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Sarmiento: el perfume de las ideas

Jorge Torres Roggero





«El hombre más sabio que conocí en mi vida no sabía leer ni escribir».


José Saramago (1999:13)                



I. Un exceso de vida

Para reflexionar acerca de la disjunción entre pensamiento plebeyo y pensamiento ilustrado en Argentina tomaremos como punto de partida un humilde poema gauchesco de Bartolomé Hidalgo: «¡Qué bailes y que junciones! / Y aquel beber tan prolijo, / que en el rico es alegría, / y en el pobre es pedo fijo» (1950, 125). Como se advierte, ya en los inicios de nuestra emancipación se van perfilando dos campos de conocimiento y expresión.

La distinción entre beber de pobre y beber de rico que marca Bartolomé Hidalgo en la primera gauchesca, perdurará como una constante social de nuestras formas expresivas. En el Martín Fierro (Hernández, 1960), el campo noético se extiende hacia una poética: pueblero-pueta/gaucho-cantor; y más aún, hacia una epistemología: dotor-letrado/inorancia-experiencia. En todos los casos, las oposiciones manifiestan, en forma velada, la existencia de «otra ciencia», de cierta «intención» oculta en el «sonido», de lo bueno de estar «ruinido» y lo malo de estar solo como modo de ser.

Es Sarmiento, como siempre, el que devela la «vida secreta», lo que está oculto, lo que parece muerto pero vive aún. Pero, ¿quién es el que vive y dónde vive?

Sarmiento supone que el viviente es el finado Facundo: lo llama «expresión fiel de una manera de ser de un pueblo», «espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación, en una época dada de su historia». Lo que quiere afirmar, en realidad, es que tras la barbarie de Facundo, se esconde la barbarie de un pueblo. A esa barbarie la conjura encarnándola en un inmemorial símbolo de estas regiones: el tigre.

Pero los símbolos tienen doble faz: si por un lado funda la tradición de las «luces»; descubre, por otro, que el verdadero protagonista del drama que intenta ritualizar es el pueblo y que sólo dentro de su «ahí» es posible un horizonte de comprensión capaz de desatar el nudo «que no ha podido cortar la espada». Por eso el capítulo fundamental de Facundo, aquel que comprende y a la vez supera la oposición civilización/barbarie, es el titulado «Revolución de 1810». Dicho capítulo vela y revela. Revela al protagonista y a la vez lo oculta y lo condena a una eterna clandestinidad. En efecto, en esta parte del libro nos enteramos que la relación principal nos es binaria, sino triádica. A la guerra de las ciudades, entre criollos y españoles, «iniciada en la cultura europea», le sucede la guerra de los caudillos contra las ciudades. El «enigma» es resuelto: la revolución da ocupación al «exceso de vida» del sujeto principal del drama que, según Sarmiento, se desarrolla en una escenario vacío. Todo está como en el primer día de la creación, un espacio sin historia espera la voz que «le mande producir las plantas y toda clase de simientes». Pero he aquí que el protagonista verdadero, el hacedor, aparece sin voz.

Y, ¿quién es este protagonista? Sarmiento lo registra: son las «masas inmensas», las «masas ignorantes», «las masas de a caballo», «los pueblos en masa», «presentes siempre», «intangibles». La antonomasia de esas «multitudes argentinas» (Sarmiento reconoce que habían dado la espalda a sus rétores civilizadores) es el «inmortal bandido» Rosas. Aquel que, según Alberdi, «es un representante que descansa de buena fe sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe» (1886, I, 125). Y aclara, es una «mayoría, a la que una minoría privilegiada había llamado plebe» (Ibid., 111).

Es así como, en el mismo momento en que se descubre al protagonista del gran drama de la historia nacional, al guardián de nuestro sentido, de nuestros significados y de nuestro destino comunes, se lo oculta. El pueblo pasa a ser lo no-manifestado o, lo que es peor, es manifestado por lo-que-no-es: la univocidad de los portadores de las «luces», de los maestros ciruela de las academias, universidades y parlamentos, de los agitadores de «la pluma y de la espada», amordaza el vocerío incesante del verdadero sujeto de nuestra cultura. Se censura, entonces, para atrás y para adelante. Para atrás, sólo una versión mutilada de Mayo y Rivadavia; para adelante, Facundo, Rosas, Yrigoyen, Perón. Los paradigmas ya están construidos. Los intelectuales, los críticos, los historiadores, tendrán como única obligación y tarea modelar su cabeza de acuerdo al sombrero teórico de moda.

