en seguida muchas maldiciones a Satanás, mandándole que se ahuyentara de aquellos sitios, y amenazándole si no lo hacía con redoblar sus conjuros.

Y en señal de maldición se apagaron las luces, sonó la campana de execración en la catedral, hirió el obispo con el pie el pavimento, mandando al diablo por segunda vez que dejara libre a su víctima para que pudiera responder verdad, excomulgándole y maldiciéndole por si acaso permanecía en aquella estancia con intento de ofuscar el entendimiento de los jueces y hacerles faltar a su deber, y luego a una voz cantaron todos en las tinieblas:

-Discedite omnes qui operamini iniquitatem.

Este cántico, entonado majestuosamente en medio de la oscuridad y en aquella bóveda que retumbaba la voz, era el canto de muerte para la infeliz Zoraida, que apenas comprendía lo que todo aquello quería decir.

El pueblo escuchaba con devoción y recogimiento.

Volvieron a encender las luces, el obispo se sentó en su silla y los demás en los bancos, y el secretario, que tenía la mesa junto al sitio que ocupaba el obispo, tomó unos pergaminos, y poniéndose en pie empezó a leer en latín el proceso de la acusación.

Consistía éste, como todos los de su jaez, en un enjambre de desatinos, testimonios falsos y acusaciones ridículas, que si bien en el día pudieran tal vez hacernos reír al leerlas, servían en aquellos tiempos, y aun sirvieron muchos siglos después, para llevar al patíbulo infinidad de inocentes. Persuadido estaba el secretario que no era cosa de broma lo que rezaba el proceso, por lo que aprovechándose de los diferentes tonos a que sabía acomodar la voz, empezando a leer en bajo y concluyendo cada período en tiple, procuraba asimismo sacar partido de su ridícula figurilla, alzándose sobre las puntas de los pies por ser pequeño de cuerpo y gesticulando con su cara de chorlito a cada palabra sobre la cual quería llamar la atención. Oíanle los jueces sin pestañear, y lo más gracioso es que el pueblo, sin entenderle, le oía tan atentamente como si cada uno de los que allí estaban fuese un dómine examinado.

Leída que fue la declaración del acusador, entró en la sala un joven lindo de cara con la visera alta y armado lujosamente de punta en blanco, y acercándose a la mesa del secretario con desenfado volvió la cabeza a un lado y a otro, clavó un momento los ojos en Zoraida, que no alzaba los suyos del suelo, y en habiéndola mirado se encogió de hombros, y aun muchos creyeron haber reparado en sus labios una sonrisa de Lucifer.

-El tribunal -dijo el secretario- os pide a vos Jimeno Díaz, paje de lanza del castellano y señor de Cuéllar, que os ratifiquéis y afirméis en la acusación hecha por vos contra Zoraida, de nación árabe, su religión mahometana, acusada de haber hecho pacto con el demonio para hechizar a vuestro amo el señor de Cuéllar, como también de asistir los sábados a las orgías de Satanás, bautizar sapos y preparar bebidas que vuelven loco al que las bebe o le mudan la voluntad. ¿Juráis sobre los santos Evangelios y os ratificáis en haber dicho verdad?

Jimeno respondió sin titubear.

-Sí, juro.

El obispo mandó acercar a Zoraida, y el secretario le preguntó:

-¿Tenéis algo que responder a vuestro acusador?

Zoraida no respondió palabra.

-Habéis oído vuestra acusación y visto lo que resulta del proceso -continuó el secretario, sin preguntarle primero si entendía el latín-, y si tenéis algo que exponer en vuestro favor, el tribunal está pronto a oíros.

-Mujer -dijo el obispo con muchas severidad-, veo que el espíritu maligno te ha privado del uso de la palabra y te fuerza a no responder. Pero debe entender el demonio que te posee que nos valdremos del fuego y del agua para obligarle a obedecernos si persiste como hasta ahora en callar. Entretanto puede procederse a las declaraciones de los demás testigos.

El segundo que se presentó era el benéfico Zacarías con su cabeza todavía vendada, su traza humilde y devota y su tono de voz melifluo y afeminado. Luego que hubo jurado y besado devotamente la cruz del rosario que traía en la mano, empezó su declaración diciendo cómo la había visto volar una noche montada en una serpiente de fuego, y que detrás y delante de ella llevaba una columna de humo pestífero que dejó al testigo caer sin sentido en tierra encomendándose a Dios. Recordó también la aparición de Elvira en la cueva de los bandidos, achacándosela ahora a Zoraida con toda seguridad, y concluyó diciendo:

-Vuestras señorías ilustrísimas deben saber, como dice el texto, que hay cosas quod homo non inteliget; y yo, señores, juro delante de Dios con la humildad y la llaneza de un siervo infeliz que ha de dar pronto cuenta a Dios de su alma, que esta mujer que aquí está la he visto yo brincar desde el castillo de Cuéllar hasta la torre de Iscar, cosa pasmosa, porque hay más de tres leguas de distancia, y sólo una bruja pudiera hacerlo, mulier cum maleficius saltarat longa via est, y ahí va ese trozo de latín mío, que, gracias a Dios, hay aquí quien lo entiende.

A risa hubiera movido sin duda el disparatado latinajo de Zacarías si la causa que ocupaba a los jueces y el interesante testimonio que acababan de oír de boca de aquel hombre devoto no hubiesen llamado la atención general, escandalizando y asombrando de tal manera, que hasta el más incrédulo no estaba de humor de reír.

Otros varios testigos dijeron poco más o menos lo mismo, con añadidura, si acaso, de algún cuento que habían oído o imaginaron del caso, y como soldados que eran los más de la guarnición del castillo, refirieron cómo el señor de Cuéllar se estremecía todo y perdía el sentido a veces cuando veía delante de sí aquella mujer, que le había hecho asesinar a su sacerdote por su propia mano (por lo que tuvo que acudir al Papa que le perdonara) y cometer otra porción de crímenes por medio de hechizos y bebidas que le había dado. Recordaron asimismo la noche aquella en que la infeliz Zoraida, agitada de los celos en el delirio de una fiebre ardiente, recorrió de torre en torre el alcázar con asombro de los centinelas, y luego salió al campo y halló una vieja que también con endiablada risa y voz cascada se presentó ahora en el tribunal a atestiguar contra ella.

-Pardiez, la tía Gila -dijo uno de los del auditorio-. Mal se quieren las brujas cuando ellas mismas se delatan unas a otras.

-Silencio -gritó uno de los alguaciles del tribunal, volviendo su mal gesto hacia el pueblo.

Hasta entonces la desventurada Zoraida no había levantado los ojos del suelo ni había contradicho nada de lo que contra ella habían expuesto los testigos, ni visto ni oído al parecer nada de lo que le rodeaba; su profundo dolor, el recuerdo de los días del placer y la infame crueldad del hombre que la sacrificaba a otra mujer, pagando sus cariños con la muerte, la lúgubre estancia donde se hallaba, y adonde la habían traído sacándola de un calabozo infecto donde había pasado noches y noches sin saber nunca cuándo amanecía, las caras extrañas e insensiblemente apáticas de sus jueces, todo había llegado a abatir de tal manera su ánimo, que poseída de un pensamiento único no había oído siquiera ni aun reparado en sus acusadores. Al oír la voz de la vieja levantó la cabeza, se estremeció de repente, y volviendo a un lado y otro sus ojos atónitos, los clavó al fin en aquella momia reseca y diminuta, en cuyo rostro sólo se veían dos ojos que brillaban con la intención de una víbora.

-¡Qué horror! -exclamó la mora-. ¡Al fin se ha cumplido su maldición!

Fue tan agudo y llevaba una expresión tal de dolor el grito histérico que arrojó Zoraida, que hasta los más indiferentes y apáticos volvieron la cabeza a mirarla asombrados, y algunos jueces, que se habían dormido durante el curso del proceso, se despertaron creyendo que era la campanilla del presidente que ya los llamaba para votar la muerte de la prisionera.