Pero, ¿qué hace, entretanto, el agonista del drama: el pueblo argentino? Es el portador del «exceso de vida» que Sarmiento advierte en nuestro origen. Desde las trincheras de su discurso intangible, escudriña las hendijas del muro de silencio que lo bloquea. Y ese discurso, en el momento mismo en que es pasado a la clandestinidad, penetra de prepo en la escritura de aquellos que se animan a ser «gestores» y «garantes» precarios del «sentido profundo», «del gran tiempo» (Bajtin). ¿Cómo se explica la aparición de géneros como el gauchesco, el teatro criollo o el tango en una sociedad mandada y explicada por rastacueros, ilotas mentales y cipayos de toda laya?

Cuando el hijo segundo de Martín Fierro canta (en el sentido de recitar que le da Vicente Rossi) su historia, un «entremetido», «uno que estaba en la puerta», «el de ajuera», se burló de la mala pronunciación o ignorancia del paisano. El muchacho le advierte que no creía haber venido a hablar entre literatos y le pidió a «ese dotor» que para «seguir cantando» lo dejara en su «ignorancia». Está muy clara la cuestión, desde el libro se reprime al pueblo, no se le deja decir lo que siempre dice: su queja, su rebelión y también su alegría de ser que siempre es reputada como «pedo fijo» por sus explotadores.

El hijo segundo aclara que «siempre encuentra el que teje / otro mejor tejedor». Y acá viene al caso advertir que, si bien se mira, todos los personajes de la gauchesca, desde Chano el cantor en adelante, se caracterizan por su pobreza. Una pobreza que abarca desde las pilchas y el recado hasta la falta de ilustración. Son los excluidos del campo noético de la civilización y del disfrute de los bienes que procura o parece procurar.

Sin embargo, junto con su pobreza portan siempre sus razones más poderosas: la memoria y el canto. Como Fierro y sus hijos, como Picardía, el pueblo anda «despilchao» y sin «una prenda buena», pero sabe que la memoria es «un gran don» y que entre los bienes que su Divina Majestad otorgó al hombre, «la palabra es el primero». Por eso el pueblo, poderoso horizonte de comprensión, nunca cesa de hablar, pero su discurso es un río subterráneo, es un incesante vocerío que espanta al intelectual encerrado, como decía Sarmiento, en «un círculo de ideas».

No son muchos los que se atreven a penetrar la zona del griterío espantoso, donde la falta de instrumentos adecuados, impide escuchar las voces del pueblo. Mirando desde la orilla, puede suceder que sólo se escuchen sonidos; y que, habiendo pedido prestado un horizonte de comprensión se termine por denostar lo que se dice defender. Ardua tarea esta en que nos hemos metido. ¿Por qué vituperar, por ejemplo, al viejo Vizcacha?

Porque el viejo Vizcacha no ha robado al fisco, no ha coimeado en grande, no se quedó con tierras y haciendas. El pobre viejo tomó lo que necesitaba para vivir, «mil chucherías y guascas y trapos viejos que para nada servían». Hay también lazos, cabestros, maneadores, pavas y ollas. En realidad, desde nuestro puesto de observación, para nada sirven. Pero si bien se mira, los trebejos de Vizcacha articulan los significantes de las tres actividades que pueblan de gestos, significados y símbolos la vida: trabajar, comer, vestir. En otras, palabras, habitar. Y averiguar cómo se habita es una cuestión de identidad, una razón para estar en el mundo.




II. Dos voces para una payada

Volvamos a Facundo (1962: 17 y ss.), imprescindible testamento de Sarmiento, y consideremos cómo escenifica el más formidable intento de fundamentar la necesidad de cambiar a unos empecinados y plebeyos argentinos. Estos imposibles consumidores de civilización, tienen «necesidades limitadas», «rechazan con desdén el lujo» y se ríen a carcajadas de «el frac, la capa y la silla».

Pero advertíamos que es también ese libro el que señala, por vez primera, la presencia de las masas populares como protagonistas de la historia. Cuando se refiere a la guerra de la independencia en el capítulo ya aludido (65 y ss.) reconoce que el emergente es una manifestación cierta de igualdad. La apelación del Himno («ved en trono de la noble Igualdad») ha penetrado, según Sarmiento, «hasta las capas inferiores de la sociedad» (19).