-El testimonio de esta buena mujer -dijo el obispo, señalando a la vieja- es tan veraz y poderoso, que el diablo no ha podido menos de dejar hablar a su víctima, obligándola a que confiese cómo y cuándo se ha cumplido la maldición que sin duda arrojó sobre ella algún santo varón a quien trató de dañar con sus maleficios.

-Si su ilustrísima lo permite -dijo el fiscal eclesiástico-, requiero que se presente, como es uso, el hechizado en el tribunal para que dé más fuerza a la acusación.

-El hechizado es el señor de Cuéllar, y se halla en este momento al lado de su alteza -replicó Jimeno- mucho mejor y más aliviado desde el día en que se empezó a formar este proceso. Yo le represento ante el tribunal, y por encargo suyo y obligación que mi conciencia me ha impuesto he acusado a esta mujer de bruja y hechicera infame, con pacto con el diablo, que la protege, como también de haber hechizado y tratar de asesinar a mi muy ilustre señor el castellano de Cuéllar, y me ratifico en mi acusación.

-¡Es un infame, es un infame! -exclamó Zoraida-. ¡Miente, miente! Y no hay Dios cuando no le traga la tierra.

Jimeno la miró con terror y bajó en seguida los ojos.

-¡Blasfemia! ¡Blasfemia! -gritaron todos los jueces.

El que parecía más dulce dijo:

-Que se le atraviese la lengua con un hierro ardiendo por mano del verdugo.

Pero una voz sonó en este momento entre los espectadores, tan dolorosa y terrible que habría hecho estremecer una piedra.

-¡Es mi hija! ¡Es mi hija! ¡Y me la van a matar!

-¡Hola! -gritó el obispo-. ¡Alguaciles! ¡Que echen de ahí ese impertinente!

Pero aún no había acabado de decirlo cuando, sin respeto a los centinelas y atropellando por medio, de todo como un rayo, se arrojó en medio de la sala un hombre al parecer frenético, y antes que ninguno se opusiese a su intento, abrazó estrechamente a Zoraida, que no menos atónita que cuantos estaban presentes, ni aun tuvo fuerza para separarlo de sí.

-¡Hija mía! ¡Hija mía! Yo soy tu padre. ¿No me conoces? -decía llorando-. ¡Cuántas veces te he tenido sobre mis rodillas y me encantabas con tu sonrisa! ¿No te dice tu corazón que te abraza tu padre? Mírame, hija mía... ya estamos juntos... ya no nos separaremos más, nunca más. Volvédmela, es mi hija -proseguía, volviéndose a los jueces-, es el apoyo de mis canas, es inocente; vosotros la perdonaréis. ¡Hija mía! ¡Hija mía!

Y al mismo tiempo la cubría de lágrimas y de besos, y corría de una parte a otra enajenado, implorando a los jueces, abrazándoles las rodillas y volviendo siempre a su hija con muestras de amor, de alegría, de pena y desesperación.

Lloraban los espectadores; algunos alabarderos que se acercaron a separarle de Zoraida apenas podían contener sus lágrimas, ni cumplían tampoco con su deber; hasta Jimeno mismo, a despecho de su mal alma y refinada maldad, sintió oprimírsele el corazón, y aun se arrepintió de lo que había hecho; sólo aquellos eclesiásticos, viejos ya, y en cuyas almas de hielo jamás había penetrado la ternura del amor paterno, cuyo deber había sido sofocar las pasiones de la juventud, y que nada veían ya en su vejez sino a sí mismos, se mantenían impasibles y pretendían arrojar de allí aquel hombre enojoso, que había faltado al miramiento debido a tan respetable tribunal con la osadía, nunca vista, de haber atropellado el foro.

-Prended a ese hombre y que vaya fuera de aquí -gritaba el obispo.

-¡Fuera! -repetían los demás jueces.

Y entre tanto el judío Abraham, que él era el padre de la desdichada Zoraida, temía, rogaba, maldecía, se ponía de rodillas, abrazaba a su hija, se arrancaba mechones de pelo, resistía a sus verdugos, besaba sus plantas y exclamaba a cada momento:

-¡Hija de mi dolor! ¡Hija mía! ¡Hija de mis entrañas!

No volvía en sí Zoraida de su sorpresa; pero aunque no hacía sino mirarle, se dejaba acariciar de él, y aun sentía en medio de tantas penas cierta dulzura en su alma, bien así como si ya hubiese pasado a otro mundo de más paz, donde había encontrado todavía otro ser tan infeliz como ella que la amaba y la acariciaba.

Pero los alabarderos empezaban ya a cansarse de aquella escena viendo al obispo y los demás jueces encolerizados, y el pueblo, aunque en un principio había tomado cierto interés, deseaba que prosiguiese ya la tragedia.

El horror que el leal pueblo de Valladolid tenía a la magia y a los que por influjo del diablo la ejercían, venció por último la sensación que el encuentro de un padre con su hija en situación tan triste había producido al principio. Con todo, y para decir verdad, muchos hubo que, sin poder resistir más, se salieron del tribunal llenos de lástima y pesadumbre.

-¡Ea! Cumplid las órdenes del tribunal -dijo el obispo, levantándose.

-¡Oh! No, no. Yo soy su padre -exclamó el judío-, y no me la arrancarán otra vez. ¿Veis cómo llora? ¡Hija mía! Yo creí que había muerto, y me la encuentro aquí ahora. Había perdido ya toda esperanza de volverla a ver. ¿Me la volvéis para quitármela para siempre? Ella era una niña; oíd su historia. Yo era alcaide del castillo de Zahara6; una noche, después de dos meses de sitio, asaltaron los cristianos la fortaleza y la entraron a hierro y fuego. ¡Ah! Entonces la cautivaron; era una niña hermosa como un ángel, un retrato de la mujer que más he amado en mi vida, de mi esposa Sara. No os enojéis; seré breve. Ahora me la daréis, es verdad. ¡Hija mía!, tú serás el consuelo de mi vejez, yo te mimaré, te acariciaré, te adoraré noche y día.

-¡Oh! Sí, sí, vos sois sin duda mi padre -exclamó Zoraida, devolviéndole sus abrazos-, puesto que vos sois en el mundo la única persona que me favorece. Sí, vos sois mi padre; es el único amor que siento que penetra en mi alma sin celos ni remordimientos. Yo soy inocente, soy una infeliz sin otro crimen que haber idolatrado a un hombre sin merecerlo; pero no sé por qué todos son enemigos míos; vos sois mi único amigo, mi consuelo; vos no me engañáis, me amáis de veras. ¡Padre mío!, mi corazón me dice que sois mi padre.

-¡Oh! Yo enloquezco al oírte decir ese nombre; bendita, bendita sea tu boca que lo pronuncia.

-Basta ya -gritó uno de los alabarderos, que sin duda era el jefe de los demás-; es preciso echar este loco de aquí.

-¡Loco! -exclamó el judío-. Loco, sí, de placer de haber encontrado a mi hija. Pero no, no me separéis de ella, haced que muramos juntos. Si sois padres... ¿No habéis tenido hijos nunca? ¡Ah! Yo soy un anciano, mis desgracias me habían hecho aborrecer a los hombres y me había vuelto misántropo; volvedme a mi hija y yo os amaré a todos por amor de ella.

Diciendo así se arrojó en el suelo, besaba los pies de los guardas, se defendía y resistía con toda su fuerza.

-¡Bárbaros! -exclamó por último, apresado ya por cuatro de ellos, que habían logrado sujetarle-. Vosotros no sois jueces, sino tigres sedientos de la sangre de mi hija. ¡Maldición! ¡Hija mía! ¡Hija mía! Apela al juicio de Dios.

-¡Oh! No hay duda -dijo Zoraida, mirándole fijamente a tiempo que se lo llevaban de allí medio muerto-, es mi padre, y es tan infeliz como yo.

Y en seguida inclinó la barba sobre el pecho, acongojada, sin poder llorar, gimiendo y sollozando con tan angustiosa agonía que no parecía sino que se le arrancaba el alma.

Luego que sacaron del tribunal al desdichado judío, uno de los jueces tomó la palabra y dijo:

-Ya que no nos volverá a interrumpir ese hombre furioso, pido al tribunal que continúe juzgando.

El procurador de la acusada se levantó y propuso que, puesto que su cliente ni se defendía ni confesaba el delito, él pedía en su nombre a su ilustrísima refiriese su juicio al de Dios, haciendo con ella las pruebas que en tal caso requería la ley.

El obispo y todos los jueces aprobaron su proposición, y el tribunal levantó la sesión en el mismo punto, dándole dos horas de término a la acusanda para que buscase caballero que la defendiese, pues de lo contrario sufriría otra prueba, pasando con los pies desnudos por once barras de hierro ardiendo.

Decretado que fue esto, el tribunal preguntó de nuevo a Jimeno si se ratificaba en su acusación y estaba dispuesto a combatir en buena ley, y sin valerse de hechizo ni superchería alguna, con cualquier caballero que tomase la demanda por aquella mujer, y Jimeno juró de nuevo y se afirmó tanto en lo que había dicho como en lo que ahora se le preguntaba.

Entonces se levantaron todos, se oyó ruido de pies en la antesala del pueblo, que se ponía en movimiento para marcharse, y los jueces, precedidos del obispo, se retiraron.

Al salir Zoraida en medio de los alabarderos, el paje se acercó a ella.

-¿Quieres ser mía? Todavía estás a tiempo.

-Huye, demonio de mi desdicha -respondió la mora, mirándole con ojos hechos ascuas de ira-; la muerte, el infierno, todo me es más agradable que tú.

-Tanto peor para ti -repuso el paje, volviendo la espalda-. No porque tú me desdeñes he de creerme más feo, y este desaire me lo vas a pagar bien caro.

Echó a andar entonces haciendo ruido con las espuelas, y en saliendo a la calle empezó a mirar a las celosías por si veía alguna dama a quien hacer señas.




ArribaAbajoCapítulo XXXV


   Adiós por siempre, ¡oh sol!, naturaleza
del mundo entero, adiós. ¡Ah! No más sufra
yo el triste peso de la amarga vida,
para mí de pesares tan fecunda.
¡Oh, muerte! escucha mi postrer plegaria:
ven, oh sueño eternal, ven en mi ayuda.


EUGENIO OCHOA, La muerte del Abad.                


Cuando el judío se arrojó en medio del tribunal a abrazar a su hija, acababa de entrar hacía poco en la sala, y habiendo preguntado a uno de los espectadores, hombre ya viejo y que parecía por sus modales haber sido en otro tiempo soldado, qué hacía allí aquella gente reunida, éste, después de satisfacer su curiosidad, le refirió, además, cómo él conocía a la acusada hacía ya algunos años. Esta conversación ofrecía tanto interés para el viejo hebreo, que no pudo menos de preguntarle dónde y cuándo la había conocido; a lo que respondió el soldado, que justamente lo era de la guarnición de Cuéllar, contándole toda la historia de la mora desde el momento de su cautiverio hasta el día.

Crecía el ansia y la inquietud de Abraham a cada palabra de aquel hombre, como si en ellas se encerrase algún encanto particular, hasta que llegando a dar señales del sitio donde la habían cautivado y de las ricas alhajas que traía consigo, con todas las demás circunstancias del asalto en que se había hallado él mismo, reconoció el judío a su hija, y a pesar del peligro a que se exponía si llegaban a conocerle como uno de los principales enemigos del rey, sin acordarse de nada en aquel momento, y perdiendo de repente su estoica serenidad, atropelló por todo, y se lanzó al cuello de la hija que creía perdida, con la violencia de una leona que ve a su leoncillo en manos del cazador.

Tal fue la causa que alborotó a todos los espectadores y motivó la sorpresa que acaso este suceso habrá producido al lector. Sólo el nombre de la acusada no convenía con las otras señas que el soldado dio al judío, llamándose ella Zoraida y siendo Esther el nombre de su hija. Pero, además de que esta circunstancia nada quitaba a la verdad de su relación, era muy fácil le hubiesen trocado el nombre poniéndole otro más acomodado a la pronunciación castellana, lo que el judío supuso también al momento, puesto que de lo demás de creerla árabe era muy natural habiéndola cautivado en un fuerte perteneciente a aquella nación. Y esta es la solución que da la crónica de que extractamos nuestra historia a las dudas que puedan ocurrir acerca de este maravilloso acontecimiento, no saliendo nosotros responsables de las que acaso ponga, además, algún lector quisquilloso.

Cuenta, pues, la historia que así como el judío salió de la sala entre los cuatro alabarderos que le sujetaron, que tal la rabia y el dolor que sintió, que llegó a perder el conocimiento, y le dejaron como muerto en uno de los oscuros corredores del edificio, habiendo dado orden, además, a los guardas de que de ningún modo le dejasen entrar si volvía de su parasismo.

Algunos del pueblo se acercaron a él, y en particular su joven criado el tímido Benjamín, que, a pesar del mucho cariño que tenía a su amo, no se había atrevido a manifestarlo delante de los alabarderos, contentándose con llorar a sus solas la suerte de la compañera de su niñez y el peligro a que se exponía su señor. Pero al momento que le vio libre de sus opresores llamó a dos hombres, quienes piadosamente, mediante cierta cantidad que les ofreció, le ayudaron a transportar su cuerpo a otra parte. Cuando el judío volvió en sí, lo primero que preguntó fue por su hija; pero lejos de arrebatarse y dejarse llevar del sentimiento que desgarraba su corazón, pareció mucho más tranquilo y que había recobrado su sangre fría acostumbrada.

-Es menester -se dijo a sí mismo- salvarla, y esto no se logra con desesperarse. Lo primero que hay que hacer es penetrar en su cárcel. Le han dado dos horas y es preciso que yo la vea en este tiempo.

Y luego se levantó del lecho, no obstante las reflexiones de Benjamín, que hizo cuantos esfuerzos pudo para oponerse a la determinación de su amo, creyendo que se había vuelto loco, porque el judío echaba sus cálculos entre sí, y sólo tal cual vez dejaba entender alguna palabra suelta.

Entre tanto, el gentío congregado en Campo Grande desde el amanecer estaba ya sobremanera impaciente y desesperado con la tardanza de la función que aguardaba. No parecía sino que se les debía de justicia la muerte o la vida de aquella infeliz, que a todo estaban convenidos con tal de pasar el rato, ya viéndola ir al suplicio o salir salva de la prueba que debía sufrir. Pero el tiempo volaba, las horas corrían y no llegaba, no obstante, la que el pueblo esperaba con tanta ansia. Decían unos:

-Sin duda la bruja halló una escoba y se escapó por el agujero de la chimenea.

Gritaban otros:

-Es una infamia tenernos así todo el día esperando ahí una hechicerilla, que, al fin y al cabo, no es ninguna Medea -y el buen estudiante citaba el precepto clásico, nec coram populo Medea truciaet.

-La culpa de eso -decía otro- la tiene el rector de la Universidad, que entretiene al tribunal más de lo que debiera con sus discursos.

-Como que es el secretario del obispo.

-Muera el rector.

-Y los jueces.

-A sacar la bruja y nosotros la quemaremos -gritaba otro.