Veamos esta otra variante de la relación triádica ya señalada. En 1810 los criollos europeizados se oponen, esgrimiendo pensamiento de Europa, a los españoles europeos. Ahora bien, la actualización (la puesta en acto) de la oposición teórica libertad/despotismo, pone en circulación un tercer elemento que estaba pero aún no había tomado la palabra: las masas que eligen sus caudillos. Ellas se oponen al despotismo español y se oponen, a la vez, a la hegemonía de las minorías criollas europeizadas.

En la época de la Reforma Universitaria, Haya de la Torre, echando mano a la paradoja como operador simbólico, advierte esta interesante inversión: la Revolución Francesa acaba el latifundio, mientras que la Revolución Americana es la operación por la cual la clase latifundista captura el Estado. (Haya de la Torre: 179).

Contamos, entonces, con dos voces para la payada: una minoría con la impostada voz de un «liberalismo traído de París», según Haya de la Torre, y unas masas populares o «pueblos» como se denominaban en nuestro siglo XIX. Los pueblos instauran el griterío espantoso de los adentros, del corazón profundo, como dirá Hipólito Yrigoyen, de la creatividad inmanente, como sostendrá Juan Domingo Perón. Ese griterío resuena de prepo en los textos emblemáticos de la civilización.

Como ya lo hemos señalado, Sarmiento reconoce que «el caudillo y las masas son una manifestación social», que Facundo es un «caudillo que encabeza un gran movimiento social» (1962: 21 y 22), pero su versión terminante del otro se fosiliza en este aserto: «los pueblos en masa nos dan la espalda».

Juan Bautista Alberdi, según hemos anotado, había llegado a la conclusión de que Rosas, considerado filosóficamente, era un representante que descansaba «de buena fe sobre el corazón del pueblo». Y añadía esta importante aclaración acumulativa: pueblo es la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe y no sólo la clase «pensadora y propietaria».

Distinguimos entonces, por un lado, una minoría que se piensa como civilizada («sujeto cultural sin cultura», diría Rodolfo Kusch); por otro, el protagonismo de las masas populares bárbaras que en los mejores textos emergen como apariciones de lo que Bajtin llama «serie semántica de la vida», como «contextos lejanos», como actos creadores de «los géneros y formas de la comunicación discursiva de la poderosa cultura popular» (Bajtin: 1985) y que nosotros, con Rodolfo Kusch, llamaremos geocultura, espacio-tiempo del estar ahí, red preexistente, texto radiante anterior a la escritura.

Se inaugura así una comarca que se modela como tal en tanto es una totalidad abierta, un baldío, un lugar sin construcción formal cuyo dueño («los pueblos») es un sujeto oculto y colectivo que es pura habladuría, que habla y habla sin cesar. Ese sujeto, que es transindividual, es la voz del sentido profundo y no dogmático, es un remanente clandestino, desconocido para los investigadores, puesto que como postula Bajtin: «teóricamente podemos no saber de su existencia».

Ahora bien, ese sujeto cultural fue aludido por Francisco Bilbao, en 1864, en El evangelio americano. Vindica en ese libro a las masas populares por cuanto a ellas correspondió cargar sobre sus hombros la tarea de construir la república en América, en medio de un universo esclavizado. La epopeya americana consiste, de acuerdo con esta visión, en el itinerario de una idea de república. En el acto de engendrar una sociedad republicana, la idea (el pensamiento) careció de escuela, de enseñanza, de cuerpo de profesores. Fue rechazada por los intelectuales, «vilipendiada por las oligarquías» y «a pesar de ser la antítesis de la sociedad establecida, se encarna, vive, crece, se levanta y se afirma como tesis de humanidad». (El subrayado es nuestro):

«Sí, gloria a los pueblos, a las masas brutas, porque su instinto nos ha salvado. Mientras lo sabios desesperaban y traicionaban, esas masas habían amasado con sus lágrimas y sangre el pan de la república, y aunque ignorantes, el amor a la idea desquició todas las tentativas de los que imaginaron reproducir el plagio de la monarquía».