Y el tumulto crecía, y los arqueros que estaban de centinela no las tuvieron todas consigo. Pero el pueblo de Valladolid, así como todo el de España, sensato, pacífico y sufridor por naturaleza, no es de aquellos que se alborotan porque les hagan esperar mucho tiempo; así que, excepto algunos estudiantes de los más perdidos, nadie tomó parte en el alboroto, causando miedo un unos, risa en otros y apatía en todos la intrepidez de aquellos extravagantes mozuelos.

En esto el reloj de sol del convento de los Agustinos señaló las tres, y al mismo tiempo se oyeron gritos de alegría, tal como cuando sale el toro en la plaza los suele dar el pueblo, si hace mucho que espera la llegada del que ha de presidir la función.

-¡Ahí viene! ¡Ahí viene! -gritaban de todas partes los que ocupaban las alturas, mientras los que estaban debajo empinaban los gaznates por si lograban ver algo.

Pero no tardó mucho en aparecer la fúnebre comitiva con dos pregoneros delante, que a grito herido iban declarando los supuestos crímenes de Zoraida y la determinación del tribunal. Venía en seguida gran número de arqueros a caballo escoltando a la prisionera, que a pie y en medio de ellos con los pies descalzos venía marchando con paso bastante seguro. Llevaba la espalda inclinada hacia delante y la cabeza baja, y tal vez su boca convulsa se contraía esforzándose para no llorar.

Así encorvada en su angustia parecía una palma tronchada por el huracán. Seguían tras de ella otros tantos alabarderos, menos por guardarla que por honra del obispo, que también con los otros jueces, cada uno en su litera, venía, como era de su deber, a presenciar el juicio de Dios. Al llegar a una de las entradas del palenque la comitiva hizo alto, sonaron las trompetas, formó la tropa y el obispo bendijo al pueblo desde la ventanilla de su litera. Apeóse en seguida, y lo mismo hicieron los otros jueces que le acompañaban, y en habiendo tomado asiento en el tablado, mandó el obispo trajesen allí a la acusada, y dijo:

-Tú eres una extranjera y no tienes aquí nadie que te proteja, pero has apelado al juicio de Dios, y él te salvará si no eres culpable. Su voluntad va a manifestarse, y el hombre no podrá hacer otra cosa que someterse a sus inerrables juicios. ¿Has encontrado caballero en el tiempo que el tribunal te ha concedido para buscarlo?

-¿Cómo quieres que una extranjera -respondió Zoraida-, como tú mismo has dicho que soy, pueda encontrar en tan poco tiempo ninguno que se exponga a defenderla, no sólo contra el acero de mi enemigo, sino contra la preocupación de los que, sin saber por qué, me aborrecen?

-Y vos -dijo el obispo, dirigiéndose a Jimeno, que, como acusador, estaba colocado enfrente de la acusada-, ya que no se presenta campeón ninguno que defienda la inocencia de esta mujer, ¿qué prueba queréis que dé de que es inocente?

Miróla Jimeno de hito en hito, cambiando tal vez de color, y pensando al mismo tiempo entre sí que eran aquellos pies demasiado lindos y delicados para no hollar siempre flores en vez de hierros ardiendo. Y no había formado la naturaleza aquella mano de nieve y rosas para oprimirla y reducirla a cenizas dentro de un guantelete de fuego.

-(Pero no importa -se dijo-, me ha despreciado, y debe morir). La prueba de las barras -continuó en alta voz, dirigiéndose al tribunal.

-Mujer -dijo el obispo-, la ira de Dios va a caer sobre ti si eres culpable, y allí, además -añadió, señalando a la hoguera-, encontrarás la pena de tus crímenes en la tierra. Cúmplase la voluntad de Dios.

Volvió Zoraida la vista al hornillo, que resonaba con el continuo y monótono son de los martillos que a compás caían sobre el yunque, y cada golpe le pareció sentirlo en el corazón. Y cuando la apartó de allí horrorizada y vio la leña que había de consumir su cuerpo, cerró los ojos y sintió, como si se le despegara la carne de los huesos, un dolor tan intenso que estuvo próxima a desmayarse. Pero su valor la sostuvo, y cuando abrió segunda vez los ojos miró al hornillo y la hoguera con serenidad.

Los dos maestres de campo, que asistían a la prueba por si acaso la acusada encontraba caballero que la defendiese, se retiraron a un lado del palenque y cedieron sus puestos a dos alguaciles del tribunal, que debían sostener a la acusada por los brazos mientras paseaba las barras. Dos escribanos que allí había debían dar fe de cómo se había verificado la prueba sin malicia, engaño ni hechicería, tanto por parte de la procesada como por la del acusador. Presentó un sacerdote a Jimeno los Santos Evangelios para que jurara no traer sobre sí encanto alguno ni sortilegio que torciese el juicio de Dios en daño de la acusada, lo que el paje juró, muy seguro de que no había necesidad de más sortilegio que el hierro ardiendo para abrasar los pies de la mora.

El obispo lanzó de nuevo mil maldiciones contra el mal espíritu para que no interpusiese su influjo en contra o en favor de ella, y luego resonaron los golpes sobre el yunque con más fuerza, los jueces murmuraron algunas oraciones y salmos en voz baja, y el pueblo en silencio esperaba el fin de la prueba con cierto temor religioso. Entre tanto los tiznados satélites de Vulcano sacaron del hornillo hasta once ascuas largas de dos pies, que pusieron paralelas unas junto a otras por donde había de pasar la acusada. Los dos alguaciles la acercaron por fuerza hacia las barras, y Zoraida sintió crispársele los pies y, en todo su cuerpo, dolorosas contracciones de nervios. En vano se esforzaba a poner el pie; la naturaleza se resistía a aquel martirio, y sus miembros no obedecían a su voluntad.

-¡Oh! ¡Piedad! ¡Piedad! -clamó, arrojándose a los pies de los alguaciles que la empujaban-. Yo no me muevo de aquí; yo no puedo... ¡Perdón! Soy inocente... La muerte, la muerte... Sí, yo prefiero morir mil veces a pasar por aquí...

En balde fuera querer pintar el sonido de su voz, ya dulce y humilde, ya dando gritos horribles al mirar las ascuas que sus pies habían de pisar, y las miradas de piedad y de terror que volvía a todas partes y sus movimientos y contorsiones en aquel terrible momento.

Pero sus ojos no encontraban compasión en la fisonomía inflexible de sus verdugos, que, acostumbrados a presenciar todos los días semejantes crueldades, no hacían más caso de las lágrimas y súplicas de sus víctimas que del llanto de un niño que hubiera perdido un juguete.

-Vamos, reina mía -decía uno de los alguaciles, que se pierde tiempo. Más caliente estará el infierno, y no te pesaba tanto ir allá.

-¡Por Dios! ¡Por Dios! -gritaba con voz que desgarraba el corazón de oírla-. ¡Matadme! No me martiricéis. ¡Ah! ¿Quién me había de decir en otro tiempo que el hombre a quien he amado más en mi vida había de dejar que me martirizasen así? Yo deseo la muerte; dádmela; yo soy culpable; yo diré todo lo que queráis con tal de no pasar por aquí.

Esta última confesión suspendió el empeño de los alguaciles, y el juez, que en pie y junto a ella debía presenciar la prueba, se acercó al tablado y dijo:

-Atendido a que la acusada se resiste a sufrir la prueba y ha confesado todo, pido que sin más dilación sufra la pena de muerte a que en este caso está condenada por el tribunal.

-La voluntad de Dios -dijo el obispo- se ha declarado manifiestamente y el demonio no se ha atrevido a arrostrar su juicio y ha abandonado el campo, entregando a la justicia su presa. Que se ejecute la ley, y Dios tenga piedad de su alma.

-Amén -contestaron a una voz los jueces.

-Jimeno -prosiguió el obispo, dirigiéndose al paje-, habéis sostenido vuestra acusación como leal y noble que sois, y el tribunal os declara libre de la palabra que habéis empeñado de sostenerla hasta el último trance, puesto que desiste de la prueba propuesta vuestra acusada.

En oyendo esto, Jimeno, acompañado de los maestros de campo, echó a andar, después de haber saludado al tribunal respetuosamente, y se dirigió pensativo, con la cabeza baja y sin mirar a Zoraida, hacia la puerta del palenque, que caía al otro extremo. El verdugo tomó el hacha en la mano y se dirigió adonde estaba Zoraida todavía de rodillas, sin movimiento. Sus dos ayudantes pusieron fuego a la leña, que, por estar embreada, ardió en un momento, y los dos alguaciles se separaron de ella para hacer lugar al ejecutor.

Algunos corazones del pueblo, que la hermosura de Zoraida y sus gritos habían movido a piedad, temblaron en aquel instante cuando vieron la hermosa cabellera de la desventurada en manos del verdugo, que la arrojó adelante con indiferencia, cubriendo con ella su hermoso rostro, y echando en seguida el pie derecho atrás y levantando el hacha en alto, se disponía a descargarla ya sobre aquel cuello de alabastro, morada de los amores.

Pero en aquel mismo instante, y cuando aún no había salido el paje del palenque, resonó un grito, que se extendió como un golpe eléctrico de boca en boca, y cien voces resonaron a un tiempo con alegría: «¡Un caballero! ¡Un caballero!»

El verdugo volvió la vista a los jueces, y el obispo le hizo señas de detenerse. Bajó el hacha y quedó inmóvil detrás de Zoraida, que clavada en el suelo de rodillas, esperando la muerte con resignación, parecía una estatua de mármol de las que suelen adornar algunos sepulcros.

En este momento un caballero armado de punta en blanco entró en el palenque a rienda suelta montado en un generoso alazán, y arrojándose pie a tierra de un salto, se dirigió al tablado de los jueces con gallardo desembarazo. Era de mediana estatura, robusto y airoso de continente.

Uno de los maestres de campo se acercó a él y le preguntó a qué venía.

-A sostener la verdad contra la mentira, a proteger la inocencia contra el hombre más infame y falso que existe, si la acusada me quiere por su caballero.

-Para eso -respondió el maestre- es preciso que digáis vuestro nombre y os dejéis registrar por si se esconde en vos alguna superchería.

-¡Superchería! El acusador de esa infeliz es capaz de usarla, que no yo. De todos modos, estoy pronto a todo, menos a decir mi nombre.

-Vuestra nobleza al menos...

-La probará mi espada -respondió con intrepidez el desconocido-; además, el acusador y yo en otra ocasión hemos trocado ciertas prendas, y la que él me dio la traigo siempre conmigo. Quiero, pues, que me devuelva la que le entregué.

-Os creo, caballero, y esa prueba me basta -respondió el maestre, mirando una sortija que el incógnito le enseñó quitándose el guantelete de la mano derecha, y en la cual estaba grabado un blasón.

Diciendo así le presentó ante los jueces.

-Este caballero -dijo- está pronto a sostener a pie y a caballo que la acusación hecha contra esa mujer es falsa y apela nuevamente en su favor al juicio de Dios.

-La acusada -respondió el obispo- se ha negado a la prueba de las barras y ha preferido la muerte más bien que las consecuencias del juicio divino, y nosotros hemos dado por libre a su acusador.

-Sin embargo, si vuestra ilustrísima lo permite -dijo el maestre-, observaré que la prueba del combate fue la primera en que la acusada convino y la que el tribunal aprobó, dándole dos horas para que buscase su campeón.

El tribunal, después de una corta, aunque muy acalorada discusión, mandó se le preguntase a Zoraida si convenía en esta prueba, y el maestre que acompañaba al caballero desconocido se acercó a preguntárselo.

Habíase recobrado Zoraida de su estupor, y las voces de la multitud y los vivas con que celebraron la llegada del caballero resonaban tan confusamente en su imaginación, mezclados con el golpe de martillo en el yunque (que, aunque ya había parado, todavía hacía dar saltos a su corazón, repitiéndose en sus oídos) que apenas podía darse razón a sí misma de lo que le pasaba. Trató de echarse el cabello a la espalda para despejar la frente y mirar a su alrededor; pero halló que tenía las manos atadas atrás, y entonces exhaló un gemido. Extrañábale, sin embargo, la tardanza del verdugo en sacudir el golpe terrible que la había de quitar para siempre de penas, y por un movimiento de instinto encogía de cuando en cuando los hombros.

Su ropaje era blanco, su cuello estaba desnudo, y de rodillas en medio del campo, detrás de ella el verdugo, el hacha al lado, mirándola con ojos estúpidos, aguardando sólo una seña para retirarse o matarla, y en su rostro cuadrado marcada la insensibilidad, ofrecían un conjunto de resignación, de belleza, de horror y de estolidez inexplicable.

Uno de los alguaciles mandó al verdugo que se retirara, lo que él hizo refunfuñando; la levantó, le desató las manos, y Zoraida entonces, echándose el cabello a la espalda, miró con ojos espantados alrededor, y enseñó el rostro pálido con la huella de la muerte en él. Hubiérase dicho un cadáver que volvía a la vida. Entonces llegaron a ella el maestre y el caballero que se ofreció por su campeón. Entendió apenas Zoraida lo que le decían, pero respondió que sí le aceptaba, y entonces la sentaron en un escaño junto a la hoguera, mientras decidía la próxima lid de su suerte.

Preguntó el otro maestre a Jimeno si estaba dispuesto a sostener la lid, a lo que respondió que sí, siempre que su contrario manifestase su nombre.

Entonces los dos enemigos se carearon, y el desconocido le dijo, presentándole la sortija:

-¿Jimeno, reconoces esta joya? Tú debes tener en tu poder un relicario con un pedazo de la verdadera cruz que te cambiaron por ella.

Jimeno palideció; aquella voz le parecía haberla oído otra vez; pero no era la voz de un vivo; aquel cuya era había muerto hacía mucho tiempo.

-¿Quién eres? -le preguntó en voz baja, temblando.

-Pronto me conocerás -repuso el incógnito-; monta a caballo y luego verás quién soy.

-No, yo no me bato contigo; tú eres el alma de...

-De Usdróbal quieres decir -replicó el campeón de la mora-; calla y monta a caballo, o te declaro cobarde y manifiesto tu villanía.

-Eso no, ¡vive Dios! Más que seas el demonio mismo, no te temo -respondió el paje-, y si eres Usdróbal y vives todavía, lo que es imposible, yo haré que no vuelvas otra vez a presentarte delante de mí. Estoy pronto -añadió, volviéndose a los padrinos.

El despecho y la cólera habían sucedido al espanto de la sorpresa en el alma negra del paje; calándose el casco, salió gallardamente al medio y montó un caballo que le presentó su escudero. No obstante el coraje y la duda que le irritaba y afligía a un mismo tiempo, todavía se gallardeó en la silla y dio una vuelta haciendo gentilezas por el palenque.

Al pasar junto a Usdróbal, que cerca del tablado estaba a caballo apoyado en la lanza, soltó una carcajada y le dijo:

-Tu protegida y tú vais ahora al otro mundo de fijo, y yo te aseguro que no me has de estorbar tercera vez hacer lo que me dé gana. Para un villano, no te tienes mal a caballo.

-Mejor que tú, y no hace muchos días que te lo probé -contestó el campeón.

(Imposible es que sea Usdróbal -se decía a sí mismo Jimeno-; yo mismo lo eché en el foso).

Hechas, pues, todas las ceremonias de uso y habiendo jurado los dos campeones ante el crucifijo que iban a combatir lealmente para aclarar la verdad y hacer patente el juicio divino, tomaron lanzas de manos de los escuderos, los dos maestres partieron el campo y las trompetas dieron la señal de la acometida.