(1988: 191)                


Leyendo con atención a Mitre y Ramos Mejía queda entre líneas siempre el protagonismo de las masas mestizas y las mujeres plebeyas en la gesta de la independencia. En efecto, Entre esas fuerzas latentes que de pronto se manifiestan y toman la palabra hay dos que, en 1812, son señaladas con especial énfasis: los gauchos («el pobrerío belicoso» y «democrático», según Ramos Mejía) y las mujeres, en especial las de la plebe. Cuenta Mitre que en Cochabamba, mientras una asamblea de mil hombres dubitaba sobre defenderse o no hasta el último trance, «las mujeres de la plebe que se hallaban presentes dijeron a grandes gritos que si no había en Cochabamba hombres para morir, ellas solas saldrían a recibir al enemigo». Mitre recuerda: «Las mujeres cochabambinas inflamadas de espíritu varonil ocupaban los puestos de combate al lado de sus maridos, de sus hijos, de sus hermanos, alentándolos con la palabra y el ejemplo, y cuando llegó el momento, pelearon también y supieron morir por su causa» (64). Obsérvese cómo Mitre atribuye a la mujer plebeya «espíritu varonil» y reserva los atributos tradicionales de la mujer (delicadeza, belleza, presencia numinosa y organizadora en el hogar) a las «señoras», es decir a las mujeres del nuevo grupo dominante.

Ramos Mejía, a su vez, construye la imagen de «la mujer de la plebe» asociada a la turba y de aspecto terrible: «Ellas arengan a la gente, la inflaman con sus imprecaciones inesperadas, en la plaza, en la calle, hasta en el púlpito de la iglesia, donde se han refugiado los que se han rendido al cansancio y al pavor» (Ramos Mejía: 1956, 116). Multitud y mujer plebeyas siempre aparecen ligadas a la revuelta y la desobediencia, «agente de las iniciativas y de la acción eficaz en todos los primeros acontecimientos de la emancipación» (Ibid.: 84). Ramos Mejía llama a esas multitudes nuevo actor del drama. En realidad, la emergencia era nueva, pero este sujeto histórico «hacía ya dos siglos que venía labrando la obra de la emancipación americana». El discurso clandestino de la emancipación americana era un rumor de abajo, de la masa sin nombre y sin rostro. José María Ramos Mejía define a ese sujeto histórico anónimo como «nuevo actor» del drama que venía «laborando la obra de la emancipación» desde hacía dos siglos. Mayo de 1810 se presenta entonces como un «rumor sordo», como una confusión de lenguas que se dejaban oír pero no podían ser traducidas:

«Un rumor sordo de descontento cundió hasta los suburbios y empezó a circular por las plazas y las calles de la ciudad, concurso numeroso de gentes que nadie había ni dirigido».


(Ramos Mejía, 1956, 87)                


Los vecinos espectables, los convocados por invitación escrita, «directores de arriba», estaban paralizados de «estupor». Era «completamente espontánea» esa concentración de no-invitados y se propagaba «en las calles y en las plazas, en las pulperías de los suburbios y en los tétricos tendejones donde se reunían los habituales tertulianos, en los cuarteles y en los cafés escasos de la época». Tomaban la palabra los significantes de la vida que despertaba y se hacía presente desde abajo (sub-urbio), desde los bajos fondos, del inconsciente social como un «estimulante líquido vital». «La vida, concluye Ramos Mejía, venía de abajo».

Mitre, en Historia de Belgrano (1946, III, 116), relata la lucha de plebeyos, mestizos e indígenas en la guerra emancipadora. Explora causas y efectos. Pero no permanece inmune a la irrupción de los nuevos sujetos históricos, a la confusión que genera la discontinuidad:

«Lo más notable de este movimiento multiforme y anónimo es que, sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido, cuando en realidad sólo lo impulsa la pasión».


En realidad, lo «multiforme» parece carecer de centro o centros porque obedece a una plan supraindividual: lucha de los pueblos por el poder. Como las masas son portadoras del habla, del movimiento y de la vida, sorprenden la conciencia letrada de Mitre porque demuestran con su presencia una mayor eficacia que los ejércitos regulares ausentes y porque «concurren a su triunfo [...] con sus derrotas más que con sus victorias». Lo que para Mitre es una paradoja, una figura, para los pueblos es una realidad en que manifiesta su «eternidad histórica». Fuerza centrífuga, irradia desde adentro de la confusión.