Creció entonces el ansia y la zozobra en todos los corazones, cada cual tomando interés por uno de los dos contrarios, aunque la mayor parte deseaban el triunfo al desconocido.

Tenía, no obstante, Jimeno sus partidarios entre los que, sin conocer a fondo los sujetos, juzgan únicamente por la apariencia, y en particular entre las mujeres, habiendo agradado generalmente la belleza de su rostro, su natural buen humor y la elegancia de su apostura. Pero de todos los espectadores no había ninguno tan conmovido como el judío, que a la llegada del caballero había logrado introducirse, aunque con mucha dificultad, en uno de los grupos que más cerca estaban del palenque, y que desde allí no quitaba los ojos de su hija sino para mirar a su campeón, tan embebecido y desasosegado que puede decirse temía más que ella el término de la lucha.

Entre tanto, como hemos dicho, sonaron las trompetas, y ambos campeones se lanzaron a la carrera. Igual era su furia y su valentía, igual, sin duda, el deseo de venganza y el odio que mutuamente los animaba. Encontráronse, pues, con tanta fuerza, tanta violencia y coraje, que aún no los habían visto arrancar de sus puestos cuando vieron los espectadores con espanto rodar por tierra a entrambos jinetes con sus caballos. El incógnito había caído envuelto con su bridón hecho un lío, con un mechón de crin en la mano a que se había asido. El trotón de Jimeno, habiéndose levantado de manos, midió el palenque con sus espaldas, mientras que su señor, al que había encontrado en todo el ímpetu de la embestida la lanza de su contrario en su pecho, botó de la silla como una pelota al aire, yendo a parar a más de dos varas de su caballo. Desembarazarse de los estribos, levantarse y echar mano a la espada el campeón de Zoraida fue obra de un solo punto; pero viendo que Jimeno no se movía, se acercó a ver si respiraba aún, y en tal caso a obligarle a confesar su delito. Los dos maestres de campo llegaron al paje igualmente, y en habiéndole desarmado, reconocieron que estaba expirando.

La lanza del desconocido había saltado en dos partes, y una de ellas, que le había entrado por la juntura de la coraza, asomaba a su espalda el hierro y más de una cuarta de asta. El golpe que había llevado al caer le acabó de matar, reventándole, y la sangre le saltaba aún a caños por las narices, los ojos y los oídos. Cuando su contrario lo exigió con el puñal en la mano que manifestase su crimen, todas sus facciones se contrajeron, rechinó los dientes y gritó:

-¡Maldición! -y quedó muerto.

Sucedió a esto en el concurso un profundo silencio.

El obispo y todos los jueces se levantaron, y habiendo traído a Zoraida, toda turbada y confusa, el obispo dijo:

-He aquí el juicio de Dios. Mujer, eres inocente.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

DON JUAN
[...] Por estotra puerta  
te puedes ir [...]

AGUSTÍN MORETO, Trampa adelante.                


Luego que Esther o Zoraida fue declarada inocente, prorrumpió el pueblo en infinitos vivas y estrepitosas aclamaciones, dando el parabién por su victoria al guerrero que tan generosamente había tomado a su cargo salvar aquella mujer desvalida. Los que ocupaban los tejados de los conventos se desprendieron todos, a cuál más ligeros, con intención de verle de cerca, palparle si era posible, y satisfacer su curiosidad conociendo a tan intrépido caballero. Los que habían tomado puesto en el llano se empujaron y comprimieron para acercarse más al palenque, y en todas partes resonaban los aplausos, crecía el entusiasmo, los vivas, los bravos llenaban confusamente los aires y el espacioso Campo retemblaba sacudido con tanto estruendo.

Los jueces y los maestros de campo dieron también la enhorabuena al vencedor, habiendo quedado satisfechos de su comportamiento, y en habiendo concluido las ceremonias de uso, se retiraron del palenque con la misma pompa y el mismo orden con que habían venido.

Pero antes de que hubiesen salido, ya el judío tenía abrazada a su hija, que sollozaba en sus brazos, y como si estuviera demente, gritaba, lloraba, saltaba y la cubría de besos con tanta avaricia como ternura. Ni uno ni otro pudieron pronunciar una sola palabra por mucho tiempo.

Miradas, sollozos, lágrimas y estrechísimos y convulsivos abrazos y gritos inarticulados fue únicamente lo que expresó el gozo del primer momento; y luego los mismos extremos que hacían, comunicando nueva convulsión a sus nervios, mil y mil veces la estrechaba su padre de nuevo y ella a él, y cada vez con más fuerza. Y su voz interrumpida, cortada, ahogada con los anhelosos latidos de sus corazones, podía sólo de cuando en cuando proferir: «¡Hija mía!» «¡Padre mío!», y hubiérase dicho que él no se contentaba con tenerla allí, ni con besarla, ni con apretarla a su corazón, sino que quería convertirse en ella misma, esconderla dentro de su corazón para que nadie la tocara ni el aire la ofendiera, y llevarla allí, y mirarla, y acariciarla, no ya como un padre, sino como la madre más cariñosa. La expresión de su alegría se comunicaba a todos los espectadores, que asimismo lloraban, y con semblantes llenos de lágrimas, pero bañados en dulce sonrisa, los contemplaban. Acercóse también allí Benjamín, que acompañaba también a su amo en los extremos que hacía, y seguramente los tres formaban el cuadro más tierno que puede crear la imaginación.

Había Zoraida olvidado todo en aquel momento, y hasta su antiguo amor por el ingrato Saldaña parecía también que se había apagado enteramente en su alma. Ya no era una huérfana sin amparo, una mujer desdeñada, maldecida, odiada de todo el mundo; había hallado por último un protector, un amigo, un hombre que la amaba, se alegraba y padecía con ella; un padre, en fin, que la idolatraba. Zoraida era entonces feliz, y las lágrimas que derramaba no corrían gota a gota abrasando sus ojos y sus mejillas, sino que manaban en tropel, y desahogaban dulcemente y refrescaban por vez primera su corazón.

Lo primero que vino a la memoria de su padre, luego que recobró su razón, de que le había casi privado aquella sobrenatural alegría, fue preguntar por el caballero que había salvado a su hija. La gratitud quizá exigía haberse acordado antes, pero el amor paternal sofocó en un principio cualquiera otro sentimiento en el alma del pobre judío, que, a despecho de su estudiado estoicismo, había casi perdido en aquella ocasión la cabeza, y Zoraida no estaba tampoco en disposición de manifestarle su agradecimiento.

Pero cuando los dos se acordaron, ya había desaparecido, y no fue posible hallarle por más que hicieron, pues en montando a caballo había salido a escape del palenque entre los gritos de la multitud, que, puesto que algunos intentaron seguirle, no lo pudieron lograr sino con los ojos, hasta que le perdieron en las estrechas y revueltas callejuelas que abocaban entonces al Campo Grande.

-Cómo ha de ser, hija mía -dijo Abraham-; ese extranjero es un hombre de bien y ha tenido lástima de nuestras lágrimas, siento que se haya marchado sin probarle nuestra gratitud, pero confío que pronto le hemos de volver a ver, y en ese caso todos los tesoros del mundo no son bastante para pagarle. Tú estás muy débil y necesitas descanso; vamos a mi posada, y no nos separaremos nunca.

-No, nunca, padre mío -respondió Zoraida-; yo creí que ya no me quedaba ninguna esperanza en el mundo, y ahora veo que puedo todavía ser feliz. Pero, ¡ah!, padre mío, si supierais...

-Serénate, hija mía, ahora, y no turbes tan dichoso momento con ninguna memoria triste. Ven, hija querida de mi alma. ¿Qué puedes ya necesitar en el mundo habiendo encontrado a tu padre? Yo te amo más que a mi vida. ¡Estás tan pálida! ¡Has sufrido tanto! Pero todavía estás hermosa. Sí, esos son los ojos de mi hermosa Esther.

Diciendo así la besó en ellos cariñosamente y echó a andar dándole el brazo, encargándole muchas veces y con mimosa ternura que se apoyase en él, y preguntándole cómo se sentía a cada instante con indecible cuidado.

La muchedumbre se había ya dispersado poco a poco, y sólo algún que otro de los más curiosos paseaba por fin a sus anchas el Campo Grande, que no tardó una hora en verse tan abandonado y solitario como de costumbre. Venía ya a más andar la noche, y las oscuras calles de la ciudad ponían al judío a cubierto de la persecución que recelaba emprenderían contra él si, como tenía motivos para sospechar, le había conocido alguno. No había pensado hasta entonces en el riesgo a que se había expuesto presentándose en público como uno de los principales héroes del drama que acababa de representarse; pero ahora, más cuidadoso que por él por su hija, cualquier sombra, cualquier bulto le sobresaltaba.

Un hombre envuelto en una ancha capa aparecía a cierta distancia de ellos y desaparecía por intervalos como una sombra errante, como una aparición maléfica, siguiéndolos y espiando sus pasos. No había reparado en él Zoraida, ni el judío le dijo una palabra siquiera por no asustarla; pero más de una vez estuvo tentado de detenerse a preguntar a aquel hombre quién era, y aun lo hubiera hecho a no ir desarmado. Hubiera querido Abraham dar algunas vueltas más primero que entrar en su posada por ver si le seguía aquel hombre tenaz que como un gato arrimado a la pared se deslizaba sin ruido, y aun no parecía que movía los pies; pero se hacía ya tarde, su hija estaba casi exánime con lo mucho que había sufrido y el incansable embozado llevaba traza de seguirlos al fin del mundo. Dábale cuidado al judío, y algunas veces detenía el paso, y aun se paraba por ver si el encapotado pasaba de largo; pero era como su sombra, y siempre quedaba detrás, y siempre a la misma distancia.

En resolución, por más que hizo no pudo evitar que el desconocido le viese entrar en una casa en el barrio de los judíos, donde el padre de Esther se alojaba con un amigo que allí vivía.

Bajó a abrirles la puerta una vieja con un candil, y en habiendo entrado salió a abrazarle un anciano, cuya nariz larga y demás facciones habrían hecho conocer al menos inteligente fisonomista que era uno de los descendientes de las doce tribus.

-Bendito sea el Dios de Israel -le dijo-, que te ha sacado de manos de esos lobos sedientos de nuestra sangre y te ha devuelto tu hija en el día de la tribulación. Pero me parece que está muy pálida; ya se ve, es natural; es menester que descanse.

-¡Zoraida! ¡Hija mía! -exclamó Abraham, todo sobresaltado, viéndola que perdía las fuerzas, medio exánime y amarilla como una muerta-. ¡Zoraida! ¡Dios mío! ¡Te he recobrado después de tantos años para perderte tan pronto!

Pero Zoraida no respondía, ni acaso oía lo que le decía su padre; un sudor frío humedecía su frente, pálida como la cera; tenía las manos heladas, que apretaba su padre entre las suyas, besándola y llamándola por su nombre como un frenético, mientras su cuerpo había caído desmayado sobre unos almohadones que acercó al momento el otro judío.

Había éste conservado su juicio más que su amigo, y en habiéndola pulsado conoció que no era aquel desfallecimiento otra cosa que una congoja producida por el sobresalto y la angustia de aquel día terrible y tantos otros como había pasado, sin otro desahogo que sus lágrimas, abandonada de todo el mundo y sostenida únicamente por la energía de su alma. Por lo que volviéndose a Abraham dijo:

-El sabio, amigo mío, no debe sorprenderse por nada y debe estar prevenido para sufrir toda clase de contratiempos. Lo que tu hija tiene no es nada, y es raro que de esa manera te turbes, tú que has sido siempre ejemplo de firmeza de alma en nuestra tribu.

Frunció Abraham las cejas, y habiendo procurado serenarse, sentido de haber dado a conocer su debilidad delante de su amigo, lavó la frente de su hija con una de las aguas maravillosas que traía consigo y pidió a su compañero que le ayudase a transportarla al lecho, puesto que ya daba señales de volver en sí y necesitaba de mucha paz y sosiego para reponerse. Hecho lo cual, ayudado además de Benjamín y la vieja, los dos judíos se retiraron a otra habitación interior adornada con alguna decencia y alumbrada por una lámpara de plata que ardía en mitad de la sala. Un braserillo en que se quemaban varios olorosos perfumes estaba sobre una mesa de tres pies compuesta y ajustada con diferentes maderas de gusto mosaico, siendo este mueble y la lámpara los dos únicos objetos de lujo que allí había, pues los almohadones y los sillones eran tan viejos y feos que más que adornar afeaban la habitación.

Los dos viejos acercaron dos sillones a la mesa, y en sentándose, dijo el patrón a su huésped:

-Mucho tarda ese joven cristiano a quien entregué la armadura y el caballo de que tú has salido fiador, y que tan bien ha aprovechado hoy a todos. Él tiene cara de buen muchacho, y hoy se ha portado como valiente; pero esto mismo me hace pensar que una vez que se ha visto a caballo no le hemos de volver a ver por acá.

-Mucho lo sentiría -replicó Abraham-; no por el caballo y las armas, que ya son suyas y yo te las pagaré, sino por no poderle dar las gracias como lo merece su buena acción.

-En efecto -repuso Aarón, que éste era el nombre del otro judío-, la fianza que me has dado te compromete a pagarme en caso que él no cumpla devolviéndome lo que por tu intercesión ir presté. Pero ya sabes que no estamos para gastos, y...

En esto estaban de su conversación, cuando fueron interrumpidos por la llegada del joven de quien hablaban, que con aspecto no muy tranquilo y precipitados pasos se había entrado hasta allí sin más etiqueta que pudiera usar en su propia casa. Venía armado todavía como si acabase de echar pie a tierra de su caballo, sólo que en vez de casco le cubría la cabeza un sombrero de alas anchas que casi le tapaba la cara, aunque no tanto que cualquiera que le hubiera visto una vez, si le miraba con atención, no reconociera en su noble fisonomía al generoso Usdróbal, como ya habrá supuesto el lector. Lo mismo había sospechado Jimeno al verle delante de sí en el palenque, puesto que le creyó nada menos que un fantasma del otro mundo, no pudiéndose imaginar que estuviese vivo el mismo a quien él había visto hecho pedazos arrojar en el foso la noche que habían ambos tratado de libertar la hermana del castellano de Iscar. Pero la buena suerte, que sin duda para mayores cosas le guardaba, dispuso de modo que saliesen torcidos los planes del malvado paje, librándole de la muerte que su traición le tenía apercibida.

En medio de aquel inesperado combate, herido uno de los asesinos, rodó la escalera con grande estrépito hasta el último tramo sin detenerse, mientras que Usdróbal, luchando aún con los otros, sostuvo todavía la batalla por algún tiempo. Herido ya y fatigado de combate desigual, viéndose a pique de perecer, se le ocurrió una estratagema para salvarse, y arrojándose de repente en tierra, suponiendo que dándole por muerto se retirarían sus contrarios, se pegó contra el muro, sin respirar siquiera, hasta que sintió que se alejaban satisfechos de su victoria. En este tiempo bajó la escalera con cuidado, receloso del menor ruido, la espada en la mano, hasta que llegando a un trozo de la muralla que daba al campo, se arrojó desde su altura sin titubear, con lo que anduvo toda la noche hasta llegar a sitio donde curarse de sus heridas.