Mitre observa que cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea «es una republiqueta, un centro de insurrección» con sus jefes independientes, con sus banderas, pero todo converge a un resultado general «que se produce sin acuerdo previo de partes». Esta confusión que, sin embargo, conduce a un triunfo final se manifiesta como una mezcla de lenguas y, a la vez, una práctica de traducción cotidiana de la supervivencia de las masas:

«Y lo que hace más singular este movimiento y lo caracteriza es que las multitudes insurreccionadas pertenecen casi en tu totalidad a la raza indígena o mestiza, y que esta masa inconsistente, armada solamente de palos y piedras, cuyo concurso nunca pesó en las batallas, reemplaza con eficacia la acción de los ejércitos regulares ausentes...».


(cit. 117)                


Ser irregular es el modo elocutivo de lo discontinuo como emergente de la gravitación del suelo. Desde abajo, cuestiona el pensamiento de las élites de la emancipación preocupados por el lado externo de la comunidad: su aspecto contractual. Las masas anónimas (sin nombre que las designe, sin letra que las marque) corrompen los limites cosificados del sujeto absoluto y su pretensión de universalidad. Las decisiones prácticas del pueblo activan el movimiento concreto de la historia para que lo biográfico (el nombre) hable con una retórica cuya gramática es la acción: autorrefieren y construyen el grupo.

Pensamos en el suelo como el indefinible hábitat real. En esa zona de habitualidad, el sujeto histórico se siente seguro. En ella, el habla, portadora de residuos culturales ancestrales, de saberes que son enunciados de un pensamiento sin escritura, configura «un núcleo seminal» (Kusch: 1977, 206) proveedor de contextos simbólicos que actualizan los «elementos imponderables y específicos» del grupo.

Recapitulemos. Se reconoce la existencia de un sujeto cultural de carácter contradictorio. Por un lado son masas bárbaras, brutas, puro instinto, multitud, plebe; por otro, «amasan el pan de la república», portan «amor a la idea» (Bilbao), conforman el «corazón del pueblo», implican «universalidad» (Alberdi), son «los pueblos» (Sarmiento). En otras palabras, son sujetos de pensamiento. A ese pensamiento («teóricamente podemos no saber de su existencia» decía Bajtin) hemos dado en catalogar como pensamiento plebeyo y se manifiesta en constante tensión y disputa con la «clase pensadora» (Alberdi). Digámoslo más claro, interpela constantemente al pensamiento académico, nos interpela.


III. Preguntas y respuestas

Volvamos a Sarmiento (se puede estar contra Sarmiento, pero no sin él, decía nuestro Saúl Taborda) cuando intenta arrojarse de lleno en el sentido profundo o sea en la necesidad de respuesta. ¿Cuál es su metodología? Interroga antes que nada al pensamiento no lineal, al pensamiento plebeyo. Así es como en Facundo asedia a la «sombra terrible» como poseedora del secreto que curará las contradicciones que afligen con guerra y desolación las entrañas de un noble pueblo. Desde el pensamiento hegemónico que divulga, la cuestión se resuelve con la desaparición del opuesto barbarie (las espaldas y la sangre de las masas brutas a que aludió Francisco Bilbao) y esa es la solución que postula y lleva adelante. Pero la construcción de una poética exige no desvincularse de la pasión, admitir la necesidad de que la pasión (componente bárbaro) circule libremente por los textos. Someter el canon a la barbarie montonera. Veamos sólo dos textos en que el componente plebeyo o sea republicano asegura el valor de la escritura.

El primero es de 1842 en él Sarmiento postula tres momentos: dos pertenecen al entendimiento especulativo, uno a los impulsos invisibles de la mente. En efecto, Sarmiento comienza proponiendo la adquisición de ideas «de donde quieran que vengan» y la nutrición con «las manifestaciones de las grandes luminarias de la época». Traducido: recomienda la lectura de escritos europeos. El segundo paso, es el despertar del pensamiento propio que se organiza en torno a la mirada alrededor. La mente, en consecuencia, debe echar miradas observadoras sobre la patria, el pueblo, las costumbres y las instituciones. Traducido: trazar un esbozo teórico significa reconocer que lo hecho es el objeto de la ciencia canónica. Ahora bien, el tercer paso, el que conduce a lo que se ha de hacer (al futuro), es objeto del arte o de una ratio que deja entrar la pasión, el corazón, el amor, la inexactitud, la ruptura de los límites entre lo bueno y lo malo. Uno escribe lo que se le «alcance», lo que se «le antoje». En otras palabras, no hay futuro sin rupturas, sin confusión de los géneros; no hay belleza sin defectos; no hay identidad sin incorrecciones:

«y en seguida escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que os antoje, [...] (eso) será apasionado aunque a veces sea inexacto; [...] no se parecerá a lo de nadie; pero bueno o malo será vuestro, nadie os lo disputará».