Volvieron al poco tiempo los asesinos con una luz a recoger su cadáver; pero como no le hallaron, temerosos de que el paje los castigara, y codiciosos del premio que éste les había ofrecido, no dudaron en suponer que el cuerpo muerto de su compañero era el de Usdróbal, estando tan desfigurado y hecho pedazos que no daba nada que sospechar, y Jimeno, que desde el principio de la pelea se había retirado llevando a Leonor, creyó de buena fe cuanto quisieron decirle.

Permaneció Usdróbal oculto por algún tiempo curándose de sus heridas, y sentó plaza después en uno de los escuadrones rebeldes, donde estuvo hasta el día de la derrota general, en que habiendo determinado marchar a Vizcaya en busca del hijo de don Lope de Haro, que andaba revolviendo aquella provincia, llegó a Valladolid, donde la fama del proceso de la desgraciada Zoraida le hizo detenerse por unos días. Estuvo presente a todas las declaraciones de los testigos, y desde el momento que vio que era el paje su acusador se determinó a servirla de campeón en caso que el juicio se remitiese a las armas. Fatigábale, sin embargo, el pensar que a despecho de su buena intención no había de serle su valor de provecho, por no estar armado caballero y no tener siquiera quien le prestase caballo con que poder entrar en la lid. Pero el cielo que velaba en favor de la inocencia, hizo de modo que el judío, a quien él había visto antes en el castillo de Iscar, no habiendo podido penetrar en la prisión de su hija, se dirigiese a él eligiéndole por su defensor, y proveyéndole de cuanto necesitaba para el combate.

Tal era la suerte que había Usdróbal corrido desde su salida del castillo de Cuéllar, de donde milagrosamente había escapado con vida, habiendo, en fin, logrado poner en claro el juicio de Dios con la muerte del traidor que no le creía ya en este mundo.

Entró, pues, como hemos dicho, bastante agitado en la sala donde conversaban muy en paz los dos amigos judíos, y encarándose con Abraham exclamó:

-Si aprecias en algo tu vida, sal de esta casa al momento, monta en mi caballo, que está a la puerta, y huye sin detenerte, porque no tardarán media hora en venir a prenderte aquí.

Turbáronse los dos judíos al oír tan inesperada noticia, levantáronse de repente de sus asientos, y exclamaron casi en el mismo instante cada uno según el sentimiento que en ellos había producido:

-¡Y mi hija!, ¡qué será de mi hija! -gritó Abraham-: ¿estás seguro de lo que dices?

-¡Mi casa, mis riquezas! -exclamó Aarón-: esos perros van ahora a saquear lo poco que con sus continuos robos han dejado al pobre judío. Dios de Abraham, haz que los pies de esos babilonios queden clavados contra la tierra, para que no vengan a maltratar a tu siervo.

-Te han conocido -repuso Usdróbal, dirigiéndose a Abraham-, y yo me he adelantado a avisarte; huye, si no quieres perder la vida, y no temas en cuanto a tu hija, que además que no hay nada contra ella, yo te prometo a todo trance protegerla y llevarla adonde tú estés.

-Sí, tienes razón -repuso Abraham, que recobró al momento su acostumbrada serenidad-, no hay más remedio que huir. ¿Y a quién mejor que a ti podré yo fiar el cuidado de mi hija, que hoy le has salvado la vida? ¡Ah! sólo ella puede obligarme a salvar la mía: por lo demás, ya soy viejo, y morir hoy, morir mañana, me sería indiferente. Pero, vamos, no hay más remedio que huir.

-Tú, sí, vas seguro -replicó Aarón-; pero yo, ¡desventurado de mí!, no tengo recurso ninguno, y voy a perder en un día lo que me ha costado tantos de sudor para atesorar. No que yo sea rico... -prosiguió volviéndose a Usdróbal.

-¿Qué me importa a mí que lo seas o no? Sálvate, Abraham; yo creo que todavía tienes tiempo.

Abrazáronse los dos judíos, el uno recomendando a su hija, y el otro sollozando y gimiendo por su dinero, que iba a correr tanto riesgo si entraban en su casa los babilonios, y Abraham, en habiendo tomado una luz, acompañado de Usdróbal, sin atreverse a despedirse de Zoraida, que descansaba, se encaminó hacia la escalera, cuando oyeron grande estrépito de armas y gente que se acercaba.

-Sígueme -le dijo Usdróbal, desenvainando la espada-, que juro a Dios que he de abrirte camino.

-Eso no lo permitiré yo -replicó el judío-, que no quiero que pierdas por mí tu vida: retírate.

-De ninguna manera; o he de morir, o te he de salvar -repuso el valeroso cristiano-; no se dirá que abandoné yo nunca en el riesgo a mi compañero.

-Generoso amigo mío, guarda tu vida y cuida de mi desgraciada hija, si no yo te juro que me entregue yo mismo a mis enemigos.

En esto el ruido de los pasos y el crujir de las armas se oía cada vez más cerca.

-¿Pero hay algún otro sitio por donde huir? -preguntó Usdróbal.

-Sí -replicó el judío-, pero es preciso que me dejes solo; aquí esta ventana cae a un corral que tiene una puerta falsa que comunica al campo; la bajada es fácil y aún tengo tiempo; tú no eres conocido y debes quedarte aquí con mi hija... ¡Esther mía! -prosiguió interrumpiéndose con un suspiro-; pero tú, amigo mío, tú la consolarás. Adiós.

Diciendo así echó el cuerpo fuera de la ventana, y apoyando los pies en una estrecha cornisa que formaba la pared a poco más de una vara del suelo, saltó al patio sin hacerse daño, abrió la puerta falsa, y Usdróbal le creyó libre. Apenas volvió la cabeza de la ventana donde había estado mirando la fuga del judío, cuando se halló rodeado de hachas encendidas, partesanas, picas y alabardas de los que venían en su busca.

-Hola, amigos -dijo Usdróbal, volviéndose a ellos con extraordinaria serenidad-, yo creo que el pájaro ya voló; a menos ya hace rato que ando reconociendo la casa, y voto a Santiago que no ha quedado rincón que no he escudriñado.

-La puerta de ese corral da al campo -dijo uno de los alabarderos.

-Así es -repuso Usdróbal sin alterarse-; pero justamente al otro lado hay gente apostada para apresarlo, y por ahí no se ha de escapar.

-No hay duda -respondió el que parecía jefe de aquella tropa-; tiene razón este mozo, que allí está ese hombre flaco que dio el aviso y un compañero mío con algunos hombres de armas.

-¡Suerte del diantre! -murmuró entre sí Usdróbal desesperado con la noticia que él mismo había forjado, y que salía cierta por su desgracia.

En esto llegaron dos hombres más con el judío Aarón, a quien habían hallado en un sótano entre algunos cofres y sacos, casi embutido en ellos y pegado a la pared como si fuera una oblea.

En vano juraba el pobre hombre y afirmaba que nada sabía de Abraham: amenazábanle con tormentos si no declaraba dónde se encontraba su amigo, a quien traían orden de prender y llevar a presencia del rey, contra quien había conspirado, y aun hubieran puesto en ejecución su amenaza si no hubiera llegado el aviso de que estaba ya asegurado el reo a tiempo que tratando de escaparse había tropezado con los que guardaban la salida del campo. Estaba allí en efecto Zacarías, que era el que le había seguido aquella noche, y que, cierto de la casa en que habitaba, le había descubierto.

Sin embargo, no impidió la aprehensión de Abraham para que llevasen preso al otro judío, habiéndose salvado Usdróbal, como suele decirse, en una tabla, por no haber topado con el infame devoto, que no hubiera quizá dejado de hacerle alguna obra de misericordia.

Quedó la casa sola, habiendo quedado el cuarto de Zoraida únicamente sin registrar, ya que por haber hallado al judío tan pronto no entraron en su aposento, donde la infeliz reposaba todavía de sus pasadas fatigas, y muy ajena del peligro que corría su padre.



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