La apelación se dirige a la inteligencia del corazón, a la contradicción como elemento creador, al uso del logos dominante como despejador de la propia mirada. La recurrencia última es una apuesta a la razón poética como órgano de percepción y representación de lo que aún carece de diseño discursivo y que, por lo tanto, sólo es futuro. Infundir la facultad del habla en lo teóricamente no existente, es el salto creador a la escritura. En la gran payada de la historia real, la voz del pueblo, clandestina pero omnipresente, entra sin pedir permiso al dueño de la fiesta.

El segundo texto a que nos referimos es una carta a Miguel Luis Amunátegui (26/12/1853) en que justiprecia mérito «los errores de hecho o de apreciación» que pudiera haber en el texto Dictadura de O'Higgins de su amigo chileno. Postula que un libro no debe ser leído como quien escucha en silencio a un predicador al cual admira más por lo que no se comprende que por «lo que está a su alcance». El lector debe hacerse autor a su turno, puede corregir hechos mal narrados, objetar efectos. Rudo Aristarco, hace oír su voz. Pensando en Facundo afirma: «Pero el Facundo cae en sus manos y su lectura es ya una discusión». Y en tren de dar consejos acerca de cómo escribir recurre de nuevo a la fuerza del sentimiento, al modo de existencia del pensamiento plebeyo como forma o modelización de la vida circundante. Por sobre las acusaciones de parcialidad:

«No se amilane usted por ello. Escribir es pensar ha dicho alguno, pero yo creo que mejor habría dicho, escribir es sentir, es querer, es obrar, y nunca producirán nuestras plumas contemporáneas cosa que interese, si el corazón o las simpatías no van guiando a la inteligencia en las narraciones históricas. El autor de un libro ha de dejarse apercibir más que en el título de la obra, en el perfume de las ideas. Un libro debe saber a algo y ser el hijo y la imagen de su padre».



Leer, escribir, es por lo tanto una fiesta del cuerpo. El pensamiento requiriendo el auxilio del corazón. Las ideas se concretan: se saborean («deben saber a algo»). Se quita así al saber el empretinamiento letrado, saber es sabiduría según sustenta con su mero existir el pensamiento plebeyo. El viejo texto bíblico repica en la idea de libro como imagen y semejanza del escritor. Irrumpe la certeza de que hay algo más, no perceptible: el perfume de las ideas. ¿No será que, después de todo, el Inca Atahualpa tenía razón cuando olió la Biblia?








Bibliografía consultada

  • ALBERDI, Juan Bautista, 1886, Obras Completas, t. I, Fragmento Preliminar del derecho, p. 125. Citado por SEIBOLD, Jorge en: STROMATA, Año XXXI, n.º 3/4, julio/diciembre 1975, San Miguel, Provincia de Buenos Aires, Observatorio Nacional de Física Cósmica, «Civilización y barbarie en la historia de la ciencia argentina».
  • BAJTIN, M. M., 1985, Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI Ediciones.
  • BILBAO, Francisco, 1988, El evangelio americano, Caracas, Biblioteca Ayacucho.
  • HAYA DE LA TORRE, R., 1941, «La Reforma Universitaria y la realidad social», en: DEL MAZO, Gabriel (Compilador), La Reforma Universitaria, t. III, Centro de Estudiantes de Ingeniería, La Plata.
  • HERNÁNDEZ, José, 1960, Martín Fierro, Buenos Aires, Eudeba.
  • HIDALGO, Bartolomé, 1950, Cielitos y diálogos patrióticos, Buenos Aires, Ciorda & Rodríguez Editores.
  • KUSCH, Rodolfo, 1976, Geocultura del hombre americano, Buenos Aires, García Cambeiro.
  • SARAMAGO, José: «De cómo el personaje fue maestro y el autor su aprendiz», en: CASA DE LAS AMÉRICAS, n.º 214, enero-marzo de 1999, Cuba, 13 y ss.
  • SARMIENTO, Domingo Faustino, 1962, Facundo, Buenos Aires, Sur.
  • SEIBOLD, Jorge, «Civilización y barbarie en la historia de la ciencia argentina», Cfr. supra: ALBERDI.


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